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Letrinas: «Los años rodarán en el abismo»


Los años rodarán en el abismo

Elizabeth Lomelí

 

Don Eg sale del baño con los pantalones abajo, otra vez, y te preocupa que se vaya a caer. Es un paciente con demencia al que debes cuidar, de hecho, tú mismo le has puesto ese nombre debido a que “eg” es lo único que ha pronunciado durante un año entero. Vas detrás de él, lo detienes de los hombros, le pides que te permita subirle los pantalones y da pelea, da pelea como siempre, pero luego, al sentir que la ropa le cubre la piel otra vez, se relaja y se vuelve dócil. Le explicas que es hora de dormir. Le pasas una toalla con alcohol por esas manos sucias que huelen a orina. Lo ayudas a recostarse por fin. Ambos ven el reloj del buró dar las diez de la noche y sabes lo que va a pasar. Oyes el tono del himno nacional a palmadas, le das un poco de letra con tu voz y luego apagas la luz. Le das las buenas noches a la única figura paterna que has tenido. Cierras la puerta con satisfacción porque significa la salida hacia la libertad, aunque sabes que dentro de treinta minutos la alarma sonará y luego otra vez dentro de otros treinta minutos; esa ha sido tu vida los últimos cuatro años. Tienes veintiséis, odiabas vivir con tu madre, así que al tener la oportunidad de abandonarla y ganar dinero al mismo tiempo ni lo dudaste. Tenías experiencia cuidando personas mayores porque la facultad de enfermería te obligó a hacer prácticas en el asilo. Tenías más días malos que buenos, pero -al menos- cada día podías elegir ser el hijo de alguien. Cuidabas al ex marine Marvin Müller antes de que golpeara a las enfermeras, antes de que su familia considerara la opción de tenerlo en casa y, claro, antes de que se convirtiera en Don Eg. Aseguras que no extrañas la efusividad de tu madre, que te llamara “mi baby” o “solecito”, que en realidad solo piensas en tu abuela. Avanzas por el pasillo, llegas al sillón de la sala arrastrando los pies del cansancio y te dejas caer justo ahí, frente a la chimenea apagada. Observas el carbón como si fueran pedazos muertos de ti mismo. Han sido días largos. No has podido salir. Entrecierras los ojos, vas a ceder ante el sueño. Piensas que no tiene caso dormir, pero lo intentas. Finalmente está todo en silencio a excepción del ruido que hace el refrigerador trabajando a lo lejos. Recuperas tu vida por un momento. ¿Y sabes? En el fondo sí lo sabes. No debiste quedarte dormido. El sueño se convierte en parálisis. Tu cuerpo se ha rebelado y no responde más. Mueves los ojos atrapados por los párpados hacia todas direcciones intentando que sirvan como precursor de los movimientos habituales, pero no funciona, no vuelven. ¿Qué ser de otro mundo usará tu cuerpo? Te entretiene pensar que los demonios y los fantasmas existen, pero solo es Don Eg. Está frente a ti y no das crédito al verlo erguido con el pecho en alto, mirándote de reojo. Te dedica una sonrisa como si esperara que le dieras los buenos días a unos minutos de haberle deseado buenas noches. Te pide que escuches atentamente y luego te da una bofetada que te pone la cara roja y punza. Está hablando. Descubres que puede hablar. No solo eso, declama:

“Somos parte del todo, pero una parte diminuta y casi imperceptible...”.

Camina de un lado a otro en la sala, moviendo las manos, recto, con volumen impresionante, seguro, imponente, anormal. Dudarías de su identidad, pero esta vez tampoco lleva pantalones.

“Encontramos momentos en nuestro transcurso por la tierra en los que parece que somos importantes y vivimos de ellos. La ilusión de ser alguien digno de estar aquí es lo que nos crea enemigos. De alguna manera, si nosotros somos alguien…”.

Escupe a tus pies. Patea tu pierna derecha. Te da una palmada en la cabeza y otra en la mejilla. Está jugando. Tiene el poder. Te aterra.

“…Desterramos a otro de esa posición como si existieran pocos lugares. Competimos extendiendo nuestra bandera pirata esperando saciar la sed de sangre y coleccionar cabezas enemigas. ¡Y yo tengo tu cabeza en la mira! Pero seguimos siendo nada, muchacho. El sacrificio de pasar la vida intentando tocar terrenos inexplorados por nuestros semejantes va consumiendo… toda… toda… nuestra energía. ¡Energía que no tienes, mírate! Nacimos con los objetivos claros y con el paso del tiempo aprendemos a leerlos hasta ser capaces de declamarlos frente a un incrédulo vestido de blanco. ¿O no? ¿Tu trasero está cómodo en mi sillón? Estamos los dos para los dos. ¡Peligro! Pe-li-gro”. Es don Eg otra vez gritando desde su habitación. No grita peligro, grita sus letras habituales. Te levantas somnoliento, arrastras los pies. No vas a su habitación, vas a la de al lado, donde apenas duermes y adornas para recordar la vida que tenías. A tus amigos, tus pasatiempos, todo lo que has abandonado. Quieres tomarlo todo, meterlo en una bolsa negra y salir corriendo a los brazos de tu abuela. Hueles el incienso de mirra que dejaste por la tarde, te ayuda a inhalar lento y exhalar del mismo modo. La mirra entra a tu cuerpo y sirve de calmante. Te quitas la bata que le recuerda a Don Eg que no entraste a la casa para robar y te colocas el suéter que él te regaló cuando pasaste la primera noche en su casa. “Era mi favorita, muchacho. Le toca a uno más joven usarla”, fueron sus palabras aquella vez.

-Eeeeeeeeh- y la -ggg- arrastrándose te alcanzan. No lo piensas y te mueves con rapidez hacia él. Prendes la luz. Piensas en rentar en otro lugar, en vivir de un trabajo remoto y adoptar un perro. Quizás serías más feliz o al menos estarías tranquilo. Dormirías ocho horas o tal vez más. Podrías pasear al perro, quererlo como se debe y él te querría también. Cruzas la puerta. Le pides a Don que se tranquilice y levantas la cobija para descubrir lo que sospechabas, está mojado. El hedor penetra tu nariz y decides revivir la imagen del perro corriendo hacia ti. Don levanta la mano y te toca el brazo. Te da palmadas donde puede, son caricias a su modo. Le dices que estará seco pronto y él asiente con la cabeza. Sus ojos se llenan de lágrimas y te contagia. Levantas su torso simulando un abrazo, pero él se lo toma en serio y te aprieta. Vuelves a ser un niño, pero ahora te sientes seguro. Sacudes la cabeza renunciando a las posibilidades. Le das un beso en la frente por primera vez y te hace sentir raro. Le aseguras que no tendrá pesadillas, que soñará bien, pero te lo estás diciendo a ti mismo. Lo cubres con la cobija más suave que encuentras en el armario y la acomodas. Prometes que el desayuno le gustará. Quizás aún tengan harina, piensas. Y sí, no olvidarías comprar algo tan importante.

 

Elizabeth Lomelí. Mexicali, Baja California. Maestra y bibliotecaria. Estudió en la Facultad de Pedagogía de la Universidad Autónoma de Baja California. Cuando descubrió su gusto por los cuentos tomó cursos y un diplomado en escritura creativa, luego publicó dos en una antología local. Disfruta ver dormir a su gata mientras piensa en sus pendientes.

Letrinas: «Piel»


 Piel

Nicolasa Ruiz Mendoza


Fue el primer día de clases de la preparatoria que la conocí, a Sara. Había llegado ya empezada la clase y se paró bajo el marco de la puerta con su rostro redondo e inocente pidiendo disculpas al maestro para que la dejara entrar. Y mientras estaba ahí de pie con su presencia enigmática, todos la veíamos como si se tratara de una diosa a punto de hacer un milagro esperando que se decidiera por un lugar para sentarse. Se decidió por el pupitre junto al mío. Mi corazón retumbaba con tanta fuerza dentro de mi caja torácica que por un momento pensé que podría delatarme. Cuando al fin se sentó no tuve las agallas de voltear a verla para darle la bienvenida a nuestra ahora exclusiva esquina. Unos días después de convivencia, a la hora de salida me preguntó si fumaba. Fumar siempre me pareció un vicio estúpido. Le dije que no. Entonces nos paramos fuera de una tienda de autoservicio y le pidió a un chico con cara de bobo que le comprara una cajetilla de cigarros y unas cervezas. El chico compró los cigarros y las cervezas pero le pidió su teléfono y luego le entregó su celular para que lo guardara. Yo veía cómo Sara ponía su teléfono real, pero el chico resultó no ser nada bobo y marcó al teléfono para asegurarse de que no le estaba dando uno falso. Yo veía la situación como mera espectadora, sin nada qué aportar. Al final se sonrieron y el chico con cara de bobo se fue sin haber volteado a verme una sola vez. Supongo que lo tenía bien superado, eso de ser invisible.


Aseguró que nadie estaba en su casa antes de las seis de la tarde, así que nos repartimos el seis entre las mochilas de ambas y tomamos el camión. Me cedió el único asiento disponible, ¿qué mensaje ocultaría aquel gesto? Pensé. Ella se fue de pie agarrándose del tubo metálico sobre su cabeza, y yo la veía, seguro con la cara de tonta que se me ponía cuando me disociaba, su piel sudada y brillosa con los cabellos del flequillo pegados a su frente y sus ojos grandes atentos a la calle.


En un punto cruzamos miradas, y la esquivé volteando a ver al chofer que mandaba un mensaje con una mano mientras manejaba con la otra. Sentí pánico. Regresé la mirada, y ahora ella me veía con una sonrisita que hasta la fecha no logro descifrar del todo. Acostadas en su cama en medio de moronas de papitas que me picaban la piel y sándwiches mordisqueados, veíamos “Tetsuo; The Iron Man” la escena en la que el chico persigue a su novia con su pene en forma de taladro y me imaginé yo como el chico y a Sara como la chica corriendo y gritando. Dejé salir una risita perversa. Ella también se rio y voltee a verla. Sus labios rosas brillaban con residuos de saliva y cerveza, quise besarla. Pero todo esto parecía solo una fantasía lejana cuando empezó a rozar su dedo índice sobre mi brazo y al ver la piel erizada sonrió con esa sonrisa suya que me desarmaba. Se acercó y yo me dejé llevar por el ritmo suave y lento de su boca.


El aire caliente que salía por sus fosas nasales era un indicador de que esto que tanto había deseado estaba sucediendo en verdad y no en una de mis tantas disociaciones y fantasías. Con mucha delicadeza me fue quitando la camisa escolar y pasó su lengua por mis pezones endurecidos. Así fue bajando hasta mi entrepierna y yo sentía cómo ese líquido caliente y pegajoso iba mojando mi calzón de florecitas amarillas escurriendo por mi muslo. En otro movimiento no tan delicado solo hizo el calzón a un lado y me retorcí mientras sentía su lengua tibia sobre mi sexo hinchado. Una fuerza superior a mí me obligaba a poner mis ojos en blanco y gemir y gemir, pero no como en las pornos sino algo así como un llanto ahogado, algo que duele y gusta a la vez.


Nunca había sentido todas esas cosas y ella me lanzaba una mirada salvaje con sus ojos grandes desde mi entrepierna haciendo geometría con su lengua que escurría saliva y ese líquido pegajoso y transparente. Desnudas sobre sus sábanas aún llenas de papitas picándome el culo, su celular vibró junto a ella con un mensaje y cuando lo terminó de leer dejo salir esa sonrisita maquiavélica que me provocó un espasmo en el estómago tan abrupto que tuve que poner mi mano sobre mi pecho.


De pronto la desnudez se me volvía pesada, no quería seguir con mi sexo expuesto sobre sus sábanas con moronas de comida chatarra. Me disponía a quitarme una papita clavada en la nalga cuando su mamá, una mujer bajita y amargada abrió la puerta de golpe haciéndonos brincar de la cama tapándonos la desnudez con las manos. La mujer pegó un grito y cerró la puerta. Sara y yo nos vestimos en cuestión de segundos. Al salir de su habitación, su madre estaba sentada en el comedor fumando un cigarrillo que casi se acabó de dos caladas. Hice un gesto de querer despedirme pero Sara me paró en seco, me dijo que nos veíamos en la escuela. Tomé el autobús de regreso, el rostro pulsando de tanto sonreír. Al día siguiente Sara no fue a clases ni el resto de la semana, tampoco contestaba mis mensajes ni llamadas. Ese nivel de ansiedad solo lo había sentido la primera vez que mi padre pasó por mí a casa después del divorcio. El maestro informó a la clase que Sara ya no vendría más a la escuela. Una sensación de vértigo, como cuando te despiertas en medio de un sueño en el que caes.


Durante el trayecto en autobús a casa sonaban en la radio las estrofas de esa canción: Notice me, take my hand, why are we, strangers when, our love is strong?”. Una patada invisible al estómago, otra a la cabeza y cuando la canción terminó yo berreaba como un niño en medio de gente sofocada por ese calor seco que te hace pensar en las llamas del infierno y el aire acondicionado que no daba para más. Una señora sentada enfrente con demasiado rímel y delineador negro me dijo en su voz ronca: “Eso niña, sácalo todo para que se aclare esa cabecita hermosa”.  Y mientras me limpiaba las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano, el autobús se detuvo frente al semáforo en rojo. Miré a la calle y ahí estaba, Sara en su uniforme nuevo con el cara de bobo. Cruzamos miradas una vez más y su sonrisa se borró por completo, tomó a cara de bobo de la mano y se alejaron caminando. Como si yo fuera un fantasma que se negaba a aceptar haber visto. Como si fuera invisible.





Nicolasa Ruiz Mendoza (1991) es una cineasta, guionista y productora mexicana. Estudió Medios Audiovisuales en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Su tema principal como artista es su relación con Mexicali, una ciudad fronteriza desértica en el noroeste de México. En 2014 ganó una beca para realizar un programa de intercambio con la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) para estudiar en su escuela de cine durante un semestre en Bogotá. Sus primeros cortometrajes, JR (2019) y Obāchan (2020) ganaron fondos federales para producciones como PECDA e IMCINE. Su proyecto Lo Raro, fue seleccionado en la categoría Contenido Episódico del Gabriel Figueroa Film Fund dentro del Festival Internacional de Cine de Los Cabos 2019, ganando el premio al mejor proyecto en desarrollo por la agencia Art Kingdom, y en 2020 ganó el premio al mejor guion en el Festival de Cine ANIMASIVO. También participó en CATAPULTA, FICUNAM 2021, IFAL 2021, VENTANA SUR Punto Género 2022 y THE WRITE RETREAT 2023. Guion Guadalajara Talents (2022), ganador del premio Cine Qua Non Lab para revisión de líneas argumentales 2023. En 2022 produjo el largometraje de Omar Rodríguez López “Luna rosa” ahora en postproducción. Recibió el Fondo de Desarrollo IBERMEDIA a finales de 2023 para escribir el guion de su primer largometraje de ficción, Lo Raro.


Letrinas: Gente tan posible



Gente tan posible

René Rojas González

 

¿En qué puto momento se me ocurrió andar de revoltoso, caray?, se flagelaba Christian, mientras lavaba los trastes. Quería echarle la culpa un poco a su papá y sus libros comunistas setenteros-ochenteros. Ay, pinche librero, se dijo de repente. No, no es por ahí, pensó, aunque la pregunta le desbloqueó el recuerdo de un quever con El Estado y la revolución de Lenin. Laberinteando, de vaso a plato, de plato a taza, de taza a jabonadura, se forzó un tanto a creer que un "en el socialismo no hay crisis" de un libro de la prepa le había gatillado todo, pero, ¡na!, se decía, no era para tanto.

Siguió zigzagueando. Lo tomó desprevenido recordar un momento que parecía ajeno a lo que venía rascando (y que hace algunos años todavía le incomodaba). Fue una vez con su mejor amigo de la uni a una conferencia de consagrados profesores marxistas. A la salida, Christian comenzó a balbucear alguna duda a un asistente que sus azules, mezclillas, lentes y coleta bien amarrada y lacia lo titulaban de antropólogo-militante-orador en círculo de reflexión. El Compañero, acompañado de otros Compañeros, respondía, claro, con natural desenvoltura. Terminando el cruce, en un instante, el amigo le dijo convencido: "no les hagas caso. No te conviene juntarte con ellos". Y ahí va San Pendejo, sin preguntarse siquiera "y bueno, ¿como por qué no hacerles caso?". ¿Qué otra historia habría comenzado ahí?, se preguntaba ahora Christian haciéndose los ojos chiquitos y medio viendo para arriba, mientras sus manos ya estaban en reproducción automática.

Le extrañó seriamente no encontrar razón para que apareciera este lo que no fue en medio de lo que buscaba, hasta que se dio cuenta que el episodio estaba incrustado en una temporada muy particular. Mucha gente en la calle..., indígenas luchando..., atinó a aterrizar, en el mismo momento en que salvaba de ahogarse a algunos cubiertos. Los utensilios emergían con escenas que tenían una agradable consistencia corporal: gente tan posible, tan real, tan fresca. Sí, tan fruta prohibida, se achacó, para luego soltarse una condena: la muerdes y pierdes el paraíso del conformismo, eres enviado al purgatorio de los zombies de las causas justas, extasiados por ya no vivir por ellos mismos.

Mientras pasaba enjuagada la recurrente y pesada olla exprés al escurridor, Christian notó que si no era con el Compañero de la coleta, la mordida iba a ser poco después. Este callejón le hizo creer que, si era uno quien se convertía en zombie, era la fruta prohibida la que lo mordía a uno. Se sonrió con una ligera exhalación por la nariz. Pero casi de inmediato, cuando lavaba con cuidado el filo de su cuchillo cebollero, le brincó un ¡no!, rotundo, con gesto reparado y cabeza yendo de izquierda a derecha y viceversa: esa gente tan posible nunca me pidió que viviera por ella, se dijo primero, sintiendo una incisión deslizante en la corteza cerebral. Ellas y ellos tan llenos de vida para defendérsela como les salga y uno tan muerto por quererles vivir su vida, sentenció después, disimulando una torsión en el abdomen, como de punción profunda y benevolente.

Nada digno de tumbarlo, Christian acabó de lavar con la formalidad acostumbrada: se enjuagó las manos, cerró la llave (la de la fría para dejar la caliente a otros), las escurrió simétricamente con los dedos pegados y firmes hacia abajo para aprovechar la gravedad, tomó el trapo de secar que previamente dejaba colgado en la manija de la estufa (rápidamente para evitar cualquier escurrimiento en el piso de la cocina y no hacer patas), se secó las manos pasando cuidadosamente el trapo entre los dedos y lo colgó extendido y simétrico de nuevo en la manija de la estufa. Volteó hacia el escurridor y admiró el casi descomunal montículo de trastes imposiblemente sostenidos secándose, como artista deslumbrado por su máxima creación abstracta, convencido de haber salvado la casa, esperando ser tan posible por haber lavado todos los trastes esta vez, expectante ahora por las hazañas y altares de los otros habitantes, esos que sí son tan posibles por vivir como les salga.

 


René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Sputnik Fanzine #05 para leer y descargar


Celebramos 13 años del Ummagumma Alt Rock Pub, la casa de la contracultura en Aguascalientes con una edición monstruosa de nuestro fanzine. 

Las letras de Antonio León plasmadas en el 'Cuaderno de Courtney Love', los trazos de Oliver Nevarez aka El Queso Prohibido, Barajas: el documental, La ciudad de los suicidas by Los Yonkis y muchas luces calientes por doquier.


Letrinas: El Desahucio




El Desahucio

Sergio Madrazo Langle

 


Cuando dejé el puesto que tenía en un bufete bastante prestigiado, fue para iniciar la aventura de ser mi propio jefe. No imaginé que el primer asunto que, por azares del destino, entraría al «despacho», como llamaba pomposamente a mi diminuta oficina, tendría que ver con un desahucio, esa palabra que siempre me había sonado a hospital, a dolor, a desesperanza. Desahucio: cuando te la dicen, sabes que te vas a morir, que ya, es todo, adiós, ojalá te hayas divertido. Yamamoto, amigo, no hay más.

Ese día me desperté muy temprano. Con mi mejor traje, camisa blanca, corbata y zapatos recién boleados, pasé con puntualidad a las 6:30 de la mañana por El Actuario, aquel funcionario que daría fe y legalidad de lo que estaba a punto de hacer: desalojar a la familia que habitaba el departamento propiedad de mi cliente porque le debían más de un año de rentas. Estaba nervioso: nunca había sacado a nadie de su hogar, prefería otro tipo de juicios, pero cuando empiezas lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Comenzaba mal la cosa. A las 7:21 de la mañana, me descubrí parado frente a uno de esos edificios de tabiques rojos y paredes grises, manufacturado a principio de los años setenta bajo la consigna de un supuesto empoderamiento de la clase trabajadora. Ni madres: ahora, cuando los ves, todo te queda claro: son los custodios de familias de clase media venidas a menos, desesperadas por mantener un vestigio de dignidad que las interminables crisis de este pinche país infernal les han arrebatado. El número resaltaba junto al portón de la entrada. Revisé la dirección por quinta vez: Cuauhtémoc 357, interior 602.

A mi derecha, El Actuario, con su traje café y camisa color crema, corbata y zapatos que habían visto sus mejores tiempos hacía años, quizá décadas, preparaba su acreditación como funcionario del juzgado y los documentos que debía notificar. Un actuario, para quien no lo sepa, es el achichincle del juez, te acompaña y da fe de los hechos. Me miró con ojos caídos, negros como dos diminutas entradas a la desesperanza; las arrugas alrededor de la boca adornaban unos labios resecos que apestaban a alquitrán y alcohol de la noche anterior; una nariz mediana, de la que asomaban pelos negros, dividía un rostro triste, asimétrico, de piel grisácea.

―Listos, abogado ―su voz, profunda y melodiosa, desentonaba con todo su aspecto y dejaba ver su origen y educación.

Pinche wey asqueroso, vil criado del juez. Además de nosotros, había siete cargadores que ya había contratado y con quienes me quedé de ver ahí, en la entrada del domicilio. Era un grupo curioso, liderado por El 17 uñas, sobrenombre que, más que apodo, describía el deplorable estado en que se encontraba: de su mano derecha, los dedos pulgar, índice y cordial habían desaparecido, en su lugar había quedado una capa de fina piel que unía su muñón al anular y meñique a modo de mano de extraterrestre protagonista de una película de El Santo. Los rumores decían que, de niño, le había explotado una paloma, pero él alardeaba haberlos perdido de un machetazo al participar en el desalojo de una vecindad en el centro de la ciudad. ¿Cuál habría sido la verdadera historia? ¿Dónde habrían quedado esos dedos? ¿Los habría recogido él mismo o tal vez alguien que lo acompañaba ese día? ¿Fueron el alimento de algún perro callejero? ¿El juguete podrido de algún niño de la calle? La verdad sólo se guarda en esa novela llamada recuerdo que nuestro lisiado conservaba con recelo.

Sin importar que al lado estuvieran los timbres de cada departamento, di dos golpes con los nudillos al portón.

―El portero es el único que abre el edificio.

Claro que no era cierto, pero mentir siempre se me había dado bien. Yo en ese momento pensaba que era un requisito indispensable para ser abogado, qué equivocado estaba: es un requisito para ser feliz y mantener una precaria armonía en esta vida.

El principal problema para entrar y chingarte a alguien es justamente eso, entrar. Siempre que hay un velador en el edificio, te pones de acuerdo, un par de días antes, para que te dé acceso. Yo dos días atrás me había presentado en el inmueble y me las arreglé para hablar con el portero. Tras intercambiar frases sin importancia, fui directo a la cuestión: le ofrecí lo que hoy equivaldría a 500 pesos para que el jueves me abriera a una hora determinada, sin hacer preguntas, y dejara pasar a las personas con las que acudiría. Tras un breve escarceo, accedió al equivalente a 850 pesos actuales.

Cuánta razón tenía Fouché: «todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es». Aquí en México esta frase, hasta el día de hoy, sigue labrada en el espíritu de sus ciudadanos, casi tanto como la creencia de que algún día pasaremos al quinto partido en un mundial.


La cara redonda y roja de nuestro sobornable personaje apareció tras un instante, me sonrió y, sin mediar palabra, con mirada cómplice y dándose aires de importancia, nos dejó entrar. Di un paso decidido y tras de mí siguieron El Actuario, los 7 cargadores y El 17 uñas. Uno de los puntos más complicados del proceso estaba superado. Al cruzar el zaguán, subimos por unas escaleras más amplias de lo que se podía esperar; estaban tan mal iluminadas que más bien parecían un túnel que conducía hacia ninguna parte; me dio la impresión de que auguraban el destino que le esperaba a los que, por una u otra circunstancia, se veían en la necesidad de utilizarla. Los escalones eran de mármol viejo, cuarteado y roto, de un color que en su momento debió de ser blanco; el barandal de herrería, pintado de negro igual que el portón, se descarapelaba aquí y allá como esta pinche ciudad, como este pinche país.

Llegamos al segundo piso y giré a la derecha: en cada planta había tres departamentos, sus puertas de madera lucían viejas pero limpias; en el centro, números dorados las identificaban. El pasillo olía a cloro, olía a tristeza. Me coloqué frente al 602 y respiré hondo antes de tocar el timbre dos veces. No estoy seguro, pero creo que escuché a un perro ladrar del otro lado de la puerta. Pensé que, de ser así, se nos iba a complicar más el asunto. ¿Y si nos atacaba? ¿Qué tal que sospechaba que estaba a punto de irse a la calle como muchos otros de su especie? Me obligué a no pensar. Apiñados en el rellano detrás de mí, el concurrido contingente aguardaba en silencio: había llegado el momento. Se escucharon unos pasos lentos que se dirigían a la puerta.

―¿Quién es? ―había duda en la voz del otro lado de la puerta.

―Soy el mensajero de la compañía de telégrafos.

«Y vengo a chingarte tu casa», quise agregar, pero me contuve. Clavé la mirada directamente sobre el rostro de El Actuario pero él ni se movió. El 17 uñas estaba más que listo, pude notarlo.

―Vengo a dejarle un documento ―proseguí.

Me dijo que lo metiera por debajo de la puerta. Yo estaba preparado para esa respuesta: le aclaré que debía firmar de recibido y entonces contestó que apenas eran las siete de la mañana. «Hoy empecé temprano, señor ―insistí―, es cumpleaños de mi hijo y quiero llegar a la hora del pastel».

Unos segundos después, se escuchó el sonido de la cadena deslizándose, seguido de dos giros del seguro. Volví a pensar en los ladridos que creí haber escuchado, ¿qué íbamos a hacer si tenían un perro? Seguramente los iba a proteger a ellos, claro: eran su familia. No pude seguir pensando porque en ese momento la puerta comenzó a abrirse y le pegué un empujón «¡Entren, cabrones!». El 17 uñas y su grupo me siguieron, y vaya que me siguieron: pasaron por encima de mí, me atropellaron y salí volando para caer justo encima de un hombre de 67 años. Ahí quedamos los dos, aplastados como cucarachas.

Me levanté lo más rápido que pude y vi que El Actuario, como vil funcionario, cobarde y miserable, era el último en entrar. Identificación en mano, dirigiéndose a nadie, comenzó a explicar el motivo de la diligencia.

―El juez decimoctavo de lo civil de la Ciudad de México ordena la entrega y por tanto desocupación del inmueble de forma inmediata…

Justo a la izquierda de la puerta de entrada, estaba la cocina: sus paredes tapizadas de losetas blancas y azules abrazaban una barra abierta de granito en la cual descubrí un plato con gelatina rojo sangre, de esa que le dan a los enfermos en los hospitales. En ese momento, la cara de mi maestra de tercero de primaria llenó por un segundo toda la escena, mirándome fijamente con sus ojos color miel, de los que sigo secretamente enamorado, explicándome que la gelatina está hecha de colágeno que extraen del cartílago de animales muertos. ¿Qué hubiera pensado de mí al verme ahí, en ese departamento, a punto de sacar a esas personas?

Regresé a la realidad: frente a la barra reposaban cuatro bancos de madera, pintados de lo que en algún momento, supuse, fue blanco, pero que ahora era un color cremoso y amarillento, muerto. El comedor estaba formado por una mesa de madera rodeada de ocho sillas revestidas de una tela verde obscura, tan desgastada que parecía a punto de romperse; a la derecha, la sala, amplia, con sillones blancos y bien cuidados, cubiertos de plástico transparente para evitar que se ensuciara. Las paredes estaban salpicadas de cuadros impersonales, paisajes de montañas verdes y lagos azules: ventanas imaginarias, una vía de escape para las mentes de aquellas personas atrapadas en cuerpos esclavizados por la angustia de no encontrar la forma de subsistir en ese pinche laberinto de asfalto que era la ciudad, poblado de indiferencia, de egoísmo, de perros y humanos por igual.

Al lado de la sala, un pasillo conducía a las habitaciones: de él emergió una mujer de edad atemporal, su cabello entrecano caía un poco por debajo de sus hombros. Alta y delgada, de rostro alargado y ojos obscuros, arrastraba los pasos mientras sostenía con la mano derecha un tubo de plástico transparente: uno de los extremos estaba insertado en su nariz y el otro iba a dar a un tanque verde: sus ojos, aunque apagados, estaban llenos de furia. Detrás de ella distinguí a una mujer de unos treinta y algo de años, cargaba a un niño que no tendría más de seis años; era blanca y de cabello rubio, sus ojos lucían idénticos a los del viejo que en esos momentos se incorporaba dolorosamente. Yo no supe qué hacer, no me habían dicho que allí vivían niños.

Cuando iba a darles más instrucciones al 17 uñas y sus trabajadores, la mujer del tanque de oxígeno me encaró; jadeante, me exigía una explicación. Yo no podía apartar la mirada del niño que, en los brazos de la que supuse su madre, volteaba de un lado a otro aterrorizado, sin saber qué estaba pasando y quiénes eran todas esas personas; sus labios se contrajeron en un puchero y un llanto agudo llenó el lugar. Cuando por fin me recuperé, me dirigí a la mujer para explicarle que, en virtud de la falta de pago de las rentas, nos veíamos en la penosa necesidad de desalojarlos del departamento. En ese instante, el pequeño arremetió elevando el nivel de su lamento y yo levanté la voz para hacerme escuchar por encima del caos: le ordené al 17 uñas que sacara todas las pertenencias de la familia y las dejaran en la banqueta frente al edificio. Cuando lo vi caminar rumbo a los cuartos, quise decirle que tuviera cuidado con el perro, pero, ¿cuál perro? No había visto ninguno a pesar de que podría jurar que había escuchado sus ladridos. La mujer del tanque de oxígeno se me paró enfrente y supuse que volvería a pedirme una explicación, pero lo único que hizo fue escupirme la cara. Sentí su saliva en los labios: sabía a tristeza, sabía a desamparo.

A pesar de que ya no quería estar ahí, me esperé a que sacaran todo a la calle. La familia, en un momento que ni siquiera noté, desapareció del departamento; supongo que salieron al lado de uno de los cargadores, cuidando que sus pertenencias no desaparecieran. No hubo perro, quizá me lo imaginé, es lo más seguro. Cuando terminó la diligencia, me aseguré de que cambiaran las cerraduras: es tu obligación quedarte a revisar que todo quede bien sellado, para que la familia no vuelva a meterse (sí, ya sé que suena como si hablaras de pinches ratas, pero así son las cosas), para que no haya mayores complicaciones. «Listo, nos vemos a la siguiente». La voz del 17 uñas me sacó del letargo, pero no le contesté nada: con sólo eso, asegurarme que habría una próxima, ya me estaba diciendo todo, no había necesidad de agregar cosa alguna. Ya lo dije: cuando empiezas, lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Cuando llegué a mi casa, dejé el saco en una silla y me serví un vaso de agua. Después de un momento, escuché bajar las escaleras unos pasos rápidos y decididos; un instante después, mi mamá estaba frente a mí. Con esa intuición que caracteriza a las madres, me preguntó qué me pasaba. Le dije la verdad: aquel no había sido un buen día. ¿Cuántas veces más iba a tener que sacar a una familia de su casa? Lo único que me preguntó mi mamá fue si me había dolido hacerlo. ¿Qué contestar? Pues la verdad, nada más: no esperaba sentir ni madres y sí movió algo en mí.

―¿Qué sentiste?

Quise hablarle de esa mezcla de tristeza, coraje y miedo. Quise hablarle de la vieja aquella, del hombre, de la gelatina color sangre ahí en la barra que, seguramente, ya nadie se comió (no me acuerdo). Sin embargo, me limité a nombrar esas tres emociones: tristeza, coraje y miedo. Me dijo que la tristeza y el coraje los podía entender, pero ¿y el miedo?, ¿por qué el miedo? Era una buena pregunta, ¿por qué miedo? No supe qué decirle y cenamos en silencio porque ya tenía mucha hambre y así se lo dije a mi mamá.

«Oye», me dijo a mitad de la comida, «¿ya te habías dado cuenta de que hombre y hambre se escriben casi igual?». Mi mamá y sus frases que se te clavaban en la memoria y ya no podías sacarlas ni aunque te ayudara el 17 uñas. Entonces me di cuenta de todo: por qué el tanque de oxígeno, por qué la gelatina roja como de hospital, por qué los muebles cubiertos de plástico y, sobre todo, por qué la imposibilidad de pagar las rentas, pero ya era tarde para hacer algo. Con razón esa palabra, desahucio, siempre me había sonado así, a dolor y desesperanza.

Allá afuera, en la calle, escuché ladrar un perro y quise preguntarle a mi mamá si ella también lo había oído, pero me dio miedo que me respondiera.

Letrinas: Aquí los muertos no se levantaban


Aquí los muertos no se levantaban

Pablo García Ramos

 

Andaba por las calles de Aciago. A mi alrededor solo había silencio, aquí los muertos no se levantaban. Entré a la catedral, pero los santitos ya no estaban, supongo que se los llevaron cuando enterraron a los demás. Dicen que te protegen para que no regreses. La iglesia tenía bonitas pinturas en el techo, ya se veían deterioradas, rotas. Había pasado mucho tiempo desde que Aciago estuvo poblado. Era muy grande la catedral. Me imagino que las misas aquí eran muy entretenidas, si no, ¿para qué hacerla de este tamaño? Yo no soy mucho de rezar y encomendarme a Dios, pero no queda de otra estos días. Me hinqué al pie del altar y pedí por mis hijas, que no se levantaran. Enterrarlas una vez fue lo peor que me ha pasado, pero enterrarlas dos veces me volvería loco. Ningún padre debería ver morir a sus hijos. No quiero cremarlas, porque si un cuerpo se quema, su alma no puede descansar y se queda en el limbo para la eternidad. Cremé a María, y siento que ahora, en las noches, escucho que canta, o llora, a veces cambia. Es la tercera iglesia a la que voy a rezar desde que murieron mis hijas, y en esta es en la que me he sentido más nervioso y no sé por qué. Con todo y el silencio, siento que hay murmullos que resuenan en toda la catedral. La luz entra por el techo, y hace sombras con las columnas que apenas sostienen lo que queda de la iglesia. Podría jurar por Dios que escuchaba voces cuando soplaba el aire. Me pasaba que escuchaba mi nombre y tenía que voltear. Me sentía acompañado, como si cada sombra de la iglesia fuera una mirada, y como si cada vez que soplaba el aire alguien se lamentara. Dejé de pensar en eso y me levanté. Probablemente sea imaginación mía. Aquí los muertos no se levantan. O quizás sí.

 Me persigné y salí de ahí. Estaba nublado afuera, probablemente iba a llover, pero llevé mi paraguas. A pesar de que llovía mucho por acá, el cielo parecía seco desde hace años, y la tierra era infértil. El hermano de María me dijo que parecía que la tierra estuviera muerta, como si no pudiera siquiera absorber el agua de lluvia o los rayos del sol. No crecía nada desde hace mucho, pero antes caminaba por las calles y llegaba con mi mamá con una cubeta llena de fruta que se caía de los árboles. Fui a visitar mi vieja casa, ya nadie vivía ahí, y no estaba seguro si todavía estaba entera. Eran unas cuatro calles de la catedral a mi casa, decidí irme caminando, ver las calles en ruinas a pie.

 Aciago nunca fue un pueblo reconocido por algo bueno, puras desgracias pasaban aquí. Si uno contara la historia de Aciago, no dudaría del porqué de su nombre. Antes de la conquista era un pueblo de esoltesonis, se encargaban de recoger y limpiar la sangre de los sacrificados y de los enfermos. No había otra cosa que hacer más que limpiar en Aciago. Antes no se llamaba Aciago, eso sí. Nadie sabe cuál era su nombre, se quemaron todos los códices de nuestros antepasados, y lo que sabemos de Aciago antes de la conquista es porque se pasaba como leyendas. De hecho, el nombre de Aciago viene de una leyenda. Al llegar los españoles a nuestro pueblo, lo consideraron una aldea sin chiste, por lo que mataron a todos los hombres, y a las mujeres las preñaron. El primer niño nacido de Aciago murió junto con su madre en el parto, y el padre, que amaba a la madre más que a sí mismo, solamente decía “qué día tan aciago”, lo repitió y repitió por años, y todos empezaron a decirle Aciago al hombre, y cuando lo encontraron morado en su casa, colgado, decidieron ponerle Aciago al pueblo, para conmemorar al hombre que perdió todo antes de tenerlo. Eso decía mi abuela, pero ni cómo creerle, ya era muy vieja y a veces se inventaba cosas. Una vez me contó que Porfirio Díaz se enamoró de una mujer de aquí, una chica de cabello castaño que le llegaba hasta la espalda baja, y a veces se veían a escondidas cuando él todavía era joven, antes de ser presidente. Díaz la cortejaba en las noches, le escribía poemas y hablaban por horas detrás de la casa de la chica. Sin embargo, la mujer no era una que creyera en la monogamia, y olvidó decirle a Díaz. Una vez, entrando a su casa, dicen que Porfirio vio a la mujer con otro hombre en su cama, y Díaz solo se fue. Años después, cuando ya era presidente, Díaz ordenó la matanza de Aciago. La historia dice que fue ordenada para el asesinato de desertores y revolucionarios, pero mi abuela decía que fue por la joven. Cuando terminaron los disparos, y el humo se asentaba, todos los que estaban a una calle de la casa de la mujer fueron asesinados, incluyéndola.

 Caminé por la calle principal. Ahora nada más era empedrado. Al llegar a casa me di cuenta de cómo había pasado el tiempo. Ya tenía veinte años desde la última vez que vine. La puerta todavía estaba cerrada con seguro, pero ya era muy vieja, nada más la tuve que empujar con el hombro. Polvo empezó a esparcirse en el aire, y solo me pude tapar con mi brazo. Apenas y le entraba luz a la casa, habíamos cerrado todas las ventanas cuando se murió mamá. Volví a sentir una mirada sobre mí, pero esta vez la sentí mirándome directamente a los ojos. Retrocedí unos pasos, ni siquiera había pasado del umbral de la puerta. El pequeño destello de luz que entraba alumbró los ojos de una araña grande, muy grande. Era del tamaño de una silla o un sillón individual, era más grande que cualquier cosa que había visto. No sé mucho de animales, pero sé que no era común. La vi moverse desde la esquina en la que la luz entraba hasta el centro de la casa. Una vez teniéndola más de cerca noté que estaba cubierta de pequeños vellos por todo su cuerpo. Tenía un color muy peculiar, los bordes de su cuerpo eran amarillo y naranja, mientras que el resto era negro. Apenas alcancé a ver eso, tuve la intención de irme, pero mis piernas no me respondían, no podía moverme. Se acercó más. Esta vez iluminada por la tenue luz que entraba por la puerta. Noté algo aún más extraño. Era una araña, pero tenía tenazas y la cola de un escorpión. Había escuchado sobre los alebrijes, pero nunca había visto uno. Mi abuela decía que eran representaciones de sueños, pero este no había sido un sueño mío. Mientras yo lo veía, él se acercaba, lentamente. Cuando estuvo frente a mí, pude moverme para dejarlo pasar. Olió mis pies un poco y decidió irse. Sus ojos me miraron, y me calmaron, los sentí familiares. Bajó la cabeza y se fue entre los árboles. Cuando volví a mirar hacia adentro de la casa ya no había nada que me llamara la atención, las ganas que tenía de entrar se fueron. Caminé hacia mi auto pensando en lo que acababa de pasar, y no le encontré explicación, pero así era aquí. Subí a mi auto y decidí irme para el pueblo, con Gus, tenía mucha hambre y aquí no había nada para mí. Ni para nadie.

           “¡Gabriel! ¿Qué haces aquí? Tiene mucho que no nos vemos, hermano.” Me dijo Gus cuando llegué. Ya lo extrañaba, al canijo. Me invitaron a comer al rancho. Su familia estaba bien, su esposa y su hijo, cada quien trabajando en su parte de la tierra. Lo que se me hizo raro es que pusiera a trabajar a Carlitos, nosotros a esa edad estábamos jugando con trompos o al fútbol. Y sí le dije: “Oye, Gus, tu chavito apenas tiene 13, debería estar jugando con sus amigos y echando novia, no se me hace buena idea que esté trabajando en el campo todo el día.”, y él me dijo “Me estoy muriendo, Gabriel”. Que, según el cura, le había agarrado la maldición. Por eso lo estaba poniendo a trabajar, para que cuando él ya no estuviera, alguien se encargara de la familia. Yo estaba que no me lo creía. Le dije “Gus, si es en serio lo que te dijo el cura, deberías ver a un médico. Yo sé que no crees en la medicina ni en los doctores, pero tienes que entender, que a los que les agarra, se levantan. No te quiero ver muerto, y menos te quiero ver levantado”, pero nomás el Gus se hacía loco, me decía que no creyera en todo lo que dicen las noticias, que era para la borregada, que él era más inteligente que eso. Estuve a tres de darle un sape, si yo sé lo que le digo. Mis nenas tenían 15 y 8, y aun así se me murieron. Gus, con sus 49 años, apenas y se salva de un resfriado, la maldición lo va a matar. Me dijo que ya no habláramos más de eso, que ya lo había decidido, si se moría, se iba a morir y no podía hacer nada. Le dije que estaba bien y que me hablara a la ciudad de vez en cuando, para saludar, mínimo. Fuimos a la mesa y comimos unos tacos de buche, le quedaban muy sabrosos a Rosalba, la esposa de Gustavo. Le había llevado unos regalos a Carlitos, me los había traído de allá, de la Ciudad de México. Le llevé unas películas y unos libros, le gustaba leer mucha ciencia ficción. Si supiera que lo que estamos viviendo era eso, ciencia ficción. Me despedí, pero antes le di el número de mi hospital, por si se sentía mal. Me dijo que no me anduviera con burradas y se despidió. Quise mucho a mi carnal, de veras. Me hubiera gustado quererlo un poquito más.

             Normalmente los viajes a mi departamento eran largos cuando iba al pueblo, pero ese día había toque de queda para todos los menores a 40 años, así que estaba muy despejado. Ya era un poco tarde. No recuerdo haber visto atardecer más bonito como el de ese día. El cielo era de todos los colores, y decidí estacionar el carro para verlo pasar. Antes tomaba muchas fotos y se las enseñaba a María cuando llegaba a la casa, ahora solo las tomo por placer, me gusta guardar los recuerdos, aunque sea así. Cuando empezó a oscurecer, volví a la carretera. Pasé por el centro para comerme unos churros, y otros se los iba a poner en el altar a mis niñas, tenía antojo. Siempre me sorprende ver que esté tan vacío los días de toque de queda, me recordaba a cuando no sabían qué hacer con los levantamientos. El gobierno decidió que las actividades a partir de las seis de la tarde se suspendían. A esa hora se levantaban. Me acuerdo la primera vez que vi a uno. Ahí estaba, caminando, nada más. Los científicos dicen que tienen fuerza sobrehumana y que sus instintos son animales, que su cerebro algo tiene que sólo caminan y comen. Era muy extraño, antes de que crearan la Comisión Recolectora de Levantados, los cuerpos sólo amanecían tirados, algunos con sangre en la boca, porque les daba hambre y comían lo que encontraban. Si no encontraban humanos, se comían ratas o perros, no les gustaba la carne cocida o la comida que comemos. Al principio todos pensábamos que eran como los de las películas, que se levantaban y te infectaban si te mordían, pero solamente tenían hambre, y no había una explicación clara de cómo te contagiabas, simplemente pasaba. Tus uñas se volvían moradas, luego perdías mucho peso, y te salían llagas en el cuello, y luego te morías. Y te levantabas después. Y a veces no. En realidad, le podía tocar a todos, vivos o muertos, aunque era más raro que los muertos sin síntomas volvieran, pero pasaba, eso sí.

 Después de recoger mis churros me fui al departamento, no es tan grande, pero no necesito grande, solo soy yo. No se gana mucho como recolector, pero se gana lo suficiente para vivir bien. También hago un turno de limpieza en el hospital general, con eso y de recolector me podía comprar mis churros y vivir bien. Tenía una televisión y un celular, estaba bien. Ya en la noche veía las noticias, y justo ese día anunciaron que era el fin del mundo. Yo no sabía que se podía anunciar eso. Dijeron algo así como: “Dadas las circunstancias, el reloj del apocalipsis ha llegado a la media noche. La humanidad está viviendo en tiempo contado”. Apagué la tele y no supe qué hacer, me quedé un rato sentado en mi cama. Le llamé a Gus. Estuvimos hablando un rato, me dijo que él creía que ya iba llegar Dios, que eso decía la biblia. Yo le dije que no sabía si iba a llegar Dios o no, pero que no me quería morir todavía. Gus era muy religioso, llevando sus santitos en la cartera y yendo a misa todos los domingos. Yo nada más iba a la iglesia a pedirle a Dios, a contarle cómo iba mi vida. Nunca me contestaba, pero espero que me estuviera escuchando. Le pregunté qué iba a hacer, y me dijo que se iba a ir a rezar hasta que llegara Dios. Me mandó bendiciones y me colgó. Ahí estaba, sentado, viviendo el fin del mundo. Yo pensaba que iba a ser más ruidoso.

 Entonces, el mundo ya se estaba acabando, estábamos en tiempo contado. A mí la verdad sí me pareció raro, yo veía para afuera de mi edificio, y todo se veía normal, no se veía que todos estuvieran en la calle rezándole a lo que creyeran para que nos salvara. No sé para qué rezar si ya estuvo que nos morimos todos. Yo solo vivo para cuidar a mis muertas, porque si no las cuido yo, nadie más las va a cuidar. Pensé que, si yo también ya me voy a morir, por lo menos voy a descansar. Tenía un dinerito ahorrado. En lo que se acababa el mundo podía irme a Acapulco, no conozco el mar. Ya estaba guardando mi dinero con mi ropa y zapatos en una maleta, cuando escucho “Gabriel, vete para Aciago, ahí te vas a morir”, y yo que me volteo para ver de dónde me hablaban, pero nada. Entonces dije “¿Quién te dijo que me voy a morir ahí?” Y me dijo la voz “Yo te voy a matar allá”. Yo no sabía ni qué contestar. Sí quería ir para Aciago otra vez antes de ir a Acapulco, entrar a mi casa ahora sí. Pero ya no, si me voy a morir quiero que sea donde yo quiera. Morirse tampoco está tan mal, pero quiero seguir vivo un rato más. “Gabriel, vete, ya te toca.” Me di cuenta de que la voz me sonaba conocida, pero no podía saber si era de hombre o mujer. “Yo iba para Acapulco, ni tenía ganas de ir para allá.” Le dije a la voz, y ya no me contestó. Terminé de empacar y les escribí una carta a mis niñas y a María, por si se espantaban de que no durmiera ahí. Cerré la puerta y me sentí como en un sueño, como si yo no estuviera en mi cuerpo, viéndome de lejos. Ya no me sentía vivo.

 Salí de madrugada, todavía estaba oscuro. En el camino me puse a pensar en mi vida. María sabía quererme, era muy linda, a veces todavía la veo en el asiento del pasajero, quejándose de que no le gustaba ir al, ir a Aciago. Era una persona muy elegante y no le gustaba ir a esos lugares. Ella sí conoció el mar. Pero cómo es chistosa la vida, en sus últimos días me dijo que fuéramos al pueblo, que quería ver las flores amarillas, pero en el pueblo no había flores amarillas. No la pude llevar al final, se murió antes de que el doctor pudiera darme permiso. Ahora siempre que voy al pueblo busco sus flores amarillas, pero nunca hay nada. Me acuerdo que les pegó muy duro a mis niñas que su mamá se muriera. Yo nunca fui su amigo, esa era María, y se habían quedado sin su amiga. Pero tampoco pudieron llorarle mucho, se murieron unas semanas después, Ana un martes y Lucía el mismo viernes. Dicen que Dios les pone sus retos más grandes a sus soldados más fuertes, pero nunca me consideré fuerte, ni fui a la guerra. Era muy chillón de chiquito. Los viajes en carro siempre me mareaban y mi mamá me decía que me durmiera que no pasaba nada, pero yo siempre vomitaba. Creo que nunca le caí bien a mi mamá, aunque sí me quería, pero no le caía bien. Le recordaba mucho a mi papá.

 Andando por la carretera, vi que los carros estaban parados, y había una fila muy grande, no supe qué pasaba. Le pregunté al señor del carro de la izquierda, pero sólo subió su vidrio. Las casetas estaban tomadas, pero le di cien pesos al señor que la atendía y me dejó pasar. Creo que los que no querían dar dinero eran los que no pasaban, pero ya no tenía en qué gastarme el mío. Últimamente toman mucho las casetas, dicen que son La Nueva Ola, pero yo no he escuchado que hagan algo fuera de tomar casetas y saquear supermercados. Antes de seguir mi viaje les iba a preguntar que qué hacían tomando las casetas, porque nunca daban explicaciones, pero el otro día vi en las noticias que habían desaparecido a una familia en esa caseta, y nadie quería hablar; y ya no tendré familia, pero sí sé a qué se refieren con estar “desaparecidos”. Me empecé a sentir un poco mareado el resto del camino. A mi abuela se le bajaba la presión cuando iba a Acapulco, eso me contaba Gus, tal vez era eso. Nunca me llevaron, pero yo le creo a Gus.

  Cuando vi la señal de “ACAPULCO A 7 KM” me sentí mejor. La radio estaba sonando, y desde muy pequeño me gustaban Los Prisioneros, y cuando los escuché en la radio me perdí por unos minutos, cerré los ojos y me vi con María bailando, como cuando éramos jóvenes. Ella bailaba como si fuera una bailarina de ballet, y yo hacía lo que podía, pero parecía que tuviera dos pies izquierdos, hice lo mejor que pude. María siempre quiso que fuéramos a clases de salsa, pero yo no tenía dinero para pagarlas. Luego entraba a la casa y veía a María con las niñas bailando, copiando los pasos de un video de internet. Se me partía el corazón verla así, tan simple, cuando yo prometí darle todo lo que pudiera imaginar. Siempre me dijo que yo era suficiente, pero yo podía imaginar muchas cosas mejores que yo que nunca le pude dar. Pero ya estaba muerta en todos lados menos en mi cabeza, y yo la veía bailar como cuando éramos jóvenes. Veía sus ojos verdes y sus labios rojos, y solo me veían y besaban a mí. Mi María. Cuando se acabó la canción sentí como si despertara de un sueño. No sé cuánto tiempo estuve bailando con María, porque cuando desperté el reloj decía que eran las dos de la tarde, pero yo seguía viendo el camino oscuro.

 La madrugada en la playa parecía irreal, como de película, y sentía que era el protagonista de todas las historias de Luis Miguel. O bueno, así pensé que me iba a sentir. Pero no salió el sol. No sabía que el sol podía no salir. Le cambié a la estación de radio. En las noticias decían que todos nos resguardáramos en nuestras casas, y que no veamos al sol, pero yo seguía sin entender, porque yo no lo podía ver. Las calles estaban solitarias, y nadie salía. La única luz que podía ver era la de mi carro. Escuché la voz otra vez: "Vete para Aciago, el sol brilla para ti allá". Pero Aciago me quedaba muy lejos ya. Olía muy feo por aquí. "¿Por qué no salió el sol?" Le pregunté. No me contestó, y pensé que tenía esquizofrenia, como mi mamá. Sonó un trueno al lado de mí, y el árbol que estaba ahí estaba en llamas. "¡Vete para Aciago!", me gritó otra voz, y yo me quedé como atontado del ruido de su voz y la belleza del árbol quemándose, el contraste de la luz de las llamas con el frío camino adelante de mí. ¿Por qué escuchaba la voz? ¿Qué tengo de especial? Pensé que nada, pero no veía a más personas ni árboles quemándose. Y ya no tuve de otra más que irme para Aciago.

 Cuando estaba manejando me empezaron a doler mucho las manos, y empecé a sudar de mi frente también, y mientras más me acercaba, más me dolía el cuerpo, sentía que se me iba el aire. Todo el camino estuvo lloviendo, llegué a pensar que se iba a inundar toda la carretera, llegué nada más porque las estrellas estaban brillando como nunca las había visto, grandes y blancas. Cuando ya estaba en Aciago empezó a aclarar el cielo, y los rayos de luz pasaban por las nubes. Nadie te dice que cuando se va el sol, se te olvida cómo se ve la luz y cómo te duelen los ojos. Estacioné mi carro y me bajé, fui a mi casa. La puerta estaba cerrada con seguro otra vez, pero yo no la había cerrado. La intenté abrir como antes, pero no abría y no abría. Cuando me empezó a doler el hombro dejé de intentar. Me quité el sudor, y me di cuenta de que tenía un poco de sangre, pero no me había pegado. Me acordé de Gus y le quise marcar, pero no salían mis llamadas, a ningún lado. Entonces me acordé de que Gus iba a rezar, y no tenía otra cosa que hacer. Parecía que el empedrado estuviera intervenido por una corriente roja, que manchaba las piedras debajo de mis pies. Volví a tocar mi frente, y la sangre estaba seca. Llegué a la entrada de la catedral, y ya había luz. En la iglesia había unas personas muertas sentadas en las bancas, me acerqué. La primera fila de la iglesia estaba llena de muertos, todos hombres, menos dos mujeres. La mujer que me llamó la atención tenía los ojos abiertos, me recordó al alebrije, a mi abuela. Se murió hace muchos años, pero sus ojos me veían, muertos, otra vez. Me acuerdo cuando la maté. No quería hacerlo, ella me lo pidió. Me dijo que ya no quería vivir, y que si la ayudaba, que puras cosas buenas me iban a pasar. La empujé de las escaleras, yo no quería. Yo no quería. Yo no quería, ella me dijo. Los ojos de la señora me veían, aunque no se movían, me estaban viendo. Le di un abrazo y le pedí perdón, me recordaba a ella. Ya todos los demás estaban muy pálidos, no podía hacer nada por ellos. No me preocupé porque se levantaran porque aquí eso no pasaba. Caminé hasta el altar, y me hinqué para rezar. Entre mis lágrimas, la voz me habló otra vez, pero ya solo susurraba, ya no la entendía, el dolor de mis pies y manos era demasiado. Empezó a llover otra vez, pero el sol seguía ahí. Vi un arcoíris por el techo de la catedral. Ya no me podía mover, nada más sentí como el agua me mojaba las rodillas. Empezaron a llegar más personas a sentarse en las bancas, y se morían. El agua, poco a poco, iba subiendo. Alcancé a ver a Gus y su familia. No sé qué está pasando, pero sé que no me voy a levantar cuando me muera. Aquí no nos levantamos.

Letrinas: Poemas de Omar Méndez Sámano


Poemas de Omar Méndez Sámano


Zoo ¿lógico?


Sale el aire de un zarpazo

de la cueva del zoológico.

El león no sale.

Salen restos de pelaje,

olores a encierro

que la sabana limpiaría.

El león no sale.

Sale un rugido de la entraña oscura,

la gente aguarda ansiosa.

El león no sale.

Hoy, al igual que ayer,

el león ha decidido que los humanos

vengan a ver a los humanos.

 

  

Al escultor

 

Miguel Ángel,

quita los páramos de mi vientre,

deja zócalos en mi torso.

Moldea esta rodilla

que lo ordinario pone en su mesa

y muerde cada fin de semana.

Muele el polvo de las nueces,

exfolia mis inseguridades.

Confecciona la suavidad

de los buenos días,

mézclalos con mi carne.

Resana mis pies,

hazlos un lugar místico.

Haz de mi cabeza un castillo

que jamás conozca cañones

ni lanzas.

Baja mi mentón

de las cordilleras más remotas,

ponle un camino de jades

a mi frente

y te ruego destiñas

esa maldita mancha de timidez

que siempre vuelve a convertirme

en un inmenso mármol invisible.

 

 

 

Metamorfosis del agua

 

Agua triste engordada en las tinas.

No la ejercitan las jícaras,

ni la lluvia artificial

que los niños lanzaban

con sus botes de plástico.

 

No le veo el rostro

por ninguna parte.

Cuando mucho

una máscara lodosa

que degradó a medias un pocillo.

 

Ya nadie vela por ella,

por su intestino transparente,

por sus capillas de asepsia,

por el sacrificio

de purificar

suciedades ajenas.

 

Pobre agua,

le han quedado,

después de tantas manos lavadas,

los ecos del descuido.

 

Agua triste achacosa en las tinas,

aun con los colores del oprobio

yo te admiro,

pues en el más crítico estado,

en la piltrafa húmeda que queda,

en la inmundicia líquida

que un buey sediento desprecia,

nace la vida de los renacuajos.

 

 

Rolling

 

Detrás de mi pie izquierdo

hay muchos destinos

en el que mi talón no se apoyará.

Seguiré anexando sitios 

qué jamás volveré a frecuentar.

Habrá platillos que me encantarán

mas no tendré la oportunidad de probarlos.

No conoceré lugares lejanos 

que podrían impresionarme.

Uno nunca sabe

si la palmera es para dar sombra

o para desenterrar un tesoro.

Yo llevo mi piel tostada de soles

y una pala por si acaso.

 

 

Plaga


Hay una plaga de mentiras,

a lo lejos puede verse

un grupo de personas

masajeando los oídos de la gente,

drenan la esperanza,

sepultan las lágrimas.

A las mentiras las respiran los naipes

y los elogios.

Hay un porcentaje de mentira

en nuestros ojos,

en nuestros gestos,

en nuestra verdad.

Me pregunto

si mis acciones

no son los retazos de mentira

que otras personas

han ido tirando en estas calles.



Omar Méndez Sámano (1990, Moroléon, Guanajuato). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Ganador del concurso de poesía Reto, Cultura y Arte Moroleón 2013, seleccionado para el XV Congreso Nacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura 2017 en la categoría de poesía en Xalapa, Veracruz. Fue becario del ISSSTE-Cultura los signos en rotación (círculo de poesía) en San Luis Potosí 2017. Becario del Seminario de Letras Guanajuatenses 2017 y 2021 en la categoría de poesía. Algunos de sus poemas han sido publicados en revistas como Letralia, Vuela palabra, Enpoli, entre otras.
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