Letrinas: El bosquejo más puro del deseo

Arely Jiménez es poeta, feminista y paciente renal. Ha publicado libros de poesía como "Madre Piedra y otros poemas" y "Metamorfósis de la O".



El bosquejo más puro del deseo

Arely Jiménez


La noche que la conoció, le había leído un poema de un polaco con su voz oxidada y acento chileno. Cecilia lo escuchaba, tosiendo por el humo del cigarro. Isidro Coñuecar era un artista. Un iluminado que, de entre todas las mujeres en la lectura de poesía, la había escogido para revelarle el misterio de la creación. Mientras le daba cátedra de poesía hispanoamericana, veía sus pechos. Le gustaban las mujeres con senos diminutos como los de una niña. No le importaba que escritoras como Olimpia Domínguez, criminalizaran su inclinación por aquellos restos de pubertad en el cuerpo. No estaba solo en la batalla contra las hembras hipersensibles, otros genios como Woody Allen lo acompañaban. Coñuecar era uno de los primeros defensores del cineasta, así como de las columnas semanales de Javier Marías, a quien leía con devoción. Cualquier comentario sobre la violencia de género en la obra de Neruda, solía ponerlo colérico. Estas mujeres se han encargado de arruinarlo todo, hasta la poesía. Cecilia asentía y lo tanteaba con preguntas vagas y generales, aceptaba sin tapujos su papel de alumna.

Isidro Coñuecar había terminado, quién sabe cómo, en esa pequeña ciudad con regusto a pueblo. Venía de un país de grandes: Neruda, Huidobro, Bolaño y Parra. Nicanor, por supuesto. Violeta solo era famosa por su suicidio. Ni hablar de Mistral, no se explicaba porqué una mujer obsesionada con la maternidad, había obtenido el nobel. Cecilia, en silencio, hacía varias anotaciones en una libreta artesanal. Le gustaba eso y también sus blusas autóctonas, su morral y sus huaraches. Mujeres bonitas que sí luchan, no como esa pinche gorda amargada, pensó recordando a Olimpia. Luego de unas cuantas cervezas, la invitó a su departamento con el pretexto de leer poemas. Preciosa, acá no se escuchará ni pío, para que la poesía viva hace falta la voz del poeta. Había sacado a relucir sus frases cursis para las entrevistas y los cursos que daba en la Casa de la Cultura. Sus tópicos predilectos para seducir alumnas eran la poesía y la revolución. Coñuecar era famoso por su militancia en la izquierda; en su departamento austero, se reproducían canciones de Víctor Jara, Mercedes Sosa o Silvio Rodríguez, y una fotografía gigante del Che estaba pegada junto a la puerta. La habitación era un desastre, pero esto no le preocupaba en lo más mínimo: era justificable que un hombre dedicado al arte, no dispensara la mínima energía en los quehaceres del hombre promedio.

En realidad, su última infidelidad había enfadado tanto a Rebeca —la mujer que lo había soportado toda la vida—, que decidió abandonarlo. La vida se había vuelto complicada desde que ya no estaba su mujer. Rebeca era quien lo transportaba en su vocho, lo alimentaba, le proveía el dinero para el alcohol y, además, un cuerpo. A pesar de estar próximo al sexto piso, aún se le paraba. Era también Rebeca quien leía y corregía sus textos. Al igual que a Cecilia, la había conocido en el ambiente literario, cuando aún era joven y soñaba con ser escritora. En algún punto, la convenció de que era mejor ser su secretaria y ayudarlo con su carrera: a las mujeres no las toman en cuenta, mi amor, ni te desgastes. Con la llegada de los hijos, le fue todavía más difícil retomar su vocación. A Isidro le daba repelús admitir que su mujer tenía buenas ideas; desde que ella se había ido, no había conseguido escribir algo decente. Sin embargo, no se alarmaba. Tarde o temprano volvería, solo se encerraba con su madre para llorar y armarse otra vez de paciencia. A veces, se descubría a sí mismo consolándose con la figura de Paz: ambos acosados por la envidia de sus cónyuges.

Cecilia terminó de leer un poema amoroso de largo aliento. Isidro lo celebró con entusiasmo, aunque realmente no le había prestado atención. Solo pensaba en la forma más rápida de llevarla a la cama: unos cuantos halagos para empatizar con ella, luego mencionaría la falta de experiencia vital en sus poemas, asegurándose de hacerlo ver como una falla menor, algo que podría resolverse y en lo que él, sin duda, estaría dispuesto a apoyarla. Antes de tirar el anzuelo, le pidió que leyera más poemas. Cecilia abrió su cuaderno con motivos indígenas y siguió leyendo. Definitivamente, era su tipo. Una muchacha curiosa con una mente dispuesta a ser moldeada; aunque no podría compartirle opiniones en un mismo nivel, como sí podía hacerlo con Ramiro Figueroa, su camarada del Instituto Cultural. Ramiro le publicaba sus obras bajo el sello local, le daba horas de clase y lo invitaba a todo tipo de eventos: presentaciones, encuentros y conferencias. Isidro tenía una maestría incuestionable para convertir las amistades en mecenazgos.

El aedo estaba complacido ante la visión de una mujer joven en su habitación, aunque era una imagen recurrente, manoseada por los recuerdos. Quizá por los recuerdos, o porque el perfume de Cecilia invadía la habitación, podía casi sentirse enamorado… Bueno, en realidad: no. Pero se estaba ganando su simpatía. Así debían ser las jóvenes escritoras, como Cecilia. Nada que ver con Olimpia Domínguez, la poeta que había ganado el Premio Nacional. Era gorda y vieja, imponente e incómoda. Olimpia había hecho contundentes declaraciones en periódicos y revistas sobre el machismo en los espacios culturales; entre sus críticas, estaba una muy ardiente dirigida a Isidro. Él, en lugar de escribir artículos como Olimpia, se había encargado de apodarla La pachamama y de desprestigiarla en todos los círculos intelectuales.

Es una resentida histérica. ¿Quién la manda a ser una incogible? Y Ramiro afirmaba con sonoras carcajadas. Para el vate chileno, era obvio que, si había merecido el galardón, se debía a que estaba de moda hablar de mujeres y escuchar a mujeres quejándose: fue un asunto estratégico. Cuestión de poder. Pero temía que fuera pronto a perder los lindes de la realidad y tornarse en una imposición de la literatura femenina. A la mejor el próximo año se abre la convocatoria de un premio exclusivamente para mujeres, mi buen. Le confesaba Ramiro. No me mires a mí, es cosa de allá arriba, se justificaba su camarada. Esto se ha vuelto una locura, ¿qué de igualdad hay en un premio solo para mujeres? Ahí solo puede haber privilegios. ¿Y luego qué? ¿Se publicarán y leerán solamente mujeres? ¿Qué será de aquellos sin una vagina entre las piernas? Coñuecar se lamentaba gravemente, recordando cuando Rebeca lo ridiculizaba por el exceso de lugares comunes en sus poemas.

Cecilia terminó de leer sus poemas. Isidro aplaudió y esgrimió un aparatoso ¡Bravo! Le comentó extasiado que llevaba mucho sin sentirse tan conmovido. Le auguró el éxito inmediato, porque, en sus palabras: tenía ese toque fresco y original que pocos poetas alcanzan antes de los veinte años. No te miento, hermosa, el futuro de la poesía está en tus manos. Sólo hay una cuestión en tus poemas: no tienen esa riqueza vital que solo la experiencia ofrece. No se siente esa pasión, los cuerpos uniéndose, los fluidos, la carne. Está el bosquejo más puro del deseo, pero hace falta lo bestial e incontrolable. Cecilia se mostró muy afectada por sus comentarios. ¿Qué puedo hacer para arreglarlo?, preguntó. Él le dedico su mirada más tersa, tomó sus manos entre las suyas y dijo con suavidad: Pues vaya, vivirlo.

Isidro esperaba que su reacción fuera un tierno encogimiento por la pena y la vergüenza. Para su sorpresa, Cecilia tomó su mano y la apretó con fuerza, mucha fuerza. Se besaron, y mientras la besaba, Isidro pasó sus manos por sus nalgas y su cintura. Cecilia se alejó un poco, apenada, le pidió que la dejara ir al baño para prepararse. El gesto conmovió al poeta: tan inocente… Cuando volvió, ella lo besó con ardor y lo arrinconó en la silla fogosa y agresivamente. Algo en su mirada había cambiado, parecía satisfecha, como una niña que había cometido una travesura. Aunque su cambio de actitud lo desconcertó, también le divirtió esa faceta inusitada. Mientras se apoltronaba encima de él, una sonrisa maligna se dibujaba en su rostro, algo la divertía tanto que soltaría una risotada. Él quiso aparentar picardía, solo pudo carcajearse un poco de sí mismo: inesperadamente doblegado.

Cecilia le quitó la ropa con rapidez y se puso a jugar con sus manos, anudándolas con las correas del morral al respaldo de la silla. Había en ella una exuberancia que lo aterraba, aunque también lo tenía fascinado: Amárrame, preciosa. Qué importa, pensaba. Aunque le incomodaba no poder penetrarla controlando todos los movimientos, le agradaba ahorrarse el trabajo de convencimiento y la ebriedad para someterla. En el fondo, tampoco quería verse como alguien anticuado y conservador, incapaz de dejar que una hembra lo cabalgue.

Esperaba que Cecilia fuera pronto a desnudarse en un baile sensual o algo más atrevido, después de haber inutilizado sus manos. Ella recogió su cabello, se quitó la blusa para mostrar unos senos duros y leves, y le dedicó una mirada de sorna al pene erecto de Coñuecar. Luego, tomó el pantalón del piso y lo ató todavía más a la silla: ahora solo podía patalear. No entendía bien qué estaba pasando y el juego empezaba a exasperarlo. Pero, al ver que ella sonreía, no quiso apagar la pasión. Entre sus planes para combatir la senectud estaba predicar ideales revolucionarios, usar ponchos y sarapes, pero no algo tan subversivo. Otra vez, movió su pene lo más que pudo para alcanzar su cuerpo, para tocar, aunque fuera esos pechos. Imposible. Cecilia rio al fin y le dio un beso; comenzó a masturbarlo con unos dedos suaves y movimientos enérgicos. El placer lo embargó y dejó anulado hasta disipar sus preocupaciones. Parecía un tonto temiendo de una mujer. Estaba a merced de una loba tan hermosa como para publicarle todas las plaquettes que ella quisiera. Movería sus poderes, la traería de la mano, leerían poesía, lo haría renacer entre el deseo y el amor. Un futuro lleno de sexo desenfrenado y poesía —los poemas que él habría de escribirle a la loba—, se reproducía en el cine mental de Isidro; hasta que Cecilia le cubrió la boca con una mano y, con la otra, recorrió peligrosamente la raya de sus nalgas. Un sonido de disco rayado interrumpió sus ensoñaciones. Ella soltó una risilla perversa, de su morral sacó un dildo embarrado con algo brilloso y pegajoso. El dildo lo apuntaba como si fuese un fusil de asalto. Incapaz de hablar o moverse, no pudo detenerlo en su camino a un lugar tan frágil: su ano. El dildo entró y él tembló, tal vez de placer o de miedo. Era de placer, pero le daba miedo aceptarlo. Primero fueron movimientos suaves y lentos; cuando el ritmo aumentó, los gemidos de Isidro fueron audibles. Estaba disfrutando como un loco y gemía sin poder evitarlo. Su discípula era un demonio y se regodeaba: te gusta, ¿verdad? Cecilia escarbó en su yo más sensible hasta hacerlo venirse contra su voluntad, y casi teniendo un infarto durante el orgasmo. A pesar del bochorno que lo embargaba, estaba tan satisfecho y relajado que se quedó dormido. No supo nada de Cecilia sino hasta varios meses después. Había tomado una de las revistas literarias del pueblo, allí aparecía un poema seleccionado por Olimpia Domínguez y escrito por una tal Arcelia Desdémona. Se trataba de un texto que, cualquiera que lo conociera, reconocería que lo caricaturizaban a él y a otras vacas sagradas de la cultura local: hombres poderosos, pero tan malos en el sexo como sus versos. La fotografía de un hombre decrépito y desnudo atado a una silla, con un afiche del Che al fondo, acompañaba el poema.



Arely Jiménez (Aguascalientes, 1992). Es poeta, feminista y paciente renal. Ha publicado libros de poesía como Madre Piedra y otros poemas (UAA, 2019), La noche es otra sombra y Metamorfosis de la O (Sangre Ediciones, 2020). Recientemente obtuvo Mención Honorifica en el 39° Premio Nacional de Literatura Joven «Salvador Gallardo Dávalos», en el área de narrativa con su libro «Los árboles no son tan altos de noche». Es parte de la antología «Letrinas del cosmódromo» (2022) de Editorial Agujero de Gusano.

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