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¿Por qué fusilaron a García Lorca?

Federico García Lorca había nacido el 5 de junio de 1898 en Fuentevaqueros, un pequeño pueblo de la vega granadina. Murió a los 38 años. "Yo nunca seré político. Yo soy revolucionario, porque no hay verdadero poeta que no sea revolucionario", se definió alguna vez.

Apenas un mes después de haber terminado su máxima obra teatral, "La casa de Bernarda Alba", el poeta y dramaturgo andaluz Federico García Lorca fue fusilado durante la dictadura del generalísimo Francisco Franco. Ocurrió el 18 de agosto de 1936.

En su intento por alejarse de los tumultos que se vivían en Madrid, viajó hacia Granada y se refugió en la casa de verano de su familia, la Huerta de San Vicente. Sin embargo, el duro brazo militar lo alcanzó el 16 de agosto, cuando fue arrestado, luego de la ejecución de su cuñado José Fernández-Montesinos, alcalde socialista de la ciudad.

En esa oportunidad, compartió celda junto con dos jóvenes anarquistas y un maestro de escuela. Tres días más tarde los cargaron en un camión y los llevaron hacia Víznar, en las afueras de Granada, donde los fusilaron.

Algunos dicen que lo mataron por izquierdista: era partidario del Frente Popular y tenía una estrecha relación con Fernando de los Ríos, diputado socialista por Granada. Otros aseguran que la razón fue su homosexualidad. Y también hay quienes -como el historiador Miguel Francisco Caballero- abonan la hipótesis de un crimen familiar por intereses.

Estas dos últimas posibilidades se reafirmaron después de que Juan Luis Trescastro -uno de los ejecutores de Lorca y pariente de su padre- alardeara de haberle pegado dos tiros en las nalgas "por maricón".

De todos modos, Gonzalo de Aguilera, uno de los capitanes y jefe de prensa del Generalísimo, admitió en una entrevista periodística que las intenciones de Franco eran eliminar un tercio de la población masculina y "limpiar" el proletariado.

Tras la muerte de García Lorca, el barranco de Víznar fue el territorio sagrado de los demócratas granadinos. Hoy, la democracia urbanizó aquel espacio simbólico y construyó allí un parque en recuerdo de las víctimas de la guerra civil. 



Recientemente, un informe de 1965 de la Jefatura Superior de Policía de Granada revela que Federico García Lorca fue asesinado junto a otra persona y define al poeta como “socialista y masón”, a la vez que le atribuye “prácticas de homosexualismo”.

En este documento, que muestra por primera vez la versión oficial del régimen franquista sobre la muerte del poeta, se dice que García Lorca fue fusilado en Víznar (Granada) “después de haber confesado”.

Según informa este jueves la emisora de radio Cadena Ser y eldiario.es, el informe fue elaborado por la policía de la ciudad de Granada y lleva fecha de 9 de julio de 1965, 29 años después de que el autor de “Poeta en Nueva York” fuera fusilado el 19 de agosto de 1936, tras el estallido de la Guerra Civil española.

Lorca, según este documento elaborado por la policía franquista, era “un masón perteneciente a la logia ALHAMBRA en la que adoptó el nombre simbólico de HOMERO, desconociéndose el grado que alcanzó en la misma”.

El texto asegura que el poeta “estaba conceptuado como socialista por la tendencia de sus manifestaciones y por lo vinculado que estaba a Fernando de los Ríos, como también por sus estrechas relaciones con otros jerifaltes de igual signo político”.

Además “estaba tildado de prácticas de homosexualismo, aberración que llegó a ser voxpópuli, pero lo cierto es que no hay antecedentes de ningún caso concreto”.

En el documento se asegura que Lorca fue detenido en la vivienda de sus amigos, los hermanos Rosales, donde se había refugiado, y que el lugar fue rodeado “con gran aparato por Milicias y Guardias de Asalto”.

El informe policial afirma que el escritor “fue sacado del Gobierno Civil por fuerzas dependientes del mismo y conducido en un coche al término de Viznar (Granada) y en las inmediaciones del lugar conocido como ‘Fuente Grande', en unión de otro detenido cuyas circunstancias personales se desconocen, fue pasado por las armas después de haber confesado”.

También revela que fue “enterrado en aquel paraje, muy a flor de tierra, en un barranco situado a unos dos kilómetros a la derecha de dicha ‘Fuente Grande', en un lugar que se hace muy difícil de localizar”.Fuentes del Ministerio español de Educación, Cultura y Deporte señalaron a Efe que no tienen constancia de este documento sobre la muerte del poeta y autor teatral de la Generación del 27.


El amor duerme en el pecho del poeta

Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.

Norma que agita igual carne y lucero
traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.

Grupo de gente salta en los jardines
esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.

Pero sigue durmiendo, vida mía.
¡Oye mi sangre rota en los violines!
¡Mira que nos acechan todavía!

Federico García Lorca

Cinco cuentitos de Franz Kafka



Franz Kafka es uno de los autores más extraordinarios de la historia de la literatura, su obra principal "La Metamorfosis" se ha editado en cientos de idiomas y este año cumple 100 años de su publicación. Les compartimos cinco cuentos cortos del escritor checo que murió a los 40 años, el 3 de junio de 1924 víctima de la tuberculosis.


Por Franz Kafka

UN MENSAJE IMPERIAL

El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sóis la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje; el Emperador desde su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.


Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimientos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la ventana, al caer la noche, y os lo imagináis, en sueños.


EL ZOPILOTE

Un zopilote estaba mordizqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetas, y ahora ya estaba mordiendo mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordizco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo. Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y luego me preguntó por qué sufría al zopilote.


"Estoy perdido", le dije. Cuando vino y comenzó a atacarme, yo por supuesto traté de hacer que se fuera, hasta traté de estrangularlo, pero estos animales son muy fuertes... estuvo a punto de echarse a mi cara, mas preferí sacrificar mis pies. Ahora estan casi deshechos". "¡Véte tú a saber, dejándote torturar de esta manera!", me dijo el caballero. "Un tiro, y te echas al zopilote." "¿En serio?", dije. "¿Y usted me haría el favor?" "Con gusto," dijo el caballero, " sólo tengo que ir a casa e ir por mi pistola. ¿Se podría usted esperar otra media hora?" "Quién sabe", le dije, y me estuve por un momento, tieso de dolor. Entonces le dije: "Sin embargo, vaya a ver si puede... por favor". "Muy bien", dijo el caballero, "trataré de hacerlo lo más pronto que pueda". Durante la conversación, el zopilote había estado tranquilamente escuchando, girando su ojo lentamente entre mí y el caballero. Ahora me había dado cuenta que había estado entendiéndolo todo; alzó ala, se hizo hacia atrás, para agarrar vuelo, y luego, como un jabalinista, lanzó su pico por mi boca, muy dentro de mí. Cayendo hacia atrás, me alivió el sentirle ahogarse irretrocediblemente en mi sangre, la cual estaba llenando cada uno de mis huecos, inundando cada una de mis costas.


UNA PEQUEÑA FABULA

"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".

"Sólamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió.


LA PARTIDA

Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta". "¿Así que usted conoce su meta?", preguntó. "Sí", repliqué, "te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta".

 
 
EL PASEO REPENTINO

Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.

Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

No oyes ladrar a los perros (Juan Rulfo)



El 16 de mayo de 1917 nació Juan Rulfo, creador de un universo rural inconfundible, donde plasmó no sólo las peculiaridades de la idiosincrasia mexicana, sino también el drama profundo de la condición humana. Compartimos uno de sus cuentos icónicos.


Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

No oyes ladrar a los perros
(El Llano en llamas, 1953)


        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
        —¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        —¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

Max Rojas, el poeta del caos

El poeta Juan Máximo Rojas Proenza, mejor conocido como Max Rojas, murió la semana pasada -el viernes 24 de abril- en su casa de la ciudad de México, a los 74 años de edad.

Nacido en la capital del país, en 1940, el también promotor cultural se distinguió por mantenerse en la periferia de la poesía mexicana, aunque, debido a la fuerza y cuidado de su obra, logró ser reconocido por un público amplio.

En una semblanza del autor, realizada por Iván Cruz Osorio, se destaca que Rojas estuvo siempre lejano a las grandes editoriales y que sus libros se publicaron en sellos independientes, con tirajes cortos y distribución casi inexistente.

“A contracorriente de cualquier modelo de marketing, la obra de Max Rojas ha sido puesta en la arena principal de la poesía mexicana por una legión de lectores y escritores jóvenes, no como una simple moda, sino como un trabajo consciente de crítica y relectura”, se apunta en dicho perfil.

Max Rojas realizó estudios de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue director del Instituto del Derecho de Asilo-Museo Casa de León Trotsky durante 1994-1998 y Presidente del Fomento Cultural en Iztapalapa A. C., entre 1998 y2004.

Es autor de los libros de poesía: El turno del aullante, Ser en la sombra y Cuerpos, los cuales, según la editorial Malpaís ediciones, lo constituyeron como una de las figuras de mayor influencia en la poesía mexicana reciente.

Fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA en los periodos 2005-2008 y 2010-2013. Obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer 2009 para obra publicada, por el libro Cuerpos uno: Memoria de los cuerpos.

Sus más recientes trabajos poéticos publicado son Cuerpos, editado por Conaculta en 2011, y Poemas inéditos, Malpaís, en 2013. (Vía La Jornada)


A continuación compartimos una de las semblanzas más acertadas del autor, escrita hace algún tiempo por la también escritora mexicana Mónica Gameros.

Por Mónica Gameros |

Lo verdaderamente animal que me sostiene
está dolido.

Max Rojas

Max Rojas es un hombre del tiempo en caos. Constructores de la Nación Zapoteca, y políticos exiliados de Cuba, de ascendencia española, opositores al dictador Machado, a Batista y a Franco, son las raíces de Max, quien nace en nuestro país en 1940 y crece rodeado de artistas rebeldes socialistas.

No es de extrañar que este hombre haya sido comunista, poeta de culto desde su primer libro "El Turno del Aullante" y un vago que ha ido por las calles y los barrios de Iztapalapa para promover la cultura toda su vida.

Alguna vez director de la Casa de Cultura Trotsky, es fumador empedernido, promotor cultural, rebelde de los de a de veras y aún así, Max Rojas se hizo poeta en completa y absoluta soledad. Su cercanía a José Revueltas, Efraín Huerta, León Felipe, Juan Rijano y Emilio Prados entre muchos otros, le llevó a la vida noctámbula frente a las teclas, ¿cómo sería de otra forma?, si las horas del día estaban dedicadas a la difusión de la cultura…

El Turno del Aullante, libro que hoy nos ocupa, fue publicado por primera vez en 1973 con sólo 100 ejemplares de una plaquete que se gestó lentamente desde 1958.

El Turno del Aullante es un clásico de la poesía mexicana, a pesar de su limitado tiraje, a pesar de su poca difusión en medios, a pesar de la esquemática cultura mexicana que prefiere televidentes a lectores, espectadores y no creadores, pasivos neandertales mediáticos.

Max dice “me convertí en poeta de culto porque edité El Turno del Aullante en plaquete y lo regalé a unos cuantos, nadie sabía que era poeta y eso se convirtió en el detonante de una fama pre postuma de la que viví hasta que escribí "Cuerpos"… llegó a ser uno de los libros más fotocopiados en México”.

Se cosecha lo que se siembra, infancia es destino o llámele como quiera. Cuando se habla de un artista, un creador, un inventor de historias hechas poesía como lo es Max, surge la pregunta: Qué detona la bomba literaria de alguien que escribe de esta manera que hiere, que nos transporta por el vacío, la oscuridad, la muerte, la locura, la soledad que lo quema todo:

Tal vez sea la historia de la familia atacada por la represión, el terrorismo de la dictadura, las consecuencias de la segunda guerra mundial, el mundo bipolar, las bombas atómicas, el capitalismo devorándolo todo, las publicaciones clandestinas para juntar fondos para el activismo, sus pasos por encima de tierra, húmedas fábricas, rocas en vez de caminos, cloacas & ciudades perdidas.


Tal vez sea su natural espíritu rebelde, medio anarquista, medio ermitaño, su vida trazada por su Max solitario, un hombre que fue perdiendo su vida colectiva debido a su decepción por la incredulidad y la apatía en la que hemos caído todos. Pero momento, no se equivoquen, porque Max Rojas no es un misántropo, hoy es el poeta de mayor reconocimiento entre escritores y poetas de todas las generaciones, es Premio de Poesía Iberoamericana Calos Pellicer por su libro inicial de Cuerpos, es un filósofo que comparte su tiempo libre con cualquiera que tenga la osadía de plasmar sus demonios con letras, grabar sus palabras en pliego, dejar su voz en el eco abismal que nos rodea.




Max es un vago, un revoltoso, un humanista, un poeta de culto publicado por editores independientes, un poeta poco publicado en papel, muy fotocopiado, mucho muy leído en internet, es un poeta suicida que busca la muerte en un poste por adicción de adrenalina, es un joven al que le ganó el tiempo.

El tiempo siempre el maldito tiempo
presuroso e imparable,
me ha permitido conocer a Max, acercarme al escritor,
tomar tequila con el solitario, leerlo sin duda alguna,
me ha tocado la suerte de escuchar sus versos con su ronca voz,
con el jaguar que mantiene vivo a Max.

Su letra oscura recoge los vocablos de los de abajo y los convierte en arte. Quién dijo que la poesía pertenece a los excelsos, a los académicos, a los intelectualoides bien entendidos de los “secretos que guarda la poesía”, no conocen a Max y se han perdido en el vasto campo de la poesía bonita y artificiosa que hace de la belleza una droga destructiva

Si no tienen el libro El Turno del Aullante llévenlo con ustedes, porque tendrán la oportunidad de viajar al inframundo con este oráculo que lo sabe y lo ve todo, si ya lo tienen, vuelvan a llevarlo en sus bolsas porque este libro es una edición de autor, una cosa de colección, un libro que vale más de lo que ha costado en su producción, es una caja de Pandora que les llevará por las oscuras calles de la memoria de Max y tendrán en sus bibliotecas a un poeta clásico, un oráculo que desde sus años de juventud ya nos responde a cualquiera de las posibles preguntas que surgen en el transcurso de una vida: la rabia, el amor, el orgullo, la desazón, la soledad como efecto secundario del amor.

I
Lo furioso, lo verdaderamente animal
que me sostiene, lo que me guarda en pie
con el rencor crecido, esto como de hueso,
como de dientes que me muerden
después de haber mascado el polvo,
esto de sangre, esto de grito ahorcado
como un aullido en la garganta,
esto como un muro, como un sollozo
largo de noche sin hogueras, lo animal,
lo verdaderamente bronco que me duele en los ojos.
Dije que el mar es algo así como esa diaria muerte
de mi cuerpo. Hoy me sale lo bronco
y me revuelvo, hoy me sale lo herido
y me desgarro –perdón por esta forma
de amargura, pero es que hoy
de muy dentro me sale lo animal desbocado,
la verdadera furia que me empuja:
esto de maldecir espinas por la boca
lo formalmente triste
lo exactamente amargo como el llanto.
Max Rojas, El Turno del aullante


Galeano y el fútbol a sol y sombra

Hincha de Nacional de Montevideo, amor que compartió junto a su compatriota y escritor Mario Benedetti, Galeano fue registrando con sus textos, cuentos y relatos la evidencia de una relación que muchos intelectuales y deportistas consideran imposible: fútbol y literatura.

Autodefinido como un "mendigo del fútbol, el escritor uruguayo pudo plasmar con palabras el sentimiento irracional de los aficionados al balón, dándole una voz a los millones de hinchas que cada semana se entregan a unos colores, un escudo, un club o selección.

 "No tengo nada de original porque, como se sabe, en mi país las maternidades hacen un ruido infernal porque todos los bebés se asoman al mundo entre las piernas de la madre gritando gol. Yo también grité gol para no ser menos y como todos quise ser jugador de fútbol".
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Por José Luis Hurtado | Antes de que caducaran los años 90, José Manuel García, un maestro de Marca de la época de la niebla cigarrera por encima de los teclados, un tipo de los que utilizaba palabras de las que yo desconocía su significado (sigo igual), me dio un pase al hueco: 'Quillo, ¿tú no conoces un libro de fútbol de Eduardo Galeano?'. Me aclaró que se llamaba 'El fútbol a sol y sombra'. Mi respuesta la pueden adivinar, propia de quien creía que fútbol y libros vivían en separación de bienes.

A pesar de que en aquella época vivíamos con el pico del bonocopa (2x1) asomando por el bolsillo trasero del pantalón, tardé poco en acercarme a 'La Casa del libro' para pasar por taquilla. Me trajeron el ejemplar, de un color que sólo se asemejaba al de la Holanda de Cruyff, y lo metí en la mochila tras hacer una pared con la librera.

Empecé el libro con la ilusión del ignorante. Y a mucha honra. La ignorancia precede a la curiosidad, y ésta debe ser eterna. De repente inicié un viaje fabuloso. El sofá se convirtió en una tribuna de preferencia.
Aquellas piezas, cortas y certeras, transportaban al lector, en un banquete inolvidable, de Peñarol a Nacional, de Cruyff a Maradona, de Di Stéfano a Pelé, del Azteca al Monumental, de la tribuna a la caseta, de la hierba al despacho, de la chilena a la gambeta.

No era un libro. Era una enciclopedia, una guía, un manual de autoayuda, una joyita localizable siempre en una estantería. En cualquier tarde ramplona, de las de empate a cero y lluvia en la calle, siempre había un párrafo que recuperar, como se recurre al mejor suplente para que te salve de un despido. Si un domingo algún atrevido dibujaba una chilena, se miraba cómo era aquello que escribía Galeano sobre el inventor del escorzo.   

Él enseñó a construir el fútbol con otras palabras. Su influencia ha sido tanta que si hubiera cobrado derechos de autor se podría haber comprado Wembley. Galeano se ha muerto un lunes, jornada de prórroga, el día en el que se completan las clasificaciones. Por mi parte, ahí queda usted, de líder de las páginas futboleras. Sin más. GRACIAS.

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Fútbol a sol y a sombra
Por Eduardo Galeano

La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.

El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía. Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.


El jugador

Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina. El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar. Los empresarios lo compran, lo venden, los prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo. En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:- Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.- ¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero. O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.

El arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped. Es uno solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores. Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos. Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.


El ídolo

Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en una cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota. Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación. La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.- ¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte! La pelota ríe, radiante, en el aire. Él baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán. Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista una bestia:-¡Con la herradura no! La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor:- ¡Momia! A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.


El Hincha

Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno. Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos. Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música. Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.

El fanático

El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua. El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar. En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

El gol
 
El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna. Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos. El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.
 
 
El director técnico

Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a convertirse en disciplinados atletas. El entrenador decía: Vamos a jugar. El técnico dice: Vamos a trabajar. Ahora se habla en números. El viaje desde la osadía hacia el miedo, historia del fútbol en el siglo veinte, es un tránsito desde el 2-3-5 hacia el 5-4-1. pasando por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier profano es capaz de traducir eso, con un poco de ayuda, pero después, no hay quien pueda. A partir de allí, el director técnico desarrolla fórmulas misteriosas como la sagrada concepción de Jesús, y con ellas elabora esquemas tácticos más indescifrables que la Santísima Trinidad. Del viejo pizarrón a las pantallas electrónicas; ahora las jugadas magistrales se dibujan en una computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones rara vez se ven, después, en los partidos que la televisión transmite. Más bien la televisión se complace exhibiendo la crispación en el rostro del técnico, y lo muestra mordiéndose los puños o gritando orientaciones que darían vuelta al partido si alguien pudiera entenderlas. Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando el encuentro termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias, aunque formula admirables explicaciones de sus derrotas: Las instrucciones eran claras, pero no fueron escuchadas, dice, cuando el equipo pierde por goleada ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza en sí mismo, hablando en tercera persona más o menos así: «Los reveses sufridos no empañan la conquista de una claridad conceptual que el técnico ha caracterizado como una síntesis de muchos sacrificios necesarios para llegar a la eficacia». La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de consumo. Hoy el público le grita:¡No te mueras nunca! Y el Domingo que viene lo invita a morirse. El cree que el fútbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes y el aguante de Gandhi.

El lenguaje de los doctores del Fútbol

Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está exigiendo análisis más profundo y detallado y sin incurrir en ambigüedades que han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de la afición deportiva. Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad atribuyendo el revés del once locatario a la discreta performance de sus jugadores, pero la excesiva lentitud que indudablemente mostraron en la jornada de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado no justifica de ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera, semejante descalificación generalizada y por lo tanto injusta. No, no y no. El conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí en nuestro querido país y en los escenarios del deporte internacional e incluso mundial, donde hemos sido convocados a cumplir nuestra modesta función. Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre: el éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego de este esforzado equipo porque lisa y llanamente sigue siendo incapaz de canalizar adecuadamente sus expectativas de una mayor proyección ofensiva hacia el ámbito de la valla rival. Ya lo decíamos el Domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente alta y sin pelos en la lengua, porque siempre hemos llamado al pan pan y al vino vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos les duela, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.

Obdulio

Yo era chiquilín y futbolero, y como todos los uruguayos estaba prendido a la radio, escuchando la final de la Copa del Mundo. Cuando la voz de Carlos Solé me transmitió la triste noticia del gol brasileño, se me cayó el alma al piso. Entonces recurrí al más poderoso de mis amigos. Prometí a Dios una cantidad de sacrificios a cambió de que Él se apareciera en Maracaná y diera vuelta el partido. Nunca conseguí recordar las muchas cosas que había prometido, y por eso nunca pude cumplirlas. Además, la victoria de Uruguay ante la mayor multitud jamás reunida en un partido de fútbol había sido sin duda un milagro, pero el milagro había sido más bien obra de un mortal de carne y hueso llamado Obdulio Varela. Obdulio había enfriado el partido, cuando se nos venía encima la avalancha, y después se había echado el cuadro entero al hombro y a puro coraje había empujado contra viento y marea. Al fin de aquella jornada, los periodistas acosaron al héroe. Y él no se golpeó el pecho proclamando que somos los mejores y no hay quien pueda con la garra charrúa: -Fue casualidad- murmuró Obdulio, meneando la cabeza. Y cuando quisieron fotografiarlo, se puso de espaldas. Pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, abrazado a los vencidos, en los mostradores de Río de Janeiro. Los brasileños lloraban. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un enorme letrero luminoso. En medio de la euforia, se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta la nariz y un impermeable de solapas levantadas. En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron a sí mismos medallas de oro. A los jugadores les dieron medallas de plata y algún dinero. El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford del año 31, que fue robado a la semana.
 
 
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Los anteriores textos forman parte del libro "El fútbol a sol y sombra" que Eduardo Galeano escribió como homenaje al deporte más popular del mundo en 1995. Puedes leerlo completo en este enlace.


Charles Baudelaire y su jardín maldito

Obra gráfica de Fiona Morrison para Las flores del mal (Vaso Roto).

 

 Charles Baudelaire, el máximo exponente del simbolismo


Hace 194 años nació Charles- Pierre Baudelaire, considerado como uno de los máximos exponentes del simbolismo e iniciador de la poesía moderna, Hijo del ex sacerdote Joseph –Francois Buadelaire y Caroline Dufayis, nació en París el 9 de abril de 1821, su padre falleció el 10 de febrero de 1827 y su madre se casó al año siguiente con el militar Jacques Aupick; Baudelaire nunca aceptó a su padrasto como figura paterna y tuvo conflicto familiares con él, durante su infancia y adolescencia.

En el año de 1831, se trasladó junto con su familia a Lyon y en 1832 ingresó al Colegio Real, donde estudio hasta el año de 1836, año en que regresaron a París donde continuó sus estudios en el Liceo Louis-le- Grand y fue expulsado por indisciplina en el año de 1839 , más tarde se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de París, y se introdujo en la vida bohemia, conociendo autores como G de Nerval y H. De Balzac y poetas jóvenes del Barrio Latino, durante esa época conoció a Sarah Louchette, una prostituta que se convirtió en su fuente de inspiración para algunos de sus poemas , y la misma que le contagió de sífilis enfermedad que años más tarde acabaría con su vida.

Aupick su padre adoptivo, se encontraba descontento con la vida liberal y a menudo libertina que llevaba el joven Baudelaire, lo envió a un largo viaje con el objeto de alejarlo de sus nuevos hábitos y embarcó el 9 de junio de 1841 rumbo a la India, pero luego de una escala en la isla Mauricio, regresó a Francia, se instaló de nuevo en la capital y volvió a sus antiguas costumbres desordenadas. Siguió frecuentando los círculos literarios y artísticos y escandalizó a todo París con sus relaciones con Jeanne Duval, la hermosa mulata que le inspiraría algunas de sus más brillantes y controvertidas poesías.

Como ya era mayor de edad, reclamó la herencia paterna, pero su vida de dandy le hizo dilapidar la mitad de su herencia, lo que indujo a sus padres a convocar un consejo de familia para imponerle un tutor judicial que controlara sus bienes. El 21 de septiembre de 1844 la familia designó un notario para administrar su patrimonio y le asignó una pequeña renta mensual, situación que profundizó sus conflictos familiares.

A principios de 1845 empezó a consumir hachís y se dedicó a la crítica de arte, publicando Le Salon de 1845, un ensayo elogioso sobre la obra de pintores como Delacroix y Manet, entonces todavía muy discutidos. Ante los primeros síntomas de la sífilis y en medio de una fuerte crisis afectiva, intentó suicidarse el 30 de junio de ese año.

En el año de 1846 publicó Le Salon y colaboró en revistas con artículos y poemas. Buena muestra de su trabajo como crítico son sus Curiosidades estéticas, recopilación póstuma de sus apreciaciones acerca de los salones, al igual que El arte romántico (1868), obra que reunió todos sus trabajos de crítica literaria.

Además fue pionero en el campo de la crítica musical, donde destaca sobre todo la opinión favorable que le mereció la obra de Wagner, que consideraba como la síntesis de un arte nuevo. En literatura, los autores Hoffmann y Edgar Allan Poe, del que realizó numerosas traducciones (todavía las únicas existentes en francés), alcanzaban, también según Baudelaire, esta síntesis vanguardista; la misma que persiguió él mismo en La Fanfarlo (1847), su única novela, y en sus múltiples esbozos de obras teatrales.

Para el año de 1856 el 30 de diciembre Baudelaire había vendido al editor Poulet-Malassis un conjunto de Poemas, bajo el título “Las flores del mal” poemas que trabajo minuciosamente durante ocho años y que marcaron un hito en la poesía francesa, el poemario se presentó hasta el 25 de junio de 1857 y provocó escándalo entre algunos críticos. Gustave Bourdin, en la edición de Le Figaro del 5 de julio, lo consideró un libro “lleno de monstruosidades”, y once días después la justicia ordenó el secuestro de la edición y el proceso al autor y al editor, quienes el 20 de agosto comparecieron ante la Sala Sexta del Tribunal del Sena bajo el cargo de «ofensas a la moral pública y las buenas costumbres». Sin embargo, ni la orden de suprimir seis de los poemas del volumen ni la multa de trescientos francos que le fue impuesta impidieron la reedición de la obra en 1861. En esta nueva versión aparecieron, además, unos treinta y cinco textos inéditos.

Las flores del mal está dividido en seis secciones: Spleen e Ideal, Cuadros parisienses, El vino, Flores del mal, Rebeldía y La muerte, donde le autor muestra el riguroso dibujo de un poema que ilustrase la historia de un alma en sus sucesivas manifestaciones.

Baudelaire pronunció una serie de conferencias en Bélgica (1864), adonde viajó con la intención de publicar sus obras completas, aunque el proyecto naufragó muy pronto por falta de editor, lo que lo desanimó sensiblemente en los meses siguientes. La sífilis que padecía le causó un primer conato de parálisis (1865), y los síntomas de afasia y hemiplejía, que arrastraría hasta su muerte, aparecieron con violencia en marzo de 1866, cuando sufrió un ataque en la iglesia de Saint Loup de Namur, donde se le trasladado urgentemente a una clínica de París, y permaneció sin habla pero lúcido hasta su fallecimiento. Charles Baudelaire es considerado el padre, o, mejor dicho, el gran profeta, de la poesía moderna. (Vía Siempre!)



La gracia y el abismo

La primera edición de 'Las flores del mal' de Baudelaire en 1857, ocasionó un proceso judicial que acabó en condena y escándalo
 
Algunos hechos marcaron para siempre la vida de Baudelaire (1821-1867) y, sin duda, contribuyeron a que forjara una visión sombría de la existencia que, a su vez, penetró en todos los intersticios de su poesía. Se quedó huérfano de padre a los 6 años y, a partir de entonces, estableció una profunda e intensa relación con su madre que duró hasta que esta decidió casarse de nuevo. Este hecho supuso para él el fin del idilio, cuyo causante fue su padrastro, al que vio, sin duda, como el peor ladrón, el intruso más intolerable, el más bárbaro Atila que arrasó con su infancia dorada e irrecuperable.

A partir de aquí empieza el descalabro, la mala vida, el lujo inmoderado, los burdeles oscuros, la bohemia de altura, el dandismo más exaltado y la poesía más original, descarnada, profunda y anhelante que quepa imaginar. Se puede decir que de esa grieta existencial incurable nació el remedio doloroso de su poesía, que empezó a escribir pronto, “con paciencia y con furia”, y a la que le puso distintos títulos —Las Lesbianas, Los limbos— hasta de que acabara siendo Las flores del mal.

La primera edición tuvo lugar en 1857, con el consiguiente proceso judicial que acabó en condena y escándalo. Baudelaire tuvo que quitar seis poemas de su libro en la reedición de 1861, entre ellos el magnífico Mujeres condenadas (es decir, lesbianas), por no hablar del portentoso Una mártir, que termina de una manera tan escabrosa que, sin duda, tuvo que horrorizar a los jueces que lo condenaron. Estos poemas excluidos reaparecieron en la edición de 1866, hecha en Bruselas por el gran escudero del poeta, su editor Auguste Poulet-Malassis. A esta edición le siguió la de 1868, ya póstuma y con nuevos añadidos a los que ya se habían producido en la 2ª edición, la de 1861.

La traducción y la edición que celebramos ahora se apoya en esas dos ediciones, la del 61 y la del 68. El diseño como tal es rompedor, atrevido, fantasioso y recuerda a una caja multicolor, con los bordes (el canto) rojos, en cuyo interior se encuentra ¡ese regalo, esa joya!, los poemas gloriosos de Baudelaire. El diseñador es Quim Díaz y la fotógrafa, Fiona Morrison, autora de las fotos que entrelazan la figura mayéstatica y dandística de Baudelaire, junto con unas floraciones multicolores que expanden la mirada del poeta a ¿sus paraísos artificiales?

Y luego está la traducción del citado Manuel J. Santayana, que ha apostado por la métrica y la rima más estrictas. Para calibrar esa audaz opción —llenas de peligros— hay que mirar los resultados y los resultados son excelentes, con muchos aciertos brillantes, con un respeto escrupuloso por el sentido del original, con muy pocas cabriolas —o ninguna— que lo desfiguren en favor de las geniales ocurrencias del traductor de turno.

Su patrón métrico básico es el alejandrino, siguiendo al alejandrino francés, pero también usa el endecasílabo, el heptasílabo, el eneasílabo, siempre según la pauta marcada por el original. A este estricto rigor métrico se suman las rimas, siempre consonantes, con una disposición que calca la del poema baudelairiano. El esfuerzo es, sin duda, titánico y los resultados son regularmente buenos, sin los temibles ripios al acecho, o esas otras componendas ridículas que, para facilitar la rima, se convierten en horrísonas patochadas, que afectan tanto al sonido como al sentido. Poemas fabulosos como Moesta et Errabunda (Tristes y errantes), La campana quebrada, Paisaje, Las viejecitas, A una que pasaba o El cisne —entre otros— están fenomenalmente traducidos y suenan muy bien cuando se leen en voz alta.

A veces resuena Rubén Darío, o a cualquiera de sus discípulos hispanos, como en este fragmento del poema La Belleza: “Yo reino en el azur, esfinge postergada;/mi blancura es de cisne y mi corazón, nieve;/porque enreda las líneas, odio lo que se mueve/y no río jamás y no lloro por nada”. Otras, sin más, se oye, en español —¡milagro de las buenas traducciones!—, esa voz baudelairiana del desgarro moderno, como ocurre en el maravilloso A una que pasaba: “Un fulgor…¡y la noche! Fugitiva beldad,/cuyo mirar me ha hecho nacer una vez más,/¿no te veré ya nunca, sino en la Eternidad?"/Lejos de aquí! ¡Muy tarde! ¡Quién sabe si jamás!/Pues tú ignoras mi rumbo, yo no sé adónde irías,/¡tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!”.

Cada época debe traducir a los grandes de otras lenguas para sentirse viva. Este Baudelaire vive a lo grande en español. ¡Bienvenido sea!

Ángel Rupérez. Escritor y crítico literario.

El “Aullido” de Allen Ginsberg

Por Carlos Noyola |

Si Allen Ginsberg viera sus poemas completos publicados en 2006 por HaperPerennial en Estados Unidos tendría suficientes razones para sentirse mal. Su poesía no vale per se de acuerdo a la edición, sino porque The New York Times considera que es brillante. Así se puede ver a Ginsberg y a su poesía como un ejemplo más de los rizomas de los que hablaban Deluze y Guattari, que aunque al principio parezcan desestabilizadores, terminan por expandir el sistema troncal, que se fortalece promoviendo a sus críticos, quienes quedan neutralizados en el instante en que se convierten en objetos de consumo.

Partidario de la unión internacional de trabajadores, enemigo de la desigualdad y la guerra, Ginsberg es casi el estereotipo del poeta comprometido. Del poeta que murió al margen. Así se siente a Ginsberg, especialmente en Howl, su poema más conocido (se traduce al español como Aullido, pero utilizaré el nombre en inglés por la relevancia del texto). Empero, Howl muestra otra dimensión poco explorada y más importante en tanto se quieran entender las preocupaciones del poeta: la religiosa.

La primera parte es una letanía, que tomando como base la poética de Whitman, parece estar escrita para ser leída en una plaza. Ginsberg hace referencia al Islam, cuando habla de “ángeles mahometanos”, al judaísmo cuando escribe sobre Plotinus y el cábala, e incluso a la resurrección y muerte de Cristo, cuando incluye la frase "eli, eli lamma lamma sabacthani", que puede ser entendida como el grito de Jesús preguntándose porque Dios lo ha abandonado. Esta diversidad de imágenes representa el profundo interés del poeta por la religión, que lo llevó a seguir la tradición mística de Blake, pero siempre opuesto a la religión organizada por una institución y a los dogmas que conllevan. Para Ginsberg la búsqueda religiosa debía ser personal, no atada a reglas que intentan imponer la Verdad.

En la segunda parte el aspecto religioso se vuelve más presente. Las invocaciones de Moloch, el Dios hebreo en nombre del cual se quemaban niños en la antigüedad son invocaciones del mundo actual, de la sociedad que engulle hombres, aquellos que piensan y por lo tanto son peligrosos, como su amigo Carl Solomon. Moloch no tiene piedad y juzga, observa y decide quién puede sobrevivir. Invocar a Moloch es también una acusación: la etimología del Dios ya lo relaciona con la ignominia, y para Ginsberg es un reclamo, es estamparle en la cara a la sociedad lo que ha hecho de sus miembros. El vocablo no es agradable, el poeta lo sabe, y por eso viene la anáfora. Hay que recordarlo hasta que quede claro: que Moloch somos todos, que Moloch está aquí, y que lo ha destruido todo. Es una epifanía, un instante, y Moloch se hace presente, el que se opone a la corriente se destina a perecer.

En la tercera parte regresa la letanía y la experiencia personal directa –en este caso de Carl en el manicomio-, para recordar que él va a estar ahí para acompañar a sus amigos en el sufrimiento, y será testigo de su resurrección después del martirio en el Gólgota. El aspecto religioso le da un sentido superior a la vida que le permite al poeta vivir a pesar de todo; su cuerpo se entrega y ahora lo que importa es la causa.

La cuarta parte me parece el clímax de la exploración religiosa. En la Nota al pie de página a Howl, el poeta llega al zenit aborreciendo el mundo que lo rodea por todas las cosas sin valor que han sido santificadas por la sociedad y esas figuras que las iglesias se han empeñado en imponer por encima de los humanos. Entonces el poeta se pregunta, ¿cómo desmitificar esos objetos? ¿Qué hacer para acabar con el fetichismo? La respuesta llega una vez más con la anáfora y con un discurso que ya no basta con leerlo, hay que gritarlo para que se escuche, para que los caminantes volteen a poner atención. La repetición excesiva despoja de poder y significado, y ese es el propósito. “¡Todo es santo! ¡Todos son santos! ¡Todos los lugares son santos!” Para terminar con lo especial hay que volverlo común, y ahora que todos somos santos el santo es indistinguible. Ginsberg regresa una y otra vez en estos últimos versos a mirar a nuestros Dioses, para declararlos falsos, para decir que adoramos figuras inanimadas (ciudades, máquinas, bombas, papelitos rectangulares) en nombre de las cuales quemamos a nuestros genios y el humanismo que nos queda.

La voz del poema se apaga, y lo hace como una voz ya cansada después de haber vomitado el cúmulo de toxinas que lo enfermaban. Ya solo pidiendo perdón, piedad, caridad, si es que es posible, pero no para él, sino para la humanidad, por la que sufre y a la que ve cayendo a pedazos.

Howl es el Padre Nuestro de Ginsberg. Debido a la inmensa libertad que el poeta se permitió gracias a que no pensaba publicarlo, Ginsberg dejó en Howl constancia, por un lado, de su profunda perspectiva religiosa de la vida y, por otro, de cómo veía que el mundo se está destruyendo debido al fetichismo en el que está sumida la civilización occidental. Sus ideas políticas son importantes, sí, pero la perspectiva religiosa las rebasa porque incluye la visión completa de la vida, que para Ginsberg era un todo inseparable.


Lee 'Howl' y otros poemas de Allen Ginsberg en este enlace.
 
 
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Carlos Noyola nació en la Ciudad de México en el 96. Sus poemas han aparecido en publicaciones como Letras Explícitas, Nomastique y el Periódico de Poesía de la UNAM.  Escribe regularmente para El Inconformista Digital y The insighters. Su primer libro, Costumbres correctas, fue publicado por Texere Editores en 2014. Actualmente vive en Estados Unidos.

100 de los mejores cuentos de la literatura universal (todos para llevar)


Encontramos este tesoro en la red y queremos compartirlo con ustedes para que ustedes lo compartan con otros y así por los siglos de los siglos. De nada y gracias a Área Autónoma por el detalle.

  1. A la deriva – Horacio Quiroga
  2. Aceite de perro – Ambrose Bierce
  3. Algunas peculiaridades de los ojos – Philip K. Dick
  4. Ante la ley – Franz Kafka
  5. Bartleby el escribiente – Herman Melville
  6. Bola de sebo – Guy de Mauppassant
  7. Casa tomada – Julio Cortázar
  8. Cómo se salvó Wang Fo – Marguerite Yourcenar
  9. Continuidad de los parques – Julio Cortázar
  10. Corazones solitarios – Rubem Fonseca
  11. Dejar a Matilde – Alberto Moravia
  12. Diles que no me maten – Juan Rulfo
  13. El ahogado más hermoso del mundo – Gabriel García Márquez
  14. El Aleph – Jorges Luis Borges
  15. El almohadón de plumas – Horacio Quiroga
  16. El artista del trapecio – Franz Kafka
  17. El banquete – Julio Ramón Ribeyro
  18. El barril amontillado – Edgar Allan Poe
  19. El capote – Nikolai Gogol
  20. El color que cayó del espacio – H.P. Lovecraft
  21. El corazón delator – Edgar Allan Poe
  22. El cuentista – Saki
  23. El cumpleaños de la infanta – Oscar Wilde
  24. El destino de un hombre - Mijail Sholojov
  25. El día no restituido – Giovanni Papini
  26. El diamante tan grande como el Ritz – Francis Scott Fitzgerald
  27. El episodio de Kugelmass – Woody Allen
  28. El escarabajo de oro – Edgar Allan Poe
  29. El extraño caso de Benjamin Button – Francis Scott Fitzgerald
  30. El fantasma de Canterville – Oscar Wilde
  31. El gato negro – Edgar Allan Poe
  32. El gigante egoísta – Oscar Wilde
  33. El golpe de gracia – Ambrose Bierce
  34. El guardagujas – Juan José Arreola
  35. El horla – Guy de Maupassannt
  36. El inmortal – Jorge Luis Borges
  37. El jorobadito – Roberto Arlt
  38. El nadador – John Cheever
  39. El perseguidor – Julio Cortázar
  40. El pirata de la costa – Francis Scott Fitzgerald
  41. El pozo y el péndulo – Edgar Allan Poe
  42. El príncipe feliz – Oscar Wilde
  43. El rastro de tu sangre en la nieve – Gabriel García Márquez
  44. El regalo de los reyes magos – O. Henry
  45. El ruido del trueno – Ray Bradbury
  46. El traje nuevo del emperador – Hans Christian Andersen
  47. En el bosque – Ryonuosuke Akutakawa
  48. En memoria de Paulina – Adolfo Bioy Casares
  49. Encender una hoguera – Jack London
  50. Enoch Soames – Max Beerbohm
  51. Esa mujer – Rodolfo Walsh
  52. Exilio – Edmond Hamilton
  53. Funes el memorioso – Jorge Luis Borges
  54. Harrison Bergeron – Kurt Vonnegut
  55. La caída de la casa de Usher – Edgar Allan Poe
  56. La capa – Dino Buzzati
  57. La casa inundada – Felisberto Hernández
  58. La colonia penitenciaria – Franz Kafka
  59. La condena – Franz Kafka
  60. La dama del perrito – Anton Chejov
  61. La gallina degollada – Horacio Quiroga
  62. La ley del talión – Yasutaka Tsutsui
  63. La llamada de Cthulhu – H.P. Lovecraft
  64. La lluvia de fuego – Leopoldo Lugones
  65. La lotería – Shirley Jackson
  66. La metamorfosis – Franz Kafka
  67. La noche boca arriba – Julio Cortázar
  68. La pata de mono – W.W. Jacobs
  69. La perla – Yukio Mishima
  70. La primera nevada – Julio Ramón Ribeyro
  71. La tempestad de nieve – Alexander Puchkin
  72. La tristeza – Anton Chejov
  73. La última pregunta – Isaac Asimov
  74. Las babas del diablo – Julio Cortázar
  75. Las nieves del Kilimajaro – Ernest Hemingway
  76. Las ruinas circulares – Jorge Luis Borges
  77. Los asesinatos de la Rue Morgue – Edgar Allan Poe
  78. Los asesinos – Ernest Hemigway
  79. Los muertos – James Joyce
  80. Los nueve billones de nombre de dios – Arthur C. Clarke
  81. Macario – Juan Rulfo
  82. Margarita o el poder de Farmacopea – Adolfo Bioy Casares
  83. Markheim – Robert Louis Stevenson
  84. Mecánica popular – Raymond Carver
  85. Misa de gallo – J.M. Machado de Assis
  86. Mr. Taylor – Augusto Monterroso
  87. No hay camino al paraiso – Charles Bukowski
  88. No oyes ladrar los perros – Juan Rulfo
  89. Parábola del trueque – Juan José Arreola
  90. Paseo nocturno – Rubem Fonseca
  91. Regreso a Babilonia – Francis Scott Fitzgerald
  92. Solo vine a hablar por teléfono – Gabriel García Márquez
  93. Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril – Haruki Murakami
  94. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius – Jorge Luis Borges
  95. Tobermory – Saki
  96. Un día perfecto para el pez plátano – J.D. Salinger
  97. Un marido sin vocación – Enrique Jardiel Poncela
  98. Una rosa para Emilia – William Faulkner
  99. Vecinos – Raymond Carver
  100. Vendrán lluvias suaves – Ray Bradbury
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