El Diablo y la Muerte
Samanta Galán Villa
Afuera
la noche. Tengo las ventanas cerradas porque me da miedo que algo entre. Mi
teléfono no ha dejado de sonar. Son del banco. Me recuerdan que tengo que pagar
mis préstamos mañana porque ya he duplicado mi deuda con los intereses. Estoy
cansado de inventar historias para zafarme de sus interrogatorios. No tengo
dinero, no tengo trabajo porque me despidieron hace ocho semanas.
El
latido de mi corazón es agónico. Tengo hambre y sueño. Quiero salir un rato y
pasear por el parque. Lo hago. No veo la calle en días, pero sé que fue una
tarde calurosa porque el pavimento está caliente. Es media noche. Mi mente es
un nido de arañas. Pequeñas, diminutas y amontonadas. Son mis pensamientos.
Hasta
mí viene el recuerdo de Julia. Sus manos delgadas y suaves y también su voz
áspera cuando me dijo que estaba cansada de la monotonía, de mi falta de
compromiso, de mi insoportable actitud, de dejar las cosas a medias. Mis
pensamientos arañas trepando las paredes del departamento y llenándolo de un
humo asfixiante.
Camino
sin pensar, sin fijarme a dónde. Miro las estrellas y recuerdo que son mapas,
que si las sigues te guían a un destino. Escucho risas. Dos figuras se mueven
delante de mí, corriendo y saltando, tomándose de las manos y volviendo a
dejarse. Ahora se persiguen, juegan a los encantados. Son ellos, El Diablo y La
Muerte.
Los
dos locos brillan con luz propia, es tanta su felicidad. Nada les importa, no
tienen a los bancos detrás de ellos, no hay recuerdos que les nublen la vista.
Sólo corren y ríen. Siempre sostenidos por la benevolencia universal, por ese
flujo de la vida que le da a cada uno lo que se merece. Eso dicen, eso dicen.
El
Diablo y La Muerte sólo tienen una especie de camisón que les tapa sus
miserias. Tan libres ellos, tan suyos. Los dos con el pelo al ras, sonrientes.
Hay quienes dicen que se conocieron por azares del destino, andando sin
buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, cómo no. Se conocieron,
sí, y a partir de entonces decidieron quedarse juntos. Ser cómplices en esa
selva virgen que es la calle y compartirse sin limitaciones, ni miedos, ni
angustias. Sin pensar en un mañana que puede o no llegar y que tampoco importa
mucho si llega.
Otros
aseguran que estuvieron juntos desde su infancia y que son hermanos. Que sus
padres los dejaron huérfanos y aprendieron a sobrevivir apoyándose el uno al
otro. Abriéndose a la vida, al amor, al sexo, uno frente al otro como un
espejo, como una sombra que no desaparece en la oscuridad.
Yo
no descarto esta teoría porque si se les presta atención, si de verdad se
decide no voltear la cara hacia otra parte para evitar darles existencia a los
pordioseros, a los miserables, se puede notar que sus rasgos algo de parecido
tienen. Ojos separados, nariz afilada, boca bien formada pero sucia, siempre
abierta enseñando los dientes amarillos y una lengua casi negra.
El
Diablo y La Muerte corretean por el parque, sin que les importe nada más que
ellos mismos. El Diablo abre los pies y deja caer una enorme caca en el piso
del parque. Abre los pies, hace la necesidad de todo ser humano, de todo ser
viviente y se va, dando saltos y gritos de alegría.
Siento
asco, pero no por su acción repugnante. Me enferma esa complicidad, su alegría
casi grosera, como si se estuvieran burlando de mí: un hombre que fue a la
universidad y estudió contaduría. Que trabajó once años en el mismo despacho,
haciendo tareas fuera del horario de trabajo para caer bien, para que me
tomaran en cuenta, para congraciarme con los auditores. Que un día conoce a una
mujer y se enamora perdidamente y sabe que jamás verá el mundo con los mismos
ojos, porque el cuerpo de dicha mujer es polimorfo y estará presente en una
silla, en un puente, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Pero el correr
del tiempo que todo devela, que todo desgasta, terminó por quitarle el brío tan
intenso a los primeros encuentros y la monotonía echó a perder el vínculo. Y un
día la mujer se para frente a ti y dice que se va, que está harta, que no hay
nada qué hacer, que fue suficiente.
Entonces
dejas de trabajar, tomas y fumas a las ocho de la mañana. No quieres salir, no
hay nada que valga la pena. Te olvidas que tienes necesidades, que tienes
deudas en los bancos que debes liquidar porque ellos muy amablemente te
extendieron un crédito para un auto de cuatro cilindros que chocaste al poco
tiempo de adquirir en una noche de juerga. Que también ocupaste tu tarjeta de
crédito porque querías amueblar el departamento que compartías con el amor de
tu vida, pensando que sería el lugar donde criarían a sus hijos y donde, algún
día, luego de muchos años, pasarían juntos la vejez. El teléfono suena y te
vuelves loco, de dolor, de ansiedad, de miedo.
El
Diablo y la Muerte bailan tomados de la mano, sin percatarse de que yo los veo
o de que cualquier otro puede atestiguarlos. Poco o nada les importa. Nada
saben de las desgracias del mundo, de lo insoportable que es la vida promedio,
la vida de cualquier ser humano encerrado en su casa a las doce de la noche.
Los
veo de lejos y siento que me hierve algo por dentro. La necesidad de que, si yo
no tengo, nadie más debería tener. Que, si soy miserable, el mundo entero debe
sentirse como yo: un perdedor, un fracasado, un ser incompleto. Puedo sentir
clara y lúcidamente cómo se planta en mi cerebro la semilla del odio y sé que
no hay nada que crezca con mayor facilidad. Pienso que voy a regar esa semilla
con cariño, con cuidado, esperando que pueda darme el triunfo de arrebatarle a
alguien lo que más quiere. Ver esa desdicha y que por arte de magia regresen a
mí las ganas de ser alguien. Ser, en última instancia, un hijo de puta.
Doy
la media vuelta y regreso a mi casa. No apresuro el paso. Miro las casas, los
edificios, el alumbrado público. Entro de nuevo en mi departamento y pienso en
Julia. Pienso que la noche es larga, que estoy cansado, que estoy triste.
Prendo un cigarro y hago figuras en el aire. Encuentro rostros y nombres que se
desvanecen en segundos. Fumo hasta quedarme dormido.
El
teléfono suena. Todo el día suena. Son los del despacho de cobranza, pero no
tengo ganas de inventar excusas. Tengo hambre y sed. El piso está sembrado de
colillas y hay junto a mí un par de botellas vacías de ron. Intento levantarme,
pero estoy mareado. Huelo mal, no me he lavado los dientes ni me he bañado en
tres días. El teléfono suena. Tengo miedo de no contestar, de que me embarguen
y perder lo poco que me queda.
Apoyo
mi espalda en la pared. Supongo que es medio día porque desde la ventana logro
ver que el sol está en lo alto con toda su inclemencia. Tocan la puerta, con el
puño tocan la puerta. En un movimiento rápido me encojo, me engarruño como las
babosas cuando se les ha echado encima un poco de sal. El corazón me late más
rápido y más rápido tuntuntuntuntuntuntuntuntun. Sigo vivo. Del otro lado de la
puerta alguien dice mi nombre, pero no logro reconocerlo.
Deseo
con todas mis fuerzas estar en otra parte. Cierro los ojos e imagino que puedo
entrar a un rincón impenetrable de mi mente. Uno al que nadie, excepto yo,
tiene acceso. Ahí no existe el sonido. Tampoco tengo hambre ni dolor porque
desaparece el cuerpo. No existe el tiempo, sólo una pared blanca y brillante.
Inhalo y exhalo, lento.
Me
quedé dormido o eso supongo. ¿Un desmayo? Qué importa, no logro notar la
diferencia entre un hecho y otro. Afuera ya es de noche, de nuevo ha
oscurecido. El teléfono ya no suena. El departamento está en silencio. La sed
es insoportable. Voy al baño y tomo del lavabo. El agua me sabe mal y me agrava
las náuseas. Necesito alcohol.
Reviso
las botellas que están junto a mí, esperando que alguna tenga un poco, el mínimo
para calmar mi ansiedad. Nada. Voy hasta mi cuarto y reviso los bolsillos de
mis pantalones usados e igualmente sucios al que llevo puesto. Encuentro un
billete arrugado. ¡Milagro! Lo suficiente para comprar otra botella y más
cigarros. Camino hacia la puerta y encuentro un papel. Lo metieron por debajo.
Es un recado de mi casero. Debo entregar el departamento en tres días por
incumplimiento de la renta. Arrugo el papel y lo tiro. Abrocho las agujetas de
mis tenis y voy a la licorería que está a tres cuadras.
Cuando
regreso, bebo directo de la botella. No tengo a dónde ir. Mis padres
fallecieron cuando era niño y la tía que me crio ahora descansa en una estancia
de retiro pagada por mis primos. No tengo a dónde ir. Sonrío. Saco humo de la
nariz y sonrío. Pienso en El Diablo y La Muerte y vuelvo a sentir en mi cerebro
atrofiado la semilla del odio.
Intento
imaginar una forma de separarlos. Creo que podría regalarle a uno de ellos
cualquier cosa que en su situación pudiera considerarse un lujo. Hacer que
peleen, que la fuerza de la ambición los corrompa, pero de inmediato llego a la
conclusión de que es imposible. Hay algo en su locura que los regresa al estado
infantil más puro. Donde no hay codicia, donde todo puede ser compartido. Tengo
la impresión de que, de alguna forma, la locura y la infancia tienen la misma
raíz.
Me
duele la cabeza, pero no del modo común. Parece como si mi cráneo estuviera en
medio de dos piedras enormes a punto de chocar entre sí. Bebo de la botella y
sonrío. Me siento bien, por un momento olvido dónde estoy y lo que he perdido.
El Diablo y La Muerte deben estar despiertos, buscando comida entre la basura.
Viviendo una vida nocturna y pueril.
Tengo
más de la mitad del ron en la botella. Me levanto y camino hacia la calle. Hay
muy poca gente a estas horas entre semana. El ciudadano promedio está
descansando, reponiendo fuerzas para cumplir con sus horarios laborales por la
mañana. Atendiendo a sus hijos o los quehaceres del hogar. Pienso que Julia es
una de esas personas, que está durmiendo sola. No, acompañada.
Llego
al parque y ahí está El Diablo. Está solo, sentado en la banqueta y dibujando
algo con el dedo índice de la mano derecha en el pavimento, igual que Cristo
cuando salvó a la Magdalena. Suerte, tal vez otro milagro.
Me
paro frente a él, pero no voltea, no se inmuta. Sigue pintando figuras
imposibles. Apesta, pero no para alejarme. Me siento junto a él y le pregunto
¿quieres? Sólo entonces voltea a verme, con los ojos grandes y limpios. Sonríe
y recibe la botella. ¿Y tu amiga?, pregunto. Le dio pallá, responde y señala
con el mismo dedo que tenía sobre el pavimento hacia un punto del parque. Se
fue a dormir porque anda cansada.
Le
da un sorbo a la botella y carraspea. Estira la mano para regresármela pero le
digo que está bien y que puede beber más. ¿Es tu hermana?, pregunto. Sí, también
es mi mamá y mi esposa y mi hija. Le dio pallá y vuelve a señalar. Me río y
ahora sí le recibo la botella para darle un trago.
Seguimos
tomando y le pregunto si tiene hambre, me responde que no, que comió cualquier
cosa que no pude comprender. Lo miro con detenimiento y sin juicio. Tiene la
nariz pronunciada, pero fina. Los ojos grandes igual que las pestañas. Sé que
no he escuchado una voz más inocente, ni siquiera en los labios de un niño. Le
digo que tome más, que puede quedarse la botella entera. También le ofrezco un
cigarro y dice que no fuma. La botella sí la recibe y bebemos como dos grandes
amigos que acaban de reencontrarse.
No
logro entender del todo sus frases, pero sé que La Muerte ha estado mal porque
tuvo un aborto. El Diablo explica que el vientre de su mujer, hermana, madre e hija estuvo
hinchado un tiempo y que un buen día salió sangre y un pequeño bulto que
tiraron en un bote de basura. Que, desde entonces, La Muerte tiene cambios
repentinos de humor, está triste y cansada y que él no sabe qué hacer.
Lo
escucho con atención y no puedo evitar sonreír y embriagarme con su miseria,
pensando que todos tenemos una maldita loza encima. Bebo y fumo con
agradecimiento. Pienso que no tengo nada más que hacer ahí, que es momento de
volver a descansar los días que me quedan en el departamento. Me levanto.
Quiero decirle que ya me voy, que fue un gusto, que un día de estos volveré a
visitarlo, pero él se levanta de un brinco y mira hacia el punto que señaló con
el dedo.
Una
figura se abre paso. Es La Muerte que se soba las manos y sonríe. Se acerca y
me ve con desconfianza, como el intruso que soy. No sé si es la luz del
alumbrado, mi tristeza, mi añoranza por tocar a una mujer, pero la veo como una
virgen recién consagrada. Luminosa, frágil. Detrás de los harapos, lo sé ahora,
se esconde una hermosa figura. Senos grandes, quizá por el reciente embarazo
fallido.
Dame,
dice y estira la mano. El Diablo se acaba de terminar lo último que quedaba del
ron. Se carcajea, la abraza y luego a mí. Frente a los dos improvisa una suerte
de baile, que más bien parece un performance de danza contemporánea. El alcohol
se me ha subido y me tiene tranquilo, complaciente, sereno. Pero La Muerte nos
mira con desprecio y sin pensarlo le da una patada en el culo al Diablo.
No
oculto la gracia que me produce la escena y me hago para atrás, por precaución.
El Diablo no toma bien el gesto, ¿quién lo tomaría? Ni los locos soportan un
buen golpe. Se detiene. Veo por un segundo, en los ojos de ese santo rapaz, la
sombra del verdadero diablo. Sin contenerse empuja a La Muerte y la tira al
suelo. Le levanta el camisón y la penetra sin piedad, como un animal
embrutecido. Las piernas de la mujer todavía tienen sangre seca. Grita y patalea,
como seguramente lo ha hecho por años.
Prendo
un cigarro y me doy media vuelta. Los dejo ahí, en el rincón del parque.
Viviendo la vida que tanto había deseado.






