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Letrinas: Nuestro capitán sueña con ríos azules


Nuestro capitán sueña con ríos azules

Liliana López León
Ilustración: @hectormexia


Con cariño para Arià Clotet y Mr. Flow.

 

He activado la velocidad crucero. La tripulación y yo charlamos sobre cómo todos los niños desean ser astronautas alguna vez, y que según los mensajes que recibimos en el buzón, los adultos también. Durante el tiempo de ocio asignado por Tobby, nuestra amigable Inteligencia Artificial, hemos comido unas frituras de espinaca algo sosas pero que sacian bastante. Durante esta cena aprovechamos para no olvidar que somos humanos. Brindamos con un suero saborizado parecido a la champaña.

La tripulación está conformada por la doctora Gloria Isaac, el médico Julien Mer, los gemelos ingenieros Von y Tan, y nuestro perrito de terapia, Berry. Un corgi tricolor de pelo suave y barriga tibia que nos acompaña. A Tobby le han dicho frecuentemente que tiene el nombre de un perro, y él, que no puede ofenderse, escuchó y su algoritmo solo buscó un equilibrio en el equipo. Por ello, lo bautizó así. Sí una máquina es un perro; un perro puede ser una fruta. Tobby también está programado para recoger algunas funciones de marketing; no es casualidad que Berry sea el nombre de aquel famoso sustituto de alimento: las tabletas que salvaron a varios países durante la última gran sequía.

Estoy yo, Ariandt Clay. Es mi tercera misión como capitán. Recuerdo, mientras chocamos nuestras copas y decimos salud, que también fui un niño que soñaba con volar al espacio. Aunque el mar también me llamaba, el agua sigue en mis deseos. Nuestra nave fue bautizada como Frog 7: nombre elegido por una votación mundial. Entre los nombres posibles había algunos patrocinados por empresas cinematográficas. Sentimos alivio de que ganara una especie casi olvidada de la Tierra; y porque los seguidores como los de la saga Aros Circa se vuelven amantes y odiantes al mismo tiempo. Ser capitán de un Frog, es neutral; es mejor.  

Discutimos si nos conviene hibernar, o disfrutar este año que queda de regreso para aprender algún idioma. Tobby aconseja hibernar, como siempre. Está programado para reducir el consumo. Yo propongo cenar juntos antes de ello y recapitular nuestros últimos ocho años de misión. Una misión exitosa, dice Julien Mer. Entre nuestra lista de tareas estaba recoger el lnituom, algo muy parecido al litio, más limpio y potente. Generará energía más de un siglo, según cálculos de la Dra. Isaac. Ella es Gloria Isaac, cerebro de la misión, y no lo digo solo por la amistad.

Von y Tan, hablan al mismo tiempo. A Gloria le incomodaba eso los primeros tres años, y ahora los observa con ternura. Yo pensaba que Von y Tan podían ser infiltrados de otra compañía energética aeroespacial. Lo creí e incluso lo anoté en mi bitácora personal. Asunto que Tobby leyó y tomó en cuenta para observar sus signos vitales y sus emociones durante varios meses. Los resultados arrojaron que solo eran una chica y un chico muy inquietos. Así supe también que mis pensamientos más privados estaban en el ojo de todo el sistema Tobby.

Julien Mer nos ha revisado: ha analizado nuestra sangre y nos advierte que el lnituom puede ser radioactivo. Nos realiza un análisis y sin decir mucho del diagnóstico, hace que Tobby nos suministre algo que prevendrá el deterioro celular. Mer dice que mi cuerpo tiene una edad biológica menor a la cronológica. Es una broma que le gusta repetir, pues entre tantas hibernaciones; cuando lleguemos a casa festejaremos más años de los que hemos vivido.

—¿Por qué le llamamos hibernar y no estivar a la animación suspendida?

Me da un golpecito en el hombro y me dice:

—Eso. Eso mi querido capitán, no lo sé.

Mer cumplirá 82 años y yo 95. Mi pregunta le deprime: estivar le recuerda que su hija cumple años en verano y será mayor que él cuando regresemos. Pero como casi todos los bromistas, evade con elegancia el tema que él mismo partió.

Ahora vamos a dormir. Hay que desinfectar completamente nuestros trajes de hibernación, porque si hubiera una bacteria ahí dentro sería un embrollo. Para inducir el sueño Tobby nos ha inyectado un sedante con el parche que tiene en su brazo mecánico: una droga que todos los soldados apodan el birthday cake. Los primeros segundos, el efecto es casi imperceptible. Solo sabes que está funcionando, cuando el suelo, la cama, y el propio cuerpo tienen la textura de un bizcocho cuya masa tuvo buen aire. La sensación mejora cuando tienes en la nariz el aroma dulce de un betún fresco, a chocolate fino con fresas.

Al pobre Berry no se la podemos poner, por eso lo cuidamos hasta que duerme de verdad, como él cuida de nosotros. Lo ayudamos, acariciándolo, pues se desespera mucho en la cámara de animación suspendida. Ahí estamos, pasándole las manos. Parecemos niños que nunca han tenido una mascota y de repente se encuentran una por la calle. Los perros no comprenden este proceso. Eso sí: cuando despiertan suelen ser los primeros en ponerse de buen humor. Para despertar, yo necesito al menos una hora, suero volcán y algunos suplementos alimenticios que calcula Tobby al analizarme.

Con el birthday cake te recuestas, y puedes escuchar cada parte de tus músculos relajarse. Aquí es cuando escuchas la amable voz de Tobby, indicándote cómo respirar. De repente, el año que perderás, no te preocupa mucho. La cápsula se siente como un capullo al que siempre perteneciste, del que nacerás de nuevo.

Si mientras dormimos algo saliera mal, hay otra droga que los soldados llaman el coffee crack. Odio ese nombre, sobre todo por su precisión. Esta droga nos la pone Tobby en caso de emergencias. Sirve para despertarte de la hibernación si él mismo no puede manejar un problema. Solo me la han puesto una vez durante el entrenamiento, y de estar, prácticamente en coma, despiertas alerta y listo para utilizar cualquier arma o herramienta. A mí me pidieron que realizara un aterrizaje forzoso en un simulador, y la verdad no parecía que el ejercicio fuera falso. Solo reaccionas y puedes concentrarte como un poseído, no sientes miedo. El efecto de esa droga pasa, y el cuerpo queda, digamos, con una resaca de fiesta de cumpleaños multiplicada por cien. Para aliviar eso hay otras drogas, aunque la sensación nunca se olvida.

Ya puedo oler mi birthday cake. Todo es suave, mi traje es ahora terciopelo. Me duermo y sueño. En el sueño hay un río. En verdad nunca he visto uno. Bueno, en mi curso de Historia me gustaban los videos de ríos y mares que eran muy azules. Mis compañeros de la escuela decían que eso no era posible. Yo siempre pensé que fueran verdaderos o falsos, eran muy bellos. Nuestra profesora mencionó haber visto uno cuando era pequeña, y que en la antigüedad las personas hacían vida alrededor de ellos. Recuerdo el diagrama con el que explicaban por qué el agua se veía azul. Mi cerebro está recuperando esa imagen para llevarme, supongo, a un sueño relacionado con la naturaleza.

Quizá Tobby me programó algo de su repertorio; a veces se pone creativo. Veo a una mujer desnuda que medita. A su alrededor bailan unos niños y unos ancianos cantan. Ella está sentada sobre el suelo de tierra, y me dejo llevar por su canto que es como un mmm continuo. El sonido del río es un cri hipnotizante. Quien diseñó este contenido binaural merece una donación a su academia de artes. Te digo, seguro lo pusieron a propósito para que a mi regreso les dé una beca. No sería la primera vez.

Ahora, una mujer de pelo plata se posa frente a ella y le cubre la cara con las manos. Le pregunta qué ha visto, con voz amorosa y firme. Ella abre los ojos con lentitud y exhala un aire que parece retenido desde hace horas. Dice que ha visto a un hombre acostado sobre una burbuja.

—¿Qué más?

—El hombre está en un sitio que no comprendo, donde muchas cosas son del color de la nieve. A su lado, otras personas duermen también sobre burbujas que no se rompen. Además, con ellos va el extraño cachorro de un lobo, también en una burbuja. Duermen y viajan tranquilos en un cielo oscuro.

A pesar de que el birthday cake no me permite sentir miedo, estoy entrenado para identificar algo inquietante. Si planearon esto como una broma, habrá consecuencias: cualquier militar lo sabe. Es peligroso hacer este tipo de bromas, porque la meta narrativa y la auto ficción pueden volver loco hasta al más sensato. He sabido de militares que, aunque distinguían el sueño de la realidad, se quedaron con dudas. Quizá Tobby pueda identificar mis signos, no sé cuánto tiempo real ha transcurrido. La mujer sigue hablando de mi traje:

—Nunca he visto ropas así.

—Explora hija, el significado de tu visión. Parece poderosa.

—No lo sé.

—Entonces, con el tiempo lo sabrás.

Despierto. Tobby me ha puesto un cuarto de dosis de coffee crack en los pies con la aguja parche. Me levanto de prisa.

—Ariandt, durante los tres meses que has dormido, la nave ha sufrido unos desperfectos. Requiero tu autorización para despertar al menos a uno de los gemelos.

Le pido que no lo haga. A causa de la droga, tengo energía en el cuerpo que puedo aprovechar. Además, según la clave del diagnóstico, es una reparación sencilla. Cuando pequeños asteroides logran colarse en algún compartimento, rasgan la superficie. En principio son inofensivos, pero si esto continúa durante algunas semanas pueden estropear todo. Se reparan desde adentro con una G5630, una herramienta que parece una pequeña barredora que se maneja con un control y un monitor externo.

Mientras me dedico a la nave, le pregunto a Tobby si ha detectado mi preocupación por el tema del sueño. 

—No. Capitán, ¿quieres hablar de ello?

Me conoce, hemos compartido otras misiones. Posee más datos míos que de los otros. Sabe que deseo contárselo. Le hablo de la mujer desnuda y de la descripción precisa que dio sobre nuestra nave y tripulación.

—Encuentro eso muy peculiar e interesante: según el código IV del inciso A de Publicidad y Contenidos Artísticos, no es posible insertar temas que se relacionen de ningún modo con la realidad del usuario. Ariandt, ¿quieres que lo reporte? Te pondré algo más fuerte para que puedas calmarte, ¿quieres que despierte a Berry?

—No, no, estoy bien. Es que nunca me había pasado.

Necesito algunas horas para volver a dormir. Hago un poco de tenis con un holograma entusiasta que me regaló mi ex esposa. Es un buen ejercicio, pero preferiría tener el simulador de surf. Ya sé: eso voy a regalarme en mi próximo cumpleaños terrestre. Sigo jugando, y llama mi atención que, de todas las animaciones suspendidas que hemos realizado en esta misión, Tobby no me había despertado nunca. No alcanza a preocuparme, pero sigue siendo curioso.

—Voy a proporcionarte unos nutrientes y sedantes para que vuelvas a tu cápsula, ¿estás de acuerdo?

Me recuesto. Siento la mente ligera, como si mi cabeza no pesara, creo que esto no es un birthday cake. Tobby me confiesa que ahora que estoy más relajado, ha calculado que es mejor compartirme una información, y me pide permiso para ello. Me río, no puedo contener mi carcajada. Cierro los ojos, y entre balbuceos lo animo a que hable.

—Ariandt, he revisado en tu panel de control onírico y no ha sido instalada ninguna historia artificial en los últimos seis meses.

No lo culpo, alguien lo programó para que fuera sobreprotector. En general, el diseño de historias oníricas implanta contenidos productivos o historias artificiales parecidas al entretenimiento cinematográfico. Mi sueño es natural. Algunos todavía tenemos el privilegio de soñar con el subconsciente. Sé que lo recomiendan para la salud cerebral. No puedo preocuparme, solo quiero sentir algo. No resisto más y duermo. Veo a la mujer, ya no está desnuda. Bueno, casi lo está. Solo que ahora porta unos collares y una corona de flores rosas. Es de noche y le han pintado la cara y el cuerpo con signos que no comprendo. Por el tamaño de su vientre, veo que un bebé nacerá pronto. La última vez que vi a una mujer en ese estado fue hace más de cuarenta años. Ella respira profundo y vuelve a deleitarme con su canto de mmm.  Le están dando a beber algo. Ella se asusta de nuevo y en medio del ritual llama a la mujer mayor:

—Madre, puedo ver de nuevo al hombre recostado en la burbuja. Él puede verme, no puede hablar. Algo lo mantiene en un sueño muy profundo, quiere asustarse, no lo logra.

—¿Qué está pasando? Tobby, investiga qué están induciendo los patrocinadores, por favor.

No puedo moverme, ni hablar, es verdad. A la mujer le preguntan si puede ver mi rostro:

—Es un hombre blanco, su ropa es abultada y le cubre todo el cuerpo. Su cabello es muy corto. Sus manos son grandes y suaves. Creo que este hombre no ha sido tocado por el sol en mucho tiempo.

—Oma Azul, hija. Parece que Pequeño Árbol está por nacer y te quiere decir algo.

—No sé. Se siente muy real. No parece venir de mí, ni de Pequeño Árbol. Siento el dolor y el miedo que este hombre no puede sentir con su piel.

La mujer llora. No logro ver más, porque Tobby nos despierta con un coffee crack a todos. Ahora es una dosis completa. Debe ser algo grave, pero estamos listos. Los gemelos han hecho unas piruetas cerca de mí. La Dra. Isaac ya se encuentra en su sitio leyendo los parámetros. Julien Mer no despierta, Tobby se encargará, nosotros ahora mismo no podemos. En automático, pido que hagan una valoración en voz alta del cero al diez. Todos han dicho tres al unísono. La cosa no pinta bien. El diagnóstico: un escudo y cuatro motores desaparecidos. Así, sin más, no están.

Quedan cinco meses para llegar a casa. La Frog 7 no resistirá. Gloria me informa que Julien se ha esfumado. Le digo que no puede ser, y pido a Tobby que lo busque. ¡No despierten a Berry! No necesita ver este momento. Ahora activo el protocolo de emergencias. Según Tobby, un compresor también se ha ido. Observamos juntos el mapa activo de la nave, y vemos que desaparecen ante nuestros ojos, los talleres de reparación y el área de ingeniería. Las pantallas son lo único que ilumina la cabina. Ordeno a Tobby que active nuestros trajes de exploración y que ponga a Berry en una cápsula móvil de rescate.

Sé que no hay mucho que podamos hacer, pero sigo el protocolo. Si los trajes nos conceden ocho horas, una nave de rescate podría recogernos y revivir nuestros cuerpos si no hay daño neuronal. Ahora los trajes se activan. El casco automático se sella y enseguida se empaña con nuestro aliento. Luchamos por conservar la vida y la misión. Conservo mi posición de capitán, hablándoles con autoridad como si eso sirviera de algo:

—Dra. Isaac, ¿diagnóstico? 

—¡Pareciera que caímos en un hoyo negro! Pero al mismo tiempo no…

Gloria desaparece ante nuestros ojos. Entro en pánico, no distingo entre mi adrenalina natural y la reacción aumentada del coffee crack. La nave atraviesa más turbulencia. Los gemelos me miran como dos niños perdidos:

—Capitán, ¿vamos a morir?

Von y Tan, tomados de las manos, desaparecen antes de que pueda contestarles algo. He quedado solo en la cabina de mando. Una de las alarmas de emergencia cede. Solo hay silencio. Siento el latir de mi corazón. El suelo a mis pies desaparece. El traje y yo flotamos en la nada.

—Tobby, ¿sigues ahí? Mi muerte es inminente, solo intenta enviar nuestra caja negra a la central.

Suena débil y una interferencia distorsiona su confirmación.

—Tobby, ¿qué ha sucedido? No identifiqué la amenaza.

—No la hay.

—Tobby, ¡estás desconfigurado! Vuelve en ti. Es una orden.

—No ha ocurrido nada. Estás cansado, mi capitán. Vuelve a dormir. Te espera un gran día.

Cierro los ojos. Veo el río azul. El andar de su agua es música. Cerca, alguien ha hecho fuego con madera. Sudor, sangre y lágrimas de alegría: nace Pequeño Árbol. Llora con buenos pulmones y lo acercan al pecho de Oma Azul, que ha dejado de soñarme.




Liliana López León (Mexicali, 1984). Es una escritora bajacaliforniana de narrativa y poesía radicada en Barcelona. Es doctora en Medios, Comunicación y Cultura por la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha publicado en la revista Pez Banana, en la Revista Espejo Humeante y en la Revista Sputnik ha colaborado con Un camiseta de los Coquette para GabiUn año sin la Carrà y fue entrevistada por Antonio León . Forma parte de la antología Letrinas del Cosmódromo (Agujero de Gusano, 2022). Ha publicado poemas en El Septentrión y en Especulativas. Obtuvo el Premio Estatal de Literatura 2022 de Baja California en la categoría Poesía con el libro Este vientre es un conejo de carbón (2023).

 

liliana.lopez.leon@gmail.com

https://twitter.com/KittyLily1Q84

IG: @kittylily1984



Letrinas: «Secretos familiares»



Secretos familiares

Mónica Blumen



SI VOLVIERA A COMENZAR, NO CAMBIARÍA NADA. Es un pensamiento constante cada que abro los ojos. Es mi mantra. «No cambiaría nada. No cambiaría nada». Hasta que me penetra el mal aliento de Cecilia. Su cabello cano, cada vez más delgado. Sus entradas, cada vez más notorias. Sus dientes más viles con el paso de los años. Antes de casarnos le advertí que comer tanta azúcar es una pésima idea. Lleva treinta y seis años con estos hábitos. Lo sorprendente es que siga viva. Es delgada. Sí. Pero su piel es como un envoltorio flácido de su esqueleto. Tener sexo ya es solo un método de supervivencia, no es placer. No para mí. Esta es la promesa del matrimonio, es la agonía en vida, «juntos hasta que la muerte nos separe». De cualquier forma estoy agradecido por lo que hemos vivido. No me arrepiento de nada. No me arrepiento de mi vida. Nunca lo haré. No hay errores. Hay vida.

He tenido sueños húmedos los últimos días. Procuro despertarme y levantarme para que Cecilia no se dé cuenta. Es vergonzoso para mí quitarle la mano cuando quiere tocarme por la mañana. Y dar explicaciones. No hay nada que me haga sentir tan enojado como tener que dar explicaciones. Prefiero evitarlo. Así que vengo a mi baño. Observo revistas. Fantaseo con una chica intentando escapar de mí. Una chica llena de miedo, por mi amenazante virilidad. Me gusta observarme en el espejo. Necesito la soledad a momentos durante el día. Sé que los sesenta y siete, me sientan muy bien. Soy un hombre atractivo y no tengo problema en reconocerlo. Soy pulcro. Eso le gusta a las mujeres. No soy lo suficientemente delgado, pero un hombre sin panza es como un cielo sin estrellas. Esa frase era épica de mi padre. La llevo presente. Tampoco soy tan alto, pero nunca ha hecho falta. Tengo el cabello cano, pero no con la misma blancura que el de Cecilia. Mi cabello es uniforme y de manera sutil pareciera estar contaminado de color bronce. Mi ceja es casi imperceptible. Mis lentes sin aro, con tintura azul, me dan más carácter.

Soy un hombre exitoso. Da igual mi apariencia. Me respalda el dinero. Nada más poderoso que eso.

Hoy es viernes. Día de fiesta de disfraces. Dentro de poco llegarán mis empleados. El DJ. El sonido. Las bebidas. La mesa con bocadillos. Los disfrazados. No recordaba que debo ir por mi disfraz. Las sustancias. Estas fiestas son una locura. Tantos adolescentes juntos. Me siento el padre de todos. En mis tiempos no había fiestas así. Estábamos en casa, escuchando vinilos, bebiendo ron, platicábamos de responsabilidades. El carro nuevo. Los niños. Las esposas. El jefe. La casa. Esas pláticas no se parecen a las de hoy.

Cada vez viene más gente. Cada vez entra más dinero. Cada vez invierto en más producción. Qué bueno soy para los negocios.

Hoy no estará Mariel para ayudarme a cobrar en la entrada. Desde que le dieron el anillo la veo menos. Se la pasa con Luis. Tiene tres fines de semana que no los veo. Ya casi no duerme aquí. Me gusta que esté Mariel, porque se queda todo el tiempo en la entrada. Como una gárgola. No hay poder humano que le haga moverse de ahí. También es buena para manejar el dinero.

A Pamela no la puedo hacer que cobre. Ella es distinta. Un ratón de biblioteca. Me gusta que sea así. Es una preocupación menos. Suelo regalarle libros que no sé de qué tratan. Ya tuve que ponerle otro cuarto para ella sola. Una biblioteca. Me siento orgulloso. Hasta cierto punto me alegra que no haya heredado esta sangre sucia.

Fernanda tiene prohibido venir a las fiestas. También ir a fiestas. Tiene quince. Y está prohibido. Está estrictamente prohibido que esté en este tipo de ambiente. Su mamá y yo queremos evitarle un futuro difícil. Un embarazo. Alguna sobredosis. Problemas. No es difícil darse cuenta del temperamento de los hijos. Tiene potencial de ser intrépida. Sé muy bien, que en el primer momento que pruebe el alcohol y sienta el revoloteo mental, su vida será otra. No entiendo lo que la genética hizo con ella, empezando por su cuerpo. Es un cuerpo irresistible. Es voluptuosa. Muy desarrollada para su edad. Un escote y todos corren peligro. Debo estirar lo más que pueda el tiempo para que ella permanezca en esta mansión. No tiene idea de lo que los hombres deseamos hacer con las mujeres. Será difícil privarla de esa naturaleza, pero trataré de frenarlo lo más que pueda.

Compré flores nuevas para decorar el jardín. Las personas pagan por la experiencia. Mi mansión es lujosa. Bonita. Llena de luz cálida en todo el exterior. Un sueño en el atardecer. La alberca es grande y desnivelada. Limpia. Todo es funcional. Pero aun así, si no hay una buena experiencia, la gente cree que pierde su dinero. Pagar la entrada a una fiesta donde hay todo, es una buena oportunidad para quedarse hasta el amanecer. Después ellos invitan a más gente. Y esa gente, a más gente. Y así es como mi mansión se ha convertido en un lugar de fiestas cada fin de semana. Ese es mi objetivo. A decir verdad, es mi secreto. Divertir a tantas almas en un espacio así. Hacerlos sentirse fuera de sí. De ensueño. Recibir dinero. Llenarme de placer. Me hubieran gustado este tipo de fiestas en mi juventud.

Tocan a la puerta, debe ser el sonido.

—Buenas tardes. ¿Aquí vive el Señor Antonio? —me pregunta una chica de unos veinticinco—.

—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

—Vengo a traerle el éter.

Volteo hacia todos lados a ver si alguien la escuchó. Salgo y la tomo por el brazo de manera abrupta. La llevo conmigo a un lado de la puerta principal.

—Señorita, ¿quién la envió? Saben que no pueden mandarme este tipo de productos así, sin avisar. Podría ser peligroso.

—Entiendo Señor Antonio. José me envió porque tuvo un viaje de emergencia y no quería quedarle mal. Yo solo podía hacerle el favor a esta hora.

Le pido un minuto. Que espere en este mismo lugar. En el punto ciego de la puerta. Debo subir por el dinero y esconder esto en mi oficina. En el pasillo viene Cecilia, como lo imaginé. Va a empezar a hacer preguntas.

—¿Amor, alguien tocó a la puerta?

—Sí, pero ya lo atendí. No es necesario que salgas. Mejor prepárame un té, hace hambre. Ya te alcanzo —le digo sin dejar de caminar—.

Escondo el éter en mi oficina. Tomo el efectivo. Voy sin hacer ruido con la misionera. Le pago y le pido que se vaya por toda la orilla del barandal. Yo distraigo a Cecilia en la cocina mientras me prepara el té. ¿Cómo se le ocurre a José enviarme a una mujer sin avisar? Necesita una advertencia de mi parte. No puede volver a pasar esto. Esa niña me vio la cara. Tiene huellas dactilares mías en su brazo. No me puedo arriesgar a nada. Absolutamente a nada.

—¿Quién era?

—Se equivocaron.

—Nadie se equivoca yendo a una mansión. Por cierto, Fernanda no quiere que vayamos hoy al hotel. Me dijo que ya está aburrida de ir a ver películas y comer pizza cada fin de semana conmigo.

—¿Y qué vas a hacer? Vete con ella a algún lado. Hoy espero una mayor cantidad de jóvenes para la fiesta. Ha ido subiendo la cantidad de gente las últimas tres semanas.

—No sé amor. No es necesario que hagas fiestas.

—No voy a dejar de hacer fiestas, Cecilia. Este es mi negocio de retiro. No voy a discutir de nuevo esto contigo.

—No necesitas el dinero. Intenta tú convencer a Fernanda. Yo nunca puedo negociar con ella.

Toco a la puerta. Fernanda está, como siempre, recostada en su cama. En calzones. Una blusa de licra de tirantes, y su laptop encima de las piernas. Escucha música con audífonos.

—¿Qué haces? —le pregunto mientras me siento junto a ella—.

—Hola papi. Estoy viendo tutoriales de maquillaje. Hoy no tengo clases.

—Muy bien. ¿Y ya sabes qué películas vas a ver hoy con tu mamá?

—No quiero ir a ver películas otra vez. ¿Por qué no puedo quedarme aquí? Te prometo que no voy a bajar.

—No es ambiente para ti. Reservaron el lugar para una fiesta de disfraces. Te vas a asustar con los que van a venir disfrazados de monstruos.

—No voy a ir hoy con mi mamá. No soy una niña chiquita. Aparte siempre se queda dormida y está bien aburrido. Vivo en una mansión. Tú has tu fiesta, no me importa —dice mientras se vuelve a poner los audífonos—.

Tocan a la puerta. Esta vez sí debe ser el sonido. Bajo y Cecilia ya los atiende. Veo que también están limpiando la piscina. Y llegaron a darle mantenimiento al jardín.

—Fernanda no quiere ir hoy.

—Te lo dije.

—Quédate con ella. Pero vas a cuidarla. No quiero que bajen durante la fiesta.

—Si amor. Como digas. Yo me encargo.

Comienza a llegar la gente. El DJ ya suena. Las luces están correctamente instaladas. El sonido distribuido de manera estratégica en el área más abierta del jardín. Las luces cálidas generan confianza. Las flores refrescan los rincones. La mesa de bebidas y bocadillos es de extensión doble en comparación a la fiesta pasada. Tengo personal suficiente este día. El cuarto oscuro está listo. Guardé un maletín con suficientes herramientas ahí. La vez pasada me quedé con ganas de explorar más cosas. Estratégicamente, están los baños enseguida. Ya se encargan del cover en la entrada. Creo que todo está por comenzar. Hoy será una buena noche. Han llegado algunas personas disfrazadas de los ochenta. Típico. También de piratas. Nada nuevo. Nunca se sabe. Me gusta que la noche me sorprenda. El DJ abre con un remix de «Lugares comunes» de Virus, los argentinos del rock elegante en los ochenta. Seguro se inspiró en los disfraces.

Voy por el disfraz a mi oficina. Nadie lo ha visto. Nadie debe saber quién soy. Antes de vestirme voy con Fernanda. No está en su cuarto. Luego voy con Cecilia. Veo que están las dos. Recargadas sobre la cama. Juegan cartas.

—Diviértanse —les digo con una sonrisa y cierro la puerta—.

Me dirijo a mi oficina. Me pongo el disfraz. Soy Scream. Sencillo. Rápido de poner y de quitar. No tan vistoso. Lo importante es mantenerme al nivel de los demás. Disfrazado, pero no con un gran disfraz.

Vengo al jardín. Una mujer se está robando las miradas. Huele a néctar. Viste un mini vestido de piel negra y brillosa. Tiene listones negros envueltos en las piernas que se desprenden de los tacones. Un antifaz y una peluca negra que llega hasta la cintura. Lo justo de su disfraz deja ver hasta el más mínimo pliegue de su piel. Es lo suficientemente hermética para imaginarla desnuda. Arrancarle de tajo ese disfraz de dominatrix. Vacío el éter solo cuando decido quién será mi dama de compañía. Ha habido ocasiones en las que no lo utilizo, porque no hay alguna que me encienda las entrañas. Pero hoy será uno de esos días ardientes en el cuarto oscuro. Nada es más emocionante que querer comerte un manjar y tener que tomarte el tiempo para quitarle la envoltura. Ella es la fruta de esta noche. Aquí es cuando voy por dos bebidas. Bastante hielo. Me alejo un poco en dirección hacia los baños. Revuelvo un poco de éter en una. Luego regreso y me acerco sutilmente a ella. Aprovecho que está en la mesa de bebidas.

—Hola. Me gusta tu disfraz —le digo modificando un poco mi voz—.

—Gracias —dice entre risas—.

Parece una joven. Voltea en diferentes direcciones. Parece que busca a alguien. Le extiendo mi mano con la bebida que contiene éter y ella la toma. La consume muy rápido. Casi de dos tragos. Pienso que es novata o que tiene mucha sed. Esto me asusta un poco. El éter le va a generar confusión y sueño en pocos minutos. Debo convencerla de movernos de aquí.

—¿Ya fuiste al cuarto secreto que tienen aquí atrás?

—Ah, sí. Sí lo conozco.

Está mintiendo. Nadie lo conoce. Me sigue el paso y vamos. Entre el andar se detiene algunas veces y se toca la cabeza. Seguro siente un mareo. Es el éter. Yo la tomo por el brazo y seguimos caminando. Entramos al cuarto. La dominatrix empieza a perder el equilibrio. Solloza casi de forma silenciosa. El sueño ha hecho de las suyas. Cierro el cuarto con llave. Escucho el bajo de fondo y el murmullo de la fiesta. Esta es mi parte favorita. Estoy tenso y eso me genera placer. Le intento quitar el vestido. Es demasiado justo. La forma más fácil es subirlo, y ya está. Tengo lubricantes que generan calor al contacto. Tengo también un par de juguetes. No serán necesarios. Está demasiado sedada. Puedo manipularla como plastilina. Así que solo la acuesto boca abajo en la mesa. Y la tomo por la cintura. Y doy todo de mí. Todo lo que tengo en mi ser. Mi ira acumulada. Mi frustración. Me desfogo entre sus piernas y pellizco con ansias su piel blanca y lisa. Sigo siendo un gran hombre a mi edad. Los ríos de sangre corren por mis venas. Por todas mis venas. Y yo me corro en ella hasta estallar. Pierdo fuerza en mis piernas y debo sentarme un momento. Luego dejar todo como estaba. Incluido el vestido de esta mujercita. Mientras tomo asiento alcanzo a ver ligeramente el perfil de su rostro. Se me quiere salir el corazón del pecho. Le quito el antifaz y es Fernanda. Es mi hija.

Le acomodo el vestido de nuevo. La siento. Guardo todo lo que tengo en el maletín y limpio con alcohol mis posibles huellas. Un nudo en la garganta comienza a incomodarme y es necesario llorar. Lleno mi vaso con éter. Lo bebo todo de un solo trago. Si volviera a comenzar lo cambiaría todo. Es lo que pienso mientras siento un frío fulminante correr por mis brazos.



Mónica Blumen (Ciudad Juárez, 1988) Egresada de la Licenciatura en Realización Cinematográfica por el Centro de Artes Audiovisuales (CAAV, 2009-2013). Actualmente, cursa la Licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH, 2022-2026). En el ámbito cinematográfico, se desempeña como directora de cine documental, productora, guionista, fotógrafa y montajista. Fue nominada al Premio Ariel con el cortometraje documental “13,500 Volts” (2016); seleccionada en festivales nacionales e internacionales y ganadora de diversos premios por su obra cinematográfica. En el ámbito literario, Mónica ha participado en la antología de cuentos “Raíces de obsidiana: criaturas mitológicas” y “Poemas pe(r)didos”, antología ganadora en Voces al Sol 2022. Fue asesora y editora en la escritura del guion de largometraje de ficción “La Biblia de Gaspar” (2023). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2014-15.

Letrinas: «Piel»


 Piel

Nicolasa Ruiz Mendoza


Fue el primer día de clases de la preparatoria que la conocí, a Sara. Había llegado ya empezada la clase y se paró bajo el marco de la puerta con su rostro redondo e inocente pidiendo disculpas al maestro para que la dejara entrar. Y mientras estaba ahí de pie con su presencia enigmática, todos la veíamos como si se tratara de una diosa a punto de hacer un milagro esperando que se decidiera por un lugar para sentarse. Se decidió por el pupitre junto al mío. Mi corazón retumbaba con tanta fuerza dentro de mi caja torácica que por un momento pensé que podría delatarme. Cuando al fin se sentó no tuve las agallas de voltear a verla para darle la bienvenida a nuestra ahora exclusiva esquina. Unos días después de convivencia, a la hora de salida me preguntó si fumaba. Fumar siempre me pareció un vicio estúpido. Le dije que no. Entonces nos paramos fuera de una tienda de autoservicio y le pidió a un chico con cara de bobo que le comprara una cajetilla de cigarros y unas cervezas. El chico compró los cigarros y las cervezas pero le pidió su teléfono y luego le entregó su celular para que lo guardara. Yo veía cómo Sara ponía su teléfono real, pero el chico resultó no ser nada bobo y marcó al teléfono para asegurarse de que no le estaba dando uno falso. Yo veía la situación como mera espectadora, sin nada qué aportar. Al final se sonrieron y el chico con cara de bobo se fue sin haber volteado a verme una sola vez. Supongo que lo tenía bien superado, eso de ser invisible.


Aseguró que nadie estaba en su casa antes de las seis de la tarde, así que nos repartimos el seis entre las mochilas de ambas y tomamos el camión. Me cedió el único asiento disponible, ¿qué mensaje ocultaría aquel gesto? Pensé. Ella se fue de pie agarrándose del tubo metálico sobre su cabeza, y yo la veía, seguro con la cara de tonta que se me ponía cuando me disociaba, su piel sudada y brillosa con los cabellos del flequillo pegados a su frente y sus ojos grandes atentos a la calle.


En un punto cruzamos miradas, y la esquivé volteando a ver al chofer que mandaba un mensaje con una mano mientras manejaba con la otra. Sentí pánico. Regresé la mirada, y ahora ella me veía con una sonrisita que hasta la fecha no logro descifrar del todo. Acostadas en su cama en medio de moronas de papitas que me picaban la piel y sándwiches mordisqueados, veíamos “Tetsuo; The Iron Man” la escena en la que el chico persigue a su novia con su pene en forma de taladro y me imaginé yo como el chico y a Sara como la chica corriendo y gritando. Dejé salir una risita perversa. Ella también se rio y voltee a verla. Sus labios rosas brillaban con residuos de saliva y cerveza, quise besarla. Pero todo esto parecía solo una fantasía lejana cuando empezó a rozar su dedo índice sobre mi brazo y al ver la piel erizada sonrió con esa sonrisa suya que me desarmaba. Se acercó y yo me dejé llevar por el ritmo suave y lento de su boca.


El aire caliente que salía por sus fosas nasales era un indicador de que esto que tanto había deseado estaba sucediendo en verdad y no en una de mis tantas disociaciones y fantasías. Con mucha delicadeza me fue quitando la camisa escolar y pasó su lengua por mis pezones endurecidos. Así fue bajando hasta mi entrepierna y yo sentía cómo ese líquido caliente y pegajoso iba mojando mi calzón de florecitas amarillas escurriendo por mi muslo. En otro movimiento no tan delicado solo hizo el calzón a un lado y me retorcí mientras sentía su lengua tibia sobre mi sexo hinchado. Una fuerza superior a mí me obligaba a poner mis ojos en blanco y gemir y gemir, pero no como en las pornos sino algo así como un llanto ahogado, algo que duele y gusta a la vez.


Nunca había sentido todas esas cosas y ella me lanzaba una mirada salvaje con sus ojos grandes desde mi entrepierna haciendo geometría con su lengua que escurría saliva y ese líquido pegajoso y transparente. Desnudas sobre sus sábanas aún llenas de papitas picándome el culo, su celular vibró junto a ella con un mensaje y cuando lo terminó de leer dejo salir esa sonrisita maquiavélica que me provocó un espasmo en el estómago tan abrupto que tuve que poner mi mano sobre mi pecho.


De pronto la desnudez se me volvía pesada, no quería seguir con mi sexo expuesto sobre sus sábanas con moronas de comida chatarra. Me disponía a quitarme una papita clavada en la nalga cuando su mamá, una mujer bajita y amargada abrió la puerta de golpe haciéndonos brincar de la cama tapándonos la desnudez con las manos. La mujer pegó un grito y cerró la puerta. Sara y yo nos vestimos en cuestión de segundos. Al salir de su habitación, su madre estaba sentada en el comedor fumando un cigarrillo que casi se acabó de dos caladas. Hice un gesto de querer despedirme pero Sara me paró en seco, me dijo que nos veíamos en la escuela. Tomé el autobús de regreso, el rostro pulsando de tanto sonreír. Al día siguiente Sara no fue a clases ni el resto de la semana, tampoco contestaba mis mensajes ni llamadas. Ese nivel de ansiedad solo lo había sentido la primera vez que mi padre pasó por mí a casa después del divorcio. El maestro informó a la clase que Sara ya no vendría más a la escuela. Una sensación de vértigo, como cuando te despiertas en medio de un sueño en el que caes.


Durante el trayecto en autobús a casa sonaban en la radio las estrofas de esa canción: Notice me, take my hand, why are we, strangers when, our love is strong?”. Una patada invisible al estómago, otra a la cabeza y cuando la canción terminó yo berreaba como un niño en medio de gente sofocada por ese calor seco que te hace pensar en las llamas del infierno y el aire acondicionado que no daba para más. Una señora sentada enfrente con demasiado rímel y delineador negro me dijo en su voz ronca: “Eso niña, sácalo todo para que se aclare esa cabecita hermosa”.  Y mientras me limpiaba las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano, el autobús se detuvo frente al semáforo en rojo. Miré a la calle y ahí estaba, Sara en su uniforme nuevo con el cara de bobo. Cruzamos miradas una vez más y su sonrisa se borró por completo, tomó a cara de bobo de la mano y se alejaron caminando. Como si yo fuera un fantasma que se negaba a aceptar haber visto. Como si fuera invisible.





Nicolasa Ruiz Mendoza (1991) es una cineasta, guionista y productora mexicana. Estudió Medios Audiovisuales en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Su tema principal como artista es su relación con Mexicali, una ciudad fronteriza desértica en el noroeste de México. En 2014 ganó una beca para realizar un programa de intercambio con la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) para estudiar en su escuela de cine durante un semestre en Bogotá. Sus primeros cortometrajes, JR (2019) y Obāchan (2020) ganaron fondos federales para producciones como PECDA e IMCINE. Su proyecto Lo Raro, fue seleccionado en la categoría Contenido Episódico del Gabriel Figueroa Film Fund dentro del Festival Internacional de Cine de Los Cabos 2019, ganando el premio al mejor proyecto en desarrollo por la agencia Art Kingdom, y en 2020 ganó el premio al mejor guion en el Festival de Cine ANIMASIVO. También participó en CATAPULTA, FICUNAM 2021, IFAL 2021, VENTANA SUR Punto Género 2022 y THE WRITE RETREAT 2023. Guion Guadalajara Talents (2022), ganador del premio Cine Qua Non Lab para revisión de líneas argumentales 2023. En 2022 produjo el largometraje de Omar Rodríguez López “Luna rosa” ahora en postproducción. Recibió el Fondo de Desarrollo IBERMEDIA a finales de 2023 para escribir el guion de su primer largometraje de ficción, Lo Raro.


Sputnik Fanzine #05 para leer y descargar


Celebramos 13 años del Ummagumma Alt Rock Pub, la casa de la contracultura en Aguascalientes con una edición monstruosa de nuestro fanzine. 

Las letras de Antonio León plasmadas en el 'Cuaderno de Courtney Love', los trazos de Oliver Nevarez aka El Queso Prohibido, Barajas: el documental, La ciudad de los suicidas by Los Yonkis y muchas luces calientes por doquier.


Letrinas: El Desahucio




El Desahucio

Sergio Madrazo Langle

 


Cuando dejé el puesto que tenía en un bufete bastante prestigiado, fue para iniciar la aventura de ser mi propio jefe. No imaginé que el primer asunto que, por azares del destino, entraría al «despacho», como llamaba pomposamente a mi diminuta oficina, tendría que ver con un desahucio, esa palabra que siempre me había sonado a hospital, a dolor, a desesperanza. Desahucio: cuando te la dicen, sabes que te vas a morir, que ya, es todo, adiós, ojalá te hayas divertido. Yamamoto, amigo, no hay más.

Ese día me desperté muy temprano. Con mi mejor traje, camisa blanca, corbata y zapatos recién boleados, pasé con puntualidad a las 6:30 de la mañana por El Actuario, aquel funcionario que daría fe y legalidad de lo que estaba a punto de hacer: desalojar a la familia que habitaba el departamento propiedad de mi cliente porque le debían más de un año de rentas. Estaba nervioso: nunca había sacado a nadie de su hogar, prefería otro tipo de juicios, pero cuando empiezas lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Comenzaba mal la cosa. A las 7:21 de la mañana, me descubrí parado frente a uno de esos edificios de tabiques rojos y paredes grises, manufacturado a principio de los años setenta bajo la consigna de un supuesto empoderamiento de la clase trabajadora. Ni madres: ahora, cuando los ves, todo te queda claro: son los custodios de familias de clase media venidas a menos, desesperadas por mantener un vestigio de dignidad que las interminables crisis de este pinche país infernal les han arrebatado. El número resaltaba junto al portón de la entrada. Revisé la dirección por quinta vez: Cuauhtémoc 357, interior 602.

A mi derecha, El Actuario, con su traje café y camisa color crema, corbata y zapatos que habían visto sus mejores tiempos hacía años, quizá décadas, preparaba su acreditación como funcionario del juzgado y los documentos que debía notificar. Un actuario, para quien no lo sepa, es el achichincle del juez, te acompaña y da fe de los hechos. Me miró con ojos caídos, negros como dos diminutas entradas a la desesperanza; las arrugas alrededor de la boca adornaban unos labios resecos que apestaban a alquitrán y alcohol de la noche anterior; una nariz mediana, de la que asomaban pelos negros, dividía un rostro triste, asimétrico, de piel grisácea.

―Listos, abogado ―su voz, profunda y melodiosa, desentonaba con todo su aspecto y dejaba ver su origen y educación.

Pinche wey asqueroso, vil criado del juez. Además de nosotros, había siete cargadores que ya había contratado y con quienes me quedé de ver ahí, en la entrada del domicilio. Era un grupo curioso, liderado por El 17 uñas, sobrenombre que, más que apodo, describía el deplorable estado en que se encontraba: de su mano derecha, los dedos pulgar, índice y cordial habían desaparecido, en su lugar había quedado una capa de fina piel que unía su muñón al anular y meñique a modo de mano de extraterrestre protagonista de una película de El Santo. Los rumores decían que, de niño, le había explotado una paloma, pero él alardeaba haberlos perdido de un machetazo al participar en el desalojo de una vecindad en el centro de la ciudad. ¿Cuál habría sido la verdadera historia? ¿Dónde habrían quedado esos dedos? ¿Los habría recogido él mismo o tal vez alguien que lo acompañaba ese día? ¿Fueron el alimento de algún perro callejero? ¿El juguete podrido de algún niño de la calle? La verdad sólo se guarda en esa novela llamada recuerdo que nuestro lisiado conservaba con recelo.

Sin importar que al lado estuvieran los timbres de cada departamento, di dos golpes con los nudillos al portón.

―El portero es el único que abre el edificio.

Claro que no era cierto, pero mentir siempre se me había dado bien. Yo en ese momento pensaba que era un requisito indispensable para ser abogado, qué equivocado estaba: es un requisito para ser feliz y mantener una precaria armonía en esta vida.

El principal problema para entrar y chingarte a alguien es justamente eso, entrar. Siempre que hay un velador en el edificio, te pones de acuerdo, un par de días antes, para que te dé acceso. Yo dos días atrás me había presentado en el inmueble y me las arreglé para hablar con el portero. Tras intercambiar frases sin importancia, fui directo a la cuestión: le ofrecí lo que hoy equivaldría a 500 pesos para que el jueves me abriera a una hora determinada, sin hacer preguntas, y dejara pasar a las personas con las que acudiría. Tras un breve escarceo, accedió al equivalente a 850 pesos actuales.

Cuánta razón tenía Fouché: «todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es». Aquí en México esta frase, hasta el día de hoy, sigue labrada en el espíritu de sus ciudadanos, casi tanto como la creencia de que algún día pasaremos al quinto partido en un mundial.


La cara redonda y roja de nuestro sobornable personaje apareció tras un instante, me sonrió y, sin mediar palabra, con mirada cómplice y dándose aires de importancia, nos dejó entrar. Di un paso decidido y tras de mí siguieron El Actuario, los 7 cargadores y El 17 uñas. Uno de los puntos más complicados del proceso estaba superado. Al cruzar el zaguán, subimos por unas escaleras más amplias de lo que se podía esperar; estaban tan mal iluminadas que más bien parecían un túnel que conducía hacia ninguna parte; me dio la impresión de que auguraban el destino que le esperaba a los que, por una u otra circunstancia, se veían en la necesidad de utilizarla. Los escalones eran de mármol viejo, cuarteado y roto, de un color que en su momento debió de ser blanco; el barandal de herrería, pintado de negro igual que el portón, se descarapelaba aquí y allá como esta pinche ciudad, como este pinche país.

Llegamos al segundo piso y giré a la derecha: en cada planta había tres departamentos, sus puertas de madera lucían viejas pero limpias; en el centro, números dorados las identificaban. El pasillo olía a cloro, olía a tristeza. Me coloqué frente al 602 y respiré hondo antes de tocar el timbre dos veces. No estoy seguro, pero creo que escuché a un perro ladrar del otro lado de la puerta. Pensé que, de ser así, se nos iba a complicar más el asunto. ¿Y si nos atacaba? ¿Qué tal que sospechaba que estaba a punto de irse a la calle como muchos otros de su especie? Me obligué a no pensar. Apiñados en el rellano detrás de mí, el concurrido contingente aguardaba en silencio: había llegado el momento. Se escucharon unos pasos lentos que se dirigían a la puerta.

―¿Quién es? ―había duda en la voz del otro lado de la puerta.

―Soy el mensajero de la compañía de telégrafos.

«Y vengo a chingarte tu casa», quise agregar, pero me contuve. Clavé la mirada directamente sobre el rostro de El Actuario pero él ni se movió. El 17 uñas estaba más que listo, pude notarlo.

―Vengo a dejarle un documento ―proseguí.

Me dijo que lo metiera por debajo de la puerta. Yo estaba preparado para esa respuesta: le aclaré que debía firmar de recibido y entonces contestó que apenas eran las siete de la mañana. «Hoy empecé temprano, señor ―insistí―, es cumpleaños de mi hijo y quiero llegar a la hora del pastel».

Unos segundos después, se escuchó el sonido de la cadena deslizándose, seguido de dos giros del seguro. Volví a pensar en los ladridos que creí haber escuchado, ¿qué íbamos a hacer si tenían un perro? Seguramente los iba a proteger a ellos, claro: eran su familia. No pude seguir pensando porque en ese momento la puerta comenzó a abrirse y le pegué un empujón «¡Entren, cabrones!». El 17 uñas y su grupo me siguieron, y vaya que me siguieron: pasaron por encima de mí, me atropellaron y salí volando para caer justo encima de un hombre de 67 años. Ahí quedamos los dos, aplastados como cucarachas.

Me levanté lo más rápido que pude y vi que El Actuario, como vil funcionario, cobarde y miserable, era el último en entrar. Identificación en mano, dirigiéndose a nadie, comenzó a explicar el motivo de la diligencia.

―El juez decimoctavo de lo civil de la Ciudad de México ordena la entrega y por tanto desocupación del inmueble de forma inmediata…

Justo a la izquierda de la puerta de entrada, estaba la cocina: sus paredes tapizadas de losetas blancas y azules abrazaban una barra abierta de granito en la cual descubrí un plato con gelatina rojo sangre, de esa que le dan a los enfermos en los hospitales. En ese momento, la cara de mi maestra de tercero de primaria llenó por un segundo toda la escena, mirándome fijamente con sus ojos color miel, de los que sigo secretamente enamorado, explicándome que la gelatina está hecha de colágeno que extraen del cartílago de animales muertos. ¿Qué hubiera pensado de mí al verme ahí, en ese departamento, a punto de sacar a esas personas?

Regresé a la realidad: frente a la barra reposaban cuatro bancos de madera, pintados de lo que en algún momento, supuse, fue blanco, pero que ahora era un color cremoso y amarillento, muerto. El comedor estaba formado por una mesa de madera rodeada de ocho sillas revestidas de una tela verde obscura, tan desgastada que parecía a punto de romperse; a la derecha, la sala, amplia, con sillones blancos y bien cuidados, cubiertos de plástico transparente para evitar que se ensuciara. Las paredes estaban salpicadas de cuadros impersonales, paisajes de montañas verdes y lagos azules: ventanas imaginarias, una vía de escape para las mentes de aquellas personas atrapadas en cuerpos esclavizados por la angustia de no encontrar la forma de subsistir en ese pinche laberinto de asfalto que era la ciudad, poblado de indiferencia, de egoísmo, de perros y humanos por igual.

Al lado de la sala, un pasillo conducía a las habitaciones: de él emergió una mujer de edad atemporal, su cabello entrecano caía un poco por debajo de sus hombros. Alta y delgada, de rostro alargado y ojos obscuros, arrastraba los pasos mientras sostenía con la mano derecha un tubo de plástico transparente: uno de los extremos estaba insertado en su nariz y el otro iba a dar a un tanque verde: sus ojos, aunque apagados, estaban llenos de furia. Detrás de ella distinguí a una mujer de unos treinta y algo de años, cargaba a un niño que no tendría más de seis años; era blanca y de cabello rubio, sus ojos lucían idénticos a los del viejo que en esos momentos se incorporaba dolorosamente. Yo no supe qué hacer, no me habían dicho que allí vivían niños.

Cuando iba a darles más instrucciones al 17 uñas y sus trabajadores, la mujer del tanque de oxígeno me encaró; jadeante, me exigía una explicación. Yo no podía apartar la mirada del niño que, en los brazos de la que supuse su madre, volteaba de un lado a otro aterrorizado, sin saber qué estaba pasando y quiénes eran todas esas personas; sus labios se contrajeron en un puchero y un llanto agudo llenó el lugar. Cuando por fin me recuperé, me dirigí a la mujer para explicarle que, en virtud de la falta de pago de las rentas, nos veíamos en la penosa necesidad de desalojarlos del departamento. En ese instante, el pequeño arremetió elevando el nivel de su lamento y yo levanté la voz para hacerme escuchar por encima del caos: le ordené al 17 uñas que sacara todas las pertenencias de la familia y las dejaran en la banqueta frente al edificio. Cuando lo vi caminar rumbo a los cuartos, quise decirle que tuviera cuidado con el perro, pero, ¿cuál perro? No había visto ninguno a pesar de que podría jurar que había escuchado sus ladridos. La mujer del tanque de oxígeno se me paró enfrente y supuse que volvería a pedirme una explicación, pero lo único que hizo fue escupirme la cara. Sentí su saliva en los labios: sabía a tristeza, sabía a desamparo.

A pesar de que ya no quería estar ahí, me esperé a que sacaran todo a la calle. La familia, en un momento que ni siquiera noté, desapareció del departamento; supongo que salieron al lado de uno de los cargadores, cuidando que sus pertenencias no desaparecieran. No hubo perro, quizá me lo imaginé, es lo más seguro. Cuando terminó la diligencia, me aseguré de que cambiaran las cerraduras: es tu obligación quedarte a revisar que todo quede bien sellado, para que la familia no vuelva a meterse (sí, ya sé que suena como si hablaras de pinches ratas, pero así son las cosas), para que no haya mayores complicaciones. «Listo, nos vemos a la siguiente». La voz del 17 uñas me sacó del letargo, pero no le contesté nada: con sólo eso, asegurarme que habría una próxima, ya me estaba diciendo todo, no había necesidad de agregar cosa alguna. Ya lo dije: cuando empiezas, lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Cuando llegué a mi casa, dejé el saco en una silla y me serví un vaso de agua. Después de un momento, escuché bajar las escaleras unos pasos rápidos y decididos; un instante después, mi mamá estaba frente a mí. Con esa intuición que caracteriza a las madres, me preguntó qué me pasaba. Le dije la verdad: aquel no había sido un buen día. ¿Cuántas veces más iba a tener que sacar a una familia de su casa? Lo único que me preguntó mi mamá fue si me había dolido hacerlo. ¿Qué contestar? Pues la verdad, nada más: no esperaba sentir ni madres y sí movió algo en mí.

―¿Qué sentiste?

Quise hablarle de esa mezcla de tristeza, coraje y miedo. Quise hablarle de la vieja aquella, del hombre, de la gelatina color sangre ahí en la barra que, seguramente, ya nadie se comió (no me acuerdo). Sin embargo, me limité a nombrar esas tres emociones: tristeza, coraje y miedo. Me dijo que la tristeza y el coraje los podía entender, pero ¿y el miedo?, ¿por qué el miedo? Era una buena pregunta, ¿por qué miedo? No supe qué decirle y cenamos en silencio porque ya tenía mucha hambre y así se lo dije a mi mamá.

«Oye», me dijo a mitad de la comida, «¿ya te habías dado cuenta de que hombre y hambre se escriben casi igual?». Mi mamá y sus frases que se te clavaban en la memoria y ya no podías sacarlas ni aunque te ayudara el 17 uñas. Entonces me di cuenta de todo: por qué el tanque de oxígeno, por qué la gelatina roja como de hospital, por qué los muebles cubiertos de plástico y, sobre todo, por qué la imposibilidad de pagar las rentas, pero ya era tarde para hacer algo. Con razón esa palabra, desahucio, siempre me había sonado así, a dolor y desesperanza.

Allá afuera, en la calle, escuché ladrar un perro y quise preguntarle a mi mamá si ella también lo había oído, pero me dio miedo que me respondiera.

Un conejo que corre, salta y patalea: entrevista con Liliana López León


Por Antonio León | Foto: calvox&periche




Liliana López León es una escritora bajacaliforniana que combina su pasión por la narrativa, el urbanismo y las iniciativas de consumo sustentable. Después de una temporada larga como académica, leva anclas para probar otras experiencias. Una de ellas es la de la escritura de poesía, en la que deja ver su forma de establecer una lógica propia, un amor por los pequeños detalles y los corredores llenos de recuerdos. A la distancia de su nuevo domicilio ubicado en algún lugar de Barcelona, desde el que se transporta a todos lados en bicicleta, nos enfrascamos en la siguiente charla.

***

AL: ¿Cómo es la Liliana López que deja de lado la escritura académica para adentrarse en la literatura?

LL: Una Liliana decidida que abraza la ternura, la sensibilidad, el poder de la ficción. En un mundo donde abunda el cinismo, la crueldad, la saturación, creo que es algo valiente. Ahora tengo mayor confianza en la palabra, tanto en la mía como la de mi gremio. Me siento conciliadora, quizá por eso no siento que haya dejado la escritura académica, aunque tenga ya un par de años sin escribir algún ensayo académico. El otro día me invitaron a escribir sobre moda sostenible en la revista de un museo, y dije que sí, vamos a ver si la oferta sigue en pie. Pienso que todo se entrelaza, y que el rigor y esas formas de escritura relacionadas con la ciencia y la producción, a veces se asoman para ayudarme a crear, y procuro domarlas para que no saboteen mi estilo.


Dorothea Lasky dice que la poesía no es un proyecto, hay quien aborda la escritura de poesía como una investigación rigurosa ¿en qué punto te ubicas tú?

Justo he citado a Dorothea Lasky a finales de año porque en eso estoy. Hasta ahora no he hecho ningún proyecto de poesía, todo ha surgido porque necesitaba escribirlo. Suena a lugar común, pero puedo decir que el poema llegaba a mí y era yo quien lo recogía sin buscarlo mucho. Sin embargo, como te decía antes, ahora me ubico en un momento en el que soy más conciliadora, veo posibilidades. Por lo que estoy intentando hacer una especie de proyecto, o prefiero llamarle hilo conductor, de unos poemas sobre los sueños de mis amigas, veremos si logro algo interesante o que resuene.


Anteriormente te conocimos como narradora, ahora inicias una andadura como poeta ¿en qué registro te sientes más plena?

Qué interesante pregunta. Creo que no hay respuesta, sobre todo porque me siento muy plena con ambas formas, solo que de diferente modo, igual que con el ensayo. Podría decir, jugando un poco, que estos géneros son como aspectos de mi persona: la Liliana del ensayo es como la profesora universitaria que he sido; la narradora es la Liliana amiga, que cuenta cosas en voz alta, la que especula situaciones, que se ríe e inventa personajes o escenarios; y Liliana poeta es la que escucha a una voz particular que habla bajito al oído, con voz firme y fluida. Si llegara a escribir una novela, ya te contaré que aspecto tiene esta Liliana.


Este vientre es un conejo de carbón, pero más que carbón, hay otras superficies y querencias entre la luz y la oscuridad. 

Cuando estaba creando el poema que le da título al libro, pensaba en el centro de mi cuerpo como un espacio lleno de movimiento, de energía. Un conejo que corre, salta y patalea, y al ser de carbón también se convierte en fuego. Si lo piensas bien, somos máquinas de vapor, comemos carbohidratos, carbono, y lo transformamos en palabras, sueños, calor.

Es un poemario que, sin planearlo, tiene dualidades, todas provenientes de lo que llamamos mundo natural, pero también de la ciudad y del cuerpo. Hay gratitud y también dolor. El conejo no es un animal que antes me dijera algo particularmente, por eso en el poemario aparecen más los lobos, los gatos, las cigarras, los perros, las aves y ciertas especies de plantas. Sin embargo, es el animal que persistía en mi cabeza cuando tenía estas emociones fluyendo. Luego me di cuenta que el año de su publicación, el 2023, ha sido el año del conejo de agua en el zodiaco chino, y curiosamente, este signo habla de cambios, que para mí, tal cual, ha sido el año de las transformaciones.

En tu libro hay una nostalgia de quien dice adiós continuamente ¿en qué sentido te refleja?

Creo que uno de los aprendizajes más valiosos en mis últimos diez años o más, ha sido aceptar el miedo y el dolor que conlleva decir adiós. Entre viajes, trabajos, ver estudiantes llegar e irse, alejarme o acercarme a personas, a confrontar la muerte de gente querida, he estado diciendo adiós continuamente, y he descubierto para mi sorpresa, que de tanto agitar la mano decir adiós se convierte en un saludo también. Me he desapegado de ideas, de cosas. Esto es en parte la libertad. Eso sí, me sigue costando decir adiós.


Ganaste el Premio Estatal de Literatura de Baja California, en poesía, con este libro. Vives fuera del país desde hace algún tiempo ¿Cómo tomaste esta noticia?, ¿a qué te compromete enlistarte en las fuerzas de la poesía?

Fue una grata sorpresa. La noticia la recibí caminando por la calle, rumbo a mi casa. Aquí era ya medianoche, y en Mexicali aún era de día. Por supuesto que grité, de felicidad. Me sentí un poquito poeta de boina y cigarrillo, porque cuando me dieron la noticia estaba yo recitando un poema de memoria, un poema ajeno. Sentí como que, entre el trabajo, el billete del metro, pensar en la cena, los pies cansados, se infiltraba algo fuerte y poderoso: que soy poeta. No me gusta la palabra poetisa, suena terrible, solo la usaré cuando quede para un chiste.

Después de la noticia, estuve varios días soñando despierta, pensando: un jurado conformado por poetas se tuvo que poner serio, leyeron un montón de libros, y decidieron que el mío era el ganador. Recibí felicitaciones muy cálidas y también mensajes de gente que no conocía. Quiero leer tu libro. Qué afortunada soy, ahora lo recuerdo y me vuelvo a poner contenta.

¡Me encanta lo de “enlistarme en las fuerzas de la poesía”! Me compromete bastante el premio, no como un corset ni nada que se sienta obligatorio. Más bien me da un impulso, el premio es una luz. Aunque tengo que decir, que desde que empecé a escribir poesía de nuevo (porque antes la escribía de niña y de adolescente), supe que había encontrado un refugio permanente como lo digo en la solapa del libro. Un cuento, un ensayo, o cualquier otro texto puede bloquearse o no culminar. Con el poema no me pasa eso, el poema ya nace completo y yo siento que solo voy moldeando su forma.


¿Cuáles son tus proyectos a mediano plazo?

Sigo escribiendo cuentos, cada mes escribo dos o tres. Así he terminado otro libro, que ojalá pueda ver la luz pronto. Estoy creando el poemario sobre los sueños que comenté antes. Hay un libro colectivo cocinándose para este año, pero no puedo decir mucho hasta que esté terminado. Fuera de la literatura estoy trabajando en equipo en un proyecto hermoso sobre cine y bicicletas: vamos a proyectar películas en escuelas, parques y otros espacios públicos de Barcelona, utilizando la energía eléctrica generada al pedalear en bicicletas adaptadas. He hecho la curaduría de películas y cortometrajes y me encanta. La idea es poder replicar el proyecto a cualquier ciudad del mundo.


¿Sueñan las poetas con conejos de carbón?

Soy yo, literal. Es la mejor pregunta que me han hecho. Te quiero, Antonio.

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NOTA: El libro "Este vientre es un conejo de carbón" Premio Estatal de Literatura de Baja California 2022 está disponible para su lectura en ESTE LINK. Gracias por difundir.
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