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Letrinas: El estilo no se compra en las tienditas



 
 
El estilo no se compra en las tienditas. Y no es que uno escriba sin la influencia de otros, es sólo que imitarlos es equivocarse de sitio. Cuando hacía mi tesis no me daba cuenta de que escribía con el léxico decimonónico, específicamente, al estilo de Carlos Marx. No manchen. Quienes lo observaban no cuestionaban a su vez las formas establecidas que seguían ciegamente por mantener un órden academicista. Estábamos igual de mal. Y ya no vayamos tan lejos, basta cuando hablamos con frases comunes que nos hemos aprendido pero que ni siquiera nos tocan. Debería haber una regla que advierta que si su verbo favorito es "coadyuvar" es porque está diciendo que no sabe lo que dice, que sólo exhibe su pobre vocabulario. Y que se toma muy en serio.
 
El estilo quizá sea tan difícil de definir porque es un reflejo de nuestra personalidad, de nuestra actitud y modo de vivir la vida. Es el modo como nos apropiamos de algo que ya tuvo dueño. Es usar la imaginación con el conocimiento que tenemos. Así como leer nos enseña a darle nombre a las sensaciones, a resignificar lo vivido, a jugar con el sentido de las palabras, etc., así el estilo crea un universo propio de ideas que se cimientan en la confianza del autor en sí mismo. 
 
Pero para algunos, o para mí más bien, sigue siendo un proceso de inseguridades en el que me resulta complicado tomar fuerza para no desistir. Como alguna vez empecé, mi propósito de escribir era el de una terapia, para tomar distancia de mí y objetivarme, leerme desde afuera e identificar mis conflictos, mis vergüenzas. Pero a veces eran tantos y tontos que usaba frases hechas para no ahondar en el interior reprimido. El estilo propio se refugiaba en el autoengaño, en una máscara igual a la de mi andar. Ahora disfruto de mi honestidad sin saber el camino que iré tomando, sin saber si lo que escribo puede gustar o no, si debí publicarlo porque exponerlo es exponerme. Pero a final de cuentas, definir mi estilo conlleva un proceso en busca de mi seguridad personal, lo que hace que valga la pena perseverar.

Literatura. Un acercamiento -¿ficticio?- al suicidio

Por Edna Rodríguez-
Tan solo imaginen que cada 15 minutos ocurre un suicidio durante todo un año. Eso fue exactamente lo que pasó en Japón en 2009 tras una década consecutiva de más de 30 mil muertes al año por esa causa. No es ninguna casualidad que Haruki Murakami y Kasuo Ishiguro, en sus obras literarias, reflejen este fenómeno. A pesar de que el suicidio concierne al individuo, cualesquiera que sean sus causas, en estas dimensiones ha sido considerado hace poco por el gobierno nipón como un problema social. Y es que de alguna forma debe haber «algo» en el exterior que influye y condiciona a cada una de sus víctimas. 

En Necaxa, por ejemplo, donde se localiza la hidroeléctrica más importante del estado de Puebla, este año fue muy sonado el caso entre sus habitantes de un joven que se suicidó, especialmente porque no se tenía registro en la memoria colectiva de un hecho como éste, lo que cimbró sin duda a todo el pueblo. A pesar de los rumores, nadie podrá saber con exactitud qué fue lo que determinó al muchacho a quitarse la vida, pero lo cierto es que este pueblo desde hace muchas décadas llevaba una vida estable en buena razón porque la mayoría de las familias se sostenía gracias a su trabajo en la compañía de Luz y Fuerza, lo que feneció de un día para otro con su liquidación por un decreto del sexenio presidencial pasado. Por supuesto, no quiero decir con esto que una situación económica desesperada los orille a todos al suicidio (evidentemente no es así), pero de que la incertidumbre trastorna su modo de vida e influye -sabrá cómo- en algunas personas, eso me parece que sí.

En la literatura japonesa, volviendo al tema, se reconoce el suicidio como un acto recurrente, que no es ajeno para sus habitantes, y por lo tanto está arraigado en su cultura, antes bien, puede considerarse como un acto honorable, respetable o comprensible cuando el individuo prefiere matarse antes que convertirse en una carga para la familia y la sociedad. Sin embargo, el valor moral de la ficción en la novela de Kazuo Ishiguro, “Un artista del mundo flotante” (1986), lo que trata de señalar es a una sociedad que devastada por la guerra, reniega su pasado, culpando a sus mayores de todos los males que le aquejan. Por eso se trata de un mundo flotante, porque cuenta la historia de una generación de artistas que sobrevive a la bomba atómica, pero no al aislamiento con que la trata la nueva sociedad. A consideración de ésta, aquella generación no debería seguir existiendo, pero existe, y como pasado, pretende olvidarla aunque no lo consigue, por lo cual la señala intencionalmente como un desperdicio, un pasado que apesta, presionándola a desaparecer. Para la mayoría de los que pertenecen a esta generación caduca, el suicidio se convierte en una salida necesaria, se trata pues de una cuestión de honor y de principios. 

Pero para el protagonista de esta novela las cosas no tienen que ser así, para él es una lucha donde el valor primordial e impostergable es la vida misma. Por eso su principal lucha es con el lector actual, con quien tiene que defender su postura -que también es válida- al decidir enfrentar la vida con dignidad y principios. Por su parte, en la obra de Murakami, “Crónicas del pájaro que da cuerda al mundo” (1997), el suicidio es cercano a todos los personajes, ya sea porque conocieron a personas que lo intentaron o consumaron el acto. La casa deshabitada donde ocurren los hechos fundamentales, nadie, ni regalada, aceptaría habitarla al conocer su historia. Y es por su historia que se le llama “la mansión de la horca”, pues todos los que han vivido en ella acaban ahorcándose o matándose allí por diferentes causas. Para el lector japonés, y para el lector en general, es desconcertante entonces que el protagonista quiera adueñarse de esa casa. Una forma sutil que pone de manifiesto que a pesar de lo respetable que es el suicidio para los japoneses, al mismo tiempo desean alejarse lo más que se pueda de la posibilidad de una muerte atroz, en especial, si tienen que recurrir a ella por su propia cuenta. 

Primero, quien habita esa casa es un ex coronel que sabe será juzgado por sus crímenes de guerra, a pesar de que en su momento fue vanagloriado por sus conquistas militares. Ante tal humillación de cara a la sociedad, prefiere el suicidio sin titubearlo, y su esposa, por su parte, lo sigue ahorcándose en la cocina. Tiempo después, se muda a ese lugar una actriz que al quedar discapacitada y defraudada por su sirvienta, ciega y sin dinero, decide ahogarse en la bañera. Y más tarde, la familia Miyawaki, a pesar de sus esfuerzos de rendirle un ritual religioso al lugar para desprenderse así de posibles desavenencias, no logran recuperarse de una mala administración en sus negocios, por lo que también caen en la quiebra, pierden la casa y deciden matarse. En los tres casos, todo parece ir muy bien con sus vidas pero cuando todo deja de fluir como antes, su mundo se descompone y ya no vuelve a funcionar igual. La casa se vuelve maldita, por lo que se me ocurre pensar que la superstición también está subrepticiamente arraigada en su cultura, con el propósito de ahuyentar la mala suerte, ya que, sin exagerar, ésta puede significarles su muerte. 

Sin embargo, más que llamarle mala suerte, diría que expresa el desamparo en que queda el individuo cuando no tiene garantías de una vida estable en el futuro, lo que puede ser todavía peor, incluso fatal, en una sociedad tan jerarquizada como nos la presenta Murakami a través de la ideología de algunos de sus personajes. Un caso representativo es el del padre del antagonista; a él no le caben dudas acerca de que no tiene ningún sentido vivir si no se está, o por lo menos si no se aspira a estar, en la élite. Por consiguiente, si son tan marcadas las diferencias económicas y sociales en dicha sociedad, caer en desgracia, los degrada en la escala social, lo que, como sabemos, no es tan sencillo de sobrellevar. El aislamiento, después de todo, nos deprime y baja nuestras defensas… Es el caso de la actriz que queda discapacitada para el trabajo, perdiendo así la fuente de su estabilidad económica. Ella sabe que ha quedado fuera de la competencia y se convence de que lo mejor es morir. Esto es un indicio de que la vida para muchos nipones, aunque aparentemente normal, está al filo de convertirse en un desperdicio, como cualquier cosa que se desecha porque ya no sirve, pues una vez que quedan inutilizados para el trabajo, asumen que pasa igual con su vida. 

La ficción una vez más es un pequeño acercamiento al mundo en que vivimos cuando todavía tiene algún sentido.
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