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Letrinas: Misterio anatómico


Misterio anatómico

Eli Lomelí

Me encontraste tarde, dijo. ¿Tú crees que sea posible? Conocer a alguien y que te diga que es tarde, pero tú no sepas bien para qué. Intenté mostrarme convencido, fingir que la entendía. Le di un par de sorbos a la cerveza y me hice el interesante asintiendo cada vez que ella decía alguna incoherencia. Por momentos mi mente se iba. Carajo, cómo me costó darle continuidad a la plática. Respondía frases cortas para que no fuera tan evidente y le daba la razón en preguntas elaboradas. Eso no me costó mucho, la verdad. Ella es de esas personas que preguntan, te ven a los ojos y esperan un rato, pero ya tienen la respuesta en la mente y solo necesitan que alguien les diga que, en efecto, son brillantes y todo lo que escupen es nada menos que la verdad. ¿Será cosa de mujeres? Me daba un poco de ternura que dejara su labial en la boca de la botella y luego se impregnara en mis labios también. Hasta ese momento nuestros únicos besos eran a través del vidrio. Fui un caballero, supe esperar. Si pensaba que era guapa le decía que era guapa, así, sin más, sin pensarlo, como les gusta. Eso es típico de toda la gente, ¿no? Digo, no me molestaría que de pronto alguien me dijera que me veo bien, en especial si me siento como la mierda. Sobrio me siento como la mierda, por eso prefiero mi versión en un bar, disfrutando con una mujer hermosa, con las ideas parpadeando, mezclándose hasta que no quede rastro de una sola que valga la pena: el cielo. Últimamente es muy triste pensar, ¿no? Como que uno piensa mucho sobre algo en específico y empieza a verle lo malo. Te deprime. Qué deprimente todo. ¿Sigues escuchando? Ah, ¿con la chica? Pues nos fuimos a un motel. ¿Conoces el Motel-Itto? Me partí de risa cuando dijo que iríamos ahí. Fui con más ganas. Una de mis virtudes es que, aunque tome, no me vuelvo inservible. En cuanto llegamos a la habitación me tiró a la cama, me bajó los pantalones y luego la metió en su boca. No te miento, me sentí intimidado por la rapidez, no sé, como si no lo hubiera consentido. Ya sé, qué tontería, fue sexo rápido, olvídalo, lo estaba disfrutando. Cerré los ojos y toqué su cabello. Ella se deshizo de mis manos sin sacar la boca, sin mirar. Noté que le molestó. Quería estar seguro y volví a poner las manos en su cabeza, pero ella las volvió a quitar. Intenté tocarle una teta, pero también retiró mi mano, entonces me pareció raro. No quería que le tocara nada. Le pregunté qué pasaba y ella siguió en lo suyo como si mi pene tuviera un imán. Pensé que literalmente quería comérselo. Me asusté y se lo retiré. Ella me llamó idiota, me dijo que no sabía disfrutar y que si lo hubiera sabido no se habría arriesgado. No sabía a qué se arriesgaba. No sabía si tal vez yo también me estaba arriesgando. Se sentó en la orilla de la cama para buscar sus botas. Yo ni siquiera sabía qué decir, seguía con la bragueta desabrochada simplemente mirándola sin entender nada. De pronto empezó a llorar. Lloraba con ganas, como cuando explotas. Le dije que podía usar mis zapatos, pero era broma, solo se me ocurrió para que dejara de llorar. Esa broma lo cambió todo. ¿Sigues escuchando? Ah. Se quitó el cabello y me miró a los ojos. No se quitó el cabello moqueado de la cara de manera tierna, se lo quitó por completo, estaba usando una peluca rubia y larga. La tiró al piso, luego se metió la mano por debajo de la blusa y sacó relleno del brasier, un par de esponjas redondas. No lo podía creer. Ella estaba teniendo una crisis o algo. De llorar pasó a reírse y a decir que nunca se vería como una mujer por más que lo intentara. Me sentí mal. No sé, la estábamos pasando bien y después pensaba que la pobre se iba a romper. A saber qué iba a hacer yo con una chica rota durante las cinco horas restantes. Me acerqué a ella, me senté ahí a un lado y me subí el zíper. Puse mi mano encima de la suya y le dije que si no quería hacer nada estaba bien, pero que no me importaba la calvicie. Le saqué una carcajada. No recuerdo mucho lo demás porque no seguimos con el tema, ambos estábamos cansados. Nos acomodamos en la cama y así dormimos, abrazados. En la mañana ya no estaba. Te lo juro, ni rastro. Me dejó una nota en el celular, fue lo primero que apareció cuando prendí la pantalla. Que la encontré tarde, decía, que debía volver al mundo real. Una mierda. No sé en dónde me había dejado a mí después de tanto empeño y con las ideas intactas.



Eli Lomelí. Mexicali, Baja California. Maestra y bibliotecaria. Estudió en la Facultad de Pedagogía de la Universidad Autónoma de Baja California. Cuando descubrió su gusto por los cuentos tomó talleres y un diplomado en escritura creativa. Disfruta ver dormir a su gata mientras piensa en sus pendientes.

Letrinas: Las chinchetas




Las chinchetas

René Rojas González


La suela del tenis derecho se había despegado bastante del resto del cuerpo. ¡¿Tan rápido?!, se dijo incrédulo Omarcito. De inmediato se revisó el tenis izquierdo y se percató que no parecía demorar mucho para sufrir el mismo destino. ¡Pero si tiene un mes que me los compraron!, empezó a reprocharse. Los cuidaba con el alma; estaba alerta de que nadie se los pisara; el día del acostumbrado remojo entre compañeros, cuando los llevó por primera vez a la escuela, sorteó los pisotones con la astucia y hasta la gracia de un colibrí, hazaña que contrarió a más de uno, por supuesto.

Omarcito sabía que estaba muy difícil repararlos, ya lo había intentado en unos anteriores con lo que sobraba de un viejo Kola Loka quesque superpoderoso y le duró un día el gusto. No le molestaba que no podría pedir unos nuevos (en casa ya le habían enseñado que no podía pedir cosas nuevas hasta que le llegaran en una fecha especial), le punzaba que su padrino se los había comprado con sacrificio. Conocía perfecto que nadie le pediría cuentas por la novedosa y aparente capacidad de hablar del calzado. Sabían el niño tranquilo que era, como sabían que esos tenis no daban para mucho por más que se cuidaran, como sabían que esa imagen de niño tranquilo la confirmarían al ver su expresión de seriedad en el rostro al llegar a casa, trabado por la descompostura, como si guardar la impotencia en el hígado fuera tener buena educación.

Un ánimo escurridizo de la tarde le hizo navegar unas cuantas alternativas para arreglarlos: había algo de ese diurex ancho y transparente que le cubriría bien la parte del empeine como para enrollarla junto con la suela; ni siquiera tuvo que intentarlo para prever que con cada paso que diera, la cinta se iría haciendo taquito hasta despegarse por la fricción con el piso. Luego agarró el celular de su mamá y buscó en YouTube “cómo pegar una suela de tenis”. Encontró el video de un chico de 18 años que decía que bastaba con emparejar la suela con el resto del tenis, como si las partes estuvieran realmente pegadas, y ponerlo cinco minutos en una olla con agua hirviendo; la cocción causaría la unión de los dos lados; no le sorprendió ver que el calzado, a lo mucho, se hizo aguado. Casi vencido por creer que ya nomás estaba en el puro divague, esta vez lo asaltó una vieja confiable: las chinchetas; sólo sería cuestión de clavarlas en el cerco y traspasar al mismo tiempo la puntera. Las puntas sobrantes de las chinchetas las doblaría desde adentro. No le importaría gran cosa que se vieran ahí unos remaches espaciados en serie; de la cajita elegiría las piezas de un color que fuera con la piel sintética y listo.

Terminó de colocar los simpáticos perforadores; ni el propio Omarcito daba crédito a su invento, cara de jugosa patente para multinacional de artículos deportivos. Su tenis parecía que tenía refuerzos como de fábrica; había ensartado las chinchetas delineando un discreto y afilado desnivel ascendente, aprovechando al máximo el poco margen que daba el cerco; había combinado tres colores de cabezas, creando un atrevido pero agradable contraste en sintonía con los colores del calzado. No estaba muy consciente de cómo había llegado ahí; de lo que sí estaba consciente era de sus ojos saltones cuando terminó su proceso de intervención; así que volvió a meter sus pelotitas visuales en sus respectivas cuencas y se puso a trabajar también el tenis izquierdo.

Los estuvo probando diario, en ratos, antes de llevarlos otra vez a la escuela, dentro de casa, fuera de casa, caminando, corriendo, saltando, poniéndose en cuclillas. En fin, nada se despegaba. Volvió a tocar Educación física. La resistencia en apariencia asegurada menos le cedió espacio a la inoportuna preocupación por qué tan disparatadas podían ser las incrustaciones a los ojos de otros; por eso en la entrada pasó desapercibido por la innata vigilancia obsesiva de las maestras y la directora, centinelas que podían achacarle una falta a la uniformidad. Ya sentado en el salón, comenzaron los murmullos; no faltó que se escuchara entre algunos por ahí que seguro se trataba de un tiktok. Subía como espuma lenta el volumen de las voces pubertas, hasta que el peligro de desborde activó el capataz interno de la maestra de la primera clase. Ella ni se molestó en saber qué atizaba el naciente alboroto; tenía bastante tapado a Omarcito por butacas y compañeros, y chispitas de bullicio había de sobra todos los días. Bastó mandar a callar. Detuvo el sarpullido. Quedó la comezón. El grupo no perdonaría no alcanzarse a rascar. Estaba el recreo, esa grietita de tiempo que desahogaba las apremiantes necesidades mundanas de los escolares; sería la hora de saciarse el hambre de la novedad.

Los compañeros habían llegado incluso a sentir dolor, como si secretaran una segunda saliva; esto era un mazapán pero cubierto de chocolate, por una sencilla razón: fieles a la vida extramuros, las reglas tácitas de los muchachos condenaban la novedad si no era propiedad de los pudientes. Omarcito claro que lo sabía, sólo que el instinto de supervivencia le había borrado la pintura con la que estaba escrito este mandamiento en las paredes de su cabeza, así que él ni en cuenta. Sonó la chicharra del receso por fin. Omarcito recorriendo el patio con la despreocupación de un capibara. El salón detrás de él con espíritu de maremoto. Hasta que apareció el deslizamiento sutil de los riquillos del grupo por un lado para amurallarlo de frente. El resto detuvo su agua, se cuadró ante la prioridad de cuestionamiento de esta cofradía y se acomodó en forma de ágora; babeaba por escuchar.

Ni una palabra de los erigidos jueces. Ah, ya…, dijo Omarcito con un dejo de desinterés. Mis tenis, ¿verdad? ¿Qué pasó?, les preguntó, con el mismo tono. Les causó una leve irritación; podían dejarla pasar hasta cierto punto: si iban a aparentar amable interés en preguntar, mejor se decidieron por irse derecho a solicitar el llenado de su formulario. Un puñado de corazones burócratas dio inicio a la lectura de un pergamino mental, compartido como si vieran una misma pantalla y coordinado en turnos con precisión cronométrica: ¿qué marca son?, ¿te los compraron tus papás?, ¿dónde te los compraron?, ¿son originales?, ¿te los trajeron del otro lado?, ¿te hacen saltar más alto?, ¿no te calan la planta cuando caes?, ¿te hacen correr más rápido?, ¿derrapas mejor?, ¿toman la forma exacta de tus pies?, etcétera, etcétera, etcétera. Las preguntas cargaban un deliberado tono de revisión de rutina, que empezó a surtir efecto en la cabeza de Omarcito: primero pensaba que sería merecedor, o de la gracia soberana, o de la justicia de patíbulo. Luego los vio tan sobrados que hizo que su mente los mutara en hombres-gato pasándose una bola de estambre. Estos vatos nomás me andan calando. Bien que saben lo que traigo, se dijo convencido. Ese lo que traigo le agarró los ojos y se los apuntó hacia los pies de estos ministros. Se le reveló ahí en frente la sección de los tenis de lujo que todo mundo ve en las zapaterías. Los portadores, en semicírculo perfecto, unidos por una misma causa; él, recargado en un paredón invisible, contraatacando con desgano a la metralleta de interrogantes.

Medio aturdido por los disparos, ya sin saber a qué pregunta respondía ni de quién venía, se volteó hacia uno de ellos al azar y le dijo, con las palmas de las manos casi pegadas al pecho, mostradas al frente, y una sonrisa: bueno… si quieres, te los cambio sin bronca, ¿eh? La contestación suspendió el tiempo, hizo más caliente el aire del recreo, dejó atónito al auditorio, fabricó en las mentes una planta rodante cruzando entre dos bandos de la vida y una música polvorienta de harmónica entonando un camino sin retorno. ¡Tás todo toto!, replicó Neto, el aludido. ¡Éstos me hacen volar!, aseveró con la naturalidad con que los cuerpos transpiran. Ah, órale…, reviró Omarcito alzando la cara y las cejas con credulidad fingida y mirando los tenis contrarios de reojo. Como te veo muy clavado con los míos, por eso te digo que te los cambio, sin bronca, neta, insistió con pretendida generosidad en su ofrecimiento. No creo que puedas tener unos así, remató toreando al diablo. Todos pusieron cara de hipoglucémicos; Neto, que lo tenía todo en la vida, no daba crédito a estas palabras; al instante sonó de nuevo la chicharra.

Llegó el siguiente día que tocaba Educación Física. Omarcito descansó de la fiebre de sus tenis; el grupo ya los había digerido y además se mantenían resistentes; nada de qué sorprenderse, nada que poner a prueba. Sin embargo, unos tenis andaban rechinando la suela en el piso del salón, anunciando a los cuatro vientos que eran lo más nuevo de lo nuevo. Neto había llegado con un modelo de otro planeta. A la distancia ya se veían impermeables, transpirables, maleables, ligeros pero todo terreno, rectificación ortopédica, absorción total de impacto, WiFi, te hacen el súper, te piden el Uber, acompañamiento psicológico y nutricional; por supuesto, garantía de hacerte volar, ahora a la velocidad del sonido… imposibles. Si se les iba viendo más de cerca, parecía haber en ellos algo de fenómeno, un peligro por contemplarlos. Aún no llegaba la profesora de la primera hora. De los primeros que se atrevieron a acercarse más y mirar de fijo provino un goteo de risitas de ratón que alertó al resto de la especie: observarlos a corta distancia era seguro. Poco a poco todos se juntaron en torno al par y activaron sus ojos de juicio popular y sumario. El ruidito los fue contagiando hasta hacerse una lluvia de chillidos hilarantes. A Neto lo poseyó un morado sofocante en la cara, se le formó un semiárido en la boca, se fue haciendo un pequeño animal de corral pegado a una de las paredes. A Omarcito se le manifestaron sus ojos saltones, en todo su esplendor, al ver unos tenis supernuevos estropeados por minúsculos círculos de colores injertados por todas partes.



René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Letrinas: «Pico de gallo con guayaba»



Pico de gallo con guayaba

Haydé Sicardi


La gruesa cobija de tigre pesaba sobre las piernas y el torso de Tania. Pesaba tanto que en la modorra, se sentía atrapada. Soñaba que la perseguían, que un ente alto y oscuro la correteaba y que, aunque ella intentara correr, no podía porque sus piernas se atrofiaban mientras algo denso y oscuro la consumía toda por dentro, amenazando con derribarla como si se estuviera convirtiendo en piedra mientras pretendía huir. A lo lejos, justo antes de que la oscuridad la engullera por completo, la Tania piedra alcanzó a ver a sus compañeros de la escuela, correteando y jugando, bailando una extraña música como poseídos. Los quería alcanzar pero ella no se movía, el peso era demasiado, lo era todo. El ritmo se intensificó, aumentó de volumen y Tania logró distinguirlo. Son las seis de la mañana en punto, anunció sobre el intro del programa de radio la voz del locutor, las seis de la mañana en punto en San Quintín, Baja California.

Cuando abrió los ojos, ya había sol. Durante la primavera, amanecía temprano en esa parte de la península y no entendía porqué su papá tenía el afán de tapar a sus hijos con las cobijas más calientes cuando llegaba y los encontraba dormidos, que en realidad era siempre, pues salía de la planta de empaque tarde y solía llegar a casa en la madrugada. La mamá de Tania trabajaba en la misma empresa y cubría el turno contrario de su padre, ella salía de casa temprano en la mañana, antes de que ellos partieran a la escuela y regresaba a tiempo para hacer el relevo y la cena.

—¿Qué dejó ahora? —le preguntó su hermano al tiempo que levantó la tapa de una olla de aluminio que se calentaba a fuego bajo sobre la estufa. —Deja ahí, Diego —advirtió Tania, —mi mami quedó de llevar el guisado a la reunión en casa de mi abuelita. —¿Y qué vamos a desayunar? —Diego ya traía puesto el uniforme completo. Era un año mayor que Tania, así que cursaba la prepa. Tania se había puesto la falda y la camisa de botones, aunque no se alcanzó a fajar ni a poner las calcetas, los zapatos Mickey y el suéter escolar, porque sus dos hermanitos despertaron. —Sírvele a los cuates del desayuno que dejó mi mami en ese sartén y pues de una vez sírvete tú. —Mientras decía esto, Tania peinaba a la cuata, que tenía seis años y el pelo hasta media espalda. Sus tripas rugieron cuando habló sobre la comida. Diego dividió el huevo con chorizo en tres platos, tomó tres tenedores y los puso sobre los trastes, después los colocó frente a sus hermanitos y comió del suyo.

—Ya me voy —dijo Diego al terminar, limpiándose los restos de comida y jugo de naranja con la manga del suéter del uniforme. —¿Tú los llevas, verdad? —Tania miró alrededor al tiempo que terminó de dar la tercera vuelta a la liga con la que sujetaba la cola de caballo en la parte trasera de la cabeza de su hermana. —¿Quién más? —preguntó sin esperar respuesta, luego soltó la cabeza de la niña y comenzó a fajarse la camisa a prisa, manchando sin querer la parte donde sus dedos la tocaron, de gel con brillantina. —Órale, flaca —le dijo Diego mientras raspó los restos de huevo del sartén sobre un cuarto plato, porción que completó con un poco que quedaba de la suya, para después sacar otro tenedor del cajón, clavarlo en el huevo tieso y ponerlo sobre la mesa frente a ella. —Te miro al rato —le dijo, seguido de un beso en la coronilla.

Tania apuró a los cuates para salir temprano. Sabía que caminar con ellos era lento, que necesitaba tener cuidado, llevarlos de la mano. El kínder le quedaba en camino a la secundaria, pero no podía nada más dejarlos, necesitaba entregarlos con su miss, esperar a que entraran y decirles adiós cuando voltearan a buscarla, sino lloraban y el asunto se volvía eterno. Después de eso inevitablemente corría, tenía que correr, sino no alcanzaba a llegar dentro del plazo de tolerancia y ya llevaba tres retardos; el siguiente ameritaba suspensión. Eventualmente logró que sus hermanitos hicieran pipí, se lavaran las manos y agarraran su lonchera, pero en camino a la puerta, se tropezó con las botas de su papá, que dormía boca abajo sobre el sillón, aún usando el uniforme de la empresa. El ruido lo despertó. —¡Eh! ¿Verónica? —preguntó sorprendido, levantando levemente la cabeza, aún con los ojos cerrados. —No papi, soy yo, Tania, vuélvete a dormir. —Tania, —abrió un ojo —¿ya se van? —Sí, me llevo a los cuates y el Diego salió hace rato. —Mmm —murmuró y volvió a recargar la cabeza sobre el cojín, —¿hay comida? —Sí, recalentado de ayer. —Ah, ok —cuando parecía que se había vuelto a dormir y Tania se disponía a abrir la puerta, lo escuchó decir detrás de ella —mija, no seas malita, ¿me tapas? 

         Logró entrar a la escuela antes de que cerraran la reja. Esperaba alcanzar a pasar al mercadito de la esquina para comprar las guayabas que le encargó su mamá antes de irse, pero no pudo y si no las llevaba, sabía que no se lo perdonaría. El pico de gallo era la especialidad de su madre, lo hacía con cualquier fruta que estuviera de temporada. A veces era pico de gallo de mango, otras de naranja o incluso de fresa, cuando había sobreproducción del producto de exportación en los invernaderos del pueblo y los gerentes le regalaban cajas a los empleados. Pero esta vez tocaba de guayaba y ese era el favorito de su familia. —Si no hay postre, no me reclamen a mí —escuchó que le dijo por teléfono a su tía la noche anterior, —es responsabilidad de esta chamaca.

En la entrada se encontró con su mejor amiga, Bety, que también llegaba tarde pero por razones distintas. Bety la agarró del brazo y enganchó el suyo con el de ella. —No mames, me desperté tardísimo —le dijo acercándose a su oído como si tuviera un sucio secreto, —anoche me dormí a las doce viendo la de la Bruja de Blair. —¿Y no te dio miedo? —preguntó Tania, su amiga se las daba de muy valiente pero al chile, era reculona. —No, claro que no. La vi toda y después me quedé dormida. Me tuve que levantar en chinga porque ya se iba mi raite, apenas alcancé a agarrar mi burrito. —La mamá de Bety vendía burritos. Realmente no tenían la necesidad, pues sus papás eran dueños de una farmacia, pero la señora pensó que sería buena idea poner una canasta de burritos en la entrada. Los preparaba ella misma temprano en la mañana mientras su hija se alistaba para la escuela y su esposo para el trabajo. Los hacía de huevo con jamón, de machaca, de bistec ranchero y los que más le gustaban a Tania, los de frijol con queso. Eso sí, las tortillas no las amasaba ella misma, se las compraba a una vecina por docena. Así fue que a las amigas se les ocurrió vender burritos en la escuela.

—Vas a ver que vamos a hacer un dineral —le dijo Bety hacía ya varias semanas para intentar convencerla, —mi mamá es muy buena paga. —Un día antes habían escuchado en la radio que su banda favorita daría un concierto en Tijuana. —Tijuana está relejos, Bety —había argumentado Tania. —Hay un camión que sale de aquí y te deja en la línea, no es nada. —Bety estaba acostumbrada a viajar con su mamá para visitar a sus parientes que vivían en el otro lado, así que sabía sobre eso, al menos más que Tania, que fuera de los viajes a Durango para ver a la familia y el ocasional paseo a Ensenada para hacer compras o para ir a la playa, nunca había salido del pueblo. Al final la convenció y ahora, diario llegaban con variedad de burritos envueltos en trapos dentro de la hielera portable que su amiga traía de casa. —El acuerdo había sido este: la mamá de Bety, quien no dejaba pasar una oportunidad para enseñar a la juventud sobre el emprendimiento y el valor del dinero, pondría los burritos y ellas los venderían a cambio de una comisión. Eso sí, no debían descuidar sus estudios, advirtió, porque eso es lo más importante. Cuando en broma, les preguntó si preferían que les pagara con un porcentaje de la venta o con burritos, Tania fue rápida en responder que en burritos, saboreándose la tortilla de harina esponjosa rellena de los frijoles cremosos y humeantes mezclados con el queso derretido. Bety le dio un codazo y su mamá se rio y dijo —no se preocupen, les voy a echar burritos extra cada día para su lonche —después volteó a ver a Bety y le guiñó un ojo, —en especial de frijolito. 

Tania estaba a cargo de las cuentas y llevaba el registro de sus ventas en un cuaderno marca Estrella que tenía la foto de un golden retriever en la portada. En pluma de tinta morada, escribía el día, en otra columna, con tinta verde, el dinero que habían cobrado, luego en las siguientes dos, con tinta azul y rosa, escribía cuánto de eso se iba para la mamá de Bety y cuánto para ellas. Un día, a la hora del recreo, anunció a su amiga que ya casi tenían lo de los boletos. Bety chupaba el borde de una bolsa de Ruffles con chamoy que apretaba y torcía para sacarle hasta el último pedacito de fritanga remojada en chile y limón. —Nos hace falta para el pasaje —se detuvo para jalar aire con la boca, —¡ay wey! —agarró su lata de coca y sorbió el líquido enchilada —ajá, digo, nos falta para el pasaje y los gastos. —Tania sabía todo esto, ya había sacado un presupuesto. —Sí, no creo que nos alcancé el tiempo vendiendo burritos. Necesitamos vender otra cosa. Y ya sabes, pedir permiso para ir. —Quedamos en que eso sería al final. Primero el dinero. —Bety no quería pedir permiso hasta que pasara la época de exámenes y encontrara una manera de ocultarle a sus papás que había sacado cuatro en matemáticas. Tania tampoco se moría de ganas de pedirlo porque sabía que lo más probable era que su mamá no la dejara, pero tenía esperanzas. —Y si no, —concluyó Bety, sus labios y la piel que los rodeaba teñidos de un rojo artificial —nos escapamos. —Decidieron que venderían quequitos de chocolate y de vainilla, y si aún así les hacía falta, recurrirían a pedir prestado.

           —¿Me prestas un peso? —Bety nunca sentía pena, era algo que Tania le envidiaba. Faltaban días para el concierto, aún les faltaban doscientos pesos y seguían sin pedir permiso. Era ahora o nunca. Los niños del equipo de fútbol siempre traían dinero para comprar lonche en la tarde, le había dicho Bety, por eso ahora estaban en las canchas pidiéndoles prestado. —Ándale —insistió al portero del equipo, —mejor cinco. —Tania caminaba detrás de ella y después de un rato, entre risas, carrilla y más de un balonazo, había perdido la pena. Al final lograron juntar el dinero que les faltaba y hasta se llevaron una invitación para el cumpleaños del capitán del equipo, que iba en prepa y que sería esa misma tarde. Quedaron en que a la salida Bety acompañaría a Tania a comprar las guayabas para el pico de gallo, después se armarían de valor y llamarían a sus papás del teléfono público que estaba afuera de la frutería para pedir el permiso e ir a comprar los boletos a la farmacia San Cristóbal, que era el punto de distribución selecto y la competencia de la familia de Bety.

El teléfono dio tono. Tania jugaba nerviosamente con el cable que conectaba el manófono con el resto del equipo, mientras Bety, ligera, pues ya le habían dicho que sí, que nomás le avisaran a sus tíos de Tijuana para que fueran por ellas a la central, platicaba con dos chicas que eran compañeras del hermano de Tania y que también querían ir al concierto. —Sí, —les decía, —nos vamos a ir en camión y allá nos van a recoger unos novios que hicimos en el chat. —Mientras alardeaba, golpeaba con sus rodillas la hielera vacía que colgaba de su hombro, enrollando la correa y volviéndola a desenrollar, haciéndola girar sobre su propio eje. Por el oído que no tenía pegado al auricular, Tania escuchaba a su mejor amiga mentir, pero en lugar de sentir envidia por su facilidad para hablar con quien fuera o fastidio por su tendencia a inventar historias, sintió cómo sus pies se pegaban al suelo y enseguida, sus piernas se paralizaban. —¿Bueno? —escuchó que respondió su mamá. Tania arrancó en un monólogo, el que tenía anotado en una hojita de la Hello Kitty que ya había hecho bolita tantas veces que las palabras se perdían entre los pliegues de la hoja. —Y juntamos el dinero, amá. Vendimos los burritos que hace la mamá de la Bety, quequitos de los que venden en la tienda de Toñita y otras cosas así —no supo porqué pero le dio pena decirle a su mamá que le habían pedido dinero a sus compañeros. —No necesitarían darme nada de dinero ni tú ni mi papi. —Esta última parte era la que la tenía orgullosa. Sus papás siempre hablaban de la falta de dinero y de lo caro que era todo, seguro se sentirían orgullosos de saber que ella podía ver por sí misma. —¡Ay, Tania! ¿Cómo se te ocurre? Tú sabes que los viernes trabajo. —Claro que sabía, lo sabía todos los días desde que habían nacido los cuates. Lo sabía cuando sus vecinos se juntaban a jugar Nintendo y ella tenía que regresar a su casa antes de que llegara su turno, para cambiarle el pañal cagado a su hermana. También lo sabía cuando no podía ir a una fiesta porque su papá era el único adulto en la casa y estaba tan cansado que dormía todo el día, y cuando su hermano sí podía ir, aunque solo se llevaran un año y aunque ella sacara mejores calificaciones, porque cómo se iba a quedar el Dieguito solo con los cuates. La parálisis ya había subido hasta su cabeza y ella era de piedra. Antes de colgar, su mamá le recordó sobre las guayabas. —No las vayas a olvidar, mija, por favor. Ayúdame tantito. —Tania inhaló en el momento que escuchó la palabra "mija" y para el "tantito", el aire ya iba de salida, pero no era fresco, era fuego y era puro, pues los vellos que recubrían la parte interna de su nariz, ya lo habían limpiado de las partículas de polvo que flotaban en su pueblo todo el tiempo, como si existiera en San Quintín una ráfaga permanente, que nunca dejaba que la tierra simplemente se quedara en el suelo, no, hacía que lo cubriera todo, un musgo seco y estéril, permanentemente contaminando las caras, los cuerpos y los planes de sus habitantes.  —Sí, mamá —respondió con la voz más dulce que logró conjurar.  Después colgó y recogió del piso la bolsa con la fruta, apretando el nudo de plástico en su puño hasta que dejó marcas rojas y palpitantes en la palma de su mano.

        Una botella de doscientos mililitros de New Mix, seis Caribe Coolers, dos paquetes de cigarros, tres empaques de papitas, tostilocos, gomitas con chile y cuatro chocolates americanos. Para todo eso les alcanzó con su parte de la venta y lo que habían pedido prestado. Y todavía les sobraba. —Al cabo no vas a ir al concierto, —le había dicho Bety para convencerla de usar el dinero y verse chingona pichando la peda —en dos semanas volvemos a juntarlo. —Claro que ella sí iría, aclaró antes, con las compañeras de su hermano, las que acababan de conocer, lo habían decidido mientras ella estaba al teléfono con su jefa. —Ay Tania, —se había quejado cuando osó pedirle que no fuera y mejor viera el concierto en la tele con ella, en solidaridad —pero si a mí sí me dieron permiso, no es justo. Te grabo un video cuando canten la de Coqueta —dijo en un intento por limpiar su conciencia, —es más  y te traigo una camiseta. —Luego su amiga sobó su hombro y buscó sus ojos con una sonrisa que a Tania le apestó a lástima.

Pero ella no dijo nada. No insistió. Así como tampoco insistió con su mamá por el permiso. Tania guardó silencio y apretó aún más la bolsa con las guayabas que tenía ya rato cargando y que a esas alturas, comenzaban a apestar.

Siguió a las otras cuando decidieron ir a la fiesta.  También las siguió, en silencio y cabizbaja, al expendio donde compraron las provisiones. Caminaron juntas cargando el botín hasta que, antes de entrar a la casa, Bety la detuvo. —¿Qué pedo wey? —le preguntó Tania, poniendo su mano sobre su brazo y notando un ligero temblor. —Te da miedo entrar, ¿verdad? —inquirió sinceramente. —Bety resopló, se soltó del agarre de Tania y refutó —Claro que no. Tú estás agüitada por lo del concierto, me cae que quieres irte a tu casa, ¿no? —aunque nunca habían estado en una fiesta de prepa, Tania no sentía miedo, y a pesar de eso, con todos los dientes, mintió. —Sí, amiga, mejor entra tú, yo le tengo que llevar las guayabas a mi mami. —¿Van a venir o qué? —cuestionó una de sus acompañantes que ya estaba adentro repartiendo la mercancía. Tania la miró, luego vio a Bety, parada ahí con la bolsa de fruta pachichi colgando de la mano, con los zapatos Micky enterregados y el suéter manchado de brillantina. —Bueno, —contestó —pero si mi mamá pregunta, estoy contigo, ¿ok? —diciendo esto y sin esperar respuesta, Bety corrió adentro hacia sus nuevas amigas.

        El teléfono dio tono. La señora de la casa respondió. Después Tania preguntó por su amiga. —¿En serio no está? Pero si me dijo que iba en camino a su casa —dijo en un tono de voz preocupado, el que mejor logró conjurar —a lo mejor tiene miedo de llegar por lo del examen de matemáticas. —La mamá de Bety preguntó qué sobre el examen de matemáticas. —Sí, pues con eso de que reprobó. —Hablaron unos segundos más, en los que Tania expresó su interés por su amiga. —Ya sabe, es que a mí no me gusta juntarme con los de prepa, son remalandros. —La mamá le agradeció la llamada y por ser tan buena amiga para su hija, luego Tania la escuchó tomar las llaves de su carro y por último, despedirse. Cuando colgó, notó cómo la tensión en sus músculos aminoraba, pudo mover sus extremidades con soltura y dio un brinquito para bajar de la banqueta. Antes de cruzar la calle, giró y recogió del piso, junto al teléfono, la bolsa de plástico con fruta mosqueada que había dejado hacía unos instantes, justo debajo de un rayo de sol.

Uno, dos, tres, uno, dos, tres, contaba Tania cada vez que sus rodillas cachaban el rebote de la bolsa en camino a casa de su nana. Uno, dos, tres contaba, luego soltaba la bolsa sin guardar cuidado y se tallaba los ojos irritados por el polvo. Cuando finalmente llegó a la casa, abrió la bolsa y metió la mano dentro. Sacó una guayaba que aún estaba inmadura, verde, joven, arrancada del árbol antes de tiempo y haciendo fuerza con su puño, la aplastó hasta que la pulpa y las semillas se desparramaron por las fisuras entre sus dedos. —Guácala —se dijo a sí misma. —Tiró la plasta en el zacate de su nana, se limpió la mano en el muslo desnudo y contó de nuevo, antes de tocar la puerta —uno, dos, tres. Tres años para poder largarme de aquí.




Haydé Sicardi (Ensenada, 1987) es Abogada por la UABC y se ha desarrollado principalmente en el ramo corporativo. Ha tomado talleres de crónica, ensayo, perfil y cuento.

Letrinas: «El olor de las gardenias»


El olor de las gardenias

Mónica Blumen


JUEVES. VICTORIA ESTABA LISTA PARA SALIR AL ESCENARIO. Tenía los labios brillosísimos e hinchados de color rojo ardiente, y las tetas operadas y espectaculares. Todas las demás áreas de su cuerpo, sí cumplían con el cánon visual que ponía a los hombres como perros rabiosos. Janis, trabajaba con ella en el Amadeo Night Club. Bailaba en lencería delgadamente peligrosa y dominaba el arte del tubo como una mariposa que se desliza por las hendiduras de un tornillo. El show de ella, le abría pista a la única bailarina exótica que se desnudaba por completo y en partes, conforme los guitarrazos eléctricos de Scorpions, con Still loving you, y era, Victoria.

Los jueves se habían popularizado gracias a ella. Los hombres, que ya eran fieles a su show, lo bautizaron como «los jueves victoriosos».

Victoria también trabajaba como secretaria en un consultorio dental por las mañanas. Ya había comprado una camioneta y enganchado una casa pequeña de un piso. Se estaba haciendo de un buen ahorro, producto de sus desvelos y empeño físico; de trabajo arduo. Ya llevaba tiempo pensado en dejar el Amadeo.

Sabía que como cada jueves, iba a llegar El Chino Moreno a llenarle los tacones de billetes, y le iba a mandar un arreglo más de flores caras y exóticas, acompañadas de peticiones para tener una noche a solas, con ella.

Él, era uno de los clientes que más dinero le ponía alrededor de la correa de los altísimos tacones de charol negro. Lo hacía con el suficiente tiempo, mientras ella bailaba despacio y totalmente desnuda sobre su mesa. Contoneaba cada conjunto de sus huesos de manera suave, como una víbora que se arrastra en un desierto, dejando perfectas curvas en la arena.

            El jueves anterior, El Chino Moreno le había enviado un frondoso arreglo de tulipanes, y en la tarjeta decía «Para Victoria: la más exótica de las flores salvajes. Deseoso de tener una noche contigo a solas. Quiero que seas mía. De: Damián Tzu, tu Chino Moreno». El jueves antepasado le había enviado un arreglo de ranúnculos de variados colores y su respectivo mensaje: «Para Victoria: Estas hermosas flores te pertenecen, ¿Te gustaría a ti, ser de mi pertenencia? Serás solo mía. De: Damián Tzu, tu Chino Moreno». El jueves pasado al antepasado, un precioso arreglo de flores de azafrán había llegado a su camerino, y en la tarjeta: «Para Victoria: estas flores son un recordatorio de lo mucho que me encantaría tenerte encima de mí. ¿Me concederás una noche? Quiero que seas mía. La tercera, es la vencida. De: Damián Tzu, tu Chino Moreno».

            Damián Tzu, era descendiente de chinos. Sus ojos eran icónicamente rasgados, y su color de piel, muy morena. —Gracias, Chino Moreno —le murmullaba Victoria en el oído a Damián cuando terminaba su show y pasaba junto a él, para regresar a su camerino. A su paso, aprovechaba para recorrerle con sus uñas postizas de cinco centímetros, desde el hombro hasta la rodilla. Se mordía el labio superior con una sonrisa desdeñosa cuando lo volteaba a ver. Victoria no interactuaba así con ningún otro cliente, a pesar de que también le guardaban suficiente dinero en los tacones.

Ese jueves, antes de salir del camerino, Victoria dijo —¿Cuánto a que este pendejete ahora me manda unas orquídeas?. —¿Y si no, qué? —dijo Janis mientras se arreglaba frente al espejo del camerino que ocupaba casi toda la pared. —Está tan apendejado contigo ese güey, que no lo dudo hija —dijo mientras se ajustaba las copas del brasier lleno de lentejuelas azules. —Güey, ya dale pa sus chicles ¿no?, o se me hace que me lo ando echando yo, y le voy a cobrar bien cabrón —dijo— a la vez que observaba a Victoria directo a los ojos y se terminaba su cigarro. —Si me manda unas orquídeas hoy, neta que me largo con él en la noche… ya, a la chingada —dijo Victoria— y le dio una calada al cigarro de Janis. —Y si no, te vas a subir encuerada al cerro de la familia hoy, saliendo de aquí ¡perra! —contestó efusiva y extendió la mano. —Si ya me mandó todas esas flores bien pinches caras, ¿qué otras pueden seguir? Obvio orquídeas, ¡te la vas a pelar culera! —respondió— y selló la apuesta al responderle con su mano.

Terminó el show. Victoria se dirigió desnuda al camerino, como todos los jueves. En un brazo, se colgó la lencería que se había quitado. El olor de las gardenias le dio la bienvenida. —Ya te jodiste chula, ¿lista para encuerarte en el cerro?, —dijo Janis entre risas—. Victoria puso los ojos en blanco y se fue quitando todos los billetes que le había acomodado principalmente el Chino Moreno, en la correa de los tacones. A la vez que observaba el arreglo floral sin emoción en el rostro.

Viernes. 4:00 a.m. Iban en el carro de Janis rumbo al cerro de la familia. Habían preparado dos porros. Se estacionaron en la falda del cerro y subieron a la punta. Olía a árboles frescos. Veían el titiritar de las luces de la ciudad, mientras se iban pasando el porro. —Encuérate pues —le dijo Janis. Victoria la volteó a ver —Ay, no mames, claro que no. Ya equis, ganaste mamona —dijo—.

La torreta de una patrulla de policía sonó. —¡Güey, aviéntalo y échale tierra, no mames, no mames!—, escondieron el porro entre un miserable agujero que hicieron debajo de sus pies con prisa.

—Policía Municipal. Permanezcan en el mismo lugar. Policía Municipal, vamos a subir —indicó un hombre, a través del altavoz.

El cerro de la familia, era conocido con ese nombre, porque era un cerro pequeño y muy accesible de subir. Estaba en las afueras de la ciudad, sin embargo, personas, personas con animales, y familias, iban y hacían ejercicio, o paseaban, casi siempre por las mañanas.

Dos policías subieron. Eran dos hombres, uno gordísimo con predominante papada, y con el cabello corto, ralo y claro. El otro, era moreno, delgado y chaparro, y tenía un débil intento de bigote en las orillas de los labios. —Buenos días, señoritas ¿cómo las trata la madrugada? Andan muy solitas ¿no? —dijo el gordo—. Ellas permanecieron en silencio. El moreno sacó su pistola, era un arma corta. —Tienen que tener cuidado, porque hay gente peligrosa a estas horas —los dos se empezaron a reír pelando los dientes. —A ver, ¿lo hacemos rápido y fácil?, ¿o no? ¿Quién me la quiere chupar primero? —dijo el gordo—. El moreno se acercó a Victoria —ssssssuy!… qué buenas tetas tiene esta, Padrino. Se ve que le gusta darle duro. Yo digo que esta primero, oficial. Y después de ti, voy yo apá.

El gordo le tocó los senos a Victoria con las dos manos, los apretó con enjundia, luego la empujó hacia abajo ejerciéndole fuerza en los hombros, y la puso de rodillas. Mientras, el moreno vigilaba a Janis apuntándola con su pistola de forma discreta, a la altura de su cadera. Ella permaneció con la cabeza agachada y en silencio. Le corrieron algunas lágrimas mudas.

Aparte de las ramitas de los árboles rozándose entre sí, el sonido de ahogo mezclado con chasquidos de saliva y falta de respiración, y los gemidos de placer del gordo, era lo único que se escuchaba en el cerro. Sin dejar de apuntar con la pistola, el moreno sacó su celular y grabó el acto sexual. Tuvo cuidado de no encuadrar la cara del gordo.

Un automóvil se aproximaba al cerro. El gordo retiró la cabeza de Victoria de su pene, con un brusco jalón de cabello que la hizo perder el equilibrio y cayó de sentón. Se abrochó el pantalón a la vez que bajaba apresurado por el cerro, junto con el policía, para subirse a la patrulla. Victoria empezó a vomitar.

El siguiente jueves, una manta colocada encima de la puerta principal del Amadeo Night Club, anunciaba: «¡HOY!, último jueves ardiente, jueves victorioso. Siente la soberbia del placer. Abrimos puertas a las 7:00 p.m.».

En el camerino, Victoria se delineaba con mucho cuidado y pulso los labios. —A mí también me dan ganas de renunciar ya de toda esta mierda —dijo Janis. Victoria se inundó los labios con un gloss rojo ligeramente transparente, —¿cómo me veo? —dijo— y le modeló sus tacones altos de correa, junto con unos ligueros de red que se sostenían de dos líneas gruesas de encaje, que a su vez, eran parte de un cinto que le rodeaba la cintura. Una tanga y brasier semitransparentes, intentaban cubrir sus partes íntimas. —¡Te ves súper! —dijo Janis—.

            Tocaron dos veces a la puerta —¡Cinco minutos para salir Victoria! —gritó un hombre. Victoria se colocó por último, una larga capa negra de seda, y la amarró con un moño en su cuello.

           Un empleado del Amadeo, llegó al camerino con una caja de regalo grande, del ancho de sus hombros. Era de cartón grueso y estaba atada por un listón rojo y elegante con un moño encima, —Victoria, te mandaron esto —dijo— y sus ojos preguntaron dónde la podía colocar. —¡Ay!, gracias, ponla aquí sobre el peinador —y le hizo espacio— ¿quién la envío?. El hombre dijo que no sabía y salió del camerino. —Obvio el Chino Moreno, ¿quién más? —dijo Janis—.

           Victoria jaló una de las puntas del moño, y las cuatro caras de la caja cayeron hacia los lados exhibiendo un arreglo con treinta rosas negras y olor a excremento. —¡No mames! —dijo Janis— y se hicieron para atrás. Janis se tapó la nariz. —¡Saquen esto de aquí! —empezó a gritar en la puerta—. Victoria se quedó paralizada viendo el arreglo. —¡Saquen esto de aquí! —volvió a gritar Janis—. Uno de los empleados del bar, llegó —¡Huele a mierda! —dijo con disgusto, —¡sácalo de aquí! —volvió a decir Janis. El hombre cerró la caja con asco y se la alejó del cuerpo. —Ya tienes que salir Victoria —le dijo antes de salir del camerino.

            —Tengo miedo —le dijo a Janis—, y salió al escenario.

           Unos 12 hombres estaban en el lugar cuando Victoria salió cubierta del cuello a los pies por su capa vampirezca de seda negra. Still loving you de Scorpions, que ya era su leitmotiv, sonaba muy fuerte, mientras ella recorría la tarima con pasos lentos y firmes. Empezó a acariciar el tubo. Las luces de neón rojo le pintaron el cuerpo y el cabello por completo, y luego, desapareció entre una nube densa de humo que expulsó una máquina que formaba parte del escenario. Durante la primera estrofa, el humo comenzó a disiparse y lentamente Victoria fue apareciendo, ya sin la capa. Time, it needs time, To win back your love again, I will be there, I will be there. Love, only love, Can bring back your love someday, I will be there, I will be there. Empezó a recorrerse el cuerpo con sus manos, a la vez que volteaba a ver a los hombres con ojos pícaros.

            Era el último día de Victoria. Lo había decidido por lo que sucedió en el cerro aquella noche. Ese día, no hubo show antes del suyo, y le había pedido a Janis que la acompañara. Estaba segura de que en su despedida, iba a salir con más dinero que en otros días.

            Seguían entrando hombres al bar. Entre ellos, el Chino Moreno. Se sentó en su mesa reservada de siempre, justo frente al escenario, en medio de lo ancho del bar, donde la simetría le beneficiaba a la vista.

         Victoria lo vio y se puso nerviosa, pero siguió con su show y evitó mirarlo fijamente como siempre lo hacía. La gran estrofa que tiene el primer guitarrazo de la canción, fue la señal para desnudarse. Esta vez, caminó a un costado del escenario. Mientras se quitaba la lencería le sonreía con desdén a los hombres que tenía cerca, quienes ya le empezaban a poner billetes enrollados en las correas de los tacones. El Chino Moreno le aventó un cenicero de vidrio justo en la cabeza y le abrió la frente. Empezó a sangrar. Se llevó sus dos manos a la herida para detener la sangre y se sentó en el filo de la tarima, después de sentirse mareada. Varios hombres se acercaron para auxiliarla. Entre tantos brazos queriendo ayudarla, la música alta y la luz roja, había manos que también le agarraban los senos. La música de Scorpions, seguía su curso. El Chino Moreno se subió a la tarima y llegó hacia Victoria por un costado. Le dio varias patadas en la cadera y le gritó —¡Te dije que eras solo mía, puta!



Mónica Blumen (Ciudad Juárez, 1988) Egresada de la Licenciatura en Realización Cinematográfica por el Centro de Artes Audiovisuales (CAAV, 2009-2013). Actualmente, cursa la Licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH, 2022-2026). En el ámbito cinematográfico, se desempeña como directora de cine documental, productora, guionista, fotógrafa y montajista. Fue nominada al Premio Ariel con el cortometraje documental “13,500 Volts” (2016); seleccionada en festivales nacionales e internacionales y ganadora de diversos premios por su obra cinematográfica. En el ámbito literario, Mónica ha participado en la antología de cuentos “Raíces de obsidiana: criaturas mitológicas” y “Poemas pe(r)didos”, antología ganadora en Voces al Sol 2022. Fue asesora y editora en la escritura del guion de largometraje de ficción “La Biblia de Gaspar” (2023). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2014-15.

Letrinas: Nuestro capitán sueña con ríos azules


Nuestro capitán sueña con ríos azules

Liliana López León
Ilustración: @hectormexia


Con cariño para Arià Clotet y Mr. Flow.

 

He activado la velocidad crucero. La tripulación y yo charlamos sobre cómo todos los niños desean ser astronautas alguna vez, y que según los mensajes que recibimos en el buzón, los adultos también. Durante el tiempo de ocio asignado por Tobby, nuestra amigable Inteligencia Artificial, hemos comido unas frituras de espinaca algo sosas pero que sacian bastante. Durante esta cena aprovechamos para no olvidar que somos humanos. Brindamos con un suero saborizado parecido a la champaña.

La tripulación está conformada por la doctora Gloria Isaac, el médico Julien Mer, los gemelos ingenieros Von y Tan, y nuestro perrito de terapia, Berry. Un corgi tricolor de pelo suave y barriga tibia que nos acompaña. A Tobby le han dicho frecuentemente que tiene el nombre de un perro, y él, que no puede ofenderse, escuchó y su algoritmo solo buscó un equilibrio en el equipo. Por ello, lo bautizó así. Sí una máquina es un perro; un perro puede ser una fruta. Tobby también está programado para recoger algunas funciones de marketing; no es casualidad que Berry sea el nombre de aquel famoso sustituto de alimento: las tabletas que salvaron a varios países durante la última gran sequía.

Estoy yo, Ariandt Clay. Es mi tercera misión como capitán. Recuerdo, mientras chocamos nuestras copas y decimos salud, que también fui un niño que soñaba con volar al espacio. Aunque el mar también me llamaba, el agua sigue en mis deseos. Nuestra nave fue bautizada como Frog 7: nombre elegido por una votación mundial. Entre los nombres posibles había algunos patrocinados por empresas cinematográficas. Sentimos alivio de que ganara una especie casi olvidada de la Tierra; y porque los seguidores como los de la saga Aros Circa se vuelven amantes y odiantes al mismo tiempo. Ser capitán de un Frog, es neutral; es mejor.  

Discutimos si nos conviene hibernar, o disfrutar este año que queda de regreso para aprender algún idioma. Tobby aconseja hibernar, como siempre. Está programado para reducir el consumo. Yo propongo cenar juntos antes de ello y recapitular nuestros últimos ocho años de misión. Una misión exitosa, dice Julien Mer. Entre nuestra lista de tareas estaba recoger el lnituom, algo muy parecido al litio, más limpio y potente. Generará energía más de un siglo, según cálculos de la Dra. Isaac. Ella es Gloria Isaac, cerebro de la misión, y no lo digo solo por la amistad.

Von y Tan, hablan al mismo tiempo. A Gloria le incomodaba eso los primeros tres años, y ahora los observa con ternura. Yo pensaba que Von y Tan podían ser infiltrados de otra compañía energética aeroespacial. Lo creí e incluso lo anoté en mi bitácora personal. Asunto que Tobby leyó y tomó en cuenta para observar sus signos vitales y sus emociones durante varios meses. Los resultados arrojaron que solo eran una chica y un chico muy inquietos. Así supe también que mis pensamientos más privados estaban en el ojo de todo el sistema Tobby.

Julien Mer nos ha revisado: ha analizado nuestra sangre y nos advierte que el lnituom puede ser radioactivo. Nos realiza un análisis y sin decir mucho del diagnóstico, hace que Tobby nos suministre algo que prevendrá el deterioro celular. Mer dice que mi cuerpo tiene una edad biológica menor a la cronológica. Es una broma que le gusta repetir, pues entre tantas hibernaciones; cuando lleguemos a casa festejaremos más años de los que hemos vivido.

—¿Por qué le llamamos hibernar y no estivar a la animación suspendida?

Me da un golpecito en el hombro y me dice:

—Eso. Eso mi querido capitán, no lo sé.

Mer cumplirá 82 años y yo 95. Mi pregunta le deprime: estivar le recuerda que su hija cumple años en verano y será mayor que él cuando regresemos. Pero como casi todos los bromistas, evade con elegancia el tema que él mismo partió.

Ahora vamos a dormir. Hay que desinfectar completamente nuestros trajes de hibernación, porque si hubiera una bacteria ahí dentro sería un embrollo. Para inducir el sueño Tobby nos ha inyectado un sedante con el parche que tiene en su brazo mecánico: una droga que todos los soldados apodan el birthday cake. Los primeros segundos, el efecto es casi imperceptible. Solo sabes que está funcionando, cuando el suelo, la cama, y el propio cuerpo tienen la textura de un bizcocho cuya masa tuvo buen aire. La sensación mejora cuando tienes en la nariz el aroma dulce de un betún fresco, a chocolate fino con fresas.

Al pobre Berry no se la podemos poner, por eso lo cuidamos hasta que duerme de verdad, como él cuida de nosotros. Lo ayudamos, acariciándolo, pues se desespera mucho en la cámara de animación suspendida. Ahí estamos, pasándole las manos. Parecemos niños que nunca han tenido una mascota y de repente se encuentran una por la calle. Los perros no comprenden este proceso. Eso sí: cuando despiertan suelen ser los primeros en ponerse de buen humor. Para despertar, yo necesito al menos una hora, suero volcán y algunos suplementos alimenticios que calcula Tobby al analizarme.

Con el birthday cake te recuestas, y puedes escuchar cada parte de tus músculos relajarse. Aquí es cuando escuchas la amable voz de Tobby, indicándote cómo respirar. De repente, el año que perderás, no te preocupa mucho. La cápsula se siente como un capullo al que siempre perteneciste, del que nacerás de nuevo.

Si mientras dormimos algo saliera mal, hay otra droga que los soldados llaman el coffee crack. Odio ese nombre, sobre todo por su precisión. Esta droga nos la pone Tobby en caso de emergencias. Sirve para despertarte de la hibernación si él mismo no puede manejar un problema. Solo me la han puesto una vez durante el entrenamiento, y de estar, prácticamente en coma, despiertas alerta y listo para utilizar cualquier arma o herramienta. A mí me pidieron que realizara un aterrizaje forzoso en un simulador, y la verdad no parecía que el ejercicio fuera falso. Solo reaccionas y puedes concentrarte como un poseído, no sientes miedo. El efecto de esa droga pasa, y el cuerpo queda, digamos, con una resaca de fiesta de cumpleaños multiplicada por cien. Para aliviar eso hay otras drogas, aunque la sensación nunca se olvida.

Ya puedo oler mi birthday cake. Todo es suave, mi traje es ahora terciopelo. Me duermo y sueño. En el sueño hay un río. En verdad nunca he visto uno. Bueno, en mi curso de Historia me gustaban los videos de ríos y mares que eran muy azules. Mis compañeros de la escuela decían que eso no era posible. Yo siempre pensé que fueran verdaderos o falsos, eran muy bellos. Nuestra profesora mencionó haber visto uno cuando era pequeña, y que en la antigüedad las personas hacían vida alrededor de ellos. Recuerdo el diagrama con el que explicaban por qué el agua se veía azul. Mi cerebro está recuperando esa imagen para llevarme, supongo, a un sueño relacionado con la naturaleza.

Quizá Tobby me programó algo de su repertorio; a veces se pone creativo. Veo a una mujer desnuda que medita. A su alrededor bailan unos niños y unos ancianos cantan. Ella está sentada sobre el suelo de tierra, y me dejo llevar por su canto que es como un mmm continuo. El sonido del río es un cri hipnotizante. Quien diseñó este contenido binaural merece una donación a su academia de artes. Te digo, seguro lo pusieron a propósito para que a mi regreso les dé una beca. No sería la primera vez.

Ahora, una mujer de pelo plata se posa frente a ella y le cubre la cara con las manos. Le pregunta qué ha visto, con voz amorosa y firme. Ella abre los ojos con lentitud y exhala un aire que parece retenido desde hace horas. Dice que ha visto a un hombre acostado sobre una burbuja.

—¿Qué más?

—El hombre está en un sitio que no comprendo, donde muchas cosas son del color de la nieve. A su lado, otras personas duermen también sobre burbujas que no se rompen. Además, con ellos va el extraño cachorro de un lobo, también en una burbuja. Duermen y viajan tranquilos en un cielo oscuro.

A pesar de que el birthday cake no me permite sentir miedo, estoy entrenado para identificar algo inquietante. Si planearon esto como una broma, habrá consecuencias: cualquier militar lo sabe. Es peligroso hacer este tipo de bromas, porque la meta narrativa y la auto ficción pueden volver loco hasta al más sensato. He sabido de militares que, aunque distinguían el sueño de la realidad, se quedaron con dudas. Quizá Tobby pueda identificar mis signos, no sé cuánto tiempo real ha transcurrido. La mujer sigue hablando de mi traje:

—Nunca he visto ropas así.

—Explora hija, el significado de tu visión. Parece poderosa.

—No lo sé.

—Entonces, con el tiempo lo sabrás.

Despierto. Tobby me ha puesto un cuarto de dosis de coffee crack en los pies con la aguja parche. Me levanto de prisa.

—Ariandt, durante los tres meses que has dormido, la nave ha sufrido unos desperfectos. Requiero tu autorización para despertar al menos a uno de los gemelos.

Le pido que no lo haga. A causa de la droga, tengo energía en el cuerpo que puedo aprovechar. Además, según la clave del diagnóstico, es una reparación sencilla. Cuando pequeños asteroides logran colarse en algún compartimento, rasgan la superficie. En principio son inofensivos, pero si esto continúa durante algunas semanas pueden estropear todo. Se reparan desde adentro con una G5630, una herramienta que parece una pequeña barredora que se maneja con un control y un monitor externo.

Mientras me dedico a la nave, le pregunto a Tobby si ha detectado mi preocupación por el tema del sueño. 

—No. Capitán, ¿quieres hablar de ello?

Me conoce, hemos compartido otras misiones. Posee más datos míos que de los otros. Sabe que deseo contárselo. Le hablo de la mujer desnuda y de la descripción precisa que dio sobre nuestra nave y tripulación.

—Encuentro eso muy peculiar e interesante: según el código IV del inciso A de Publicidad y Contenidos Artísticos, no es posible insertar temas que se relacionen de ningún modo con la realidad del usuario. Ariandt, ¿quieres que lo reporte? Te pondré algo más fuerte para que puedas calmarte, ¿quieres que despierte a Berry?

—No, no, estoy bien. Es que nunca me había pasado.

Necesito algunas horas para volver a dormir. Hago un poco de tenis con un holograma entusiasta que me regaló mi ex esposa. Es un buen ejercicio, pero preferiría tener el simulador de surf. Ya sé: eso voy a regalarme en mi próximo cumpleaños terrestre. Sigo jugando, y llama mi atención que, de todas las animaciones suspendidas que hemos realizado en esta misión, Tobby no me había despertado nunca. No alcanza a preocuparme, pero sigue siendo curioso.

—Voy a proporcionarte unos nutrientes y sedantes para que vuelvas a tu cápsula, ¿estás de acuerdo?

Me recuesto. Siento la mente ligera, como si mi cabeza no pesara, creo que esto no es un birthday cake. Tobby me confiesa que ahora que estoy más relajado, ha calculado que es mejor compartirme una información, y me pide permiso para ello. Me río, no puedo contener mi carcajada. Cierro los ojos, y entre balbuceos lo animo a que hable.

—Ariandt, he revisado en tu panel de control onírico y no ha sido instalada ninguna historia artificial en los últimos seis meses.

No lo culpo, alguien lo programó para que fuera sobreprotector. En general, el diseño de historias oníricas implanta contenidos productivos o historias artificiales parecidas al entretenimiento cinematográfico. Mi sueño es natural. Algunos todavía tenemos el privilegio de soñar con el subconsciente. Sé que lo recomiendan para la salud cerebral. No puedo preocuparme, solo quiero sentir algo. No resisto más y duermo. Veo a la mujer, ya no está desnuda. Bueno, casi lo está. Solo que ahora porta unos collares y una corona de flores rosas. Es de noche y le han pintado la cara y el cuerpo con signos que no comprendo. Por el tamaño de su vientre, veo que un bebé nacerá pronto. La última vez que vi a una mujer en ese estado fue hace más de cuarenta años. Ella respira profundo y vuelve a deleitarme con su canto de mmm.  Le están dando a beber algo. Ella se asusta de nuevo y en medio del ritual llama a la mujer mayor:

—Madre, puedo ver de nuevo al hombre recostado en la burbuja. Él puede verme, no puede hablar. Algo lo mantiene en un sueño muy profundo, quiere asustarse, no lo logra.

—¿Qué está pasando? Tobby, investiga qué están induciendo los patrocinadores, por favor.

No puedo moverme, ni hablar, es verdad. A la mujer le preguntan si puede ver mi rostro:

—Es un hombre blanco, su ropa es abultada y le cubre todo el cuerpo. Su cabello es muy corto. Sus manos son grandes y suaves. Creo que este hombre no ha sido tocado por el sol en mucho tiempo.

—Oma Azul, hija. Parece que Pequeño Árbol está por nacer y te quiere decir algo.

—No sé. Se siente muy real. No parece venir de mí, ni de Pequeño Árbol. Siento el dolor y el miedo que este hombre no puede sentir con su piel.

La mujer llora. No logro ver más, porque Tobby nos despierta con un coffee crack a todos. Ahora es una dosis completa. Debe ser algo grave, pero estamos listos. Los gemelos han hecho unas piruetas cerca de mí. La Dra. Isaac ya se encuentra en su sitio leyendo los parámetros. Julien Mer no despierta, Tobby se encargará, nosotros ahora mismo no podemos. En automático, pido que hagan una valoración en voz alta del cero al diez. Todos han dicho tres al unísono. La cosa no pinta bien. El diagnóstico: un escudo y cuatro motores desaparecidos. Así, sin más, no están.

Quedan cinco meses para llegar a casa. La Frog 7 no resistirá. Gloria me informa que Julien se ha esfumado. Le digo que no puede ser, y pido a Tobby que lo busque. ¡No despierten a Berry! No necesita ver este momento. Ahora activo el protocolo de emergencias. Según Tobby, un compresor también se ha ido. Observamos juntos el mapa activo de la nave, y vemos que desaparecen ante nuestros ojos, los talleres de reparación y el área de ingeniería. Las pantallas son lo único que ilumina la cabina. Ordeno a Tobby que active nuestros trajes de exploración y que ponga a Berry en una cápsula móvil de rescate.

Sé que no hay mucho que podamos hacer, pero sigo el protocolo. Si los trajes nos conceden ocho horas, una nave de rescate podría recogernos y revivir nuestros cuerpos si no hay daño neuronal. Ahora los trajes se activan. El casco automático se sella y enseguida se empaña con nuestro aliento. Luchamos por conservar la vida y la misión. Conservo mi posición de capitán, hablándoles con autoridad como si eso sirviera de algo:

—Dra. Isaac, ¿diagnóstico? 

—¡Pareciera que caímos en un hoyo negro! Pero al mismo tiempo no…

Gloria desaparece ante nuestros ojos. Entro en pánico, no distingo entre mi adrenalina natural y la reacción aumentada del coffee crack. La nave atraviesa más turbulencia. Los gemelos me miran como dos niños perdidos:

—Capitán, ¿vamos a morir?

Von y Tan, tomados de las manos, desaparecen antes de que pueda contestarles algo. He quedado solo en la cabina de mando. Una de las alarmas de emergencia cede. Solo hay silencio. Siento el latir de mi corazón. El suelo a mis pies desaparece. El traje y yo flotamos en la nada.

—Tobby, ¿sigues ahí? Mi muerte es inminente, solo intenta enviar nuestra caja negra a la central.

Suena débil y una interferencia distorsiona su confirmación.

—Tobby, ¿qué ha sucedido? No identifiqué la amenaza.

—No la hay.

—Tobby, ¡estás desconfigurado! Vuelve en ti. Es una orden.

—No ha ocurrido nada. Estás cansado, mi capitán. Vuelve a dormir. Te espera un gran día.

Cierro los ojos. Veo el río azul. El andar de su agua es música. Cerca, alguien ha hecho fuego con madera. Sudor, sangre y lágrimas de alegría: nace Pequeño Árbol. Llora con buenos pulmones y lo acercan al pecho de Oma Azul, que ha dejado de soñarme.




Liliana López León (Mexicali, 1984). Es una escritora bajacaliforniana de narrativa y poesía radicada en Barcelona. Es doctora en Medios, Comunicación y Cultura por la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha publicado en la revista Pez Banana, en la Revista Espejo Humeante y en la Revista Sputnik ha colaborado con Un camiseta de los Coquette para GabiUn año sin la Carrà y fue entrevistada por Antonio León . Forma parte de la antología Letrinas del Cosmódromo (Agujero de Gusano, 2022). Ha publicado poemas en El Septentrión y en Especulativas. Obtuvo el Premio Estatal de Literatura 2022 de Baja California en la categoría Poesía con el libro Este vientre es un conejo de carbón (2023).

 

liliana.lopez.leon@gmail.com

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