Por Reyes Rojas | Fotos: Diego Ramírez
“¿Hay algún otro goce, salvo la jardinería, que pida tanto y dé tanto? No conozco otro excepto, quizá, la escritura de un poema. Son muy parecidos, incluso en la cantidad de desperdicio que hay que aceptar en aras a un casual y raro goce, en el caso de que se consiga. [...] La jardinería es una de las recompensas de la madurez, cuando la persona está preparada para una pasión impersonal, una pasión que exige paciencia, una aguda conciencia del mundo fuera de uno mismo y el poder para seguir creciendo a pesar de la sequía o la cruda nevada, hacia esos momentos de puro goce en que todos los fracasos se olvidan y florece el ciruelo.”
May Sarton
Museo Escárcega es un laberinto
gozoso. Caminarlo por primera vez es casi un sueño lyncheano de portezuelas y
pasillos insospechados. Único en su arquitectura, en su colección y los en
motivos de su creación, su sola existencia es una prueba viviente (porque es
verdad que este museo respira) de la paciencia y la pasión impersonal que
menciona Sarton al comparar la jardinería con la hechura de un poema.
El museo, se encuentra en Ezequiel A.
Chávez 311, en el histórico Barrio de la Purísima. Este espacio cultural
independiente, fundado y sostenido por el ingeniero Eduardo Escárcega, alberga
una destacada colección de arte gráfico mexicano que el ingeniero y empresario Eduardo Escárcega, ha reunido por más
de cuarenta años. El edificio ha
funcionado también como taller, foro y punto de encuentro para la creación y la
memoria.
Todo empezó cuando
Escárcega, su fundador, era estudiante de ingeniería en la UNAM. Ahí, por obligación, cursó
una materia humanística en la Facultad de Filosofía que lo introdujo al mundo
del arte, la literatura y algo más profundo: una manera de vivir.
“En la UNAM me tocó arte y literatura. Me sobrecogió todo lo relacionado con la creación, la palabra, el lenguaje. Ahí entendí que el arte toca el alma.”
A la par, ya trabajaba. Con sus
primeros sueldos, se iba a la Zona Rosa de los años 70, visitaba galerías y
preguntaba si podía comprar obras en abonos. Algunas veces le decían que sí.
Las iba guardando en un cuartito de azotea que usaba como bodega. No pensaba en
colgarlas en su sala. Su plan era mostrarlas algún día.
“Jamás pensé en tenerlas sólo para mí. Siempre imaginé compartirlas. Quería que tocaran el corazón de otros.”
Lo que crece despacio
echa raíz
Hoy, el museo tiene 18 salas y más de dos mil piezas de arte mexicano, sobre todo gráfica. Muchas obras
son de artistas cercanos al propio Escárcega, como Rafael Zepeda, Gabriel
Macotela, Luis Filcer y Octavio Bajonero. Otras forman parte de
una colección de hidrocálidos e
hidrocálidas que celebra el arte local.
“Me interesa que los jóvenes reconozcan a quienes dieron todo por Aguascalientes. Que sepan quién fue Paloma Müller, por ejemplo, que conozcan su esencia y la de sus padres.”
El museo se construyó poco a poco.
Primero compró una casa vieja. Luego otra justo a un lado, y así continuó
durante los años, hasta armar el rosario de casas que lo conforma.
“Muchos me preguntaban cómo hice todo desde la nada. Y les digo lo mismo que decía Ernesto Sábato: unos creen que fue suerte, otros chiripada. ¿Tú crees en milagros? Yo sí.”
A diferencia de muchos proyectos
culturales que buscan financiamiento institucional desde el inicio, Escárcega
decidió levantar el museo de manera
completamente independiente. No por falta de confianza en las
instituciones, sino por una apuesta clara por la autonomía creativa. Según
cuenta, ese camino permitió tomar decisiones sin presiones externas y mantener
una visión personal del proyecto, cuidando cada detalle desde la restauración
de las casas hasta la curaduría de cada sala. Aun así, no se aisló: colabora
con museos públicos, presta obra y está totalmente abierto a convenios. Pero el
control, como en un jardín cuidado a mano, nunca
lo abandona.
Un taller, un foro y un
camioncito
Además de las salas de exhibición, el
museo tiene un taller gráfico con
prensas y litografía. Antes de la pandemia, Escárcega invitaba a un artista al
año para crear ahí durante 15 días o más.
También hizo un pequeño foro escénico pensado para obras
teatro, música y performance.
“Hoy está en pausa, pero pronto volverá a la actividad”, comenta el
ingeniero.
Una de las iniciativas más queridas
del museo ha sido el camioncito, que
servía para traer niños de colonias lejanas al centro de la ciudad. En el
museo, los recibían recitales, charlas y actividades sobre arte.
Escárcega no mide su trabajo por el
impacto inmediato. Prefiere seguir sembrando sin esperar. Dice que el museo es
como un sembrador: reparte semillas y no mira atrás. Algunas no germinan. Otras
florecen.
“Queríamos que vieran que ellos también podían tocar un instrumento, que podían hacer arte. Era todo. Esa semilla basta.”
Del trabajo técnico a la acción cultural
Aunque pueda parecer extraño, para
Eduardo Escárcega dirigir una empresa y
construir un museo tienen más en común de lo que uno pensaría. En ambos
casos se requiere visión de largo plazo,
atención al detalle, cuidado de los recursos y, sobre todo, una ética de
trabajo basada en la responsabilidad con los otros. Su empresa, SIICA, dedicada a la seguridad
industrial, fue fundada con los mismos principios con los que levantó el museo:
servicio, compromiso y búsqueda constante de calidad.
Escárcega no ve al arte como algo
ajeno a su formación técnica, sino como un componente esencial para desarrollar sensibilidad, incluso en los contextos
más duros o estructurados. Para él, un ingeniero que escucha buena música, que
ha leído poesía o que ha contemplado una buena obra, tomará decisiones con
mayor conciencia, no sólo técnica sino también humana.
Con el museo, ha demostrado que el trabajo empresarial también puede
traducirse en una acción cultural, si está guiado por valores claros. La
gestión, la planeación y la administración —habitualmente vistas como
herramientas secas— pueden volverse aliadas del arte cuando se aplican con
inteligencia y sensibilidad. En este caso, no solamente para producir
utilidades, sino para proteger y
compartir belleza, historia y memoria.
En tiempos donde la administración pública parece mirar con total indiferencia a la
cultura local —dejando museos sin presupuesto o en total abandono, bibliotecas
vacías, artistas sin espacios y acceso sesgado a centros culturales—,
iniciativas como el Museo Escárcega
demuestran que aún es posible cultivar
sin esperar a que el Estado riegue. Que la cultura florezca en la
iniciativa privada, en lo íntimo, en lo afectivo, no exime a los gobiernos de su responsabilidad, pero sí señala con
claridad que, incluso ante la aridez más rígida, diríamos volviendo a May
Sarton, hay quienes siguen haciendo jardinería.