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Letrinas: Minificciones de Franco García

Minificciones

Por Franco García 


Encuentros

Afuera hay una prostituta. Es joven y fea. Lleva puesto un vestido corto y ajustado. Su maquillaje es exagerado. A veces llora a escondidas. Nadie tiene interés en ella. Nadie.

— ¿Gustas algo de beber?

— No puedo, estoy en horas de trabajo. Qué bonito hotel.

Tiene quince años, vive a las orillas de la ciudad, su madre la echó de casa porque salió embarazada; sueña con ser enfermera.

— Tengo leucemia. No más de un mes de vida.

— ¡Y tan joven! Mira qué semblante. Conozco a un yerbero que lo cura todo. A mí me ha curado de algunas enfermedades. Te puedo llevar con él.

Tirita de frío y se mete a la cama; enciende un cigarrillo.

— Mi hijo pesó casi cinco kilos, ¿sabes? Es lo más hermoso que haya visto.

Le quito el cigarrillo y lo arrojo al suelo. Luego apago la luz, la beso en la mejilla y me meto a la cama con ella.

— ¿No te desnudarás?

Niego con la cabeza. Acaricio su rostro, su cabello, su espalda. Suspira y se echa a llorar.

— ¿Y cobra caro el yerbero?



Corredores

Después de seis cuadras pude alcanzar al chico. Resultó más veloz de lo que pensé pero me bastó con meterle el pie para que cayera al suelo. Hacía tiempo que no corría tanto y pese a mi cansancio, lo golpeé tan duro que le quebré los dientes y le molí los ojos. El chico tenía quince años y nos había robado las carteras y los celulares. Alondra se desangró a causa de la puñalada en el vientre. Actualmente el chico cumple su condena, usa lentes oscuros y mastica con una prótesis barata. Todas las mañanas salgo a correr para estar en condición.



Estrella tropical

Cada día la violencia en Acapulco va en aumento y arrasando indistintamente: infantes, jóvenes, ancianos, mujeres. La población está desesperada, temerosa y sobrevive de limosnas turísticas. La pobreza en que se encuentra es el testimonio de un paraíso desencantado. Con guitarra en mano, Tico sube a los urbanos para ganarse la vida; los pasillos estrechos son su escenario favorito. Al ritmo de cumbias, chilenas, rancheras o boleros, da lo mejor de sí en cada rasgueo, vibra su alma. Entre aplausos y gritos, los pasajeros lo admiran y respetan. Recibe las monedas y se baja agradecido, persignándose. Tico sueña con ser un gran músico algún día y huir de la miseria. Después de una larga jornada laboral se marcha abatido mas no derrotado. Durante el trayecto a su casa no deja de tocar su guitarra bajo la luz de la luna y el frescor de la noche. Pese a lo que enfrenta Acapulco, no le teme a nada, sólo el amor a la música importa. A lo lejos se escuchan disparos, patrullas y ambulancias, pero el escándalo ocurrido no supera al de su pecho.



Caníbal

Llevaba varios días perdido en el desierto, sin probar bocado e ingiriendo sus orines. El american dream parecía fuera de su alcance. Dicen que el ser humano puede sobrevivir más sin comer que sin beber agua, excepto que él tenía hambre y ni una serpiente ni un ave asomaban por el lugar. Las energías se le agotaban. Maldijo al pollero que lo abandonó a su suerte. Se colocó debajo de unos arbustos para ocultarse del sol y pensar cuál sería el siguiente paso. Luego sacó la navaja que le había regalado su hijo antes de partir. “Para cualquier emergencia”. Si se suicidaba, sería un cobarde y su familia quedaría desamparada económicamente. El estómago hacía de las suyas, necesitaba proteínas y no dejaba de mirarse las manos mientras blandía el arma. Cada que va a un bar en Sedona siempre inventa una historia de cómo perdió algunos dedos de las manos en sus diversos trabajos.



La marcha de los marxistas

“Perdimos la guerra, camaradas”, dijeron entre suspiros. Luego, siendo un poco más optimistas: “Mejor vayamos por cervezas”. Alguien llevaba todavía cigarros de marihuana y unos viejos panfletos escondidos en su portafolio. Una vez dentro del bar, recordaron en voz alta algunos fragmentos del Manifiesto del Partido Comunista y disimularon su derrota a carcajadas. Cansados de una larga jornada laboral, tomaron sus sacos, pagaron la cuenta y se fueron orgullosos de generar el plusvalor.



El ecobromista

Ser payaso es un trabajo divertido, dijo el economista al concluir su cátedra de Teoría de Juegos.



Influencer

El dictador impartía tutoriales de golpes de Estado en su canal de YouTube. Recibió el Premio Nobel de la Paz por sus nobles contenidos.



Undertaker

Enterró profundamente su corazón en el olvido para no encontrarse a sí mismo.



El samurái

Decapitar es pan comido, dijo el samurái. Todo depende del filo de mi lengua.



De viaje

— ¿Y qué piensas hacer cuando te descubra tu esposo? — dijo el amante mientras se abotonaba la camisa.

— Irme de viaje — dijo la esposa, cepillándose el cabello frente al espejo.

— ¡Pero a dónde! — insistió el amante, preocupado.

— A la chingada.


Franco García (Guerrero, 1987). Economista por la UNAM. Ha publicado en Punto de partida, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Zompantle, Palabrerías, Capote, Enpoli, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.

Letrinas: Superficie inexistente


Superficie inexistente

Por Priscila Rosas Martínez

Creo que el primer nombre que pensamos fue Pensilvánica. Sí, Pensilvánica. ¿A poco no suena genial? Pues fue idea mía. Se me ocurrió porque la familia de Beto es de allá. Recuerdo que nuestra primera conversación se trató de eso, cuando íbamos en segundo de preparatoria. Cierta clase, el profesor quiso saber quién hablaba inglés y Beto y otras dos muchachas levantaron la mano. Disque querían hacerse las bilingües, pero el único era él y el profe le preguntó dónde había aprendido. Beto dijo que su mamá era american citizen.

A mí nunca me ha dado pena preguntar las cosas, así que cuando acabó la clase, me le acerqué para saber qué significaba eso tan chistoso que había dicho. Es cuando naces en el otro lado, me dijo, y le pregunté si él también era emerican sitisen, pero me dijo que no, que él era de aquí, de Ensenada. Me contó que su mamá venía de Pensilvania y también me tuvo que explicar dónde quedaba eso. Resultó que su papá estudió allá, conoció a su mamá, se casaron y toda la cosa, y luego se vinieron para acá a manejar un negocio de vino.

No sé cómo salió en la plática la música en inglés y la música en español. Yo le dije que casi no me gustaba la música en inglés porque lo más bonito de una canción es la letra y si no le entiendes, no tiene sentido. Él me dijo que su banda favorita en español era Soda Stereo y entonces le dije que la mía también. Y listo, nos hicimos amigos.

La verdad, creo que eso sucedió en el momento más oportuno para los dos. Como él era nuevo y no conocía a nadie, y como yo me la pasaba trabajando después de clases, ninguno tenía más amistades. Ese mismo día me invitó a su casa, me dijo que tenía una colección grandísima de revistas donde aparecía Gustavo Cerati y, como aquel era mi día libre, le dije que estaba bien. Agarramos el camión afuera de la prepa y nos bajamos por Valle Dorado. 

Tremenda casota. En cuanto entré, lo primero que me pregunté fue por qué Beto estaba en una prepa pública. Tenían alfombras y candelabros y espejos por todas partes, hasta de esas tazas que ahorran agua en los baños. Subimos y me enseñó las revistas, que sí eran geniales y todo, pero quedaron en segundo plano cuando vi qué más tenía en su cuarto: una batería, su propia batería, enorme y completita.

Me confesó con mucha pena, haciéndole como si estuviera bromeando, que algún día le gustaría formar parte de una banda. Y yo le confesé, sin nada de pena, que algún día me gustaría formar mi propia banda. Fue muy gracioso, porque en ese momento nos quedamos callados, viéndonos el uno al otro. Nuestro grupo musical había nacido.

         ***

La segunda propuesta que consideramos fue Love to go. Obvio fue idea de Beto, él era el del inglich. Creo que se le ocurrió una vez que estábamos hablando de mi empleo como repartidor de pizzas. Le conté que me gustaba porque en ninguna otra clase de trabajo te ordenan manejar una moto lo más rápido que puedas. Esa misma razón fue por la que renuncié tiempo después, cuando ya tenía demasiadas cosas rotas adentro como para arriesgar a romperme las de afuera. Pero esa tarde yo le dije que era una gran idea y Beto lo anotó en su cuaderno especial para notas, ese que luego agarramos como una especie de diario de la banda.

Era la noche de nuestro primer ensayo. Beto le había pedido permiso a su mamá para tocar en la casa, incluso me presentó con ella y todo. Traté de ser amable, pero hasta hoy sigo pensando que esa primera vez que me vio, hizo cara de fuchi. Había llevado mi guitarra, la vieja y confiable acústica que me heredó mi jefe, aunque no niego que me dio un poco de pena sacarla de la funda ahí enfrente de Beto y la batería brillando nuevecita.  Pero ya estoy ahorrando para una eléctrica, le dije, y además la vieja confiable aún truena como si estuviera recién estrenada.

Ese fue el día que conocí a Evelyn. Llegó más noche, cuando ya llevábamos rato dándole a Persiana Americana. Mira Mani, ella es mi novia Evelyn, me dijo. Evelyn, él es mi amigo Manuel, del que te conté, le dijo a ella. Nos saludamos de mano, era poquito más alta que yo, de ojos y pelo canela. Todavía recuerdo que por un segundo me quedé viéndola atontado, pensando que era obvio que una chava tan guapa como ella saliera con alguien como Beto, todo güerito y, además, de dinero. Muchachas así no se fijan en hombres como yo, pensé, que soy prieto, flaco y vivo en la Chapultepec.

Fue divertido que Evelyn se sumara, porque era chistosísima e hizo que lo que restaba del ensayo se pasara volando. Nos hicimos amigos rápido y cuando ya me iba hasta me pasó su contacto, Beto no dijo nada. La bronca fue cuando llegó su papá. Venía del trabajo y como que Beto ya se las sabía, porque en cuanto escuchó que estacionaba el carro, se puso muy nervioso y nos pidió que le bajáramos dos rayitas a nuestras carcajadas.  

No sirvió de nada, porque de todos modos su jefe terminó entrando al cuarto, rojo como tomate. Ya me había dicho Beto que a su papá no le gustaba que tocara la batería, que era muy poco tolerante al escándalo y que, en todo el mundo, él era al que menos le interesaba el rollo del indie-rock. Esa misma noche pude comprobarlo con mis propios ojos, porque entró gritándole como si ni Evelyn ni yo estuviéramos ahí.

En la vida, ningún sermón me ha dolido tanto como la regañada que le metió su papá esa vez, y eso que ni siquiera me hablaba a mí. Ya fue suficiente, le gritaba, ya deja de perder el tiempo en pendejadas, y yo nomás miraba a Beto hecho bolita sobre el banco, como queriendo esconder las baquetas con el cuerpo. En su lugar, yo sí me hubiera agüitado después de semejante regañón, pero para Beto, que ya estaba acostumbrado, representó otro motivo para echarle más ganas a la música. Desde esa ocasión, procuramos empezar los ensayos más temprano para terminar antes de que llegara su papá.

***

Equis equis asterisco se nos ocurrió estando borrachos. La verdad ya estábamos medio frustrados de no encontrarle un nombre apropiado al grupo, por lo que nos comprometimos a que todas las ideas que pensáramos, así fueran las más tontas, tendríamos que considerarlas.

Fue una vez que invité a Beto a una reunión de mis primos. Como que tenía poca experiencia en fiestas, porque desde que llegamos estaba todo perdido y la verdad sí se veía medio fuera de lugar. Tampoco tenía experiencia con el alcohol, pero eso lo supe demasiado tarde, cuando ya le había puesto en la mano vasos de todo. Me sentí responsable de que se empedara tan rápido, por eso lo anduve cuidando el resto la noche, digo, por si se vomitaba o algo así.

Alberto era de esos borrachos que sueltan todas sus verdades, aunque no se las pregunten. Empezó a abrazarme y a decirme que yo era la persona más genial que había conocido, que era su mejor amigo, que no iba a dejar de hablarme, sin importar que sus papás se lo pidieran. Eso me llamó la atención y empecé a sacarle la sopa; terminó confesándome que yo no le caía ni tantito a sus jefes y que pensaban que terminaría abandonando la escuela influenciado por mis ideales de música.

Después se la pasó hablando sobre cuán insoportables eran su papá y su mamá. Querían hacerlo estudiar una ingeniería y despuesito mandarlo a Pensilvania con la familia de su mamá, para que luego regresara y dirigiera los viñedos de su papá. Pero yo no quiero eso, decía, llorando sobre mi hombro y limpiándose los mocos con mi camiseta.

También me habló sobre cómo las cosas con Evelyn habían cambiado, que ya no era lo mismo que antes y que presentía que iban a terminar. Al escuchar eso, me sentí un poco culpable, porque las últimas semanas Evelyn y yo nos habíamos mensajeado mucho. En realidad no tenía culpa de nada en específico, pero de todos modos me tomé otras cuantas botellas para deshacerme de la sensación. Al final terminamos llorando los dos, luego riendo, luego volviendo a llorar, haciéndonos la promesa de llegar a ser famosos en el futuro.

Ya bien de madrugada, cuando quisimos llamar un taxi para que Beto regresara a su casa, ni él ni yo podíamos marcar bien la digitación. Yo seleccionaba puros gatos, él puros asteriscos y en la pantalla solo aparecía una equis con cada número equivocado.

***

Creo que fue el último año de la prepa cuando yo sugerí Pecado Siniestro. Lo sé, es bastante malo, pero también lo era la banda en aquel momento. Seguíamos practicando en la casa de Beto, no tan seguido como antes. Desde que me dijo lo de sus papás fui más consciente de ello, prestando atención a cómo me miraban, a la forma en que se referían a mí. Su desagrado era evidente, sé que Beto también lo notaba. Supongo que de verdad me consideraban una mala influencia para su hijo.

Lo único bueno de ensayar en su casa era que podía ver a Evelyn. Se pasaba casi todas las tardes con nosotros, escuchándonos tocar, desafinar y volver a intentar. Ahora que lo pienso, creo que fue por esos días que Beto empezó a ponerse más serio. Como que ya no quería echarle las mismas ganas a la batería, porque azotaba los tambores sin emoción.

Nuestras canciones empezaron a sonar más sosas, pero no me atreví a decirle nada. En su lugar, lo platicaba con Evelyn, que opinaba lo mismo que yo. Ella también estaba preocupada por él, pero sabíamos que, si su cambio de actitud se debía a los problemas con sus papás, no nos podíamos meter.

Un fin de semana, Beto me avisó que se cancelaba el ensayo porque iba de viaje a Estados Unidos. Fue ese sábado en la tarde que Evelyn me escribió, diciendo que le daba lástima lo de la reunión porque tenía ganas de verme. Yo le dije que nos podíamos ver de todos modos, si esperaba a que saliera de trabajar. Así que esperó y salimos.

Primero fuimos al cine, luego le invité una nieve y ya en la noche la acompañé hasta su casa. No quiero que se malinterprete, yo hacía todas esas cosas porque era mi amiga y los amigos se tratan bien entre ellos, ¿no? Pero admito que después sí nos pasamos. No había nadie en su depa, me invitó a pasar y no me negué. Estuvo increíble, pero solo por un rato, porque después nos cayó el veinte de lo que habíamos hecho. Entonces me dijo que si yo no decía nada, ella tampoco lo haría. Así quedamos.

Y ninguno le dijo. Bueno, yo no le dije y ella dice que tampoco. Después tuve la sensación de que Beto se había dado cuenta de todas formas.

***

Del último nombre para la banda me enteré por casualidad, revisando el cuaderno. Esos últimos meses de preparatoria fueron raros, como que ya no sabíamos muy bien a dónde pertenecíamos. Venía el examen para la universidad, todo mundo andaba bien nervioso. Yo iba a aplicar para música, Beto para ingeniería en la universidad privada. Después de esa noche de la fiesta, no volvió a comentarme nada sobre lo que quería y lo que no quería hacer con su vida y yo tampoco volví a preguntar.

No sé qué sucedió, no sé explicar por qué las cosas se pusieron tan extrañas. Ya un par de meses antes de la graduación habíamos suspendido los ensayos; sinceramente, se había vuelto muy incómodo si quiera pararme por su casa. Beto sabía que no me sentía bien estando ahí y dejó de invitarme. Se volvió muy distante por esos días, como muy desganado. Yo sabía que le estaba pesando lo de sus papás y tener que irse a estudiar lejos, así que mejor le di su espacio, para que meditara y toda la cosa.

Bueno, admito que también me alejé porque me sentía culpable de lo sucedido con Evelyn. A ella ya no la veía y tampoco nos mensajeábamos. Hasta después me enteré de que rompieron justo unos días antes de las vacaciones de verano. Me parece que él la terminó a ella, no sé los detalles.

Al principio fue muy solitario, tanto para él como para mí, porque estábamos acostumbrados a ser la única compañía del otro. Con las semanas nos fuimos rodeando de otra gente, buscándonos menos y alejándonos más, hasta que llegó el día en que ya ni nos hablábamos. Yo siempre procuré mínimo saludarlo, aunque después de un tiempo le perdí la pista. De lo que fue de él las semanas siguientes a la ceremonia de graduación, no supe gran cosa.

Creo que había pasado un mes exacto cuando Evelyn me llamó por teléfono. No hacía mucho calor, pero la humedad era horrible. Lo recuerdo porque estaba sentado en el patio de mi casa ensayando una canción y la guitarra se me resbalaba de las manos sudadas. Sonó el celular, contesté y hablamos casual un rato, cómo estás, cómo te va, qué has hecho. Pero sonaba rara en la línea y le pregunté qué tenía, que si había pasado algo. Me preguntó si era una broma. Le pregunté por qué tendría que ser una broma.

Y me lo dijo. Y luego yo le pregunté si era una broma.

Pensó que sabía, pero le dije que no, que no sabía, porque nadie se había tomado la molestia de avisarme. De avisarme que hacía una semana, dieron a Beto por muerto. De avisarme que hacía una semana, Beto se había matado.

Resultaba que la noche de un jueves se había despedido de su mamá y de su papá como si nada, avisando que se llevaría el carro porque iría a visitar a Evelyn. Sus papás le dieron permiso y así salió de su casa, no hacia el depa de Evelyn, sino en dirección a la playa.

Habían encontrado el coche estacionado a la mañana siguiente, con las puertas abiertas y la llave puesta. Al parecer, donde comienza la arena había tres o cuatro huecos bien profundos, símbolo de que alguien se había llevado las piedras semi enterradas. Todos piensan que Beto las tomó y las cargó en su mochila, que no pudieron encontrar en la casa. Sus papás quisieron creer que había sido una especie de accidente, pero los converse a la orilla del mar sugirieron otra cosa. Buscaron algunos días, pero no encontraron el cuerpo. Finalmente, sus padres hicieron un pequeño funeral en su casa, al cual no fui invitado. Ahora que lo pienso me indigna, pero en ese momento que Evelyn me lo dijo por teléfono, no pudo importarme menos.

Aquella tarde fue irreal. Colgué y no sentí tristeza, no sentí enojo, no sentí nada. Estaba como ido, como si me hubiera golpeado la cabeza, incluso quería reír por lo increíble de la situación. Suicidio, qué loco, pensé. Y luego me dije que no podía ser posible porque Beto no era tan valiente, así que lo llamé por teléfono. No contestó. Había tono de llamada, por lo que marqué una y otra vez, seguro de que a la siguiente alguien iba a contestar, de que él iba a contestar, diciendo que se había quedado dormido o algo, pero nada.

Sin pensarlo, dejé la guitarra a un lado y salí a la callé. Caminé y caminé hasta su casa, que quedaba demasiado lejos de mí en todos los sentidos. Caminé hasta que se hizo de noche y me reventaban los pies. Caminé hasta estar parado una vez más frente al porche de esa mansión grande y bonita, sin miedo a tocar el timbre aunque todas las luces estuvieran apagadas. De verdad esperaba que Alberto abriera, me preguntara qué estaba haciendo ahí a esas horas de la noche y tal vez me invitara un vaso de agua o me cerrara la puerta en la cara, cualquier cosa hubiera estado bien.

Pero nada sucedía. Todos los autos estaban ahí, así que toqué el timbre como loco hasta que su mamá apareció. Y en cuanto vi su cara, dejé de pensar que Alberto estaba ahí adentro con ella, en algún lugar de la casa o en algún lugar del mundo. Me miró y no dijo nada. Siento que ella también se dio cuenta de muchas cosas al verme. Nos quedamos mirando un buen rato, antes de que preguntara qué se me ofrecía.

Se me ofrece ver a su hijo, quise decirle, pero a esas alturas sentí que debía dejar de hacerme el tonto. En su lugar, con la voz que me quedaba, le pregunté por el cuaderno. El cuaderno de Beto, ese en el que apuntaba los ritmos que ensayábamos, las canciones que componíamos y todas las ideas geniales suyas y mías. El cuaderno que sabía que no le dejaría a nadie más que a mí, aunque la banda se hubiera disuelto.

Por un momento pensé que no me lo daría, porque cerró la puerta y me dejó solo afuera, sin saber bien qué hacer. Debía regresar a mi casa, mi jefa me estaría esperando porque no le avisé que me iba y además había dejado el celular. Pero la mamá de Beto regresó con el cuaderno en la mano. Toma, me dijo y luego no dijo nada más. Se regresó adentro y desde entonces no la he vuelto a ver.

Después de ese día vino lo feo. Vino todo lo que sucede cuando pierdes a alguien, cuando te das cuenta de que está bien muerto, que jamás podrás verlo de nuevo y encima, que jamás recordarás cuándo fue la última vez que lo viste, qué fue lo último que le dijiste. Muy difícil es vivir en lo feo y mucho más difícil es escapar de ahí. Después de un año, yo sigo esperando que alguien venga y me diga dónde está la salida.

Pero esa noche me senté en la banqueta, bajo un poste de luz, a checar el cuaderno de Beto. Hoja por hoja, revisé el historial de nuestro grupo sin nombre y todos nuestros intentos fallidos por bautizarlo, nuestros versos chuecos y los recortes de Cerati pegados con saliva. Llegué a las últimas anotaciones, parecían de unas semanas antes del incidente. Había muchos borrones, pero se alcanzaba a distinguir algo que Beto escribió en un último esfuerzo por encontrarle nombre a la banda. Con solo dos palabras, era el peor de todos y al mismo tiempo, el perfecto. Más aun, me dio la sensación de que aquel había sido nuestro nombre desde el principio.



Priscila Rosas Martínez, de 22 años, es originaria de Mexicali, Baja California, y estudiante de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación. En 2018, fue becaria del Instituto de Cultura de Baja California y colaboró en una de sus antologías de cuento. Ese mismo año, ganó el Primer Concurso Estatal de Ensayo Joven de la revista El Septentrión. En 2020, su cuento "Cenizas" fue publicado por la Revista Plástico y obtuvo el primer lugar en el concurso de ensayo de la Facultad de Ciencias Humanas, UABC. Ha participado en talleres de escritura creativa con artistas de la región, además de ser invitada a varios encuentros de escritores como Tinta Fresca o Tiempo de Literatura. Recientemente, fue seleccionada nacional para la primera estancia literaria “Muros de Agua José Revueltas”, que se llevó a cabo en Islas Marías. Es correctora de la Revista Cultural Escafandra y guionista audiovisual para “Aliadxs Cimarronxs”, grupo creado para la atención y prevención de la violencia de género. Actualmente se encuentra de intercambio en Grenoble, Francia.

Letrinas: Penélope nomás sentada



Penélope nomás sentada
Por Jessica Sevilla


Estoy esperando al siguiente tren. Por el calor parece que es agosto, no diciembre. Y en esta estación no hay salas de espera, ni pantallas. Llegan con mochilas sobre la espalda pero no vienen en vagones de pasajeros. Vienen montados en contenedores de mercancías. Para mí son muñecos. Así ha de venir y por eso tarda tanto. Aquí estoy en mi banca de pino verde. Al otro lado de las vías hay una de metal. Las dos en el solazo. De aquí ya vamos a agarrar camino. No debe demorar. Y tengo que estar presentable para cuando llegue, pero con este calor tengo pegado el cabello a la cara y el vestido a las nalgas. Estoy usando mi bolsa café como sombrilla, pero no me cubre nada. Así que saco mi abanico de madera roja, que coordina con mis zapatitos de tacón. Además tiene aroma de sándalo, patchouli y canela. Con esos aromas que me perfumen no se va a dar color del olor a pescado que desprende mi vestido y entrepierna. Me va mirar toda devota, aquí ya empezando a hablar su idioma y quemándome. Parece que ahí viene. Escucho un silbido, un poco aplastado por los carros del distribuidor vial de la López-Lázaro y este zumbido insoportable de mi oído izquierdo. Ahí viene. Lo escucho más cerca, en el crucero. Escucho su fricción en los rieles. Me voy a levantar ya, para que se me oree el vestido y me vea toda bonita, esperándole y recibiéndole. No es. Es un tren de carga vacío. Ya será el que sigue. Me vuelvo a sentar, pero en lo que espero me pondré boca abajo sobre mi banca y levantaré mi vestidito blanco para broncearme las piernas. Para que cuando llegue me vea toda doradita por este fuego de diciembre. Me quedé dormida, pero en lo que despierto noto que aún no viene el tren. Me doy la vuelta, de frente al sol, para quemarme este lado de las piernas y estar completamente rojita cuando llegue. Y que admire el grado de mi fervor, de mi resistencia. Me tapo la cara con mi gran bolsa de piel. Me vuelvo a quedar dormida un rato, pero pronto escucho otro silbido. Tengo que causar una buena impresión y verme mejor que en mi foto de perfil, pero con este aire caliente estoy toda sudada y mi vestidito también. Me levanto. Estiro la tela de la falda. Me vuelvo a sentar, pero ahora con las nalgas directamente sobre la banca para no sudar más el vestido. Voy a estar esperando así, de pierna cruzada. Me acomodo el cabello y lo peino con el sudor, usando las uñas como peine. Saco de nuevo mi abanico, para estar destellando grana cuando llegue. Y oler a planta con madera. Y voy a mover el piecito de la pierna de arriba en circulitos lentos, para que vea que estoy esperando ansiosa pero con paciencia. Y me voy a retocar los labios rojos para que enmarquen la sonrisa que le voy a dar ahorita que llegue. Saco mi espejito para embarrarme el lipstick, pero en el reflejo no estoy yo, está una vieja calva con patas de gallo en los ojos y la frente despellejada. Me doy cuenta que estoy aquí ya toda vieja. Esperando como pendeja. Ya me achicharré con este vestido sucio. Siento que se me va a salir la bomba de sangre por la garganta, que el vagón se soltó y se está yendo pabajo. Ay, de dónde me agarro, no se me vaya a desrielar. Me voy a acostar, a cerrar los ojos, a sentir el calor del sol para calmarme. El vagón agarró velocidad con la caída, así que se adelantó ocho mil novecientos kilómetros en un minuto y ya viene más cerca. Estoy escuchando su silbido sobresaliendo entre los carros. Ya va a llegar y tengo que incorporarme. Tengo que acomodarme este pelo para verme fabulosa cuando llegue la gran Maestre de la orden, que vamos a ir a la gran fiesta, en ese tren, con todas las del movimiento.




*Jessica Sevilla es gestora, profesora y artista visual. Nació en Tijuana en el 88 y vive en Mexicali desde el 98. Su trabajo es un proyecto de autoaprendizaje vinculado al lugar, con el que explora bordes entre prácticas y dominios. Actualmente trabaja, desde la galería Planta Libre en la región deltaica del Río Colorado, sobre la relación humano-agua. Tiene formación en arquitectura y es profesora universitaria. Se ha dedicado a la gestión de proyectos culturales de forma independiente y con instituciones públicas, también ha trabajado con grupos ciudadanos y asociaciones civiles. Actualmente incursiona en la narrativa de ficción usando medios visuales y textuales. Ha sido beneficiaria de los estímulos FONCA Jóvenes Creadores (2017-18), PECDA BC (2016) y David Rockefeller Center for Latin American Studies (2015), con los que desarrolló tres proyectos de sitio específico.

Letrinas: Enramado de hojas verdes


Enramado de hojas verdes
Por Julieta González Valle

En el carro al ir presurosos, sentimos un tremendo susto acompañado de una sequedad en la boca que en mi vida había experimentado. Mi tío manejaba mientras yo trataba en el asiento trasero que mi abuelo no se fuera de nuestro lado, un enramado de hojas otoñales en el pecho acompañaba sus manos ya frías y algo moradas empeoraban la tensión que nosotros de por sí ya cargábamos. Aquello comenzó como algo simple, un pequeño “traigo una molestia en el pecho” seguido de un “voy a estar bien” que se tradujo en un nosotros trasladándolo al hospital de la manera más rápida y eficaz posible. Mi abuelo ya contaba con 78 años y al ser sobreviviente de cáncer dos veces y de un ataque cardiaco, pensábamos de manera firme que esto era, algo inusual.

Al momento de ir junto a él en la parte trasera, sentí cómo al sostener sus brazos, sus manos se encontraban moradas, completamente heladas y duras. Eso me aterrorizó, le moví como pude y en ese sostener sus manos sentí cómo su frío se transmitía a mi piel, recorriéndome el brazo lentamente y haciéndome sudar, al igual que él, frío. En mi caso no sentía dolor, sino un enramado intenso en el pecho a causa de la angustia. De un momento a otro mi abuelo se fue, quedó inconsciente y extrañamente lo sentí perdido a pesar de todo el esfuerzo invertido. Fue como si yo sintiese que él no estuviese ahí mientras su cuerpo yacía a mi lado en el auto, me sentí llorar pero más que ello, sentí el enramado que se había formado en ardiéndome en el pecho y la mente fuera de mí. Pronto recobró el sentido de nuevo, quejándose otra vez, dándonos otra oportunidad que nos permitió llegar al hospital.

Mi abuelo no murió, cuando llegamos al hospital nos dijeron que se trataba de una falla renal y una descompensación de plaquetas. Su enramado había desaparecido y con ello empezaba el mío. Cuando volvimos a casa se encontraba cansado, pero de maravilla, aún su pecho dolía, pero su semblante era otro, rejuvenecido.

En mi caso el enramado apenas iniciaba sintiéndose pesado, pero no molesto, se veía como una coraza de hojas verdes y ramas que se aferraba con fuerza a mi piel y me protegía la caja torácica. Era pesada y ruidosa, al momento de llegar a mi casa vacía, todo el ruido de las hojas invadió el lugar, entrar al recinto fue algo desastroso, algunas hojas caían al piso mientras intentaba entrar e incluso cuando empecé con mi vuelta a la vida normal. Al día siguiente del incidente el ruido y tacto de las hojas me hizo despertar para darme cuenta de que no podía moverme, intente cambiar de posición en la cama, pero la coraza me lo impidió totalmente. Era un completo desastre, las hojas me impedían hacer los quehaceres.

Mi casa pronto comenzó a llenarse de hojas, mi patio de tierra y mi pecho de obstrucción, tareas como poder cambiar mi ropa o bañarme ya empezaron a ser todo un desafío para mí, en cuanto a la obstrucción, ésta ya era molesta. Pronto me sentí acorralada y empezaron los hábitos extraños como traer tierra en los bolsillos y siempre cargar agua conmigo. Había ocasiones en las cuales mi casa se percibía seca y mi único remedio era tomar el agua del grifo hasta el punto de mojarme toda en el proceso, otras veces mi cuarto me era demasiado incómodo para poder descansar y salía al patio a dormir, cerca de la tierra. El olor de la tierra mojada me llenaba los sentidos y me hacía sentir de nuevo alivio, un alivio quizá parecido al de estar en el vientre materno.

No fue sino hasta un buen día de diciembre que me percaté que en mi enramado flores hermosas habían crecido, las contemplaba con amor y respeto, como si fuesen lo más hermoso que había visto en mi vida. Aquello me conmovió de tal forma que lloré, lloré descontroladamente y me senté sobre la tierra de mi patio, con la esperanza de que el olor a esa tierra mojada me hiciese sentir un abrazo. De mí no quedó más nada, no más cuerpo, no más habla, solo quedó implantado en mi patio mi enramado precioso.

«El huésped», un cuento de Amparo Dávila

Recordamos a la escritora Amparo Dávila con uno de sus extraordinarios relatos. Tremenda cuentista y una de las grandes plumas de la literatura fantástica y de terror que ha dado México.

“Que no muera un día nublado ni frío de invierno” pidió durante la celebración de sus 90 años y, al parecer, su deseo se cumplió: murió en primavera.



El huésped

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues...” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habita­ción. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día dur­miendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él...

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.

Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...


Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Gua­dalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.

Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.

—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?

—Solas, es verdad, pero con un odio...

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había mar­chado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño dur­mieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia...

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió mu­chos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses­perado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento... Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.

Letrinas: El señor Rodolfo Romero

Por Eusebio Ruvalcaba


El señor Rodolfo Romero entró a su casa deshecho y furioso. La sola dicotomía le recordó aquella imagen del villano Doble Cara, a cuya lectura en los cómics había sido tan aficionado en su juventud. Era un hombre que podía actuar en sentidos opuestos a la menor provocación, y que en numerosas ocasiones dejaba que una moneda al aire tomara la decisión por él.

¿Qué pesaba más en un hombre: la fidelidad o la satisfacción del deseo?, o peor que eso: ¿traicionar a su hijo o complacer su apetito sexual? Se debatía entre un territorio y el otro. Ciertamente se consideraba un hombre fiel. Nunca se había acostado con ninguna otra mujer. Ni siquiera había intentado cortejar a nadie. A sus 51 años era un buen récord. Y a sus 28 de casado, más aún. Sobre todo si tomaba en cuenta que alrededor suyo todos sus amigos eran infieles y promiscuos. Pero ahora el desafío era diferente. Porque la mujer que traía metida entre ceja y ceja era Gerarda, su nuera.

El señor Rodolfo Romero se había casado joven, recién cumplidos sus 30 años. Primero tuvo una hija adorable —que era su perdición—, de nombre Eloísa, y luego un hombre, Mariano, que había hecho la licenciatura en sistemas y finalmente se había casado con una mujer a la que no se podría calificar de ser una belleza, pero que sin embargo encerraba una suerte de misterio. En su percepción de toro viejo, él advertía ciertos códigos. Como si la mujer se empeñara en enviarle mensajes sólo para sus ojos. Se acercaba más de la cuenta cuando le aproximaba algún ingrediente de la mesa; sus faldas eran cada vez más estrechas; los escotes más pronunciados. Ya tenía una niña, y eso parecía no haber menguado su atractivo sino exacerbarlo. Así como su coquetería. Él no se atrevía ni a mirarla. Cuando menos para que ninguno de los dos posibles perjudicados: su esposa y su hijo, se percataran. Así que cada vez más lo obsesionaba su nuera Gerarda. Y cada vez más se esforzaba por mantenerse alejado —incluso evitaba comer en casa los sábados, para no encontrárselos—, por poner tierra de por medio. Pero no siempre estaba en sus manos hacerlo.

El padre carmelita de la iglesia de san Pedro Mártir, Luciano —muy dado a hacerse el invitado a la fuerza— había decidido que el último sábado del mes en curso iría a comer a la casa del señor Rodolfo Romero para bendecir hasta el último rincón. Ni cuenten conmigo, le había dicho a su mujer, soy enemigo de esas triquiñuelas, a lo que ella había respondido: Vienes porque vienes. Mariano vendrá con Gerarda, y Eloísa con Juan, así que ni sueñes con escaparte. Aquí te quiero a las 2 de la tarde, media hora antes de lo que prometió venir el padre, para que te bañes y le prepares su copita. Y te quiero de buen humor. Nada de jetas.

El señor Rodolfo Romero prometió hacer un sobreesfuerzo. Ni siquiera se volvería a mirar a su nuera.

Pero el primer sobresalto se produjo cuando le dio la mano. Gerarda la retuvo un par de segundos más de la cuenta, y cuando la soltó lo hizo con una caricia sutil de por medio.

Después de ese acontecimiento que a más de uno le hubiera parecido insignificante, se la topó en la cocina cuando fue a preparar otra cuba para el padre Luciano. Estaban solos. Ella se agachó por unos platones, y su boca quedó a la altura del miembro de él. Hizo una exclamación como de que se lo estaba saboreando. Que se alargó, se alargó y se alargó, y que no sólo hizo sonrojar al señor Rodolfo Romero sino que le provocó una erección imposible de disimular. El pantalón pareció a punto de reventar.

Se dio media vuelta y salió volando de la cocina.

Pero ya no le fue posible disimular. Delante de ella.

Ahora su comportamiento era el de un adolescente. De ahí en adelante, en lo que duró aquella jornada, se detenía con deleite en su mal disimulado escote. Con sólo ver aquellos senos, quería devorarlos. Miraba descaradamente aquellos pechos blancos y su imaginación volaba. ¿Qué se sentiría tenerlos en la boca?, chuparlos hasta la saciedad. Y esas piernas que parecían esculpidas por el demonio, cómo habría querido acariciarlas. Besarlas.

No había pasado ni media hora de que su hijo Mariano había abandonado la casa, y decidió probar suerte. Le llamó desde su celular al fijo. La excusa era lo de menos —¿llegaron bien a casa? Pero se cuidó de hacer la llamada en la calle. Sacó al perro para tener un pretexto que resultara verosímil.

Le contestó ella.

Le bastó con escuchar aquella voz, para que el nerviosismo lo desbordara. Gerarda, le dijo, tenemos que parar esto. ¿De qué me habla, don Rodolfo? No finjas, niña, de esta calentura que nos empieza a rebasar. ¿Me lo diría viéndome a los ojos? Se limitó a decir ella. Claro que sí. Te espero mañana en el Rayuela, tú dime a qué hora. A las 10 de la mañana. Allí estaré, se escuchó decir él.

Y allí estuvo. Apenas la vio entrar, su respiración se agitó. Ella se sentó, y le espetó a boca de jarro al tiempo de que le acarició una mano: “¿Qué me quería decir, don Rodolfo?”. El hombre quería decirle tantas cosas. Quería llevar la mano de ella hasta que sintiera su pene, que a esas alturas ya se encontraba duro. Pero entonces el rostro de Mariano vino a su cabeza. Y por más que abría y entrecerraba los ojos no lograba quitárselo de encima. Sacó una moneda y la echó al aire. Enseguida pidió la cuenta y se dirigió hacia la salida. Sin abrir la boca más de la cuenta.

7NN: Códigos de convivencia

Códigos de convivencia 
Por Mauricio Caballero 

No sé cómo empezar, porque me cae de madre que está cabrón tío. Al chile le digo, sé que ya estoy muerto y me cago de pinche miedo, pero quiero que entienda el porqué lo hice. 

Recordará que hace muchos años cuando estaba por acá, la vida estaba cabrona. Que mi primo y yo éramos unos huercos como de doce años, que usted no encontraba chamba y decidió irse a la capirucha, que para que les vaya mejor, ¿lo recuerda? Pues ahí qué le cuento, ya sabe bien que al inicio estuvo difícil, pero que después a mi primo, gracias a usté, le fue chido acá, con sus envíos de lana, sus regalos y esas cosas. Acá el primo bien chido nos comenzó a pichar cosas, la cheve, el pisto, las morras, se compró una troca y dábamos el roll. 

Al chile no sabíamos en qué andaba metido usté, pero ya después nos lo imaginamos. A mi primo se le hizo fácil y se metió a esos bisnes, yo le dije que ya tenía feria de usté, que pa qué chingao se metía en esas cosas. Pero pues quiso más, y le entró a lo mismo. 

Le va a sonar a guasa, pero esto es neto tío, por favor aguante. Recuerda que cuando vivía acá en Tijuana, una vez vimos una movie de esas viejitas mexicanas, se llamaba El esqueleto de la señora Morales, ¿lo recuerda? 

¡No tío!, espérese, aguante, puta madre, aguante tío. 

¿Recuerda al vato ese de la peli, el que siempre se la pasaba contento? Pues algo así le pasó al primo. Ya dentro de ese jale fue cuando empezó a portarse bien culo, se le subió al muy perro, se sentía el muy cabrón y el más chingón del barrio. Y ahí andaba paseándose, todo feliz por las calles, por la plaza o de visita en mi casa. En la peli el vato lo hacía porque así era, era todo feliz, pero acá no tío, el primo lo hacía para chingarme, sí, pa joderme, para restregarme que él tenía lana y yo no. Mi madre lo quería mucho, lo dejaba pasar a la casa y lo consentía, él le dejaba dinero y cosa pa la casa. El muy cabrón decía que lo hacía porque quería mucho a mi ma. Y luego ella me echaba en cara frente a él, que él parecía más hijo que yo, ¡que yo tío!, yo que soy su hijo de verdad. Cómo me chingaba eso. Y el primo, muy sonriente, muy feliz. Perdón tío, pero pinche primo, si en realidad era bien culero, se la bañaba con todos, con todos tío. 

Chingado, tío, que no, que no es guasa, escúcheme. 

Y pa fregar más, le empezó a tirar carro a mí hermana, y claro, ahí sí le bajo de humos, después de que no me pelaba el muy culo, ahora llegaba como el gran amigo, y yo de pinche pendejo que le creí. El muy cabrón comenzó a venir a la casa más seguido, a cada rato cambiaba de troca, llegaba con buena feria, su buchanas y las rolas a todo lo que daba. Me comenzó a platicar de sus cosas, me enseñó su fusca, su cuerno. Me decía que le entrara al negocio y yo la neta me sordeaba. Pero usté sabe que la vida está bien cabrona, sabía de la situación en mi casa y de mi jefa. Y pos le entré, me tragué mi pinche orgullo y le entré. Pensé, que si ahora era yo quien llevaba cosas a casa, mi jefa iba a dejar de estar chingando con que no era un buen hijo. 

Pinche vida tío, pinche perra vida. Al chile es lo más perro que he hecho, pero en este pinche pueblo no se puede hacer otra cosa, y sé que sigo siendo chavo y pude haber intentado otra cosa, ¡pero cabrón!, en este jale me hice de feria muy rápido. Le pude dar más cosas a mi jefa, le pude ayudar con sus tratamientos. Ver a mi jefecita recuperarse, es lo que me daba fuerzas para aguantar todo este pinche desmadre. Verla caminar, sentirse mejor, verla sonreír tío, ¡sonreír! Pinche vida loca, la acomodé en una mejor casa, con más espacio, ya no hacía falta comida, le pude pagar la prepa a mi hermana. 

Puta madre tío… sé que está muy encabronado por todo esto, pero quiero que sepa porqué lo hice. 

¿Recuerda que le tiraba carro a mi hermana? Tío, pos yo no supe por qué pinches hizo eso el muy culo. 

No, tío, no, puta madre, mi dedo, aguante tío, le digo, le digo. 

Se chingó a mi hermana tío, se la chingó, ella no quería y a él le valió madres, llegó a la casa sabiendo que yo no estaba, llegó bien pedo, encerró a mi jefa en un cuarto y se fue a otro con mi hermana, ella no quería, no quería. Puta madre tío, es mi familia, ¿por qué no se fue con otra morra, por qué no agarró a alguna de la calle? Si ya lo había hecho antes. 

Y él, como si nada, ese mismo día muy sonriente me lo dijo en la cara, frente a los compas del cártel, pinche puto culo. 

Tío, no, aguante, no ya no, pare, pare. 

Tío, yo no pude hacer nada, yo no sé cómo sean allá con usté, pero acá, nuestro pinche código es muy cabrón, él ya estaba en los altos rangos y yo como apenas empezaba, pos no podía hacer nada, solo callar, ¿usté sabe lo culero que se siente eso?, pinche impunidad. Y seguro sabe que ya dentro no hay forma de salirse, así que no me quedaba de otra, mas que callar y aguantar vara. Luego de eso ya dejó de ir a la casa, pero yo lo seguía viendo en el jale, tan feliz el puto. Mi hermana tuvo un niño y a él le valió madres. 

No sabe la sorpresa y gusto que me dio cuando me enteré que se había cambiado de bando. Usté sabe cómo es esto, le pusieron precio a su cabeza y pos los compas luego luego me avisaron. Era el momento de vengar a mi hermana, es mi familia, comprenda. 

No tío aguante, espere, tío, no. Se lo juro, yo no hice eso chingao, no fui yo, pinche tío, no. 

Se lo juro, que yo no hice eso, ya cuando di con él, yo solo le di un tiro en la cabeza, se lo juro, por mi madre, por mi hermana, yo solo hice eso. 

Tío no, chingada madre, no, pare, aguante. 

Yo, yo no sabía, fueron mis compas, yo no, fueron ellos, yo no sabía, ellos le dieron el cuerpo al pozolero, yo no sabía nada de eso. 

Tío, aguante, aguante. 

Yo que chingaos iba a saber que el primo se cambió a su bando, con usté, y que usté se iba a enterar. Pero así es la perra vida, sigue estando bien cabrona. Yo sé que ya estoy muerto tío, lo sé. Solo aguante, apiádese, ya le di mis razones. 

Sé que ustedes son bien sanguinarios, pero por favor tío, solo le pido, por mi jefecita, por su sobrinito, le pido, le ruego, que no me haga lo que le hicieron a la doña de la peli esa. No me haga lo que le hicieron a la señora Morales. 


Marzo 2018




Siete Nuevos Narradores
Editorial

Nos gusta tomar letras para formar palabras, aunque no despreciamos el agua, la leche, cerveza, güisqui o bebernos alguna que otra idea para ir alimentando nuestras historias.

Nos gusta escribir lo que vemos, pensamos, sentimos. Intentamos ser fieles a nosotros mismos, aunque de pronto nos traicionamos y somos más fieles a nuestras inquietudes, nuestros vicios, nuestros miedos, nuestras certidumbres y nuestras dudas, de ahí nacen nuestras historias.

Hijos de nuestro tiempo, apostamos al ciberespacio y nos subimos a la revista Sputnik 2 (junto con Laika) para poner en órbita nuestras letras. Pase, léanos, quizá se reconozca en alguno de nuestros textos. Recomiéndenos si pasa un buen rato leyendo, sino escriba para decirnos lo malos que somos. Apostamos a divertirnos, generar nuestra propuesta literaria para que sepan que aquí estamos y derramaremos letras e historias desde Aguascalientes.

7NN

7NN: El violinista

El violinista 
Isaías García

Se escuchaban aplausos en todo el auditorio mientras se abría el telón, la sonrisa perfecta ante el éxito de un hombre que era reconocido por los ahí presentes, una melodía resonaba vigorosamente y aquel concertista arrancó con gran maestría el espectáculo, alegremente movía de lado a lado el arco que sostenía en su mano derecha, las luces daban brillo a su traje oscuro y al peinado perfecto que mostraba magistral belleza. 

Al término del concierto Jan se dirigió hacia su camerino, en la entrada había un ramo de rosas decorado con un moño color dorado, una nota en la cual estaba escrita una dirección y hora, aquella era la cuarta de la semana, un lugar especificado y sin remitente. La curiosidad se apoderaba de aquel hombre, nacía la curiosidad de saber quién era su admirador secreto pero cierta inquietud provocaba pánico de sólo pensar que se encontraría a lo inesperado, sin importarle su sentir se encaminó al lugar acordado. Al encender un cigarrillo era como aumentar el ego, jugaba con el humo con aires de grandeza, altanero y burlesco mientras imaginaba a una mujer hermosa de grandes pechos a la cual llevaría a un cuarto de hotel. Pasó por un callejón de la ciudad, los maullidos de los gatos producían un ruido ensordecedor provocándole preocupación y un presentimiento extraño. El miedo se apoderó de sus sentidos, sintió que alguien lo perseguía, creía que había alguien detrás de él, aceleró el paso, tiró la colilla del cigarro y a su vez limpiaba el sudor de su frente, las manos le temblaban y sentía no avanzar. De un parpadeo a otro, se encontró en el lugar descrito en la nota, había avanzado quince cuadras sin haberse dado cuenta. 

Aquel lugar era un restaurante fino, las puertas eran de cristal que permitían una visión más precisa de cada rincón, personas elegantes y bien parecidas, un lujoso establecimiento para gente de alcurnia. 

Por algunos minutos Jan dudaba en entrar, mientras esperaba sentía un hueco en el estómago, una presión en su pecho y las ganas de huir de ahí. Al entrar lo atendió un mesero de nombre Alfred, lo condujo hacia una mesa y le entregó una carta del menú del día. Pasaron 20 minutos y no llegaba la persona que lo citó en aquel sitio. Enojado se levantó encaminándose a la salida, algo acaparó su atención, detrás de las puertas un hombre desaliñado, gabardina, playera, zapatos y pantalones rotos, desgastados y sucios; su cara, cabello y manos se veían grasientos por la mugre, con una mirada triste dirigida hacia él, sus ojos lo veían con lastima y tristeza, aquel sujeto sostenía en su mano derecha un pequeño baúl y en la izquierda un violín viejo, Jan quedó impactado, sentía pena, señaló en darle una moneda, al buscar en su bolsillo se percató que el pantalón era el mismo que de aquel vagabundo, sus manos tenían mugre, sus zapatos se veían cenizos y con agujeros, miró las paredes del lugar y a las personas, el sitio se transformaba en una cantina de mala muerte, fue cuando comprendió que aquel ser era su reflejo, respiró aquel olor a sueños rotos y así dejó caer sus ilusiones cristalizadas en una lágrima, esa situación era tan triste como el escuchar un violín desafinado que emite sonidos discordantes abriendo paso a los crueles sueños frustrados.



Siete Nuevos Narradores
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7NN

Letrinas: Primitivos


Primitivos
Por Rodrigo Carranza


En una fiesta para celebrar los quince años de Graciela, no hay chambelanes ni damas, pero se encuentra toda la familia de Don Javier, padre de Graciela, unos vinieron de los alrededores, los de más lejos, de Estados Unidos y otros vinieron del bajío, de un lugar donde aún los domingos las muchachas dan vuelta alrededor del jardín y los muchachos en sentido contrario a las primeras. Si una muchacha se interesa en alguno de ellos, deja caer sutilmente el pañuelo y este lo recoge para entregárselo e iniciar el cortejo, si la charla dura más de diez minutos se concreta el noviazgo. Algo parecido a lo que ocurrió en “Tizoc” con María Félix y Pedro Infante, cuando ésta ingenuamente le dio a él su pañuelo para mitigar el dolor de su mano lastimada y luego se desencadenó la confusión y malentendido por el desconocimiento de la tradición y/o usos y costumbres del lugar. 

- ¿Güey, Genaro, quien es esa chava? 

- ¿Cuál la güerita, está bien guapa verdad cabrón? Roberto, es nuestra prima güey.

- Ah caray ¿y de dónde salió que yo ni la conocía? 

- Pues de Santa Cruz güey, de donde el compositor de Sobre las Olas, es prima segunda, nuestros jefes eran primos de su jefa. 

- Aaah órales, qué lástima Genaro, aunque sí, estaría bien ir “sobre las solas” güey.

- Lástima, “ni chicles primo”, le voy a pedir que sea mi novia.

- ¡No mames güey, es nuestra prima! 

- Éjele cabrón se me hace que te la quieres quedar tú, “marrano”. 

- Ni sé cómo se llama, pero si no hay lío, no estaría nada mal, aunque sólo para un “free”, sino capaz que los escuincles salen cuchos. 

- Le dicen Liz, pero se llama Lizbeth. -Vas cabrón ¿a ver a quién le hace caso? 

Ese mismo día y después de unas horas Lizbeth y Roberto ya eran novios. Con el paso del tiempo continuaron viéndose discreta y esporádicamente, cuando había alguna fiesta familiar, o en las vacaciones. En una de esas ocasiones aparte de besos y caricias llegaron a algo más, lo que hizo más fuerte el lazo entre ambos, hasta que en una pelea de novios Roberto confesó a Lizbeth que había tenido otra novia, sólo por un día según él, pero Lizbeth no quiso escuchar explicación alguna y decidió terminar la relación. Roberto hizo gala de orgullo y accedió aparentemente sin ninguna complicación, sin embargo pasado algún tiempo, Roberto se enteró que Lizbeth se casaba y así se esfumó para él la ilusión de ir a buscarla a donde fuera, para casarse y ser felices por siempre, como en los cuentos de princesas, aunque para ello primero debería terminar la escuela y conseguir un buen empleo. Su castillo de humo se desvaneció, se enfrascó en sus estudios y en cuanto a mujeres, hubo muchas en su vida, aunque al principio las entusiasmaba y después las trataba con desdén. 

A ojos cerrados, un buen día Roberto acudió a aquel lugar donde habitaba Lizbeth, sin importar que ella estuviera casada y tal vez con hijos. Llegó a caballo, con pistola al cinto, dispuesto a lo que fuera, porque estaba seguro que ella aún lo quería y que si se había casado con otro, había sido por mero despecho, por salirse de su casa o incluso por interés, pero no por amor. Reconocería a los hijos de ella como si fueran propios y juntos tendrían otros hijos, muchos más; a todos los querría igual, vivirían en una ciudad lejana pero hermosa, sus hijos crecerían felices y ellos envejecerían juntos. 

Roberto, Roberto, despiértate hijo ¿cuál caballo?, ¿Cuál Liz?, hijo ya alístate para tu examen profesional, apuraba a Roberto su madre al ver que ya se le hacía tarde. Roberto se graduó y consiguió ser un profesionista, se fue a vivir a otra ciudad al norte del país, se casó con una chica de aquel lugar y criaron a dos hijos varones y a una mujercita, la menor. 

Muchos años después, de esas vueltas que da la vida, en uno de tantos posibles centros comerciales. 

-Ah caray, dijo para sí Roberto, qué mujer tan guapa, ya se ve madura, pero está muuuy bien. Después de más de treinta años, vino a la memoria de Roberto la figura de Lizbeth, pero era imposible, seguramente ella estaba muy lejos de ese lugar. 

Hijos, mujer, les comento que hoy viene mi primo Genaro, de cuando niños jugábamos fut y éramos grandes cuates, incluso de jóvenes, pero dejamos de vernos, yo me dediqué a la escuela y luego al trabajo y salvo algunas ocasiones en las que coincidimos, no hemos convivido más. 

-Pásale primo, estas son mi esposa, mi niña la más pequeña y uno de mis dos muchachos, falta el mayor, que por cierto quién sabe dónde anda…, le dimos por nombre Camilo, como tu papá, primo, quien por si no lo recuerdas era mi padrino. 

Claro que sí primo, cómo no me voy a acordar, pues si me caías bien gordo porque a ti te daba más “domingo” que a mí. 

Ni aguantabas nada primo… 

Entre tragos, comida y algunas remembranzas… por cierto preguntó Genaro, ¿si sabes que Liz vive aquí en esta ciudad a donde hace ya muchos años te viniste a vivir, verdad? 

-No primo, no sabía. Roberto tragó saliva, “cállate güey que me vas a meter en broncas” expresó con ojos agudos y entre dientes a Genaro, quedándose pensativo y recordando a aquella mujer que recién vio en un centro comercial, era ella…Genaro entendió que había sido indiscreto. 

Minutos después, entran por la puerta de la sala Camilo, tomando de la mano de una linda muchacha. 

Hola familia, les presento a mi novia, se llama Lizbeth y es de… ¿cómo dices que se llama tu pueblo amor? 

Buenas tardes señora, buenas tardes señores, mucho gusto a todos, expresó sonriente la chica, mi localidad se llama Santa Cruz, de donde el compositor Juventino Rosas. 

Roberto y Genaro se miraron fijamente el uno al otro y por un instante quedaron mudos, lo que sigue no viene a cuento.
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