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Letrinas: «Secretos familiares»



Secretos familiares

Mónica Blumen



SI VOLVIERA A COMENZAR, NO CAMBIARÍA NADA. Es un pensamiento constante cada que abro los ojos. Es mi mantra. «No cambiaría nada. No cambiaría nada». Hasta que me penetra el mal aliento de Cecilia. Su cabello cano, cada vez más delgado. Sus entradas, cada vez más notorias. Sus dientes más viles con el paso de los años. Antes de casarnos le advertí que comer tanta azúcar es una pésima idea. Lleva treinta y seis años con estos hábitos. Lo sorprendente es que siga viva. Es delgada. Sí. Pero su piel es como un envoltorio flácido de su esqueleto. Tener sexo ya es solo un método de supervivencia, no es placer. No para mí. Esta es la promesa del matrimonio, es la agonía en vida, «juntos hasta que la muerte nos separe». De cualquier forma estoy agradecido por lo que hemos vivido. No me arrepiento de nada. No me arrepiento de mi vida. Nunca lo haré. No hay errores. Hay vida.

He tenido sueños húmedos los últimos días. Procuro despertarme y levantarme para que Cecilia no se dé cuenta. Es vergonzoso para mí quitarle la mano cuando quiere tocarme por la mañana. Y dar explicaciones. No hay nada que me haga sentir tan enojado como tener que dar explicaciones. Prefiero evitarlo. Así que vengo a mi baño. Observo revistas. Fantaseo con una chica intentando escapar de mí. Una chica llena de miedo, por mi amenazante virilidad. Me gusta observarme en el espejo. Necesito la soledad a momentos durante el día. Sé que los sesenta y siete, me sientan muy bien. Soy un hombre atractivo y no tengo problema en reconocerlo. Soy pulcro. Eso le gusta a las mujeres. No soy lo suficientemente delgado, pero un hombre sin panza es como un cielo sin estrellas. Esa frase era épica de mi padre. La llevo presente. Tampoco soy tan alto, pero nunca ha hecho falta. Tengo el cabello cano, pero no con la misma blancura que el de Cecilia. Mi cabello es uniforme y de manera sutil pareciera estar contaminado de color bronce. Mi ceja es casi imperceptible. Mis lentes sin aro, con tintura azul, me dan más carácter.

Soy un hombre exitoso. Da igual mi apariencia. Me respalda el dinero. Nada más poderoso que eso.

Hoy es viernes. Día de fiesta de disfraces. Dentro de poco llegarán mis empleados. El DJ. El sonido. Las bebidas. La mesa con bocadillos. Los disfrazados. No recordaba que debo ir por mi disfraz. Las sustancias. Estas fiestas son una locura. Tantos adolescentes juntos. Me siento el padre de todos. En mis tiempos no había fiestas así. Estábamos en casa, escuchando vinilos, bebiendo ron, platicábamos de responsabilidades. El carro nuevo. Los niños. Las esposas. El jefe. La casa. Esas pláticas no se parecen a las de hoy.

Cada vez viene más gente. Cada vez entra más dinero. Cada vez invierto en más producción. Qué bueno soy para los negocios.

Hoy no estará Mariel para ayudarme a cobrar en la entrada. Desde que le dieron el anillo la veo menos. Se la pasa con Luis. Tiene tres fines de semana que no los veo. Ya casi no duerme aquí. Me gusta que esté Mariel, porque se queda todo el tiempo en la entrada. Como una gárgola. No hay poder humano que le haga moverse de ahí. También es buena para manejar el dinero.

A Pamela no la puedo hacer que cobre. Ella es distinta. Un ratón de biblioteca. Me gusta que sea así. Es una preocupación menos. Suelo regalarle libros que no sé de qué tratan. Ya tuve que ponerle otro cuarto para ella sola. Una biblioteca. Me siento orgulloso. Hasta cierto punto me alegra que no haya heredado esta sangre sucia.

Fernanda tiene prohibido venir a las fiestas. También ir a fiestas. Tiene quince. Y está prohibido. Está estrictamente prohibido que esté en este tipo de ambiente. Su mamá y yo queremos evitarle un futuro difícil. Un embarazo. Alguna sobredosis. Problemas. No es difícil darse cuenta del temperamento de los hijos. Tiene potencial de ser intrépida. Sé muy bien, que en el primer momento que pruebe el alcohol y sienta el revoloteo mental, su vida será otra. No entiendo lo que la genética hizo con ella, empezando por su cuerpo. Es un cuerpo irresistible. Es voluptuosa. Muy desarrollada para su edad. Un escote y todos corren peligro. Debo estirar lo más que pueda el tiempo para que ella permanezca en esta mansión. No tiene idea de lo que los hombres deseamos hacer con las mujeres. Será difícil privarla de esa naturaleza, pero trataré de frenarlo lo más que pueda.

Compré flores nuevas para decorar el jardín. Las personas pagan por la experiencia. Mi mansión es lujosa. Bonita. Llena de luz cálida en todo el exterior. Un sueño en el atardecer. La alberca es grande y desnivelada. Limpia. Todo es funcional. Pero aun así, si no hay una buena experiencia, la gente cree que pierde su dinero. Pagar la entrada a una fiesta donde hay todo, es una buena oportunidad para quedarse hasta el amanecer. Después ellos invitan a más gente. Y esa gente, a más gente. Y así es como mi mansión se ha convertido en un lugar de fiestas cada fin de semana. Ese es mi objetivo. A decir verdad, es mi secreto. Divertir a tantas almas en un espacio así. Hacerlos sentirse fuera de sí. De ensueño. Recibir dinero. Llenarme de placer. Me hubieran gustado este tipo de fiestas en mi juventud.

Tocan a la puerta, debe ser el sonido.

—Buenas tardes. ¿Aquí vive el Señor Antonio? —me pregunta una chica de unos veinticinco—.

—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

—Vengo a traerle el éter.

Volteo hacia todos lados a ver si alguien la escuchó. Salgo y la tomo por el brazo de manera abrupta. La llevo conmigo a un lado de la puerta principal.

—Señorita, ¿quién la envió? Saben que no pueden mandarme este tipo de productos así, sin avisar. Podría ser peligroso.

—Entiendo Señor Antonio. José me envió porque tuvo un viaje de emergencia y no quería quedarle mal. Yo solo podía hacerle el favor a esta hora.

Le pido un minuto. Que espere en este mismo lugar. En el punto ciego de la puerta. Debo subir por el dinero y esconder esto en mi oficina. En el pasillo viene Cecilia, como lo imaginé. Va a empezar a hacer preguntas.

—¿Amor, alguien tocó a la puerta?

—Sí, pero ya lo atendí. No es necesario que salgas. Mejor prepárame un té, hace hambre. Ya te alcanzo —le digo sin dejar de caminar—.

Escondo el éter en mi oficina. Tomo el efectivo. Voy sin hacer ruido con la misionera. Le pago y le pido que se vaya por toda la orilla del barandal. Yo distraigo a Cecilia en la cocina mientras me prepara el té. ¿Cómo se le ocurre a José enviarme a una mujer sin avisar? Necesita una advertencia de mi parte. No puede volver a pasar esto. Esa niña me vio la cara. Tiene huellas dactilares mías en su brazo. No me puedo arriesgar a nada. Absolutamente a nada.

—¿Quién era?

—Se equivocaron.

—Nadie se equivoca yendo a una mansión. Por cierto, Fernanda no quiere que vayamos hoy al hotel. Me dijo que ya está aburrida de ir a ver películas y comer pizza cada fin de semana conmigo.

—¿Y qué vas a hacer? Vete con ella a algún lado. Hoy espero una mayor cantidad de jóvenes para la fiesta. Ha ido subiendo la cantidad de gente las últimas tres semanas.

—No sé amor. No es necesario que hagas fiestas.

—No voy a dejar de hacer fiestas, Cecilia. Este es mi negocio de retiro. No voy a discutir de nuevo esto contigo.

—No necesitas el dinero. Intenta tú convencer a Fernanda. Yo nunca puedo negociar con ella.

Toco a la puerta. Fernanda está, como siempre, recostada en su cama. En calzones. Una blusa de licra de tirantes, y su laptop encima de las piernas. Escucha música con audífonos.

—¿Qué haces? —le pregunto mientras me siento junto a ella—.

—Hola papi. Estoy viendo tutoriales de maquillaje. Hoy no tengo clases.

—Muy bien. ¿Y ya sabes qué películas vas a ver hoy con tu mamá?

—No quiero ir a ver películas otra vez. ¿Por qué no puedo quedarme aquí? Te prometo que no voy a bajar.

—No es ambiente para ti. Reservaron el lugar para una fiesta de disfraces. Te vas a asustar con los que van a venir disfrazados de monstruos.

—No voy a ir hoy con mi mamá. No soy una niña chiquita. Aparte siempre se queda dormida y está bien aburrido. Vivo en una mansión. Tú has tu fiesta, no me importa —dice mientras se vuelve a poner los audífonos—.

Tocan a la puerta. Esta vez sí debe ser el sonido. Bajo y Cecilia ya los atiende. Veo que también están limpiando la piscina. Y llegaron a darle mantenimiento al jardín.

—Fernanda no quiere ir hoy.

—Te lo dije.

—Quédate con ella. Pero vas a cuidarla. No quiero que bajen durante la fiesta.

—Si amor. Como digas. Yo me encargo.

Comienza a llegar la gente. El DJ ya suena. Las luces están correctamente instaladas. El sonido distribuido de manera estratégica en el área más abierta del jardín. Las luces cálidas generan confianza. Las flores refrescan los rincones. La mesa de bebidas y bocadillos es de extensión doble en comparación a la fiesta pasada. Tengo personal suficiente este día. El cuarto oscuro está listo. Guardé un maletín con suficientes herramientas ahí. La vez pasada me quedé con ganas de explorar más cosas. Estratégicamente, están los baños enseguida. Ya se encargan del cover en la entrada. Creo que todo está por comenzar. Hoy será una buena noche. Han llegado algunas personas disfrazadas de los ochenta. Típico. También de piratas. Nada nuevo. Nunca se sabe. Me gusta que la noche me sorprenda. El DJ abre con un remix de «Lugares comunes» de Virus, los argentinos del rock elegante en los ochenta. Seguro se inspiró en los disfraces.

Voy por el disfraz a mi oficina. Nadie lo ha visto. Nadie debe saber quién soy. Antes de vestirme voy con Fernanda. No está en su cuarto. Luego voy con Cecilia. Veo que están las dos. Recargadas sobre la cama. Juegan cartas.

—Diviértanse —les digo con una sonrisa y cierro la puerta—.

Me dirijo a mi oficina. Me pongo el disfraz. Soy Scream. Sencillo. Rápido de poner y de quitar. No tan vistoso. Lo importante es mantenerme al nivel de los demás. Disfrazado, pero no con un gran disfraz.

Vengo al jardín. Una mujer se está robando las miradas. Huele a néctar. Viste un mini vestido de piel negra y brillosa. Tiene listones negros envueltos en las piernas que se desprenden de los tacones. Un antifaz y una peluca negra que llega hasta la cintura. Lo justo de su disfraz deja ver hasta el más mínimo pliegue de su piel. Es lo suficientemente hermética para imaginarla desnuda. Arrancarle de tajo ese disfraz de dominatrix. Vacío el éter solo cuando decido quién será mi dama de compañía. Ha habido ocasiones en las que no lo utilizo, porque no hay alguna que me encienda las entrañas. Pero hoy será uno de esos días ardientes en el cuarto oscuro. Nada es más emocionante que querer comerte un manjar y tener que tomarte el tiempo para quitarle la envoltura. Ella es la fruta de esta noche. Aquí es cuando voy por dos bebidas. Bastante hielo. Me alejo un poco en dirección hacia los baños. Revuelvo un poco de éter en una. Luego regreso y me acerco sutilmente a ella. Aprovecho que está en la mesa de bebidas.

—Hola. Me gusta tu disfraz —le digo modificando un poco mi voz—.

—Gracias —dice entre risas—.

Parece una joven. Voltea en diferentes direcciones. Parece que busca a alguien. Le extiendo mi mano con la bebida que contiene éter y ella la toma. La consume muy rápido. Casi de dos tragos. Pienso que es novata o que tiene mucha sed. Esto me asusta un poco. El éter le va a generar confusión y sueño en pocos minutos. Debo convencerla de movernos de aquí.

—¿Ya fuiste al cuarto secreto que tienen aquí atrás?

—Ah, sí. Sí lo conozco.

Está mintiendo. Nadie lo conoce. Me sigue el paso y vamos. Entre el andar se detiene algunas veces y se toca la cabeza. Seguro siente un mareo. Es el éter. Yo la tomo por el brazo y seguimos caminando. Entramos al cuarto. La dominatrix empieza a perder el equilibrio. Solloza casi de forma silenciosa. El sueño ha hecho de las suyas. Cierro el cuarto con llave. Escucho el bajo de fondo y el murmullo de la fiesta. Esta es mi parte favorita. Estoy tenso y eso me genera placer. Le intento quitar el vestido. Es demasiado justo. La forma más fácil es subirlo, y ya está. Tengo lubricantes que generan calor al contacto. Tengo también un par de juguetes. No serán necesarios. Está demasiado sedada. Puedo manipularla como plastilina. Así que solo la acuesto boca abajo en la mesa. Y la tomo por la cintura. Y doy todo de mí. Todo lo que tengo en mi ser. Mi ira acumulada. Mi frustración. Me desfogo entre sus piernas y pellizco con ansias su piel blanca y lisa. Sigo siendo un gran hombre a mi edad. Los ríos de sangre corren por mis venas. Por todas mis venas. Y yo me corro en ella hasta estallar. Pierdo fuerza en mis piernas y debo sentarme un momento. Luego dejar todo como estaba. Incluido el vestido de esta mujercita. Mientras tomo asiento alcanzo a ver ligeramente el perfil de su rostro. Se me quiere salir el corazón del pecho. Le quito el antifaz y es Fernanda. Es mi hija.

Le acomodo el vestido de nuevo. La siento. Guardo todo lo que tengo en el maletín y limpio con alcohol mis posibles huellas. Un nudo en la garganta comienza a incomodarme y es necesario llorar. Lleno mi vaso con éter. Lo bebo todo de un solo trago. Si volviera a comenzar lo cambiaría todo. Es lo que pienso mientras siento un frío fulminante correr por mis brazos.



Mónica Blumen (Ciudad Juárez, 1988) Egresada de la Licenciatura en Realización Cinematográfica por el Centro de Artes Audiovisuales (CAAV, 2009-2013). Actualmente, cursa la Licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH, 2022-2026). En el ámbito cinematográfico, se desempeña como directora de cine documental, productora, guionista, fotógrafa y montajista. Fue nominada al Premio Ariel con el cortometraje documental “13,500 Volts” (2016); seleccionada en festivales nacionales e internacionales y ganadora de diversos premios por su obra cinematográfica. En el ámbito literario, Mónica ha participado en la antología de cuentos “Raíces de obsidiana: criaturas mitológicas” y “Poemas pe(r)didos”, antología ganadora en Voces al Sol 2022. Fue asesora y editora en la escritura del guion de largometraje de ficción “La Biblia de Gaspar” (2023). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2014-15.

Letrinas: La Sociedad Rosa


La Sociedad Rosa

Jazmín Félix

 

1

Un sinfín de cuerpos aguardan a la Licenciada en la explanada de un campo deportivo. El sol abstrae las expresiones de seguidoras y militantes del grupo político en el poder desde hace ochenta años: Partido de las Mujeres Liberadas (PML). Miles de brazos se extienden al cielo, ondean la Bandera Mexicana de Ellas: verde, blanco y rosa; al centro, un águila hembra, en el pico, un hombrecito se retuerce, sangrante, el cerebro botado, volcados los ojos.

—¡Ya viene la Licenciada! —grita alguien. La multitud se embelese, ojos pelones, llorosos de fruición, miran hacia el escenario.

Una mujer está de pie en la plataforma, atisba a la muchedumbre. Cara lavada, labios rosas fucsia. Lleva puesto un traje sastre, también de color rosa. Tacones de veinte centímetros para pisotear al machito que quiera pasarse de la raya. La Licenciada Pamela saluda a sus seguidoras, avienta besos colorados, festeja las adulaciones de las voces femeninas. Sólo femeninas. Este es un partido hecho por y para mujeres, los hombres aguardan en el hogar; friegan trastes, el piso que taconearon sus señoras. Un hombre no tiene nada que hacer afuera de la cocina. Lo suyo es servirle a la Sociedad Rosa.

—Hermanas mías. Han sido ochenta años continuos desde que el PML lidera México, setenta que gobierna este Estado. Ochenta años de libertad para nosotras, ocho décadas que los hombrecitos dejaron de golpearnos, violarnos y asesinarnos. Quieren arrebatarnos el poder, hermanas, la Insurgencia de Hombres crece todos los días, ellos quieren adueñarse otra vez de nuestro destino, dominarnos. ¡No les fue suficiente hacerlo por siglos!

—¡Perra hembrista! —reclama una voz gruesa, atrás del lío de mujeres—. ¡Las hijas de puta no nos van a gobernar! ¡Ni un hombre más! ¡Ni un hombre más!

—A ver, ¡muestra tu cara, hombrecito miserable! —la Licenciada se carcajea en el micrófono.

Las guardias de seguridad escarban entre el gentío, buscan el repugnante vello facial, los brazos musculosos, cobardes, la manzana de Adán temblorosa, que se atrevió a retar a la candidata favorita. Se escucha un golpe, el filo de un arma, un grito de súplica.

—¡Lo tenemos! —avisa la líder de guaruras.

—¡Enséñame su cara! —ordena la candidata.

La uniformada levanta el brazo; en la mano, exhibe la cabeza degollada de un hombre: hilos de sangre escurren, embarran la tierra. Le sigue una sustancia grisácea, coágulos, pedacería de hombre insípido. Mujeres alrededor se apartan, asqueadas. Ninguna quiere ensuciarse con los restos del sexo débil. 

—¡Por eso, hermanas, por hombres como este, ¡tienen que votar por mí! —la candidata del PML alza el puño, decora su muñeca un pañuelo rosa. Miles de manos empuñadas forman un nudo inmenso de color, muestran con orgullo el trapo emblemático con el que hace ochenta años, otras hermanas se rebelaron contra la sociedad machista que las tiranizó.

La turba se aglomera delante de la plataforma, desean tocar la bastilla del pantalón de Pamela Rodríguez, tener entre sus dedos el tobillo de la poderosa hembra alfa que garantiza la continuación de la Sociedad Rosa.

El hombrecito es pisoteado, un tenis rosa sepulta el gesto doloroso que sobrevive en la cara saturada de bigote, cejas pobladas y sangre: era el típico machito.

“Mejor se hubiera quedado en su casa”, piensan las mujeres que empujan el cráneo contra el pavimento.

 

2

—Licenciada, ¿qué le parece este copy? —pregunta un joven que recién entró a trabajar al equipo de campaña de Pamela Rodríguez.

Sentada en el extremo de la mesa, en la sala de juntas de las instalaciones de PML, la candidata se bebe un vino para aligerar sus nervios. Suspira y de pronto azota la voz, su lengua alcanza el cuello de cualquiera que haya sugerido una mala idea.

—A ver, léelo, rápido, niño —la mesa tiembla cuando Pamela sube el pie: la pantimedia corrida, el tacón afilado, perfecto para destrozar pitos.

—“Pamela Rodríguez asegura la libertad de las mujeres, la continuación del poder en tus manos, la vulneración de los hombrecitos. Vota por la fuerza femenina, vota por Pamela, del PML”.

—Y a ti, cariño, ¿quién te contrató? —interpela la Licenciada, una sonrisa de burla se dibuja en su boca.

—Eh, este, este…

—Habla bien, que yo sepa, a los hombrecitos todavía no les hemos cortado la lengua.

—Me contrató Lorena, la jefa de campaña.

—Estás muy verde, niño, tu copy no me genera nada. Sé que las elecciones las tengo ganadas, pero tiene que parecer que me esfuerzo un poquito, aunque sea.

El joven se ruboriza, parece que va a llorar. Lorena, sentada a unas sillas de distancia, lo amenaza con la mirada. Alguien carraspea, tose, intenta evitar expulsar el estómago por la boca. Fue un error permitir que los hombres ingresaran al campo laboral, aunque haya sido para el entretenimiento femenino.

—Lo siento, señora —se disculpa el muchacho.

—Así no me pidas perdón, al rato, te vas a mi oficina —ordena la candidata—, a ver, ¿qué más? —baja la pierna, se incorpora.

—Las manifestaciones de hombrecitos no paran, Licenciada —advierte Lorena—, no dejan de llegar amenazas a las redes sociales del partido. El otro día nos llegó una bomba, por fortuna era falsa, pero me temo que la campaña en su contra, señora, vaya a reforzarse. A mí me parece que quieren ejecutar un golpe.

—Eso a mí no me corresponde todavía, no soy la Gobernadora, Lorena. Deja que esa perra inútil arregle los problemas sociales, a mí me toca, mientras tanto, venderme bien.

Pamela se levanta de la mesa. Antes de atravesar la puerta, se detiene. Levanta la pierna, se quita un zapato. Sonríe, mira hacia Lorena, sostiene la punta del stiletto y se le escapa una risita. Lorena se hace chiquita y recibe el impacto con los ojos cerrados: la Licenciada avienta el tacón hacia ella. Corta su frente, un chorro de sangre golpea la mesa. El niño nuevo la mira, recoge el zapato y persigue despavorido el taconeo inconsistente de Pamela.

—Estás bien bonito, niño. Esa carita rosita que tienes me recuerda a mi marido cuando era joven, puras promesas y amor. Ahora parece costal de papas en la cama, apestoso, siempre llorando. Nada más me voltea a ver cuando acomodo el paralizador en su cuello y pulso el botón —en su oficina, Pamela juega con el jovencito.

—Usted también es hermosa, señora.

—Gracias, pero no me interesa ser hermosa. Yo quiero poder. Ha pasado mucho, niño, desde que a las mujeres nos dejaron de cautivar los cumplidos facilones que los hombres trillados, de pocas ideas, nos tiraban disfrazados de “piropos”.

—Lo siento.

—Silencio. Mejor acércate y chúpame la vagina, que esa boquita tuya se me antoja para todo —ordena Pamela. Abre las piernas sobre el asiento, se recuesta. No lleva calzones.

De rodillas en la alfombra, el muchacho cierra los ojos. Deja de respirar antes de adentrar la cara en la falda de la mujer. La candidata goza, acalla los chillidos del hombrecito con sus gritos de placer.

 

3

Hace casi un siglo las mujeres asumieron el poder del mundo. Se hartaron del incremento de violencia doméstica, los feminicidios, exhibidos en las redes sociales los cuerpos de las víctimas, sangrantes y mutiladas. Cansadas de trabajar y luego, al llegar a casa, seguir con la limpieza del hogar, el cuidado de los hijos. La Rebelión Rosa empezó en las zonas rurales. Las manos de las obreras asfixiaron a sus maridos, les sirvieron omelette con veneno de rata. Fue como si un buen día hubieran despertado, decididas a acabar con sus opresores. Les pesaba ser mujeres, encima, pobres. Las autoridades estaban preocupadas, en las naciones europeas montaron operativos para capturar a las agrupaciones que se dedicaban a proporcionar la herramienta mortal a otras mujeres, el kit completo para acabar con el marido infiel, abusador. El hombre cuyo puño las doblegó toda la vida.

Golpes de Estado hicieron sucumbir a los gobiernos de las grandes ciudades: París, Londres, Rusia y Japón. Cuando la Rebelión Rosa hizo caer a la Casa Blanca, en México se encendieron las alarmas. Para cuando tipificaron las muertes de varones como Hombricidio, ya era tarde; las mujeres habían entrado a Los Pinos a cortar la cabeza del Presidente.

Establecido el Nuevo Orden de Mujeres en todo el mundo, en América Latina se formó la Sociedad Rosa, en México fue instaurado el PML. Las mujeres quemaron la Constitución Mexicana y redactaron una nueva. Para detener la violencia machista, el Gobierno Federal repartió tasers en todos los hogares. Se convirtió en el arma oficial para controlar hombrecitos. Si se ponía perro el bato o se le veían intenciones de atentar contra la integridad femenina, un electrochoque y se controlaba el cabrón.

Luego vinieron las campañas “Amarra a tu hombre”, “Los machos van con bozal”. Una de las propuestas más alabadas de la Licenciada Pamela, era la de castrar químicamente a los hombrecitos para que dejaran de sentir placer. ¿Para qué sentir rico? Si la misión de su órgano sexual era la procreación. El disfrute debía de ser exclusivo para las mujeres.

Así, en ochenta años, el hombre pasó de ser el sexo fuerte y dominar la sociedad, a ser eliminada su presencia de la política, la dirección de grandes empresas. Acabó reducido a limpiar mierda de bebé, lavar los calzones de su hembra alfa.

Líder de su vida y los gobiernos, la mujer blanca y rica se convirtió en la autoridad máxima. El hombre, fue borrado.

 

4

En pleno centro de la ciudad, las mujeres van y vienen del trabajo. Los hombrecitos barren las banquetas, atienden y cocinan en las cenadurías, con el mandil puesto, la cuchara de madera en la boca para probar cuánto le sobra o le falta de sal al guiso, la misma receta que sus padres y abuelos les enseñaron, con las yemas quemadas por el calor de la plancha, perdido su aliento de hombre en la masa.

Mujeres caminan por la banqueta. Al costado, a unos pasos tras ellas, las siguen sus hombrecitos. Van amarrados de muñeca o cuello con la “Correa rosa 5000: sujeta bien a tu marido o novio para que no viole a ninguna mujer”.

Un hombrecito se para en seco mientras cruza la calle junto a su señora. Admira el cielo, sus ojitos centellean. La mujer siente el peso del marido, tira fuerte de la correa para que el inútil avance. Se gira para ver lo que lo entretiene porque se sabe que cualquier nimiedad roba la atención de un hombrecito. Lo encuentra pasmado; boca entreabierta, mirada llorosa; igualita a cuando le da un billete de cien pesos para que se compre algo bonito en el tianguis.

La mujer rebusca en su bolsa el taser que pondrá al hombrecito en su lugar. El viento revuelve su pelo, helado golpea su frente, la sacude. Mira el cielo, una sombra gigante se detiene sobre ellos y el resto de las transeúntes. La mujer se arrodilla, cubre sus oídos. El ruido satura el ambiente, el estruendo veloz de las palas de la aeronave sacude la calle. Panfletos descienden, como lluvia caen sobre la avenida; manos de hombrecitos detienen los papeles, los recogen del piso.

“Planeamos la destrucción femenina, el retorno del poder en nuestras manos”, invita el volante, desbordado el exhorto en negritas. “Únete a la Insurgencia de Hombres”, debajo, la ubicación de un almacén.

 

5

La Licenciada obtuvo una victoria aplastante en las Elecciones Estatales; superó por treinta puntos a la candidata opositora, una indígena de izquierda perteneciente al Partido Humanista de las Mujeres (PHM). Recibió el cargo hace unas semanas, entre júbilo femenino y confeti rosa.

Festejó la victoria en un hotel, con su equipo de campaña, algunos sexoservidores de pezones floreados y pito joven. Para cenar, whisky y líneas de cocaína.  

En su oficina, en el Palacio de Gobierno, Pamela Rodríguez termina de revisar y aprobar unos papeles. Arriba, en el montón de hojas, firmada y sellada, aguarda la iniciativa “Castración química para los hombrecitos”, mañana será presentada ante legisladores.

Alguien toca la puerta. Es el niño bonito y verde, de cara tierna, contratado por Lorena. La Licenciada se lo quedó como secretario personal: le prepara el café y se la chupa cuando está estresada.

—Licenciada —llama el muchacho.

—Pasa.

—Llamaron del Escuadrón Contra Hombres, los hombrecitos planean algo denso, quieren manifestarse afuera de este recinto, demandar sus derechos. Parece que también buscan atacar, conseguir su cabeza, señora.

—¿Los tienen ubicados?

—Es correcto, Licenciada. Están en un almacén, a las afueras de la ciudad.

—Dile a la comandanta que los encierre y los queme vivos.

—Pero, señora.

—Tiene que ser esta noche.

—De acuerdo.

—Vas, das mi orden, y te devuelves rapidito. Estoy estresada.

La Licenciada sonríe. Sube la pierna al escritorio: reviste su pie un tacón de aguja de terciopelo negro. El hombrecito observa la pieza afilada que pronto tendrá en el cuello.





*Jazmín Félix es Comunicóloga y editora en periódico "El Vigía", tiene experiencia en comunicación institucional y divulgación científica. Escribe desde los nueve años.

Letrinas: «Piel»


 Piel

Nicolasa Ruiz Mendoza


Fue el primer día de clases de la preparatoria que la conocí, a Sara. Había llegado ya empezada la clase y se paró bajo el marco de la puerta con su rostro redondo e inocente pidiendo disculpas al maestro para que la dejara entrar. Y mientras estaba ahí de pie con su presencia enigmática, todos la veíamos como si se tratara de una diosa a punto de hacer un milagro esperando que se decidiera por un lugar para sentarse. Se decidió por el pupitre junto al mío. Mi corazón retumbaba con tanta fuerza dentro de mi caja torácica que por un momento pensé que podría delatarme. Cuando al fin se sentó no tuve las agallas de voltear a verla para darle la bienvenida a nuestra ahora exclusiva esquina. Unos días después de convivencia, a la hora de salida me preguntó si fumaba. Fumar siempre me pareció un vicio estúpido. Le dije que no. Entonces nos paramos fuera de una tienda de autoservicio y le pidió a un chico con cara de bobo que le comprara una cajetilla de cigarros y unas cervezas. El chico compró los cigarros y las cervezas pero le pidió su teléfono y luego le entregó su celular para que lo guardara. Yo veía cómo Sara ponía su teléfono real, pero el chico resultó no ser nada bobo y marcó al teléfono para asegurarse de que no le estaba dando uno falso. Yo veía la situación como mera espectadora, sin nada qué aportar. Al final se sonrieron y el chico con cara de bobo se fue sin haber volteado a verme una sola vez. Supongo que lo tenía bien superado, eso de ser invisible.


Aseguró que nadie estaba en su casa antes de las seis de la tarde, así que nos repartimos el seis entre las mochilas de ambas y tomamos el camión. Me cedió el único asiento disponible, ¿qué mensaje ocultaría aquel gesto? Pensé. Ella se fue de pie agarrándose del tubo metálico sobre su cabeza, y yo la veía, seguro con la cara de tonta que se me ponía cuando me disociaba, su piel sudada y brillosa con los cabellos del flequillo pegados a su frente y sus ojos grandes atentos a la calle.


En un punto cruzamos miradas, y la esquivé volteando a ver al chofer que mandaba un mensaje con una mano mientras manejaba con la otra. Sentí pánico. Regresé la mirada, y ahora ella me veía con una sonrisita que hasta la fecha no logro descifrar del todo. Acostadas en su cama en medio de moronas de papitas que me picaban la piel y sándwiches mordisqueados, veíamos “Tetsuo; The Iron Man” la escena en la que el chico persigue a su novia con su pene en forma de taladro y me imaginé yo como el chico y a Sara como la chica corriendo y gritando. Dejé salir una risita perversa. Ella también se rio y voltee a verla. Sus labios rosas brillaban con residuos de saliva y cerveza, quise besarla. Pero todo esto parecía solo una fantasía lejana cuando empezó a rozar su dedo índice sobre mi brazo y al ver la piel erizada sonrió con esa sonrisa suya que me desarmaba. Se acercó y yo me dejé llevar por el ritmo suave y lento de su boca.


El aire caliente que salía por sus fosas nasales era un indicador de que esto que tanto había deseado estaba sucediendo en verdad y no en una de mis tantas disociaciones y fantasías. Con mucha delicadeza me fue quitando la camisa escolar y pasó su lengua por mis pezones endurecidos. Así fue bajando hasta mi entrepierna y yo sentía cómo ese líquido caliente y pegajoso iba mojando mi calzón de florecitas amarillas escurriendo por mi muslo. En otro movimiento no tan delicado solo hizo el calzón a un lado y me retorcí mientras sentía su lengua tibia sobre mi sexo hinchado. Una fuerza superior a mí me obligaba a poner mis ojos en blanco y gemir y gemir, pero no como en las pornos sino algo así como un llanto ahogado, algo que duele y gusta a la vez.


Nunca había sentido todas esas cosas y ella me lanzaba una mirada salvaje con sus ojos grandes desde mi entrepierna haciendo geometría con su lengua que escurría saliva y ese líquido pegajoso y transparente. Desnudas sobre sus sábanas aún llenas de papitas picándome el culo, su celular vibró junto a ella con un mensaje y cuando lo terminó de leer dejo salir esa sonrisita maquiavélica que me provocó un espasmo en el estómago tan abrupto que tuve que poner mi mano sobre mi pecho.


De pronto la desnudez se me volvía pesada, no quería seguir con mi sexo expuesto sobre sus sábanas con moronas de comida chatarra. Me disponía a quitarme una papita clavada en la nalga cuando su mamá, una mujer bajita y amargada abrió la puerta de golpe haciéndonos brincar de la cama tapándonos la desnudez con las manos. La mujer pegó un grito y cerró la puerta. Sara y yo nos vestimos en cuestión de segundos. Al salir de su habitación, su madre estaba sentada en el comedor fumando un cigarrillo que casi se acabó de dos caladas. Hice un gesto de querer despedirme pero Sara me paró en seco, me dijo que nos veíamos en la escuela. Tomé el autobús de regreso, el rostro pulsando de tanto sonreír. Al día siguiente Sara no fue a clases ni el resto de la semana, tampoco contestaba mis mensajes ni llamadas. Ese nivel de ansiedad solo lo había sentido la primera vez que mi padre pasó por mí a casa después del divorcio. El maestro informó a la clase que Sara ya no vendría más a la escuela. Una sensación de vértigo, como cuando te despiertas en medio de un sueño en el que caes.


Durante el trayecto en autobús a casa sonaban en la radio las estrofas de esa canción: Notice me, take my hand, why are we, strangers when, our love is strong?”. Una patada invisible al estómago, otra a la cabeza y cuando la canción terminó yo berreaba como un niño en medio de gente sofocada por ese calor seco que te hace pensar en las llamas del infierno y el aire acondicionado que no daba para más. Una señora sentada enfrente con demasiado rímel y delineador negro me dijo en su voz ronca: “Eso niña, sácalo todo para que se aclare esa cabecita hermosa”.  Y mientras me limpiaba las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano, el autobús se detuvo frente al semáforo en rojo. Miré a la calle y ahí estaba, Sara en su uniforme nuevo con el cara de bobo. Cruzamos miradas una vez más y su sonrisa se borró por completo, tomó a cara de bobo de la mano y se alejaron caminando. Como si yo fuera un fantasma que se negaba a aceptar haber visto. Como si fuera invisible.





Nicolasa Ruiz Mendoza (1991) es una cineasta, guionista y productora mexicana. Estudió Medios Audiovisuales en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Su tema principal como artista es su relación con Mexicali, una ciudad fronteriza desértica en el noroeste de México. En 2014 ganó una beca para realizar un programa de intercambio con la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) para estudiar en su escuela de cine durante un semestre en Bogotá. Sus primeros cortometrajes, JR (2019) y Obāchan (2020) ganaron fondos federales para producciones como PECDA e IMCINE. Su proyecto Lo Raro, fue seleccionado en la categoría Contenido Episódico del Gabriel Figueroa Film Fund dentro del Festival Internacional de Cine de Los Cabos 2019, ganando el premio al mejor proyecto en desarrollo por la agencia Art Kingdom, y en 2020 ganó el premio al mejor guion en el Festival de Cine ANIMASIVO. También participó en CATAPULTA, FICUNAM 2021, IFAL 2021, VENTANA SUR Punto Género 2022 y THE WRITE RETREAT 2023. Guion Guadalajara Talents (2022), ganador del premio Cine Qua Non Lab para revisión de líneas argumentales 2023. En 2022 produjo el largometraje de Omar Rodríguez López “Luna rosa” ahora en postproducción. Recibió el Fondo de Desarrollo IBERMEDIA a finales de 2023 para escribir el guion de su primer largometraje de ficción, Lo Raro.


Sputnik Fanzine #05 para leer y descargar


Celebramos 13 años del Ummagumma Alt Rock Pub, la casa de la contracultura en Aguascalientes con una edición monstruosa de nuestro fanzine. 

Las letras de Antonio León plasmadas en el 'Cuaderno de Courtney Love', los trazos de Oliver Nevarez aka El Queso Prohibido, Barajas: el documental, La ciudad de los suicidas by Los Yonkis y muchas luces calientes por doquier.


Letrinas: El Desahucio




El Desahucio

Sergio Madrazo Langle

 


Cuando dejé el puesto que tenía en un bufete bastante prestigiado, fue para iniciar la aventura de ser mi propio jefe. No imaginé que el primer asunto que, por azares del destino, entraría al «despacho», como llamaba pomposamente a mi diminuta oficina, tendría que ver con un desahucio, esa palabra que siempre me había sonado a hospital, a dolor, a desesperanza. Desahucio: cuando te la dicen, sabes que te vas a morir, que ya, es todo, adiós, ojalá te hayas divertido. Yamamoto, amigo, no hay más.

Ese día me desperté muy temprano. Con mi mejor traje, camisa blanca, corbata y zapatos recién boleados, pasé con puntualidad a las 6:30 de la mañana por El Actuario, aquel funcionario que daría fe y legalidad de lo que estaba a punto de hacer: desalojar a la familia que habitaba el departamento propiedad de mi cliente porque le debían más de un año de rentas. Estaba nervioso: nunca había sacado a nadie de su hogar, prefería otro tipo de juicios, pero cuando empiezas lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Comenzaba mal la cosa. A las 7:21 de la mañana, me descubrí parado frente a uno de esos edificios de tabiques rojos y paredes grises, manufacturado a principio de los años setenta bajo la consigna de un supuesto empoderamiento de la clase trabajadora. Ni madres: ahora, cuando los ves, todo te queda claro: son los custodios de familias de clase media venidas a menos, desesperadas por mantener un vestigio de dignidad que las interminables crisis de este pinche país infernal les han arrebatado. El número resaltaba junto al portón de la entrada. Revisé la dirección por quinta vez: Cuauhtémoc 357, interior 602.

A mi derecha, El Actuario, con su traje café y camisa color crema, corbata y zapatos que habían visto sus mejores tiempos hacía años, quizá décadas, preparaba su acreditación como funcionario del juzgado y los documentos que debía notificar. Un actuario, para quien no lo sepa, es el achichincle del juez, te acompaña y da fe de los hechos. Me miró con ojos caídos, negros como dos diminutas entradas a la desesperanza; las arrugas alrededor de la boca adornaban unos labios resecos que apestaban a alquitrán y alcohol de la noche anterior; una nariz mediana, de la que asomaban pelos negros, dividía un rostro triste, asimétrico, de piel grisácea.

―Listos, abogado ―su voz, profunda y melodiosa, desentonaba con todo su aspecto y dejaba ver su origen y educación.

Pinche wey asqueroso, vil criado del juez. Además de nosotros, había siete cargadores que ya había contratado y con quienes me quedé de ver ahí, en la entrada del domicilio. Era un grupo curioso, liderado por El 17 uñas, sobrenombre que, más que apodo, describía el deplorable estado en que se encontraba: de su mano derecha, los dedos pulgar, índice y cordial habían desaparecido, en su lugar había quedado una capa de fina piel que unía su muñón al anular y meñique a modo de mano de extraterrestre protagonista de una película de El Santo. Los rumores decían que, de niño, le había explotado una paloma, pero él alardeaba haberlos perdido de un machetazo al participar en el desalojo de una vecindad en el centro de la ciudad. ¿Cuál habría sido la verdadera historia? ¿Dónde habrían quedado esos dedos? ¿Los habría recogido él mismo o tal vez alguien que lo acompañaba ese día? ¿Fueron el alimento de algún perro callejero? ¿El juguete podrido de algún niño de la calle? La verdad sólo se guarda en esa novela llamada recuerdo que nuestro lisiado conservaba con recelo.

Sin importar que al lado estuvieran los timbres de cada departamento, di dos golpes con los nudillos al portón.

―El portero es el único que abre el edificio.

Claro que no era cierto, pero mentir siempre se me había dado bien. Yo en ese momento pensaba que era un requisito indispensable para ser abogado, qué equivocado estaba: es un requisito para ser feliz y mantener una precaria armonía en esta vida.

El principal problema para entrar y chingarte a alguien es justamente eso, entrar. Siempre que hay un velador en el edificio, te pones de acuerdo, un par de días antes, para que te dé acceso. Yo dos días atrás me había presentado en el inmueble y me las arreglé para hablar con el portero. Tras intercambiar frases sin importancia, fui directo a la cuestión: le ofrecí lo que hoy equivaldría a 500 pesos para que el jueves me abriera a una hora determinada, sin hacer preguntas, y dejara pasar a las personas con las que acudiría. Tras un breve escarceo, accedió al equivalente a 850 pesos actuales.

Cuánta razón tenía Fouché: «todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es». Aquí en México esta frase, hasta el día de hoy, sigue labrada en el espíritu de sus ciudadanos, casi tanto como la creencia de que algún día pasaremos al quinto partido en un mundial.


La cara redonda y roja de nuestro sobornable personaje apareció tras un instante, me sonrió y, sin mediar palabra, con mirada cómplice y dándose aires de importancia, nos dejó entrar. Di un paso decidido y tras de mí siguieron El Actuario, los 7 cargadores y El 17 uñas. Uno de los puntos más complicados del proceso estaba superado. Al cruzar el zaguán, subimos por unas escaleras más amplias de lo que se podía esperar; estaban tan mal iluminadas que más bien parecían un túnel que conducía hacia ninguna parte; me dio la impresión de que auguraban el destino que le esperaba a los que, por una u otra circunstancia, se veían en la necesidad de utilizarla. Los escalones eran de mármol viejo, cuarteado y roto, de un color que en su momento debió de ser blanco; el barandal de herrería, pintado de negro igual que el portón, se descarapelaba aquí y allá como esta pinche ciudad, como este pinche país.

Llegamos al segundo piso y giré a la derecha: en cada planta había tres departamentos, sus puertas de madera lucían viejas pero limpias; en el centro, números dorados las identificaban. El pasillo olía a cloro, olía a tristeza. Me coloqué frente al 602 y respiré hondo antes de tocar el timbre dos veces. No estoy seguro, pero creo que escuché a un perro ladrar del otro lado de la puerta. Pensé que, de ser así, se nos iba a complicar más el asunto. ¿Y si nos atacaba? ¿Qué tal que sospechaba que estaba a punto de irse a la calle como muchos otros de su especie? Me obligué a no pensar. Apiñados en el rellano detrás de mí, el concurrido contingente aguardaba en silencio: había llegado el momento. Se escucharon unos pasos lentos que se dirigían a la puerta.

―¿Quién es? ―había duda en la voz del otro lado de la puerta.

―Soy el mensajero de la compañía de telégrafos.

«Y vengo a chingarte tu casa», quise agregar, pero me contuve. Clavé la mirada directamente sobre el rostro de El Actuario pero él ni se movió. El 17 uñas estaba más que listo, pude notarlo.

―Vengo a dejarle un documento ―proseguí.

Me dijo que lo metiera por debajo de la puerta. Yo estaba preparado para esa respuesta: le aclaré que debía firmar de recibido y entonces contestó que apenas eran las siete de la mañana. «Hoy empecé temprano, señor ―insistí―, es cumpleaños de mi hijo y quiero llegar a la hora del pastel».

Unos segundos después, se escuchó el sonido de la cadena deslizándose, seguido de dos giros del seguro. Volví a pensar en los ladridos que creí haber escuchado, ¿qué íbamos a hacer si tenían un perro? Seguramente los iba a proteger a ellos, claro: eran su familia. No pude seguir pensando porque en ese momento la puerta comenzó a abrirse y le pegué un empujón «¡Entren, cabrones!». El 17 uñas y su grupo me siguieron, y vaya que me siguieron: pasaron por encima de mí, me atropellaron y salí volando para caer justo encima de un hombre de 67 años. Ahí quedamos los dos, aplastados como cucarachas.

Me levanté lo más rápido que pude y vi que El Actuario, como vil funcionario, cobarde y miserable, era el último en entrar. Identificación en mano, dirigiéndose a nadie, comenzó a explicar el motivo de la diligencia.

―El juez decimoctavo de lo civil de la Ciudad de México ordena la entrega y por tanto desocupación del inmueble de forma inmediata…

Justo a la izquierda de la puerta de entrada, estaba la cocina: sus paredes tapizadas de losetas blancas y azules abrazaban una barra abierta de granito en la cual descubrí un plato con gelatina rojo sangre, de esa que le dan a los enfermos en los hospitales. En ese momento, la cara de mi maestra de tercero de primaria llenó por un segundo toda la escena, mirándome fijamente con sus ojos color miel, de los que sigo secretamente enamorado, explicándome que la gelatina está hecha de colágeno que extraen del cartílago de animales muertos. ¿Qué hubiera pensado de mí al verme ahí, en ese departamento, a punto de sacar a esas personas?

Regresé a la realidad: frente a la barra reposaban cuatro bancos de madera, pintados de lo que en algún momento, supuse, fue blanco, pero que ahora era un color cremoso y amarillento, muerto. El comedor estaba formado por una mesa de madera rodeada de ocho sillas revestidas de una tela verde obscura, tan desgastada que parecía a punto de romperse; a la derecha, la sala, amplia, con sillones blancos y bien cuidados, cubiertos de plástico transparente para evitar que se ensuciara. Las paredes estaban salpicadas de cuadros impersonales, paisajes de montañas verdes y lagos azules: ventanas imaginarias, una vía de escape para las mentes de aquellas personas atrapadas en cuerpos esclavizados por la angustia de no encontrar la forma de subsistir en ese pinche laberinto de asfalto que era la ciudad, poblado de indiferencia, de egoísmo, de perros y humanos por igual.

Al lado de la sala, un pasillo conducía a las habitaciones: de él emergió una mujer de edad atemporal, su cabello entrecano caía un poco por debajo de sus hombros. Alta y delgada, de rostro alargado y ojos obscuros, arrastraba los pasos mientras sostenía con la mano derecha un tubo de plástico transparente: uno de los extremos estaba insertado en su nariz y el otro iba a dar a un tanque verde: sus ojos, aunque apagados, estaban llenos de furia. Detrás de ella distinguí a una mujer de unos treinta y algo de años, cargaba a un niño que no tendría más de seis años; era blanca y de cabello rubio, sus ojos lucían idénticos a los del viejo que en esos momentos se incorporaba dolorosamente. Yo no supe qué hacer, no me habían dicho que allí vivían niños.

Cuando iba a darles más instrucciones al 17 uñas y sus trabajadores, la mujer del tanque de oxígeno me encaró; jadeante, me exigía una explicación. Yo no podía apartar la mirada del niño que, en los brazos de la que supuse su madre, volteaba de un lado a otro aterrorizado, sin saber qué estaba pasando y quiénes eran todas esas personas; sus labios se contrajeron en un puchero y un llanto agudo llenó el lugar. Cuando por fin me recuperé, me dirigí a la mujer para explicarle que, en virtud de la falta de pago de las rentas, nos veíamos en la penosa necesidad de desalojarlos del departamento. En ese instante, el pequeño arremetió elevando el nivel de su lamento y yo levanté la voz para hacerme escuchar por encima del caos: le ordené al 17 uñas que sacara todas las pertenencias de la familia y las dejaran en la banqueta frente al edificio. Cuando lo vi caminar rumbo a los cuartos, quise decirle que tuviera cuidado con el perro, pero, ¿cuál perro? No había visto ninguno a pesar de que podría jurar que había escuchado sus ladridos. La mujer del tanque de oxígeno se me paró enfrente y supuse que volvería a pedirme una explicación, pero lo único que hizo fue escupirme la cara. Sentí su saliva en los labios: sabía a tristeza, sabía a desamparo.

A pesar de que ya no quería estar ahí, me esperé a que sacaran todo a la calle. La familia, en un momento que ni siquiera noté, desapareció del departamento; supongo que salieron al lado de uno de los cargadores, cuidando que sus pertenencias no desaparecieran. No hubo perro, quizá me lo imaginé, es lo más seguro. Cuando terminó la diligencia, me aseguré de que cambiaran las cerraduras: es tu obligación quedarte a revisar que todo quede bien sellado, para que la familia no vuelva a meterse (sí, ya sé que suena como si hablaras de pinches ratas, pero así son las cosas), para que no haya mayores complicaciones. «Listo, nos vemos a la siguiente». La voz del 17 uñas me sacó del letargo, pero no le contesté nada: con sólo eso, asegurarme que habría una próxima, ya me estaba diciendo todo, no había necesidad de agregar cosa alguna. Ya lo dije: cuando empiezas, lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Cuando llegué a mi casa, dejé el saco en una silla y me serví un vaso de agua. Después de un momento, escuché bajar las escaleras unos pasos rápidos y decididos; un instante después, mi mamá estaba frente a mí. Con esa intuición que caracteriza a las madres, me preguntó qué me pasaba. Le dije la verdad: aquel no había sido un buen día. ¿Cuántas veces más iba a tener que sacar a una familia de su casa? Lo único que me preguntó mi mamá fue si me había dolido hacerlo. ¿Qué contestar? Pues la verdad, nada más: no esperaba sentir ni madres y sí movió algo en mí.

―¿Qué sentiste?

Quise hablarle de esa mezcla de tristeza, coraje y miedo. Quise hablarle de la vieja aquella, del hombre, de la gelatina color sangre ahí en la barra que, seguramente, ya nadie se comió (no me acuerdo). Sin embargo, me limité a nombrar esas tres emociones: tristeza, coraje y miedo. Me dijo que la tristeza y el coraje los podía entender, pero ¿y el miedo?, ¿por qué el miedo? Era una buena pregunta, ¿por qué miedo? No supe qué decirle y cenamos en silencio porque ya tenía mucha hambre y así se lo dije a mi mamá.

«Oye», me dijo a mitad de la comida, «¿ya te habías dado cuenta de que hombre y hambre se escriben casi igual?». Mi mamá y sus frases que se te clavaban en la memoria y ya no podías sacarlas ni aunque te ayudara el 17 uñas. Entonces me di cuenta de todo: por qué el tanque de oxígeno, por qué la gelatina roja como de hospital, por qué los muebles cubiertos de plástico y, sobre todo, por qué la imposibilidad de pagar las rentas, pero ya era tarde para hacer algo. Con razón esa palabra, desahucio, siempre me había sonado así, a dolor y desesperanza.

Allá afuera, en la calle, escuché ladrar un perro y quise preguntarle a mi mamá si ella también lo había oído, pero me dio miedo que me respondiera.

Letrinas: Cien años



Cien años

Por Mónica Castro Lara



Dejo las fajas y corsés en mi armario. Prefiero los vestidos rectos art déco y las amplias faldas que muestran mis tobillos envueltos en medias de seda. Corto mi cabello, cometiendo un atentado capilar. Despectivamente, me apodan “La Pelona”. Me prohíben el transporte público, la entrada a establecimientos. “Se acabaron las pelonas, se acabó la diversión, la que quiera ser pelona pagará contribución”. A mis hermanas indígenas, les prohíben cortar sus largas trenzas. Me arranco las cejas y las trazo con pincel. Aprendo a maquillarme, a delinear mis ojos gracias a Tutankamón. Hija de la revolución sexual, me beso con chicos desconocidos en las fiestas. Dejo que exploren lo que hay debajo de mi enagua. Escucho y bailo jazz. Leo religiosamente las crónicas de Bonifant. Busco trabajo y soy maestra, secretaria, periodista. Abro escuelas para enseñar y aprender a cocinar, coser y tener buenos modales. Paro seis o siete hijos y vivo al día con lo que me da mi marido. Solo me mencionan como “prostituta” en el Plan Sexenal de Cárdenas. En los libros de textos, me ensalzan como ama de casa abnegada y sin descanso, pero allá afuera, peleo codo a codo con mis compañeros en las fábricas para exigir mejores condiciones laborales. Imito los peinados y la moda pin-up que veo en las revistas y en algo llamado publicidad. Uso faldas con excesiva crinolina. Obtengo el derecho al voto, aunque me hacen esperar dos años para emitirlo. Tarareo “Tu cabeza en mi hombro” de Enrique Guzmán, pero luego, canto frenética “I wanna hold your hand” de un cuarteto de chicos de Liverpool, con pantalones estrechos, blusas sin manga y zapatos con tacones moderados. Me enternece la poesía de Castellanos y transito en el realismo mágico de Elena. Brigadeo y marcho por la democracia y la educación. Me matan, me desaparecen y me encarcelan en Tlatelolco. Luego desfilo como si nada en las Olimpiadas. Lleno las universidades y los sindicatos. Me familiarizo con la píldora anticonceptiva y el aborto clandestino. Devaluaciones, más huelgas, más matanzas. Peinados con volumen, hombreras, rubores naranjas, vestidos metalizados. Muero aplastada en un sismo, en la fábrica donde laboro encerrada bajo llave. Bailo como una virgen, según una tal Madonna. Soy una aguerrida mujer chiapaneca. Uso jeans, zapatos de plataforma y donas de tela en las muñecas. “I’m a bitch. I’m a lover. I’m a child. I’m a mother. I’m a sinner. I’m a saint. I do not feel ashamed”. Ejecutiva, ingeniera, doctora, abogada, profesora universitaria. Dos salarios sostienen mi casa y a mi familia. Decido cuándo divorciarme. Me bombardean las modelos esbeltas y me incitan a tener trastornos alimenticios. Redacto y promulgo leyes para la igualdad de sexos. Soy más de la mitad de la población en mi país. Grito, bailo y me siento libre en marchas feministas mostrando mis senos mutilados. Continúan rompiéndome el corazón. Decido deliberadamente ya no tener hijos y desafío roles de género. Cuestiono la blanquitud en esta sociedad de melamina. Lleno mis libreros con autoras latinoamericanas. Ya no aborto en la clandestinidad, sino en casa con mis amigas o cobijada por doctoras y enfermeras empáticas. Aprendo de sororidad. Amo y acepto mi cuerpo gordo, mis muslos celulíticos. Décadas después, mi revolución más profunda, viene del amor propio. O algo así. 




Mónica Castro Lara es una autora mexicana nacida en el año de la caída del Muro de Berlín. Maestra en Relaciones Públicas, periodista cultural y colaboradora de Revista Sputnik. Su trabajo literario ha sido publicado en diversos medios nacionales y antologías. Su trabajo se incluye también en 'La ciudad de los ahorcados (2019) y 'Letrinas del cosmódromo' (2022), publicados por Editorial Agujero de Gusano.

Una rata en la niebla de Silent Hill



Por Jorge Sosa

@jorge_kfgc


Silent Hill es un videojuego de terror de 1999 en el que Harry Mason busca a su hija Cheryl en un pueblo fantasma, habitado por monstruos y lleno de acertijos. Un aspecto interesante de Silent Hill es que grandes pasajes del juego ocurren en la calle, con el protagonista rodeado por una espesa niebla que apenas lo deja ver algunos metros a su alrededor.

La niebla es, en realidad, una solución creativa a un problema técnico. Los motores gráficos de los videojuegos eran capaces de generar una cantidad muy limitada de “terreno”, de manera que si los programadores querían hacer largos recorridos, el paisaje se iba creando a medida que el jugador avanzaba. Sin nada que lo ocultara, producía un efecto poco satisfactorio. La niebla permitió a los creadores de Silent Hill dar mayor libertad de movimiento a su personaje principal y al mismo tiempo, crear una atmósfera que se convertiría en parte esencial de la experiencia. Tanto enemigos como aliados dudosos, cadáveres y detalles sangrientos aparecen sin aviso, haciéndonos vulnerables a través de Harry.



Star Rats, la primera novela de Idalia Sautto, narra la historia de un romance juvenil que termina de manera súbita y violenta. Está dividida en tres partes, entre la segunda y la tercera ocurre el evento trágico que da forma final a la anatomía de la historia. El libro está narrado en primera persona por la protagonista y en las primeras dos partes, asemeja mucho el efecto de “la niebla” de Silent Hill. Todo parece ocurrir a pocos metros de ella, una estudiante de Historia en la misión de realizar su tesis profesional que conoce a un chico que le gusta con una mezcla de curiosidad y frustración muy entrañable. Incluso cuando habla de hechos históricos u obras artísticas, lo que leemos es cuidadosamente lo que ella lee, piensa o cita. Nos relata un pasaje de una película pero ella y su pareja la pausan, la comentan y vuelven a reproducirla.

Aunque la pareja de Star Rats se mueve en muchas direcciones, viajando dentro y fuera de su país, dialogando con artistas y académicos a través de lecturas y reflexiones, lo hace siempre dentro de una pequeña habitación invisible que se mueve con ellos. En la novela, también se está escribiendo la novela en una libreta. Frases se repiten para ampliar su contexto o incluso contradecir su intención. La protagonista insiste en que solo le interesa el presente y sus estrechas paredes aprietan todo lo que le ocurre. Idalia nos recuerda que la vulnerabilidad que nos define, sólo es posible en lo que llamamos ahora.

—¿Eso fue antes o después de que comenzaras a escribir en mi casa? —me pregunta Fidel.
—Después.
—Quería decirte que no me gusta tanto esa historia que estás escribiendo.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no tiene contexto histórico. Las cosas suceden como si no hubiera un espacio o una ciudad. El personaje que haces de mí es patético, me cae mal, sólo te está maltratando, a veces siento que te insulta. Patético, ¿cuántas veces ocupas ese adjetivo?

En la tercera parte de Star Rats, una muerte rompe esa atmósfera cerrada. Seguimos siendo guiados por la narradora y lo que vive, pero de pronto el universo que habita se hace inmenso. Surgen varias presencias, con o sin nombre, que forman parte del nuevo paisaje. La muerte que propone Idalia en su libro es un desfase. Sin la fuerza gravitatoria del otro, las paredes del presente se han derrumbado. La narradora resiste, imagina que las conversaciones siguen, fuma los cigarros que han quedado sin dueño, mientras recorre el territorio hostil sin “la niebla”.

Una gran conquista de Star Rats es esta transformación. Ahora mismo pienso, ¿qué habrá sido del Harry Mason con el que jugué cuando logramos escapar de Silent Hill? ¿Cómo volvió a su trabajo? Harry también era escritor, ¿tuvo el impulso de revivir y exponer su trauma en palabras, de hacer público su duelo? Por supuesto, él no fue feliz en Silent Hill, pero quizá se sintió tan solo en su mundo cotidiano como la narradora de Star Rats.

Star Rats, de Idalia Sautto, está editada por la editorial Alacraña.



Jorge Sosa (Ciudad de México, 1981). Miembro fundador del colectivo de arte multimedia Los KFGC. Cocreador de la serie Los Fotocopiadores, el disco Emails a Nigeria y los libros 1994 y No use las manos. Autor de It was a dark and stormy night, Yoghurt con ceniza y Pony.

Sputnik Fanzine #04 para leer y descargar


Llegamos al 9o. B de la mano de Charly García. Cormac McCarthy, el Post-Estridentismo, The Cure siempre The Cure y las letras de Ana Nicholson. Gracias a todos los autores, colaboradores y entusiastas de la contracultura que nos han acompañado e impulsan cada uno de nuestros proyectos. Larga vida a Revista Sputnik que cumple 9 años en órbita. SAY NO MORE.


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