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Letrinas: Un facial no se le niega a nadie



Un facial no se le niega a nadie

Conrado Parraguirre

 

Ese día regresé de noche a casa, y como soy un tipo precarizado, cuando me encuentro en la calle, casi nunca tengo saldo en mi celular. Así que al atravesar el umbral de mi domicilio recibí una notificación bastante inusual. Una vecina me mandó un mensaje: “Hola, buenas tardes”.

Respondí con la cortesía habitual, y pregunté si se le ofrecía algo. La respuesta no tardo en esperar.

“Era para saber si podría hacerte un facial, es gratuito. Si puedes mañana temprano con gusto”.

Ponderé la situación un momento, pues nada es gratis en esta vida, de tal modo que consulté con esta amable persona si era necesario llevar algo en particular y el horario para tal procedimiento. Me dijo que nada, y me propuso un horario de ocho de la mañana; y además me cuestionó si quería que lo hiciéramos en su casa o en la mía. Al final concordamos que en la de ella.

A cierta edad, uno se hace ideas, pues mi vecina es una mujer divorciada, madre soltera, y a criterio propio, bastante atractiva. De cualquier forma, frené el poni de la fantasía, y me dije, bueno, un facial no se le niega nadie.

Al día siguiente me bañé, tomé un poco de café y comí un plátano. Me mentalice un poco, pues interactuar con otros y someterse a cualquier tratamiento requiere algo de voluntad. Llegada la hora me apersone en su residencia con mi rostro atropellado para empezar la labor. Me invitó a pasar y me condujo a su comedor. Sobre la mesa tenía el material para trabajar. Cortésmente me pidió sentarme en una silla que se encontraba justo en el centro de la habitación. Le pregunté si aquello era su nuevo emprendimiento. Rió un poco y explicó que además de su trabajo esto era algo que también hacía.

Prendió un incienso aromático, tomó un pequeño envase con atomizador, y comenzó el procedimiento. “Te voy a aplicar un poco de esto en tu rostro, es hielo seco, cierra bien los ojos y la boca”. Procedí a seguir las indicaciones. Sentí el líquido y una sensación de ardor, comenzó a invadir mi cara. “¿Cómo lo sientes?”. A pesar de la ligera molestia contesté que bien. “Bueno, te voy a poner una crema en tu pelo también”. Se puso detrás mío y comenzó a frotar el cabello con sus manos, intercalándolo con un masajeador anti estrés, de esos que parecen tener patas de araña. En ocasiones también sentía el roce de sus pechos en mi nuca.

Traté de relajarme, pero ella también se notaba un tanto nerviosa. Comenzó a preguntarme sobre mi vida, el trabajo y mis relaciones sentimentales. Y pues yo no tengo novia, ni trabajo, y sospecho que vida tampoco. Tomó el envase del hielo seco de nuevo, y continúo con las mismas indicaciones. El calor se intensificó. “Si sientes malestar o algo, grita, no te detengas, es más si quieres miéntame la madre”. Mientras atravesaba aquel dolor, pensaba, ¡Carajo! ¿es esto parte del proceso?, uno nunca sabe qué clase de perversiones tienen los residentes con quienes te topas en los pasillos.

Tomó el atomizador de nuevo. “Te voy a rociar un poco más”. Al ver que la sustancia empezaba a escurrir sobre mi ropa, me dijo: “A ver, quítate la camisa, te voy a poner un poco en tu cuerpo”.

Estaba aturdido por el escozor y la situación; así que obedecí y me quité la camisa. Me pidió quedarme de pie. Agarró una crema, y comenzó a untarla en mi espalda y mi pecho. ¿Qué está pasando? ¿Estos faciales abarcan más que la cara? me pregunté. En ese momento sacó un tapete de yoga, lo extendió en el piso y me pidió que me recostará boca abajo, para hacerme un masaje en la espalda. Bueno la cosa ya se está poniendo interesante, me dije.

Ahí tumbado comenzó a sobarme desde los hombros hasta mi espalda baja, en el límite del pantalón. De pronto, gritó el nombre de su hijo, para que le pasara unas almohadas. Yo no sabía que él se encontraba en casa. Aquel adolescente, bajó y le dió los objetos para que yo me acomodara mejor en el piso. Un gato, que supongo que también se encontraba arriba, también salió. Mi vecina le dijo a su vástago, “¿no quieres ayudarme también?”. Y ahí estaba yo, con una madre y su retoño amasando mi espalda, mientras un gato maullaba y se paseaba al rededor. ¿Es esto lo que merezco por ser un pobre diablo? Probablemente ¡pero qué carajos!

Entonces mi vecina le indicó a su asistente: “Está muy tenso, truénale la espalda”. Me pidieron incorporarme, y poner mis brazos detrás de la nuca. Tuve la sensación de reconocerme confundido y vulnerable, como con la mirada de aquellos perros desconcertados, a quienes un quiropráctico de mascotas les truena la columna. Después de eso, su hijo se fue, y mi vecina me regresó a la silla. Me puse la camisa, y de nueva cuenta me roció con el hielo líquido. “Ya no te arde, ¿verdad?”. Respondí que no.

Antes de iniciar la sesión había sacado una foto de mi rostro dentro de su casa, ahora quería hacer otra foto fuera de ella. El juego de luces es un truco viejo. Comparó ambas imágenes, del antes y después. “Ya ves, te ves más joven”. Claro que no, pensé. Y pregunté por el precio de la botella. “Ay, no, cómo crees, ésta te la regalo”. Mentira. Más tarde me la pidió de vuelta, con el pretexto de que ese producto ya lo tenía comprometido con otra vecina.

Ese día regresé a casa oliendo rico, sin dolor de espalda, y con el cutis un poco más suave.

Letrinas: Minificciones IV de Franco García




Minificciones IV de Franco García

Guerra y paz

Durante el día mi esposa y yo nos encontramos en guerra, pues desde hace años dejamos de amarnos. Así que los gritos y las ofensas nunca faltan en nuestro hogar. No obstante, todas las noches respetamos nuestro pacto marital: hacer el amor para dormir en paz.


Se busca una mujer

No hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, había un niño de la calle que le daba por agarrarle la mano a cualquier mujer que pasaba a su lado para no estar solito.

“Señora, ¿no quiere ser mi mamá?”

“Joven, ¿no quiere ser mi mamá?”

“Amiga, ¿no quiere ser mi mamá?”

Así estuvo hasta la mayoría de edad y se casó con una muchacha. Tiempo después lo abandonó su pareja y le dio por buscar una mamá para su hijito. 

 

Secreto marino

El caracol lleva en su guarida el sonido del mar, y el suplicio de los ahogados.

 

Alimentos

No hace mucho, en Acapulco, había cadáveres por doquier, arrojados a plena luz del día o a mitad de la noche. Nadie los reclamaba porque, al parecer, no tenían dueños. Como es bien sabido, todos iban a parar a las fosas clandestinas, pues en la morgue ya no había espacio suficiente para tantos. Y qué gordos y satisfechos lucían, entonces, los perritos callejeros.


Más vale reír que llorar

Para ella es más fácil reír que llorar. Desde que nos casamos jamás la he visto derramar su llanto (es más, creo que nunca me amó). Si mira a un perro aplastado o un gato electrocutado, ríe; si pierde algo de valor material (celular, anillos, reloj), ríe; si va a un velorio (familia, amigos, compañeros del trabajo), ríe; si me encuentra besando a otra mujer o tirado de borracho en la calle, ríe. Con ella todo es risa; conmigo todo es rabia, vicios, celos y amargura. Incluso cuando estoy por ingresar al quirófano para que me extraigan el tumor de la cabeza y los médicos le han confirmado que es poco probable que vuelva a la vida después de la cirugía, ríe. Así que yo no tengo más opción y me muero de la risa con ella.

 

Dios te ama

Hijo mío: si alguien no te valora, ódiale; si alguien habla mal de ti, pártele la cara; si alguien no te ofrece trabajo, róbale sus pertenencias. Sólo recuerda que yo sí te amo, aunque jamás suelte mis manos de tu cuello.

 

Atención ciudadana

Todos los días escucho teléfonos en mi cabeza, sin importar la hora. Ring-ring-ring. Atiendo las llamadas. Hay voces extrañas, gemidos, lamentos, maldiciones.

Alguien dice: “¡Abajo el capitalismo!”

Otro: “La muerte sabe a Prozac”.

Luego: “¿En serio crees en ese comercial llamado fe?”

Más allá: “Nunca te amó, imbécil”.

Cuelgo.



Franco García (Vacacional, Acapulco). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, Revista Pirocromo, Revista Alcantarilla, Revista Hipérbole Frontera, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.

Letrinas: No es así de simple


No es así de simple

Ricardo Cuan Boone

 

—…yacasiyacasiyacasiyacasiyacasi… no debí tomar tanta agua… vamosvamosvamos… allá está el baño…   ¡madres… ya no aguanto!...                                                                                                                                                                                                                                                      

                                                                                ... ¡¿PERO QUÉ CARAJOS?!                                                                                                             

                                                        … Joven… disculpe joven… me podría…

—Señor tengo prisa, ahorita no.

—Yo solo necesito que….   Joven….  Madresssssssss…    

 

                                                                       …Señorita disculpe… ¿me podría ayudar a…?

—¿Cómo me llamó?

—¿Señorita?... yo sólo…

—¿Por qué supone usted que soy “señorita”?

—Yo no… discúlpeme usted, señora… yo sólo quisiera…

—¡Lo ve!  ¿Por qué me encasilla entre señorita y señora?

—… no era mi intención yo sólo necesito saber…

—¡Es que ese es el problema!  Usted de forma natural me categoriza en base a mi experiencia sexual…

—… nonono… discúlpeme por favor… yo nada mas quería preguntarle por las…

—… y seguro va a querer escudarse detrás de su edad como pretexto de su machismo.  Por gente como usted es que más mujeres como yo alzamos la voz para protestar sobre la opresión histórica a la que hemos estado subyugadas.  Eso de ser reducidas a objetos sexuales hasta en el idioma es resultado de mentes retrogradas como la suya.  ¡Tenga usted buen día!

—… seño… pero…

                                                                 …yanoaguantoyanoaguantoyanoaguanto…

 

—Disculpe señor, ¿necesita usted ayuda con algo?

—¡Siii! … por fin… gracias… me urge ir al baño y no se a cuál de las siete puertas entrar y tampoco entiendo los símbolos en ellas.

—Ah ya veo, no se preocupe usted, yo le explico.

—Señor ya no aguanto… por favor si tan sólo me pudiera decir cual es el baño de hombres…

—Si por supuesto… ¿hombre cis, trans o fluido?

—… eeh… hombre, hombre…

—Señor, no es así de simple, y debe tener cuidado con la implicación de sus expresiones.  Si gusta nada mas dígame como se identifica usted.

—¿Cómo me identifico?... pues…… así.

—Señor por favor, no me refiero a su licencia de conducir, me refiero a…. ¡Señor!

—ch

         in

        g

            a

                  da..

                         m

                           a

                            d

                            reeeee………

 

—Señor creo que mejor lo dejo… seguro tiene un cambio de ropa a la mano ¿no?... lamento mucho… tenga usted… un buen día… perdón no quise ser…

 

— …mmmpphh…….

                        

                                   … oye… ¡niño! .... ¡si tú!... ven por favor…

                                                        … dime algo… ¿cómo sabes a que baño entrar?

—¡Ah, pues al que tenga menos fila!


Ricardo Cuan Boone, nacido en 1978 en Torreón, Coahuila y radicado en Baja California desde el 2004. Egresado de Ingeniería Química, ha compaginado su carrera profesional con el gusto por la literatura. Fue editor de la revista universitaria y escritor de puestas en escena estudiantiles. Ha participado en diversos talleres y cursos literarios con reconocidos autores. Desde el 2019 publica reseñas literarias en su cuenta de instagram (@ric.escribe).

Letrinas: Lunares


Lunares

René Rojas González


 

Boca arriba la palma de mi mano. Sus ojos de lupa aceitunada escanearon mis rayas, falanges y lunares. Este del dedo te salió cuando ibas en la universidad y este de acá te habrá salido hace unos meses. Tú no eres tú, me dice la mujer con un índice acusador sobre cada una de las manchitas y una cara tiesa que se clavó en mi esternón. Podía tildarla de imprecisa pero al final tenía razón de cuándo me salieron. ¡Tú no eres tú!, vuelve a la carga, ahora declarándole frontera a mi paso. Tú no eres tú, me decía su acento. Tú no eres tú, me decía su mirada absorta.

Iba sobre la 5 de mayo y 2, con esa triste prisa genética que desarrolló la humanidad, a ver a mi amiga la del museo. Un día antes me dice “jálate porque estamos necesitando justo a alguien que sepa italiano; no importa que no haya hecho recorridos”. Voy pensando en Karla. Voy pensando en cómo nos la habíamos pasado rebotando de trabajo en trabajo y no pocas veces con más de uno desde antes de vivir juntos. Suerte y no que acababa colocado, ganando más o menos bien. Esta vez, no había as bajo la manga, sólo propinas.

Aquella mujer seguía insistiendo. ¡Tú no eres tú! La frase se convirtió en un roedor que me estaba anidando; no la entendía; peor me ponía con la prisa por llegar. No tuve opción: cerré los ojos, me fui contra el muro de su invocación y atravesé a la mujer como si estuviera hecha de neblina. Seguí el camino al museo; miré de rápido mis lunares leídos; necesitaba detenerme para pensar; no había tiempo. Llego con mi amiga; ni entrevista ni nada; ya ella había hablado con la directora sobre mi formidable preparación; empiezas el lunes, me dice maravillada esta sexagenaria.

Desde ese día veo tantas veces mi par de lunares que tengo la impresión de que esa mujer me estaba señalando el pedacito de una constelación a la que tengo que llegar. En fin, parece que ya voy a entrar a un buen trabajo; me dijeron que me comunicara la siguiente semana a ver si ya. Karla, se separó de mí; no dudo encontrármela en cualquier momento. Lo bueno es que tengo el museo. A mis 80 no me puedo quejar.

 


René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Letrinas: El traje de Jorge Campos



El traje de Jorge Campos
Por Amialba García Altamirano


Yo quería el traje de Jorge Campos. Dos piezas, rosa con rombos amarillos, el de la “Suerte”, sin olvidar el amarillo con rayones lilas, pues también con ese uniforme, el portero acapulqueño atrapó tremendos goles. Soñaba despierto en el recreo, cuando me tiraron un pelotazo duro a la cabeza. El aturdimiento seguido de estrellitas. Mi cara palpitó por el chingadazo. El golpe se lo debía a “Raulito”, un pinchi niño con dientes separados, pelo mantecoso y trasero de rinoceronte. Le gustaba quitarme lo que trajera. Llevaba pizzerolas, una botana redonda con sabor a pizza, aunque de pizza no tuvieran nada. Apenas reaccioné del pelotazo, una mano gorda me arrebató la bolsita. Me quedé con algo del polvillo rojo en la lengua, lo que alcancé a lamer.  Yo era un niño chaparro, como todos supongo, sólo que haber sido llamado el “Champi”, por chiquito y cabezón, no era nada agradable. Le rogaba a mi madre que me midiera con frecuencia y con tal de crecer unos milímetros: comí caldo de verduras, tomé aceite de bacalao, hasta me estiré colgado de la puerta. Nada funcionaba, y era lógico, en aquel entonces, todavía no daba el estirón. Antes de ir a casa, pasé por la tienda de don Chuy. El traje de Campos se columpiaba con el viento, la luz de tarde hacía brillar a los rombos. Pregunté el precio, el señor me dirigió una mirada seca a través de unos lentes gruesos.

—Niño, ya sabes, setenta pesos de los nuevos. Y no, no doy fiado.

—Le juro que sí se los pago. Mire, me dan tres pesos por semana, y si ayudo a lavar el carro, me dan dos extra.

—Niño, son setenta pesos, si no, dele por donde vino.

 Llegué a casa, la hallé sola con la hierba crecida a un lado. Las cortinas empolvadas dejaban pasar algunos leves destellos. Adentro era un horno oscuro. Al fondo, el cuarto de mis padres, cerrado. Prohibido entrar en su ausencia. Lo hacía de todas formas, sentado en la cama alta y amplia, pensaba en toda clase de monstruos. Aquellos seres entraban al patio y desde ahí pegados a la ventana nos espiaban: Gente sin rostro, bestias de muchos ojos. Fisgoneé en el closet. Cientos de camisas, calcetines, ropa interior del tamaño de las sábanas. Olí los cigarros de papá, sin filtro, una patada de tabaco intenso. Me puse los aretes de broche, los tacones de mamá. Me dio hambre. Por lo general preparaba huevos con cátsup. Mamá no llegaría antes de las seis o siete de la tarde. Me senté frente al televisor. Para mi mala suerte, papá entró justo cuando prendí la tele (un cajón con pantalla abultada y un trapecio gordo detrás). La luz se abría desde el centro, poco a poco se iluminaba. Papá cabeceó, lo cual no era buena señal.

—Balta, ¿Por qué chingados no estudias? ¡Contesta!, no me quieras ver la cara de pendejo.

—Sí apa, sí estudio —tomé distancia, me puse atrás del sofá.

—No es cierto, no haces nada.

            Se fue agarrado a la pared, dejó una estela de alcohol tras de sí. Por fortuna se encerró en el cuarto. Levanté mi plato, me fui a hacer tonto en el fregadero en lo que se acostaba. Mi cumpleaños no era sino hasta el próximo marzo, en Navidad no me regalarían el uniforme, además quería un carro eléctrico, que tampoco iban a comprarme. Tenía un balón que no debía botar adentro, nada más porque probé tirar un túnel. La idea era fintear al oponente, mi rival era un recogedor sucio, indiferente a nuestro juego. Pateé fuerte con la derecha, la pelota voló encima del arco de manguera, tiré la virgen del altar. Cayó rota del pecho. Mamá con los pelos levantados me corrió afuera. “Hay de ti que vuelvas a jugar adentro, o te poncho la chingada pelota”. En la calle me daba vergüenza hacer los trucos más básicos. En mi mente el traje me haría ver profesional, así los plebes de la cuadra quedarían apantallados. Regresé a la sala. Busqué el programa de las tortugas ninja. Lo pasaban en el canal cinco, le di varias vueltas a la perilla plateada, lo sintonicé. A esa hora transmitieron Scooby-Doo. El tipo flaco con barba rala, me caía gordo. Ni siquiera el perro me gustaba. Le cambié al canal doce. Dieron una telenovela, un hombre vestido de charro besaba a una mujer con los hombros descubiertos. La idea me dio asco; dejé el canal. La telenovela se fue volando, antes de que cambiara, apareció Jacobo con su cara seca, más funesto que de costumbre: Anunció el atentado. Le habían disparado a Luis Donaldo Colosio, el candidato del PRI a la presidencia de la república. Me paré encima del asiento, caminé por la sala un rato. En eso llegó mamá con dos bolsas de mandado. Preguntó por mi padre, “ahí está dormido”, le dije. Las entrevistas en el noticiero continuaron, Jacobo Zabludovsky con un mapa azul de fondo, habló en el teléfono con reporteros, le informaron el estado del licenciado, las balas, una en la cabeza, otra en el estómago. El pánico de la gente, los gritos, las señoras despeinadas con el maquillaje chorreado, los hombres que iban a codazos y a empujones.

Mamá masticó un pedazo de tortilla, todavía con la boca llena, habló:

—Ese pinchi pelón lo mandó a matar.

—Pero amá, dicen que fue uno del montón.

            —Ni madres, no les creas nada, hijo.

Repitieron el video durante una hora o más: Colosio vestido de blanco, abrazado a una señora que se le pegó como chicle. Era el candidato del triunfo, la gente lo alababa, lo seguía. Cientos de personas rodearon a Colosio, quien era llevado a la salida. Una salida mortal en su caso. Grabaron el momento en que el revólver apuntó a su cabeza. De inmediato se formó un remolino, la gente alrededor gritaba, los reporteros sostuvieron la cámara, mientras los agresores eran golpeados a puños y a patadas, la sangre les cubría el rostro. Cargaron al candidato entre varios, la cabeza por delante pegoteada de sangre. Le siguieron tres horas de espera en el hospital. Murió. Apagamos el televisor, la luz se encogió de vuelta. Fui a la cama con esa imagen; el arma encañonada en la sien, la sangre espesa en la frente, la muerte trágica de un famoso. Me revolví en las sábanas, pensé en mi propia muerte.

En la escuela no hablaron de otra cosa. Los niños hicieron como que estaban en “lomas taurinas”, rodearon a Camilo, un niño al que se le pintaba un bigote delgadito, pero de color bien negro. Él era el supuesto “Colosio” al cual le dispararon hasta con metralla. La maestra con el borrador en la mano nos calló a todos. Raúl con sus manos regordetas me jaló la trusa.

—Callado, ¿Traes dinero, Champi?

—Ni diez centavos.

—A la salida nos vemos, pinchi Champiñón. —Me empujó al pasar.

Casi nunca llevé dinero a la escuela, lo guardaba en un cochinito azul en mi cuarto. Cada centavo, cada peso y cada bendito billete iba a mi alcancía, si es que no lo gastaba antes en la tienda. Sufría una adicción por los gansitos y la coca cola. Pero hacía sacrificios para comprar el uniforme. A la salida, Raúl me empujó con todo y mochila. Me derrumbé como edificio viejo sobre la banqueta, los niños alrededor eran monos extasiados, incitándonos a pelear. Yo quise levantarme, pero el peso de los libros pareció superior al mío. Raúl me asentó una patada en los huevos, me retorcí con la boca abierta. El grandulón de dientes separados me esculcó la mochila. Al muy pendejo, le causó gracia que tuviera estampitas de los pumas. Yo sentía que el aire se me acababa, mientras el gordo sacó de mi mochila, un Bubbaloo de fresa.

Pasé a la tienda de don Chuy. Los balones de futbol colgaban de la pared, el lugar repleto de guantes, gorras y camisas. Al verme, el vendedor se recargó en el mostrador, se limpió el sudor de su frente grasosa, me paró antes de que yo hablara.

            —Ya lo vendí.

—¿Qué cosa? 

—El uniforme de Campos, se vendió está mañana.

—¿Y el amarillo con rayas lilas?

—Ese lo vendí ayer. Voy a pedir más, pero se va a tardar. Si quieres, tengo la blanca de los Pumas, la del dorsal 9.

Salí de la tienda, no le dije adiós ni nada. Corrí varias cuadras hasta boquear como pez en la banqueta. Me recargué junto a un muro rayado. A pleno sol, una lagartija verde descansaba en la acera. Sentí el mal, la deseé muerta. Agarré una piedra del tamaño de mi mano, se la arrojé con fuerza. La lagartija se erizó, se fue a esconder entre la maleza de un lote baldío. Al llegar a casa, encontré a mi padre sobrio. Veía una película en blanco y negro. En cuanto crucé la puerta, me ordenó que le trajera sus sandalias, fui por ellas, las dejé a sus pies. Le pedí unos pesos, negó con la cabeza, estás loco me dijo, pura sacadera de dinero. Abrí el refrigerador, a pesar del arroz y los frijoles, me pareció vacío. Me paré junto al televisor, le pedí para una torta, volvió a negar con la cabeza, se agarró el cinto:

—Balta, no estés chingando.

Me encerré en el cuarto. Al rato escuché que fue a acostarse, otra siesta. Si no era trabajo, era cansancio, si no estaba cansado, estaba borracho, o las dos. Oí sus ronquidos desde mi recámara. Un rencor ácido me trepó al pecho. Acostado en la cama, probé también conciliar el sueño, pero resultó imposible con esos rugidos de león eléctrico. Tocaron la puerta, me asomé por la ventana. Dos hombres: usaban botas, sombrero y cinto piteado. Supuse que eran amigos de papá. Una oportunidad del cielo para molestarlo. Así lo hice, sólo no de la forma que hubiese querido. Abrí el cancel, los invité a pasar como buen anfitrión, luego caminé a la habitación de mis padres. Papá se despertó con un mechón sobre su frente, habló con los ojos hinchados, a medio cerrar.

            —No estoy, diles que no estoy. —Ordenó.

Dejé entrar a dos sombrerudos a plena luz del día. En mi defensa: parecían hombres de trabajo, morenos de tanto sol, uno de barba densa, el otro de patillas pobladas. No hubo tiempo de reaccionar, al darme la vuelta, ya estaban adentro. Sacaron un arma negra y otra color plata. Levantaron a mi padre a patadas, lo encañonaron frente a mis ojos. Me aguanté lo más que pude, según yo no iba a patalear, tampoco iba a llorar. Pasados cinco minutos, ya había hecho las dos cosas. Papá agachó la mirada, le temblaba todo, la boca, los brazos, el labio. Parecía ratón acorralado. Se dedicaron a remover cajas y bolsas, sacaron ollas de la cocina, latas y cucharas. En los cuartos voltearon los colchones, tiraron el buró, vaciaron closets. Hicieron una labor de huracán. El de la barba le asentó puñetazos a papá en las costillas. Hay que reconocer, papá no se quejó, aguantó a puje y puje los golpes. Lo llevaron a otra habitación, mientras el de las patillas me vigilaba. A los diez años, sabía de la muerte y como venía por los viejos enfermos, los locos y los desalmados, a veces un accidente, un camión a la hora equivocada, quedarse pegado a un enchufe o morir ahogado. Peor aún, sabía cómo mataron al candidato. Fijé los ojos en las manchas del piso, me quedé quieto, si acaso respiraba. Los hombres preguntaron por joyas y dinero. Revolvieron hasta los cacharros del patio, obviamente, no encontraron perlas o rubíes en la casa. Lo que hallaron fue una paca de pesos, envuelta en un calcetín. Los ahorros de mamá. No conformes con eso, el de las patillas con cara de perro acaballado, sacó las cajas de mi closet, movió la ropa y encontró debajo de todo eso, mi alcancía.

Mamá gritó al entrar a la casa. Los asaltantes ya no estaban, tuvo suerte de perder el asalto. Papá se veía como tomate pasado. Mi madre fue por hielo, se lo puso en la quijada, en las costillas. Gritó mi nombre, me le aparecí por la espalda, “aquí estoy”, le dije. Más tarde cenamos frijoles de la olla, mamá preguntó si los asaltantes eran conocidos, si se habrían equivocado de casa, porque era evidente que no éramos ricos, si regresarían y en dado caso, ¿cómo iba a proteger la casa?, papá le dio su versión, pero después de un rato, la dejó hablar sin decir gran cosa. Incómodo en la silla, se sostenía con una mano de costado. Ambos, sin hablar más del asunto, decidieron ir a dormir temprano. Yo esa noche desperté en medio de una pesadilla. Los hombres entraban al patio, sacudían el candado, sus brazos elásticos atravesaban la protección. Las noches se alargaron para mí.

Al día siguiente, dejé un plato de avena mosquearse en la mesa. Camino a la escuela la gente me pareció muda, los árboles sin color. Tocaron el timbre, tomé asiento en mi lugar, un mesabanco metálico a medio salón. Saqué el cuaderno, dibujé espirales sin pensar en nada, sólo quería verlos surgir y morir por mi mano. La voz de la maestra se oía lejana. Estuve concentrado, hasta que Raúl arrojó papelitos mojados en mi nuca. Me quité cada uno en silencio; tracé un rombo. El gordo debió pararse al notar que no reaccioné. Se plantó como un cerro frente a Remigio, el niño que se sentaba en medio de los dos. Remigio agarró sus cosas, oí que con la prisa tiró la calculadora. Le cedió el asiento. Una vez que metió su trasero gordo en la banca, sacó una pluma roja y escribió sobre mi espalda: “Champiñon” sin acento. Me encogí de hombros, le di un vistazo. Tapé mi cara e hice como que lloraba. Es probable que Raúl con el pecho inflado, se diera la vuelta. Yo sentí un trancazo de calor en la cara. Apreté un lápiz con la punta recién afilada, fui tras él sin pestañear o pensar las consecuencias. Alcé el lápiz como una lanza, se lo clavé en el hombro. Torció la espalda de dolor. Lo alcancé a pepenar del pelo seboso, azoté su cara en el mesabanco, rebotó igual que un balón. Me pegué a él como una garrapata, cerré mis piernas sobre la mole. Jaloneé con la izquierda el cuello de la camisa. Solté derechazos en la cabeza, en la oreja, donde cayera. Dio vueltas conmigo encima. Atontado por el ataque, sacudía los brazos gordos al aire; no logró que lo soltara, con trabajos la maestra me jaló del torso. Los niños arriba de las sillas celebraron, dieron chiflidos y aplausos. Lloré camino a la dirección, castigado y sin dinero, nunca podría comprar el uniforme de Campos.



Amialba García Altamirano. Nació en Mazatlán Sinaloa, México. Ha participado en distintos talleres literarios, estudió psicología clínica y actualmente, además de atender una familia, se dedica a escribir cuentos cortos en su mayoría.

Letrinas: Misterio anatómico


Misterio anatómico

Eli Lomelí

Me encontraste tarde, dijo. ¿Tú crees que sea posible? Conocer a alguien y que te diga que es tarde, pero tú no sepas bien para qué. Intenté mostrarme convencido, fingir que la entendía. Le di un par de sorbos a la cerveza y me hice el interesante asintiendo cada vez que ella decía alguna incoherencia. Por momentos mi mente se iba. Carajo, cómo me costó darle continuidad a la plática. Respondía frases cortas para que no fuera tan evidente y le daba la razón en preguntas elaboradas. Eso no me costó mucho, la verdad. Ella es de esas personas que preguntan, te ven a los ojos y esperan un rato, pero ya tienen la respuesta en la mente y solo necesitan que alguien les diga que, en efecto, son brillantes y todo lo que escupen es nada menos que la verdad. ¿Será cosa de mujeres? Me daba un poco de ternura que dejara su labial en la boca de la botella y luego se impregnara en mis labios también. Hasta ese momento nuestros únicos besos eran a través del vidrio. Fui un caballero, supe esperar. Si pensaba que era guapa le decía que era guapa, así, sin más, sin pensarlo, como les gusta. Eso es típico de toda la gente, ¿no? Digo, no me molestaría que de pronto alguien me dijera que me veo bien, en especial si me siento como la mierda. Sobrio me siento como la mierda, por eso prefiero mi versión en un bar, disfrutando con una mujer hermosa, con las ideas parpadeando, mezclándose hasta que no quede rastro de una sola que valga la pena: el cielo. Últimamente es muy triste pensar, ¿no? Como que uno piensa mucho sobre algo en específico y empieza a verle lo malo. Te deprime. Qué deprimente todo. ¿Sigues escuchando? Ah, ¿con la chica? Pues nos fuimos a un motel. ¿Conoces el Motel-Itto? Me partí de risa cuando dijo que iríamos ahí. Fui con más ganas. Una de mis virtudes es que, aunque tome, no me vuelvo inservible. En cuanto llegamos a la habitación me tiró a la cama, me bajó los pantalones y luego la metió en su boca. No te miento, me sentí intimidado por la rapidez, no sé, como si no lo hubiera consentido. Ya sé, qué tontería, fue sexo rápido, olvídalo, lo estaba disfrutando. Cerré los ojos y toqué su cabello. Ella se deshizo de mis manos sin sacar la boca, sin mirar. Noté que le molestó. Quería estar seguro y volví a poner las manos en su cabeza, pero ella las volvió a quitar. Intenté tocarle una teta, pero también retiró mi mano, entonces me pareció raro. No quería que le tocara nada. Le pregunté qué pasaba y ella siguió en lo suyo como si mi pene tuviera un imán. Pensé que literalmente quería comérselo. Me asusté y se lo retiré. Ella me llamó idiota, me dijo que no sabía disfrutar y que si lo hubiera sabido no se habría arriesgado. No sabía a qué se arriesgaba. No sabía si tal vez yo también me estaba arriesgando. Se sentó en la orilla de la cama para buscar sus botas. Yo ni siquiera sabía qué decir, seguía con la bragueta desabrochada simplemente mirándola sin entender nada. De pronto empezó a llorar. Lloraba con ganas, como cuando explotas. Le dije que podía usar mis zapatos, pero era broma, solo se me ocurrió para que dejara de llorar. Esa broma lo cambió todo. ¿Sigues escuchando? Ah. Se quitó el cabello y me miró a los ojos. No se quitó el cabello moqueado de la cara de manera tierna, se lo quitó por completo, estaba usando una peluca rubia y larga. La tiró al piso, luego se metió la mano por debajo de la blusa y sacó relleno del brasier, un par de esponjas redondas. No lo podía creer. Ella estaba teniendo una crisis o algo. De llorar pasó a reírse y a decir que nunca se vería como una mujer por más que lo intentara. Me sentí mal. No sé, la estábamos pasando bien y después pensaba que la pobre se iba a romper. A saber qué iba a hacer yo con una chica rota durante las cinco horas restantes. Me acerqué a ella, me senté ahí a un lado y me subí el zíper. Puse mi mano encima de la suya y le dije que si no quería hacer nada estaba bien, pero que no me importaba la calvicie. Le saqué una carcajada. No recuerdo mucho lo demás porque no seguimos con el tema, ambos estábamos cansados. Nos acomodamos en la cama y así dormimos, abrazados. En la mañana ya no estaba. Te lo juro, ni rastro. Me dejó una nota en el celular, fue lo primero que apareció cuando prendí la pantalla. Que la encontré tarde, decía, que debía volver al mundo real. Una mierda. No sé en dónde me había dejado a mí después de tanto empeño y con las ideas intactas.



Eli Lomelí. Mexicali, Baja California. Maestra y bibliotecaria. Estudió en la Facultad de Pedagogía de la Universidad Autónoma de Baja California. Cuando descubrió su gusto por los cuentos tomó talleres y un diplomado en escritura creativa. Disfruta ver dormir a su gata mientras piensa en sus pendientes.

Letrinas: Las chinchetas




Las chinchetas

René Rojas González


La suela del tenis derecho se había despegado bastante del resto del cuerpo. ¡¿Tan rápido?!, se dijo incrédulo Omarcito. De inmediato se revisó el tenis izquierdo y se percató que no parecía demorar mucho para sufrir el mismo destino. ¡Pero si tiene un mes que me los compraron!, empezó a reprocharse. Los cuidaba con el alma; estaba alerta de que nadie se los pisara; el día del acostumbrado remojo entre compañeros, cuando los llevó por primera vez a la escuela, sorteó los pisotones con la astucia y hasta la gracia de un colibrí, hazaña que contrarió a más de uno, por supuesto.

Omarcito sabía que estaba muy difícil repararlos, ya lo había intentado en unos anteriores con lo que sobraba de un viejo Kola Loka quesque superpoderoso y le duró un día el gusto. No le molestaba que no podría pedir unos nuevos (en casa ya le habían enseñado que no podía pedir cosas nuevas hasta que le llegaran en una fecha especial), le punzaba que su padrino se los había comprado con sacrificio. Conocía perfecto que nadie le pediría cuentas por la novedosa y aparente capacidad de hablar del calzado. Sabían el niño tranquilo que era, como sabían que esos tenis no daban para mucho por más que se cuidaran, como sabían que esa imagen de niño tranquilo la confirmarían al ver su expresión de seriedad en el rostro al llegar a casa, trabado por la descompostura, como si guardar la impotencia en el hígado fuera tener buena educación.

Un ánimo escurridizo de la tarde le hizo navegar unas cuantas alternativas para arreglarlos: había algo de ese diurex ancho y transparente que le cubriría bien la parte del empeine como para enrollarla junto con la suela; ni siquiera tuvo que intentarlo para prever que con cada paso que diera, la cinta se iría haciendo taquito hasta despegarse por la fricción con el piso. Luego agarró el celular de su mamá y buscó en YouTube “cómo pegar una suela de tenis”. Encontró el video de un chico de 18 años que decía que bastaba con emparejar la suela con el resto del tenis, como si las partes estuvieran realmente pegadas, y ponerlo cinco minutos en una olla con agua hirviendo; la cocción causaría la unión de los dos lados; no le sorprendió ver que el calzado, a lo mucho, se hizo aguado. Casi vencido por creer que ya nomás estaba en el puro divague, esta vez lo asaltó una vieja confiable: las chinchetas; sólo sería cuestión de clavarlas en el cerco y traspasar al mismo tiempo la puntera. Las puntas sobrantes de las chinchetas las doblaría desde adentro. No le importaría gran cosa que se vieran ahí unos remaches espaciados en serie; de la cajita elegiría las piezas de un color que fuera con la piel sintética y listo.

Terminó de colocar los simpáticos perforadores; ni el propio Omarcito daba crédito a su invento, cara de jugosa patente para multinacional de artículos deportivos. Su tenis parecía que tenía refuerzos como de fábrica; había ensartado las chinchetas delineando un discreto y afilado desnivel ascendente, aprovechando al máximo el poco margen que daba el cerco; había combinado tres colores de cabezas, creando un atrevido pero agradable contraste en sintonía con los colores del calzado. No estaba muy consciente de cómo había llegado ahí; de lo que sí estaba consciente era de sus ojos saltones cuando terminó su proceso de intervención; así que volvió a meter sus pelotitas visuales en sus respectivas cuencas y se puso a trabajar también el tenis izquierdo.

Los estuvo probando diario, en ratos, antes de llevarlos otra vez a la escuela, dentro de casa, fuera de casa, caminando, corriendo, saltando, poniéndose en cuclillas. En fin, nada se despegaba. Volvió a tocar Educación física. La resistencia en apariencia asegurada menos le cedió espacio a la inoportuna preocupación por qué tan disparatadas podían ser las incrustaciones a los ojos de otros; por eso en la entrada pasó desapercibido por la innata vigilancia obsesiva de las maestras y la directora, centinelas que podían achacarle una falta a la uniformidad. Ya sentado en el salón, comenzaron los murmullos; no faltó que se escuchara entre algunos por ahí que seguro se trataba de un tiktok. Subía como espuma lenta el volumen de las voces pubertas, hasta que el peligro de desborde activó el capataz interno de la maestra de la primera clase. Ella ni se molestó en saber qué atizaba el naciente alboroto; tenía bastante tapado a Omarcito por butacas y compañeros, y chispitas de bullicio había de sobra todos los días. Bastó mandar a callar. Detuvo el sarpullido. Quedó la comezón. El grupo no perdonaría no alcanzarse a rascar. Estaba el recreo, esa grietita de tiempo que desahogaba las apremiantes necesidades mundanas de los escolares; sería la hora de saciarse el hambre de la novedad.

Los compañeros habían llegado incluso a sentir dolor, como si secretaran una segunda saliva; esto era un mazapán pero cubierto de chocolate, por una sencilla razón: fieles a la vida extramuros, las reglas tácitas de los muchachos condenaban la novedad si no era propiedad de los pudientes. Omarcito claro que lo sabía, sólo que el instinto de supervivencia le había borrado la pintura con la que estaba escrito este mandamiento en las paredes de su cabeza, así que él ni en cuenta. Sonó la chicharra del receso por fin. Omarcito recorriendo el patio con la despreocupación de un capibara. El salón detrás de él con espíritu de maremoto. Hasta que apareció el deslizamiento sutil de los riquillos del grupo por un lado para amurallarlo de frente. El resto detuvo su agua, se cuadró ante la prioridad de cuestionamiento de esta cofradía y se acomodó en forma de ágora; babeaba por escuchar.

Ni una palabra de los erigidos jueces. Ah, ya…, dijo Omarcito con un dejo de desinterés. Mis tenis, ¿verdad? ¿Qué pasó?, les preguntó, con el mismo tono. Les causó una leve irritación; podían dejarla pasar hasta cierto punto: si iban a aparentar amable interés en preguntar, mejor se decidieron por irse derecho a solicitar el llenado de su formulario. Un puñado de corazones burócratas dio inicio a la lectura de un pergamino mental, compartido como si vieran una misma pantalla y coordinado en turnos con precisión cronométrica: ¿qué marca son?, ¿te los compraron tus papás?, ¿dónde te los compraron?, ¿son originales?, ¿te los trajeron del otro lado?, ¿te hacen saltar más alto?, ¿no te calan la planta cuando caes?, ¿te hacen correr más rápido?, ¿derrapas mejor?, ¿toman la forma exacta de tus pies?, etcétera, etcétera, etcétera. Las preguntas cargaban un deliberado tono de revisión de rutina, que empezó a surtir efecto en la cabeza de Omarcito: primero pensaba que sería merecedor, o de la gracia soberana, o de la justicia de patíbulo. Luego los vio tan sobrados que hizo que su mente los mutara en hombres-gato pasándose una bola de estambre. Estos vatos nomás me andan calando. Bien que saben lo que traigo, se dijo convencido. Ese lo que traigo le agarró los ojos y se los apuntó hacia los pies de estos ministros. Se le reveló ahí en frente la sección de los tenis de lujo que todo mundo ve en las zapaterías. Los portadores, en semicírculo perfecto, unidos por una misma causa; él, recargado en un paredón invisible, contraatacando con desgano a la metralleta de interrogantes.

Medio aturdido por los disparos, ya sin saber a qué pregunta respondía ni de quién venía, se volteó hacia uno de ellos al azar y le dijo, con las palmas de las manos casi pegadas al pecho, mostradas al frente, y una sonrisa: bueno… si quieres, te los cambio sin bronca, ¿eh? La contestación suspendió el tiempo, hizo más caliente el aire del recreo, dejó atónito al auditorio, fabricó en las mentes una planta rodante cruzando entre dos bandos de la vida y una música polvorienta de harmónica entonando un camino sin retorno. ¡Tás todo toto!, replicó Neto, el aludido. ¡Éstos me hacen volar!, aseveró con la naturalidad con que los cuerpos transpiran. Ah, órale…, reviró Omarcito alzando la cara y las cejas con credulidad fingida y mirando los tenis contrarios de reojo. Como te veo muy clavado con los míos, por eso te digo que te los cambio, sin bronca, neta, insistió con pretendida generosidad en su ofrecimiento. No creo que puedas tener unos así, remató toreando al diablo. Todos pusieron cara de hipoglucémicos; Neto, que lo tenía todo en la vida, no daba crédito a estas palabras; al instante sonó de nuevo la chicharra.

Llegó el siguiente día que tocaba Educación Física. Omarcito descansó de la fiebre de sus tenis; el grupo ya los había digerido y además se mantenían resistentes; nada de qué sorprenderse, nada que poner a prueba. Sin embargo, unos tenis andaban rechinando la suela en el piso del salón, anunciando a los cuatro vientos que eran lo más nuevo de lo nuevo. Neto había llegado con un modelo de otro planeta. A la distancia ya se veían impermeables, transpirables, maleables, ligeros pero todo terreno, rectificación ortopédica, absorción total de impacto, WiFi, te hacen el súper, te piden el Uber, acompañamiento psicológico y nutricional; por supuesto, garantía de hacerte volar, ahora a la velocidad del sonido… imposibles. Si se les iba viendo más de cerca, parecía haber en ellos algo de fenómeno, un peligro por contemplarlos. Aún no llegaba la profesora de la primera hora. De los primeros que se atrevieron a acercarse más y mirar de fijo provino un goteo de risitas de ratón que alertó al resto de la especie: observarlos a corta distancia era seguro. Poco a poco todos se juntaron en torno al par y activaron sus ojos de juicio popular y sumario. El ruidito los fue contagiando hasta hacerse una lluvia de chillidos hilarantes. A Neto lo poseyó un morado sofocante en la cara, se le formó un semiárido en la boca, se fue haciendo un pequeño animal de corral pegado a una de las paredes. A Omarcito se le manifestaron sus ojos saltones, en todo su esplendor, al ver unos tenis supernuevos estropeados por minúsculos círculos de colores injertados por todas partes.



René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

«Love You», la vida es buena



Por Gato Arrabalero |

En enero de 1977, Brian Wilson, antiguo líder de los Beach Boys, pasaba el día recostado en cama, tenía la barba enredada, el cabello grasoso y obesidad en aumento, sólo se levantaba para sacar algo del refrigerador o traer una botella del mejor vino que tuviera dentro de su tienda de licores; aspirar cocaína o fumar sus ocho cajetillas diarias de cigarros podía hacerlo desde la comodidad de su amplio colchón mientras veía el programa de entrevistas de Johnny Carson. De vez en cuando prendía la radio, pero le habían dejado de interesar las estaciones que compartían música; ningún artista usaba armonías vocales, el mundo estaba interesado en la experimentación a través del uso de los novedosos sintetizadores o en las guitarras estruendosas.

Los Beach Boys marcaban al teléfono de Brian para pedirle ayuda con nuevo material para publicar, necesitaban cumplir con el contrato de su disquera. No ayudaba la mala racha que traían en ventas y en crítica, pero el mayor de los hermanos Wilson estaba harto de la música: desde 1966, la presión por componer decenas de canciones, así como la competencia contra sus contemporáneos, hacían más fuertes a sus problemas mentales. Por ello, desde mediados de los setenta, se propuso apagar su cerebro. Valía la pena ignorar las llamadas de sus preocupados hermanos, la noticia del fallecimiento de su abusivo padre, incluso el abandono de su esposa e hijas por la indecencia de Brian: ofrecer un cuadro de LSD como entretenimiento a una de las niñas de ocho años.

Para ayudarse a ignorar las situaciones de su vida, Brian prendía la radio y cambiaba de frecuencia, esperando encontrar algo medianamente interesante. Un día dio con un programa que transmitía canciones que para ese año ya eran consideradas como clásicas, le sorprendió escuchar Be My Baby de las Ronettes, ese grupo mítico de su juventud. Brian desempolvó algunos vinilos y se puso a escuchar clásicos del rock 'n' roll y del doo wop: Chuck Berry y The Four Freshmen. De pronto, sintió una fuerte necesidad de contactar a sus antiguos compañeros de la secundaria. Encontró los nuevos números de algunos y les pidió que salieran «como si fuera 1959», que se arreglaran con trajes o chamarras negras de piel para los chicos y vestidos largos para las chicas. Algunas personas nunca respondieron al contacto, otras sí, una de ellas fue Carol Mountain, su más grande amor de la adolescencia. A partir de ese día se pusieron al corriente de lo que había sido de ellos durante conversaciones muy largas, hubo ocasiones en que Brian marcaba a Carol a las tres de la mañana sólo para platicar. A Carol no le molestaba la situación, pero sí le parecía extraño. Después de unos días, esos viejos amigos y conocidos, incluyendo a Carol, dejaron de atender las insistencias telefónicas del beach boy retirado; a diferencia de él, todos tenían cosas que hacer en su vida. Brian olvidó la idea de salir con ellos, pero algo había despertado dentro suyo. Volvió a su piano que estaba sobre una enorme caja de arena, sintió las diminutas piedras entre los pies y, con sus recuerdos adolescentes en la cabeza, empezó a componer como lo hacía a los quince años; estructuras sencillas de cuatro acordes, melodías repetitivas y letras que evocan al amor idealizado y fantasioso de la juventud.

Así como Frank Zappa hizo en Cruising with Ruben & the Jets o como los Beatles en Let It Be, Brian decidió volver a sus raíces y en ellas encontró la inspiración. Compuso un puñado de canciones olvidándose de cualquier presión, sólo siendo él mismo. Su banda volvió a comunicarse y en esta ocasión tenía nuevo material. Ellos quedaron fascinados cuando lo oyeron, en parte por la necesidad de un nuevo disco y en parte porque, de manera genuina, les gustó ese compilado creativo que decidieron titular Love You. El disco salió al mercado en abril del 77 y no causó algún impacto en la música del momento. Las ventas volvieron a ser bajas, pero las críticas fueron, en lo general, positivas. Sin embargo, el pequeño éxito no fue significativo para ningún integrante de la banda. Brian volvió a su rutina de la cama y pasaron al menos quince años antes de que su salud física y mental mejoraran. Entonces se le preguntó cuál consideraba que era el mejor trabajo de los Beach Boys; en vez de contestar con su aclamada obra maestra, Pet Sounds, dio una respuesta concisa: «Love You». Brian ve en Love You a un tímido adolescente alto, delgado y rapado que no es bueno en la escuela, pero es capaz de memorizar el más mínimo detalle de algunas materias con tal de que Carol le pida ayuda y lo invite a su casa a estudiar; ve a un adolescente que sólo conoce los acordes de Re, Do, Sol y Si7 y trata de sorprender a la chica con eso; ve a un adolescente al que nunca le importó que esa porrista del equipo de fútbol supiera sus sentimientos, lo único que le importaba era encontrar un pretexto para estar cerca de ella y disfrutar su compañía.

Love You es la nostalgia de un hombre de casi cuarenta años, nostalgia que suele estar idealizada, pero Love You sostiene que de vez en cuando es bueno escapar del presente hacia un pasado donde la chica de nuestros sueños está viendo una película con nosotros en un autocinema, junto con otros amigos, tomando una malteada y recordándonos que debe regresar a las nueve a su casa, mientras la radio anuncia que estamos en 1959 y pone el más reciente éxito de las Ronettes. Love You nos dice que tenemos quince años, que la vida es buena.




Cristopher Yael Esquivel Muñoz. Egresado del Colegio de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM, se ha desarrollado principalmente en medios audiovisuales como escritor y director. Ha recibido el apoyo de la convocatoria “Colectivos Culturales Comunitarios 2023”, en su primera emisión para el desarrollo de un documental. Recientemente, su guion cinematográfico “Estrellas” fue beneficiario de uno de los apoyos de R7D para su producción dentro de la convocatoria “Haz + Cine 2023”.

Letrinas: «Pico de gallo con guayaba»



Pico de gallo con guayaba

Haydé Sicardi


La gruesa cobija de tigre pesaba sobre las piernas y el torso de Tania. Pesaba tanto que en la modorra, se sentía atrapada. Soñaba que la perseguían, que un ente alto y oscuro la correteaba y que, aunque ella intentara correr, no podía porque sus piernas se atrofiaban mientras algo denso y oscuro la consumía toda por dentro, amenazando con derribarla como si se estuviera convirtiendo en piedra mientras pretendía huir. A lo lejos, justo antes de que la oscuridad la engullera por completo, la Tania piedra alcanzó a ver a sus compañeros de la escuela, correteando y jugando, bailando una extraña música como poseídos. Los quería alcanzar pero ella no se movía, el peso era demasiado, lo era todo. El ritmo se intensificó, aumentó de volumen y Tania logró distinguirlo. Son las seis de la mañana en punto, anunció sobre el intro del programa de radio la voz del locutor, las seis de la mañana en punto en San Quintín, Baja California.

Cuando abrió los ojos, ya había sol. Durante la primavera, amanecía temprano en esa parte de la península y no entendía porqué su papá tenía el afán de tapar a sus hijos con las cobijas más calientes cuando llegaba y los encontraba dormidos, que en realidad era siempre, pues salía de la planta de empaque tarde y solía llegar a casa en la madrugada. La mamá de Tania trabajaba en la misma empresa y cubría el turno contrario de su padre, ella salía de casa temprano en la mañana, antes de que ellos partieran a la escuela y regresaba a tiempo para hacer el relevo y la cena.

—¿Qué dejó ahora? —le preguntó su hermano al tiempo que levantó la tapa de una olla de aluminio que se calentaba a fuego bajo sobre la estufa. —Deja ahí, Diego —advirtió Tania, —mi mami quedó de llevar el guisado a la reunión en casa de mi abuelita. —¿Y qué vamos a desayunar? —Diego ya traía puesto el uniforme completo. Era un año mayor que Tania, así que cursaba la prepa. Tania se había puesto la falda y la camisa de botones, aunque no se alcanzó a fajar ni a poner las calcetas, los zapatos Mickey y el suéter escolar, porque sus dos hermanitos despertaron. —Sírvele a los cuates del desayuno que dejó mi mami en ese sartén y pues de una vez sírvete tú. —Mientras decía esto, Tania peinaba a la cuata, que tenía seis años y el pelo hasta media espalda. Sus tripas rugieron cuando habló sobre la comida. Diego dividió el huevo con chorizo en tres platos, tomó tres tenedores y los puso sobre los trastes, después los colocó frente a sus hermanitos y comió del suyo.

—Ya me voy —dijo Diego al terminar, limpiándose los restos de comida y jugo de naranja con la manga del suéter del uniforme. —¿Tú los llevas, verdad? —Tania miró alrededor al tiempo que terminó de dar la tercera vuelta a la liga con la que sujetaba la cola de caballo en la parte trasera de la cabeza de su hermana. —¿Quién más? —preguntó sin esperar respuesta, luego soltó la cabeza de la niña y comenzó a fajarse la camisa a prisa, manchando sin querer la parte donde sus dedos la tocaron, de gel con brillantina. —Órale, flaca —le dijo Diego mientras raspó los restos de huevo del sartén sobre un cuarto plato, porción que completó con un poco que quedaba de la suya, para después sacar otro tenedor del cajón, clavarlo en el huevo tieso y ponerlo sobre la mesa frente a ella. —Te miro al rato —le dijo, seguido de un beso en la coronilla.

Tania apuró a los cuates para salir temprano. Sabía que caminar con ellos era lento, que necesitaba tener cuidado, llevarlos de la mano. El kínder le quedaba en camino a la secundaria, pero no podía nada más dejarlos, necesitaba entregarlos con su miss, esperar a que entraran y decirles adiós cuando voltearan a buscarla, sino lloraban y el asunto se volvía eterno. Después de eso inevitablemente corría, tenía que correr, sino no alcanzaba a llegar dentro del plazo de tolerancia y ya llevaba tres retardos; el siguiente ameritaba suspensión. Eventualmente logró que sus hermanitos hicieran pipí, se lavaran las manos y agarraran su lonchera, pero en camino a la puerta, se tropezó con las botas de su papá, que dormía boca abajo sobre el sillón, aún usando el uniforme de la empresa. El ruido lo despertó. —¡Eh! ¿Verónica? —preguntó sorprendido, levantando levemente la cabeza, aún con los ojos cerrados. —No papi, soy yo, Tania, vuélvete a dormir. —Tania, —abrió un ojo —¿ya se van? —Sí, me llevo a los cuates y el Diego salió hace rato. —Mmm —murmuró y volvió a recargar la cabeza sobre el cojín, —¿hay comida? —Sí, recalentado de ayer. —Ah, ok —cuando parecía que se había vuelto a dormir y Tania se disponía a abrir la puerta, lo escuchó decir detrás de ella —mija, no seas malita, ¿me tapas? 

         Logró entrar a la escuela antes de que cerraran la reja. Esperaba alcanzar a pasar al mercadito de la esquina para comprar las guayabas que le encargó su mamá antes de irse, pero no pudo y si no las llevaba, sabía que no se lo perdonaría. El pico de gallo era la especialidad de su madre, lo hacía con cualquier fruta que estuviera de temporada. A veces era pico de gallo de mango, otras de naranja o incluso de fresa, cuando había sobreproducción del producto de exportación en los invernaderos del pueblo y los gerentes le regalaban cajas a los empleados. Pero esta vez tocaba de guayaba y ese era el favorito de su familia. —Si no hay postre, no me reclamen a mí —escuchó que le dijo por teléfono a su tía la noche anterior, —es responsabilidad de esta chamaca.

En la entrada se encontró con su mejor amiga, Bety, que también llegaba tarde pero por razones distintas. Bety la agarró del brazo y enganchó el suyo con el de ella. —No mames, me desperté tardísimo —le dijo acercándose a su oído como si tuviera un sucio secreto, —anoche me dormí a las doce viendo la de la Bruja de Blair. —¿Y no te dio miedo? —preguntó Tania, su amiga se las daba de muy valiente pero al chile, era reculona. —No, claro que no. La vi toda y después me quedé dormida. Me tuve que levantar en chinga porque ya se iba mi raite, apenas alcancé a agarrar mi burrito. —La mamá de Bety vendía burritos. Realmente no tenían la necesidad, pues sus papás eran dueños de una farmacia, pero la señora pensó que sería buena idea poner una canasta de burritos en la entrada. Los preparaba ella misma temprano en la mañana mientras su hija se alistaba para la escuela y su esposo para el trabajo. Los hacía de huevo con jamón, de machaca, de bistec ranchero y los que más le gustaban a Tania, los de frijol con queso. Eso sí, las tortillas no las amasaba ella misma, se las compraba a una vecina por docena. Así fue que a las amigas se les ocurrió vender burritos en la escuela.

—Vas a ver que vamos a hacer un dineral —le dijo Bety hacía ya varias semanas para intentar convencerla, —mi mamá es muy buena paga. —Un día antes habían escuchado en la radio que su banda favorita daría un concierto en Tijuana. —Tijuana está relejos, Bety —había argumentado Tania. —Hay un camión que sale de aquí y te deja en la línea, no es nada. —Bety estaba acostumbrada a viajar con su mamá para visitar a sus parientes que vivían en el otro lado, así que sabía sobre eso, al menos más que Tania, que fuera de los viajes a Durango para ver a la familia y el ocasional paseo a Ensenada para hacer compras o para ir a la playa, nunca había salido del pueblo. Al final la convenció y ahora, diario llegaban con variedad de burritos envueltos en trapos dentro de la hielera portable que su amiga traía de casa. —El acuerdo había sido este: la mamá de Bety, quien no dejaba pasar una oportunidad para enseñar a la juventud sobre el emprendimiento y el valor del dinero, pondría los burritos y ellas los venderían a cambio de una comisión. Eso sí, no debían descuidar sus estudios, advirtió, porque eso es lo más importante. Cuando en broma, les preguntó si preferían que les pagara con un porcentaje de la venta o con burritos, Tania fue rápida en responder que en burritos, saboreándose la tortilla de harina esponjosa rellena de los frijoles cremosos y humeantes mezclados con el queso derretido. Bety le dio un codazo y su mamá se rio y dijo —no se preocupen, les voy a echar burritos extra cada día para su lonche —después volteó a ver a Bety y le guiñó un ojo, —en especial de frijolito. 

Tania estaba a cargo de las cuentas y llevaba el registro de sus ventas en un cuaderno marca Estrella que tenía la foto de un golden retriever en la portada. En pluma de tinta morada, escribía el día, en otra columna, con tinta verde, el dinero que habían cobrado, luego en las siguientes dos, con tinta azul y rosa, escribía cuánto de eso se iba para la mamá de Bety y cuánto para ellas. Un día, a la hora del recreo, anunció a su amiga que ya casi tenían lo de los boletos. Bety chupaba el borde de una bolsa de Ruffles con chamoy que apretaba y torcía para sacarle hasta el último pedacito de fritanga remojada en chile y limón. —Nos hace falta para el pasaje —se detuvo para jalar aire con la boca, —¡ay wey! —agarró su lata de coca y sorbió el líquido enchilada —ajá, digo, nos falta para el pasaje y los gastos. —Tania sabía todo esto, ya había sacado un presupuesto. —Sí, no creo que nos alcancé el tiempo vendiendo burritos. Necesitamos vender otra cosa. Y ya sabes, pedir permiso para ir. —Quedamos en que eso sería al final. Primero el dinero. —Bety no quería pedir permiso hasta que pasara la época de exámenes y encontrara una manera de ocultarle a sus papás que había sacado cuatro en matemáticas. Tania tampoco se moría de ganas de pedirlo porque sabía que lo más probable era que su mamá no la dejara, pero tenía esperanzas. —Y si no, —concluyó Bety, sus labios y la piel que los rodeaba teñidos de un rojo artificial —nos escapamos. —Decidieron que venderían quequitos de chocolate y de vainilla, y si aún así les hacía falta, recurrirían a pedir prestado.

           —¿Me prestas un peso? —Bety nunca sentía pena, era algo que Tania le envidiaba. Faltaban días para el concierto, aún les faltaban doscientos pesos y seguían sin pedir permiso. Era ahora o nunca. Los niños del equipo de fútbol siempre traían dinero para comprar lonche en la tarde, le había dicho Bety, por eso ahora estaban en las canchas pidiéndoles prestado. —Ándale —insistió al portero del equipo, —mejor cinco. —Tania caminaba detrás de ella y después de un rato, entre risas, carrilla y más de un balonazo, había perdido la pena. Al final lograron juntar el dinero que les faltaba y hasta se llevaron una invitación para el cumpleaños del capitán del equipo, que iba en prepa y que sería esa misma tarde. Quedaron en que a la salida Bety acompañaría a Tania a comprar las guayabas para el pico de gallo, después se armarían de valor y llamarían a sus papás del teléfono público que estaba afuera de la frutería para pedir el permiso e ir a comprar los boletos a la farmacia San Cristóbal, que era el punto de distribución selecto y la competencia de la familia de Bety.

El teléfono dio tono. Tania jugaba nerviosamente con el cable que conectaba el manófono con el resto del equipo, mientras Bety, ligera, pues ya le habían dicho que sí, que nomás le avisaran a sus tíos de Tijuana para que fueran por ellas a la central, platicaba con dos chicas que eran compañeras del hermano de Tania y que también querían ir al concierto. —Sí, —les decía, —nos vamos a ir en camión y allá nos van a recoger unos novios que hicimos en el chat. —Mientras alardeaba, golpeaba con sus rodillas la hielera vacía que colgaba de su hombro, enrollando la correa y volviéndola a desenrollar, haciéndola girar sobre su propio eje. Por el oído que no tenía pegado al auricular, Tania escuchaba a su mejor amiga mentir, pero en lugar de sentir envidia por su facilidad para hablar con quien fuera o fastidio por su tendencia a inventar historias, sintió cómo sus pies se pegaban al suelo y enseguida, sus piernas se paralizaban. —¿Bueno? —escuchó que respondió su mamá. Tania arrancó en un monólogo, el que tenía anotado en una hojita de la Hello Kitty que ya había hecho bolita tantas veces que las palabras se perdían entre los pliegues de la hoja. —Y juntamos el dinero, amá. Vendimos los burritos que hace la mamá de la Bety, quequitos de los que venden en la tienda de Toñita y otras cosas así —no supo porqué pero le dio pena decirle a su mamá que le habían pedido dinero a sus compañeros. —No necesitarían darme nada de dinero ni tú ni mi papi. —Esta última parte era la que la tenía orgullosa. Sus papás siempre hablaban de la falta de dinero y de lo caro que era todo, seguro se sentirían orgullosos de saber que ella podía ver por sí misma. —¡Ay, Tania! ¿Cómo se te ocurre? Tú sabes que los viernes trabajo. —Claro que sabía, lo sabía todos los días desde que habían nacido los cuates. Lo sabía cuando sus vecinos se juntaban a jugar Nintendo y ella tenía que regresar a su casa antes de que llegara su turno, para cambiarle el pañal cagado a su hermana. También lo sabía cuando no podía ir a una fiesta porque su papá era el único adulto en la casa y estaba tan cansado que dormía todo el día, y cuando su hermano sí podía ir, aunque solo se llevaran un año y aunque ella sacara mejores calificaciones, porque cómo se iba a quedar el Dieguito solo con los cuates. La parálisis ya había subido hasta su cabeza y ella era de piedra. Antes de colgar, su mamá le recordó sobre las guayabas. —No las vayas a olvidar, mija, por favor. Ayúdame tantito. —Tania inhaló en el momento que escuchó la palabra "mija" y para el "tantito", el aire ya iba de salida, pero no era fresco, era fuego y era puro, pues los vellos que recubrían la parte interna de su nariz, ya lo habían limpiado de las partículas de polvo que flotaban en su pueblo todo el tiempo, como si existiera en San Quintín una ráfaga permanente, que nunca dejaba que la tierra simplemente se quedara en el suelo, no, hacía que lo cubriera todo, un musgo seco y estéril, permanentemente contaminando las caras, los cuerpos y los planes de sus habitantes.  —Sí, mamá —respondió con la voz más dulce que logró conjurar.  Después colgó y recogió del piso la bolsa con la fruta, apretando el nudo de plástico en su puño hasta que dejó marcas rojas y palpitantes en la palma de su mano.

        Una botella de doscientos mililitros de New Mix, seis Caribe Coolers, dos paquetes de cigarros, tres empaques de papitas, tostilocos, gomitas con chile y cuatro chocolates americanos. Para todo eso les alcanzó con su parte de la venta y lo que habían pedido prestado. Y todavía les sobraba. —Al cabo no vas a ir al concierto, —le había dicho Bety para convencerla de usar el dinero y verse chingona pichando la peda —en dos semanas volvemos a juntarlo. —Claro que ella sí iría, aclaró antes, con las compañeras de su hermano, las que acababan de conocer, lo habían decidido mientras ella estaba al teléfono con su jefa. —Ay Tania, —se había quejado cuando osó pedirle que no fuera y mejor viera el concierto en la tele con ella, en solidaridad —pero si a mí sí me dieron permiso, no es justo. Te grabo un video cuando canten la de Coqueta —dijo en un intento por limpiar su conciencia, —es más  y te traigo una camiseta. —Luego su amiga sobó su hombro y buscó sus ojos con una sonrisa que a Tania le apestó a lástima.

Pero ella no dijo nada. No insistió. Así como tampoco insistió con su mamá por el permiso. Tania guardó silencio y apretó aún más la bolsa con las guayabas que tenía ya rato cargando y que a esas alturas, comenzaban a apestar.

Siguió a las otras cuando decidieron ir a la fiesta.  También las siguió, en silencio y cabizbaja, al expendio donde compraron las provisiones. Caminaron juntas cargando el botín hasta que, antes de entrar a la casa, Bety la detuvo. —¿Qué pedo wey? —le preguntó Tania, poniendo su mano sobre su brazo y notando un ligero temblor. —Te da miedo entrar, ¿verdad? —inquirió sinceramente. —Bety resopló, se soltó del agarre de Tania y refutó —Claro que no. Tú estás agüitada por lo del concierto, me cae que quieres irte a tu casa, ¿no? —aunque nunca habían estado en una fiesta de prepa, Tania no sentía miedo, y a pesar de eso, con todos los dientes, mintió. —Sí, amiga, mejor entra tú, yo le tengo que llevar las guayabas a mi mami. —¿Van a venir o qué? —cuestionó una de sus acompañantes que ya estaba adentro repartiendo la mercancía. Tania la miró, luego vio a Bety, parada ahí con la bolsa de fruta pachichi colgando de la mano, con los zapatos Micky enterregados y el suéter manchado de brillantina. —Bueno, —contestó —pero si mi mamá pregunta, estoy contigo, ¿ok? —diciendo esto y sin esperar respuesta, Bety corrió adentro hacia sus nuevas amigas.

        El teléfono dio tono. La señora de la casa respondió. Después Tania preguntó por su amiga. —¿En serio no está? Pero si me dijo que iba en camino a su casa —dijo en un tono de voz preocupado, el que mejor logró conjurar —a lo mejor tiene miedo de llegar por lo del examen de matemáticas. —La mamá de Bety preguntó qué sobre el examen de matemáticas. —Sí, pues con eso de que reprobó. —Hablaron unos segundos más, en los que Tania expresó su interés por su amiga. —Ya sabe, es que a mí no me gusta juntarme con los de prepa, son remalandros. —La mamá le agradeció la llamada y por ser tan buena amiga para su hija, luego Tania la escuchó tomar las llaves de su carro y por último, despedirse. Cuando colgó, notó cómo la tensión en sus músculos aminoraba, pudo mover sus extremidades con soltura y dio un brinquito para bajar de la banqueta. Antes de cruzar la calle, giró y recogió del piso, junto al teléfono, la bolsa de plástico con fruta mosqueada que había dejado hacía unos instantes, justo debajo de un rayo de sol.

Uno, dos, tres, uno, dos, tres, contaba Tania cada vez que sus rodillas cachaban el rebote de la bolsa en camino a casa de su nana. Uno, dos, tres contaba, luego soltaba la bolsa sin guardar cuidado y se tallaba los ojos irritados por el polvo. Cuando finalmente llegó a la casa, abrió la bolsa y metió la mano dentro. Sacó una guayaba que aún estaba inmadura, verde, joven, arrancada del árbol antes de tiempo y haciendo fuerza con su puño, la aplastó hasta que la pulpa y las semillas se desparramaron por las fisuras entre sus dedos. —Guácala —se dijo a sí misma. —Tiró la plasta en el zacate de su nana, se limpió la mano en el muslo desnudo y contó de nuevo, antes de tocar la puerta —uno, dos, tres. Tres años para poder largarme de aquí.




Haydé Sicardi (Ensenada, 1987) es Abogada por la UABC y se ha desarrollado principalmente en el ramo corporativo. Ha tomado talleres de crónica, ensayo, perfil y cuento.
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