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Letrinas: Horas hombre





















Horas hombre | Por Eusebio Ruvalcaba |

Esa noche terminé de lavar los trastes a las dos de la mañana. Una hora más tarde de lo acostumbrado. El patrón estaba en la puerta. Había colgado el letrero de cerrado, y por ende no se admitía el acceso a nadie más. Pero si no se movía de la entrada era un mero formalismo. Él, y nadie más que él, tenía que supervisar la salida de los empleados restantes. Ninguno podía cruzar el umbral si aún faltaba barrer un rincón, lavar un traste sucio o trapear el baño.

Pero no todo mundo estaba de acuerdo con eso. Toño Olguín, el más viejo de los empleados, un anciano de más de 70 años que se esmeraba en ser lo más puntilloso, hacía las cosas a su manera. Por ejemplo, fingía que sacudía pues apenas pasaba el trapo. O se limitaba a cambiar los ceniceros de una mesa a otra; acomodaba las sillas cuando en realidad las desacomodaba. Esto se repetía noche a noche. En total éramos seis empleados —siete con Toño Olguín—, y sin hablarlo habíamos establecido un pacto: protegerlo a él, manteniéndolo fuera del control del patrón. Que lo dejara en paz. Que engordara su soberbia a costa de nosotros. No de un pobre y miserable viejo.

Una cosa era cierta. Nunca habíamos visto tanta resistencia de parte de un anciano decrépito. Porque vaya que sí combinaba la astucia con la sobrevivencia. Todos sabíamos que requería su salario a costa de lo que fuera. Era un pobre diablo sin un centavo ahorrado —así nos lo había hecho saber—, vivía al día, pero mantenía muy en alto cierta rebeldía, cierto orgullo, cierta dignidad que hacía quedar en ridículo la prepotencia del patrón.

Aquella noche se le veía más entero que nunca. Había ido de una mesa a otra. Siempre en busca de satisfacer al cliente más severo. Él mismo se echaba la culpa cuando algo no salía lo mejor preparado de la cocina. A todos nos llamaba la atención su esmero. Hasta parecía un hombre más joven —o menos viejo, debería haber dicho.

Por fin llegó la hora del cierre. Lo primero que hacíamos los empleados —apenas el patrón ponía el letrero en la puerta— era quitarnos el mandil y la cachucha. Enseguida nos desplazábamos por todos los rincones del restaurante. Hasta portábamos un matamoscas eléctrico para matar a las cucarachas.

Toño Olguín hacía todo con una parsimonia envidiable. No tenía la menor prisa, ni mostraba una pizca de apresuramiento. Se nos quedaba viendo con la escoba en la mano, como diciendo por qué se tardan tanto. Y nos aguardaba hasta que pasábamos del sacudidor a la toalla. O sea hasta que dábamos por terminada la faena. Pero en su rostro había una suerte de tolerancia, que todos le agradecíamos. Porque parecía el verdadero patrón. Era él quien se quedaba en el marco de la puerta para vernos cumplir nuestras obligaciones. Y quien, en un momento dado, nos permitía salir. Lo hacía mientras el patrón lo observaba —y nos observaba a nosotros— movido por la curiosidad. Como si se preguntara: ¿y ahora qué diablos le pasó a este loco? Pero de sus labios no salía palabra alguna. Sólo lo veía. Y lo veía.

El tiempo se fue acortando. La jornada estaba cada vez más próxima a concluirse, y la cosa parecía haber llegado a su fin. Toño Olguín le daba el visto bueno a todo. O cuando menos eso creímos todos. Hasta que el patrón le dijo: Ahora le toca a usted sacar toda la basura y trapear la cocina. ¿Le gustó ser el patrón, no es cierto? Pues ahora le toca ser el último de los gatos.

Tenían más de 20 años de conocerse: el patrón y Toño Olguín. A nadie le constaba, pero se decía que habían sido amigos desde la infancia, en una vecindad de la colonia Obrera. Y que habían sido los mejores amigos, hasta que la fortuna —bien ganada— del padre del patrón lo había sacado de ese medio. Eso se decía. Que inclusive habían compartido más de una novia. Tal vez fuera cierto. Tal vez no.

Quizás algo quedaba en forma de resquemor. Imposible saber. Pero la voz de Toño Olguín se escuchó con un tono cavernario: “Acepta mi renuncia. No quiero un quinto de ti. No estoy dispuesto a sacar la basura ni a trapear la cocina. No es mi trabajo. Hazlo tú. Pinche güevón de mierda”. Todos nos quedamos helados. Toño Olguín quitó el seguro de la entrada, dio un paso hacia la calle. Y se desplomó.

Alguien se apiadó y llamó a la ambulancia.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 
 
 

Letrinas: Chema, el mesero


Chema, el mesero | Por Eusebio Ruvalvaba |

Me dicen Chema porque me llamo José María. Soy mesero en el Carro del Sol. Un restaurante bar en las calles de San Antonio. Oficialmente, abrimos de 9 de la mañana a 9 de la noche. Y más o menos así es de lunes a jueves. Digo más o menos, porque venimos abriendo como a las 10. Pero los viernes, las cosas son muy diferentes. Sí abrimos —o lo intentamos— a las 9, pero cerramos a las 2 de la mañana. Porque el lugar se pone a reventar, y ni modo de desperdiciar la oportunidad de una buena entrada para el dueño, y una buena propina para nosotros, los meseros.

La cosa está así. Trabajamos enfrente de unas oficinas del ISSSTE. Oficinas monstruosas, por cierto. Quién sabe cuántos cientos de burócratas chambean ahí. Pero toda la semana se la pasan como en una olla de presión. A la espera de que sea viernes para destramparse. Van llegando de montoncito en montoncito. Hasta que de pronto ya llenaron el salón. La música en vivo está desde las ocho. Así que muchos entran, miran atentamente alrededor, y de volada sacan alguna chica —joven o no— a la que se le cuecen las habas porque alguien le unte el miembro. Esperando como princesa a que llegue su príncipe. Cuando por fin esto ya sucedió, de inmediato me acerco —siempre que sea de mis mesas, por supuesto— y le ofrezco de beber al caballero. De preferencia algo más o menos caro. Jamás dice que no. Con tal de quedar bien con la joven.

Pues así pasó el otro viernes con un hombre. Ya mayor. De casualidad encontró lugar en una mesa ocupada por una jovencita —y digo de casualidad porque no había ningún otro sitio libre. Pidió una botella de coñac. Yo me quedé azorado. Nadie pide eso. Es lo más caro. Pero él sí. Supongo que para impresionar a la chica. Pues yo les serví. Muy sonriente, me pidió que le permitiera abrir la botella. Simplemente accedí. Le sirvió a ella coñac con pepsi-cola, y él lo tomó con refresco de toronja. A mí eso me da lo mismo. Yo qué.

Una pieza. Luego otra. Y otra más. Los del conjunto les dedicaban todas las rolas. A él y a la chica. Pronto ella se empezó a sentir incómoda. Porque él no bailaba. Sólo hablaba y hablaba. Entonces se acercó un hombre de otra mesa —poblada sólo por hombres—, y la sacó a bailar. Ella le pidió permiso a él. Él se lo dio, se paró a bailar. Y no fue una pieza. Fueron varias. Y cuando regresaron, él ya se había quedado dormido.

La noche siguió su curso. Mientras el caballero de la mesa soñaba el sueño de los justos, la chica y el hombre que la sacó a bailar lo hacían cada vez más juntos, como si estuvieran vaticinando la noche que les esperaba. Los dos eran jóvenes. Llenos de energía. De vez en vez, ella volvía su mirada a su príncipe. Le susurraba algo al oído a su pareja de baile, y proseguían la noche. Hasta que alguien se desesperó. Seguramente fue él. El hombre que la sacó a bailar. Algo le dijo. Que fue más que suficiente. Ella acudió hasta la mesa que había ocupado, tomó su bolsa —que había dejado en una silla—, le dio un sutil beso al caballero —que ni se movió—, y salió por la puerta que había entrado. Me asomé y los vi tomar un taxi.

A las dos de la mañana en punto —exagero— desperté al caballero. Con toda la decencia del mundo le pedí su cuenta. Pagó. Me preguntó por la chica y le dije que se había marchado. No le dije nada del joven con el que se había ido. El tipo salió dando traspiés. Lo perdí de vista. Pero desde entonces ha regresado todos los viernes. Para quedarse dormido.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 
 

Letrinas: Mi mujer odia a los borrachos



Por Eusebio Ruvalcaba |

Tengo dos enemigas a muerte: la diabetes y mi esposa. Y con ninguna de las dos puedo.

Padezco una diabetes que no es precisamente lo que podría llamarse mortal. Es decir, sí me va a matar pero no en forma inmediata. Le va a llevar su tiempo. Creo. No soy insulino-dependiente; se manifiesta a través de lo que los médicos llaman neuropatías. Las padezco hacia la altura del estómago, debajo de las tetillas, de un extremo a otro de los costados, y son verdaderamente dolorosas, y hoy por hoy, ni el médico alópata ni el homeópata han logrado curarme. Ni modo, cada vez que me dan —son una especie de agujas por debajo de la piel— tengo que detenerme de una pared, de un mueble, o de lo que esté más cerca para no caer. Y según me aseguraron, mientras beba tendré alta la azúcar, y mientras tenga la azúcar alta padeceré este castigo divino.

La otra enemiga, digo, es mi esposa.

Desde antes que yo padeciera diabetes, odiaba el trago. Como mi madre. Que hizo un guiñapo de mi padre, y de cuya tiranía yo jamás pude librarme. Sin que hubiera mayor pretexto, mi esposa se ponía iracunda desde que me veía dirigirme hacia la cocina, donde tengo mis botellas. “¿Ya vas a emborracharte?”, me gritaba.

Y la verdad no estaba muy equivocada.

Siempre he considerado el trago como el placer por antonomasia de la condición masculina. Ningún otro —sea la mujer, el cigarro, la droga o el juego— provoca tanta aceptación. Y aun a pesar de que cada uno de aquellos individuos sepa los riesgos del acto de beber. Que son muchos y que no voy a repetir, por no ser estas palabras parte de una encíclica.

Mi mujer odia a los borrachos porque los considera los tipos más estúpidos del universo. Dice que la humanidad se divide en mitad hombres y mitad mujeres. Y que de la mitad correspondiente a los hombres, 95 por ciento son borrachos —es decir estúpidos—, y 5 por ciento individuos dueños de conciencia y principios —es decir aburridos, apuntaría yo. ¿Pues de qué otro modo se puede calificar a los borrachos, que a sabiendas de las consecuencias que provoca el alcohol beben como locos?

Eso dice.

Se la pasa horas en el Internet. Es como una detective cibernética. Y no tanto por seguir pistas absurdas sino para prohibirme beber —aunque en su descargo tengo que reconocer que de la invitación pasó a la prohibición. Prohibición que llegó muy lejos. Al punto de que para mí resultó más un motivo de entretenimiento que de nerviosismo. Porque entre más me prohibía beber más lo hacía, y ese solo hecho inoculaba mi vida de valor. Me sentía un héroe. Mientras fuera así de testaruda yo me sentía a gusto en casa.

Pero en ese estira y afloja que significa todo vínculo matrimonial, las cosas se pusieron de cabeza. Tengo muy presente el grito que di cuando abrí la despensa de la cocina, y donde antes había botellas —de whisky, vodka, tequila y mezcal—, ahora sólo veía aceites de cocina, especias, vinagres y saborizantes de colores.

—¿Y mis botellas? —le pregunté azorado a una mujer sonriente que me contemplaba desde uno de los extremos del comedor, como se mira a un elefante mover la trompa en el zoológico.

—No hay más botellas. Se acabó el vino en esta casa. No voy a dejar que envenenes tu organismo por una estupidez —¡tenía que decirlo!—, ¿entiendes? Lo hago por tu bien. No me voy a quedar con los brazos cruzados mientras tu te emponzoñas.

—¿Emponzoñarme? Si no estoy tomando veneno de mamba negra —¿de dónde saqué la palabrita?, de un programa que había visto la víspera en Discovery. Punto a mi favor.

Como sea, me quedé pasmado. Jamás me imaginé que ella, mi mujercita linda, hubiera sido capaz de llegar a ese grado. No importaba que mi salud estuviera de por medio. Guardé silencio y me senté en mi sillón favorito. Sentí que las lágrimas sobrevendrían en cualquier momento. Silbé la primera melodía que me vino a la cabeza, con tal de quitar de mi cara esa expresión idiota que acompaña el llanto. Necesitaba hacerle creer que tenía la sartén por el mango. “Por fortuna quedan las cantinas”, dije, “el dinero que me gaste en la calle lo voy a tomar del gasto. Tú te lo buscaste. Y recuerda que en ese gasto van tus maquillajes y tus medias, y alguna que otra chuchería que siempre se te antoja”.

—No te vas a atrever a hacer eso.

—¿No? Tú serás la primer testigo.

Ahora la que se quedó callada fue ella. De pronto, entreabrió su exquisita boca y dijo:

—Está bien. Creo que me precipité. Escondí las botellas en el clóset.

—Por mí puedes dejarlas ahí. Ya vi que supiste aprovechar el espacio —dije, y salí a la recámara por una de whisky. Qué sed tenía.

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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 
 




Letrinas: Siempre volvemos a lo mismo


Por Eusebio Ruvalcaba-
Salgo de casa a las 9 y media de la mañana. Un feliz optimismo me anima a emprender el viaje. Mi mujer se fue a trabajar a las 7 y 45 —es maestra, y tiene que agarrar su tiempo por los embotellamientos.

Mis hijos se encuentran en la universidad, y a esta hora están en sus respectivas clases. Si no es que dormidos en sus mesas.

Salgo, pues, y mis pasos me llevan directamente hasta la cafetería que está a unos metros, en la acera de enfrente de mi casa. Abren a las 7 en punto.

Llego, y al momento ordeno mi desayuno. Que me sirven enseguida: huevos a la mexicana, jugo y café. Lo disfruto enormemente. A las 8 y cuarto pasa Nacho con mi periódico —cada vez resultan más escasas las noticias de mi interés, pero siempre hay. Ordeno Milenio, ordeno La Jornada. Me da igual. Diarios que leo con parsimonia.

Cuando me percato ya transcurrió una hora. Entonces abro mi mochila, saco la libreta y prosigo la escritura de aquel cuento. O de aquel ensayo, o de aquella novela. Lo que haya dejado en ciernes.

Me quedo una hora más. Y de pronto se me antoja una cerveza. Mejor dicho, cruza la idea de una cerveza por mis circunvoluciones cerebrales. Pero no quiero. Sé que si la bebo ya no podré parar. ¿Cómo le hacen mis amigos, o algunos cuantos, para poder beber con mesura? Lo ignoro. Es una tentación que me rebasa. Pido pues la única cerveza que a estas alturas de mi vida soporto. Una artesanal de marca Minerva. La bebo con la desesperación de un gambusino cuando da con la veta prometida. Se me antoja una más. Pero paso. De lo contrario me quedaré ahí. Y lo único que me detiene de beber cerveza es la panza prominente que arroja tarde o temprano. Pago y salgo.

Me dirijo entonces a Carrasco, la colonia vecina, un barrio bravo. Está a un lado de la lateral del Periférico que corre hasta Xochimilco. A la altura de la Ollin Yoliztli. Ya son las 11 de la mañana pasadas. Conduzco mis pasos hasta el bar del barrio. Se llama La Perla. Don Noé Mendoza, el dueño, me ve entrar y acude solícitamente hasta mi mesa. Soy conocido de esas calles. Compro películas. Voy a la peluquería. Como tacos de carnitas. A veces llevo auto. A veces no.

¿Qué quiere?, ¿lo mismo de siempre?

Sí. Entonces pone en mi mesa una copa de JB. Vierto agua mineral y ahí principia la verdadera jornada. Anoche —y la noche de antier— tuve problemas con mi mujer porque llegué ebrio. Me preguntó de dónde venía, y me increpó que estaba llevando a la familia a la ruina —mentira, ya está en la ruina. Haciendo acopio de fuerza, le prometí que la situación iba a cambiar, que a partir de mañana —¿ayer?, ¿hoy?— yo sería otro. Me creyó y suspendió su interrogatorio/ perorata.

Me resisto a beber. Sé que si doy un trago, doy otro. Y otro. Miro el agua mineral producir una oleada de burbujas cuando el gas entra en contacto con el trago. Se dice que los ebrios son débiles. Pero a lo mejor es más débil no quien bebe sino quien se resiste a beber. Porque es esclavo de sus preceptos, que es decir de sus debilidades.

No ha pasado mucho de eso de la perorata de mi mujer. Apenas unas horas. Con toda seguridad, ella ha incrementado sus argumentos —siempre es igual, a lo largo de veinte años siempre ha sido igual: ¿está esperando que caiga yo fulminado por el alcohol, o que un coraje la ponga al pie de la tumba? ¿Ahora con qué me saldrá?: ¿con que debería pensar en mis hijos, en ella, en mí mismo?, ¿con que cuide mi salud? Bah, a quién le importa.

Antes de dar el primer sorbo, aspiro el bouquet del whisky. Y me quedo con el picante aroma en la nariz. Me bebo el primer trago. Es delicioso. Como el brebaje que Jesucristo repartió a los pobres. Así les sabría. Aquella jornada en que no había más libación para disfrutar las bodas. Les sabría como JB. Cada sorbo me sabe a ambrosía. Disfruto cómo burbujea la ingestión en mi garganta, cómo se deposita el trago en mi estómago y me hace cosquillas.

Si don Noé me ve trabajando no se acerca a mí. Es cauto. Espera pacientemente a que cierre mi libreta y me concentre en la nada. Lo que nunca sucede. Tal vez porque soy un manojo de nervios, tal vez porque vivo en la creencia de que aún tengo cosas que decir. Cosas menudas e insustanciales. Por cierto. Jamás he sabido lo que dicen los escritores. Por qué la gente se apega a los libros. Qué encuentran en ellos. Qué hace impostergable su lectura.

Es un misterio para mí. Por donde lo vea. Es un enigma que no tiene resolución. Y como para confirmar mi incertidumbre, o más bien para darme un suspiro, extraigo un libro de mi mochila. Siempre llevo un libro conmigo —esta vez El blues de la calle Beale de James Baldwin. Que me salva la vida. Como siempre me acontece con los rusos y los gringos, que me abren horizontes y me permiten vislumbrar mi excrecencia humana.

Así que empiezo a leer. Y a beber. Ahora sí en serio. Whisky y lectura. Whisky y escritura.

Avanzo en el cuento que estoy escribiendo. Hasta que lo tenga en las manos, se avistará el ciérrate-sésamo. Llegue donde tenía que llegar. Si llego. Porque estoy a punto de fastidiarme y cerrar la libreta. El siguiente paso es regresar a casa. Tocar el timbre y explicarle a mi esposa el origen de mi aliento.

Mañana será otro día. Y a las 9 y 30 ya estaré ordenando mi desayuno. Huevitos a la mexicana.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 
  

Letrinas: Sandra


Por Eusebio Ruvalcaba-
Fotografía: Stephie Vega-
Es increíble lo que una mujer abre la boca. Sobre todo cuando se está desvistiendo delante del espejo para hacer el amor y su marido está trabajando. Creo que para ella es el momento ideal. Como si al amante le importara, y por ese solo hecho fuera a ser condescendiente. O no fuera a juzgar tan acremente a la mujer infiel. Por Dios, si el amante va a lo que va y la vida íntima de la mujer lo tiene sin cuidado. Aunque de ahí en adelante cuando se tope con el esposo —supóngase que es un vecino o un compañero de trabajo— forzosamente habrá de bajar la vista. Sabe particularidades tan atroces acerca de él —que es un témpano en la cama, que le apesta la boca, que padece eyaculación precoz, que carece de erección—, que no tendrá ojos para mirarlo, no importa si toda esa información es cierta o no. Cosa que, cuando menos en la cama, y en la fase de la seducción, el hombre se abstiene de platicar de su mujer. Ciertamente, el hombre suelta la sopa, cuando lo llega a hacer, con los amigos pero no con la amante. Precisamente para no darle armas. Sin quererlo, sin saber a ciencia cierta cómo, porque el hombre es sumamente torpe y zafio, el varón defiende a ultranza su independencia.

Cuento todo esto por Sandra.

Fuimos amantes casi seis meses, hasta que me cambié de casa. Yo vivía en el 201, un departamento que provisionalmente me había prestado un amigo mientras conseguía donde ubicarme —la renta que me cobraba era insignificante, con tal de que pagara el mantenimiento y lo mantuviera presentable—, y ella en el 202, en el de enfrente. Sin hijos ni nada que se los impidiera, era muy común que Sandra y su marido organizaran reuniones escandalosas. Nos habíamos visto un millón de veces en el estacionamiento, cuando yo iba a trabajar o alguno de ellos regresaba, pero apenas cruzábamos saludo. Vive tanta gente en un edificio que todo mundo anda a la brava y se ignora entre sí deliberadamente. Hasta que una vez —venía yo de una fiesta—, llegué a casa en la madrugada y me los encontré en el zaguán. Sandra y su marido estaban borrachos –él mucho más que ella—, acababan de acompañar a algún invitado a su auto y justo en ese momento no sabían si darse un gran beso o regresar a su depa tomados del talle. Nos vimos y nos saludamos efusivamente, tanto que él me invitó la caminera en su casa —ella desaprobó la invitación sin dejar de sonreírme. Subimos y entré como Pedro por su casa. Me dirigí de inmediato a un pequeño librero. Por fortuna no leían literatura. Sólo había libros de superación personal, de cuidado de perros y de impermeabilización de azoteas. Más un diccionario Larousse. Los cd’s estaban esparcidos por todos lados. Mientras él me preguntaba que quería tomar —un ron, respondí—, ella me preguntaba qué quería oír.

—¿Tienes José José? —respondí. Debo admitir que en ese momento ya tenía en la mano la cuba que su marido me había preparado, y que permanecía absorto contemplando —ahora sí a mis anchas— la belleza de esa mujer. Porque —seguramente en estos juicios los tragos son corresponsables— a esas horas, y en esa situación, yo la veía como se mira a una diosa. Se agachaba y advertía un ángulo nuevo, se levantaba y notaba un aire helénico, se volvía hacia mí y me percataba de una luz que parecía iluminar sorpresivamente su rostro.

Cuando nos volvimos a topar en el estacionamiento, Sandra y yo ya éramos grandes amigos. Pasó una semana después. Ya no recuerdo si llegaba o me iba, fue por la mañana, pero ella estaba a punto de bajarse de su auto. Vi tanta confianza en su rostro, que me acerqué. Y —la verdad, sin ninguna malicia— la invité a escuchar música. Los Beatles en barroco, que a mí me gustaba mucho. Unos cuantos minutos nada más, ¿eh?, fue su respuesta.

Me decepcionó un poco. ¿Qué podríamos oír en unos cuantos minutos? Pero me limité a sonreír.

A sonreír.

Hicimos el amor como dos gatos de azotea. Como esos gatos que quitan el sueño cuando todo el vecindario duerme. Sin prolegómenos, sin que mediara palabra. Sencillamente entramos en la casa, en mi casa, le subí la falda y la amé. Parecía que su cónyuge habría de darse cuenta en cualquier momento, que todo estaba en contra —¿será por eso que se goza tanto a la mujer ajena? El punto es que algo pasó porque de ahí en adelante, en lugar de citarnos en un hotel, apenas nos encontrábamos corríamos al departamento, ya fuera al de ella o al mío. Cada vez más imprudentes.

Hasta que empezó a hablarme de su marido.

Qué historia. Que la tenía muerta de hambre. Que hacía siglos no le regalaba ni un trapo. Que era un pésimo amante. Que… Yo me harté, no tanto porque me agarrara de paño de lágrimas sino porque la mera verdad, él, digámosle Beto, me caía bien, muy bien. Era amable, alegre, comedido. Y buen bebedor. Incluso habíamos coincidido en la cantina del barrio, y platicamos como dos viejos amigos; cierto que teníamos en común a su mujer, o tal vez por esto, la plática fluía con espontaneidad y desparpajo. Es más, de pronto me di cuenta de que lo pasaba mejor con Beto que con Sandra, al grado de que empecé a hablarle a ella de las virtudes de él. De que se fijara en que era un hombre honorable, buen proveedor. De que ella mentía —¿no le había regalado un auto?, ¿no pagaba con muchísimos trabajos un tiempo compartido en Cancún, para que ella se asoleara?, ¿no la llevaba cuando menos una vez al mes a un antrillo a bailar?

También a él le ponderé —muy sutilmente— las virtudes de ella. Beto estuvo totalmente de acuerdo. Amo a mi mujer, dijo, por encima de todo.

Por supuesto, yo no necesitaba oír más.

Bendije el aviso oportuno, que me permitió conseguir un departamento que pudiera pagar. Me fui de ahí el siguiente fin de semana. No sin amarla una vez más.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 
 

Letrinas: El Primo de mi mujer


Por Eusebio Ruvalcaba.

Era el ídolo. Salvo yo, todos en la cuadra lo trataban con un respeto que rayaba en la admiración servil. Seguramente por su uniforme de servidor urbano. Y porque era un padre ejemplar. De seis chamacos. La verdad es que ni su nombre sabíamos. Yo menos. Y eso que el uniformado era primo de mi mujer. Esto no es de llamar la atención. Toda la parentela de ella vivía en el barrio de Tacubaya. Nosotros nos cambiamos para allá —originalmente vivíamos en Aragón— desde hace más de veinte años. Eran de hueva absoluta, a cada cual más inteligente e intachable, me repetía mi mujer todos los días.

A mí esto se me hacía sospechoso. Por lo que desde que tuvimos hijos, procuré mantenerlos alejados del radio de acción de tan encomiables personajes. Ni mis tíos ni mis primos, ni mis hermanos ni mis padrinos se emborrachan ni dicen groserías, no son como los tuyos, que tienen garganta de teporochos y boca de cargadores, me embarraba mi mujer en la cara a la menor oportunidad.

Pero para mí, el más detestable era el mentado servidor urbano. Usaba un uniforme amarillo con rayas anaranjadas, gorrita con un escudo que nadie distinguía de qué se trataba, si de la policía, de los bomberos o de protección civil. ¿Alguna vez te habrías acostado con tu primo?, le preguntaba yo a mi mujer para molestarla cuando la veía tan quitada de la pena sin despegar los ojos de la televisión.

¿Cuál primo?, me paraba en seco. Pues ya sabes cuál: el admirable, el íntegro, el incorruptible. Y frente a mi adjetivación torrencial respondía un simple estás loco, eres un demente.

Pero esa duda que fue creciendo dentro de mí me obligó a tomar cartas en el asunto. Algo se traía.

Decidí seguirlo.

No desperdiciar demasiado tiempo en él, pero sí pegármele. Que me hubieran corrido del trabajo por llegar con aliento alcohólico y acosar a la encargada del conmutador, me facilitaba las cosas. En fin, el pobre tenía cara de bruto, y yo creo que lo era. Estoy seguro de que no me identificaba. Ciertamente me había visto un par de veces —en 25 años— al lado de mi mujer, pero en forma accidental; nunca nadie me lo había presentado, además de que yo procuraba eludirlo, si acaso lo venía venir por la misma acera. Se veía tan buena gente —como si acabara de mecer a un niño en el columpio—, que no sabía de qué podría conversar con él.

Así que esa mañana lo seguí. Vivía en la esquina de avenida Jalisco y la calle de la Doctora. Yo en la siguiente cuadra. Con esas enormes y toscas botas y su cinto del cual pendía una lámpara y diversas herramientas —canana, la llaman—, caminaba a paso lento. Como una verdadera tortuga. Me asombró que se detuviera a conversar con cuanto comerciante se topara: Nacho, el vendedor del periódico —en cuyo kiosko era posible conseguir desde desodorantes hasta cigarros, desde camisas usadas hasta medicamentos de venta restringida—, el juguero don Toño, famoso en el barrio por sus jugos medicinales, el vendedor de tacos de carnitas —a las nueve de la mañana se vendían como pan caliente—, el zapatero —que reparaba su mercancía en la banqueta, provocando que los peatones tuvieran que desviarse para no atropellarlo—, el pollero… en fin. Y por si fuera poco, a todo mundo saludaba con deferencia y ceremonia. Como todo un príncipe de la educación.

Me empecé a desesperar. Pero algo dentro de mí me decía que estaba en el camino correcto. Que no me diera por vencido. Que valía la pena aguantar otro poco.

Y hasta ahora no sé si valió la pena o no.

El primo de mi mujer se metió a una vecindad de esas que están por caerse en Tacubaya. Lo esperé en la acera de enfrente. En el extremo de la cuadra. No tenía ni la menor idea de lo que se iba a tardar, así que me puse cómodo en la banqueta. Tarde o temprano saldría. Y salió, como a la hora. Pero apenas lo pude reconocer, por el atuendo. Había dejado de ser ese servidor perfecto para convertirse en un hombre común y corriente, aunque esta vez de traje y corbata. Pasados de moda, como él. Salió acompañado de un par de niños —niño y niña— que lo dejaron a unos metros de la vecindad; él se volvió a mirarlos con esa actitud del padre de familia amoroso, les indicó que se regresaran, y prosiguió su marcha. Cuando se hubo perdido de vista, entré a la vecindad. Toqué y pregunté por él en varios departamentos, hasta que una mujer de pelos enmarañados y aliento de alcantarilla, me respondió. Ya se fue Juan Manuel a trabajar. No hace ni diez minutos —al fin me había enterado de su nombre—, ¿quién le digo que vino a buscarlo? Pues un amigo de la niñez, dije y me di la media vuelta.

Decidí no comentarle nada a mi esposa. Para qué. Ya de por sí este hombre tenía complicada la vida. Dos familias en una misma colonia. Vaya. Mis respetos.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 

Letrinas: Conserva tu soltería



Por Eusebio Ruvalcaba-

Te lo digo yo que sé de estas cosas: No hay mujer que valga la pena el sacrificio de tu soltería. Los varones somos animales solitarios, esa es la única verdad que no cambia entre las cientos de miles que se tragan quienes ven televisión. Cualquier intento de ir en contra de la corriente fracasa, antes o después. Te ilusionas, te haces a la idea de que una mujer nació para ti y tú para ella, te enamoras, te imaginas al abrir los ojos por la mañana y verla a tu lado, feliz por que los dos despertaron al mismo tiempo y ella también se ha vuelto para mirarte, te ves caminando con ella, tomados de la mano en un parque o reventándose en una disco, bebiendo en el auto, viendo películas en la cama, teniendo sexo en un callejón oscuro (mucho ojo, por que te apaña la ley y cuando menos 50 dólares te quita por la gracia). Es decir, te imaginas esclavo de ella, siempre a su lado, siempre dispuesto a obedecer como perrito faldero, dejando en sus brazos la hombría que te caracterizaba antes de vivir juntos –si es que alguna hombría tuviste- o aquellos sueños de aventura que también cuentan.

A veces, por fortuna, soltería equivale a soledad. Es cuando más se disfruta o, mejor dicho, cuando verdaderamente se disfruta. De ser hijito de familia a vivir con una mujer –a casarse con una mujer- es el paso esperado por todos, especialmente por ella y sus parientes (quienes el día de mañana serán tus parientes políticos y a quienes no te podrás quitar de encima; piensa en esto y reflexiona, que a como es la madre de tu novia va a ser ella; no te espantes pero es la verdad). Que te esfumes es lógico, natural y tiene sentido que así sea. Finalmente estás hasta la madre de tus padres, de tus hermanos, de esa banda asquerosa que constituye tu familia. Y aquella mujer te da la opción de que te largues sin provocar resentimientos o aspevimientos sino felicitaciones. La verdad –y no te vayas a sacar de onda- es que todo el mundo se quiere deshacer de ti. Hasta el perro. Entonces se presenta aquella mujer y todo se va al diablo. Es decir, te casas. Pero a quien le estás dando el gusto es a tu family, no a ti, aunque creas lo contrario.

Que pobre vida le espera a quien toma una decisión tan mediocre (yo la tome, yo la viví). Porque ya dio el primer paso hacia el vacío. Pero ojo! Cuando se toma una decisión de esa naturaleza, significa que el arroz ya se coció y para lo que se está listo es para mandar al carajo la casa y parentela y para vivir solo. No para engancharse a otra tiranía.

Que siempre termina en eso todo amor matrimonial. No te creas cosa alguna del canto de las sirenas. Las mujeres no cambian: siempre son posesivas, celosas y toda la inteligencia de la que son capaces de aplicar a la resolución de los problemas de cualquier índole, se les rebota si de comprender a su pareja se trata. La felicidad –la paz, no otra cosa, no hay que ser tan ambicioso- no existe. La condición humana de la mujer está hecha para sufrir modificaciones continuamente. Las mujeres pasan de un estado a otro en forma acelerada y alarmante y lo que hoy las complace mañana las dejará frías. Y a la inversa. Por eso cuesta tanto trabajo darles gusto, ojo, no comprenderlas, una vez más no hay que ser tan ambiciosos.

El punto de todo esto es tu soledad. Si de vivir en la casa con tus padres te vas a vivir solo, a ganarte la vida como Dios te de a entender, mis respetos. Estás del otro lado. Ya recorriste la mitad del purgatorio rumbo a la salida de emergencia. Y espérate que empieces a disfrutar a solas, contigo mismo… libertad tan ansiada y que debes valorar, que es lo mejor de la vida. Tú contra el mundo, con tu música sin nadie que te reclame por el volumen, con tus videojuegos súper violentos que salpican de sangre todo el monitor, con tus libros de cualquier clase, con tus comics y revistas sin que tengas que esconderlas, con tus vicios y adicciones –que para ti son sagradas-, con tus pajas tirado en el sofá sin preocuparte que llegue alguien y te agarre en pleno vuelo, con tus desveladas descomunales, con tu suciedad, tu mediocridad –tuya, absolutamente tuya, es tu hipermegamediocridad y a quien no le guste que se vaya a la búrguer-, tus calzones sucios en la cocina, tus envases de cerveza en el buró, tus rebanadas de queso de cerdo tumefacto junto al teclado de la PC, tu zapato izquierdo en el baño y ni idea del derecho. Justo todo esto es lo que no soporta una mujer. Y eso para no hablar de la chica que bien ebria te habla en la madrugada para tener sexo, de tus amigos que llegan curados de alcohol por la mañana del sábado para invitarte a curársela. Esto menos, pero mucho menos, lo soporta una mujer. Me cae, me consta. Cualquier mujer, si estás en el periodo de gracia –que es cuando te esta envolviendo en su encanto-, te va a decir que qué buena onda!, que ella aguanta eso y más, que tu eres el hombre que ella anda buscando. Que qué dulces y divertidos son los hombres. Pero espérate tantito. Vive con ella y vas a ver que no miento. Por eso te digo que no hay que precipitar las cosas. Primero vive tu soltería, tu soledad, tu libertad y defiéndela a toda costa de lo que sea. No des tu brazo a torcer. Vive tu soledad y gózala al máximo. Que nunca más volverá a presentarse. Cuando firmes, ya valiste. O sin firmar, cuando admitas a esa mujer en tu casa, ¿Cómo te vas a deshacer de ella? No hay modo. Emborráchate todos los días o comulga, pero goza tu vida y tu soledad. Nada hay que se le compare en la vida, nada, que no te engañen ni te metan ideas en la cabeza. Pregúntamelo a mí que toda la vida he estado reprimido, con escasos segundos para tomar aire. De ahí a la peda. ¿Y por qué tanta insistencia en disfrutar la soltería?, te preguntarás, si es que llegaste hasta estas alturas del artículo. Porque al fin te vas a casar y vas a formar tu familia y a tener hijos; que a eso se viene al mundo. ¿Por desgracia? Ahí te queda de tarea.

Ahora que si en los recorridos de tu vida llegaras a encontrar a una mujer que aún a entendimiento de las palabras atrás escritas aún deseara estar contigo, y sobre todo, no apretarte ni asfixiarte, amigo no lo pienses dos veces: ella es la mujer ideal.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música.  

Chavos: fajen, no estudien



Ensayo

Chavos: fajen, no estudien

Porque si no lo hacen ahora, el día de mañana ni tiempo van a tener. Ni ganas.

Estudien lo mínimo para pasar, para que sus jefes no la hagan de jamón. Que se vayan con la finta de que están aprovechando el tiempo a lo bestia. Consideren las ventajas: primero que nada, llevarse la fiesta en paz —no hay nada más insensato que tener todos los días broncas con el jefe; porque los weyes son vengativos: empiezan restringiendo el uso de la nave (ya se les olvidó cuando eran chavos), o por bajarle el domingo (si te da, digamos, 200 morlacos, le quita 50 como si nada), o por insinuarte que en la casa hay muchos gastos, que le metes al MB o mejor te vas buscando chamba. (Pero la culpa es tuya porque tienes acostumbrado a tu jefe a que cuando quieres la haces, que nadie te supera, que eres muy piola, sácale punta y te la vienen pérez prado y sus cometas. De cualquier modo para qué te esfuerzas. Si al cabo de los años vas a acabar trabajando en cosas que ni te gustan.)

Siempre que doy una charla en prepa, me asombra que haya tantos chavos. Entonces les digo que les hacen falta huevos, que qué hacen ahí, a la expectativa de escuchar a un —perdónenme la palabra— escritor. Y les digo las cosas como son: que yo a su edad pues en primer lugar nunca iba un escritor —repito, perdón por el terminajo—a dar ninguna charla de nada, porque ni quien pelara a semejantes perdularios (córranle al diccionario). Que si no podrían estar haciendo algo mejor: como quemar en el coche del hijo de papi, o estar fajándose a una chava, o bebiéndose un jale nomás para soportar la melancolía, la decepción de que la vida es tan vacía, o simple y llanamente para quemar con lágrimas y mocos tanta tristeza, miseria y podredumbre que ni se explican. Me oyen los chavos y en los ojos de uno, de otro, de aquél, de pronto descubro el gesto de que este wey tiene razón, pero de aquí no me puedo mover porque la maestra me reprueba.

Pobres.

Fajen. Fajen a lo bestia. Mastúrbense. Huelan a las mujeres. Olfatéenlas. Síganlas. Por el puro olor. Por el puro amor a esas piernas maravillosas, cachondísimas —al carajo las gimnastas, pesistas, boxeadoras y demás hembras con cuerpo de hombre; enamórense de la femineidad, de la belleza, de las mujeres con senos prodigiosos, con labios jugosos que se antoja besar, morder, exprimir, sacarles todo el jugo. Por el puro amor a esas tetas grandes o chiquitas, siempre hechas a la medida de la boca, de la boca de ustedes: chavos con la vida en un puño, chavos nacidos para amar a una mujer —o a un hombre, cada quien—, a muchas mujeres (entre más mejor; no te detengas, no seas fiel —deja eso para los ruquitos que ya ni se les para—, no te enamores de una sola mujer porque te va a sacar hijos y te vas a joder, te jodiste para siempre. No vas a poder dar un paso en libertad, y vas a ver volar los pájaros y te va a dar envidia, y de pronto vas a querer amar a esa chava como lo hiciste alguna vez y te vas a dar cuenta que ya no es la misma, que algo pasó porque ya es otra: ya no coge igual, ya no se peina igual, ya no chupa contigo, ya no hace el amor en los sitios más impensados, y vas a llorar y te vas a preguntar qué hiciste, en dónde la cagaste, y no hay respuesta para todo eso).

Sin dolor, sin sentimientos de culpa —eso déjenlo para los fresas, para los poetas, para los intelectualitos. Fajen todo lo que puedan. Fajen sin fajar. Esa chava que los trae vueltos locos fájenla en su imaginación. Es de ustedes. Es tuya. Nadie se las podrá quitar. Pasen su lengua por esa piel. Cuando la vean. Cuando le hablen —si es que le hablan—, ella lo va a notar. Va a saber que ustedes la han visto desnuda. Que la han fajado en la clase, en la parada de la micro, en la biblioteca; subiendo la escalera, bajando, caminando por los pasillos, esperando —por los siglos de los siglos, amén— que salga de su casa, que entre, que se suba al carro, que se baje. No les va a quitar la vista porque sabe, muy en el fondo lo sabe, que ella es de ustedes. Que ella es tuya. Tuya y de nadie más. Así estalle la tercera, la cuarta o la quinta guerra mundial. Ella es tuya. Y tú eres capaz de matar por ella.

Y hablando de matar, no se maten estudiando. El día de mañana van a notar que ésa ni era su vocación. Que se equivocaron de carrera. Que tantas horas-nalga valieron para pura madre. El día de mañana se van a dar cuenta de que el gandalla ese que se terminó llevando las mejores viejas (denles las medallitas a ese wey) estudiaba lo mínimo.

Pero tampoco fanfarroneen. Es mejor hacer las cosas acá, por abajo del agua, porque se acaba sabiendo. Odio ponerme de ejemplo pero lo voy a hacer: yo hice cuatro años de prepa en lugar de tres, pero mis jefes eran híper confiadérrimos, confiaban ciegamente en mí, y néver les dije que había reprobado; así que según yo ya estaba yendo a la universidad, y seguía en la prepa. Cuando me preguntaron que quería de regalo por haber terminado la prepa les pedí un carro, que me dieron sin chistar. Puta, cómo la gocé. Llegaba yo a la prepa y me llevaba a las chavas a Cuernavaca, y en la carretera les hacía y les deshacía. Y mis jefes tan confiados. Jamás se dieron color. Pero para eso se necesitaba mucho aplomo. No cualquiera. Pero eso sí, nunca abrí la boca. Nadie sabía lo que yo estaba haciendo. Porque se hubiera sabido —todo se acaba sabiendo— y la madriza que me ponen.

Fajen, todo lo que puedan. Que esa vieja, acabando de fajar con ustedes se va a ir a fajar con otros. Así son. A quién carajos le importa la fidelidad. Y más vale que se acostumbren. Ustedes. Y más ahora que las mujeres son capaces de cambiar el amor sin mancha de un hombre por un par de pesas.

Deja que tu primo estudie, que saque las mejores calificaciones. Déjalo que hablen bien de él tus tías y tu abuelito, que sea el ejemplo. Ríete de él. Vale madre. Es aplicado porque le dan miedo las mujeres. Y si no fíjate dentro de un cacho de años con qué esperpento de mujer se va a casar. Con la más fea, de cajón. No hay de otra.

Fajen. Pero también espíen. Que por más que los mojigatos la hagan de tox y prohíban los placeres de la carne, siempre habrá una mujer que podrán espiar. Y dije siempre y lo subrayo. Así sea su hermana. La cual espero conocer algún día.


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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 


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