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Letrinas: Penélope nomás sentada



Penélope nomás sentada
Por Jessica Sevilla


Estoy esperando al siguiente tren. Por el calor parece que es agosto, no diciembre. Y en esta estación no hay salas de espera, ni pantallas. Llegan con mochilas sobre la espalda pero no vienen en vagones de pasajeros. Vienen montados en contenedores de mercancías. Para mí son muñecos. Así ha de venir y por eso tarda tanto. Aquí estoy en mi banca de pino verde. Al otro lado de las vías hay una de metal. Las dos en el solazo. De aquí ya vamos a agarrar camino. No debe demorar. Y tengo que estar presentable para cuando llegue, pero con este calor tengo pegado el cabello a la cara y el vestido a las nalgas. Estoy usando mi bolsa café como sombrilla, pero no me cubre nada. Así que saco mi abanico de madera roja, que coordina con mis zapatitos de tacón. Además tiene aroma de sándalo, patchouli y canela. Con esos aromas que me perfumen no se va a dar color del olor a pescado que desprende mi vestido y entrepierna. Me va mirar toda devota, aquí ya empezando a hablar su idioma y quemándome. Parece que ahí viene. Escucho un silbido, un poco aplastado por los carros del distribuidor vial de la López-Lázaro y este zumbido insoportable de mi oído izquierdo. Ahí viene. Lo escucho más cerca, en el crucero. Escucho su fricción en los rieles. Me voy a levantar ya, para que se me oree el vestido y me vea toda bonita, esperándole y recibiéndole. No es. Es un tren de carga vacío. Ya será el que sigue. Me vuelvo a sentar, pero en lo que espero me pondré boca abajo sobre mi banca y levantaré mi vestidito blanco para broncearme las piernas. Para que cuando llegue me vea toda doradita por este fuego de diciembre. Me quedé dormida, pero en lo que despierto noto que aún no viene el tren. Me doy la vuelta, de frente al sol, para quemarme este lado de las piernas y estar completamente rojita cuando llegue. Y que admire el grado de mi fervor, de mi resistencia. Me tapo la cara con mi gran bolsa de piel. Me vuelvo a quedar dormida un rato, pero pronto escucho otro silbido. Tengo que causar una buena impresión y verme mejor que en mi foto de perfil, pero con este aire caliente estoy toda sudada y mi vestidito también. Me levanto. Estiro la tela de la falda. Me vuelvo a sentar, pero ahora con las nalgas directamente sobre la banca para no sudar más el vestido. Voy a estar esperando así, de pierna cruzada. Me acomodo el cabello y lo peino con el sudor, usando las uñas como peine. Saco de nuevo mi abanico, para estar destellando grana cuando llegue. Y oler a planta con madera. Y voy a mover el piecito de la pierna de arriba en circulitos lentos, para que vea que estoy esperando ansiosa pero con paciencia. Y me voy a retocar los labios rojos para que enmarquen la sonrisa que le voy a dar ahorita que llegue. Saco mi espejito para embarrarme el lipstick, pero en el reflejo no estoy yo, está una vieja calva con patas de gallo en los ojos y la frente despellejada. Me doy cuenta que estoy aquí ya toda vieja. Esperando como pendeja. Ya me achicharré con este vestido sucio. Siento que se me va a salir la bomba de sangre por la garganta, que el vagón se soltó y se está yendo pabajo. Ay, de dónde me agarro, no se me vaya a desrielar. Me voy a acostar, a cerrar los ojos, a sentir el calor del sol para calmarme. El vagón agarró velocidad con la caída, así que se adelantó ocho mil novecientos kilómetros en un minuto y ya viene más cerca. Estoy escuchando su silbido sobresaliendo entre los carros. Ya va a llegar y tengo que incorporarme. Tengo que acomodarme este pelo para verme fabulosa cuando llegue la gran Maestre de la orden, que vamos a ir a la gran fiesta, en ese tren, con todas las del movimiento.




*Jessica Sevilla es gestora, profesora y artista visual. Nació en Tijuana en el 88 y vive en Mexicali desde el 98. Su trabajo es un proyecto de autoaprendizaje vinculado al lugar, con el que explora bordes entre prácticas y dominios. Actualmente trabaja, desde la galería Planta Libre en la región deltaica del Río Colorado, sobre la relación humano-agua. Tiene formación en arquitectura y es profesora universitaria. Se ha dedicado a la gestión de proyectos culturales de forma independiente y con instituciones públicas, también ha trabajado con grupos ciudadanos y asociaciones civiles. Actualmente incursiona en la narrativa de ficción usando medios visuales y textuales. Ha sido beneficiaria de los estímulos FONCA Jóvenes Creadores (2017-18), PECDA BC (2016) y David Rockefeller Center for Latin American Studies (2015), con los que desarrolló tres proyectos de sitio específico.

Letrinas: Enramado de hojas verdes


Enramado de hojas verdes
Por Julieta González Valle

En el carro al ir presurosos, sentimos un tremendo susto acompañado de una sequedad en la boca que en mi vida había experimentado. Mi tío manejaba mientras yo trataba en el asiento trasero que mi abuelo no se fuera de nuestro lado, un enramado de hojas otoñales en el pecho acompañaba sus manos ya frías y algo moradas empeoraban la tensión que nosotros de por sí ya cargábamos. Aquello comenzó como algo simple, un pequeño “traigo una molestia en el pecho” seguido de un “voy a estar bien” que se tradujo en un nosotros trasladándolo al hospital de la manera más rápida y eficaz posible. Mi abuelo ya contaba con 78 años y al ser sobreviviente de cáncer dos veces y de un ataque cardiaco, pensábamos de manera firme que esto era, algo inusual.

Al momento de ir junto a él en la parte trasera, sentí cómo al sostener sus brazos, sus manos se encontraban moradas, completamente heladas y duras. Eso me aterrorizó, le moví como pude y en ese sostener sus manos sentí cómo su frío se transmitía a mi piel, recorriéndome el brazo lentamente y haciéndome sudar, al igual que él, frío. En mi caso no sentía dolor, sino un enramado intenso en el pecho a causa de la angustia. De un momento a otro mi abuelo se fue, quedó inconsciente y extrañamente lo sentí perdido a pesar de todo el esfuerzo invertido. Fue como si yo sintiese que él no estuviese ahí mientras su cuerpo yacía a mi lado en el auto, me sentí llorar pero más que ello, sentí el enramado que se había formado en ardiéndome en el pecho y la mente fuera de mí. Pronto recobró el sentido de nuevo, quejándose otra vez, dándonos otra oportunidad que nos permitió llegar al hospital.

Mi abuelo no murió, cuando llegamos al hospital nos dijeron que se trataba de una falla renal y una descompensación de plaquetas. Su enramado había desaparecido y con ello empezaba el mío. Cuando volvimos a casa se encontraba cansado, pero de maravilla, aún su pecho dolía, pero su semblante era otro, rejuvenecido.

En mi caso el enramado apenas iniciaba sintiéndose pesado, pero no molesto, se veía como una coraza de hojas verdes y ramas que se aferraba con fuerza a mi piel y me protegía la caja torácica. Era pesada y ruidosa, al momento de llegar a mi casa vacía, todo el ruido de las hojas invadió el lugar, entrar al recinto fue algo desastroso, algunas hojas caían al piso mientras intentaba entrar e incluso cuando empecé con mi vuelta a la vida normal. Al día siguiente del incidente el ruido y tacto de las hojas me hizo despertar para darme cuenta de que no podía moverme, intente cambiar de posición en la cama, pero la coraza me lo impidió totalmente. Era un completo desastre, las hojas me impedían hacer los quehaceres.

Mi casa pronto comenzó a llenarse de hojas, mi patio de tierra y mi pecho de obstrucción, tareas como poder cambiar mi ropa o bañarme ya empezaron a ser todo un desafío para mí, en cuanto a la obstrucción, ésta ya era molesta. Pronto me sentí acorralada y empezaron los hábitos extraños como traer tierra en los bolsillos y siempre cargar agua conmigo. Había ocasiones en las cuales mi casa se percibía seca y mi único remedio era tomar el agua del grifo hasta el punto de mojarme toda en el proceso, otras veces mi cuarto me era demasiado incómodo para poder descansar y salía al patio a dormir, cerca de la tierra. El olor de la tierra mojada me llenaba los sentidos y me hacía sentir de nuevo alivio, un alivio quizá parecido al de estar en el vientre materno.

No fue sino hasta un buen día de diciembre que me percaté que en mi enramado flores hermosas habían crecido, las contemplaba con amor y respeto, como si fuesen lo más hermoso que había visto en mi vida. Aquello me conmovió de tal forma que lloré, lloré descontroladamente y me senté sobre la tierra de mi patio, con la esperanza de que el olor a esa tierra mojada me hiciese sentir un abrazo. De mí no quedó más nada, no más cuerpo, no más habla, solo quedó implantado en mi patio mi enramado precioso.

«El huésped», un cuento de Amparo Dávila

Recordamos a la escritora Amparo Dávila con uno de sus extraordinarios relatos. Tremenda cuentista y una de las grandes plumas de la literatura fantástica y de terror que ha dado México.

“Que no muera un día nublado ni frío de invierno” pidió durante la celebración de sus 90 años y, al parecer, su deseo se cumplió: murió en primavera.



El huésped

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues...” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habita­ción. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día dur­miendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él...

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.

Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...


Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Gua­dalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.

Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.

—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?

—Solas, es verdad, pero con un odio...

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había mar­chado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño dur­mieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia...

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió mu­chos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses­perado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento... Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.

Letrinas: El señor Rodolfo Romero

Por Eusebio Ruvalcaba


El señor Rodolfo Romero entró a su casa deshecho y furioso. La sola dicotomía le recordó aquella imagen del villano Doble Cara, a cuya lectura en los cómics había sido tan aficionado en su juventud. Era un hombre que podía actuar en sentidos opuestos a la menor provocación, y que en numerosas ocasiones dejaba que una moneda al aire tomara la decisión por él.

¿Qué pesaba más en un hombre: la fidelidad o la satisfacción del deseo?, o peor que eso: ¿traicionar a su hijo o complacer su apetito sexual? Se debatía entre un territorio y el otro. Ciertamente se consideraba un hombre fiel. Nunca se había acostado con ninguna otra mujer. Ni siquiera había intentado cortejar a nadie. A sus 51 años era un buen récord. Y a sus 28 de casado, más aún. Sobre todo si tomaba en cuenta que alrededor suyo todos sus amigos eran infieles y promiscuos. Pero ahora el desafío era diferente. Porque la mujer que traía metida entre ceja y ceja era Gerarda, su nuera.

El señor Rodolfo Romero se había casado joven, recién cumplidos sus 30 años. Primero tuvo una hija adorable —que era su perdición—, de nombre Eloísa, y luego un hombre, Mariano, que había hecho la licenciatura en sistemas y finalmente se había casado con una mujer a la que no se podría calificar de ser una belleza, pero que sin embargo encerraba una suerte de misterio. En su percepción de toro viejo, él advertía ciertos códigos. Como si la mujer se empeñara en enviarle mensajes sólo para sus ojos. Se acercaba más de la cuenta cuando le aproximaba algún ingrediente de la mesa; sus faldas eran cada vez más estrechas; los escotes más pronunciados. Ya tenía una niña, y eso parecía no haber menguado su atractivo sino exacerbarlo. Así como su coquetería. Él no se atrevía ni a mirarla. Cuando menos para que ninguno de los dos posibles perjudicados: su esposa y su hijo, se percataran. Así que cada vez más lo obsesionaba su nuera Gerarda. Y cada vez más se esforzaba por mantenerse alejado —incluso evitaba comer en casa los sábados, para no encontrárselos—, por poner tierra de por medio. Pero no siempre estaba en sus manos hacerlo.

El padre carmelita de la iglesia de san Pedro Mártir, Luciano —muy dado a hacerse el invitado a la fuerza— había decidido que el último sábado del mes en curso iría a comer a la casa del señor Rodolfo Romero para bendecir hasta el último rincón. Ni cuenten conmigo, le había dicho a su mujer, soy enemigo de esas triquiñuelas, a lo que ella había respondido: Vienes porque vienes. Mariano vendrá con Gerarda, y Eloísa con Juan, así que ni sueñes con escaparte. Aquí te quiero a las 2 de la tarde, media hora antes de lo que prometió venir el padre, para que te bañes y le prepares su copita. Y te quiero de buen humor. Nada de jetas.

El señor Rodolfo Romero prometió hacer un sobreesfuerzo. Ni siquiera se volvería a mirar a su nuera.

Pero el primer sobresalto se produjo cuando le dio la mano. Gerarda la retuvo un par de segundos más de la cuenta, y cuando la soltó lo hizo con una caricia sutil de por medio.

Después de ese acontecimiento que a más de uno le hubiera parecido insignificante, se la topó en la cocina cuando fue a preparar otra cuba para el padre Luciano. Estaban solos. Ella se agachó por unos platones, y su boca quedó a la altura del miembro de él. Hizo una exclamación como de que se lo estaba saboreando. Que se alargó, se alargó y se alargó, y que no sólo hizo sonrojar al señor Rodolfo Romero sino que le provocó una erección imposible de disimular. El pantalón pareció a punto de reventar.

Se dio media vuelta y salió volando de la cocina.

Pero ya no le fue posible disimular. Delante de ella.

Ahora su comportamiento era el de un adolescente. De ahí en adelante, en lo que duró aquella jornada, se detenía con deleite en su mal disimulado escote. Con sólo ver aquellos senos, quería devorarlos. Miraba descaradamente aquellos pechos blancos y su imaginación volaba. ¿Qué se sentiría tenerlos en la boca?, chuparlos hasta la saciedad. Y esas piernas que parecían esculpidas por el demonio, cómo habría querido acariciarlas. Besarlas.

No había pasado ni media hora de que su hijo Mariano había abandonado la casa, y decidió probar suerte. Le llamó desde su celular al fijo. La excusa era lo de menos —¿llegaron bien a casa? Pero se cuidó de hacer la llamada en la calle. Sacó al perro para tener un pretexto que resultara verosímil.

Le contestó ella.

Le bastó con escuchar aquella voz, para que el nerviosismo lo desbordara. Gerarda, le dijo, tenemos que parar esto. ¿De qué me habla, don Rodolfo? No finjas, niña, de esta calentura que nos empieza a rebasar. ¿Me lo diría viéndome a los ojos? Se limitó a decir ella. Claro que sí. Te espero mañana en el Rayuela, tú dime a qué hora. A las 10 de la mañana. Allí estaré, se escuchó decir él.

Y allí estuvo. Apenas la vio entrar, su respiración se agitó. Ella se sentó, y le espetó a boca de jarro al tiempo de que le acarició una mano: “¿Qué me quería decir, don Rodolfo?”. El hombre quería decirle tantas cosas. Quería llevar la mano de ella hasta que sintiera su pene, que a esas alturas ya se encontraba duro. Pero entonces el rostro de Mariano vino a su cabeza. Y por más que abría y entrecerraba los ojos no lograba quitárselo de encima. Sacó una moneda y la echó al aire. Enseguida pidió la cuenta y se dirigió hacia la salida. Sin abrir la boca más de la cuenta.

7NN: Códigos de convivencia

Códigos de convivencia 
Por Mauricio Caballero 

No sé cómo empezar, porque me cae de madre que está cabrón tío. Al chile le digo, sé que ya estoy muerto y me cago de pinche miedo, pero quiero que entienda el porqué lo hice. 

Recordará que hace muchos años cuando estaba por acá, la vida estaba cabrona. Que mi primo y yo éramos unos huercos como de doce años, que usted no encontraba chamba y decidió irse a la capirucha, que para que les vaya mejor, ¿lo recuerda? Pues ahí qué le cuento, ya sabe bien que al inicio estuvo difícil, pero que después a mi primo, gracias a usté, le fue chido acá, con sus envíos de lana, sus regalos y esas cosas. Acá el primo bien chido nos comenzó a pichar cosas, la cheve, el pisto, las morras, se compró una troca y dábamos el roll. 

Al chile no sabíamos en qué andaba metido usté, pero ya después nos lo imaginamos. A mi primo se le hizo fácil y se metió a esos bisnes, yo le dije que ya tenía feria de usté, que pa qué chingao se metía en esas cosas. Pero pues quiso más, y le entró a lo mismo. 

Le va a sonar a guasa, pero esto es neto tío, por favor aguante. Recuerda que cuando vivía acá en Tijuana, una vez vimos una movie de esas viejitas mexicanas, se llamaba El esqueleto de la señora Morales, ¿lo recuerda? 

¡No tío!, espérese, aguante, puta madre, aguante tío. 

¿Recuerda al vato ese de la peli, el que siempre se la pasaba contento? Pues algo así le pasó al primo. Ya dentro de ese jale fue cuando empezó a portarse bien culo, se le subió al muy perro, se sentía el muy cabrón y el más chingón del barrio. Y ahí andaba paseándose, todo feliz por las calles, por la plaza o de visita en mi casa. En la peli el vato lo hacía porque así era, era todo feliz, pero acá no tío, el primo lo hacía para chingarme, sí, pa joderme, para restregarme que él tenía lana y yo no. Mi madre lo quería mucho, lo dejaba pasar a la casa y lo consentía, él le dejaba dinero y cosa pa la casa. El muy cabrón decía que lo hacía porque quería mucho a mi ma. Y luego ella me echaba en cara frente a él, que él parecía más hijo que yo, ¡que yo tío!, yo que soy su hijo de verdad. Cómo me chingaba eso. Y el primo, muy sonriente, muy feliz. Perdón tío, pero pinche primo, si en realidad era bien culero, se la bañaba con todos, con todos tío. 

Chingado, tío, que no, que no es guasa, escúcheme. 

Y pa fregar más, le empezó a tirar carro a mí hermana, y claro, ahí sí le bajo de humos, después de que no me pelaba el muy culo, ahora llegaba como el gran amigo, y yo de pinche pendejo que le creí. El muy cabrón comenzó a venir a la casa más seguido, a cada rato cambiaba de troca, llegaba con buena feria, su buchanas y las rolas a todo lo que daba. Me comenzó a platicar de sus cosas, me enseñó su fusca, su cuerno. Me decía que le entrara al negocio y yo la neta me sordeaba. Pero usté sabe que la vida está bien cabrona, sabía de la situación en mi casa y de mi jefa. Y pos le entré, me tragué mi pinche orgullo y le entré. Pensé, que si ahora era yo quien llevaba cosas a casa, mi jefa iba a dejar de estar chingando con que no era un buen hijo. 

Pinche vida tío, pinche perra vida. Al chile es lo más perro que he hecho, pero en este pinche pueblo no se puede hacer otra cosa, y sé que sigo siendo chavo y pude haber intentado otra cosa, ¡pero cabrón!, en este jale me hice de feria muy rápido. Le pude dar más cosas a mi jefa, le pude ayudar con sus tratamientos. Ver a mi jefecita recuperarse, es lo que me daba fuerzas para aguantar todo este pinche desmadre. Verla caminar, sentirse mejor, verla sonreír tío, ¡sonreír! Pinche vida loca, la acomodé en una mejor casa, con más espacio, ya no hacía falta comida, le pude pagar la prepa a mi hermana. 

Puta madre tío… sé que está muy encabronado por todo esto, pero quiero que sepa porqué lo hice. 

¿Recuerda que le tiraba carro a mi hermana? Tío, pos yo no supe por qué pinches hizo eso el muy culo. 

No, tío, no, puta madre, mi dedo, aguante tío, le digo, le digo. 

Se chingó a mi hermana tío, se la chingó, ella no quería y a él le valió madres, llegó a la casa sabiendo que yo no estaba, llegó bien pedo, encerró a mi jefa en un cuarto y se fue a otro con mi hermana, ella no quería, no quería. Puta madre tío, es mi familia, ¿por qué no se fue con otra morra, por qué no agarró a alguna de la calle? Si ya lo había hecho antes. 

Y él, como si nada, ese mismo día muy sonriente me lo dijo en la cara, frente a los compas del cártel, pinche puto culo. 

Tío, no, aguante, no ya no, pare, pare. 

Tío, yo no pude hacer nada, yo no sé cómo sean allá con usté, pero acá, nuestro pinche código es muy cabrón, él ya estaba en los altos rangos y yo como apenas empezaba, pos no podía hacer nada, solo callar, ¿usté sabe lo culero que se siente eso?, pinche impunidad. Y seguro sabe que ya dentro no hay forma de salirse, así que no me quedaba de otra, mas que callar y aguantar vara. Luego de eso ya dejó de ir a la casa, pero yo lo seguía viendo en el jale, tan feliz el puto. Mi hermana tuvo un niño y a él le valió madres. 

No sabe la sorpresa y gusto que me dio cuando me enteré que se había cambiado de bando. Usté sabe cómo es esto, le pusieron precio a su cabeza y pos los compas luego luego me avisaron. Era el momento de vengar a mi hermana, es mi familia, comprenda. 

No tío aguante, espere, tío, no. Se lo juro, yo no hice eso chingao, no fui yo, pinche tío, no. 

Se lo juro, que yo no hice eso, ya cuando di con él, yo solo le di un tiro en la cabeza, se lo juro, por mi madre, por mi hermana, yo solo hice eso. 

Tío no, chingada madre, no, pare, aguante. 

Yo, yo no sabía, fueron mis compas, yo no, fueron ellos, yo no sabía, ellos le dieron el cuerpo al pozolero, yo no sabía nada de eso. 

Tío, aguante, aguante. 

Yo que chingaos iba a saber que el primo se cambió a su bando, con usté, y que usté se iba a enterar. Pero así es la perra vida, sigue estando bien cabrona. Yo sé que ya estoy muerto tío, lo sé. Solo aguante, apiádese, ya le di mis razones. 

Sé que ustedes son bien sanguinarios, pero por favor tío, solo le pido, por mi jefecita, por su sobrinito, le pido, le ruego, que no me haga lo que le hicieron a la doña de la peli esa. No me haga lo que le hicieron a la señora Morales. 


Marzo 2018




Siete Nuevos Narradores
Editorial

Nos gusta tomar letras para formar palabras, aunque no despreciamos el agua, la leche, cerveza, güisqui o bebernos alguna que otra idea para ir alimentando nuestras historias.

Nos gusta escribir lo que vemos, pensamos, sentimos. Intentamos ser fieles a nosotros mismos, aunque de pronto nos traicionamos y somos más fieles a nuestras inquietudes, nuestros vicios, nuestros miedos, nuestras certidumbres y nuestras dudas, de ahí nacen nuestras historias.

Hijos de nuestro tiempo, apostamos al ciberespacio y nos subimos a la revista Sputnik 2 (junto con Laika) para poner en órbita nuestras letras. Pase, léanos, quizá se reconozca en alguno de nuestros textos. Recomiéndenos si pasa un buen rato leyendo, sino escriba para decirnos lo malos que somos. Apostamos a divertirnos, generar nuestra propuesta literaria para que sepan que aquí estamos y derramaremos letras e historias desde Aguascalientes.

7NN

7NN: El violinista

El violinista 
Isaías García

Se escuchaban aplausos en todo el auditorio mientras se abría el telón, la sonrisa perfecta ante el éxito de un hombre que era reconocido por los ahí presentes, una melodía resonaba vigorosamente y aquel concertista arrancó con gran maestría el espectáculo, alegremente movía de lado a lado el arco que sostenía en su mano derecha, las luces daban brillo a su traje oscuro y al peinado perfecto que mostraba magistral belleza. 

Al término del concierto Jan se dirigió hacia su camerino, en la entrada había un ramo de rosas decorado con un moño color dorado, una nota en la cual estaba escrita una dirección y hora, aquella era la cuarta de la semana, un lugar especificado y sin remitente. La curiosidad se apoderaba de aquel hombre, nacía la curiosidad de saber quién era su admirador secreto pero cierta inquietud provocaba pánico de sólo pensar que se encontraría a lo inesperado, sin importarle su sentir se encaminó al lugar acordado. Al encender un cigarrillo era como aumentar el ego, jugaba con el humo con aires de grandeza, altanero y burlesco mientras imaginaba a una mujer hermosa de grandes pechos a la cual llevaría a un cuarto de hotel. Pasó por un callejón de la ciudad, los maullidos de los gatos producían un ruido ensordecedor provocándole preocupación y un presentimiento extraño. El miedo se apoderó de sus sentidos, sintió que alguien lo perseguía, creía que había alguien detrás de él, aceleró el paso, tiró la colilla del cigarro y a su vez limpiaba el sudor de su frente, las manos le temblaban y sentía no avanzar. De un parpadeo a otro, se encontró en el lugar descrito en la nota, había avanzado quince cuadras sin haberse dado cuenta. 

Aquel lugar era un restaurante fino, las puertas eran de cristal que permitían una visión más precisa de cada rincón, personas elegantes y bien parecidas, un lujoso establecimiento para gente de alcurnia. 

Por algunos minutos Jan dudaba en entrar, mientras esperaba sentía un hueco en el estómago, una presión en su pecho y las ganas de huir de ahí. Al entrar lo atendió un mesero de nombre Alfred, lo condujo hacia una mesa y le entregó una carta del menú del día. Pasaron 20 minutos y no llegaba la persona que lo citó en aquel sitio. Enojado se levantó encaminándose a la salida, algo acaparó su atención, detrás de las puertas un hombre desaliñado, gabardina, playera, zapatos y pantalones rotos, desgastados y sucios; su cara, cabello y manos se veían grasientos por la mugre, con una mirada triste dirigida hacia él, sus ojos lo veían con lastima y tristeza, aquel sujeto sostenía en su mano derecha un pequeño baúl y en la izquierda un violín viejo, Jan quedó impactado, sentía pena, señaló en darle una moneda, al buscar en su bolsillo se percató que el pantalón era el mismo que de aquel vagabundo, sus manos tenían mugre, sus zapatos se veían cenizos y con agujeros, miró las paredes del lugar y a las personas, el sitio se transformaba en una cantina de mala muerte, fue cuando comprendió que aquel ser era su reflejo, respiró aquel olor a sueños rotos y así dejó caer sus ilusiones cristalizadas en una lágrima, esa situación era tan triste como el escuchar un violín desafinado que emite sonidos discordantes abriendo paso a los crueles sueños frustrados.



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Nos gusta tomar letras para formar palabras, aunque no despreciamos el agua, la leche, cerveza, güisqui o bebernos alguna que otra idea para ir alimentando nuestras historias.

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Hijos de nuestro tiempo, apostamos al ciberespacio y nos subimos a la revista Sputnik 2 (junto con Laika) para poner en órbita nuestras letras. Pase, léanos, quizá se reconozca en alguno de nuestros textos. Recomiéndenos si pasa un buen rato leyendo, sino escriba para decirnos lo malos que somos. Apostamos a divertirnos, generar nuestra propuesta literaria para que sepan que aquí estamos y derramaremos letras e historias desde Aguascalientes.

7NN

Letrinas: Primitivos


Primitivos
Por Rodrigo Carranza


En una fiesta para celebrar los quince años de Graciela, no hay chambelanes ni damas, pero se encuentra toda la familia de Don Javier, padre de Graciela, unos vinieron de los alrededores, los de más lejos, de Estados Unidos y otros vinieron del bajío, de un lugar donde aún los domingos las muchachas dan vuelta alrededor del jardín y los muchachos en sentido contrario a las primeras. Si una muchacha se interesa en alguno de ellos, deja caer sutilmente el pañuelo y este lo recoge para entregárselo e iniciar el cortejo, si la charla dura más de diez minutos se concreta el noviazgo. Algo parecido a lo que ocurrió en “Tizoc” con María Félix y Pedro Infante, cuando ésta ingenuamente le dio a él su pañuelo para mitigar el dolor de su mano lastimada y luego se desencadenó la confusión y malentendido por el desconocimiento de la tradición y/o usos y costumbres del lugar. 

- ¿Güey, Genaro, quien es esa chava? 

- ¿Cuál la güerita, está bien guapa verdad cabrón? Roberto, es nuestra prima güey.

- Ah caray ¿y de dónde salió que yo ni la conocía? 

- Pues de Santa Cruz güey, de donde el compositor de Sobre las Olas, es prima segunda, nuestros jefes eran primos de su jefa. 

- Aaah órales, qué lástima Genaro, aunque sí, estaría bien ir “sobre las solas” güey.

- Lástima, “ni chicles primo”, le voy a pedir que sea mi novia.

- ¡No mames güey, es nuestra prima! 

- Éjele cabrón se me hace que te la quieres quedar tú, “marrano”. 

- Ni sé cómo se llama, pero si no hay lío, no estaría nada mal, aunque sólo para un “free”, sino capaz que los escuincles salen cuchos. 

- Le dicen Liz, pero se llama Lizbeth. -Vas cabrón ¿a ver a quién le hace caso? 

Ese mismo día y después de unas horas Lizbeth y Roberto ya eran novios. Con el paso del tiempo continuaron viéndose discreta y esporádicamente, cuando había alguna fiesta familiar, o en las vacaciones. En una de esas ocasiones aparte de besos y caricias llegaron a algo más, lo que hizo más fuerte el lazo entre ambos, hasta que en una pelea de novios Roberto confesó a Lizbeth que había tenido otra novia, sólo por un día según él, pero Lizbeth no quiso escuchar explicación alguna y decidió terminar la relación. Roberto hizo gala de orgullo y accedió aparentemente sin ninguna complicación, sin embargo pasado algún tiempo, Roberto se enteró que Lizbeth se casaba y así se esfumó para él la ilusión de ir a buscarla a donde fuera, para casarse y ser felices por siempre, como en los cuentos de princesas, aunque para ello primero debería terminar la escuela y conseguir un buen empleo. Su castillo de humo se desvaneció, se enfrascó en sus estudios y en cuanto a mujeres, hubo muchas en su vida, aunque al principio las entusiasmaba y después las trataba con desdén. 

A ojos cerrados, un buen día Roberto acudió a aquel lugar donde habitaba Lizbeth, sin importar que ella estuviera casada y tal vez con hijos. Llegó a caballo, con pistola al cinto, dispuesto a lo que fuera, porque estaba seguro que ella aún lo quería y que si se había casado con otro, había sido por mero despecho, por salirse de su casa o incluso por interés, pero no por amor. Reconocería a los hijos de ella como si fueran propios y juntos tendrían otros hijos, muchos más; a todos los querría igual, vivirían en una ciudad lejana pero hermosa, sus hijos crecerían felices y ellos envejecerían juntos. 

Roberto, Roberto, despiértate hijo ¿cuál caballo?, ¿Cuál Liz?, hijo ya alístate para tu examen profesional, apuraba a Roberto su madre al ver que ya se le hacía tarde. Roberto se graduó y consiguió ser un profesionista, se fue a vivir a otra ciudad al norte del país, se casó con una chica de aquel lugar y criaron a dos hijos varones y a una mujercita, la menor. 

Muchos años después, de esas vueltas que da la vida, en uno de tantos posibles centros comerciales. 

-Ah caray, dijo para sí Roberto, qué mujer tan guapa, ya se ve madura, pero está muuuy bien. Después de más de treinta años, vino a la memoria de Roberto la figura de Lizbeth, pero era imposible, seguramente ella estaba muy lejos de ese lugar. 

Hijos, mujer, les comento que hoy viene mi primo Genaro, de cuando niños jugábamos fut y éramos grandes cuates, incluso de jóvenes, pero dejamos de vernos, yo me dediqué a la escuela y luego al trabajo y salvo algunas ocasiones en las que coincidimos, no hemos convivido más. 

-Pásale primo, estas son mi esposa, mi niña la más pequeña y uno de mis dos muchachos, falta el mayor, que por cierto quién sabe dónde anda…, le dimos por nombre Camilo, como tu papá, primo, quien por si no lo recuerdas era mi padrino. 

Claro que sí primo, cómo no me voy a acordar, pues si me caías bien gordo porque a ti te daba más “domingo” que a mí. 

Ni aguantabas nada primo… 

Entre tragos, comida y algunas remembranzas… por cierto preguntó Genaro, ¿si sabes que Liz vive aquí en esta ciudad a donde hace ya muchos años te viniste a vivir, verdad? 

-No primo, no sabía. Roberto tragó saliva, “cállate güey que me vas a meter en broncas” expresó con ojos agudos y entre dientes a Genaro, quedándose pensativo y recordando a aquella mujer que recién vio en un centro comercial, era ella…Genaro entendió que había sido indiscreto. 

Minutos después, entran por la puerta de la sala Camilo, tomando de la mano de una linda muchacha. 

Hola familia, les presento a mi novia, se llama Lizbeth y es de… ¿cómo dices que se llama tu pueblo amor? 

Buenas tardes señora, buenas tardes señores, mucho gusto a todos, expresó sonriente la chica, mi localidad se llama Santa Cruz, de donde el compositor Juventino Rosas. 

Roberto y Genaro se miraron fijamente el uno al otro y por un instante quedaron mudos, lo que sigue no viene a cuento.

7NN: Vino en la mesa

Vino en la mesa 
Por René López


Llegó en la madrugada, mucho antes de salir el sol. Abrió la puerta, yo no ponía la tranca porque desde hacía unos días había pensado, Ya  está por regresar U.; él dejó sus cosas en el suelo y prendió el fuego de la chimenea, en la mañana pondría el agua a calentar; bebió del vino que había sobre la mesa y totalmente desnudo entró a la cama. Yo, en medio de la obscuridad y de mis sueños, me dejé hacer amor. Mi pecho se inflaba con el aire caliente de su boca, nos movimos cada uno como balsa y mar, sus manos iban a mi cuello y tocaban mi pecho, su lengua buscó el mejor lugar para danzar hasta que los dos estuvimos llenos del otro; al terminar dormimos un rato más. Muy de mañana él se levantó, lo escuché sentarse en la mesa mientras yo cocinaba en la estufilla, Qué bien se te ve el culo mientras haces comida, me dijo, su voz me hizo pensar en el ronco sonido del mar cuando bufa en las piedras y se lo dije sin voltearlo a ver. Cuando serví su desayuno le vi los ojos más azules que nunca, parecía que fueran represas a punto de desbordarse de lágrimas, su sonrisa era una hamaca de dientes blancos que no reconocí pero que me mecían en un dulce arrullo, Tú no eres U., le dije, No, asintió, Pero he estado buscando a mi mujer, no recuerdo si tuve alguna, pensé que ésta era mi casa porque encontré el vino donde siempre lo dejaba mi mujer y la cama es mullida como la suya y acá soy feliz como en mi casa, pero no sé si ésta es la mía; se quedó callado. U. está por llegar, lo espero desde hace tiempo, su pecho es parecido al tuyo y tus ojos son como su reflejo, pero no eres tú, le dije. Los dos supimos que se tenía que ir, que era inevitable, por eso sólo se quedó cuatro días más. Seguro siguió buscando a su esposa en otras puertas sin tranca. Al séptimo día U. regresó, llegó desde la madrugada, mucho antes de salir el sol; abrió la puerta, dejó sus cosas en el suelo, bebió vino que había sobre la mesa y, totalmente desnudo, entró a la cama.





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7NN: Secretaría de Quejas

Secretaría de Quejas 
Por Sergio Martínez


La primera acción como presidente en funciones fue promulgar la creación de lo que sería uno de los ejes de su gobierno; después de la educación, la seguridad pública y la economía, un lugar donde quejarse era lo que sus electores le habían demandado en campaña. Era hora de cumplirles. Convocó a un par de asesores y les encargó la tarea, crear la Secretaría de Quejas, darle sustento jurídico y organigrama, todo antes de cumplir el primer mes de gobierno; tenía que estar lista la propuesta de ley para que se enviara al Congreso de la Unión y a la Cámara de Senadores, ya su secretario de gobernación se había encargado de hacer los amarres correspondientes con las diferentes fuerzas políticas para que, a la brevedad, se aprobara y se publicara en el Diario Oficial de la Federación. Se establecería un centro en cada estado de la República –tal vez dos o tres si el tamaño del mismo lo exigía-, se dotaría de infraestructura, personal, horario de atención y presupuesto suficiente para que no hubiera problemas con su funcionamiento.

Como era de esperarse, la iniciativa de Ley se aprobó en ambos organismos legislativos antes de los primeros seis meses del nuevo gobierno, aquel que había prometido, empleo, seguridad, economía estable, educación, y menos impuestos a los contribuyentes. Con bombo y platillo el presidente de la República inauguró la Secretaría de Quejas en la capital del país. En su discurso dejó en claro que la población merecía ser escuchada, los años de malas políticas económicas, sociales, educativas, pero sobre todo, de gobernar a espaldas de los ciudadanos había creado no solo un hartazgo en la población, sino era el origen de la insatisfacción y apatía a la política; la gente merecía atención, reconocimiento, en su gobierno se iban a terminar los ojos y oídos cerrados para los ciudadanos. Además, una vez al mes, él personalmente atendería sesiones de la Secretaría, visitaría todos los estados del país. 

Todo el gabinete acudió a la apertura, cada uno de ellos iba a recibir a un usuario, el presidente atendió al primero. “Me llamo Nicanor, tengo cincuenta años, estudié ingeniería mecánica, trabajé veinte años en una armadora automotriz, pero me despidieron por encabezar un mitin en la planta donde mis compañeros y yo pedíamos mejores condiciones de trabajo, más aumento de sueldo, ni el sindicato me pudo defender, en este país no se reconoce al trabajador, al que está preparado, al que no roba, al que no transa, se necesita ser orejas o lame huevos del patrón, decir a todo que sí, a nada que no, quedarse horas extras sin pago de sueldo, tener una palanca muy grande en el gobierno o un amigo con influencias económicas para ser los privilegiados… y luego pagar impuestos, ¿para qué? Las calles están llenas de baches, el servicio en el Seguro Social es infame, nunca hay medicinas, además la justicia no se aplica, los policías son los primeros en delinquir, las escuelas públicas son deficientes… y el precio de los alimentos, de las medicinas, la gasolina que sube mes con mes, de los servicios como el agua, la luz, ¿y qué le digo a mi esposa sino le puedo dar más gasto?... y a mis hijos que los acostumbré a ir de vacaciones, ¡ahora ni a La Marquesa podemos ir por la inseguridad!... busqué y busqué trabajo y nada, que por mi edad ya no era yo contratable, ¿y mi experiencia de tantos años armando carros? ¡esos los exportábamos al otro lado del charco y con los gringos!... y mi compadre Efraín me pidió que le dijera sobre el IETU y el impuesto a nómina, él tenía una empresa de transportes y se la acabó entre los asaltos que sufrieron sus choferes en la carretera y las 1 000 mordidas que tuvo que dar en la Dirección de Tránsito y con la federal de caminos para que soltaran sus camiones… se quedó sin nada, sin camiones, sin dinero y sin familia, porque su esposa y sus hijos lo abandonaron cuando ya no los pudo mantener”…

Al siguiente día todos los diarios daban la noticia a ocho columnas: “ABRE LA SECRETARÍA DE QUEJAS, TODO EL GABINETE ATIENDE A LOS PRIMEROS CIUDADANOS”, al pie, una foto mostraba al presidente escuchando en un cubículo al primer quejoso, añadía que esa histórica primera sesión había durado dos horas ininterrumpidas.

Un edificio de cinco pisos ubicado en el Paseo de la Reforma era la sede, en el acceso, se recibía al descontento y de ahí se canalizaba a los diferentes cubículos instalados en los siguientes cuatro pisos donde un funcionario del gobierno estaba dispuesto a escuchar todas las quejas del ciudadano en turno. Poco a poco se fue completando la apertura de sedes en los diferentes estados de la Federación, en un mes la Secretaría tenía abiertas sus oficinas en todo el país. Los primeros días hubo una fila corta de personas esperando turno, pero después de la primera semana, empezó a crecer y crecer y crecer, antes de que se cumpliera el primer mes la hilera era tan larga que desde la entrada de la sede no se le veía el fin. Lo mismo había pasado en las sedes de la provincia. Se implementó entonces una dinámica para asignar turno a los usuarios; sin embargo, la estrategia no funcionó ya que muchas veces el quejoso se la pasaba todo el día ocupando al funcionario oyente y la mayoría de los turnos asignados no podría entrar sino hasta el siguiente día, o dos días después.

Por el número de usuarios y para agilizar la atención, se contrató más personal, los cubículos se redujeron a la mitad para tener espacio de atención, se convirtieron entonces en unas casetas en donde apenas cabían dos personas, al principio esto sirvió para que la demanda de atención fuera rápidamente atendida; sin embargo, en unos cuantos meses de nuevo se presentaron aglomeraciones y la demanda del servicio superaba por mucho lo que la Secretaría podía atender. Se abrió entonces una página en Internet para obtener un turno, se asignaron horarios de atención de treinta minutos por persona. Se invitaba a los quejosos a que antes de acudir, escribieran en una hoja todas sus quejas, de esta manera se optimizaría el tiempo.

Noventa años de gobiernos sordos y ciegos habían lastimado a los ciudadanos, los tres primeros años de gobierno la Secretaría no se dio abasto, para el cuarto año la demanda del servicio comenzó a bajar, para el quinto se acabaron las aglomeraciones. La Secretaría de Quejas fue la insignia de un sexenio marcado por el desempleo, devaluación monetaria, desfalcos millonarios, miles de ciudadanos desaparecidos y la tasa más alta de muertes violentas en la historia del país.





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7NN: Jadeos en la niebla


Jadeos en la niebla 
Por María Santos


Conocía muy bien ese sendero solitario, las casas de los alrededores estaban abandonadas y recubiertas de plantas trepadoras. Cada día primero del mes acostumbraba llevar flores a la tumba de mi esposa. Regularmente hacía 25 minutos caminando desde mi casa hasta el cementerio, pero el recorrido de aquella mañana me pareció interminable…

A mitad del camino las incesantes gotas de lluvia comenzaron a empañar mis anteojos, pero no podía detenerme a limpiarlos ni dar marcha atrás, seguía acelerando el paso con ayuda de mi bastón. Llevaba unos 50 metros escuchando un jadeo intermitente, no sabía si provenía de una persona o un animal, pero cada vez que lo escuchaba me estremecía el cuerpo. Por momentos, la densa niebla me hacía demorar mis pasos y los jadeos se oían más cerca. Comencé a sudar profusamente, y mi pulso se aceleró.

De repente tropecé y caí al piso boca abajo, quedé inconsciente por unos segundos. De manera inesperada sentí que algo se subió sobre mi espalda, parecía que era un perro de tamaña mediano, inmóvil, jadeando. Sentí que en cualquier momento clavaría su mandíbula en mi escuálido cuello. Estaba perturbado, aunque quisiera no podía moverme, quizá por el cúmulo de años o el miedo que me paralizó. Luego de estar unos instantes sobre mí, el perro se bajó y se marchó no sé a dónde. Sólo logré ver sus patas. Con gran esfuerzo me levanté y recogí mi bastón, los tulipanes estropeados y mis anteojos, por suerte aún intactos. La niebla comenzaba a desvanecerse.

Unos metros antes de llegar al panteón, avizoré el cuerpo de una persona tendido sobre el camino. Conforme me acercaba, me percataba de las heridas profundas en su piel. Por el aspecto de éstas conjeturé que el can lo había atacado. Enseguida arribó una camioneta y descendió un hombre joven y robusto; era el comisario del pueblo y ocasionalmente realizaba patrullajes en la zona. De inmediato desenfundó su radio portátil y llamó al servicio de enfermería. Me preguntó si sabía qué había ocurrido y le respondí que no. Luego de un interrogatorio conciso en el que tomó nota de mis datos personales me permitió continuar con el recorrido.

Días después me enteré que el hombre falleció, pero no fue por el ataque del perro sino una manada de lobos. En ciertas tardes, cuando las nubes se tiñen de un color violáceo, me pregunto si haberme cruzado con ese perro fue fortuito o intencional, sólo sé que en cierta manera salvó mi vida, pues de no haber influido en mi ritmo al caminar y subirse sobre mi espalda, tal vez me habría topado con los lobos.





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7NN: En busca de conquistas

En busca de conquistas
Por Mauricio Caballero


Bien, te contaré mi historia. Todo comenzó por la frustración de permanecer pasivo en mi casa, aguantando, fastidiado de no hacer nada propio, enmohecido del hastío y soportando las quejas de mi esposa.

Así eran mis días; cansado de una vida sin sabor, ni emociones. Algo faltaba, lo sé, lo sentía, ¡algo faltaba!, pero no encontraba qué. Entre el trabajo que me llevaba a casa y los gritos de mi pareja, me quedaba con la mente en blanco, desganado, desgranado.

Hasta que un día, uno de tantos que me encerraba en mi estudio, algo pasó; prendí el televisor, como de costumbre a la hora correcta y el canal indicado para ver las noticias —el canal financiero—. Sin embargo, aquel día el control remoto resbaló del sillón y la pantalla cambió de canal. Lo que vi en aquel programa me abrió los ojos, sentí un cosquilleo interno, el llamado, un toque del destino o como lo quieras describir. Sin duda supe que eso era lo que estaba buscando. Cansado de hacer todo con mi mente, me apasionó la idea de hacer algo con mis manos. El solo hecho de pensarlo regresó el calor a mi cuerpo, la piel se me hizo chinita, mis dedos comenzaron a hormiguear, mi corazón aceleró. “¿Esto es excitación?” Me pregunté, tenía mucho de no sentirlo.

Recuerdo muy bien que mi mujer entró al cuarto y yo por instinto cambié rápidamente de canal, no quería que nadie supiera lo que acababa de ver, eso se quedaría conmigo. Ella me vio fijamente. “¿Qué tienes Alberto?” me habló con su clásica voz mandona. Yo no supe que decir, solo me le quedé viendo. Ella tomó la mochila de Carlitos y me dijo que desde hace rato me estaba hablando mi hijo porque necesitaba su cuaderno de matemáticas. “Pendejo”, fue lo último que pronunció y salió del cuarto azotando la puerta. Yo agradecí que se fuera, le puse seguro a la puerta y comencé a buscar en internet todo lo que necesitaba, aunque me sentía vigilado por el perfume dulce floral que dejó mi esposa en la habitación. Es sorprendente lo que puedes encontrar en la red y mientras más te adentras, más encuentras; consejos, técnicas, herramientas, métodos más seguros, todo lo necesario y miles de ideas de cómo llevarlo a cabo.

En cuestión de una semana ya tenía lo necesario para comenzar mi travesía, claro que tuve que imponer mi decisión y marcar muy bien la línea; le dije a mi esposa que esto es un proyecto personal que quiero realizar y que por ningún motivo ella, ni Carlitos, deben entrar a ese lugar, “Ese cuarto es mío y nadie tiene permitido entrar ahí, me entendiste”. Ella se quedó muda ante el tono de mi voz que jamás había escuchado, —ni yo mismo—, no sé de donde salieron las fuerzas, pero sentía una gran satisfacción por imponerme, aunque sea en una cosa.

Bien, como te decía, conseguí lo necesario. Lo más costoso e indispensable, fue armar el cuarto de madera que coloqué hasta el fondo del patio trasero, alejado de la casa y de los vecinos, el lugar ideal para estar tranquilo, sin ruidos ni curiosos. Acondicioné el interior; que todo estuviera bien sellado, mesa de trabajo, repisas con herramientas a la mano, iluminación suficiente y un reproductor de música, sin duda quiero trabajar escuchando música de fondo.

Al inicio fui muy sucio, ¡vamos!, por otro lado, fui muy cauteloso para que no me vieran llevando mis “conquistas” —así les digo— al “laboratorio”, me gusta llamarlo así. Principalmente por miedo, y por pena. Algo dentro de mí decía que Clara se molestaría enormemente. Así que por ese lado tuve mucho cuidado, pero ya dentro del laboratorio, fui un desastre; no planeaba lo que quería hacer, me dejaba llevar, en vez de realizar un buen corte, terminaba rompiendo la extremidad, los brazos se movían, ensuciaba todo el piso, yo mismo me corté varias veces. No sabía usar los alambres, ni las pinzas, frecuentemente terminaba con las manos arañadas, raspones, dedos artríticos, uñas cubiertas de suciedad y la mesa salpicada de sangre, ¡que escandalosa es la sangre!

Pero con el tiempo mejoré bastante y aprendí a mantener mi área limpia. Ahora pongo una gran hoja plástica debajo de mi conquista, al terminar recojo todo el sobrante, hago molotitos con eso y ¡listo!, fácil de limpiar, de transportar y de tirar. Me hice experto en el uso de las tenazas; cóncavas, vaciadoras, desalambradoras, tijeras de poda. Me compré unos guantes a mi justa medida, lo que además de cuidarme de arañazos y cortadas, me permitió apretar con más fuerza los alambres, y sí, tengo que admitirlo, también a mantener mis dedos suaves. Aprendí a realizar varios tipos de cortes; rectos, cóncavos, dejando el muñón, transversales, incrustaciones, inclusive perforaciones de lado a lado, ¡por que no!

Disfruté tanto del proceso que mi semblante cambió, ahora llegaba animado a casa para seguir con mis proyectos, saludaba a mi esposa, la abrazaba feliz, platicaba con mi hijo, convivíamos un rato y luego me iba al laboratorio para seguir experimentando. Mi familia varias veces me preguntó qué era lo que hacía allá atrás, a lo que yo respondía que solo eran cosas, ¡mis cosas!

Fue en una de esas pláticas cuando pensé: “¿Y porque no les enseño lo que hago?” pero decidí esperar más tiempo, no sabía si Clara estaba lista para saber lo que hacía allá atrás, y mi hijo, bueno… igual ni le iba a interesar o si es que le llamara la atención, aún era algo pequeño para usar las herramientas. “Así estábamos bien” me dije al final, aunque se quedó en mí esa semilla creciente de mostrarles lo que hacía.

Ese día no tardó en llegar, tres semanas después cuando regresaba de mi trabajo, pasé por el lugar habitual por donde buscaba mis conquistas, era un camino hermoso de zona boscosa, con árboles altos y frondosos. Ahí lo encontré… al verlo desde lejos supe que era el indicado, bajé del carro y me acerqué lentamente, con cada paso descubría la belleza de ese ser, era más grande que todos los anteriores, pero me enamoré al verlo, lo necesitaba, lo deseaba en mis manos. Tuve mucho cuidado para llevármelo, no quería dañarlo demasiado, quería que llegara lo más puro posible a mi laboratorio.

Llegué a casa muy feliz, más de lo ya habitual, Clara y Carlos se me quedaron viendo, yo solo les dije: “!¿Qué?!, hoy tuve un muy buen día, eso es todo.” Comimos, platicamos, reímos, agradecí a mi esposa por tan deliciosa comida, felicité a mi hijo por sacar muy buena calificación en matemáticas —los números ante todo—, los tres vimos una película acostados en el piso de la sala. Vaya tarde tan hermosa. Al anochecer nos fuimos a dormir y espero por Dios que mi hijo no nos haya escuchado, hicimos el amor como ya tenía tiempo que no lo hacíamos, tenía mezclada la excitación propia de la piel junto con la emoción de mi conquista, terminamos exhaustos.

Desperté a las tres de la mañana, intenté dormir, pero la excitación me lo impedía, así que decidí levantarme e ir por él, al fin de cuentas era el mejor momento para trabajar; silencio total, tranquilidad para llevarlo al laboratorio, paz, quietud. Solos él y yo.

Salí de casa sin hacer ruido, abrí la cajuela del carro y me dio gusto verlo ahí, recostado, sin ningún raspón, en el mismo sitio donde lo había dejado. Todo en orden, como a mí me gusta.

Lo saqué con cuidado tomándolo con los dos brazos, recordé cuando cargaba a mi hijo siendo un bebé, me fui al laboratorio y lo puse en la mesa, pronto comencé a preparar todo, me sentía verdaderamente feliz, entusiasmado por comenzar.

Lo acomodé delicadamente sobre la hoja plástica y le quité todo lo que le cubría. Me di a la tarea de contemplarlo, daba vueltas a su alrededor viendo cada detalle, cada curvatura, intentando conectarme con él. Buscando la inspiración, lo acariciaba con mucho amor, con emoción rocé mi dedo índice en cada uno de sus rincones, en sus brazos. Me gusta apreciar a mi conquista al tiempo que decido qué hacer con ella, cada una es un lienzo en blanco del cual debo sacar el mayor provecho.

Todo está en el primer corte, es el primer punto de contacto real y es donde comienzas a sentir la esencia de tu conquista. Comencé con las tijeras, siempre inicio con ellas, me sirve para hacer pequeños cortes, muy finos en las partes precisas. Un corte aquí, otro allá. Al cabo de unos minutos me detuve para admirar el progreso, “Bien, vamos bien” me dije. Luego viene el trazo fuerte    —como dirían los pintores—, tomé las tenazas y decidí cortar un brazo, se resistió por un momento, pero finalmente cedió, siempre ceden. Con el otro decidí dejar el muñón, para darle un toque natural. Me sentía inspirado, excitado, y al fondo, la música, sublime música incitando un baile entre dos, solos él y yo en comunión, almas que se encuentran. Me convertí en una especie de doctor danzante, con movimientos fluidos dentro de la sala de quirófano: “pinzas de poda por favor, pinzas cóncavas, tenazas, alambre, sube el volumen de la música”. Cambiaba de herramientas de vez en vez, todo según el plan. Quitar una extremidad aquí, otra allá, alambre para unir, una sacudía de manos y a seguirle, pinzas para alambre, apretar giro tras giro, pero no demasiado. Me alejaba un poco para apreciar mi obra, más alambre, pero ahora del grueso para dar forma, se escuchaba un poco el crujir del cuerpo, pero no importa, es fuerte, lo sé, él lo sabe. Regreso a las tijeras pequeñas, para retocar, para los detalles finos que son muy importantes. La música seguía, era un vals, yo oscilaba de un lado a otro de la mesa, tijeras en mano, pinzas en la otra, cortes, formas, amarres.

“¡Papáááá…!”, me paralizó escuchar el grito de mi hijo, no lo vi llegar, pero ¡¿cómo entró a mi laboratorio?!

No tardé mucho en recordar que de la emoción no cerré la puerta, al ver fuera de ella distinguí la luz del sol. “¿Qué hora es?”, le pregunté a Carlitos, “Es de día” me dijo manteniendo su rostro paralizado. “Mamááá, mamá” Comenzó a gritar sin descanso. Yo me puse nervioso, me quedé inmóvil. Ocultaba a mi conquista, aunque era demasiado tarde, mi hijo ya lo había visto, ¿pero había visto todo?, no sé ni por cuanto tiempo estuvo detrás de esa puerta, pero ya qué podía decir. En un acto desesperado comencé a limpiar todo el desorden, mi hijo no dejaba de verme, ni a mí ni a mi conquista, comencé a sudar frío. Clara llegó. Me paré frente a la mesa para cubrir lo que había hecho.

“Pero ¡¿qué estás haciendo Carlos?!”, me preguntó con su tonó característico. Yo respondí lo clásico: “Nada corazón”, obviamente no dio resultado. Su mirada escudriñaba cada rincón. “¿Pero, qué es todo esto?”, yo no tuve más remedio que explicarle, me hice a un lado para que pudieran verlo todo. “Oh ¡por Dios!”, fue lo primero que escuché de ella cuando por fin lo vio con claridad. Su rostro estaba lleno de preguntas. Yo me adelanté a ella y le expliqué que llevo un tiempo haciendo esto, que me gusta, que me tranquiliza, que no le había querido mostrar nada porque tenía miedo de su reacción, pensaba en decirle, pero tenía miedo, vergüenza, no sabía cómo lo iba a tomar.

“Es… es hermoso Carlos, ¿por qué no me lo dijiste antes?” Mi rostro y mi alma se relajaron inmediatamente con su comentario. “No sabía cómo reaccionarías” le dije. Ella se acercó rápidamente y me dio un gran abrazo, mi hijo le siguió.

“¿Qué es papá?”, “Es un bonsái hijo” Clara se adelantó a responder, “tu padre ha estado haciendo bonsáis y no nos había dicho. Están hermosos Carlos”.

Así fue como comenzó todo, cuando Clara descubrió los bonsáis que había creado, me motivó para ponerlos a la venta. Y aquí estamos, lo que comenzó como un pasa tiempo ahora es nuestra principal fuente de ingresos. Mi esposa y mi hijo aprendieron a cultivar los bonsáis y ahora todos vamos juntos en busca de conquistas. ¿Tienes alguna otra pregunta?






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Editorial

Nos gusta tomar letras para formar palabras, aunque no despreciamos el agua, la leche, cerveza, güisqui o bebernos alguna que otra idea para ir alimentando nuestras historias.

Nos gusta escribir lo que vemos, pensamos, sentimos. Intentamos ser fieles a nosotros mismos, aunque de pronto nos traicionamos y somos más fieles a nuestras inquietudes, nuestros vicios, nuestros miedos, nuestras certidumbres y nuestras dudas, de ahí nacen nuestras historias.

Hijos de nuestro tiempo, apostamos al ciberespacio y nos subimos a la revista Sputnik 2 (junto con Laika) para poner en órbita nuestras letras. Pase, léanos, quizá se reconozca en alguno de nuestros textos. Recomiéndenos si pasa un buen rato leyendo, sino escriba para decirnos lo malos que somos. Apostamos a divertirnos, generar nuestra propuesta literaria para que sepan que aquí estamos y derramaremos letras e historias desde Aguascalientes.

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