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Letrinas: Fin de año



Fin de año

Samanta Galán Villa

Esa Navidad sería la primera en la que tendríamos la visita del tío Óscar, hermano menor de mi padre. Recuerdo haber escuchado historias fantásticas sobre él desde que era niño. Mi padre decía que el tío Óscar había descuartizado a toda una organización criminal y por eso estaba en la cárcel.  

Mi tía Malena, la mayor, aseguraba que el tío se perdió en los vicios, así de simple. Cuando uno es niño deja que la imaginación gane partida, y a mis ojos, el tío Óscar era algo así como un Sansón que podía aplastar la cabeza de cualquier buscapleitos que le echara bronca.

Crecí con esa idea y al fin, al tener dieciséis años, iba a ponerle rostro a ese nombre mítico.

Eran las ocho y media de la noche. Mi mamá hizo un lomo relleno con papas, ensalada de manzana y sacó un vino añejo de muy mala calidad para que comenzáramos la cena. La tía Malena llevó a mis primos, Daniela y Cheto. Los dos apáticos, haciendo caras de fuchi a la comida de mi mamá. Los típicos parientes creídos que uno tiene que soportar porque hay un lazo de por medio que no puede borrar nadie.

Hay que empezar a comer, dijo Cheto. Ya tengo hambre. Sí, sí, le secundó Daniela. El tío Óscar seguramente está de nuevo en la cárcel. A fin de cuentas, es un esquizofrénico.

Tuve ganas de levantarme de la silla y darles un puñetazo en la cara a los dos. Que la fuerza de mis nudillos les reventara las venas más pequeñas de la nariz y llenaran todo de sangre. La sangre que tanto aborrecía y que a fin de cuentas también corría por mis venas.

Hay que esperar un rato, dijo mi padre. Si a las nueve no llega, comenzamos. Todos aceptaron la idea en silencio. Mis primos sacaron sus teléfonos para tomarle foto al lomo, al vino que sabía a agua de calcetín y a ellos mismos.

Yo me pegué a la ventana esperando ver una sombra gigante abriéndose paso entre las casas, entre las pocas columnas de humo de un par de chimeneas en la colonia. Se me vino a la mente la figura voluminosa de un orco o un cíclope. De esas proporciones tenía que ser el tío Óscar.

Ya son las nueve cinco, dijo mi tía. No creo que venga. No vemos a Óscar desde hace veinte años. Ni siquiera sabemos si le interesa estar con nosotros. Claro que sí, respondió mi mamá. Imagínate estar tanto tiempo solo entre delincuentes. Cualquiera desearía sentir el amor de la familia y más en estas fechas.

Un trato es un trato, dijo mi padre. Hay que empezar. Cada quien ocupó su asiento, uno apretujado contra el otro. Yo era el único que sentía la ausencia del compañero. La silla de al lado era la de mi tío. Tenía más rabia que hambre. Quería que todos sintieran la misma emoción que yo, pero qué hacerle. Hay ausencias que al prolongarse tanto dejan de hacer falta.

Mientras partíamos el lomo sonó el timbre. Mi mamá fue a abrir la puerta, sobándose las manos. En el umbral estaba un hombre alto, sí. No musculoso, no era un orco ni un cíclope. Tenía la piel pegada a los huesos. El cabello crecido cubriéndole las orejas. Desde mi asiento podía ver el color miel en los ojos del desconocido que miraba todo alrededor como si se le hubiera perdido algo que trepaba por las paredes.

Gabardina negra, al menos tres tallas arriba de la suya. Pantalones manchados por la suela de los zapatos y en los brazos, como si fuera un regalo, la cabeza de un maniquí. Buenas, cómo están. Gracias por recibirme. Ella es Silvia, mi esposa.

Las miradas de mis familiares iban y venían de uno a otro, esperando a que alguien hiciera algún comentario. Yo no podía creer que ese fuera mi tío, el que desmanteló una organización criminal sin la ayuda de nadie. El que podía hacerle frente a cualquiera.

Mi mamá lo invitó a pasar y el tío ocupó el asiento que yo había reservado especialmente para él. Quería sentir la emoción de estar al lado de un presidiario.

 Pero mi tío era un guiñapo viviente. Movía la cabeza del maniquí de un lado a otro, provocando un chirrido metálico en el interior que daba escalofríos en los dientes.

Cómo estás, Óscar. Cuánto tiempo. Sírvete, qué rebanada quieres del lomo. Mi tío ignoraba las palabras de su hermano. Veía la casa y luego a Silvia, su mujer. La gabardina expulsaba un olor a humedad, el mismo que tiene la ropa que no se ha usado en años. La presencia de mi tío me intimidaba. Algo de energías, un halo de muerte que lo rodeaba y que no he vuelto a sentir en nadie.

Mi mamá le ofreció un plato bien servido del lomo, imaginando, tal vez, que el tío Óscar estuvo vagando por las calles desde que salió de prisión y había llegado esa noche de Navidad muerto de hambre, suplicando un bocado. Pero el tío apenas y vio la comida. Le ofreció caballerosamente una cucharada de la guarnición de papa al maniquí, que por lo demás, era uno de los rostros más bellos que he visto.

Ojos grandes y azules, pestañas postizas. La nariz respingada y los labios pequeños, melocotón. El cabello rubio le marcaba la barbilla. Mi tío veía la cabeza hipnotizado, perdiéndose en su belleza artificial.

¿Y cómo se conocieron? Preguntó Cheto. Mi prima comenzó a reírse y mi tía Malena igual. Mi mamá volteó la cara hacia otro lado y mi padre le dio un sorbo al vino que nadie quería probar. Mi tío apretó con el puño el tenedor en el que clavó un pedazo de carne.

¿Y piensan tener hijos?, agregó Daniela. Cheto se carcajeó, todos, de alguna manera se rieron por la estúpida pregunta. Todos menos mi tío que arrugaba el entrecejo. Con movimientos suaves y tranquilos, metió los dedos en la cabeza del maniquí y sacó un revólver.

La mano derecha de Óscar sostenía el arma que apuntó directo a la frente de Cheto. Ya nadie se reía. Las gotas de sudor en la frente de mi primo brillaban con las luces de colores del árbol de Navidad.

Cállate la puta boca.

Nunca vi un brazo tan firme como el de mi tío Óscar mientras apretaba el gatillo.



Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.

Letrinas: No es lo mismo



No es lo mismo

Aldo Rosales Velázquez


Un golpecito en la ventana me hace saltar. Subo el volumen, me acomodo los audífonos y cambio de canción, pero la ventana se cimbra y me doy cuenta de que Mauricio va a seguir aventando piedras hasta que me vea salir. Antes de asomarme a la ventana, miro hacia la sala para ver si mi mamá escuchó: está dormida frente a la tele, trae puesta su bata de baño y se ve pálida, como los muertos en las morgues de las películas. Mauricio nunca le ha caído bien, dice que es una mala influencia y que un día me traerá problemas. Yo no sé, a mí se me hace que exagera, pero eso es lo que hacen las mamás. Mientras me pongo los tenis, pienso que a lo mejor Mauricio quiere dinero. Saco de mi cartera dos billetes de a doscientos y los escondo debajo de mi almohada. Me pongo la mochila y salgo quedito, para no despertar a mamá. Además, tampoco es que pueda correr.  

Cuando bajo, Mauricio ya está parado junto a la puerta del edificio. Tiene las manos en las bolsas de la sudadera y mastica nervioso. Desde que lo noquearon en un sparring, empezó a masticar chicle a todas horas porque, según él, en una entrevista, Mayweather Jr. dijo que así vas fortaleciendo la quijada, pero no sé, yo no he escuchado nada así. Mi tío dice que eso se trae o no se trae. Eso sí, puedes trabajar más el cuello, y eso ayuda, pero no es que te cambie el aguante que ya traes. A los que nacieron con quijada, bien por ellos; los demás, a trabajar la guardia y que mejor no te toquen tanto. Siempre he pensado que se castiga de más: el que lo noqueó le llevaba, mínimo, diez kilos, además de que ya había hecho un par de peleas amateur. Le digo, pero no le importa: ya se le metió a la cabeza que tiene quijada floja y quiere remediarlo.   

―¿Qué vas a hacer al rato? ―me pregunta, pero se pone a caminar antes de que le conteste. Rengueando, trato de emparejármele: no me he curado bien del tobillo, que me torcí igual en un sparring. Le grito que me espere, pero sigue caminando.

Les da risa cuando lo cuento, pero todo fue por el charquito de sudor que dejó el señor con el que me tocó ese día. Me emocioné sembrándole los guantes en la careta, se me hizo como de película ver el sudor volando cuando le dejaba ir los golpes. Ya nada más traía las manos abajo y trataba de quitarse todo con cintura, pero no podía. Luego, casi para acabar el round, me empujó y fue cuando me resbalé. Lo que son las cosas: en una pelea profesional, me hubiera ganado por nocaut técnico. O sea que ese día es la única vez que no he ganado, si contamos aquella que empaté con Mauricio.  

―No sé, ¿acompañarte? ―trato de seguirle el paso, pero no puedo.

Avanzamos más de cinco calles sin decir nada. Voltea a cada rato para ver si sigo atrás de él, pero no dice nada y tampoco se saca las manos de la sudadera. Me empieza a dar desconfianza, no sé qué se traiga. 

―Ah, bueno, me vas a hacer esquina ―es lo primero que dice luego de muchas cuadras sin hablar.

Subimos un puente peatonal. Los carros allá abajo pasan a velocidad constante, con un ruido casi apacible, sin claxonazos. En media hora, cuando todos salgan del trabajo, la cosa va a ser distinta: una peregrinación de luces rojas, a vuelta de rueda, plagada de ruidos y calor. Como para volverse locos, si no es que ya lo están. Una ciudad así vuelve un desgraciado al más tranquilo, y a los que ya son unos desgraciados los hace unos hijos de perra. Cualquiera quisiera irse, la verdad. Yo también lo haría, si pudiera.  

Con cada calle que dejamos atrás, el dolor en el tobillo crece. Casi casi puedo imaginar la bolsa de gel frío reposando en el congelador. Mamá la usa para reducir las bolsas bajo los ojos, pero esos últimos días me la ha prestado. Se siente raro al principio, quema, pero después se adormece el músculo y viene el alivio. En unos años, cuando las arrugas y las bolsas en los ojos se le noten más, va a decir que fue por mi culpa, por esas dos semanas que me prestó su bolsa. La conozco, va a rematar diciendo que su juventud se la acabó Alfredo Almazán, padre, para luego pasarle la estafeta a Alfredo Almazán, hijo.

―¿Cuánto traes? ―me pregunta cuando nos detenemos frente a un semáforo.  

Ya se había tardado en mencionarlo, pero ahí está: quiere dinero, aunque no sé para qué. No es que me caiga de raro ni que me moleste: ya me acostumbré. Mi mamá dice que no sabe por qué le aguanto tantas cosas a ese “muchacho”. Lo dice como insulto y le sale bien. Sólo las mamás saben usar las palabras de tal forma que acaban pareciendo otra cosa. Yo no sé si son tantas, además no me pesa: aparte de lo que me da ella, mi papá a veces me manda dinero con mi tío, su hermano, el que nos entrena. Les ha de caer de raro a los del gimnasio, los que no me conocen, ver que mi tío me da dinero cuando acabamos de entrenar: parece que él me paga a mí. Bueno, ni a mí ni a Mauricio nos cobra: mi tío sí lo aprecia, o por lo menos no lo trata mal. Ya también él lo llama “muchacho”, pero con otro tono. Así nos dice. Órale, muchachos, no estén descansando entre series. No estén de pinches flojos. Trabajen con alguien más, nadie les va a robar a su amiguito.

Mauricio y yo tenemos exactamente la misma edad. A veces juntábamos las fiestas de cumpleaños, bueno, más bien mi mamá lo dejaba celebrar en mi casa, porque su mamá, sola desde quién sabe cuando, nunca pudo pagarle algo así. Mi pastel, mis familiares y mis amigos, pero la fiesta de los dos. Pero eso era cuando todavía me festejaban así, con una fiesta. Ahora sólo me dan dinero o a veces un regalo: el año pasado, mis guantes nuevos.

―Traigo como trescientos ―le digo, pero no es cierto. Trato de recordar cuánto hay en mi cartera, descontando los billetes que dejé―. ¿Por qué?

―Con eso ―contesta, pero no dice más.

Seguimos avanzando cuando el semáforo se pone en verde. Pueden ser dos cosas, me digo mientras caminamos y las calles se me hacen más y más desconocidas, pero no quiero imaginarme a fondo ninguna de las dos y mejor sigo tratando de emparejármele. Tampoco quiero saber qué trae en la bolsa de la sudadera. Estoy a punto de decirle que ya no puedo seguir caminando a ese ritmo, que me aguante, pero se echa a correr hasta la entrada de una casa de materiales de construcción. Voltea a todos lados y me hace señas con la mano para que me acerque rápido. Con todo y dolor, troto hasta donde está. Cuando lo veo sacar las manos de la sudadera, noto que las trae vendadas. Revisa su reloj y truena la boca decepcionado. Ese reloj era mío, me lo dieron en mi cumpleaños doce y se lo regalé cuando se le descompuso la luz. Hasta donde mamá sabe, lo perdí.

―Toma, detenme ―se quita la sudadera y el reloj―. Guárdalos en tu mochila.

Voltea constantemente al zaguán de la casa de materiales y se jala el cuello de la playera para secarse la boca y la nariz. Inhala profundamente y comienza a hacer círculos con las manos y los brazos. Se da tres golpecitos en la cara, con los dos puños, antes de persignarse. 

―No mames, ¿qué vas a hacer?

―No dejes que se meta nadie, pero si me está dando la vuelta, me lo quitas.

Ya no le pregunto nada. Ambos miramos hacia el zaguán, que apenas si se alcanza a ver, medio iluminado por un foco escondido en quién sabe qué parte del techo. El tobillo ya se me enfrió y siento la punzada. Mauricio escupe el chicle y comienza a abrir y cerrar la boca exageradamente, como si masticara el aire de la noche. Está nervioso, pero no tiene miedo. Una vez me dijo que con vendas y guantes no le da miedo intercambiar golpes. Cosa chistosa, pero a lo mejor es puro reflejo: cuando peleas en el ring es distinto, puede que te tires con todo contra el rival, ya sea entrenando o en una pelea, pero al final del día es legal. No hay coraje que aguante una buena pelea, y ya si lo aguanta es porque no es coraje, es odio. Hasta ahorita, creo que no he visto a nadie odiar. De verdad odiar. 

―Acuérdate, que no se meta nadie ―me repite y camina hacia el zaguán. 

Tres hombres vienen saliendo. Voltean sorprendidos cuando Mauricio grita algo que no pude entender. Uno de ellos, el más alto y corpulento, se gira a mirar a los otros y después se queda quieto, incrédulo, cuando se da cuenta de que es a él a quien llaman.

―Te dije ayer que iba a venir, ¿a poco creíste que era broma? ―le grita Mauricio antes de empujarlo― Levanta las manos, cabrón, porque te doy a dar en tu madre, pero legal, para que luego no estés diciendo. 

―Cálmense ―grita el hombre cuando me ve acercarme, entonces le reconozco la voz: la misma que escucho en la casa de Mauricio cuando paso por él para irnos a entrenar―. No se metan en problemas.

De los dos hombres que lo acompañaban, uno se va caminando discretamente en dirección opuesta y el tercero se acerca a Mauricio, pero se queda quieto al ver que me quito la mochila. Levanta las palmas y da unos pasos atrás, pero sin relajarse. El otro, por el que vinimos hasta acá, voltea a verme una vez más, yo encojo los hombros.

―Mejor déjalos solos ―le pido al otro hombre. Parece que por él está bien, retrocede.  

El primer golpe que tira Mauricio, un recto de derecha, hace un sonido hueco al impactarse contra la cara del hombre. Ni se dio cuenta cuando se lo tiraron. A veces es eso lo que te hace enojar: ese sonido. Luego pasa que no duele que te peguen, pero te enciende. Para eso sirve el primer golpe: para darte cuenta de que no te rompes si te tocan y de que puedes hacerle lo mismo. Que no es nada del otro mundo. Mauricio se espera a que el hombre se dé cuenta de lo que está pasando: la sangre que le baja de la nariz lo ayuda. Le contesta con la derecha, a lo pendejo. Mauricio se lo quita con un pasito al lado y le deja la izquierda en la cara. Suena a puro hueso. 

Los golpes que te meten en los brazos no cuentan en las tarjetas, no ganas una pelea pegándole a los puros guantes y a los antebrazos, pero también duelen, van durmiendo el músculo y te cansan, te acalambran, luego ya no puedes subir las manos por más que quieras y entonces sí, a tragar guante. Y si el que te está pegando es alguien que te lleva mínimo treinta kilos y veinte centímetros, más todavía. Por eso existen las categorías, porque el peso sí importa. A pesar de que no sabe meter las manos para nada, los golpes que le tira a Mauricio, cuando le llegan a dar, lastiman; se nota que le pueden. Es lo que tienen los que trabajan en construcciones o cargando: están correosos, aguantan mucho. Una vez, hace ya tiempo, casi cuando empezamos a entrenar, me tocó guantear con un albañil. Lo conecté hasta cansarme, literalmente, pero ni siquiera se dobló. Al otro día fue a entrenar como si nada, y eso que venía de trabajar. A mí las manos me quedaron doliendo.  

―Ya hay que separarlos, chavo ―me grita el otro hombre. No le contesto.

Mauricio tiene la ceja derecha abierta y la mitad de la cara llena de sangre, pero sigue conectando al hombre, que cada vez se mueve más lento y ahora respira por la boca. “Ya estuvo, en serio, cálmate”, grita de vez en cuando con la voz temblorosa, entre bocanadas espesas, pero Mauricio sigue brincando sobre puntas alrededor de él, escogiendo cada vez con mayor precisión sus golpes. Las luces de los carros iluminan la escena, que por lo demás apenas se deja raspar por la luz del foco de la entrada.  

Cuando es así, en la calle, casi nunca es un golpe lo que define, sino la falta de aire. Mauricio ya trae las manos abajo, está jugando y quiere humillarlo. Se quita con cintura una derecha malísima y luego luego veo cómo viene un ganchito de izquierda a la zona blanda. Y así es. Después de conectar, Mauricio desplaza hacia atrás la pierna derecha y queda a dos cuerpos de distancia: limpiecito el movimiento, como nos lo enseñó mi tío. El hombre cae de cara, tratando de jalar aire, pero el cuerpo en esos momentos no puede sacar ni meter nada: el puro infierno, una probadita de lo que se ha de sentir morirse ahogado. Mauricio se acerca a patearle la cara, le escupe un gargajo con sangre en la cabeza.

―¿Qué te dije? No es lo mismo con un hombre, ¿verdad, cabrón?

Logro quitarlo en el momento en que tiraba una segunda patada que sólo encontró el aire.

―Ni te aparezcas por allá otra vez ―le grita mientras yo lo sigo deteniendo―. Pinche puto.

 Alguien se asoma del zaguán y escuchamos una voz de mujer pedir a gritos que llamen a la policía. Nos echamos a correr; de los nervios, ni siquiera siento el dolor en el tobillo.  

―¿Cuánto traes? ―me pregunta Mauricio sin dejar de correr, pero no lo escucho; su voz se corta de nervios.

―No sé, cómo doscientos, igual más ―volteo para ver si nos siguen―. ¿Por qué?

Por fin nos frenamos, parece que nadie nos está siguiendo. Ahora sí siento el tobillo como piedra, caliente y abierto, pero ya no hay nada que hacer. Otras dos semanas de reposo, mínimo.

―Para ir a la Cruz Roja a que me cosan ―se quita las vendas mientras empieza a caminar de nuevo―, préstame.

―Sí ―le quiero decir algo más, pero no sé qué―, ya sabes que sí. No está tan grande el tajo, pero vamos.

Termina de quitarse las vendas y me las da para que las guarde en la mochila. Me pide que le regrese su reloj y se lo doy junto con la sudadera. La ceja le sigue sangrando. Nos quedamos callados el resto del camino. Quiero preguntarle algo, hacer que hable, pero no se me ocurre nada y mejor me quedo callado. Lo único que le pido es que se acerque para apoyarme en él. Así avanzamos, poco a poco, cada uno con su dolor.

Cuando llegamos a la Cruz Roja, hay dos personas antes que nosotros. Pago y me entregan el turno 9. Mauricio pasa al baño a lavarse la cara y las manos, luego regresa a sentarse junto a mí. La sala de espera huele a sangre seca, a orina cargada de pastillas, a sudor echado a perder. La recepcionista, una mujer gorda con cara de cansancio, mira una televisión pequeñita colocada sobre el escritorio, a un lado de la máquina de escribir. Está viendo la misma telenovela que mi mamá: me doy cuenta de que ya son más de las ocho y a lo mejor ya se dio cuenta de que no estoy. O a lo mejor no. Reviso mi teléfono: ni llamadas ni mensajes de ella, sólo dos de un número que no conozco. 

―¿Cómo se me ve? ―pregunta Mauricio y se gira para que lo vea bien.

―Normal, pero te está saliendo tantita sangre.

―No está tan profunda ―se vuelve a sentar derecho y se cruza de brazos―. ¿Y si nos vamos?

―Ya pagué. Mejor espérate.

―Aprovecha tú la ficha y que te revisen el tobillo. Yo así ya quedé.

―¿Es en serio? ¿Para qué me hiciste pagar entonces? 

Una mujer y un hombre nos miran desde las sillas de enfrente. Él carga a un niño y le hace caballito con las piernas, pero no logra que deje de llorar. Me acuerdo de mis papás: esa edad debían tener cuando yo nací. La mamá de Mauricio es más joven que la mía, mucho más, pero siempre se veía cansada, ya muy maltrecha, y eso la hace parecer mayor. A su papá, hasta donde recuerdo, no lo conocí. Creo que él tampoco.   

Después de unos minutos, llaman a Mauricio al consultorio y sale antes de que termine de acomodarme. El tobillo me está molestando cada vez más, como si cada dolor que ha pasado por aquí me estuviera revoloteando sobre la lesión, entonces noto cuántos enfermos hay siempre en las salas de espera, como siempre hay alguien herido o agonizante en el mundo. Cuando te rompes un brazo, empiezas a notar cada vez más gente enyesada en las calles. Será que el dolor llama al dolor y te abre los ojos.  

―Ya estuvo, vámonos ―se para frente a mí y me pide que guarde en la mochila las pastillas que le dieron. Trae una gasa sobre la sutura.

A pesar de que estamos a unas calles de mi edificio, le pido que tomemos un taxi, no le parece. Le digo que yo pago y entonces se relaja. Sale peor: hay mucho tráfico, pero por lo menos no tuve que caminar. El taxista nos mira por el retrovisor, pero no se anima a preguntar nada. Sólo nos insiste en que si traemos dinero.

Nos bajamos frente a mi casa y Mauricio camina detrás de mí. Ni siquiera le pregunto, sé que se va a quedar a dormir. No tengo ganas de pelear con mi mamá, pero tampoco quiero que Mauricio duerma en la calle, y eso es lo que va a hacer si no lo dejo entrar, lo conozco. Al menos hoy no va a regresar a su casa. No sé si ese hombre va a hacerlo. Yo no creo. Subimos despacio las escaleras y entramos sin hacer ruido. La tele está prendida, pero no veo a mi mamá por ningún lado. Le digo a Mauricio, con señas, que se adelante y me espere en el cuarto en lo que voy a la cocina por hielos.

―¿Dónde estabas?

Salto al oír la voz de mi mamá detrás de mí.

―Bajé al parque a hacer ejercicio ―me mira molesta―, pero nada más de brazos y pecho. En los tubos.

―Así no te vas a curar ―toma una taza humeante y sale rumbo a su cuarto―. Ahí está en el congelador la bolsa de gel. Habló tu papá, que te estuvo marcando al celular.

Lleno dos vasos con agua y me voy rengueando al cuarto. Mauricio mira por la ventana, como si se observara a sí mismo parado ahí hace dos horas. Abre y cierra la mano derecha mientras se mira los nudillos. Recibe el vaso de agua, sin voltear a verme. 

―Hijo de su puta madre ―dice entre dientes. Se bebe el agua y deja el vaso en la ventana―. Creo que me rompí estos nudillos. Mira, toca. 

―¿Cómo crees? Ibas vendado. 

Nos sentamos en la cama. Se masajea los nudillos con la izquierda al tiempo que mira con atención la mano, como tratando de ver sus huesos a través de la piel. Quiero preguntarle algo, pero creo que no es lo mejor. Saco sus vendas de mi mochila y me pongo a alisarlas contra mi pierna derecha, luego las enrollo y las pongo en el buró. El tobillo me duele mucho más que en la tarde. Creo que lo lastimé más, ahora sí en serio.  

―Ahora que regreses ―le digo―, más bien, cuando yo regrese…

― ¿Qué? ―se para de nuevo.

―Te voy a enseñar a regresar la pinche derecha después de tirarla.

No le da risa, se levanta para ir a la ventana nuevamente. Aprovecho para poner en mi cajón los billetes que había guardado bajo la almohada. Mauricio sigue con la mirada hacia la noche, masajeándose la mano. Voy por la bolsa de gel y vuelvo en silencio.

―Te va a regañar mi tío ―me quito despacito los tenis y me pongo la bolsa de gel en el tobillo―, ya sabes que dijo que no nos iba a recibir si andábamos peleando en la calle. Ya ves cómo se pone.

―No voy a ir estos días. Si te pregunta, le dices que me disculpe, que tengo mucho trabajo ―voltea a verme, nota la bolsa de gel―. ¿Eso qué es?

―Es la bolsa que te había dicho, sirve para reducir la inflamación. Mamá se la pone en la cara antes de dormir.

―Ah, ya ―me contesta, pero sólo por decir algo. A lo mejor piensa en la cara de su mamá, también hinchada. A lo mejor yo hubiera hecho lo mismo. No sé, no hay forma de saberlo. 

―¿Te quedas en la litera de arriba?

―Sí, como me digas ―contesta, pero estoy seguro de que ni siquiera puso atención.

Me acuesto y le marco a mi papá desde el celular. Hablamos poquito, me pregunta cómo voy y si me hace falta algo. Pregunta por mi mamá, pero sólo por no dejar. Le digo que estamos bien. Luego nos vemos, se despide, pero sabemos que no es cierto. Mauricio parece escuchar lo que estoy diciendo, pero de pronto me doy cuenta de que está llorando. Después de que mi papá cuelga, hago como que sigo hablando, para darle tiempo a Mauricio de desahogarse. Sé que no le gusta que lo vean. ¿A quién sí?  La última vez que lo vi hacerlo fue en la primaria. Sólo él y yo nos quedamos en el salón, para que nadie se diera cuenta. Ya no recuerdo qué pasó esa vez, a lo mejor también algo de su mamá. Quién sabe. Hago como que le cuento a mi papá todo lo que ha pasado, en la escuela y en los entrenamientos. Le hablo de los exámenes, de las tardes en la casa, de mi mamá. Escucha mejor cuando no escucha, cuando no está. Sigo hablando como si fuera cierto que me oye. Le reclamo también por irse, por tener otros hijos y hacer de cuenta como que no existo. También le echo en cara que me hable como si fuéramos amigos, y le digo, por fin, que no me gusta. Hasta que Mauricio se calma, hago como que cuelgo.    

― ¿No tienes sueño? ―le pregunto después de un rato de silencio.

―Estoy cansado, pero no puedo dormir. 

―Te mandó saludar mi papá.

―Ya no me acuerdo cómo es él ―contesta―, ¿cuánto tiene que se fue?

―Ah, no sé bien ―me doy cuenta de que yo tampoco lo recuerdo con precisión. No lo había notado.

―Dile que gracias. Ahora que vuelvas a hablar con él.

Nos quedamos callados. Del otro lado de la pared, mi mamá habla con alguien, no sé quién. Quiero preguntarle a Mauricio si él se acuerda de su papá, si lo extraña a veces, aunque no lo diga, pero sólo me atrevo a preguntarle si le duele la ceja. 

―No ―mete aire y carraspea―. Me arde pero el estómago.

―Te quedaste con el coraje.

―No, no es coraje ―lo escucho descargar un golpe sobre el colchón―. Ojalá fuera nada más coraje.

Quiero decirle algo más, pero no sé qué. Creo que no hay nada. Quién sabe, puede que sea lo mejor. Es más difícil cuando de verdad alguien te escucha: corres el riesgo de que te contesten.



Aldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Coordinador del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes. Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir andando (Río arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (FETA, 2014), La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad nostalgia (Abismos, 2016), Sombra-Reflejo (BUAP, 2017), Los panes y los pescados (Ediciones Periféricas, 2018), Tiempo arrasado (Revarena ediciones, 2019), Mismatch (Cuadrivio, 2020) y Foley (Fondo Editorial del Estado de México, 2020), con el que obtuvo mención honorífica en el Certamen Literario Laura Méndez de cuenca 2018. También es autor de los libros de crónica Tren suburbano (Malpaís, 2019) y Linde faz (FETA, 2018) con el que obtuvo el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay. Obtuvo mención honorifica en el Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2018 por la crónica Big Tony Bang y más recientemente el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia por 'Nanda', que se publicará en 2023.

Becario del FONCA (2016 y 2021) y del PECDA Estado de México (2018) en el área de cuento. Ha publicado cuento, poesía, crónica, ensayo, reseña y dramaturgia en medios como La Jornada, El Universal, Casa del Tiempo, Tierra adentro, entre otras, así como en las antologías Menos bella, más brutal (Ediciones Periféricas, 2020) y De narcos a luchadores (Contrabando, 2019), por mencionar algunas. Fue seleccionado para el número especial Nueve ensayistas (1985-1995) de Punto de partida y el número especial sobre crónica: La crónica, el arte de narrar, de La Jornada. Es egresado de la Licenciatura en enseñanza de inglés, de la UNAM.

Letrinas: Dr. Cigüeña



Dr. Cigüeña

Ariagor Manuel Almanza Avendaño

 

Cada mañana Karen miraba el espectacular de la clínica del Dr. Cigüeña, le dio vueltas a la idea por meses. No sabía qué detestaba más. Escuchar el parloteo de sus amigas: “mira qué hermosa está mi hija”, “es bien chistoso mi chaparro”. O que no hablaran de los niños en su presencia. Junto con su esposo Pablo, habían gastado millones de pesos en tratamientos de fertilidad. Pablo sentía que lo miraban como a un animal lastimado. De vez en cuando, creía escuchar un “pobrecito” a lo lejos. No le agradaba ser obligado a masturbarse en salas esterilizadas. Tampoco le gustaban las citas programadas para reproducirse. Mete-saca-repite-descarga-cruza los dedos.

Pablo parecía haberse resignado. Múltiples estudios le habían confirmado que su conteo de esperma era normal, con suficiente movilidad. En cambio, Karen estaba dispuesta a un último intento. Se había sometido a tratamientos hormonales para estimular su ovulación. Cirugías para remediar obstrucciones en sus trompas de Falopio. Múltiples fertilizaciones in vitro. Nada. Imaginaba a cada una de esas niñas sin nombre, que no acababan de arribar, emulando aquella sonrisa de las fotografías de su propia infancia, recostada de meses sobre su cuna, rodeada de peluches y muñecas. Las soñaba con la piel de Pablo, sus ojos verdes, sus maneras lentas y dóciles de estar en el mundo. Sin el entusiasmo de antaño, pero con la terquedad de siempre, convenció a su esposo de asistir a la clínica del Dr. Cigüeña.

Llegaron como treinta minutos antes de su cita. En la sala de espera, se reconocieron a sí mismos durante sus primeras visitas, en los rostros esperanzados de otras parejas. El lugar estaba adornado con orquídeas, bonsáis y palos de Brasil. Sonaba a bajo volumen una canción de jazz contemporáneo. Los pisos lucían recién pulidos, con aroma a lavanda. La recepcionista los invitó a pasar al consultorio, justo a la hora de la cita.

Detrás del escritorio se encontraba el doctor, dictando a su asistente unas notas para el expediente. Tal como se anunciaba en los espectaculares, era una cigüeña. Más blanca que su bata impecablemente planchada. Su pico era tan largo, que lo movía con delicadeza para no rayar su escritorio de caoba. Al levantarse se notaba que su cabeza estaba a unos cuantos centímetros del foco. Usaba unas sandalias suficientemente anchas para sus patas. Su oficina estaba adornada con acuarios, cada uno con una especie distinta de pez tropical. Había cuadros de pinturas japonesas con escenas de la naturaleza. Tenía la mirada penetrante de las aves, aunque las gafas que utilizaba le hacían lucir menos inquietante. En la pared no se mostraban sus títulos. Solo aparecía su nombre con letra manuscrita bordado en la bata: Dr. Antonio Garcés. No graznaba como las demás cigüeñas. Su voz era delicada, sin prisa, con un candor singular, como de esos viejos locutores de la radio.

Karen relató, tratando de contener el llanto, el peregrinaje entre tratamientos fallidos. Le entregó una carpeta, escrupulosamente organizada, con todos los detalles de estudios e informes médicos. El doctor Garcés prometió revisarla, aunque la dificultad para cambiar de hoja con sus alas, le obligaba a destinar este tipo de tareas simples a su asistente. Karen enfatizó que sería su último intento. Al notar su desesperación, el doctor les contó que muchas parejas habían elegido una segunda opción, cuando desafortunadamente el tratamiento no era exitoso. No implicaba más procedimientos invasivos ni costos demasiado elevados. Consistía en adoptar un bebé recién nacido, proveniente de una pareja lo más parecida posible. Solo había que obtener su perfil, y posteriormente buscar a la pareja con la que tuvieran el máximo ajuste. El doctor Garcés sugirió que solo contemplarían dicha posibilidad al renunciar definitivamente a los tratamientos.

Tal como siempre temían, el embrión no logró implantarse. Karen pasó varias semanas sola, encerrada en casa. Pablo supuso que un día volvería a ser la misma.  Así que se dedicó a traerle comida, mandarle mensajes desde el trabajo, abrazarla por las tardes. Trató de cerrar la boca para que no se le escapara ninguna idiotez que la hiciera sentir peor. Una tarde, a unos cuantos días de perder la paciencia, Pablo la encontró sentada en la mesa del comedor. Se había arreglado un poco, preparó la comida. Mientras tomaban un postre en la sobremesa, le pidió que intentaran la segunda opción. Pablo aceptó, no sin antes preguntarle en repetidas ocasiones, si estaba completamente segura.

Esa misma tarde llamaron al doctor Garcés. Les explicó detalladamente el proceso y agendaron una cita para el estudio del perfil. Advirtió que no podría proporcionarles ninguna información acerca de la pareja. Una vez iniciada, no podrían renunciar a la adopción. El registro del recién nacido tendría que llevarse a cabo en una oficina exclusiva para los pacientes de la clínica. El pago se tenía que realizar por adelantado, con tiempo de espera máximo de diez meses. La elección del sexo del bebé era posible, por una tarifa adicional.

Casi siete meses después, mientras volvía de sus ejercicios matutinos, Karen recibió una llamada del doctor Garcés para avisarle que su niña llegaría pronto. A las ocho de la noche en punto, arribó la camioneta de la clínica. El mismo doctor Garcés llevó hasta su puerta un moisés, cubierto con una sábana de seda. Les informó que había nacido sana. Midió cincuenta centímetros y pesó tres trescientos. Les recordó que podían llamarle para que acudiera una nodriza, sin ningún costo adicional. Karen y Pablo lloraron al descubrir a la niña. Tenía ojos verdes como Pablo, y dormida, lucía tan apacible como él. Karen sintió que también se parecía mucho a ella cuando era bebé. La llamaron Julieta. Julietita de cariño. Antes de irse, abrazaron al doctor Garcés. Estaban tan felices, que no se dieron cuenta de cómo le incomodaban los abrazos. 

Esa primera noche, los recientes padres bañaron a Julietita con el ligero temor a que se les resbalara. Luego le pusieron un mameluco que le habían comprado hacía tres años. Se quedó dormida con los cachetes sobre el pecho de Karen. Pablo le acarició la espalda, su cabecita, como tratando de convencerse de que era real. Permanecieron contemplándola en silencio para no despertarla, aspirando el aroma a bebé que inundaba la habitación. Se quedaron así hasta la medianoche, cuando la pasaron a su cuna, la arroparon con una cobijita de borrego y dejaron una luciérnaga de tela a su lado para que la acompañara mientras soñaba. Jamás imaginaron, que unos días antes, Julietita tenía otro nombre y dormía en otra cuna. Cuando sus padres biológicos estaban demasiado agotados para despertar, entró sigilosamente un equipo de cigüeñas para tomar a la bebé, envolverla en una manta y huir volando hasta encontrar la camioneta donde les esperaba el doctor Garcés. Por meses los habían estado vigilando, aguardando pacientemente por su nacimiento. Y siempre pasaba lo mismo. Los padres biológicos duraban años buscando, hasta que se cansaban, o se marchitaban. A pesar de su mirada, nadie sospecha de las aves.




Ariagor Manuel Almanza Avendaño | Psicólogo. Profesor-investigador por parte de la Facultad de Ciencias Humanas, en la Universidad Autónoma de Baja California, Campus Mexicali. Ha escrito artículos de investigación sobre diversas temáticas sociales, así como libros y capítulos de libros. Hasta el momento no ha publicado textos literarios.

Letrinas: El valle inquietante



El valle inquietante

Eva Campos
 

Le puse la correa a Bargo, mi perro pitbull de manchas cafés y blancas, y después tomé las llaves y mi celular. El paseo de este día sería más que interesante, pues hoy visitaríamos el panteón que se encontraba a tres cuadras de mi casa. El día soleado y la compañía de Bargo, me daba la valentía que necesitaba para entrar al cementerio, pues desde que era un niño jamás me gustaron, debido a que en una ocasión un señor, cuando yo tenía siete años, asomado por la barda, intentó convencerme de entrar; el aspecto de aquel hombre fue lo que más me asustó, su rostro estaba muy delgado, era muy viejo y tenía poco cabello, en pocas palabras, era horrible. Cuando le conté a mi madre lo que había sucedido, ella no dudó ni un segundo en ir a enfrentarlo, pero ya no pudo alcanzarlo, pues cuando llegó, el anciano ya se había ido. Desde entonces me fue muy difícil volver a acercarme a ese sitio.

Después de varios minutos de andar, llegamos al lugar; era miércoles por la mañana, por lo que había muy poca gente. Bargo y yo entramos sin pensarlo mucho, mentiría si dijera que no sentí un poco de miedo, pero aun con temor seguí. Una vez ahí, antes de entrar de lleno entre las lápidas, observé hacia los lados, sabía que era imposible que aquel hombre estuviera aquí, pero de alguna forma mi cerebro quería estar seguro. Convencido de que ningún anciano se hallaba cerca, continué con el paseo.

Recorrimos gran parte del cementerio, en cierto punto del paseo me pareció muy aburrido haber ido, pues no había nada interesante que ver. No comprendí cómo fue que de niño le tuve tanto miedo, si solo se trataba de un campo lleno de lápidas y árboles. Una vez que llegamos a la zona más profunda, me di cuenta de que esa parte era un lugar diferente al resto. El terreno era un poco extenso, tenía una mini montaña de tierra, y sobre la cima de esta se hallaban muchas cruces verdes. Miré el sitio cuidadosamente, entonces supe que se trataba de la fosa común; el sitio donde se enterraban los cuerpos de las personas fallecidas que no eran reconocidas en la SEMEFO.

Entré despacio, no sabía si era por el cambio de terreno, o porque el sitio estaba rodeado de muchos árboles, pero sentí que mi piel se estremeció por un súbito cambio de temperatura. Ignoré el hecho de tener frío en un día con sol, y seguí con mi propósito; sin embargo, a Bargo pareció no agradarle la idea, ya que se sentó sobre sus patas, y puso resistencia cuando intenté obligarlo a entrar.

—Está bien, Bargo, vámonos —dije—. De hecho, a mí también me asusta un poco este lugar.

En el momento en que estaba a punto de salir, un rayo de sol iluminó la montaña y al tiempo un reflejo fue perceptible. Fruncí las cejas y me acerqué al objeto que brillaba. Era un pedazo de lata, y a su lado se encontraba un cráneo humano. Me sorprendí ante el hallazgo; aunque estaba en un cementerio, las probabilidades de encontrar algo parecido eran mínimas, pues los cuidadores se encargaban de que estas cosas no estuvieran a la vista del público.

Pensar en tocarlo me provocó asco, así que mejor lo moví con la punta del pie; el cráneo era de color beige, estaba tierroso y le faltaban algunos dientes. Me agaché para observar mejor, y saqué mi celular para tomarle una foto, pero el gruñido de mi perro me interrumpió; cuando giré mi cabeza para ver a Bargo, alguien estaba detrás de mí. Un anciano vestido de negro me estaba observado fijamente.

—¡Ay, pendejo! —grité antes de caer sobre el cráneo y romperlo, sentí ardor en la palma de la mano, el hueso me había cortado la piel.

El viejo se parecía mucho al hombre que vi de niño, aquello hizo palpitar muy fuerte mi corazón. Me levanté y tomé con fuerza la correa de Bargo, él se posicionó frente a mí, listo para protegerme en caso de que aquel individuo tratara de tocarme. Lo miré fijamente, mientras él hacía lo mismo, después de varios minutos así, quitó su vista de mí y miró el cráneo roto.  —¿Acaso no te enseñó tu abuela que nunca debes tocar los huesos de un difunto? —susurró, estaba chimuelo—. Los muertos tienen memoria y suelen ser muy vengativos.

No respondí, era evidente que él estaba loco. Bargo continuó gruñendo cada vez más fuerte. El anciano dio un paso hacia mí, pero no esperé a que se acercara más, lo rodeé y antes de alejarme, sentí que rozó mi brazo con sus dedos, estaba frío como un muerto. No me detuve hasta que llegué a casa. Una vez dentro, me lavé la herida de la mano y limpié el lugar donde había sentido su tacto. Aún lejos de aquel sitio, mi corazón seguía latiendo con fuerza, por lo que me fui a recostar en la recámara, para tratar de tranquilizarme.

No sé cuánto tiempo me dormí, pero era evidente que había sido por mucho, pues cuando desperté estaba cubierto con una manta, prueba de que mi madre ya había llegado del trabajo. Busqué mi celular bajo la almohada y lo encendí. Eran las tres de la mañana. Me sorprendí de lo tarde que era, me costó trabajo creer que había dormido todo el día y parte de la noche. Mi estómago gruñó, tenía mucha hambre. Me senté sobre la cama, sentí que un frío helado recorrió todo mi cuerpo. Me acerqué a la orilla y antes de pisar el suelo, de reojo, logré divisar una sombra en la entrada de mi puerta. Contuve la respiración. Giré mi rostro y observé lo que sea que estuviera allí. Bargo estaba sentado sobre sus patas traseras, inmóvil, mirándome fijamente. Sus ojos brillaban rojizos, como si fueran un par de llamaradas.

—¿Bargo? —susurré—. ¿Estás bien?

Bargo no se inmutó, siguió en esa misma posición. No sabía qué, pero algo, no estaba bien. Sentí que en mi estómago se había asentado una presión muy fuerte. Era irónico pensar que yo estaba teniendo miedo de mi propio perro; sin embargo, muy en el fondo, lo tenía. Pisé el suelo y me levanté despacio.

—Bargo, amigo, ¿qué tienes? —pregunté al mismo tiempo que intenté acercarme a él.

Antes de que pudiera tocarlo, Bargo me mostró sus dientes y me gruñó con amenaza. Retrocedí. Respiré lentamente, lo que sea que le estuviera pasando a Bargo, estaba provocando que me desconociera. A lo mejor era porque las luces estaban apagadas y no podía distinguir bien mi figura, sería la primera vez que algo así le pasaba. Caminé hacia atrás con lentitud, busqué de reojo el apagador que se encontraba a un lado de mi ropero; cada vez que me movía, los bramidos de Bardo se volvían más fuertes. Una vez cerca del interruptor, Bardo se levantó sobre sus dos patas traseras y comenzó a salivar como perro rabioso. Tragué lento. No era posible que él pudiera mantener el equilibrio parado de esa manera; en mi vida había visto que un perro se levantara como un humano.

—Tranquilo, amigo, soy yo, Julián —le dije atemorizado.

Apreté el apagador. Pero la luz no prendió, y en ese mismo instante, Bargo ladró con fiereza y corrió hacia mí, todavía levantado sobre dos patas. Yo grité aterrado, brinqué sobre mi cama antes de que el perro pudiera acorralarme contra la pared. Corrí hacia la puerta, al tiempo que encendía la linterna de mi celular. Salí corriendo hacia el pasillo y choqué contra la pared. Sus ladridos ensordecedores y sus fauces calientes, podía sentirlos cerca de mis pantorrillas; me di vuelta lo más rápido que pude y lo alumbré con la linterna de mi celular, pero Bargo desapareció.

Me puse de pie, iluminé hacia los lados del pasillo, buscando a Bargo, pero no logré divisarlo. Respiré hondo, mis manos temblaban, y mi corazón latía como loco. No tuve tiempo de pensar en por qué Bargo se estaba comportando así, porque la linterna de mi celular se apagó de manera súbita.

—¡No, no me hagas esto! —gemí.

Cuando la luz se extinguió, él apareció de nuevo; al final del pasillo, Bargo estaba de pie, gruñendo de nuevo. Esta vez no esperé a que él se moviera primero, corrí despavorido hacia el cuarto de mi madre. Entré precipitado y cerré de un golpe. El fuerte ruido la despertó y asustada se levantó de un salto.

—¿Julián? —preguntó—. ¿Qué pasa?

Ignoré sus preguntas y cerré la puerta con seguro. Me agaché hacia el suelo y observé por la rejilla de la puerta, vi las dos patas de Bargo caminar afuera de la habitación. Me levanté y caminé nervioso hacia mi madre.

—¡Tenemos que irnos de aquí! —grité—. ¡Dame tu celular! ¡Llamaré a la policía!

—¡¿De qué estás hablando?! ¡Dime qué pasa! ¡Me estás asustando!

—¡Bargo se ha vuelto loco! ¡Quiso atacarme y estaba caminando en dos patas como si fuera una persona!

—¿Qué? —mi madre frunció las cejas—. ¿Estás drogado? No hay manera de que Barguito esté haciendo esas cosas, ¡es un perro!

—¡Lo que está allá afuera no es un puto perro!

—Ay, por dios Julián, seguramente tuviste una pesadilla —caminó hacia la puerta—. Te demostraré que solo ha sido un mal sueño.

—¡No! ¡No abras!

Sin escucharme, abrió la puerta y, en el mismo instante que lo hizo, Bargo entró y de un salto la pescó del cuello. Comenzó a morderla violentamente. Mi madre vociferó mi nombre con fuerza. Salí disparado contra el perro, lo tomé por la espalda y traté de quitárselo, pero estaba bien agarrado contra su carne; las mordidas eran tan intensas que la sangre de mi madre comenzó a brotar con rapidez. No lo pensé más, corrí hacia la cocina y tomé un cuchillo. Regresé apresurado y me arrojé contra Bargo, logré quitárselo de encima; comencé a apuñalarlo sin piedad una y otra vez, hasta que los chillidos de mi perro se apagaron. Las lágrimas aparecieron y mojaron mi rostro, el shock me hizo temblar de pies a cabeza, arrojé lejos el cuchillo y comencé a llorar frenéticamente.

—¡Ay, dios mío! —gritó enloquecida—. ¡¿Qué hiciste Julián?! ¡Bargo! ¡No puede ser!

Sentí un espasmo del susto que me provocaron sus gritos. Parpadeé muy rápido. Mi madre ya no estaba tirada, sino que estaba al final del pasillo, observándome con horror. Sentí que el pánico me embargaba desde lo más profundo de mis entrañas. Ya no era de noche, sino de día. Perdí la respiración. Un miedo atroz me invadió por dentro; me obligué a mirar hacia abajo, donde yacía mi pobre perro. Grité horrorizado. Bargo estaba sobre mis piernas, con las tripas de fuera. Aún tenía la correa puesta. Nunca me quedé dormido.




Eva Sulim Campos Martínez, ha publicado un total de cinco cuentos en diferentes medios, como El Velador en Licor de Cuervo, La mosca en Estrépito, Petunia y su hambre en Nudo Gregoriano. Así como también, ha sido parte de dos antologías, una de la Editorial Tinta de Escritores TDE, con su cuento Un labial y un vestido de 1922. Y la segunda en la Editorial Lebri, con su cuento La casa de mi abuela.

Letrinas: La tierra iluminada



La tierra iluminada
Valentín Arcadio


       

Habían pasado nueve aviones. Los vecinos llevaban tres días afuera de su departamento. Solo me quedaba una bolsa de aceitunas. Cargué el celular, la tablet, vi la película de horror que me causó más ternura que espanto; descargué la App.

La gente pasa con sus teléfonos en la mano, los audífonos en los oídos, con el mapa virtual en las “gafas inteligentes”, todo para no perderse. Nuestra memoria es la de un anciano de ochenta años. Nuestro olfato y gusto muertos tampoco ayudan a saber dónde estamos pisando. Programas la ruta del día: trabajo-casa, casa-trabajo… Así las gafas inteligentes siempre te dicen dónde estás, y a dónde vas para que no te pierdas. Así tus jefes siempre saben dónde estás, si vas al médico o no. Las gafas son obligatorias porque la gente comenzó a perderse en la ciudad después de la cepa Zeus-23. Caminaban de un lado al otro: como los perros de la calle que siempre tienen prisa. Siempre tienen un lugar a donde ir. Solo que los humanos en esos tiempos no, era como si las personas y los perros hubieran cambiado de posición en el ajedrez citadino.

Subo las fotografías a la App, elijo una de cuando en mi cumpleaños número seis me sumieron la cara al pastel y salgo llorando en la imagen. Son tres fotos en total, en la segunda salgo en traje de baño dentro de una alberca, a los diez años, con un pedazo de pizza de anchoas y doble ración de aceitunas. La última fotografía había sido tomada en el año 2020. En ese año llegó el futuro. El virus se había instalado en el aire desde aquel funesto año. Llevamos dieciocho años entre pandemias.

Después de media hora de que mis dedos no paran de teclear botones digitales con antifaces de gatitos lujuriosos, por fin la aplicación me avisa de un match.  La figura de un árbol aparece en la pantalla del celular bailando samba y brotándole frutos de lo que parece ser su cabellera de árbol. La musiquita es inadmisible, es más que ridícula. Esto parece una aplicación de teenagers. Nos comportamos como eternos adolescentes en cuerpos de ancianos. La gente llega a los cuarenta años con más horas frente a la pantalla que con orgasmos reales.

Al ver la fotografía no me lo puedo creer. Es vulgar. Tiene las gafas reglamentarias puestas, pero con falsos diamantes. Su color de cabello está demasiado teñido. Siempre he querido hablar con una de esas mujeres. Su respirador también debe estar en una funda con brillos, a mí también me gustan los brillos en el respirador, pero soy demasiado opaco para atreverme a llevarlos como parte de mi atuendo.

Hay otro match, el árbol bailador sale de nuevo con su ritmo latino. Van trece aviones que pasan por arriba de mi casa. La chica del último match se parece más a mí; es opaca. Sus fotografías también me agradan. En una de ellas sale un globo terráqueo desinflado que trae colgando en el espejo retrovisor de su auto. La segunda fotografía es la cáscara de un plátano tirado en la calle. La tercera foto es de un helado recién caído al piso. Ahora tengo una cita con la chica de las fotografías tristes; tengo un lugar a donde desplazarme, como los perros de ciudad, o la gente de los aviones.

El agua moja todo. Ahora, en el tiempo donde estamos atrapados en mi ciudad llueve todo el tiempo, mi ciudad parece un intento de set de una película oriental, donde imaginaban a las ciudades del futuro con luces de colores neones. Las personas lucen mojadas, parecen perros y los perros parecen personas; los perros se quedan quietos por más tiempo viendo caer el agua, refugiados bajo un letrero de luz neón. Olvidan por un segundo desplazarse con tanta prisa moviendo su cola como siempre lo hacen. Las personas corren con una viveza que antes no tenían, como perros: siempre entusiastas caminando a ningún punto de la ciudad.

Falta un día para mi cita. Temo que vaya a resultar un desastre. El agua de arriba no para de caer. ¿Qué le voy a decir sobre mis cosas importantes a la chica? ¿Y sobre mis desplazamientos? Tampoco quiero que la lluvia se lleve toda nuestra atención y miremos la tierra mojada durante horas intentando recordar su olor.

Hoy es el día. Me pongo las botas de plástico. El impermeable. Enciendo el celular; mi corazón late. Me pongo las gafas inteligentes que me guiaran hasta el parque de reforestación. El árbol rítmico suena otra vez; mi corazón late. Atravieso la ciudad. El árbol virtual baila; mi corazón late. Las gafas no dejan de darme las instrucciones de mi destino.

Sé que puedo lograrlo. Estimular mi cerebro al recuerdo con la ayuda de un ambiente natural. Con imágenes, que es lo único que nos queda.

Llego por fin al punto de encuentro. Es el lugar del que todo el mundo habla. El pulmón naciente de la ciudad. El umbral que nos devolverá de donde venimos todos. Se siente mucho más frío y es más sombrío que el que se ve en la postal que te presentan en la aplicación de citas. Es un bosque improvisado. Nuestro último barco. Un signo. Una bandera blanca de rendición contra el minúsculo bicho que se apoderó del aire, de nuestro olfato, de nuestro gusto y de nuestros recuerdos.

Ella estaba ahí, en la taquilla. La reconocí por su extraña gabardina escurrida de una de las fotografías que tiene en la aplicación. Apreté el paso, solo dije: hola soy tu cita de la App.

Leí las instrucciones a la entrada del parque. Esto era más ridículo de lo que yo pensé. Personas de veinte a cuarenta años a la entrada de una especie de parque de diversiones intentando tener un vínculo duradero con alguien.  Teníamos que enseñar el código que nos habían mandado cuando la aplicación hizo match. Después, ellos nos mostraban una imagen de cuadritos que se generó por las preguntas que nos hicimos, según ellos, única. Como si no supiera que las preguntas que se hace la gente en la App son una repetición infinita entre una cita y otra; un bucle infinito de lo mismo.

La imagen de cuadritos, que según se generó por nuestra particularidad de preguntas, la teníamos que escanear con la aplicación de IQ-R que lee dibujos así. Y entonces ellos nos explicaban que había cien tipos diferentes de árboles para plantar y que la aplicación marcaba el tipo de árbol a plantar y la ubicación precisa para hacerlo en las más de doscientas hectáreas de tierra para hacerlo. El árbol que nos tocó era un roble. El mapa de la ubicación para plantarlo se mostró en mi celular. Todo estaba fríamente calculado. Las instrucciones te las daba un árbol bailador de la aplicación. Hasta tenía una voz y podrías preguntarle lo que fuera. A partir de ahora, el árbol virtual, se convertiría en una especie de consejero y te recordaría los días de riego. Los días de terapia de estímulos para llamar al recuerdo en el parque. Hasta le podrías preguntar qué cosas le gustaban a tu cita y de qué humor estaría la siguiente semana, en dos meses o el próximo año. El algoritmo en forma de árbol bailador lo predecía todo.

Toqué el árbol real que nos dieron a la entrada del parque para plantarlo. Ella también lo hizo. Pero no sentimos nada. Nos metimos al gran lodazal. Las botas se enterraban en la tierra mojada. El frío se hizo mucho más intenso y oscuro. ¿Sería que esta locura, fuera alguna vez un bosque de verdad? ¿Con la oscuridad maestra que la naturaleza provee a las cosas? ¿Y no esta farsa digital que todo lo hace simplemente pixelado? Era una locura imaginar que algo que ha nacido bajo el manto del algoritmo llegará a tener la profundidad de una relación espontánea como en el pasado.

Las palabras salían con dificultad. El frío servía como muletilla perfecta en el lenguaje para hacer comentarios sobre el clima.  El terreno tenía forma de pendiente. La gente caminaba con la mirada puesta en la pantalla del celular de una manera insistente: dando vuelta por aquí, por allá, regresando al lugar donde partían, volviendo a retomar camino, regresando de nuevo, todos buscando algo. Solos, mirando sus árboles plantados. Desesperados por escucharlos hablar. Verlos a todos juntos te hacía pensar que formabas parte de una danza agónica. Las gabardinas de plástico fosforescentes flotaban entre los árboles. La luz de las pantallas de los celulares también. Los únicos que no flotaban en ese lugar eran los humanos; las luces de las pantallas eran demasiado.

El parque está dividido por coordenadas y meridianos. Hay rayos láser verdes que atraviesan el parque indicándote en qué coordenada y meridiano estás. Unos regaban los árboles, otros les rezaban y otros los maldecían. La mayoría los miraban en silencio. Había columpios improvisados con cuerdas y llantas viejas que oscilaban de una manera fantasmal, sin nadie que los ocupara, y sin embargo flotaban al vaivén del viento. Casi siempre estos columpios eran contemplados también con el más ceremonioso silencio por parte de los caminantes.

La plática se desbocó en los temas más obvios: la situación de nuestros pulmones. Tener un pulmón sano se había vuelto un lujo que no todos se podían dar. La chica había pasado siete veces por urgencias a lo largo de su vida. Cuando se enteró que yo solo había pasado cinco veces, la sonrisa se le dibujó en los ojos. Era un hombre con unos pulmones medianamente sanos que tenía a lo mucho quince años más de vida. Eso era suficiente para ser un buen prospecto en estos tiempos.

Plantamos el árbol. Insertamos el chip orgánico de regalo dentro del tronco. El chip tenía forma de corazón. El chip nos indicaría la salud del árbol, su ubicación exacta y su estado emocional. Era mi primer árbol plantado a través de la App. Pero sabía de gente que llevaba cerca de cien árboles plantados. Nos fuimos al hotel una vez que lo regamos.

Su nombre es Aria. Llevaba veintiún árboles plantados. Cuando le dije que era mi primer árbol, me dio la calificación más alta en la App en ese mismo momento, antes de siquiera haber terminado la cita. Se rio maliciosamente. Durante la estancia en el hotel solo pasaron tres aviones. Ella se bañaba de una manera muy chistosa. Todo lo hacía al revés. Empezaba por tallarse el cuerpo y después la cabeza. Ocupaba más veces el respirador a la hora de hacer el amor que yo. A ella le excitó que yo solo lo usara una vez.

Únicamente he estado tres veces en un hotel con las mujeres. Los hoteles nunca son lo que las películas prometen que sean. Aria camina por el cuarto fatigada y con el sudor en el cabello, toma su respirador y destapa las cervezas que hemos traído. Las preguntas acerca de la salud de mis pulmones comienzan de nuevo.

Se pone el respirador de nuevo al montarse en mi miembro. Ella ríe muy poco, se cansa, se agita. Su pulmón resiste. Se viene. Sus gemidos son de dolor, como todas. Le paso la mano por su espalda, la dejo sobre su pulmón. Pasa el segundo avión. Saco tres aceitunas que guardé en el impermeable de plástico fosforescente y muy suavemente coloco una adentro de su vagina. Ella duerme. Intento recordar el sabor de las aceitunas. Comienzo a masturbarme. Hago un esfuerzo vehemente por recordar el olor de una vagina. Imagino el olor impregnado de esa sacra aceituna entre sus piernas. Me resigno, voy a dormir junto a ella. Pasa el tercer avión. Y pienso: casi lo logro, casi logro desplazarme.

Al llegar a mi casa recibo el mensaje que ya esperaba de ella:

—¿Lo lograste? ¿Pudiste regresar en algún momento? ¿Aunque fuera por segundos?

—No y tú

—Tampoco.

Hago otra cita y otra y otra y otra y otra…

Un día el árbol que corresponde al perfil de Aria y mío saca una alerta muy graciosa donde se mira deshidratado y seco. Decido ir a regarlo sin avisarle a Aria. Al llegar de nuevo a casa, el árbol bailador del perfil de Aria me indica que Aria ha subido un gif a nuestro perfil. Es la aceituna de nuestra primera cita, le ha dibujado unos ojos llorosos y una boca con una pluma. La aceituna sostiene una sombrilla diminuta mientras caen gotas gigantes en su paraguas pequeñísimo. La aceituna no se ve nada bien.

La invito a cenar a mi casa, le cuento cómo me ha ido con las chicas de la aplicación y ella me cuenta de sus citas también. Le cuento que he descubierto ideas para el regreso, pero que puede escucharse como una locura. ¿Cuál es el sabor que más extrañas? El licuado de plátano con avena y vainilla. Contesta. Te espero a las ocho, trae tus fotografías de la App.

Conseguir comida del viejo orden costó una fortuna, pero finalmente pude conseguir los ingredientes para hacer una pizza de aceitunas y licuado de plátano con vainilla. La leche que conseguí era en polvo, pero era lo más parecido a las malteadas de antaño.

Puse velas, ventiladores que regaban agua con sal de mar y apagué las luces. Cuando llegó Aria, rio como nunca la había visto reír. Me dijo ridículo, me dio un beso. La senté en una silla con los ojos vendados. Puse la mesa y la comida real, y solo le dije: vamos a actuar como si no estuviéramos aquí. Actuemos como si nos amáramos, como si la comida supiera exquisita y el olor y la brisa del mar nos deleitaran. ¿Vale? Le quité la venda de los ojos y sus ojos se aguaron al ver su malteada de plátano con avena y pizzas a la antigua. Encendí las velas que iluminaban un póster con la imagen del mar y le pedí sus fotografías digitales para proyectarlas encima del póster; las acomodé de manera que se intercalaran con las mías, cuando comía pizza a los diez años, con la tierra desinflada.

Cenamos de maravilla. A cada bocado que dábamos a la comida decíamos: ¡Pero qué maravilla de aceitunas, están exquisitas! ¡Wow! ¿El queso es de importación? ¡Qué buen gusto tienes, me encanta el olor del mar! Es la mejor malteada de plátano que he probado, gracias Elías. Te amo.

Después de cenar, no quisimos separarnos de la brisa del mar.  Desarmé el comedor para poner en su lugar mi colchón.  Le di un regalo a Aria, era un globo terráqueo nuevo para su coche. Lo infló, juntó todas las velas de la casa y las prendió a su alrededor. Las fotografías de nuestros recuerdos alumbraban la tierra. Escuchamos el primer avión caer. Nos quedamos dormidos mirando la tierra iluminada.





Sobre el autor: Eduardo se hace llamar Valentín Arcadio, estudió la licenciatura en Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Da talleres de literatura para el gobierno de la ciudad. Ha publicado en varias revistas en línea e impresas. Actualmente trabaja en una casa medicina asistiendo en ceremonias de plantas enteógenas. Le gusta ver vídeos de ballenas en YouTube.
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