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Letrinas: Dr. Cigüeña



Dr. Cigüeña

Ariagor Manuel Almanza Avendaño

 

Cada mañana Karen miraba el espectacular de la clínica del Dr. Cigüeña, le dio vueltas a la idea por meses. No sabía qué detestaba más. Escuchar el parloteo de sus amigas: “mira qué hermosa está mi hija”, “es bien chistoso mi chaparro”. O que no hablaran de los niños en su presencia. Junto con su esposo Pablo, habían gastado millones de pesos en tratamientos de fertilidad. Pablo sentía que lo miraban como a un animal lastimado. De vez en cuando, creía escuchar un “pobrecito” a lo lejos. No le agradaba ser obligado a masturbarse en salas esterilizadas. Tampoco le gustaban las citas programadas para reproducirse. Mete-saca-repite-descarga-cruza los dedos.

Pablo parecía haberse resignado. Múltiples estudios le habían confirmado que su conteo de esperma era normal, con suficiente movilidad. En cambio, Karen estaba dispuesta a un último intento. Se había sometido a tratamientos hormonales para estimular su ovulación. Cirugías para remediar obstrucciones en sus trompas de Falopio. Múltiples fertilizaciones in vitro. Nada. Imaginaba a cada una de esas niñas sin nombre, que no acababan de arribar, emulando aquella sonrisa de las fotografías de su propia infancia, recostada de meses sobre su cuna, rodeada de peluches y muñecas. Las soñaba con la piel de Pablo, sus ojos verdes, sus maneras lentas y dóciles de estar en el mundo. Sin el entusiasmo de antaño, pero con la terquedad de siempre, convenció a su esposo de asistir a la clínica del Dr. Cigüeña.

Llegaron como treinta minutos antes de su cita. En la sala de espera, se reconocieron a sí mismos durante sus primeras visitas, en los rostros esperanzados de otras parejas. El lugar estaba adornado con orquídeas, bonsáis y palos de Brasil. Sonaba a bajo volumen una canción de jazz contemporáneo. Los pisos lucían recién pulidos, con aroma a lavanda. La recepcionista los invitó a pasar al consultorio, justo a la hora de la cita.

Detrás del escritorio se encontraba el doctor, dictando a su asistente unas notas para el expediente. Tal como se anunciaba en los espectaculares, era una cigüeña. Más blanca que su bata impecablemente planchada. Su pico era tan largo, que lo movía con delicadeza para no rayar su escritorio de caoba. Al levantarse se notaba que su cabeza estaba a unos cuantos centímetros del foco. Usaba unas sandalias suficientemente anchas para sus patas. Su oficina estaba adornada con acuarios, cada uno con una especie distinta de pez tropical. Había cuadros de pinturas japonesas con escenas de la naturaleza. Tenía la mirada penetrante de las aves, aunque las gafas que utilizaba le hacían lucir menos inquietante. En la pared no se mostraban sus títulos. Solo aparecía su nombre con letra manuscrita bordado en la bata: Dr. Antonio Garcés. No graznaba como las demás cigüeñas. Su voz era delicada, sin prisa, con un candor singular, como de esos viejos locutores de la radio.

Karen relató, tratando de contener el llanto, el peregrinaje entre tratamientos fallidos. Le entregó una carpeta, escrupulosamente organizada, con todos los detalles de estudios e informes médicos. El doctor Garcés prometió revisarla, aunque la dificultad para cambiar de hoja con sus alas, le obligaba a destinar este tipo de tareas simples a su asistente. Karen enfatizó que sería su último intento. Al notar su desesperación, el doctor les contó que muchas parejas habían elegido una segunda opción, cuando desafortunadamente el tratamiento no era exitoso. No implicaba más procedimientos invasivos ni costos demasiado elevados. Consistía en adoptar un bebé recién nacido, proveniente de una pareja lo más parecida posible. Solo había que obtener su perfil, y posteriormente buscar a la pareja con la que tuvieran el máximo ajuste. El doctor Garcés sugirió que solo contemplarían dicha posibilidad al renunciar definitivamente a los tratamientos.

Tal como siempre temían, el embrión no logró implantarse. Karen pasó varias semanas sola, encerrada en casa. Pablo supuso que un día volvería a ser la misma.  Así que se dedicó a traerle comida, mandarle mensajes desde el trabajo, abrazarla por las tardes. Trató de cerrar la boca para que no se le escapara ninguna idiotez que la hiciera sentir peor. Una tarde, a unos cuantos días de perder la paciencia, Pablo la encontró sentada en la mesa del comedor. Se había arreglado un poco, preparó la comida. Mientras tomaban un postre en la sobremesa, le pidió que intentaran la segunda opción. Pablo aceptó, no sin antes preguntarle en repetidas ocasiones, si estaba completamente segura.

Esa misma tarde llamaron al doctor Garcés. Les explicó detalladamente el proceso y agendaron una cita para el estudio del perfil. Advirtió que no podría proporcionarles ninguna información acerca de la pareja. Una vez iniciada, no podrían renunciar a la adopción. El registro del recién nacido tendría que llevarse a cabo en una oficina exclusiva para los pacientes de la clínica. El pago se tenía que realizar por adelantado, con tiempo de espera máximo de diez meses. La elección del sexo del bebé era posible, por una tarifa adicional.

Casi siete meses después, mientras volvía de sus ejercicios matutinos, Karen recibió una llamada del doctor Garcés para avisarle que su niña llegaría pronto. A las ocho de la noche en punto, arribó la camioneta de la clínica. El mismo doctor Garcés llevó hasta su puerta un moisés, cubierto con una sábana de seda. Les informó que había nacido sana. Midió cincuenta centímetros y pesó tres trescientos. Les recordó que podían llamarle para que acudiera una nodriza, sin ningún costo adicional. Karen y Pablo lloraron al descubrir a la niña. Tenía ojos verdes como Pablo, y dormida, lucía tan apacible como él. Karen sintió que también se parecía mucho a ella cuando era bebé. La llamaron Julieta. Julietita de cariño. Antes de irse, abrazaron al doctor Garcés. Estaban tan felices, que no se dieron cuenta de cómo le incomodaban los abrazos. 

Esa primera noche, los recientes padres bañaron a Julietita con el ligero temor a que se les resbalara. Luego le pusieron un mameluco que le habían comprado hacía tres años. Se quedó dormida con los cachetes sobre el pecho de Karen. Pablo le acarició la espalda, su cabecita, como tratando de convencerse de que era real. Permanecieron contemplándola en silencio para no despertarla, aspirando el aroma a bebé que inundaba la habitación. Se quedaron así hasta la medianoche, cuando la pasaron a su cuna, la arroparon con una cobijita de borrego y dejaron una luciérnaga de tela a su lado para que la acompañara mientras soñaba. Jamás imaginaron, que unos días antes, Julietita tenía otro nombre y dormía en otra cuna. Cuando sus padres biológicos estaban demasiado agotados para despertar, entró sigilosamente un equipo de cigüeñas para tomar a la bebé, envolverla en una manta y huir volando hasta encontrar la camioneta donde les esperaba el doctor Garcés. Por meses los habían estado vigilando, aguardando pacientemente por su nacimiento. Y siempre pasaba lo mismo. Los padres biológicos duraban años buscando, hasta que se cansaban, o se marchitaban. A pesar de su mirada, nadie sospecha de las aves.




Ariagor Manuel Almanza Avendaño | Psicólogo. Profesor-investigador por parte de la Facultad de Ciencias Humanas, en la Universidad Autónoma de Baja California, Campus Mexicali. Ha escrito artículos de investigación sobre diversas temáticas sociales, así como libros y capítulos de libros. Hasta el momento no ha publicado textos literarios.

Letrinas: El valle inquietante



El valle inquietante

Eva Campos
 

Le puse la correa a Bargo, mi perro pitbull de manchas cafés y blancas, y después tomé las llaves y mi celular. El paseo de este día sería más que interesante, pues hoy visitaríamos el panteón que se encontraba a tres cuadras de mi casa. El día soleado y la compañía de Bargo, me daba la valentía que necesitaba para entrar al cementerio, pues desde que era un niño jamás me gustaron, debido a que en una ocasión un señor, cuando yo tenía siete años, asomado por la barda, intentó convencerme de entrar; el aspecto de aquel hombre fue lo que más me asustó, su rostro estaba muy delgado, era muy viejo y tenía poco cabello, en pocas palabras, era horrible. Cuando le conté a mi madre lo que había sucedido, ella no dudó ni un segundo en ir a enfrentarlo, pero ya no pudo alcanzarlo, pues cuando llegó, el anciano ya se había ido. Desde entonces me fue muy difícil volver a acercarme a ese sitio.

Después de varios minutos de andar, llegamos al lugar; era miércoles por la mañana, por lo que había muy poca gente. Bargo y yo entramos sin pensarlo mucho, mentiría si dijera que no sentí un poco de miedo, pero aun con temor seguí. Una vez ahí, antes de entrar de lleno entre las lápidas, observé hacia los lados, sabía que era imposible que aquel hombre estuviera aquí, pero de alguna forma mi cerebro quería estar seguro. Convencido de que ningún anciano se hallaba cerca, continué con el paseo.

Recorrimos gran parte del cementerio, en cierto punto del paseo me pareció muy aburrido haber ido, pues no había nada interesante que ver. No comprendí cómo fue que de niño le tuve tanto miedo, si solo se trataba de un campo lleno de lápidas y árboles. Una vez que llegamos a la zona más profunda, me di cuenta de que esa parte era un lugar diferente al resto. El terreno era un poco extenso, tenía una mini montaña de tierra, y sobre la cima de esta se hallaban muchas cruces verdes. Miré el sitio cuidadosamente, entonces supe que se trataba de la fosa común; el sitio donde se enterraban los cuerpos de las personas fallecidas que no eran reconocidas en la SEMEFO.

Entré despacio, no sabía si era por el cambio de terreno, o porque el sitio estaba rodeado de muchos árboles, pero sentí que mi piel se estremeció por un súbito cambio de temperatura. Ignoré el hecho de tener frío en un día con sol, y seguí con mi propósito; sin embargo, a Bargo pareció no agradarle la idea, ya que se sentó sobre sus patas, y puso resistencia cuando intenté obligarlo a entrar.

—Está bien, Bargo, vámonos —dije—. De hecho, a mí también me asusta un poco este lugar.

En el momento en que estaba a punto de salir, un rayo de sol iluminó la montaña y al tiempo un reflejo fue perceptible. Fruncí las cejas y me acerqué al objeto que brillaba. Era un pedazo de lata, y a su lado se encontraba un cráneo humano. Me sorprendí ante el hallazgo; aunque estaba en un cementerio, las probabilidades de encontrar algo parecido eran mínimas, pues los cuidadores se encargaban de que estas cosas no estuvieran a la vista del público.

Pensar en tocarlo me provocó asco, así que mejor lo moví con la punta del pie; el cráneo era de color beige, estaba tierroso y le faltaban algunos dientes. Me agaché para observar mejor, y saqué mi celular para tomarle una foto, pero el gruñido de mi perro me interrumpió; cuando giré mi cabeza para ver a Bargo, alguien estaba detrás de mí. Un anciano vestido de negro me estaba observado fijamente.

—¡Ay, pendejo! —grité antes de caer sobre el cráneo y romperlo, sentí ardor en la palma de la mano, el hueso me había cortado la piel.

El viejo se parecía mucho al hombre que vi de niño, aquello hizo palpitar muy fuerte mi corazón. Me levanté y tomé con fuerza la correa de Bargo, él se posicionó frente a mí, listo para protegerme en caso de que aquel individuo tratara de tocarme. Lo miré fijamente, mientras él hacía lo mismo, después de varios minutos así, quitó su vista de mí y miró el cráneo roto.  —¿Acaso no te enseñó tu abuela que nunca debes tocar los huesos de un difunto? —susurró, estaba chimuelo—. Los muertos tienen memoria y suelen ser muy vengativos.

No respondí, era evidente que él estaba loco. Bargo continuó gruñendo cada vez más fuerte. El anciano dio un paso hacia mí, pero no esperé a que se acercara más, lo rodeé y antes de alejarme, sentí que rozó mi brazo con sus dedos, estaba frío como un muerto. No me detuve hasta que llegué a casa. Una vez dentro, me lavé la herida de la mano y limpié el lugar donde había sentido su tacto. Aún lejos de aquel sitio, mi corazón seguía latiendo con fuerza, por lo que me fui a recostar en la recámara, para tratar de tranquilizarme.

No sé cuánto tiempo me dormí, pero era evidente que había sido por mucho, pues cuando desperté estaba cubierto con una manta, prueba de que mi madre ya había llegado del trabajo. Busqué mi celular bajo la almohada y lo encendí. Eran las tres de la mañana. Me sorprendí de lo tarde que era, me costó trabajo creer que había dormido todo el día y parte de la noche. Mi estómago gruñó, tenía mucha hambre. Me senté sobre la cama, sentí que un frío helado recorrió todo mi cuerpo. Me acerqué a la orilla y antes de pisar el suelo, de reojo, logré divisar una sombra en la entrada de mi puerta. Contuve la respiración. Giré mi rostro y observé lo que sea que estuviera allí. Bargo estaba sentado sobre sus patas traseras, inmóvil, mirándome fijamente. Sus ojos brillaban rojizos, como si fueran un par de llamaradas.

—¿Bargo? —susurré—. ¿Estás bien?

Bargo no se inmutó, siguió en esa misma posición. No sabía qué, pero algo, no estaba bien. Sentí que en mi estómago se había asentado una presión muy fuerte. Era irónico pensar que yo estaba teniendo miedo de mi propio perro; sin embargo, muy en el fondo, lo tenía. Pisé el suelo y me levanté despacio.

—Bargo, amigo, ¿qué tienes? —pregunté al mismo tiempo que intenté acercarme a él.

Antes de que pudiera tocarlo, Bargo me mostró sus dientes y me gruñó con amenaza. Retrocedí. Respiré lentamente, lo que sea que le estuviera pasando a Bargo, estaba provocando que me desconociera. A lo mejor era porque las luces estaban apagadas y no podía distinguir bien mi figura, sería la primera vez que algo así le pasaba. Caminé hacia atrás con lentitud, busqué de reojo el apagador que se encontraba a un lado de mi ropero; cada vez que me movía, los bramidos de Bardo se volvían más fuertes. Una vez cerca del interruptor, Bardo se levantó sobre sus dos patas traseras y comenzó a salivar como perro rabioso. Tragué lento. No era posible que él pudiera mantener el equilibrio parado de esa manera; en mi vida había visto que un perro se levantara como un humano.

—Tranquilo, amigo, soy yo, Julián —le dije atemorizado.

Apreté el apagador. Pero la luz no prendió, y en ese mismo instante, Bargo ladró con fiereza y corrió hacia mí, todavía levantado sobre dos patas. Yo grité aterrado, brinqué sobre mi cama antes de que el perro pudiera acorralarme contra la pared. Corrí hacia la puerta, al tiempo que encendía la linterna de mi celular. Salí corriendo hacia el pasillo y choqué contra la pared. Sus ladridos ensordecedores y sus fauces calientes, podía sentirlos cerca de mis pantorrillas; me di vuelta lo más rápido que pude y lo alumbré con la linterna de mi celular, pero Bargo desapareció.

Me puse de pie, iluminé hacia los lados del pasillo, buscando a Bargo, pero no logré divisarlo. Respiré hondo, mis manos temblaban, y mi corazón latía como loco. No tuve tiempo de pensar en por qué Bargo se estaba comportando así, porque la linterna de mi celular se apagó de manera súbita.

—¡No, no me hagas esto! —gemí.

Cuando la luz se extinguió, él apareció de nuevo; al final del pasillo, Bargo estaba de pie, gruñendo de nuevo. Esta vez no esperé a que él se moviera primero, corrí despavorido hacia el cuarto de mi madre. Entré precipitado y cerré de un golpe. El fuerte ruido la despertó y asustada se levantó de un salto.

—¿Julián? —preguntó—. ¿Qué pasa?

Ignoré sus preguntas y cerré la puerta con seguro. Me agaché hacia el suelo y observé por la rejilla de la puerta, vi las dos patas de Bargo caminar afuera de la habitación. Me levanté y caminé nervioso hacia mi madre.

—¡Tenemos que irnos de aquí! —grité—. ¡Dame tu celular! ¡Llamaré a la policía!

—¡¿De qué estás hablando?! ¡Dime qué pasa! ¡Me estás asustando!

—¡Bargo se ha vuelto loco! ¡Quiso atacarme y estaba caminando en dos patas como si fuera una persona!

—¿Qué? —mi madre frunció las cejas—. ¿Estás drogado? No hay manera de que Barguito esté haciendo esas cosas, ¡es un perro!

—¡Lo que está allá afuera no es un puto perro!

—Ay, por dios Julián, seguramente tuviste una pesadilla —caminó hacia la puerta—. Te demostraré que solo ha sido un mal sueño.

—¡No! ¡No abras!

Sin escucharme, abrió la puerta y, en el mismo instante que lo hizo, Bargo entró y de un salto la pescó del cuello. Comenzó a morderla violentamente. Mi madre vociferó mi nombre con fuerza. Salí disparado contra el perro, lo tomé por la espalda y traté de quitárselo, pero estaba bien agarrado contra su carne; las mordidas eran tan intensas que la sangre de mi madre comenzó a brotar con rapidez. No lo pensé más, corrí hacia la cocina y tomé un cuchillo. Regresé apresurado y me arrojé contra Bargo, logré quitárselo de encima; comencé a apuñalarlo sin piedad una y otra vez, hasta que los chillidos de mi perro se apagaron. Las lágrimas aparecieron y mojaron mi rostro, el shock me hizo temblar de pies a cabeza, arrojé lejos el cuchillo y comencé a llorar frenéticamente.

—¡Ay, dios mío! —gritó enloquecida—. ¡¿Qué hiciste Julián?! ¡Bargo! ¡No puede ser!

Sentí un espasmo del susto que me provocaron sus gritos. Parpadeé muy rápido. Mi madre ya no estaba tirada, sino que estaba al final del pasillo, observándome con horror. Sentí que el pánico me embargaba desde lo más profundo de mis entrañas. Ya no era de noche, sino de día. Perdí la respiración. Un miedo atroz me invadió por dentro; me obligué a mirar hacia abajo, donde yacía mi pobre perro. Grité horrorizado. Bargo estaba sobre mis piernas, con las tripas de fuera. Aún tenía la correa puesta. Nunca me quedé dormido.




Eva Sulim Campos Martínez, ha publicado un total de cinco cuentos en diferentes medios, como El Velador en Licor de Cuervo, La mosca en Estrépito, Petunia y su hambre en Nudo Gregoriano. Así como también, ha sido parte de dos antologías, una de la Editorial Tinta de Escritores TDE, con su cuento Un labial y un vestido de 1922. Y la segunda en la Editorial Lebri, con su cuento La casa de mi abuela.

Letrinas: La tierra iluminada



La tierra iluminada
Valentín Arcadio


       

Habían pasado nueve aviones. Los vecinos llevaban tres días afuera de su departamento. Solo me quedaba una bolsa de aceitunas. Cargué el celular, la tablet, vi la película de horror que me causó más ternura que espanto; descargué la App.

La gente pasa con sus teléfonos en la mano, los audífonos en los oídos, con el mapa virtual en las “gafas inteligentes”, todo para no perderse. Nuestra memoria es la de un anciano de ochenta años. Nuestro olfato y gusto muertos tampoco ayudan a saber dónde estamos pisando. Programas la ruta del día: trabajo-casa, casa-trabajo… Así las gafas inteligentes siempre te dicen dónde estás, y a dónde vas para que no te pierdas. Así tus jefes siempre saben dónde estás, si vas al médico o no. Las gafas son obligatorias porque la gente comenzó a perderse en la ciudad después de la cepa Zeus-23. Caminaban de un lado al otro: como los perros de la calle que siempre tienen prisa. Siempre tienen un lugar a donde ir. Solo que los humanos en esos tiempos no, era como si las personas y los perros hubieran cambiado de posición en el ajedrez citadino.

Subo las fotografías a la App, elijo una de cuando en mi cumpleaños número seis me sumieron la cara al pastel y salgo llorando en la imagen. Son tres fotos en total, en la segunda salgo en traje de baño dentro de una alberca, a los diez años, con un pedazo de pizza de anchoas y doble ración de aceitunas. La última fotografía había sido tomada en el año 2020. En ese año llegó el futuro. El virus se había instalado en el aire desde aquel funesto año. Llevamos dieciocho años entre pandemias.

Después de media hora de que mis dedos no paran de teclear botones digitales con antifaces de gatitos lujuriosos, por fin la aplicación me avisa de un match.  La figura de un árbol aparece en la pantalla del celular bailando samba y brotándole frutos de lo que parece ser su cabellera de árbol. La musiquita es inadmisible, es más que ridícula. Esto parece una aplicación de teenagers. Nos comportamos como eternos adolescentes en cuerpos de ancianos. La gente llega a los cuarenta años con más horas frente a la pantalla que con orgasmos reales.

Al ver la fotografía no me lo puedo creer. Es vulgar. Tiene las gafas reglamentarias puestas, pero con falsos diamantes. Su color de cabello está demasiado teñido. Siempre he querido hablar con una de esas mujeres. Su respirador también debe estar en una funda con brillos, a mí también me gustan los brillos en el respirador, pero soy demasiado opaco para atreverme a llevarlos como parte de mi atuendo.

Hay otro match, el árbol bailador sale de nuevo con su ritmo latino. Van trece aviones que pasan por arriba de mi casa. La chica del último match se parece más a mí; es opaca. Sus fotografías también me agradan. En una de ellas sale un globo terráqueo desinflado que trae colgando en el espejo retrovisor de su auto. La segunda fotografía es la cáscara de un plátano tirado en la calle. La tercera foto es de un helado recién caído al piso. Ahora tengo una cita con la chica de las fotografías tristes; tengo un lugar a donde desplazarme, como los perros de ciudad, o la gente de los aviones.

El agua moja todo. Ahora, en el tiempo donde estamos atrapados en mi ciudad llueve todo el tiempo, mi ciudad parece un intento de set de una película oriental, donde imaginaban a las ciudades del futuro con luces de colores neones. Las personas lucen mojadas, parecen perros y los perros parecen personas; los perros se quedan quietos por más tiempo viendo caer el agua, refugiados bajo un letrero de luz neón. Olvidan por un segundo desplazarse con tanta prisa moviendo su cola como siempre lo hacen. Las personas corren con una viveza que antes no tenían, como perros: siempre entusiastas caminando a ningún punto de la ciudad.

Falta un día para mi cita. Temo que vaya a resultar un desastre. El agua de arriba no para de caer. ¿Qué le voy a decir sobre mis cosas importantes a la chica? ¿Y sobre mis desplazamientos? Tampoco quiero que la lluvia se lleve toda nuestra atención y miremos la tierra mojada durante horas intentando recordar su olor.

Hoy es el día. Me pongo las botas de plástico. El impermeable. Enciendo el celular; mi corazón late. Me pongo las gafas inteligentes que me guiaran hasta el parque de reforestación. El árbol rítmico suena otra vez; mi corazón late. Atravieso la ciudad. El árbol virtual baila; mi corazón late. Las gafas no dejan de darme las instrucciones de mi destino.

Sé que puedo lograrlo. Estimular mi cerebro al recuerdo con la ayuda de un ambiente natural. Con imágenes, que es lo único que nos queda.

Llego por fin al punto de encuentro. Es el lugar del que todo el mundo habla. El pulmón naciente de la ciudad. El umbral que nos devolverá de donde venimos todos. Se siente mucho más frío y es más sombrío que el que se ve en la postal que te presentan en la aplicación de citas. Es un bosque improvisado. Nuestro último barco. Un signo. Una bandera blanca de rendición contra el minúsculo bicho que se apoderó del aire, de nuestro olfato, de nuestro gusto y de nuestros recuerdos.

Ella estaba ahí, en la taquilla. La reconocí por su extraña gabardina escurrida de una de las fotografías que tiene en la aplicación. Apreté el paso, solo dije: hola soy tu cita de la App.

Leí las instrucciones a la entrada del parque. Esto era más ridículo de lo que yo pensé. Personas de veinte a cuarenta años a la entrada de una especie de parque de diversiones intentando tener un vínculo duradero con alguien.  Teníamos que enseñar el código que nos habían mandado cuando la aplicación hizo match. Después, ellos nos mostraban una imagen de cuadritos que se generó por las preguntas que nos hicimos, según ellos, única. Como si no supiera que las preguntas que se hace la gente en la App son una repetición infinita entre una cita y otra; un bucle infinito de lo mismo.

La imagen de cuadritos, que según se generó por nuestra particularidad de preguntas, la teníamos que escanear con la aplicación de IQ-R que lee dibujos así. Y entonces ellos nos explicaban que había cien tipos diferentes de árboles para plantar y que la aplicación marcaba el tipo de árbol a plantar y la ubicación precisa para hacerlo en las más de doscientas hectáreas de tierra para hacerlo. El árbol que nos tocó era un roble. El mapa de la ubicación para plantarlo se mostró en mi celular. Todo estaba fríamente calculado. Las instrucciones te las daba un árbol bailador de la aplicación. Hasta tenía una voz y podrías preguntarle lo que fuera. A partir de ahora, el árbol virtual, se convertiría en una especie de consejero y te recordaría los días de riego. Los días de terapia de estímulos para llamar al recuerdo en el parque. Hasta le podrías preguntar qué cosas le gustaban a tu cita y de qué humor estaría la siguiente semana, en dos meses o el próximo año. El algoritmo en forma de árbol bailador lo predecía todo.

Toqué el árbol real que nos dieron a la entrada del parque para plantarlo. Ella también lo hizo. Pero no sentimos nada. Nos metimos al gran lodazal. Las botas se enterraban en la tierra mojada. El frío se hizo mucho más intenso y oscuro. ¿Sería que esta locura, fuera alguna vez un bosque de verdad? ¿Con la oscuridad maestra que la naturaleza provee a las cosas? ¿Y no esta farsa digital que todo lo hace simplemente pixelado? Era una locura imaginar que algo que ha nacido bajo el manto del algoritmo llegará a tener la profundidad de una relación espontánea como en el pasado.

Las palabras salían con dificultad. El frío servía como muletilla perfecta en el lenguaje para hacer comentarios sobre el clima.  El terreno tenía forma de pendiente. La gente caminaba con la mirada puesta en la pantalla del celular de una manera insistente: dando vuelta por aquí, por allá, regresando al lugar donde partían, volviendo a retomar camino, regresando de nuevo, todos buscando algo. Solos, mirando sus árboles plantados. Desesperados por escucharlos hablar. Verlos a todos juntos te hacía pensar que formabas parte de una danza agónica. Las gabardinas de plástico fosforescentes flotaban entre los árboles. La luz de las pantallas de los celulares también. Los únicos que no flotaban en ese lugar eran los humanos; las luces de las pantallas eran demasiado.

El parque está dividido por coordenadas y meridianos. Hay rayos láser verdes que atraviesan el parque indicándote en qué coordenada y meridiano estás. Unos regaban los árboles, otros les rezaban y otros los maldecían. La mayoría los miraban en silencio. Había columpios improvisados con cuerdas y llantas viejas que oscilaban de una manera fantasmal, sin nadie que los ocupara, y sin embargo flotaban al vaivén del viento. Casi siempre estos columpios eran contemplados también con el más ceremonioso silencio por parte de los caminantes.

La plática se desbocó en los temas más obvios: la situación de nuestros pulmones. Tener un pulmón sano se había vuelto un lujo que no todos se podían dar. La chica había pasado siete veces por urgencias a lo largo de su vida. Cuando se enteró que yo solo había pasado cinco veces, la sonrisa se le dibujó en los ojos. Era un hombre con unos pulmones medianamente sanos que tenía a lo mucho quince años más de vida. Eso era suficiente para ser un buen prospecto en estos tiempos.

Plantamos el árbol. Insertamos el chip orgánico de regalo dentro del tronco. El chip tenía forma de corazón. El chip nos indicaría la salud del árbol, su ubicación exacta y su estado emocional. Era mi primer árbol plantado a través de la App. Pero sabía de gente que llevaba cerca de cien árboles plantados. Nos fuimos al hotel una vez que lo regamos.

Su nombre es Aria. Llevaba veintiún árboles plantados. Cuando le dije que era mi primer árbol, me dio la calificación más alta en la App en ese mismo momento, antes de siquiera haber terminado la cita. Se rio maliciosamente. Durante la estancia en el hotel solo pasaron tres aviones. Ella se bañaba de una manera muy chistosa. Todo lo hacía al revés. Empezaba por tallarse el cuerpo y después la cabeza. Ocupaba más veces el respirador a la hora de hacer el amor que yo. A ella le excitó que yo solo lo usara una vez.

Únicamente he estado tres veces en un hotel con las mujeres. Los hoteles nunca son lo que las películas prometen que sean. Aria camina por el cuarto fatigada y con el sudor en el cabello, toma su respirador y destapa las cervezas que hemos traído. Las preguntas acerca de la salud de mis pulmones comienzan de nuevo.

Se pone el respirador de nuevo al montarse en mi miembro. Ella ríe muy poco, se cansa, se agita. Su pulmón resiste. Se viene. Sus gemidos son de dolor, como todas. Le paso la mano por su espalda, la dejo sobre su pulmón. Pasa el segundo avión. Saco tres aceitunas que guardé en el impermeable de plástico fosforescente y muy suavemente coloco una adentro de su vagina. Ella duerme. Intento recordar el sabor de las aceitunas. Comienzo a masturbarme. Hago un esfuerzo vehemente por recordar el olor de una vagina. Imagino el olor impregnado de esa sacra aceituna entre sus piernas. Me resigno, voy a dormir junto a ella. Pasa el tercer avión. Y pienso: casi lo logro, casi logro desplazarme.

Al llegar a mi casa recibo el mensaje que ya esperaba de ella:

—¿Lo lograste? ¿Pudiste regresar en algún momento? ¿Aunque fuera por segundos?

—No y tú

—Tampoco.

Hago otra cita y otra y otra y otra y otra…

Un día el árbol que corresponde al perfil de Aria y mío saca una alerta muy graciosa donde se mira deshidratado y seco. Decido ir a regarlo sin avisarle a Aria. Al llegar de nuevo a casa, el árbol bailador del perfil de Aria me indica que Aria ha subido un gif a nuestro perfil. Es la aceituna de nuestra primera cita, le ha dibujado unos ojos llorosos y una boca con una pluma. La aceituna sostiene una sombrilla diminuta mientras caen gotas gigantes en su paraguas pequeñísimo. La aceituna no se ve nada bien.

La invito a cenar a mi casa, le cuento cómo me ha ido con las chicas de la aplicación y ella me cuenta de sus citas también. Le cuento que he descubierto ideas para el regreso, pero que puede escucharse como una locura. ¿Cuál es el sabor que más extrañas? El licuado de plátano con avena y vainilla. Contesta. Te espero a las ocho, trae tus fotografías de la App.

Conseguir comida del viejo orden costó una fortuna, pero finalmente pude conseguir los ingredientes para hacer una pizza de aceitunas y licuado de plátano con vainilla. La leche que conseguí era en polvo, pero era lo más parecido a las malteadas de antaño.

Puse velas, ventiladores que regaban agua con sal de mar y apagué las luces. Cuando llegó Aria, rio como nunca la había visto reír. Me dijo ridículo, me dio un beso. La senté en una silla con los ojos vendados. Puse la mesa y la comida real, y solo le dije: vamos a actuar como si no estuviéramos aquí. Actuemos como si nos amáramos, como si la comida supiera exquisita y el olor y la brisa del mar nos deleitaran. ¿Vale? Le quité la venda de los ojos y sus ojos se aguaron al ver su malteada de plátano con avena y pizzas a la antigua. Encendí las velas que iluminaban un póster con la imagen del mar y le pedí sus fotografías digitales para proyectarlas encima del póster; las acomodé de manera que se intercalaran con las mías, cuando comía pizza a los diez años, con la tierra desinflada.

Cenamos de maravilla. A cada bocado que dábamos a la comida decíamos: ¡Pero qué maravilla de aceitunas, están exquisitas! ¡Wow! ¿El queso es de importación? ¡Qué buen gusto tienes, me encanta el olor del mar! Es la mejor malteada de plátano que he probado, gracias Elías. Te amo.

Después de cenar, no quisimos separarnos de la brisa del mar.  Desarmé el comedor para poner en su lugar mi colchón.  Le di un regalo a Aria, era un globo terráqueo nuevo para su coche. Lo infló, juntó todas las velas de la casa y las prendió a su alrededor. Las fotografías de nuestros recuerdos alumbraban la tierra. Escuchamos el primer avión caer. Nos quedamos dormidos mirando la tierra iluminada.





Sobre el autor: Eduardo se hace llamar Valentín Arcadio, estudió la licenciatura en Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Da talleres de literatura para el gobierno de la ciudad. Ha publicado en varias revistas en línea e impresas. Actualmente trabaja en una casa medicina asistiendo en ceremonias de plantas enteógenas. Le gusta ver vídeos de ballenas en YouTube.

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Letrinas: Kika



KIKA

Samanta Galán Villa


No estás muerto, Javier. Sólo duermes. Sé que habrá muchas preguntas que buscarán con urgencia una respuesta. Qué haces tirado, con la cabeza en medio de las tetas de Kika. Por qué hay sangre en el suelo, en tus pesuñas y en tu hocico. Te agobiarás y estará bien. Tienes derecho. Nosotros lo tuvimos alguna vez.

Yo lo sé todo, lo vi todo y podré contarte cómo es la vida en el corral de Kika. Cada mañana se arregla el cabello, lo acomoda sobre uno de los hombros y lo trenza. La bata transparente nos deja ver lo que nos dejó así, ya te darás cuenta. Limpia las bateas y sirve de comer a cada uno lo que nos gusta. A Marcos, El Pinto, maíz hervido. A Lucas frijoles negros, a Pedro la tortilla remojada en agua con sal y a mí la cáscara negra de los plátanos podridos. Saben bien, es más su mala fama. Ya te acostumbrarás a los nuevos sabores, a los aromas que se descubren a ras de tierra.

Kika nos acaricia el lomo y nos dice que somos buenos muchachos. Los puercos son animales encantadores una vez que se les conoce. No golpean, no insultan ni tampoco dejan a una agonizando de amor, dice. Acerca sus labios a nuestro hocico y nos besa. Al menos nos recuerda lo que se siente tocar el cuerpo de una mujer.

Entra a su casa, el día no dura y apenas tiene tiempo de comer algo, de ver por la ventana que los cerros cada vez están más secos. De quemar varas de copal para que su casa no huela a lodo y a mierda.

Se pone el mismo vestido rojo, el que le deja ver la parte baja de las nalgas. Se pinta los labios del mismo color y con el dedo se difumina el colorete. Ya no lleva el pelo trenzado. Lo deja caer, largo, sobre su espalda. Nos dice adiós mis niños, no tardo, pórtense bien. Ahí les encargo el cuchitril, cuídenlo como si fueran perros de ataque.

La veo ir, procurando no pisar una piedra con los tacones, cantando una canción que sólo ella se sabe y diciendo el nombre de Javier. El tuyo. Todos nosotros fuimos alguna vez Javier, porque es el único nombre que sus labios aprendieron de memoria. Desde siempre fuiste su adoración. Te pensaba en el momento en el que me invitó una cerveza y cuando me metió la mano en medio de las piernas. Sé que veía tu cara en la mía cuando me dijo que la acompañara a su casa porque la íbamos a pasar muy bien.

Eran ya las dos de la madrugada cuando te vi llegar con ella, poniéndole los brazos sobre el hombro, cantando cómo quitarle el brillo a las estrellas. Cómo impedir que corra el ancho río. Cómo negar que sufre el pecho mío. Cómo borrar de mi alma esta pasión.

Ella sosteniéndote con su cuerpo delgado y amplio, como si desde siempre hubiera estado listo para recibirte.

Entraron a la casa y yo me asomé por la puerta. Kika tenía una mirada que no le vi antes. Ni conmigo ni con los otros. Entonces supe que tú eras el verdadero Javier. Me metí debajo de la mesa y levanté más las orejas. Intenté no mover mi cuerpo redondo y pesado para que el ruido no los interrumpiera.

Los escuché besarse. Vi cómo Kika se desabrochó el vestido y aventó los tacones debajo de la cama. Te le fuiste encima como un animal. Le apretaste las tetas con fuerza, le besaste el cuello, las piernas y los ojos. La penetraste de espaldas y te aferraste a su pelo como a un lazo en el precipicio. Kika gemía y gritaba Javier, Javier.

Terminaste. Terminaron. Dejaste caer tu cuerpo sobre su espalda, rendido. Jadeos y luego silencio. El sudor en las piernas de Kika brillaba con la luz del foco y luego vi ese mismo resplandor en tu cara. Llorabas y cantaste cómo negar que sufre el pecho mío. Cómo borrar de mi alma esta pasión.

Pronunciaste el nombre de Laura. Laura por qué me dejaste si siempre te quise tanto. Laura, regresa. Laura, por favor, vuelve. Y la cara de Kika, qué cara. Vi cómo le aparecieron nuevas arrugas en la frente. Cómo los ojos se le inyectaron de sangre. Te preguntó quién era esa y respondiste mi mujer. Siempre será mi mujer.

Entonces se te fue a los golpes. Te arañó la cara, y te mordió los labios hasta que las manchas rojas se regaron en tu camisa. Maldito mil veces, repitió Kika hasta que ya no pudo contener las lágrimas. Levantó las manos hacia arriba y supe exactamente lo que vendría después.

Tú llorando, hincado en el piso, pidiendo perdón sin saber por qué. Me diste pena, Javier. Vi en tu cara la suerte de los diez puercos del corral y quise hacer algo por ti, como si lo hiciera por nosotros.

Corrí lo más rápido que me dieron las pesuñas y te mordí el chamorro. Gritaste de dolor y me diste una patada en el hocico. Aguanté lo que pude. Te jalé la carne y la piel que apretaba entre los dientes para que te levantaras y caminaras hasta la puerta. Pero no me entendiste, Javier. Es difícil entender a un puerco.

Kika sí podía entenderme y me dio de golpes en el lomo con la palma de la mano. Quise salvarte de nuestro destino, de tu suerte. Di vueltas a tu al rededor, pero no parabas de llorar, Javier. Estabas muy tomado, muy dolido.

Con un pedazo de su cabello, Kika me amarró a la cama. Y ya no pude detenerla, ni tú, ni nadie. Levantó los manos al techo y dijo Ñikjané jané tató laré. Ñikjané tató laré… y con cada palabra te fuiste deformando. Se te cayó el pelo de la cabeza y de las manos, parecías una rata recién nacida. El hocico se te fue haciendo grande, se abrieron las fosas de tu nariz. Las orejas crecieron hasta volverse del tamaño de las mías. Te encogiste y te hiciste redondo y rosa, como yo.

Dejaste de moverte y Kika gritó por qué un millón de veces. Lloró hasta quedarse dormida, contigo abrazado entre sus tetas.

Todo esto lo sabrás, Javier, cuando te lo cuente, cuando haya salido el sol y te cale en la cara. Cuando arrugues la nariz y huelas el pelo negro de Kika.

Es el momento. Tus ojos se abren.




Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida.

Letrinas: Primavera en Tanzania



Primavera en Tanzania
Isaac Gasca Mata

Llegué a Tanzania a bordo de un avión procedente de Roma. Aunque parezca mentira, en pleno siglo XXI solo hay una conexión directa entre aerolíneas latinoamericanas con aeropuertos africanos, y ese vuelo obviamente tiene un costo muy elevado. El colonialismo sigue vigente: Europa continúa considerándose el centro del mundo. O eso es lo que los viajeros notamos en cualquier aeropuerto del orbe. De Latinoamérica a África se debe hacer una o dos escalas en suelo europeo, no importa que eso represente un rodeo inútil o un retraso de horas. El poder económico exige que así sea, quizá con la intención de remarcar su influencia. Que los pasajeros duerman en el piso de las terminales les tiene sin cuidado. El poder se ejerce o se pierde. Por lo tanto, el viaje es largo, difícil, por momentos se torna insoportable. No obstante, para llegar al parque nacional del Serengueti aterrizar en el aeropuerto del Kilimanjaro es apenas el primer paso de los muchos que se tienen que dar.

Al bajar del avión un mozo se acercó para ayudarme con el equipaje.

Sir, I was waiting for you –expresó con una sonrisa deslumbrante.

El calor continental arreciaba. Descendí de la aeronave en medio de una tórrida primavera que me abrasó con sus 45°C. En suelo africano el ambiente está sobrecargado con una bruma de vapores y sudores tanto vegetales como humanos. Además, los moscardones insistían en atormentarme la piel con sus molestos aguijones. Son un fastidio. Sin perder un segundo indiqué a mi ayudante que nos fuéramos cuanto antes a cualquier lugar climatizado artificialmente.

Cinco minutos después abordé un autobús sin techo, pintado con franjas blancas y negras, como las cebras. Era un autobús viejo pero funcional donde nos acomodamos treinta turistas con nuestras respectivas maletas. El grupo estaba conformado en su mayoría por europeos, aunque también viajaba un matrimonio chino y un deportista chileno. Agotaríamos cinco horas de viaje antes de llegar a la reserva natural del Serengueti. En el último asiento identifiqué a una hermosa joven de ojos claros que me sonrió con simpatía. Me acomodé a su lado.

Buenos días -la saludé al tiempo que limpiaba mi sudor-, es una lástima que el autobús no tenga refrigeración. ¡Nos estamos sofocando!

La joven murmuró una respuesta ambigua e inmediatamente después vació de un trago su botella de agua.

Mi chiamo Luciana.

Empezamos una charla insustancial acerca de todo; las palabras típicas que comparten dos desconocidos en su presentación durante un safari africano. Ya saben: el animal favorito, la tierra roja, el lugar de origen. Mientras Luciana y yo comentábamos lo que nos parecía indispensable para abrir el camino que nos conduciría a beber una copa en el hotel, la sabana africana se extendía por todos lados, inundando de colores brillantes el horizonte. Un espectáculo hermoso, cautivador, que predispuso a mi compañera a la nostalgia.

Como buen lector de novelas de viaje donde los autores relatan no pocas veces que los grandes animales se encuentran en el corazón de África, me sorprendió observar a ambos lados del camino manadas de cebras pastando en compañía de ñus, una familia de elefantes levantando polvo con sus patas gruesas y tres o cuatro jirafas que no perdían detalle de nuestro autobús mientras masticaban las ramas de un árbol de acacia.

–Esto solo es la carretera. Lo mejor lo verán mañana -señaló el guía-Me llamo Makonnen Doudou. ¿Saben lo que significa Serengueti?

–No.

Es una palabra de origen masái que quiere decir “lugar donde la tierra no termina nunca”, es una planicie infinita. Pero para disfrutarla aguardaremos hasta mañana. Ahora nos dirigimos al hotel de su reservación. Allá los espera una opípara comida para que repongan fuerzas. También hay duchas y bungalows para descansar de las penurias del viaje. A media noche el hotel les ofrecerá una cena para que convivan y se conozcan. ¡Bienvenidos al corazón de África!

Yo ansiaba admirar a los animales en ese mismo momento, pero comprendí que mi deseo era una imprudencia.

Las luces rojas del atardecer dibujaban sombras fantásticas en el horizonte, como danzas elaboradas por espíritus camuflados en el paisaje. A lo lejos el rugido de un león agregó un elemento auditivo al magnifico momento. África es mágica, increíble.

Apenas teníamos tiempo suficiente para llegar al hotel. La noche es peligrosa en la sabana. No solo por la cacería impredecible de los carnívoros; sino por las bandas de cazadores furtivos que no se tocan el corazón para matar. “Ellos no dejan testigos”, leí en una pancarta del aeropuerto.

Espero que lleguemos pronto pronunció Luciana, visiblemente cansada.

Una hiena emitió una carcajada desde la oscuridad. 

  II

El Hotel Löwe era un pequeño paraíso climatizado en medio de la ardiente sabana. Contaba con todas las comodidades de los cinco estrellas, pero no pertenecía a ninguna cadena. Un matrimonio alemán era dueño del espacio y de varios cientos de hectáreas a su alrededor. El albergue tenía dos jardines, una alberca, una sala de coctel, despachos, y bungalows suficientes para las treinta personas que pasaríamos ahí una íntima velada. 

La noche transcurrió tal como lo esperaba. Luciana y yo, luego de bañarnos y reposar dos horas en nuestros respectivos bungalows, nos encontramos en el lobby. Nos sirvieron champaña y una orquesta en vivo deleitó nuestro oído con el vals Moonlinght serenade, de Glenn Miller. La luz era tenue, el licor suave, la mujer hermosa y la noche inmejorable. Deslicé mis manos por la cintura de la italiana. Era un momento perfecto, un instante para recordar toda la vida…

–¿Bailamos?

La luna lucía enorme, como el ojo amarillo de un gigantesco felino.

Nos besamos al ritmo de la cadencia de esa magnífica melodía. Y luego bailamos otras tres, lentamente, predisponiéndonos al placer.

–Vamos a mi bungalow para estar más cómodos -sugirió la romana-. Mañana veremos leones, guepardos, antílopes, pero esta noche será solo para nosotros...

III

–Sugiero que vistan ropa clara, muy ligera, de telas livianas. El calor a medio día es sofocante advirtió Makonnen Doudou, nuestro guía.

Abandonamos el hotel antes del amanecer.

–Lamento no tener la tez negra -susurré a Luciana-, la melanina característica de la piel africana tolera mucho mejor los rayos del sol.

Nuestro autobús salió con rumbo al norte. Los obturadores de las cámaras fotográficas no cesaban de disparar. Capturamos la imagen de un leopardo refrescándose en las ramas de un árbol. También vimos una familia de jabalíes, y dos guepardos devorando una pequeña gacela muerta. Nos perdimos la persecución, llegamos tarde por escasos minutos. Sin embargo, ver a esos felinos comer fue motivo de sorpresa y estupefacción. Más adelante observamos los grupos migratorios de cebras y ñus pastando a pesar de la amenaza de una jauría de hienas que aguardaban el momento de atacar. Antes de las dos de la tarde contemplamos muchos de los animales prototípicos de África. A excepción de rinocerontes y elefantes, pues tales especies no se veían por ninguna parte.

No se preocupen, amigos. Mañana será otro día. A primera hora los llevaré a donde cazan los leones, visitaremos la ribera del río Mara, donde con suerte verán a los cocodrilos devorar una presa. A los hipopótamos los admiraremos de lejos pues son peligrosos asesinos de gente. ¿Sabían que es el animal que mata más personas en todo el mundo? Son extremadamente ágiles, aunque sus figuras gordas indiquen lo contrario. No se confíen. Son territoriales, les disgusta que invadan sus dominios. En fin, mañana presenciaremos todo eso… por el momento deléitense con la inmensidad de la planicie sin fin. Pueden bajar del vehículo y caminar, pero recuerden no alejarse demasiado del autobús. Tienen una hora para comer sus alimentos. Después regresaremos al hotel para evitar que la noche nos atrape en el trayecto. Es una medida preventiva. En estas tierras debemos ser prudentes y velar por la seguridad de nuestros huéspedes.

IV

Encontramos a los cazadores furtivos a dos kilómetros del hotel, en un sendero apartado del camino principal, de muy difícil acceso pero que era paso obligado para nuestro autobús. Ellos eran cinco. Casi todos menores de quince años, a excepción del jefe quien a juzgar por la fisonomía de su cara rondaba los veinte. El grupo de individuos conformaba una estampa grotesca pues a su lado se observaban cuatro colmillos recién cercenados. Dos cadáveres de elefantes, inmensos e imponentes a pesar de la muerte, yacían descuartizados

Los cazadores subieron los colmillos a su jeep, evidentemente urgidos por escapar. Nosotros aguantamos la respiración. “Ellos no dejan testigos”, recordé la pancarta. Luciana apretó mi brazo con fuerza. Mientras todo ocurría, noté que los elefantes tenían los ojos destrozados, como si los hubieran picado con lanzas hasta molerlos dentro de las cuencas. Una visión aterradora que manchará con sangre mis pesadillas, la recordaré toda la vida.

–Guarden silencio. No intenten nada -pronuncia Makonnen asustado-. Conductor, retroceda. Ellos pretenden irse, haga espacio. Es imperativa la retirada.

Los africanos nos observan con sus grandes ojos amarillos. Dirigen hacia nosotros temibles miradas. Portan escopetas que no dudarán en utilizar si les damos una excusa para apretar el gatillo. Luciana coge mi mano, yo me aferro a la suya con tanto miedo que no me percato de la orina que escurre por mis piernas. “Staremo bene, vedrai”. Mis palabras no me convencen, pero ojalá a ella sirvan de consuelo. Los cazadores parecen dispuestos a retirarse. Pero una francesa les regala el motivo para desbordar su odio. ¡La mujer fotografía a la partida de cazadores en una selfie que nos costará la vida! El flash de la cámara impacta los ojos amarillos con la misma intensidad que un disparo. Ellos simplemente repelen lo que consideran un ataque…

Los balazos perforan la carcasa del autobús como una lluvia de fuego. Afuera un león ruge: es África demostrando su milenario poder contra seres que no nacieron aquí.


***


Mi nombre es Idrisa Doudou. Soy originario de Kenia. Escapé de mi villa por la enfermedad que atormenta a mi pueblo. La peor plaga, la más cruel y contagiosa: el hambre. Los medios occidentales divulgan que en África hay enfermedades mortíferas incluso en el aire. El SIDA, el ébola, la fiebre de Lassa y el cólera, entre otras, aquejan a la población continental desde hace muchos siglos, dicen. Pero estas plagas no tienen comparación con la peor de todas: el hambre, un falaz regalo de los hombres blancos.

Antes de que llegaran nosotros teníamos una economía, un comercio, una forma de intercambiar bienes y servicios que durante milenios benefició a nuestras comunidades. Prueba de ello son los vestigios culturales que quedan, lo que los colonialistas europeos nos dejaron luego de explotar el continente: las tribus de los Masái y los Zulú son ejemplos de que la antigua organización funcionaba. Pero llegaron los blancos y a sangre y fuego devastaron en apenas un siglo lo que nos costará milenios reponer.

Vinieron con sus armas de fuego, con sus enfermedades venéreas y su insaciable afán de arrebatar nuestras riquezas. Ellos explotaron las minas de oro, de carbón y de diamantes. Explotaron nuestros campos y fundaron plantaciones, granjas, ranchos donde criaron su ganado sin importarles que el nuestro muriera degollado por sus perros. También se llevaron leones, guepardos y hienas para abarrotar sus circos, sus zoológicos, sus museos. A los elefantes y rinos les arrancaron el marfil para completar su saqueo. África para ellos fue un continente abundante de todo. La maldad de los colonialistas no conoció límites y como sus armas aseguraban impunidad a sus actos de barbarie, empezaron a secuestrar a nuestras mujeres, a nuestros hijos, a nosotros, los guerreros, nos vendieron como esclavos para hacerse servir por nuestros descendientes “por los siglos de los siglos”, como acostumbran repetir.

Nuestra piel negra, hermosa y útil, pues repele la luz del sol, fue convertida en un estigma, un símbolo de maldad. Para ellos “lo negro” era “lo malo”. En su discurso nuestro continente era malo. Ellos eran los “civilizados”, los que traían las “buenas costumbres”, la “legítima religión”, “el estereotipo de belleza” y nos obligaron a aprender su doctrina mediante la violencia. A cambio de eso nos dejaron miseria, hambre, desigualdad y un horizonte de expectativas que nos esclavizó a sus vicios.  

Los blancos fundaron ciudades en el corazón de sus centros de explotación. Nairobi es ejemplo de ello. Construyeron líneas de ferrocarril para que su brazo rapaz se extendiera a través de los valles y montañas. Su ambición no conoce fin. No obstante, una vez que nos dejaron muertos de hambre, cristianamente nos endilgaron armas de fuego para enseñarnos el fratricidio. Además, nos golpean una y otra vez con su yugo monetario. A pesar de todo lo anterior tienen el descaro de declarar que África es un continente enfermo, retrasado, poco civilizado. Lo que ocurre es que los europeos se llevaron el oro y nos dejaron su mierda.

Soy cazador furtivo. Me dedico a asesinar animales, elefantes en su mayoría, para alimentar a mi pueblo. Me duele hacerlo. Me arrepiento antes de consumar la cacería. Pero ¿qué puedo hacer para evitarlo? No hay opción. Nunca la hubo. Es la muerte de los animales o la de mis hijos por inanición.

Los contrabandistas blancos nos pagan una miseria por los colmillos. Ellos incrementan las ganancias vendiéndolos en Europa por cantidades exorbitantes de dinero. Ese es el ciclo de su hipocresía, de su doble moral. Así inicia. Para el mundo “civilizado” los tipos como yo somos monstruos desalmados que asesinan elefantes indefensos. En parte tienen razón, ningún animal debiera morir para convertirse en ornato de un estúpido. Pero lo que resulta fastidioso es que esos mismos individuos se maravillan con el material, lo compran, lo admiran, lo consideran un elemento decorativo que da estatus, lujo, dignidad. Ellos solo ven el colmillo trabajado en forma de un tablero de ajedrez, un bastón, o una irónica figurilla de elefante. Nosotros, “los negros”, “los malos”, vemos la agonía del animal que se retuerce y gime mientras deja de existir. Es horrible, triste, desolador. Pero no hay opción. Solo aquellos que se han visto obligados a tragar gusanos directamente de la tierra o tragar mierda de mono seca para no morir de hambre sabrán que no hay opción, que esos hijos de puta nos la quitaron cuando se llevaron todo. A pesar de eso sus hijos rubios tienen el cinismo de declarar que “les robaron su infancia”. ¡Ja ja ja!

II

Un trato compasivo para los elefantes es matarlos con disparos que penetren sus ojos. Esos animales poseen cráneos muy duros, huesos muy fuertes, impenetrables en ciertas zonas, que muchas veces retrasan su muerte provocándoles una larga y dolorosa agonía. He sido testigo de cómo cazadores inexpertos fallan el tiro y obligan al paquidermo a sufrir por horas con el cerebro medio molido pero funcional. Otros, acostumbrados a la crueldad, cometen infamias adrede contra los indefensos mamíferos: les disparan en la barriga o en la boca, a sabiendas que así no los matarán, que esos no son puntos vitales. Solo se quieren divertir, tomar revancha contra el mundo que los hizo así. Pero yo no. Y los cazadores que están a mi cargo lo hacen tal como les indico. Son chicos de catorce y quince años, motivados por sus hambrientas familias a llevar cuanto antes algo de dinero para subsistir sin importar el riesgo que implica ser cazador furtivo.

Mi modo de operar es sencillo: abordamos un jeep para perseguir a esos majestuosos animales, cerciorándonos de no dejar huella de los neumáticos para evitar a los guardabosques. En Tanzania está penado con la muerte realizar lo que nosotros consumamos cada dos meses. Una vez que encontramos a los elefantes idóneos, siempre son dos o tres, nos dedicamos a esperar el momento propicio con nuestros binoculares bien puestos. A una distancia considerable, pues el elefante es una bestia muy grande y fuerte, provocamos al animal para que nos mire de frente. Por lo general el paquidermo intenta embestirnos pero nosotros somos inteligentes y tenemos fina puntería. En el momento oportuno vaciamos nuestros rifles en los ojos de la bestia para hacer de su cerebro un puré sanguinolento. El animal exhala un último barrito de dolor antes de desvanecerse sobre un charco de su propia sangre, tan grande como un manantial. Entonces nos disponemos a abrir la piel de su rostro con afilados cuchillos y extraemos sin ninguna contemplación los colmillos: nuestro tesoro, la esperanza de nuestro pueblo. A veces cortamos algo de carne para comerla, pero otras veces no podemos pues la guardia forestal siempre anda tras nuestra pista y debemos huir lo más pronto posible.

Pido disculpas al animal después de asesinarlo. Con lágrimas en los ojos le destrozo la trompa con mi punta de acero. Deseo que no sufra tanto, que su muerte sea veloz. “Perdóname por lo que te hice”. Beso su frente.

¡Maldito ciclo del contrabando, de la hipocresía y la doble moral! No habría oferta si no hubiera demanda y no habría demanda si no existiera un mercado especializado en satisfacer “gustos exigentes”. Tampoco habría hambre en África ni elefantes muertos si nos dejaran trabajar las tierras que nos arrebataron y que no podemos aprovechar.    

III

A veces ocurren imprevistos, malas coincidencias. A veces encontramos grupos de turistas. Tratamos de evitarlos, pero predecir sus rutas está fuera de nuestras manos. Si guardaran silencio o pasaran de largo de buena gana los dejaríamos marcharse en paz. Pero la mayoría de veces no ocurre así. Horrorizados por los colmillos sangrantes que transportamos en el jeep, los turistas nos insultan, nos increpan, y, lo que es fatal para ellos, nos toman fotografías para denunciarnos ante las corruptas autoridades africanas quienes de atraparnos nos confiscarían el marfil para revenderlo en el mercado negro horas después de ultimarnos con un disparo en la sien. “Ellos no dejan testigos”, advierte la propaganda que difunde nuestros crímenes contra los elefantes. Pero las autoridades tampoco los dejan. Si atrapan a un cazador furtivo le disparan en la cabeza y abandonan su cuerpo para que se pudra al aire libre. Un festín para las hienas y los buitres.

Y aquí entra de nuevo la doble moral de los blancos, pues son ellos quienes obligan, bajo presión internacional, a las autoridades africanas a imputar este tipo de penas. Porque si un hombre de raza negra asesina a un elefante para que su familia no muera de hambre lo llaman “cazador”, “criminal”, “furtivo”. Pero si un rey ibérico u otro blanco con mucho dinero viene a África y mata uno o dos elefantes con el absurdo propósito de colgar su cabeza en una pared de trofeos lo denominan “caza deportiva”, “hobby de millonarios”. Este mundo es injusto. Los blancos interpretan las leyes a su conveniencia. Y nuestra única defensa contra esa inequidad es no dejar testigos, como advierte la pancarta. 

IV

No fue una masacre como la describen los medios occidentales. Al menos no de la magnitud de las hecatombes que provoca la hambruna en el centro de África. No murieron todos los turistas. Dejamos con vida a algunos. En primer lugar porque se agotaron las balas y en segundo porque nuestros cuchillos perdieron filo luego de utilizarlos para cortar la dura piel de los paquidermos.

Esta vez los turistas conformaban un grupo pequeño; solo un autobús. En otras ocasiones hemos tenido que cargarnos a tres vehículos para no comprometer nuestra identidad. Estoy seguro que no querían fotografiarnos, que no pretendían cometer esa tontería. Recuerdo que su autobús retrocedía para evitar el conflicto. Pero una rubia nos pidió una sonrisa mientras posaba para una selfie que mandó a todos al infierno… Contratacamos. Vaciamos sin piedad nuestras escopetas contra su autobús. Los gritos no se dejaron esperar. La sangre brotaba a torrentes de las heridas y las voces no paraban de sollozar. A lo lejos se escuchó el temible rugido de un león como un coro de aliento.

Es la diosa Asase Yaa que apoya nuestra hazaña. Esto es solo una prueba de lo que ellos han hecho con nosotros durante siglos de injusto sometimiento.

Así empezó la noche su recorrido por el cielo. Nuestros corazones de guerreros de la sabana latían al unísono como tambores de guerra dispuestos a la redención, los leones rugían, las hienas reían y mientras los turistas morían mi hermano Makonnen Doudou levantaba los hombros y simulaba preocuparse por lo que en realidad disfrutaba: el equilibrio de la balanza que se inclina una vez al sur por cada tres mil al norte. 



Isaac Gasca Mata (Puebla, 1990). Licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y pasante en la Maestría en Literatura Hispanoamericana de la misma casa de estudios. Ha presentado sus cuentos en diversos foros a nivel nacional como la FIL Guadalajara. Ganó algunos premios literarios en su ciudad natal y en Monterrey. Como investigador participó en foros internacionales entre los que destaca el “Coloquio estudiantil sobre identidades en América Latina”, celebrado en Ciudad de México y en Bogotá, Colombia. Algunos de sus textos aparecen en revistas como Círculo de Poesía, Armas y Letras, Oficio y Monolito. En 2016 realizó una estancia en Texas, Estados Unidos de América, para compartir estrategias educativas con docentes del área de lenguaje. En el 2018 participó en el “II Encuentro Latido Latino, región LATAM”, de la red global Teach For All, realizado en Lima, Perú. Es autor de los libros Yo, el maldito (BUAP, 2022), Guerra y Rabia (Vortoj, 2021), El libro de las personas invisibles (Ariadna, 2020), Tristes ratas solas en una ciudad amarga (UANL, 2019) e Ignacio Padilla; el discurso de los espejos (BUAP, 2016). Fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de Puebla, en el rubro poesía, año 2019. Laboró en escuelas públicas y privadas de Monterrey, Nuevo León, y Los Cabos, Baja California Sur.

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