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Quién es quién en «36 toneladas» de Iris García Cuevas


Por Osvaldo Sánchez

 

Iris García Cuevas (Acapulco, 1977) nos presenta una novela negra que, lejos de ser mero entretenimiento, se convierte en una herramienta que utiliza para denunciar y tratar de entender, desde las decisiones de sus protagonistas, la crisis de violencia, corrupción e impunidad que atraviesa nuestro país.

En 36 toneladas se nos narra una historia sí, de un crimen, pero que busca responder una pregunta existencial: “¿quién soy?”. Y aún más atrevida, nos busca exponer temas como la ética, la justicia y el deseo de poder, emociones totalmente humanas que nos permiten conectar con la novela desde el primer párrafo.

Es precisamente la forma de contar la historia lo que nos deja ver su identidad, qué curioso, identidad pues si bien tiene elementos clásicos como la investigación policial, usa la amnesia del personaje como un recurso narrativo para exponer los vínculos de corrupción, narcotráfico y violencia. Esto hace que nos preguntemos si lo contado al protagonista es verdadero o si los implicados de alguna forma buscan ocultar o justificar sus acciones.

El punto de partida de esta novela te engancha en un instante: un hombre, Roberto Santos, despierta en un hospital sin recordar nada. Un policía de gafas oscuras lo recibe con tres noticias impactantes: la primera, asesinó a un hombre; la segunda, es un judicial que se ha robado una cantidad enorme de dinero; y la tercera: saliendo del hospital, lo matarán.

La amnesia de Roberto Santos se convierte en el medio por el cual García Cuevas explora cómo la identidad y la moral de los personajes son maleables y corruptibles en un entorno en donde todos buscan el beneficio individual, sea cual sea el precio. Y éste es el conflicto que realmente se busca resolver, ¿Santos realmente quiere volver a ser ese judaca corrupto y violento que todos le describen? ¿O es esta amnesia una oportunidad para redimirse de su pasado y comenzar como un lienzo en blanco a pintar una nueva vida y un nuevo futuro para él?

Lo atrapante de la narración de la escritora es que, a medida que Roberto Santos encuentra una respuesta que parece definitiva, siempre hay un personaje que dice lo contrario, lo que nos devuelve a una posición de incertidumbre. Nos vamos resignando junto con el protagonista, quien declara que su nombre o quien haya sido antes ya no le importa, pues su pasado se vuelve una carga de culpa, vergüenza, e incredulidad por los actos tan grotescos que le adjudican.

Pero no me malinterpreten, no vamos en círculos. Es más a encontrarnos en una caída libre descubriendo la verdad sobre todos los personajes implicados en la desaparición de los recuerdos de Roberto Santos. La historia avanza de manera vertiginosa dándonos un plot twist cada vez más y más intrigante, haciendo que cada página nos haga querer más y más respuestas.

Y no podemos dejar de hablar del personaje secundario más importante de la novela: la corrupción. La autora nos presenta al crimen organizado y a las fuerzas del orden como miembros de un mismo bando, como un solo ente omnipresente a nivel nacional que esparce violencia por cada rincón del país.

Se describe, con una precisión de miedo, las redes de colusión entre la policía y los militares, quienes deberían fungir como actores garantes de la ley. Sin embargo, son ellos los principales perpetradores de pactos entre criminales, donde la misma autora nos dice “entre más alto el rango, mayor debe ser tu compromiso con la corrupción”. Están los políticos, quienes facilitan las condiciones para que esta red de corrupción se mantenga y también puedan probar una rebanada del jugoso pastel que es el dinero del decomiso de drogas. Y, por último, los periodistas, quienes podrían pasar como héroes de la verdad, pero que, en realidad, a ellos también les parece oportuno sacrificar un poco de su ética siempre y cuando se les presente un cheque con el número correcto de ceros.

Esta historia no es una de buenos contra malos, de blanco o negro, es una historia de grises, una muy humana, real, cruda y una muy importante para seguir cuestionándonos la forma en cómo funcionan los espacios de poder en nuestro país.

En cuanto a su forma, la novela de Iris García Cuevas es de esas que empiezas a leer en la mañana y que no dejas de cambiar páginas hasta la noche. Una novela con capítulos breves, pero precisos. En sus capítulos siempre estamos al pendiente de los hechos, llenos de tensión, y reflejan perfectamente la urgencia que tiene Santos por conocer la verdad de su pasado. Dicha urgencia se contagia al lector, lo que hace que no nos despeguemos de la trama.

Además, algo plausible es la forma que adopta el lenguaje dependiendo de quién narra la historia. Este toque aporta frescura a las páginas y dota de realismo a la novela, pues a lo largo de la narración nos encontramos con los testimonios de un profesor de literatura, de una periodista, de una prostituta, de un judicial y de un político. Entonces, es lógico que ninguno de estos personajes cuente o recuerde de la misma forma las cosas.

Para terminar, me gustaría remarcar que la obra de García Cuevas no sólo logra plasmar una intriga absorbente, sino que la usa como plataforma para poner como tema de discusión la corrupción, la violencia y la opresión del narcotráfico en nuestra actualidad. Pone al centro del conflicto la búsqueda de la identidad utilizando la amnesia del personaje como un recurso narrativo que expone precisamente eso: el olvido de la moralidad de la propia sociedad, dejando de lado el sentido de legalidad y de humanidad. Hace ver que el hecho de perder la memoria no sea algo tan malo del todo, pues así, por lo menos, tenemos una oportunidad más de hacer las cosas de forma diferente.

Esta novela es de principio a fin reflexiva, pues la falta ética, la impunidad y los estragos de un Estado fallido son elementos de nuestro día a día. La autora supo cómo aprovechar esta realidad tan desesperanzadora para convertirla en una historia trepidante, intensa, con un equilibrio magistral entre la acción, el lenguaje, la narrativa y la ambientación. Cerrando por completo los enigmas planteados al inicio de la historia, pero dejando un rastro de incertidumbre sobre el futuro de nuestro protagonista. 

«Salitre»: una muestra de la obra plástica de Aranza Hernández


"Salitre" es un proyecto editorial de Aranza Hernández Gómez que se basa en la intervención de un archivo fotográfico que reúne viajes durante varios años a la playa. A partir de la afectación del mar, la arena, el sol y el borramiento intencional, Salitre busca borrar recuerdos de violencia sostenida y posterior separación familiar.


Por Jorge Correa


En los confines de la palabra tiempo habita la palabra desgaste. No hay nada en la existencia que no sea esculpido por este par de términos. La obra plástica de Ara plantea una poética de lo que el devenir hace con los objetos, con las personas y con la forma en la que recordamos.


Fotos, postales y recortes, intervenciones, collages y ensambles. Todo expuesto al sol, al viento, todo manipulado con manos que eligen los elementos bajo el criterio de la nostalgia. El resultado, imágenes corroídas, palidez en los tonos, agujeros, blancos fantasmales deambulando de pieza en pieza.


El proceso, como el resultado, es una alegoría de la memoria. Recordamos interviniendo escenas, sembrando árboles de una época en el centro de otra, reteniendo instantes que resultan intervenidos por impresiones causadas por otros instantes; hay un delineado, un recorte, una tijera que no dejará de abrir y cerrar sus filos, marcando la frontera entre olvido y añoranza.


Aquí hay épocas que se disuelve en diferentes azules, una creatividad onírica, una sensación de amanecer y de ocaso: finales y despedidas; aquí todas las casas hundidas tienen parentesco; aquí todo parentesco es una casa hundida; veo las series expuestas como si mirara hacia el horizonte, porque las figuras, los relieves, las historias, parecen venir de un lugar lejano, cada elemento esa una señal que indica la ruta hacia esa lejanía.


Pero volver es imposible, como despertar y querer reaparecer en el sueño. Aunque ese sueño no deje ser una pulsión en cada uno de nuestros actos presentes. Nos queda la erosión y un puñado de arena, un caracol con voces prisioneras y dos o tres fotografías, como pruebas de que fuimos donde ya no es.


 ***

SALITRE


Crecí en una ciudad alejada del mar

pero sumergida en recuerdos de agua salada.

Sumergida no, más bien a la orilla.

Ahí donde las palabras se deslavan

y la brisa humedece los objetos

lentamente.


A veces excavo

en las cajas de cartón

limpio los restos de arena

hasta encontrar

los álbumes que construyó mi madre

las vacaciones

la fotografía de una familia

en tonos azules.


¿Cuántas personas se necesitan para formar una familia?


Intento recordar

la sensación de la arena

casi puedo ver sus manos

construyendo un castillo

del tamaño de mi cuerpo.

Arena entre las uñas

y mis dedos pequeñitos

colocando con cuidado conchas de mar.


Imagino el sabor del agua salada

concentrarme

volverme un pez

o flotar boca arriba como una estrella.

Los ojos me arden.


Olor amargo a cerveza

la sensación pegajosa de la brisa

mezclada con bloqueador solar sobre mi piel.

Mi mamá y sus lágrimas saladas

mi hermano creciendo ajeno a mí.

Duermo sobre la arena

para que el tiempo pase más rápido.


Al atardecer me levanté y busqué enjuagarme.

A mis papás les pareció que fui por horas

me convencí de que pasaron horas

pensaron que me había perdido.


Cuando me alejé

pude ver cómo se ahogaban

las cosas que no conoceré

su memoria

historias que mi abuela nunca me contará

fotos que no podré rescatar

personas que no lograré amar


Yo pensaba que lo que ocurría en la playa

solo duraría las vacaciones

que dentro de unos días

volveríamos a ser lo que éramos.

Pero el ardor en los ojos

la picazón de la arena en la piel

se prolongaron tanto

hasta que me acostumbré.


Vuelvo a los álbumes

encuentro el recuerdo de mi familia bajo el sol.

Incómodos, sudando.


Cierro los ojos

me pierdo en el sonido de las olas,

no vuelvo a sumergirme.

Intento recordar cuándo fue la última vez

que floté como estrella.



Aranza Hernández Gómez (Xalapa, 2002) Estudió Artes Visuales en la Universidad Veracruzana. Fue seleccionada en la 8° Bienal Internacional de Arte Visual Universitario. En 2024 fue acreedora a una beca para estudiar una Residencia de Aprendizaje en Tipos Móviles en La Ceiba Gráfica, y otra para cursar el Programa de Artes Visuales y Fotografía de Proyecto Imaginario. Su primera exposición individual, "Consejos para una vida lenta", se inauguró en diciembre del 2024 en la librería El Entusiasmo. Ha participado en exposiciones colectivas en galerías y recintos de Xalapa, Ciudad de México y Chiapas.

Crónica de una Buba anunciada (en el Alicia)


Conrado Parraguirre

 

Pudo ser una tarde como cualquier otra, en la que el sol caía lentamente sobre el lomo pardo del horizonte, y yo pude haber seguido rascando un instrumento musical de seis cuerdas sobre mi músculo cervecero, de no ser por un mensaje que tornó el día en poco habitual.

Tras una breve comunicación, el maestro José Quintero me convocó a ayudarle con su puesto de venta para la presentación del 25 aniversario del libro Buba vol. 1, en el emblemático Multiforo Alicia. Acordamos vernos en un punto estratégico durante la tarde del día siguiente –9 de octubre del año en curso– para emprender el viaje a la CDMX. 

Al rededor de las 15 horas pasaron por mí a una gasolinera, cercana a un lugar conocido como “el puente de la junta”, de la ciudad de Puebla. Elvia, quien es gestora y directora del centro cultural Musa; José, quien es dibujante, poeta y psicovaguito; y su servidor, quien esto escribe; enfilamos hacia la gran ciudad. Durante el trayecto discurrieron temas, datos, anécdotas, y chismes varios, que mi distraída mente no se distraerá en replicar.

La ciudad fue amable y nos dejó fluir por sus calles y avenidas, sin que hubiera ningún atisbo de tráfico. Por lo que llegamos con muy buen tiempo para comer algo antes de que iniciara la presentación. El día estaba nublado y todavía lloviznaba un poco. Al bajar del vehículo una mujer reconoció a Quintero, se acerco con cierto entusiasmo y le preguntó algo sobre la hora del evento. Tras obtener su respuesta, nosotros fuimos a buscar dónde apaciguar el hambre. “Las Ramonas” fue el sitio cercano que se puso en el camino.

Para nuestra sorpresa dentro del lugar se encontraba Ricardo Peláez Goycochea (quien –junto con Eric Proaño “Frik”– fue invitado a los festejos de Buba). Los maestros se saludaron como dos viejos buenos eneamigos, y nos sentamos en una mesa contigua. Me di cuenta que ya no me encontraba en territorio poblano, porque tuve que pedir queso para mi quesadilla. Por cierto que en la portada del menú figuraban personajes mexicanos como Jaime Sabines, Dr. Atl, Amado Nervo y José Alfredo Jiménez. Más adelante me enteraría de la razón de esto.

Mientras intercalábamos la charla con el ñam ñam ñam y el glu glu glu, afuera pude notar a un par de seguidores de Quintero. A pesar de estar de espaldas a la calle, una de las personas reconoció la silueta del maestro; observé cómo sin disimular su emoción le comunicaba a su acompañante: “ahí está”, mientras señalaba en dirección de quien en ese momento le daba una mordida a su sope. La pareja no cometió la indiscreción de interrumpirlo y continuaron su marcha en dirección al Alicia.

Nosotros hicimos lo propio después de terminar de comer. Bajamos los sofisticados artículos de la Buba Chop y los acomodamos en unas mesas que generosamente nos facilitaron para tal propósito. Apenas me encontraba consultando sobre los precios de algunos stickers, cuando le dieron acceso a la gente. Una persona me pidió una playera, tomó unos libros, un pin, y me dijo: “¿cuánto es?”. Y en menos de lo que canta un gallito comix, Elvia y yo nos encontramos rodeados de seguidores de Buba. Unicamente escuchaba: “¿cuánto cuesta esto?”, “¿qué otras tallas tienes?”, “¿es el único modelo?”, “¿sí me haces mi cuenta?”, “¿cuánto te debo de esto?”, y cosas por el estilo. Por fortuna los fans de Buba son amables y pacientes. Incluso una chica, al ver como mis matemáticas empezaban a colapsar, me ayudó a hacer una cuenta.

Aunque la charla ya había iniciado, los minutos de intensidad en el puesto duraron aproximadamente media hora. Lamenté no poder atender a lo dicho en el evento, pero en mi calidad de personal de la Buba Chop tuve que darle prioridad a intereses más pecuniarios.

En la ronda de preguntas, hubo momentos entrañables, por ejemplo, cuando se anunció que entre la audiencia se encontraba Ricardo Camacho, quien también formó parte de la camada del icónico Taller del Perro (colectivo de autores de historieta mexicana independiente de finales del siglo XX). También hubo quien le obsequió al festejado, una figura impresa en 3D de Buba.

Al final de esta dinámica, los asistentes se levantaron a hacer fila para poder obtener un autógrafo. Logré ver como algunos y algunas de ellas salían satisfechos, con cierto júbilo en sus rostros, tras interactuar brevemente con el autor y conseguir un dibujo de Buba. Y pude reconocerme en aquellas expresiones de entusiasmo, pues años atrás yo también estuve en ese lugar, antes de que se torciera el camino y terminara en la condición actual de amigo/chalan/admirador.

Algo notable es que las generaciones lectoras de Buba se renuevan. Gente joven acoge al personaje con el mismo entusiasmo que sus lectores de hace 25 años. Lo cual es digno de admiración, pues Quintero no sale mucho a eventos, no se promociona demasiado en redes, y no obstante, el alcance de su obra crece de manera orgánica. Tal vez por esto su audiencia no es masiva, y sin embargo su personaje avanza, lento, pero con paso firme. Porque sus seguidores son fieles y le guardan aprecio.

De hecho tengo la hipótesis de que el libro “rosa” es el que más se ha prestado y nunca ha retornado a manos de sus propietarios; o ha sido regalado en algún arranque de pasión y desmesura; por lo que sus fans han adquirido el ejemplar más de una vez. 

Parafraseando a un bibliotecario argentino, “La Buba debe ser una de la formas de la felicidad, y no se puede obligar a nadie a ser feliz”, evidentemente no se obliga a nadie, pero hay algunos que se agandallan esa felicidad.

Otra cuestión que me pareció vislumbrar, mientras me encontraba ahí paradito atendiendo el puesto, fue que los lectores de Buba son atípicos. A su audiencia no necesariamente le interesa la literatura, ni la historieta; les interesa Buba, el personaje liminal que habita en el subconsciente de la memoria de sus seguidores, salpicando fatalismo humorístico, desamor vital y pesimismo alegre. O al menos eso supongo.

En el microcosmos universal de Buba, conviven las obsesiones de símbolos teológicos del autor, junto con las chabacanerías complejas del personaje. La religión, dios, los querubines, entre otros, son elementos presentes en varias de sus viñetas.

Esto último viene a colación por una casualidad. Resulta que el recinto donde ahora se alberga el Alicia, antes fue la capilla de unas monjas. Justo en el centro, en la parte superior del escenario, donde presumiblemente pudo estar un vitral de ábside, ahora se encuentra adornado con el gato del logo del foro, y un poco más abajo en el muro, la figura en relieve de un querube; mientras que a los costados unas cortinas negras cubren los espacios donde, sospecho, también hay vitrales. Por lo que bien podríamos enunciar que: “a cada capillita le llega su Bubita”.

Pero regreso a lo que estaba. Las preguntas terminaron poco después de las 20h, y la fila casi llegó a su final antes de las 23h. Por fortuna, ya casi no hubo nada que recoger, pues la mayoría de los libros y souvenirs se agotaron. Un par de seguidoras esperaron hasta el final, para que les firmasen sus libros, y como ya habíamos rebasado el horario de cierre del foro, el maestro sugirió ir a cenar, para ahí terminar su labor. Nos dirigimos a una taquería cercana, y en ese momento nos tocó hacer fila a nosotros para conseguir una mesa.

Una vez instalados, Quintero concluyó su maratónica jornada de repartir trazos a diestra y siniestra. Yo también iba a solicitarle un garabato, pero mejor pedí unos tacos. Durante la conversación de la cena, me enteré del motivo por el cual en el menú del restaurante “Las Ramonas”, aparecían aquellos artistas mexicanos. De acuerdo con el diseñador de la última edición de Flor de Adrenalina, varios de esos personajes vivieron por la zona, o frecuentaban alguna cantina del área. Quizás en el futuro, también agreguen a Buba en la portada de su carta, pensé.

Ligeramente después de la media noche, nos despedimos de quienes nos acompañaron hasta el final, y emprendimos el camino de regreso. Y bueno, como amigo/chalan/admirador del trabajo de Quintero, he de confesar que me sentí muy agradecido de poder ser parte de los festejos de Buba en su edición de 25 años. Como dice la vox populi: “y que cumpla muchos más”.

Muerte Caracol: el libro como presentación del lector


Por Alis Flores | Falses Beatniks


La novela llegó a mis manos hace apenas un par de días. Lo primero que captó mi atención fue el color llamativo de su portada. Dicen por ahí que “quien de amarillo se viste, en su belleza confía”. Aunque coloquialmente se dice que no se debe juzgar a un libro por su portada, esta me llamó a gritos y yo quería comprobar su osadía. Muerte caracol es una novela mexicana escrita por Ivonne Reyes Chiquete y republicada por la editorial Casa del libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) en 2023.

Desde un inicio, la autora pone al lector en el centro de su juego. Nos hace pensar si, acaso, el libro en nuestras manos tiene algún problema de imprenta. “¿Y los demás capítulos?”, te preguntas. Conforme la trama avanza, lo notas. Sin embargo, las preguntas no dejan de surgir. Muerte Caracol no sigue una estructura lineal, en su lugar, hace uso de la narración enmarcada, es decir, cuenta una historia dentro de otra con el propósito de profundizar en la psique del personaje principal

La novela comienza en in media res y está organizada en once capítulos numerados de acuerdo a la historia secundaria. Ésta se empalma de manera en que cada acción en ella provoca una reacción o un pensamiento decisivo en el protagonista. Del mismo modo, recurre a una variedad de voces narrativas y tiempos que se entrelazan entre sí, brindando una perspectiva diferente de la historia.

El personaje principal, Carlos Sobera, es un lector ávido de la novela negra, esta práctica es su tarjeta de presentación. Carlos es un hombre solitario con una vida aparentemente cotidiana; trabaja en el área administrativa de un hospital, regresa a su hogar en transporte público y descansa en la soledad de su departamento después de su jornada laboral. Tiene, además, una rutina particular; antes de checar su salida pasa por el área de urgencias y siempre está leyendo como una manera de sobrellevar la realidad. “El asesino del caracol” es su lectura del momento, contiene una trama policial con personajes que van tejiendo en él una reflexión detallada sobre la pregunta: “¿qué hace a un asesino?” pregunta que se encuentra también en la contraportada del libro en mis manos.

La atmósfera impregnada en la novela está cargada de violencia, incluso en la descripción de actos comunes o rutinarios. Por ejemplo, comparar el sonido de un checador con el sonido de una guillotina u observar a alguien más en el transporte público, imaginándolo en situaciones intensas. Así mismo, apela a la experiencia como lector, pues refleja los modos propios al leer como un recurso para conectar emocionalmente con la trama a través de acciones como resaltar frases, doblar las páginas del libro para marcar el avance, ensimismarse en un libro hasta perder la noción del espacio y del tiempo o sospechar sobre los posibles giros en la trama.

De esta manera, puntualiza la introspección en el reflejo de algo nuestro entre las páginas de un libro, como si la autora quisiera recordarnos continuamente que estamos leyendo sobre algo de lo que somos parte de una u otra forma. Por esta razón, los temas de su obra no son ajenos a nuestro contexto actual, a la realidad que podemos ver, escuchar o sentir todos los días. La novela nos posiciona en el centro de un tema muy debatido, a saber, la naturaleza del mal en el ser humano. ¿Es, acaso, innata o su origen está en las circunstancias? La autora sólo plantea las preguntas, pero es el lector quien debe responderlas por su cuenta, tal como su protagonista lo hace a través de la exploración de la otredad reflejada en “El asesino del caracol”.

Por otro lado, la figura del libro funciona como metáfora del espejo: “Cuando por suerte se encuentra con algún lector, no necesita nada más que echar un vistazo al título para conformar toda la personalidad. Dime qué lees y te diré quién eres, piensa” (p. 28). En Japón, por ejemplo, la gente acostumbra a cubrir las portadas de sus libros con fundas de tela o de papel, pues creen que revela mucho sobre la personalidad de una persona y, al cubrirlas, pueden tener cierto control sobre su privacidad. Esta puede ser una idea algo controversial e incluso incómoda, pero no irracional. La figura del libro es también una herramienta que el ser humano tiene para acceder a su fantasía: “Las novelas que más le gustan son aquellas que lo han retratado, que al entrar a la página 23 le dicen algo así como “este personaje podrías ser tú” y que en la 102, le expone una tesis con la que él está completamente de acuerdo” (p. 40).

El recuerdo es un factor útil de esta fantasía y de la necesidad de comprender el origen de todo. Los personajes de “El asesino del caracol” funcionan como una especie de guía y, a la vez, como el reflejo de las personas que marcaron la infancia y la juventud de Carlos Sobera, quien puede contemplarlos desde “lo alto”. La narración de los personajes en la segunda historia va conformando un todo en el entendimiento del protagonista sobre sí mismo y su relación con personas cercanas a él.

Otro punto importante dentro de la novela es, justamente, la contemplación de los otros, formando una espiral de acciones y reacciones. Para escribir, es necesario hacer uso de nuestros sentidos, pues a través de ellos podemos comprender el mundo y nuestra posición en él. Observar es parte de esto, no se escribiría sobre algo que no se conoce y, la violencia, en todas sus facetas; rechazo, burla, golpes, etc., es algo que el ser humano parece conocer demasiado bien, aunque aún no responda a la pregunta de su origen. La novela no pretende ser una crítica de la sociedad, o al menos no de manera explícita sino más bien lúdica. Expone los argumentos conocidos sobre la naturaleza del mal en el ser humano, pero lo hace desde la imparcialidad, como un: “mírate, míralos, míranos, ¿qué opinas?”. Al final, queda en el lector de Muerte Caracol encontrar sus respuestas y su postura.

En conclusión, considero que es una novela con una trama llamativa igual o más que su portada. El cambio constante en los tipos de narradores provoca que la novela se perciba fragmentada en algunas partes y algo pesada por momentos, como si estuviera descuartizada, pero supongo que ese es su propósito. El final fue mi parte favorita, creo que fue muy humano, pero sobre todo conciso y con una decisión que no me esperaba por parte del protagonista. Un acto tan impredecible, tal como a él le gusta.

Es una obra que recomendaría leer a quiénes no son fanáticos de las novelas policiacas, creo que es un buen inicio porque es solo un guiño a ellas y una crítica a la vez. Quién sabe, igual y despierta su curiosidad o trae sus memorias de regreso, tal como le pasó al protagonista. Aunque, claro, es un libro para todo tipo de lectores. La recomendación es que no subestimen Muerte Caracol, no es solo una portada bonita.


Observaciones fuera de lugar que quizá no sirvan para nada:

Por momentos, algunas citas me recordaban a canciones o series, porque, si lees y tu mente no divaga, ¿de verdad estás leyendo? A continuación, algunas divagaciones sobre el libro:

  1. “¿Cómo se había atrevido a siquiera pensar que la venganza no era motivo suficiente? ¿Qué no era Dios el ser más vengativo?” (p. 96) Me recordó a: “Si quitáramos la venganza de las sagradas escrituras, no quedaría texto suficiente ni para llenar un panfleto” Blair Waldorf, Gossip Girl (serie). Creo que es un argumento muy común para  justificar la venganza. Y algo osado, si me lo preguntan. 
  2. “Podrán acabar conmigo, pero siempre habrá alguien más” (p. 84) Me recordó a Heathens de Twenty One Pilots (canción). Uno de los puntos que el libro referencia es que cuesta imaginarse a sí mismo y a los demás como posibles agresores, quienes sólo necesitarían un detonante para activar ese lado.
  3. “Es una idea ya muy manida esa de que el criminal en el fondo es igual al detective que intenta atraparlo. Los dos tienen las mismas dudas, el mismo dolor, solo que uno erró el camino” (p. 97) Me recordó a Death Note (anime). Creo que se explica por sí mismo: en mis tiempos, ser team Kira o Team L decía mucho de ti. 

“Casi lo confundo con mi hogar”: una conversación con Jesús Ernesto Guevara


En 2024, la Editorial Agujero de Gusano publicó Casi lo confundo con mi hogar, el primer libro del joven autor bajacaliforniano Jesús Ernesto Guevara. Desde entonces, la obra ha rondado ferias, presentaciones y las manos de lectores que, a lo largo del país, apuestan por la literatura emergente nacional.

“Un drag por accidente, la despedida recurrente entre un abuelo y su nieto, parejas improbables, una intervención vudú contra la violencia de género… en los cuentos de «Casi lo confundo con mi hogar» hay una profunda exploración de las relaciones humanas con especial énfasis en la familia y una visión desde las nuevas masculinidades para lo referente a padres e hijos. En este, su primer libro, Jesús Ernesto Guevara transmite el desconcierto y los anhelos contradictorios de la existencia, narrando con humor e ironía las sutilezas de la vida cotidiana y, con una ternura casi lírica, las terribles violencias que laten detrás de todo aquello tocado por los hombres”. Elma Correa

Si aún no te adentras en sus páginas, este es un gran momento para hacerlo. Casi lo confundo con mi hogar es una invitación a mirar de cerca la intimidad, el desconcierto y la contradicción que acompañan el tránsito hacia la adultez. Sus cuentos dialogan con la memoria, el afecto, la identidad y las nuevas masculinidades con una frescura que lo convierte en una lectura imprescindible de la literatura joven del norte del país.

Con este debut, Guevara se suma a una generación que redefine los afectos, la memoria y los vínculos desde una sensibilidad personalísima. A propósito del libro y del camino que lo trajo hasta aquí, conversamos con él.

***

Para comenzar, cuéntanos un poco de ti. ¿Quién eres y por qué escribes?

Me llamo Ernesto Guevara (sí, como el Ché; no, el libro no es propaganda comunista). Vivo en Mexicali, Baja California, y escribo porque es una actividad profundamente lúdica: se siente como jugar. Cuando somos niñxs, inventamos canciones, imaginamos historias, damos personalidad a los juguetes. La creatividad es natural, pero al crecer el miedo a “no ser lo suficientemente buenxs” nos paraliza. Para mí, escribir es escuchar a ese niño que sigue adentro, ansioso por contar historias.

También disfruto la parte de la escritura que sucede lejos del teclado: lo que va antes y lo que viene después. Antes, investigo para que la ficción se sienta verosímil; para este libro leí sobre brujería vudú, arte drag, cultura pop de los sesenta y más temas que me intrigaban. Escribir es otra forma de aprender.

Después viene la comunidad. Aunque se piensa en quien escribe como alguien aislado, para mí el oficio también es colectivo. Sí, prefiero encerrarme a escribir, pero luego comparto mis textos con mis compañerxs de talleres. Aprecio su retroalimentación y disfruto leer lo que ellxs hacen. La escritura me ha abierto puertas que no hubiera imaginado y me ha permitido aprender de autoras y autores a quienes admiro profundamente.


Háblanos de tus influencias literarias y del origen de este libro.

Cuando empecé a tomar cursos de escritura creativa leía a autores estadounidenses como Raymond Carver y J. D. Salinger. Su informalidad y su capacidad para retratar lo cotidiano con profundidad marcaron mi manera de escribir. Me fascinaba que sus historias le podían pasar a cualquiera.

También me han influido cuentistas argentinas contemporáneas como Samanta Schweblin, Mariana Enríquez y Camila Sosa Villada.

Más recientemente, los talleres a los que he asistido han sido cruciales. Este libro nació en los cursos de la Dra. Elma Correa durante la pandemia. Fue invaluable escuchar y aprender de escritoras y escritores como Ana Fuente, Liliana López, Priscila Rosas, Samanta Galán, Gilberto Cornejo, Samantha Arenas y Michelle Annel Peña. Con ellxs he encontrado una comunidad de la que me enorgullece formar parte.


¿Cuál es el hilo conductor de los cuentos de Casi lo confundo con mi hogar?

Son relatos que pueden inscribirse en el género del coming-of-age. Mis personajes enfrentan emociones que los obligan a crecer y a tomar decisiones para escapar de la “jaula” en la que se encuentran, a veces por elección propia y otras porque alguien más los puso ahí.


¿De dónde surge el título del libro?

El título proviene de una frase de la canción “Cuarteles de invierno” de Vetusta Morla: “Fue tan largo el duelo que al final casi lo confundo con mi hogar”. Elegí usarla incompleta por dos razones: porque la frase entera sería un título larguísimo y porque, recortada, se vuelve más precisa.

En los cuentos no siempre es un duelo lo que se confunde con lo permanente. Puede ser una despedida repetida, la angustia de expectativas incumplidas o un lugar donde no se nos valora. Quise capturar esa sensación de permanencia involuntaria.


¿Cómo conjugas elementos de la cultura popular con historias tan íntimas y singulares?

Las referencias pop ayudan a situar a los personajes en un tiempo, un espacio y un ambiente específicos. Creo que la música, el cine y los libros que consumimos revelan mucho de nosotrxs. Por eso, al construir a un personaje me pregunto qué ve, qué lee y qué escucha: estos detalles lo vuelven más humano.

Antes de escribir una historia necesito conocer a quien la protagoniza; solo así su comportamiento se siente natural y verosímil. Ojalá lo haya logrado con estas siete historias: será labor de lxs lectores juzgarlo.


¿Cuál es la importancia de las editoriales independientes en el panorama literario nacional?

Hace poco abrí Letrinas del Cosmódromo, también de Editorial Agujero de Gusano, y me encontré con esta frase:

“Esta obra fue posible gracias al apoyo de colaboradores, artistas, creadores y la tripulación de Revista Sputnik, y NO por la buena voluntad de funcionarios, gobierno o instituto cultural alguno.”

Los cuentos de esa antología son de gran calidad. Habría sido una pena que no llegaran al papel por culpa de la burocracia. Eso es lo que permiten las editoriales independientes: libertad creativa, procesos ágiles y la posibilidad de que nuevas voces encuentren un camino. Estoy muy agradecido con Revista Sputnik y con Agujero de Gusano por confiar en mi trabajo y publicar mi primer libro.


¿Cuánto de tu vida está presente en estas historias?

Antes me incomodaba que mi vida se filtrara en los cuentos; ahora lo acepto más, aunque trato de disfrazarla. En este libro varía entre historia e historia. La primera, por ejemplo, está inspirada en mis experiencias conviviendo con mi abuelo, quien padecía Alzheimer.

La frontera y el norte también atraviesan el libro, y siento que están cada vez más presentes en mi escritura. Hay cuentos que no toman prestadas personas o lugares de mi vida, pero sí emociones muy íntimas.

Creo que puedo escribir sobre lo ajeno si investigo lo suficiente, pero la escritura es más poderosa cuando habla de lo que uno siente. Puedo narrar un ataque epiléptico sin haberlo vivido, pero describir un golpe de calor es más convincente cuando vives en la ciudad más caliente del mundo.

Martin Scorsese dijo: “Lo más personal es lo más creativo.” Coincido plenamente.


Además del libro, ¿dónde podemos leer más de tu trabajo?

He publicado cuento en revistas físicas y digitales como ERRR Magazine, Marabunta y Pez Banana. Este año aparecieron dos antologías con textos míos: Extrañamientos, que reúne cuentos nacidos en un taller, y Raras e inquietas, una colección inspirada en la obra de María Daniela y su Sonido Láser.

*Puedes conseguir el libro Casi lo confundo con mi hogar en este link.

Un pájaro que ya no está


Por Jorge Sosa |


Este texto recoge y amplía lo que escribí para la cuarta de forros del libro “Los poemas humildes son verde menta” de Iván Mata, editado por Ediciones Come Fuego.


Iván Mata es el poeta más vulnerable que conozco. El que está en más contacto con sus propios afectos y odios. Escribir, para mí, es un acto de observación. Iván es más preciso, en él parece un acto de escucha. ¿Qué escucha Iván? Sus tiernas y violentas emociones. Los chismes en redes sociales. La música de los aparatos de gimnasio y las tijeras que cortan cabello en las estéticas. El canto de un pájaro que ya no está, del que solo queda la jaula. 


El nombre del libro tiene su origen en una tendencia clasista de TikTok que señala que el color “verde menta” es predominante en las fachadas e interiores de las casas de las personas pobres. El ejercicio de apropiación de Iván para su libro no evade la naturaleza odiosa de los videitos de internet. Hace belleza de la tirria. En especial, de la propia:


“Sería una persona grosera con todos

porque tendría amor

el tuyo

a cada momento, donde sea, cuando fuera.”


Cada vez que leo de nuevo el libro, me río. Supongo que las personas que crean y comparten videos en redes sociales burlándose de alguien más, también se ríen. El humor de Iván está de un lado de la balanza que aprecio mucho. Me hace recordar que no me importa mucho la caricatura de mi persona. 


Es tan cándida la forma de escribir de Iván, que a veces me distraigo con lo mucho que me gusta lo que dice y dejo de prestar atención a lo mucho que me gusta cómo lo dice. Es el truco que comparten una gran balada pop y una naturaleza muerta. El bailecito lento y las frutas son tan bonitas, que parece que estuvieron ahí siempre y no son el producto de miles de notas y colores mezclados hasta el hartazgo.


Los textos de “Los poemas humildes son verde menta” parecen escritos con la energía encontrada para seguir bailando en una fiesta a las cuatro de la mañana. Un momento de lucidez en medio de un cansancio abrumador. Después de llorar, quedarse dormido y despertar de nuevo todavía intoxicado. Es un mal momento para tomar decisiones, pero Iván demuestra que es un buen momento para hacer poemas.


Letrinas: El Diablo y la Muerte

 


El Diablo y la Muerte

Samanta Galán Villa


Afuera la noche. Tengo las ventanas cerradas porque me da miedo que algo entre. Mi teléfono no ha dejado de sonar. Son del banco. Me recuerdan que tengo que pagar mis préstamos mañana porque ya he duplicado mi deuda con los intereses. Estoy cansado de inventar historias para zafarme de sus interrogatorios. No tengo dinero, no tengo trabajo porque me despidieron hace ocho semanas.

El latido de mi corazón es agónico. Tengo hambre y sueño. Quiero salir un rato y pasear por el parque. Lo hago. No veo la calle en días, pero sé que fue una tarde calurosa porque el pavimento está caliente. Es media noche. Mi mente es un nido de arañas. Pequeñas, diminutas y amontonadas. Son mis pensamientos.

Hasta mí viene el recuerdo de Julia. Sus manos delgadas y suaves y también su voz áspera cuando me dijo que estaba cansada de la monotonía, de mi falta de compromiso, de mi insoportable actitud, de dejar las cosas a medias. Mis pensamientos arañas trepando las paredes del departamento y llenándolo de un humo asfixiante.

Camino sin pensar, sin fijarme a dónde. Miro las estrellas y recuerdo que son mapas, que si las sigues te guían a un destino. Escucho risas. Dos figuras se mueven delante de mí, corriendo y saltando, tomándose de las manos y volviendo a dejarse. Ahora se persiguen, juegan a los encantados. Son ellos, El Diablo y La Muerte.

Los dos locos brillan con luz propia, es tanta su felicidad. Nada les importa, no tienen a los bancos detrás de ellos, no hay recuerdos que les nublen la vista. Sólo corren y ríen. Siempre sostenidos por la benevolencia universal, por ese flujo de la vida que le da a cada uno lo que se merece. Eso dicen, eso dicen.

El Diablo y La Muerte sólo tienen una especie de camisón que les tapa sus miserias. Tan libres ellos, tan suyos. Los dos con el pelo al ras, sonrientes. Hay quienes dicen que se conocieron por azares del destino, andando sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, cómo no. Se conocieron, sí, y a partir de entonces decidieron quedarse juntos. Ser cómplices en esa selva virgen que es la calle y compartirse sin limitaciones, ni miedos, ni angustias. Sin pensar en un mañana que puede o no llegar y que tampoco importa mucho si llega.  

Otros aseguran que estuvieron juntos desde su infancia y que son hermanos. Que sus padres los dejaron huérfanos y aprendieron a sobrevivir apoyándose el uno al otro. Abriéndose a la vida, al amor, al sexo, uno frente al otro como un espejo, como una sombra que no desaparece en la oscuridad.

Yo no descarto esta teoría porque si se les presta atención, si de verdad se decide no voltear la cara hacia otra parte para evitar darles existencia a los pordioseros, a los miserables, se puede notar que sus rasgos algo de parecido tienen. Ojos separados, nariz afilada, boca bien formada pero sucia, siempre abierta enseñando los dientes amarillos y una lengua casi negra.

El Diablo y La Muerte corretean por el parque, sin que les importe nada más que ellos mismos. El Diablo abre los pies y deja caer una enorme caca en el piso del parque. Abre los pies, hace la necesidad de todo ser humano, de todo ser viviente y se va, dando saltos y gritos de alegría.

Siento asco, pero no por su acción repugnante. Me enferma esa complicidad, su alegría casi grosera, como si se estuvieran burlando de mí: un hombre que fue a la universidad y estudió contaduría. Que trabajó once años en el mismo despacho, haciendo tareas fuera del horario de trabajo para caer bien, para que me tomaran en cuenta, para congraciarme con los auditores. Que un día conoce a una mujer y se enamora perdidamente y sabe que jamás verá el mundo con los mismos ojos, porque el cuerpo de dicha mujer es polimorfo y estará presente en una silla, en un puente, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Pero el correr del tiempo que todo devela, que todo desgasta, terminó por quitarle el brío tan intenso a los primeros encuentros y la monotonía echó a perder el vínculo. Y un día la mujer se para frente a ti y dice que se va, que está harta, que no hay nada qué hacer, que fue suficiente.

Entonces dejas de trabajar, tomas y fumas a las ocho de la mañana. No quieres salir, no hay nada que valga la pena. Te olvidas que tienes necesidades, que tienes deudas en los bancos que debes liquidar porque ellos muy amablemente te extendieron un crédito para un auto de cuatro cilindros que chocaste al poco tiempo de adquirir en una noche de juerga. Que también ocupaste tu tarjeta de crédito porque querías amueblar el departamento que compartías con el amor de tu vida, pensando que sería el lugar donde criarían a sus hijos y donde, algún día, luego de muchos años, pasarían juntos la vejez. El teléfono suena y te vuelves loco, de dolor, de ansiedad, de miedo.

El Diablo y la Muerte bailan tomados de la mano, sin percatarse de que yo los veo o de que cualquier otro puede atestiguarlos. Poco o nada les importa. Nada saben de las desgracias del mundo, de lo insoportable que es la vida promedio, la vida de cualquier ser humano encerrado en su casa a las doce de la noche.

Los veo de lejos y siento que me hierve algo por dentro. La necesidad de que, si yo no tengo, nadie más debería tener. Que, si soy miserable, el mundo entero debe sentirse como yo: un perdedor, un fracasado, un ser incompleto. Puedo sentir clara y lúcidamente cómo se planta en mi cerebro la semilla del odio y sé que no hay nada que crezca con mayor facilidad. Pienso que voy a regar esa semilla con cariño, con cuidado, esperando que pueda darme el triunfo de arrebatarle a alguien lo que más quiere. Ver esa desdicha y que por arte de magia regresen a mí las ganas de ser alguien. Ser, en última instancia, un hijo de puta.

Doy la media vuelta y regreso a mi casa. No apresuro el paso. Miro las casas, los edificios, el alumbrado público. Entro de nuevo en mi departamento y pienso en Julia. Pienso que la noche es larga, que estoy cansado, que estoy triste. Prendo un cigarro y hago figuras en el aire. Encuentro rostros y nombres que se desvanecen en segundos. Fumo hasta quedarme dormido.

El teléfono suena. Todo el día suena. Son los del despacho de cobranza, pero no tengo ganas de inventar excusas. Tengo hambre y sed. El piso está sembrado de colillas y hay junto a mí un par de botellas vacías de ron. Intento levantarme, pero estoy mareado. Huelo mal, no me he lavado los dientes ni me he bañado en tres días. El teléfono suena. Tengo miedo de no contestar, de que me embarguen y perder lo poco que me queda.

Apoyo mi espalda en la pared. Supongo que es medio día porque desde la ventana logro ver que el sol está en lo alto con toda su inclemencia. Tocan la puerta, con el puño tocan la puerta. En un movimiento rápido me encojo, me engarruño como las babosas cuando se les ha echado encima un poco de sal. El corazón me late más rápido y más rápido tuntuntuntuntuntuntuntuntun. Sigo vivo. Del otro lado de la puerta alguien dice mi nombre, pero no logro reconocerlo.

Deseo con todas mis fuerzas estar en otra parte. Cierro los ojos e imagino que puedo entrar a un rincón impenetrable de mi mente. Uno al que nadie, excepto yo, tiene acceso. Ahí no existe el sonido. Tampoco tengo hambre ni dolor porque desaparece el cuerpo. No existe el tiempo, sólo una pared blanca y brillante. Inhalo y exhalo, lento.

Me quedé dormido o eso supongo. ¿Un desmayo? Qué importa, no logro notar la diferencia entre un hecho y otro. Afuera ya es de noche, de nuevo ha oscurecido. El teléfono ya no suena. El departamento está en silencio. La sed es insoportable. Voy al baño y tomo del lavabo. El agua me sabe mal y me agrava las náuseas. Necesito alcohol.

Reviso las botellas que están junto a mí, esperando que alguna tenga un poco, el mínimo para calmar mi ansiedad. Nada. Voy hasta mi cuarto y reviso los bolsillos de mis pantalones usados e igualmente sucios al que llevo puesto. Encuentro un billete arrugado. ¡Milagro! Lo suficiente para comprar otra botella y más cigarros. Camino hacia la puerta y encuentro un papel. Lo metieron por debajo. Es un recado de mi casero. Debo entregar el departamento en tres días por incumplimiento de la renta. Arrugo el papel y lo tiro. Abrocho las agujetas de mis tenis y voy a la licorería que está a tres cuadras.

Cuando regreso, bebo directo de la botella. No tengo a dónde ir. Mis padres fallecieron cuando era niño y la tía que me crio ahora descansa en una estancia de retiro pagada por mis primos. No tengo a dónde ir. Sonrío. Saco humo de la nariz y sonrío. Pienso en El Diablo y La Muerte y vuelvo a sentir en mi cerebro atrofiado la semilla del odio.

Intento imaginar una forma de separarlos. Creo que podría regalarle a uno de ellos cualquier cosa que en su situación pudiera considerarse un lujo. Hacer que peleen, que la fuerza de la ambición los corrompa, pero de inmediato llego a la conclusión de que es imposible. Hay algo en su locura que los regresa al estado infantil más puro. Donde no hay codicia, donde todo puede ser compartido. Tengo la impresión de que, de alguna forma, la locura y la infancia tienen la misma raíz.

Me duele la cabeza, pero no del modo común. Parece como si mi cráneo estuviera en medio de dos piedras enormes a punto de chocar entre sí. Bebo de la botella y sonrío. Me siento bien, por un momento olvido dónde estoy y lo que he perdido. El Diablo y La Muerte deben estar despiertos, buscando comida entre la basura. Viviendo una vida nocturna y pueril.

Tengo más de la mitad del ron en la botella. Me levanto y camino hacia la calle. Hay muy poca gente a estas horas entre semana. El ciudadano promedio está descansando, reponiendo fuerzas para cumplir con sus horarios laborales por la mañana. Atendiendo a sus hijos o los quehaceres del hogar. Pienso que Julia es una de esas personas, que está durmiendo sola. No, acompañada.

Llego al parque y ahí está El Diablo. Está solo, sentado en la banqueta y dibujando algo con el dedo índice de la mano derecha en el pavimento, igual que Cristo cuando salvó a la Magdalena. Suerte, tal vez otro milagro.

Me paro frente a él, pero no voltea, no se inmuta. Sigue pintando figuras imposibles. Apesta, pero no para alejarme. Me siento junto a él y le pregunto ¿quieres? Sólo entonces voltea a verme, con los ojos grandes y limpios. Sonríe y recibe la botella. ¿Y tu amiga?, pregunto. Le dio pallá, responde y señala con el mismo dedo que tenía sobre el pavimento hacia un punto del parque. Se fue a dormir porque anda cansada.

Le da un sorbo a la botella y carraspea. Estira la mano para regresármela pero le digo que está bien y que puede beber más. ¿Es tu hermana?, pregunto. Sí, también es mi mamá y mi esposa y mi hija. Le dio pallá y vuelve a señalar. Me río y ahora sí le recibo la botella para darle un trago.

Seguimos tomando y le pregunto si tiene hambre, me responde que no, que comió cualquier cosa que no pude comprender. Lo miro con detenimiento y sin juicio. Tiene la nariz pronunciada, pero fina. Los ojos grandes igual que las pestañas. Sé que no he escuchado una voz más inocente, ni siquiera en los labios de un niño. Le digo que tome más, que puede quedarse la botella entera. También le ofrezco un cigarro y dice que no fuma. La botella sí la recibe y bebemos como dos grandes amigos que acaban de reencontrarse.

No logro entender del todo sus frases, pero sé que La Muerte ha estado mal porque tuvo un aborto. El Diablo explica que el vientre  de su mujer, hermana, madre e hija estuvo hinchado un tiempo y que un buen día salió sangre y un pequeño bulto que tiraron en un bote de basura. Que, desde entonces, La Muerte tiene cambios repentinos de humor, está triste y cansada y que él no sabe qué hacer.

Lo escucho con atención y no puedo evitar sonreír y embriagarme con su miseria, pensando que todos tenemos una maldita loza encima. Bebo y fumo con agradecimiento. Pienso que no tengo nada más que hacer ahí, que es momento de volver a descansar los días que me quedan en el departamento. Me levanto. Quiero decirle que ya me voy, que fue un gusto, que un día de estos volveré a visitarlo, pero él se levanta de un brinco y mira hacia el punto que señaló con el dedo.

Una figura se abre paso. Es La Muerte que se soba las manos y sonríe. Se acerca y me ve con desconfianza, como el intruso que soy. No sé si es la luz del alumbrado, mi tristeza, mi añoranza por tocar a una mujer, pero la veo como una virgen recién consagrada. Luminosa, frágil. Detrás de los harapos, lo sé ahora, se esconde una hermosa figura. Senos grandes, quizá por el reciente embarazo fallido.

Dame, dice y estira la mano. El Diablo se acaba de terminar lo último que quedaba del ron. Se carcajea, la abraza y luego a mí. Frente a los dos improvisa una suerte de baile, que más bien parece un performance de danza contemporánea. El alcohol se me ha subido y me tiene tranquilo, complaciente, sereno. Pero La Muerte nos mira con desprecio y sin pensarlo le da una patada en el culo al Diablo.

No oculto la gracia que me produce la escena y me hago para atrás, por precaución. El Diablo no toma bien el gesto, ¿quién lo tomaría? Ni los locos soportan un buen golpe. Se detiene. Veo por un segundo, en los ojos de ese santo rapaz, la sombra del verdadero diablo. Sin contenerse empuja a La Muerte y la tira al suelo. Le levanta el camisón y la penetra sin piedad, como un animal embrutecido. Las piernas de la mujer todavía tienen sangre seca. Grita y patalea, como seguramente lo ha hecho por años.

Prendo un cigarro y me doy media vuelta. Los dejo ahí, en el rincón del parque. Viviendo la vida que tanto había deseado.  


Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato 1991) Llevó cursos de narrativa en Literaria, centro mexicano de escritores. Algunos de sus textos se encuentran en medios digitales como Tierra Adentro, Monolito, Neotraba y la revista estadounidense Asymptote. Sus poemas aparecen en plataformas como Low Fi Ardentía, Revista 3 pies y en Crocevia, revista italiana dedicada a la difusión de poesía contemporánea. Fue compilada en tres antologías de cuento, La ciudad de los ahorcados, Letrinas del cosmódromo y Extrañamientos. Amorfismos (2022), su primer libro de cuentos, fue publicado en la editorial La Tinta del Silencio. Actualmente promueve su segunda publicación, Ventanas cerradas, ventanas abiertas, bajo el sello editorial Nitro Press.

Letrinas: Cajas tristes



Cajas tristes

Alejandro Carrillo 


Te bajaste sin decir nada en la gasolinera de la salida a Zacatecas, pasando el motel al que siempre decíamos que nos íbamos a escapar -nunca fui-. Pensé que te habían llamado la atención unas gallinas que andaban con sus pollos saltando junto al camino, pero apresuraste tu paso y cruzaste la carretera -sin mirar-. No corro, no grito, no empujo. Sonaron estrepitosas algunas bocinas. Corrí desesperado tras de ti sorteando coches y camiones a toda velocidad. Se me vino a la mente la mascota que recogí en pedacitos del arroyo vehicular un día de mi cumpleaños. Te perdí de vista y pensé que también recogería tus pedazos. Pero no fue así. Hiciste autostop y subiste a una camioneta de regreso a la ciudad. Nunca te volví a ver. Aún no encuentro la forma de bajarme del camellón.

Te fuiste cuando llegó la tuberculosis, la falla renal del gato y la cobranza extrajudicial. Que todo va a estar bien, te decía, que ya nos vamos a mudar. Cuando por fin empecé a restaurar la vieja casona verde del centro te emocionaba el oscuro pasado del predio, las historias fantasmagóricas y las bacanales al amanecer entre amigos y fulanitos de tal. Una noche le rompí la cabeza a un escritor -que es un curso que recomiendo tomar- y crujieron todos los cimientos. Nos cayó la maldición de la pluma -el plumón- más deleznable del norte. Gruñó el tedio y ya no te apeteció acostarte con tipos con las manos cuarteadas y la boca llena alcohol y de amigos muertos. No se volvió a destapar botella alguna, todas se estrellaban contra los tabiques llenos de afiches. Con tantos vidrios quebrados ya no te apeteció entrar y verme como faquir del metro. Te vi en la acera de enfrente con tus maletas, esperando la carroza fúnebre que usábamos para llegar a la calle del terror. Hasta las moscas se fueron contigo -yo creo que algo les olió mal-, y esa madrugada se cimbró toda la casona. Vi a la pared del fondo desprenderse del lugar. No fue una falla estructural, en realidad el muro usaba sus castillos como brazos para separarse alevosamente del resto de la finca. Como era de esperarse todo se vino abajo. De vez en cuando aún se escucha entre los escombros al viejo Robert Smith gritar: “Show me, show me, show me how you do that trick”.

El día que ya no pude abrazarte muy fuerte engendramos un teratoma en tu vientre. Tenía dientes chuecos y picados, y la sonrisa al revés, y también tenía pelo, pero muy poco y entrecano. Era horrible. Era benigno pero podría ser maligno. Era yo. “Perdóname, mi amor”, te decía, mientras una doctora me extirpaba en pedazos de tu cuerpo. “Es que estoy algo ocupado cortando el cable del que cuelga el Tío Jay”, sollozaba desesperado, mientras la hábil doctora me jalaba de la cabeza con una aspiradora pequeñita; y yo dándole y dándole a la extensión Trupper naranja de uso rudo muy rudo, tan rudo como el Tío Jay. ¿Cómo aguantó tanto el cable? Y el Tío Jay. ¿Te acuerdas del olor? No el olor a descompuesto ni a meados. Hablo del olor a taller. Olor a herramientas y a grasa, a metal que nadie quiso comprar y también a libros y periódicos que ya nadie quiso leer. El olor a final. A veces me llega ese tufillo cuando dan las tres de la tarde del domingo, cuando veo a mi abuela haciendo memoria, cuando salgo a repartir comida o cuando veo tus polaroids; cuando -todavía- tiro un parlay o divido los dieces -nunca dividas los dieces-. Nunca dobles con catorce si el crupier tiene un as. Y si no, pregúntale al Tío Jay. Pobre de mi tío y pobres de nosotros. ¿Te acuerdas de sus gatos? Pobres de sus gatos, todos esperando, pacientes, viéndolo pendular, atentos a que bajara del madero, pero el Tío Jay ya nunca bajó. Con tu ternura habitual dijiste que sus animales fueron fieles con él hasta su último aliento. Y yo, en mi retorcido peritaje adjudiqué mutua lealtad a esos animales considerando la poca distancia existente entre el suelo y los pies tiesos y colgantes del Tío Jay. Quizá los gatos tendrían una última cena. Pero con ellos sí llegamos a tiempo y pudimos rescatar casi a todos; yo conté unos trece y tú dijiste que eran diecisiete con los que huyeron por el patio trasero. Sin duda eran muchos, casi veinte. Imagínate, cuando partiste en la casa, que sigue siendo tu casa, aunque sea una casa ya abandonada, teníamos nueve menos uno -al que le falló el riñón-. Pero ahora ya son doce. Yo no sé si pueda llegar solo a los diecisiete que tenía el Tío Jay, la verdad.

Dejaste bajo la cama unos tacones de charol, un abono del club y un juego de cacerolas. De vez en cuando se llega a asomar alguna dedicatoria en un libro, un post-it o un boleto del cine o de ticketmaster. Pero todo vuelve a la misma caja llena de calaveras que aún no me atrevo a encerrar en el armario. Tus cuadros siguen intactos en las paredes, me siguen con los ojos. A veces veo ondear la bandera cubana que colgamos en el comedor. Qué felices fuimos allá y en algunos otros lados, pero más allá. En el más allá. Llegamos unas horas después de la gran explosión del Hotel Saratoga y volvimos unas horas antes del gran apagón. Qué suerte siempre tuvimos, menos ahora. “Cuando todo falle nos iremos a Cuba”, nos mentíamos cariñosamente. Siempre pensé que llegado un punto sin retorno podría embarnecer y envejecer vestido de guayabera y bermudas patrullando la calle O’Reilly de las librerías -que es la misma que desemboca en El Floridita- como hacía Hemingway, bebiendo junto a la habanera despampanante que eres y serás, daiquirís de varones repletos del ron de la revolución, y no las mierdas de frutos rojos que sirven en la cantina a la que ya nunca iremos -nunca volví-. Contándote beodo entre rones y sones las mismas historias que ya no conocerás, la de mi padre, muerto ahora, pero que no murió en el temblor del 85 porque en esos días las juventudes comunistas de Fidel lo arroparon y sellaron mi destino y el tuyo también, de alguna manera. Cosa más grande caballero. O la de mi madre, muerta también pero hace no mucho, a la que recuerdo en mi infancia poner el disco eterno de Gloria Estefan con el que le dolía la vida, mientras se fumaba un Marlboro mentolado en el segundo escalón de la casa de los cipreses que nos quitaría el banco. Y sí, al final todo falló, pero no zarpó ningún Granma rumbo a Cuba, ni la humedad hizo lo suyo con tu pelo. Solo el tiempo hará sus estragos con el mío. Solo un abrazo al final en un panteón. Pero si un día vuelves a La Habana Vieja, búscame en los basureros, aunque esto no es una elegía.


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