Letrinas: Siempre volvemos a lo mismo

Me resisto a beber. Sé que si doy un trago, doy otro. Y otro. Miro el agua mineral producir una oleada de burbujas cuando el gas entra en contacto con el trago. Se dice que los ebrios son débiles.

Por Eusebio Ruvalcaba-
Salgo de casa a las 9 y media de la mañana. Un feliz optimismo me anima a emprender el viaje. Mi mujer se fue a trabajar a las 7 y 45 —es maestra, y tiene que agarrar su tiempo por los embotellamientos.

Mis hijos se encuentran en la universidad, y a esta hora están en sus respectivas clases. Si no es que dormidos en sus mesas.

Salgo, pues, y mis pasos me llevan directamente hasta la cafetería que está a unos metros, en la acera de enfrente de mi casa. Abren a las 7 en punto.

Llego, y al momento ordeno mi desayuno. Que me sirven enseguida: huevos a la mexicana, jugo y café. Lo disfruto enormemente. A las 8 y cuarto pasa Nacho con mi periódico —cada vez resultan más escasas las noticias de mi interés, pero siempre hay. Ordeno Milenio, ordeno La Jornada. Me da igual. Diarios que leo con parsimonia.

Cuando me percato ya transcurrió una hora. Entonces abro mi mochila, saco la libreta y prosigo la escritura de aquel cuento. O de aquel ensayo, o de aquella novela. Lo que haya dejado en ciernes.

Me quedo una hora más. Y de pronto se me antoja una cerveza. Mejor dicho, cruza la idea de una cerveza por mis circunvoluciones cerebrales. Pero no quiero. Sé que si la bebo ya no podré parar. ¿Cómo le hacen mis amigos, o algunos cuantos, para poder beber con mesura? Lo ignoro. Es una tentación que me rebasa. Pido pues la única cerveza que a estas alturas de mi vida soporto. Una artesanal de marca Minerva. La bebo con la desesperación de un gambusino cuando da con la veta prometida. Se me antoja una más. Pero paso. De lo contrario me quedaré ahí. Y lo único que me detiene de beber cerveza es la panza prominente que arroja tarde o temprano. Pago y salgo.

Me dirijo entonces a Carrasco, la colonia vecina, un barrio bravo. Está a un lado de la lateral del Periférico que corre hasta Xochimilco. A la altura de la Ollin Yoliztli. Ya son las 11 de la mañana pasadas. Conduzco mis pasos hasta el bar del barrio. Se llama La Perla. Don Noé Mendoza, el dueño, me ve entrar y acude solícitamente hasta mi mesa. Soy conocido de esas calles. Compro películas. Voy a la peluquería. Como tacos de carnitas. A veces llevo auto. A veces no.

¿Qué quiere?, ¿lo mismo de siempre?

Sí. Entonces pone en mi mesa una copa de JB. Vierto agua mineral y ahí principia la verdadera jornada. Anoche —y la noche de antier— tuve problemas con mi mujer porque llegué ebrio. Me preguntó de dónde venía, y me increpó que estaba llevando a la familia a la ruina —mentira, ya está en la ruina. Haciendo acopio de fuerza, le prometí que la situación iba a cambiar, que a partir de mañana —¿ayer?, ¿hoy?— yo sería otro. Me creyó y suspendió su interrogatorio/ perorata.

Me resisto a beber. Sé que si doy un trago, doy otro. Y otro. Miro el agua mineral producir una oleada de burbujas cuando el gas entra en contacto con el trago. Se dice que los ebrios son débiles. Pero a lo mejor es más débil no quien bebe sino quien se resiste a beber. Porque es esclavo de sus preceptos, que es decir de sus debilidades.

No ha pasado mucho de eso de la perorata de mi mujer. Apenas unas horas. Con toda seguridad, ella ha incrementado sus argumentos —siempre es igual, a lo largo de veinte años siempre ha sido igual: ¿está esperando que caiga yo fulminado por el alcohol, o que un coraje la ponga al pie de la tumba? ¿Ahora con qué me saldrá?: ¿con que debería pensar en mis hijos, en ella, en mí mismo?, ¿con que cuide mi salud? Bah, a quién le importa.

Antes de dar el primer sorbo, aspiro el bouquet del whisky. Y me quedo con el picante aroma en la nariz. Me bebo el primer trago. Es delicioso. Como el brebaje que Jesucristo repartió a los pobres. Así les sabría. Aquella jornada en que no había más libación para disfrutar las bodas. Les sabría como JB. Cada sorbo me sabe a ambrosía. Disfruto cómo burbujea la ingestión en mi garganta, cómo se deposita el trago en mi estómago y me hace cosquillas.

Si don Noé me ve trabajando no se acerca a mí. Es cauto. Espera pacientemente a que cierre mi libreta y me concentre en la nada. Lo que nunca sucede. Tal vez porque soy un manojo de nervios, tal vez porque vivo en la creencia de que aún tengo cosas que decir. Cosas menudas e insustanciales. Por cierto. Jamás he sabido lo que dicen los escritores. Por qué la gente se apega a los libros. Qué encuentran en ellos. Qué hace impostergable su lectura.

Es un misterio para mí. Por donde lo vea. Es un enigma que no tiene resolución. Y como para confirmar mi incertidumbre, o más bien para darme un suspiro, extraigo un libro de mi mochila. Siempre llevo un libro conmigo —esta vez El blues de la calle Beale de James Baldwin. Que me salva la vida. Como siempre me acontece con los rusos y los gringos, que me abren horizontes y me permiten vislumbrar mi excrecencia humana.

Así que empiezo a leer. Y a beber. Ahora sí en serio. Whisky y lectura. Whisky y escritura.

Avanzo en el cuento que estoy escribiendo. Hasta que lo tenga en las manos, se avistará el ciérrate-sésamo. Llegue donde tenía que llegar. Si llego. Porque estoy a punto de fastidiarme y cerrar la libreta. El siguiente paso es regresar a casa. Tocar el timbre y explicarle a mi esposa el origen de mi aliento.

Mañana será otro día. Y a las 9 y 30 ya estaré ordenando mi desayuno. Huevitos a la mexicana.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 
  
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