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Letrinas: El Diablo y la Muerte

 


El Diablo y la Muerte

Samanta Galán Villa


Afuera la noche. Tengo las ventanas cerradas porque me da miedo que algo entre. Mi teléfono no ha dejado de sonar. Son del banco. Me recuerdan que tengo que pagar mis préstamos mañana porque ya he duplicado mi deuda con los intereses. Estoy cansado de inventar historias para zafarme de sus interrogatorios. No tengo dinero, no tengo trabajo porque me despidieron hace ocho semanas.

El latido de mi corazón es agónico. Tengo hambre y sueño. Quiero salir un rato y pasear por el parque. Lo hago. No veo la calle en días, pero sé que fue una tarde calurosa porque el pavimento está caliente. Es media noche. Mi mente es un nido de arañas. Pequeñas, diminutas y amontonadas. Son mis pensamientos.

Hasta mí viene el recuerdo de Julia. Sus manos delgadas y suaves y también su voz áspera cuando me dijo que estaba cansada de la monotonía, de mi falta de compromiso, de mi insoportable actitud, de dejar las cosas a medias. Mis pensamientos arañas trepando las paredes del departamento y llenándolo de un humo asfixiante.

Camino sin pensar, sin fijarme a dónde. Miro las estrellas y recuerdo que son mapas, que si las sigues te guían a un destino. Escucho risas. Dos figuras se mueven delante de mí, corriendo y saltando, tomándose de las manos y volviendo a dejarse. Ahora se persiguen, juegan a los encantados. Son ellos, El Diablo y La Muerte.

Los dos locos brillan con luz propia, es tanta su felicidad. Nada les importa, no tienen a los bancos detrás de ellos, no hay recuerdos que les nublen la vista. Sólo corren y ríen. Siempre sostenidos por la benevolencia universal, por ese flujo de la vida que le da a cada uno lo que se merece. Eso dicen, eso dicen.

El Diablo y La Muerte sólo tienen una especie de camisón que les tapa sus miserias. Tan libres ellos, tan suyos. Los dos con el pelo al ras, sonrientes. Hay quienes dicen que se conocieron por azares del destino, andando sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, cómo no. Se conocieron, sí, y a partir de entonces decidieron quedarse juntos. Ser cómplices en esa selva virgen que es la calle y compartirse sin limitaciones, ni miedos, ni angustias. Sin pensar en un mañana que puede o no llegar y que tampoco importa mucho si llega.  

Otros aseguran que estuvieron juntos desde su infancia y que son hermanos. Que sus padres los dejaron huérfanos y aprendieron a sobrevivir apoyándose el uno al otro. Abriéndose a la vida, al amor, al sexo, uno frente al otro como un espejo, como una sombra que no desaparece en la oscuridad.

Yo no descarto esta teoría porque si se les presta atención, si de verdad se decide no voltear la cara hacia otra parte para evitar darles existencia a los pordioseros, a los miserables, se puede notar que sus rasgos algo de parecido tienen. Ojos separados, nariz afilada, boca bien formada pero sucia, siempre abierta enseñando los dientes amarillos y una lengua casi negra.

El Diablo y La Muerte corretean por el parque, sin que les importe nada más que ellos mismos. El Diablo abre los pies y deja caer una enorme caca en el piso del parque. Abre los pies, hace la necesidad de todo ser humano, de todo ser viviente y se va, dando saltos y gritos de alegría.

Siento asco, pero no por su acción repugnante. Me enferma esa complicidad, su alegría casi grosera, como si se estuvieran burlando de mí: un hombre que fue a la universidad y estudió contaduría. Que trabajó once años en el mismo despacho, haciendo tareas fuera del horario de trabajo para caer bien, para que me tomaran en cuenta, para congraciarme con los auditores. Que un día conoce a una mujer y se enamora perdidamente y sabe que jamás verá el mundo con los mismos ojos, porque el cuerpo de dicha mujer es polimorfo y estará presente en una silla, en un puente, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Pero el correr del tiempo que todo devela, que todo desgasta, terminó por quitarle el brío tan intenso a los primeros encuentros y la monotonía echó a perder el vínculo. Y un día la mujer se para frente a ti y dice que se va, que está harta, que no hay nada qué hacer, que fue suficiente.

Entonces dejas de trabajar, tomas y fumas a las ocho de la mañana. No quieres salir, no hay nada que valga la pena. Te olvidas que tienes necesidades, que tienes deudas en los bancos que debes liquidar porque ellos muy amablemente te extendieron un crédito para un auto de cuatro cilindros que chocaste al poco tiempo de adquirir en una noche de juerga. Que también ocupaste tu tarjeta de crédito porque querías amueblar el departamento que compartías con el amor de tu vida, pensando que sería el lugar donde criarían a sus hijos y donde, algún día, luego de muchos años, pasarían juntos la vejez. El teléfono suena y te vuelves loco, de dolor, de ansiedad, de miedo.

El Diablo y la Muerte bailan tomados de la mano, sin percatarse de que yo los veo o de que cualquier otro puede atestiguarlos. Poco o nada les importa. Nada saben de las desgracias del mundo, de lo insoportable que es la vida promedio, la vida de cualquier ser humano encerrado en su casa a las doce de la noche.

Los veo de lejos y siento que me hierve algo por dentro. La necesidad de que, si yo no tengo, nadie más debería tener. Que, si soy miserable, el mundo entero debe sentirse como yo: un perdedor, un fracasado, un ser incompleto. Puedo sentir clara y lúcidamente cómo se planta en mi cerebro la semilla del odio y sé que no hay nada que crezca con mayor facilidad. Pienso que voy a regar esa semilla con cariño, con cuidado, esperando que pueda darme el triunfo de arrebatarle a alguien lo que más quiere. Ver esa desdicha y que por arte de magia regresen a mí las ganas de ser alguien. Ser, en última instancia, un hijo de puta.

Doy la media vuelta y regreso a mi casa. No apresuro el paso. Miro las casas, los edificios, el alumbrado público. Entro de nuevo en mi departamento y pienso en Julia. Pienso que la noche es larga, que estoy cansado, que estoy triste. Prendo un cigarro y hago figuras en el aire. Encuentro rostros y nombres que se desvanecen en segundos. Fumo hasta quedarme dormido.

El teléfono suena. Todo el día suena. Son los del despacho de cobranza, pero no tengo ganas de inventar excusas. Tengo hambre y sed. El piso está sembrado de colillas y hay junto a mí un par de botellas vacías de ron. Intento levantarme, pero estoy mareado. Huelo mal, no me he lavado los dientes ni me he bañado en tres días. El teléfono suena. Tengo miedo de no contestar, de que me embarguen y perder lo poco que me queda.

Apoyo mi espalda en la pared. Supongo que es medio día porque desde la ventana logro ver que el sol está en lo alto con toda su inclemencia. Tocan la puerta, con el puño tocan la puerta. En un movimiento rápido me encojo, me engarruño como las babosas cuando se les ha echado encima un poco de sal. El corazón me late más rápido y más rápido tuntuntuntuntuntuntuntuntun. Sigo vivo. Del otro lado de la puerta alguien dice mi nombre, pero no logro reconocerlo.

Deseo con todas mis fuerzas estar en otra parte. Cierro los ojos e imagino que puedo entrar a un rincón impenetrable de mi mente. Uno al que nadie, excepto yo, tiene acceso. Ahí no existe el sonido. Tampoco tengo hambre ni dolor porque desaparece el cuerpo. No existe el tiempo, sólo una pared blanca y brillante. Inhalo y exhalo, lento.

Me quedé dormido o eso supongo. ¿Un desmayo? Qué importa, no logro notar la diferencia entre un hecho y otro. Afuera ya es de noche, de nuevo ha oscurecido. El teléfono ya no suena. El departamento está en silencio. La sed es insoportable. Voy al baño y tomo del lavabo. El agua me sabe mal y me agrava las náuseas. Necesito alcohol.

Reviso las botellas que están junto a mí, esperando que alguna tenga un poco, el mínimo para calmar mi ansiedad. Nada. Voy hasta mi cuarto y reviso los bolsillos de mis pantalones usados e igualmente sucios al que llevo puesto. Encuentro un billete arrugado. ¡Milagro! Lo suficiente para comprar otra botella y más cigarros. Camino hacia la puerta y encuentro un papel. Lo metieron por debajo. Es un recado de mi casero. Debo entregar el departamento en tres días por incumplimiento de la renta. Arrugo el papel y lo tiro. Abrocho las agujetas de mis tenis y voy a la licorería que está a tres cuadras.

Cuando regreso, bebo directo de la botella. No tengo a dónde ir. Mis padres fallecieron cuando era niño y la tía que me crio ahora descansa en una estancia de retiro pagada por mis primos. No tengo a dónde ir. Sonrío. Saco humo de la nariz y sonrío. Pienso en El Diablo y La Muerte y vuelvo a sentir en mi cerebro atrofiado la semilla del odio.

Intento imaginar una forma de separarlos. Creo que podría regalarle a uno de ellos cualquier cosa que en su situación pudiera considerarse un lujo. Hacer que peleen, que la fuerza de la ambición los corrompa, pero de inmediato llego a la conclusión de que es imposible. Hay algo en su locura que los regresa al estado infantil más puro. Donde no hay codicia, donde todo puede ser compartido. Tengo la impresión de que, de alguna forma, la locura y la infancia tienen la misma raíz.

Me duele la cabeza, pero no del modo común. Parece como si mi cráneo estuviera en medio de dos piedras enormes a punto de chocar entre sí. Bebo de la botella y sonrío. Me siento bien, por un momento olvido dónde estoy y lo que he perdido. El Diablo y La Muerte deben estar despiertos, buscando comida entre la basura. Viviendo una vida nocturna y pueril.

Tengo más de la mitad del ron en la botella. Me levanto y camino hacia la calle. Hay muy poca gente a estas horas entre semana. El ciudadano promedio está descansando, reponiendo fuerzas para cumplir con sus horarios laborales por la mañana. Atendiendo a sus hijos o los quehaceres del hogar. Pienso que Julia es una de esas personas, que está durmiendo sola. No, acompañada.

Llego al parque y ahí está El Diablo. Está solo, sentado en la banqueta y dibujando algo con el dedo índice de la mano derecha en el pavimento, igual que Cristo cuando salvó a la Magdalena. Suerte, tal vez otro milagro.

Me paro frente a él, pero no voltea, no se inmuta. Sigue pintando figuras imposibles. Apesta, pero no para alejarme. Me siento junto a él y le pregunto ¿quieres? Sólo entonces voltea a verme, con los ojos grandes y limpios. Sonríe y recibe la botella. ¿Y tu amiga?, pregunto. Le dio pallá, responde y señala con el mismo dedo que tenía sobre el pavimento hacia un punto del parque. Se fue a dormir porque anda cansada.

Le da un sorbo a la botella y carraspea. Estira la mano para regresármela pero le digo que está bien y que puede beber más. ¿Es tu hermana?, pregunto. Sí, también es mi mamá y mi esposa y mi hija. Le dio pallá y vuelve a señalar. Me río y ahora sí le recibo la botella para darle un trago.

Seguimos tomando y le pregunto si tiene hambre, me responde que no, que comió cualquier cosa que no pude comprender. Lo miro con detenimiento y sin juicio. Tiene la nariz pronunciada, pero fina. Los ojos grandes igual que las pestañas. Sé que no he escuchado una voz más inocente, ni siquiera en los labios de un niño. Le digo que tome más, que puede quedarse la botella entera. También le ofrezco un cigarro y dice que no fuma. La botella sí la recibe y bebemos como dos grandes amigos que acaban de reencontrarse.

No logro entender del todo sus frases, pero sé que La Muerte ha estado mal porque tuvo un aborto. El Diablo explica que el vientre  de su mujer, hermana, madre e hija estuvo hinchado un tiempo y que un buen día salió sangre y un pequeño bulto que tiraron en un bote de basura. Que, desde entonces, La Muerte tiene cambios repentinos de humor, está triste y cansada y que él no sabe qué hacer.

Lo escucho con atención y no puedo evitar sonreír y embriagarme con su miseria, pensando que todos tenemos una maldita loza encima. Bebo y fumo con agradecimiento. Pienso que no tengo nada más que hacer ahí, que es momento de volver a descansar los días que me quedan en el departamento. Me levanto. Quiero decirle que ya me voy, que fue un gusto, que un día de estos volveré a visitarlo, pero él se levanta de un brinco y mira hacia el punto que señaló con el dedo.

Una figura se abre paso. Es La Muerte que se soba las manos y sonríe. Se acerca y me ve con desconfianza, como el intruso que soy. No sé si es la luz del alumbrado, mi tristeza, mi añoranza por tocar a una mujer, pero la veo como una virgen recién consagrada. Luminosa, frágil. Detrás de los harapos, lo sé ahora, se esconde una hermosa figura. Senos grandes, quizá por el reciente embarazo fallido.

Dame, dice y estira la mano. El Diablo se acaba de terminar lo último que quedaba del ron. Se carcajea, la abraza y luego a mí. Frente a los dos improvisa una suerte de baile, que más bien parece un performance de danza contemporánea. El alcohol se me ha subido y me tiene tranquilo, complaciente, sereno. Pero La Muerte nos mira con desprecio y sin pensarlo le da una patada en el culo al Diablo.

No oculto la gracia que me produce la escena y me hago para atrás, por precaución. El Diablo no toma bien el gesto, ¿quién lo tomaría? Ni los locos soportan un buen golpe. Se detiene. Veo por un segundo, en los ojos de ese santo rapaz, la sombra del verdadero diablo. Sin contenerse empuja a La Muerte y la tira al suelo. Le levanta el camisón y la penetra sin piedad, como un animal embrutecido. Las piernas de la mujer todavía tienen sangre seca. Grita y patalea, como seguramente lo ha hecho por años.

Prendo un cigarro y me doy media vuelta. Los dejo ahí, en el rincón del parque. Viviendo la vida que tanto había deseado.  


Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato 1991) Llevó cursos de narrativa en Literaria, centro mexicano de escritores. Algunos de sus textos se encuentran en medios digitales como Tierra Adentro, Monolito, Neotraba y la revista estadounidense Asymptote. Sus poemas aparecen en plataformas como Low Fi Ardentía, Revista 3 pies y en Crocevia, revista italiana dedicada a la difusión de poesía contemporánea. Fue compilada en tres antologías de cuento, La ciudad de los ahorcados, Letrinas del cosmódromo y Extrañamientos. Amorfismos (2022), su primer libro de cuentos, fue publicado en la editorial La Tinta del Silencio. Actualmente promueve su segunda publicación, Ventanas cerradas, ventanas abiertas, bajo el sello editorial Nitro Press.

Letrinas: Ofrenda



Ofrenda

Alejandro Carrillo


resulta curioso el día de muertos, el altar de muertos en específico que cada año pone mi madre religiosamente en un rincón de la casa con la mayoría de elementos necesarios para llamar a los difuntos, agua flores sal pan y calaveritas, y ahí en el centro de la ofrenda la foto del abuelo flanqueado todos los años por el tequila siete leguas reposado que casi lo mata en múltiples ocasiones y por muy diversos motivos, y al otro lado la cajetilla de cigarros delicados que eventualmente lo matarían por fin y de una vez por todas, y que mi madre guarda desde hace años con el único y firme objetivo de ofrendarla en el altar, ya que ahora esos cigarros se llaman chesterfield y primero muerto el abuelo que fumarse el inexorable paso del multinacionalismo salvaje, y yo le digo a mi madre, madre tira ya esos cigarros que acabaron con el aire y la vida del abuelo, pues aunque no tengo experiencia alguna cruzando el inframundo no me gustaría emprender ese largo y sinuoso viaje tan bien descrito por los estudios disney pixar para encontrarme con la causa de mi muerte, pero parece que a mi madre no le importa revictimizar al abuelo chovinista y fumador y yo le digo que el tema es serio madre que debe ser tratado a la brevedad por la secretaría de cultura ya que puede lastimar las relaciones familiares interdimensionales del país pues bajo esa lógica habría que poner en el altar también el agua del río bravo que se tragó el tío felipe cuando quiso y no pudo cruzar la frontera o bien en un futuro algo lejano, espero yo, en la ofrenda de la abuela en vez de poner las gardenias que nunca le dio su marido, sería menester acomodar bien las botas de casquillo y el cinturón de cuero de su finado esposo que tras una vida de chingadazos muy probablemente desencadenó en la demencia prematura que tiene postrada a la abuela en una casa de retiro ¿de retiro de qué? de retiro de la vida, o bien en el altar de mi padre habría que poner un tren a toda máquina o una bayoneta o un sismo o un machetazo o una jauría de perros o un nido de ratas, o cualquier cosa que haya matado a ese viejo, porque yo no puedo, ojalá pudiera, ojalá esté muerto ese puto viejo, y la cosa se torna aún peor porque habría que situar, madre, un casquillo en los altares de kurt cobain de hemingway de jaime torres bodet de luis donaldo colosio y cuarenta capsulitas de barbitúricos para marilyn monroe ¿quién mató a marilyn? y otras tantas para elvira mi noviecita de la secundaria, y un montoncito de piedras para virginia woolf y otras tantas piedras más para mis amigos artistas contemporáneos muertos y el hashtag #metoo para mis amigos artistas contemporáneos vivos, y la negligencia del imss para doña amparo la de los jugos y la lista de espera de órganos para efraín, qué joven que era efraín, y mariposas monarcas para el señor activista defensor de las mariposas monarcas y así por todos los altares del país haciendo ofrendas inverosímiles con objetos inconcebibles, tan solo en esta ciudad se venderían kilómetros de soga para las festividades madre, imagínate a las familias viendo tutoriales en youtube para hacer con esa cuerda el nudo del ahorcado que debe llevar como mínimo seis vueltas y el número de vueltas siempre debe ser impar, madre, urge legislar porque por último pero no menos importante, tendría, con todo el dolor que me embarga, en verdad me vería obligado a colocar en el altar ese manjar emponzoñado que la vecina le dio a la gata el mes pasado, y en ese mismo orden de ideas en la casa de la vecina se verían en la penosa necesidad de ofrendar los dulces con vidriecito molido que les di a sus hijos ayer por la noche que vinieron a pedir dulce o truco y elegí truco, madre, elegí truco y siguiendo el curso natural de las cosas y el duro brazo de la ley, para el próximo año habrías de poner junto a mi foto un picahielo o un desarmador o cualquier filerillo en el mejor de los casos y en el peor de ellos la manga de un pantalón ¿sí se le llama así, madre? o un par de calcetines o una sábana hecha trizas o cualquier prenda que sirva para morirse en una cárcel, de momento se me ocurren esas ideas, y es que eso no puede ser madre, porque yo en mi ofrenda quiero molito con pollo y chicharrón en salsa verde. ac

Andrea Pizarro y su 'Manual del nuevo hidrocálido': instrucciones para sobrevivir al progreso inmobiliario

 

Reyes Rojas


Aguascalientes es la tierra de la gente buena, o al menos eso se dice desde que los alientos de la Guerra Fría, en 1949, llevaron a la administración en turno a que incluso un estado que no aportaba más del 1 por ciento del PIB nacional, tomara partido frente a la “amenaza comunista”. “Gente Buena” en ese entonces significaba ser católico y admirador del libre mercado.

¿Qué tan vigente será, hoy en día, dicha expresión? Esta pregunta es la que se hace la artista visual y escritora Andrea Pizarro. A partir de esta pregunta surge su Manual para el nuevo hidrocálido.

Pizarro no redacta un folleto turístico. Levanta un manual de supervivencia urbana con tipografías retro y consignas que invitan a “dirigirse a las torres”, expresión que hace alusión al crecimiento o boom vertical que tanto se vende como parte del supuesto y exitoso desarrollo del llamado Gigante de México.

Su Manual observa el centro de Aguascalientes, retrata la vivienda abandonada y parodia el lenguaje que promete plusvalía garantizada. El resultado no sermonea. Instruye con ironía.

Me pregunté qué tanta vivienda abandonada existía”, dice Pizarro durante la entrevista.

La pregunta guía el proyecto y sostiene el humor negro de los afiches, que exhortan a identificar al enemigo en los jóvenes con pensamiento crítico y sin posibilidad real de adquirir una vivienda digna. El enemigo no llega del exterior. Habita las políticas que celebran nuevas torres mientras calles rotas y multifamiliares cumplen cuarenta años en deterioro.

¿De dónde sale este manual?

Andrea Pizarro camina su ciudad, la estudia, recorre el primer cuadro y reconoce dos detonantes. Primero, la memoria ferroviaria y un pasado que imaginó progreso a toda máquina. Segundo, el dato duro: el INEGI reporta que, en 2020, había 70 mil viviendas deshabitadas en Aguascalientes. Ella añade un cálculo que circula en la conversación pública tras el caso La Pona:

Creo que al menos hay 100 mil viviendas abandonadas”.

Pizarro no presume certezas. Confirma en fuentes oficiales y levanta alertas visuales. El INEGI aparece como brújula.

La artista planea una siguiente entrega centrada en datos y cartografías. Por ahora articula señales: anuncios que prohíben estacionarse “ni por un minuto”, puertas selladas, fachadas que exigen atención. Los fantasmas urbanos no nacen del mito. Nacen de una red de servicios que se deteriora.

El manual no demoniza la altura.

Andrea lo aclara: Apoyo la vivienda vertical bien pensada”.

Su crítica apunta a torres que funcionan como oasis privados y separan barrios con muros y amenidades encapsuladas. Ese modelo densifica sin tejido y multiplica inseguridad, plagas y focos de infección en el entorno inmediato.

El lenguaje gráfico desarma esa promesa. En una lámina aparece un caballero con sombrero que apunta al lector:  “¡Hidrocálido! Es hora de salir a construir”.

En otra, dos jóvenes reciben la etiqueta de “promotores del reuso” por querer habitar lo existente. Con humor muestra la lógica del mercado: construir, vender, mantener vacía la propiedad para que la demanda nunca muera.

 

Esa lógica gana eco en discursos empresariales y académicos que hoy dominan la conversación regional. Hablan de eficiencia del suelo, densificación inteligente y ciudades de 15 minutos. Prometen plusvalía, liquidez y preventa como vehículo. Señalan que la gente ya no quiere vivir lejos y enfatizan que la verticalidad acerca servicios, oficinas y parques. Plantean tasas y seguridad como variables decisivas. El manual no discute los conceptos. Los interroga desde los vacíos que deja el entusiasmo.


Lo que dicen los números y lo que muestran las calles

El auge inmobiliario local no se entiende sin migración y empleo industrial. Distintas fuentes del sector insisten en una demanda creciente de vivienda; algunas incluso calculan más de 200 mil llegadas anuales a la entidad y proyectan una proporción 70/30 entre vivienda horizontal y vertical dentro del Tercer Anillo. El relato inmobiliario añade cinco argumentos recurrentes:

      Crecimiento del PIB de la construcción

      Protección contra la inflación

      Tasas en descenso

      Inversión extranjera al alza

      Estabilidad frente a la incertidumbre.

El Manual del nuevo hidrocálido coloca estos mensajes junto a escenas del centro histórico. En una página, la leyenda “Atención, ciudadano obediente” se sobrepone a la imagen de un inmueble sostenido con puntales, donde “hogares huecos” y “vagabundos en modo decorativo” conforman el panorama.

En otra página, un cuestionario pregunta: “¿Permanece encadenado al glorioso pasado que lo hunde?”. Andrea rehúye el choque frontal. Yuxtapone la promesa con la otra ciudad con preguntas que podría hacerse cualquier aguascalentense el día que el cura lo manda a rezar un padre nuestro:

El manual adopta el lenguaje comercial típico del curso express que ofrecen supervivencia y plusvalía garantizada mientras invitan a mantenerse alerta y evitar el mal gusto. La artista escribe con afiches, sellos falsos y logos de constructoras fantasma. La ironía funciona como antídoto contra la normalización.


Verticalidad sin burbuja: la propuesta detrás de la sátira

La propuesta de Pizarro no cancela la vivienda en altura. Redirige la conversación. Andrea es una aficionada, una experta autodidacta en cuestiones de urbanismo y arquitectura, y como tal propone usar primero lo construido, rehabilitar multifamiliares y casas del primer anillo, y después densificar con criterios claros: conectividad, movilidad activa, agua suficiente y mezcla de usos.

Ella pide espacios que integren colonias, no moles cerradas que bloqueen el barrio contiguo. El manual exhibe costos de no actuar. El abandono trae inseguridad, adicciones y trámites olvidados.

El manual recurre al detalle mínimo para mostrar esos costos: un letrero que amenaza con “se ponchan llantas”, una puerta con la marca “ni por 1 minuto”, un asiento público con el escudo local frente a un edificio descascarado. La composición sugiere una ciudad que mira hacia arriba y no mira sus cimientos.

Además, Pizarro recuerda la dimensión comunitaria.

Perdimos rituales”, explica. “Ya no organizamos posadas, rosarios ni redes vecinales”.

Ella admite que vive en un complejo y no conoce a todos sus vecinos. Esa confesión no moraliza. Dibuja un déficit relacional que la verticalidad podría agravar o reparar, según el diseño y la gestión.


Datos, archivo y ciudad vivida: el manual que viene

La autora no deja el manual como pieza única.

Quiero dividirlo en varias partes”, anticipa.

La próxima entrega exploraría bases de datos, mapas y series históricas. También quisiera construir un archivo urbano que hable de ex haciendas demolidas, cines cerrados o edificios públicos con arquitectura prehispánica reinterpretada. Ella valora ese patrimonio moderno y propone una lectura sin nostalgia.

El proyecto crece como diario de campo. Cada casa descubierta suma una página. Cada historia barrial abre un pie de foto.

“Me parece agradable hacer de mi vida aquí un proyecto”, dice.

La frase resume la metodología: caminar, escuchar, fotografiar y cruzar esas observaciones con estadística pública.


Entre el eslogan y la política del suelo

La conversación local impulsa la verticalización como solución a la escasez de tierra. Los manuales corporativos promueven preventa, amenidades y rentas institucionales. Las escuelas privadas actualizan programas para formar a la nueva mano de obra que construye en altura. La narrativa enfatiza eficiencia y sostenibilidad.

El Manual para el nuevo hidrocálido no invalida esa agenda. La complementa con una condición previa: habitar lo existente. Rehabilitar lo vacío reduce demoliciones, rescate de arbolado y huella hídrica. Y, sobre todo, teje comunidad donde hoy predomina la puerta cerrada.

Quiero entender mejor la ciudad”, insiste Andrea.

En el Manual el lector no recibe órdenes. Encuentra instrucciones que dudan. La ciudad ofrece promesas de velocidad y torres con vista. El centro reclama mantenimiento, política de vivienda y cuidado básico. Entre ambos extremos, la ironía de Pizarro abre espacio para una agenda mínima: contar las viviendas vacías, priorizar su rescate y diseñar verticalidad con barrio.

Andrea Pizarro elige la risa incómoda para reencuadrar la conversación. El manual, entonces, funciona como espejo portátil. Quien lo abre lee consignas y, al mismo tiempo, mira las calles que esas consignas ordenan olvidar.

El Manual para el nuevo hidrocálido puede consultarse en las redes de Andrea Pìzarro y de Neo Nada Estudio, un taller de producción arquitectónica arte y diseño con sede en Guanajuato.

 


 

Andrea Arellano Pizarro (Durango, 1998) es escritora y artista visual. Reside en Aguascalientes desde 2022, año en que publicó su primer poemario es posible amueblar una infancia, presentado en espacios como el CIELA y el Museo de Arte Contemporáneo de Durango. Su escritura dialoga constantemente con la arquitectura y las artes visuales, campos en los que también se ha formado.

Letrinas: Cajas tristes



Cajas tristes

Alejandro Carrillo 


Te bajaste sin decir nada en la gasolinera de la salida a Zacatecas, pasando el motel al que siempre decíamos que nos íbamos a escapar -nunca fui-. Pensé que te habían llamado la atención unas gallinas que andaban con sus pollos saltando junto al camino, pero apresuraste tu paso y cruzaste la carretera -sin mirar-. No corro, no grito, no empujo. Sonaron estrepitosas algunas bocinas. Corrí desesperado tras de ti sorteando coches y camiones a toda velocidad. Se me vino a la mente la mascota que recogí en pedacitos del arroyo vehicular un día de mi cumpleaños. Te perdí de vista y pensé que también recogería tus pedazos. Pero no fue así. Hiciste autostop y subiste a una camioneta de regreso a la ciudad. Nunca te volví a ver. Aún no encuentro la forma de bajarme del camellón.

Te fuiste cuando llegó la tuberculosis, la falla renal del gato y la cobranza extrajudicial. Que todo va a estar bien, te decía, que ya nos vamos a mudar. Cuando por fin empecé a restaurar la vieja casona verde del centro te emocionaba el oscuro pasado del predio, las historias fantasmagóricas y las bacanales al amanecer entre amigos y fulanitos de tal. Una noche le rompí la cabeza a un escritor -que es un curso que recomiendo tomar- y crujieron todos los cimientos. Nos cayó la maldición de la pluma -el plumón- más deleznable del norte. Gruñó el tedio y ya no te apeteció acostarte con tipos con las manos cuarteadas y la boca llena alcohol y de amigos muertos. No se volvió a destapar botella alguna, todas se estrellaban contra los tabiques llenos de afiches. Con tantos vidrios quebrados ya no te apeteció entrar y verme como faquir del metro. Te vi en la acera de enfrente con tus maletas, esperando la carroza fúnebre que usábamos para llegar a la calle del terror. Hasta las moscas se fueron contigo -yo creo que algo les olió mal-, y esa madrugada se cimbró toda la casona. Vi a la pared del fondo desprenderse del lugar. No fue una falla estructural, en realidad el muro usaba sus castillos como brazos para separarse alevosamente del resto de la finca. Como era de esperarse todo se vino abajo. De vez en cuando aún se escucha entre los escombros al viejo Robert Smith gritar: “Show me, show me, show me how you do that trick”.

El día que ya no pude abrazarte muy fuerte engendramos un teratoma en tu vientre. Tenía dientes chuecos y picados, y la sonrisa al revés, y también tenía pelo, pero muy poco y entrecano. Era horrible. Era benigno pero podría ser maligno. Era yo. “Perdóname, mi amor”, te decía, mientras una doctora me extirpaba en pedazos de tu cuerpo. “Es que estoy algo ocupado cortando el cable del que cuelga el Tío Jay”, sollozaba desesperado, mientras la hábil doctora me jalaba de la cabeza con una aspiradora pequeñita; y yo dándole y dándole a la extensión Trupper naranja de uso rudo muy rudo, tan rudo como el Tío Jay. ¿Cómo aguantó tanto el cable? Y el Tío Jay. ¿Te acuerdas del olor? No el olor a descompuesto ni a meados. Hablo del olor a taller. Olor a herramientas y a grasa, a metal que nadie quiso comprar y también a libros y periódicos que ya nadie quiso leer. El olor a final. A veces me llega ese tufillo cuando dan las tres de la tarde del domingo, cuando veo a mi abuela haciendo memoria, cuando salgo a repartir comida o cuando veo tus polaroids; cuando -todavía- tiro un parlay o divido los dieces -nunca dividas los dieces-. Nunca dobles con catorce si el crupier tiene un as. Y si no, pregúntale al Tío Jay. Pobre de mi tío y pobres de nosotros. ¿Te acuerdas de sus gatos? Pobres de sus gatos, todos esperando, pacientes, viéndolo pendular, atentos a que bajara del madero, pero el Tío Jay ya nunca bajó. Con tu ternura habitual dijiste que sus animales fueron fieles con él hasta su último aliento. Y yo, en mi retorcido peritaje adjudiqué mutua lealtad a esos animales considerando la poca distancia existente entre el suelo y los pies tiesos y colgantes del Tío Jay. Quizá los gatos tendrían una última cena. Pero con ellos sí llegamos a tiempo y pudimos rescatar casi a todos; yo conté unos trece y tú dijiste que eran diecisiete con los que huyeron por el patio trasero. Sin duda eran muchos, casi veinte. Imagínate, cuando partiste en la casa, que sigue siendo tu casa, aunque sea una casa ya abandonada, teníamos nueve menos uno -al que le falló el riñón-. Pero ahora ya son doce. Yo no sé si pueda llegar solo a los diecisiete que tenía el Tío Jay, la verdad.

Dejaste bajo la cama unos tacones de charol, un abono del club y un juego de cacerolas. De vez en cuando se llega a asomar alguna dedicatoria en un libro, un post-it o un boleto del cine o de ticketmaster. Pero todo vuelve a la misma caja llena de calaveras que aún no me atrevo a encerrar en el armario. Tus cuadros siguen intactos en las paredes, me siguen con los ojos. A veces veo ondear la bandera cubana que colgamos en el comedor. Qué felices fuimos allá y en algunos otros lados, pero más allá. En el más allá. Llegamos unas horas después de la gran explosión del Hotel Saratoga y volvimos unas horas antes del gran apagón. Qué suerte siempre tuvimos, menos ahora. “Cuando todo falle nos iremos a Cuba”, nos mentíamos cariñosamente. Siempre pensé que llegado un punto sin retorno podría embarnecer y envejecer vestido de guayabera y bermudas patrullando la calle O’Reilly de las librerías -que es la misma que desemboca en El Floridita- como hacía Hemingway, bebiendo junto a la habanera despampanante que eres y serás, daiquirís de varones repletos del ron de la revolución, y no las mierdas de frutos rojos que sirven en la cantina a la que ya nunca iremos -nunca volví-. Contándote beodo entre rones y sones las mismas historias que ya no conocerás, la de mi padre, muerto ahora, pero que no murió en el temblor del 85 porque en esos días las juventudes comunistas de Fidel lo arroparon y sellaron mi destino y el tuyo también, de alguna manera. Cosa más grande caballero. O la de mi madre, muerta también pero hace no mucho, a la que recuerdo en mi infancia poner el disco eterno de Gloria Estefan con el que le dolía la vida, mientras se fumaba un Marlboro mentolado en el segundo escalón de la casa de los cipreses que nos quitaría el banco. Y sí, al final todo falló, pero no zarpó ningún Granma rumbo a Cuba, ni la humedad hizo lo suyo con tu pelo. Solo el tiempo hará sus estragos con el mío. Solo un abrazo al final en un panteón. Pero si un día vuelves a La Habana Vieja, búscame en los basureros, aunque esto no es una elegía.


Letrinas: Fuera de mí todo es bosque



Fuera de mí todo es bosque

Alejandro Rosen

Obviamente, para Perrucha

Fuera de mí todo es bosque, ríos, abetos, lagos. Fuera de mí todo florece, todo es vida. Lo intuyo, pero no puedo asegurarlo; me fío de los mapas y fotografías que he llegado a encontrar. Lo percibo también por las personas que en algún momento llegan hasta mí. Se les reconoce felices, con agujas en el cabello, sudorosas y sonriendo entre sí; cómplices de una felicidad con olor a pino, de tarde de domingo, a la cual nunca podré acceder. Se les notan los recuerdos compartidos de paisajes impolutos. Les envidio. Y cómo no. Si fuera de mí todo es vida y sol filtrándose entre las ramas de los árboles, pajaritos que cantan al amanecer -como diría mi madre- agradeciendo al Señor. Así, fuera de mí todo es pasado, todo es piel, labios, abrazos de Perrucha. Sin embargo, nunca podré comprobarlo fehacientemente. Antes tenía a una mujer en la que confiaba, que veía y recordaba por mí. Fue un pacto implícito que surgió una noche en que dormíamos juntos, antes de que ella roncara con su maullido de gatito. En su momento me pareció un buen trato: pasar con avidez la lengua por su culo y sus axilas a cambio de que me ayudara a ver fuera de mí. Grave error. Ahora que no está conmigo y sigo perdiendo la vista debo hacer mis inferencias y aun mis propios recuerdos. Supongo que al tenerla conmigo percibía lo que los dedos de esa mujer recorrían. Ahora quiero convencerme que cuando me acariciaban llegaba a sentir esa oleada de deseo que -supongo- era semejante a la mía. Bajo esta premisa quisiera pensar que en algún momento la hice feliz, aunque ahora todo es sospechoso y desconocido; por ejemplo, me resulta intrigante la palabra “bosque”, ¿es sólo un conjunto de árboles? ¿Es un coño hermoso y perfumado donde se bebe y respira felicidad? Ahora no sé qué soy. Los monstruos evitamos los espejos. Quiero pensar que la sospecha de ese mundo verde me humaniza. Jadeo, respiro con dificultad. Requiero de ese aire lleno de verdes recuerdos. O quizá esa fantasmagoría es la que me está perdiendo. Reconociendo mi incapacidad para percibir adecuadamente, me fío de la opinión de cualquiera que se ofrezca como lazarillo, como aquel que hace siglos buscó despertarme a gritos diciéndome que me aleje de todo aquello que se relacionara con los bosques pues están llenos de los bárbaros que destruyeron a nuestra civilización, están llenos de lo que enloquece mi presente. Su voz me llega en este momento. Asustado me levanto (¿no los bosques eran coños húmedos?) y manoteando con un bastón corro entre las carpas del campamento, entre soldados perplejos que con certeza me ven como un chiflado. Siguiendo la conseja corro hacia la luz, pero ésta me evade y provoca que me caiga. Escucho risas. Nunca me había percatado que las baldosas de la Vía Apia tienen forma de gato, y que fuera de mí, todo es bosque, o al menos todo tiene el olor engañoso que emana de un pinito que se bambolea en el retrovisor de un automóvil en movimiento, siempre en movimiento.



ALEJANDRO ROSEN (Ciudad de México, 1972). Maestro en Comunicación, y Doctor en Ciencias Sociales. Ha publicado en los periódicos Excélsior, El Financiero, y en La Jornada Semanal. Tiene publicado un libro de microrrelatos: “Arco voltáico (Los Reyes, 2005). Proyecta teatros de sombras mientras duerme. 

El Lobo Estepario: perderse para encontrarse (y no morir en el intento)

Náuseas y otras lecturas | Por Sabina Aruña 


Un lobo entre humanos domesticados

Si alguna vez te has sentido como un bicho raro, como alguien que no encaja, como si estuvieras hecho de otra sustancia más densa y triste que el resto de los humanos funcionales que sonríen en la fila del banco... entonces El lobo estepario de Hermann Hesse puede que no solo te entienda, sino que te abrace con una copa de vino en una noche larga y existencial.

Esta novela no es una historia con inicio, nudo y desenlace al estilo Disney. Es más bien como abrir el diario de alguien que se está desmoronando por dentro, pero que tiene la lucidez (y la honestidad brutal) de admitirlo. Harry Haller, el protagonista, no soporta el mundo en el que vive. Lo encuentra superficial, burgués, predecible, y él —con su sensibilidad a flor de piel y su desesperanza crónica— se siente como un lobo atrapado entre humanos domesticados. De ahí el apodo: el lobo estepario. Medio hombre, medio bestia, completamente jodido.


Una rabia silenciosa contra lo normal

Lo que hace especial esta novela es que no trata de "curar" a Harry ni te ofrece fórmulas mágicas. Aquí se habla de depresión de verdad, de la angustia existencial que te deja paralizado en tu sillón viendo cómo todo el mundo sigue su rutina sin preguntarse nada. Hesse pone sobre la mesa el conflicto entre el individuo que piensa y siente demasiado y una sociedad que premia la comodidad y la estabilidad por encima de todo.

"Porque esto es lo que más odiaba, detestaba y maldecía, principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente."

¡Zas! ¿Cuántos de nosotros no hemos sentido esa rabia silenciosa contra lo "normal"? Contra esa gente que parece tan feliz con su coche nuevo, su casa de interés medio, sus vacaciones en Cancún y sus conversaciones de oficina sobre promociones y seguros médicos. Mientras tanto, tú estás ahí, sintiendo que te estás pudriendo por dentro, que la vida no tiene un sentido claro, que todo es repetición y ruido blanco.


No hay moraleja, hay espejos

A medida que avanzamos en el libro, Harry se encuentra con personajes que, en lugar de sacarlo de su agujero con frases bonitas, lo empujan más adentro... pero para que vea que hay más allá. Hermine, por ejemplo, le muestra un mundo de placer, música, baile, contradicción y posibilidad.

Y luego está el famoso "Teatro Mágico": una especie de viaje simbólico al corazón de su propia mente, donde enfrenta todos sus yoes posibles, sus miedos, sus deseos reprimidos y su necesidad de romperse para comprenderse.

Leer El lobo estepario en momentos de crisis existencial puede ser como mirar a un espejo roto: duele, pero también te muestra partes de ti que nunca habías querido ver. No te da respuestas, pero te hace las preguntas correctas. No te dice "todo va a estar bien", pero te dice "no estás solo en esto".

"Yo no tenía vocación para estar feliz en el mundo. Me faltaba el arte de vivir, el arte de ser feliz."

Simple, directo, demoledor.


¿Y quién era ese tal Hesse?

Hermann Hesse no escribía desde una torre de marfil. Él mismo estuvo roto: perdió seres queridos, sufrió depresiones severas, se alejó de su país, de su familia y hasta de sí mismo. El lobo estepario fue, de hecho, su forma de sobrevivirse. Lo escribió en uno de sus peores momentos personales, como una especie de catarsis literaria.

Y si te quedas con ganas de más, no te detengas ahí: Demian es otra joya que explora la dualidad interior entre lo que mostramos y lo que reprimimos. Siddhartha, por su parte, es ideal si lo que necesitas es tomar aire, pensar en el camino, el ego y el silencio interior, sin caer en el rollo de gurú barato.


Para cerrar (sin moraleja)

Leer a Hesse es como emprender un viaje sin mapa por tu propio laberinto mental. No te promete una salida, pero sí te ofrece compañía. A veces, eso es lo único que necesitas para seguir caminando.

Así que si estás medio roto, no huyas del dolor: ábrele un libro de Hesse y déjalo hablarte. Tal vez no te salve, pero te va a hacer sentir menos raro.

Y eso, créeme, ya es bastante.



Texto: Sabina Aruña. Habla con Cioran como si fuera su tío lejano. Relee a Camus con insomnio y encuentra sentido justo donde nadie más lo ve. Cree que la lucidez es una condena y la escritura, un mal necesario. Vive rodeada de libros subrayados y tazas de café frío.
Obra reseñada: El lobo estepario, de Hermann Hesse

Año de publicación original: 1927
Traducción recomendada: Juan José del Solar, Ediciones Alianza

"Entrevista de trabajo", el próximo libro de poemas de Jorge Sosa



¿Apoco si muy triste? Una lloradita y a mandar currículums, porque se viene la factura de la luz, la factura del internet, ya casi no hay nada en el refri. Invéntate un par de habilidades, súbele otro 10% al nivel de inglés, atízale que trabajas bajo presión, que trabajas incluso bajo el agua, que te gusta mucho trabajar en equipo, que aquí vamos a sufrir todos parejo, faltaba más; y dale enviar a esa vacante en Computrabajo con la intención de que no te llamen y si te llaman, que en la entrevista de trabajo puedas responder con honor, con sinceridad, con poesía; que el trabajo es un absurdo.

Más absurdo aún cuando eres poeta, escribidor. El trabajo bien remunerado y la literatura no se llevan. En este mismo espacio nos hemos preguntado “¿Qué comen lxs poetas?”Por eso resulta interesantísima la premisa del próximo poemario del autor Jorge Sosa. 

"Entrevista de trabajo" es el próximo libro de poemas de Jorge Sosa, dividido en cinco partes, cada una con respuestas posibles a preguntas comunes hechas en entrevistas de candidatos en recursos humanos, será editado y publicado por Sindicato Sentimental.

Compartimos un adelanto del poemario y agradecemos al autor y a la editorial la disposición para compartir en Revista Sputnik dicho trabajo, que ya queremos leer por completo.

Sigan sus redes:
Sindicato Sentimental:
Jorge Sosa:


***

(Pregunta: ¿cuál es tu peor defecto?)


1.5

Un auto me persigue.


Perdón,

quiero decir

que se estaciona

cerca del lugar donde me bajo

del transporte público

o afuera del restaurante

donde estoy comiendo.


Mi esposo

me ha señalado

que se trata del modelo y color

más vendidos en el país.


Perdón,

quiero decir

que él piensa

que es mi imaginación.


A veces me acerco

intentando

no llamar la atención,

pero el conductor

enciende el motor

y se aleja de nuevo.


Lo he seguido

varios kilómetros.


Así he llegado a lugares

que nunca hubiera conocido.


Por ejemplo:

un prado bellísimo

detrás de la vieja fábrica de botellas,

en un terreno rodeado

por bardas con grafitis

a favor de la abolición

de la policía.




(Pregunta: ¿cuál es tu peor defecto?)


1:8

Fumé un cigarro

un martes de junio

en la parada del autobús

que me llevaba

de la escuela secundaria a casa.


Era el primero,

aunque mi amigo Iván no lo sabía.

Le aseguré

que ya era un experto.


Compré una cajetilla

de John Player Special,

de color negro

y más grande que las demás.

Pensé que no me la venderían.


Al encenderlo, esperaba

una asfixia súbita

como en el cine

pero el humo recorrió

mi boca, garganta y pulmones,

como una música familiar.


Después vinieron

miles de cigarros más.

pero el primero

lo prendí con los ojos cerrados

esperando que un rayo justiciero

me lo arrebatara de la mano.




(Pregunta: ¿cuánto quieres ganar?)


4:8


(Pregunta: ¿cuál sería tu trabajo ideal?)


5:1

ya nadie quiere leer tontos ****** de pájaros y no los culpo la verdad uno se cansa de

tanta palabra acerca de sus misteriosos vuelos conjuntos de la envidia mezquina por su capacidad de alejarse del suelo a voluntad de las constantes reflexiones acerca de su hábito desconcertante de pararse en cables de luz aunque casi nadie menciona la herencia de sus antepasados dinosaurios y todos sabemos que hasta la belleza cansa lo dice la canción un ***** de pájaros es el equivalente a un tatuaje de taz un error de juventud del que te arrepientes demasiado tarde porque nadie quiere realmente hablar de pájaros y cuando crees que sí en realidad quieres decirle algo a tu ex o a tus papás pero te da miedo y por eso siempre van a hacer falta algunos ****** de pájaros para las personas que necesiten recordar que todos tenemos miedo de hablar con nuestros ex y con nuestros papás aunque los ****** sean malos alguien tiene que hacerlos


***



Jorge Sosa (Ciudad de México, 1981) autor de It was a dark and stormy night (Pitzilein Books), Pony (Sikore en México y Liliputienses en España) y Yoghurt con cenizas (Niño Down en México y Liliputienses en España). Textos suyos aparecen en las recopilaciones “Efectos secundarios” (Ediciones Liliputienses) y “Blickwinkel: momento futuro” (Pitzilein Books y Goethe-Institut Mexiko).

Miembro fundador de Los KFGC desde 2009, un colectivo de arte multimedia que explora diferentes formas de presentar la poesía y sus límites con otras disciplinas, creado bajo la premisa de la muerte del autor y la posibilidad de una escritura conjunta. Durante la trayectoria del colectivo, participó en la creación de los libros “No use las manos”, “Manual de guerrilla táctica para terminar un noviazgo” y “1994”, además del volumen recopilatorio “Palabras que son átomos de un gas venenoso” publicado por Ediciones Liliputienses, que reúne la mayor parte del trabajo poético de los primeros diez años del colectivo; es cocreador de Mapa del Tiempo Perdido, un artefacto que presenta un territorio emocional a través de una topografía hecha con poemas; participó en el proyecto de creación de frases para las camisetas del equipo femenil de futbol amateur “Mininas Ferales”; colaboró en la presentación del acto de spoken word de Los KFGC en diferentes festivales como Caracol Tijuana, Verbo y el Festival del Libro y la Rosa de la UNAM; es coautor de la serie audiovisual de poesía Los Fotocopiadores, producida por Mónera, y guionista en varios de sus capítulos.

Creó el bot de Telegram “Ola Sucia” que conjunta poemas de distintos autores que se replican de manera aleatoria a través de la interacción de los usuarios; recientemente desarrolló un sistema adivinatorio de tarot con su propia obra que permite obtener un poema impreso a través de la elección al azar de un arcano mayor y es el anfitrión del podcast “¿Qué comen lxs poetas?”, realizado en conjunto con Revista Sputnik, en el que entrevista a autores acerca de sus gustos culinarios.
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