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Letrinas: Minificciones V de Franco García



Minificciones IV de Franco García

 

Vacíos existenciales

Vivo a las afueras de Acapulco y en un departamento que se encuentra en el quinceavo piso de un edificio casi en ruinas. En el también habitan ladrones, prostitutas, burros, sapos, violadores, asesinos, secuestradores, madres solteras, obreros. He de confesar que mi departamento está repleto de vacíos existenciales y cada vez ocupan más y más espacios. Un día saldré volando por la ventana.

 

Anarcosugerencias

En el Medical Reality Show, el psiquiatra y psicoanalista Otto Gross recomendó lo más sano para la depresión: anarcobenzodiacepinas y anarcoextremafornicación.

 

Aleluya, aleluya

Cuando esnifo soy un demonio; al despertar, un santo. Y Dios, qué maravilloso es entonces el milagro de la resurrección.

 

Padecimientos

No hay mayor tristeza que ir a la farmacia a comprar antidepresivos y no anticonceptivos.

 

Estirar la mano

No hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, murió una mujer afuera del Walmart. De un momento a otro se desvaneció. La temperatura oscilaba entre los 40 o 50 grados Celsius. Era una época infernal en el puerto. Le gente ni se inmutó con su presencia y quedó ahí la mujer, envuelta en el rebozo, de rodillas, con la mano bien estirada, sin saber si solicitaba un apoyo para levantarse o una moneda para hidratarse. 

 

Cuellos negros

No hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, vivía un viejo norteamericano en una enorme hacienda, donde cultivaba papaya, mango y algunas hortalizas. Todas las tardes, debajo de una enorme ceiba y después de una ardua jornada, siempre les contaba las mismas historias de los negros gringos a sus trabajadores negros acapulqueños.

—Era todo un deleite ver colgar a los negros rebeldes. Podíamos escucharles tronar el cuello: crac, crac…

Y siempre intervenía el pequeño Julio, hijo del matrimonio de la cocinera y el chofer:

—Igual como les tronó a don Pedro, a don Raúl, a don Esteban, a don Mario y a todos los que no aceptaron sus malos pagos, ¿verdad?

 

Primero muerto

Llegaron con lujo de violencia y a gritos desesperados. Debía más de cincuenta mil millones de pesos al fisco y traían una orden judicial. Desde hacía meses que mi empresa se encontraba en banca rota pero no lo aceptaba. Insistieron una y otra vez con sus amenazas. Me negué a salir. Jamás me separarían de mis deudas. “¡Primero muerto!”, les grité a las autoridades y ordené al sepulturero que no dejara de echar tierra a mi féretro.

 

Fiesta brava

Desde la tribuna, y con micrófono en mano, el político repetía lo mismo cada campaña electoral: “Estimados compañeros: les prometo que no cumpliré nada de lo acordado. Nada. Y a ustedes les consta. ¡Pero vaya fiesta que habrá cuando ganemos, señores! ¡Qué fiesta, verdad de Dios!”. Y aquel pueblo enardecido de justicia no paraba de aplaudir, gritar y silbar por el enorme banquete que se avecinaba.

 

Hartazgo

¡Estoy hasta la madre de que a esta mujer no la amen como es debido!, dijo el corazón y, por fin, detuvo sus latidos.

 

Inundación

Vamos, nena, arráncame los ojos de una vez ahora que me dejas para siempre, porque casi me ahogo todas las noches cuando reposo mi cabeza sobre la almohada.


 

Franco García (Vacacional, Acapulco). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, Revista Pirocromo, Revista Alcantarilla, Revista Hipérbole Frontera, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.

Letrinas: El Diablo y la Muerte

 


El Diablo y la Muerte

Samanta Galán Villa


Afuera la noche. Tengo las ventanas cerradas porque me da miedo que algo entre. Mi teléfono no ha dejado de sonar. Son del banco. Me recuerdan que tengo que pagar mis préstamos mañana porque ya he duplicado mi deuda con los intereses. Estoy cansado de inventar historias para zafarme de sus interrogatorios. No tengo dinero, no tengo trabajo porque me despidieron hace ocho semanas.

El latido de mi corazón es agónico. Tengo hambre y sueño. Quiero salir un rato y pasear por el parque. Lo hago. No veo la calle en días, pero sé que fue una tarde calurosa porque el pavimento está caliente. Es media noche. Mi mente es un nido de arañas. Pequeñas, diminutas y amontonadas. Son mis pensamientos.

Hasta mí viene el recuerdo de Julia. Sus manos delgadas y suaves y también su voz áspera cuando me dijo que estaba cansada de la monotonía, de mi falta de compromiso, de mi insoportable actitud, de dejar las cosas a medias. Mis pensamientos arañas trepando las paredes del departamento y llenándolo de un humo asfixiante.

Camino sin pensar, sin fijarme a dónde. Miro las estrellas y recuerdo que son mapas, que si las sigues te guían a un destino. Escucho risas. Dos figuras se mueven delante de mí, corriendo y saltando, tomándose de las manos y volviendo a dejarse. Ahora se persiguen, juegan a los encantados. Son ellos, El Diablo y La Muerte.

Los dos locos brillan con luz propia, es tanta su felicidad. Nada les importa, no tienen a los bancos detrás de ellos, no hay recuerdos que les nublen la vista. Sólo corren y ríen. Siempre sostenidos por la benevolencia universal, por ese flujo de la vida que le da a cada uno lo que se merece. Eso dicen, eso dicen.

El Diablo y La Muerte sólo tienen una especie de camisón que les tapa sus miserias. Tan libres ellos, tan suyos. Los dos con el pelo al ras, sonrientes. Hay quienes dicen que se conocieron por azares del destino, andando sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, cómo no. Se conocieron, sí, y a partir de entonces decidieron quedarse juntos. Ser cómplices en esa selva virgen que es la calle y compartirse sin limitaciones, ni miedos, ni angustias. Sin pensar en un mañana que puede o no llegar y que tampoco importa mucho si llega.  

Otros aseguran que estuvieron juntos desde su infancia y que son hermanos. Que sus padres los dejaron huérfanos y aprendieron a sobrevivir apoyándose el uno al otro. Abriéndose a la vida, al amor, al sexo, uno frente al otro como un espejo, como una sombra que no desaparece en la oscuridad.

Yo no descarto esta teoría porque si se les presta atención, si de verdad se decide no voltear la cara hacia otra parte para evitar darles existencia a los pordioseros, a los miserables, se puede notar que sus rasgos algo de parecido tienen. Ojos separados, nariz afilada, boca bien formada pero sucia, siempre abierta enseñando los dientes amarillos y una lengua casi negra.

El Diablo y La Muerte corretean por el parque, sin que les importe nada más que ellos mismos. El Diablo abre los pies y deja caer una enorme caca en el piso del parque. Abre los pies, hace la necesidad de todo ser humano, de todo ser viviente y se va, dando saltos y gritos de alegría.

Siento asco, pero no por su acción repugnante. Me enferma esa complicidad, su alegría casi grosera, como si se estuvieran burlando de mí: un hombre que fue a la universidad y estudió contaduría. Que trabajó once años en el mismo despacho, haciendo tareas fuera del horario de trabajo para caer bien, para que me tomaran en cuenta, para congraciarme con los auditores. Que un día conoce a una mujer y se enamora perdidamente y sabe que jamás verá el mundo con los mismos ojos, porque el cuerpo de dicha mujer es polimorfo y estará presente en una silla, en un puente, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Pero el correr del tiempo que todo devela, que todo desgasta, terminó por quitarle el brío tan intenso a los primeros encuentros y la monotonía echó a perder el vínculo. Y un día la mujer se para frente a ti y dice que se va, que está harta, que no hay nada qué hacer, que fue suficiente.

Entonces dejas de trabajar, tomas y fumas a las ocho de la mañana. No quieres salir, no hay nada que valga la pena. Te olvidas que tienes necesidades, que tienes deudas en los bancos que debes liquidar porque ellos muy amablemente te extendieron un crédito para un auto de cuatro cilindros que chocaste al poco tiempo de adquirir en una noche de juerga. Que también ocupaste tu tarjeta de crédito porque querías amueblar el departamento que compartías con el amor de tu vida, pensando que sería el lugar donde criarían a sus hijos y donde, algún día, luego de muchos años, pasarían juntos la vejez. El teléfono suena y te vuelves loco, de dolor, de ansiedad, de miedo.

El Diablo y la Muerte bailan tomados de la mano, sin percatarse de que yo los veo o de que cualquier otro puede atestiguarlos. Poco o nada les importa. Nada saben de las desgracias del mundo, de lo insoportable que es la vida promedio, la vida de cualquier ser humano encerrado en su casa a las doce de la noche.

Los veo de lejos y siento que me hierve algo por dentro. La necesidad de que, si yo no tengo, nadie más debería tener. Que, si soy miserable, el mundo entero debe sentirse como yo: un perdedor, un fracasado, un ser incompleto. Puedo sentir clara y lúcidamente cómo se planta en mi cerebro la semilla del odio y sé que no hay nada que crezca con mayor facilidad. Pienso que voy a regar esa semilla con cariño, con cuidado, esperando que pueda darme el triunfo de arrebatarle a alguien lo que más quiere. Ver esa desdicha y que por arte de magia regresen a mí las ganas de ser alguien. Ser, en última instancia, un hijo de puta.

Doy la media vuelta y regreso a mi casa. No apresuro el paso. Miro las casas, los edificios, el alumbrado público. Entro de nuevo en mi departamento y pienso en Julia. Pienso que la noche es larga, que estoy cansado, que estoy triste. Prendo un cigarro y hago figuras en el aire. Encuentro rostros y nombres que se desvanecen en segundos. Fumo hasta quedarme dormido.

El teléfono suena. Todo el día suena. Son los del despacho de cobranza, pero no tengo ganas de inventar excusas. Tengo hambre y sed. El piso está sembrado de colillas y hay junto a mí un par de botellas vacías de ron. Intento levantarme, pero estoy mareado. Huelo mal, no me he lavado los dientes ni me he bañado en tres días. El teléfono suena. Tengo miedo de no contestar, de que me embarguen y perder lo poco que me queda.

Apoyo mi espalda en la pared. Supongo que es medio día porque desde la ventana logro ver que el sol está en lo alto con toda su inclemencia. Tocan la puerta, con el puño tocan la puerta. En un movimiento rápido me encojo, me engarruño como las babosas cuando se les ha echado encima un poco de sal. El corazón me late más rápido y más rápido tuntuntuntuntuntuntuntuntun. Sigo vivo. Del otro lado de la puerta alguien dice mi nombre, pero no logro reconocerlo.

Deseo con todas mis fuerzas estar en otra parte. Cierro los ojos e imagino que puedo entrar a un rincón impenetrable de mi mente. Uno al que nadie, excepto yo, tiene acceso. Ahí no existe el sonido. Tampoco tengo hambre ni dolor porque desaparece el cuerpo. No existe el tiempo, sólo una pared blanca y brillante. Inhalo y exhalo, lento.

Me quedé dormido o eso supongo. ¿Un desmayo? Qué importa, no logro notar la diferencia entre un hecho y otro. Afuera ya es de noche, de nuevo ha oscurecido. El teléfono ya no suena. El departamento está en silencio. La sed es insoportable. Voy al baño y tomo del lavabo. El agua me sabe mal y me agrava las náuseas. Necesito alcohol.

Reviso las botellas que están junto a mí, esperando que alguna tenga un poco, el mínimo para calmar mi ansiedad. Nada. Voy hasta mi cuarto y reviso los bolsillos de mis pantalones usados e igualmente sucios al que llevo puesto. Encuentro un billete arrugado. ¡Milagro! Lo suficiente para comprar otra botella y más cigarros. Camino hacia la puerta y encuentro un papel. Lo metieron por debajo. Es un recado de mi casero. Debo entregar el departamento en tres días por incumplimiento de la renta. Arrugo el papel y lo tiro. Abrocho las agujetas de mis tenis y voy a la licorería que está a tres cuadras.

Cuando regreso, bebo directo de la botella. No tengo a dónde ir. Mis padres fallecieron cuando era niño y la tía que me crio ahora descansa en una estancia de retiro pagada por mis primos. No tengo a dónde ir. Sonrío. Saco humo de la nariz y sonrío. Pienso en El Diablo y La Muerte y vuelvo a sentir en mi cerebro atrofiado la semilla del odio.

Intento imaginar una forma de separarlos. Creo que podría regalarle a uno de ellos cualquier cosa que en su situación pudiera considerarse un lujo. Hacer que peleen, que la fuerza de la ambición los corrompa, pero de inmediato llego a la conclusión de que es imposible. Hay algo en su locura que los regresa al estado infantil más puro. Donde no hay codicia, donde todo puede ser compartido. Tengo la impresión de que, de alguna forma, la locura y la infancia tienen la misma raíz.

Me duele la cabeza, pero no del modo común. Parece como si mi cráneo estuviera en medio de dos piedras enormes a punto de chocar entre sí. Bebo de la botella y sonrío. Me siento bien, por un momento olvido dónde estoy y lo que he perdido. El Diablo y La Muerte deben estar despiertos, buscando comida entre la basura. Viviendo una vida nocturna y pueril.

Tengo más de la mitad del ron en la botella. Me levanto y camino hacia la calle. Hay muy poca gente a estas horas entre semana. El ciudadano promedio está descansando, reponiendo fuerzas para cumplir con sus horarios laborales por la mañana. Atendiendo a sus hijos o los quehaceres del hogar. Pienso que Julia es una de esas personas, que está durmiendo sola. No, acompañada.

Llego al parque y ahí está El Diablo. Está solo, sentado en la banqueta y dibujando algo con el dedo índice de la mano derecha en el pavimento, igual que Cristo cuando salvó a la Magdalena. Suerte, tal vez otro milagro.

Me paro frente a él, pero no voltea, no se inmuta. Sigue pintando figuras imposibles. Apesta, pero no para alejarme. Me siento junto a él y le pregunto ¿quieres? Sólo entonces voltea a verme, con los ojos grandes y limpios. Sonríe y recibe la botella. ¿Y tu amiga?, pregunto. Le dio pallá, responde y señala con el mismo dedo que tenía sobre el pavimento hacia un punto del parque. Se fue a dormir porque anda cansada.

Le da un sorbo a la botella y carraspea. Estira la mano para regresármela pero le digo que está bien y que puede beber más. ¿Es tu hermana?, pregunto. Sí, también es mi mamá y mi esposa y mi hija. Le dio pallá y vuelve a señalar. Me río y ahora sí le recibo la botella para darle un trago.

Seguimos tomando y le pregunto si tiene hambre, me responde que no, que comió cualquier cosa que no pude comprender. Lo miro con detenimiento y sin juicio. Tiene la nariz pronunciada, pero fina. Los ojos grandes igual que las pestañas. Sé que no he escuchado una voz más inocente, ni siquiera en los labios de un niño. Le digo que tome más, que puede quedarse la botella entera. También le ofrezco un cigarro y dice que no fuma. La botella sí la recibe y bebemos como dos grandes amigos que acaban de reencontrarse.

No logro entender del todo sus frases, pero sé que La Muerte ha estado mal porque tuvo un aborto. El Diablo explica que el vientre  de su mujer, hermana, madre e hija estuvo hinchado un tiempo y que un buen día salió sangre y un pequeño bulto que tiraron en un bote de basura. Que, desde entonces, La Muerte tiene cambios repentinos de humor, está triste y cansada y que él no sabe qué hacer.

Lo escucho con atención y no puedo evitar sonreír y embriagarme con su miseria, pensando que todos tenemos una maldita loza encima. Bebo y fumo con agradecimiento. Pienso que no tengo nada más que hacer ahí, que es momento de volver a descansar los días que me quedan en el departamento. Me levanto. Quiero decirle que ya me voy, que fue un gusto, que un día de estos volveré a visitarlo, pero él se levanta de un brinco y mira hacia el punto que señaló con el dedo.

Una figura se abre paso. Es La Muerte que se soba las manos y sonríe. Se acerca y me ve con desconfianza, como el intruso que soy. No sé si es la luz del alumbrado, mi tristeza, mi añoranza por tocar a una mujer, pero la veo como una virgen recién consagrada. Luminosa, frágil. Detrás de los harapos, lo sé ahora, se esconde una hermosa figura. Senos grandes, quizá por el reciente embarazo fallido.

Dame, dice y estira la mano. El Diablo se acaba de terminar lo último que quedaba del ron. Se carcajea, la abraza y luego a mí. Frente a los dos improvisa una suerte de baile, que más bien parece un performance de danza contemporánea. El alcohol se me ha subido y me tiene tranquilo, complaciente, sereno. Pero La Muerte nos mira con desprecio y sin pensarlo le da una patada en el culo al Diablo.

No oculto la gracia que me produce la escena y me hago para atrás, por precaución. El Diablo no toma bien el gesto, ¿quién lo tomaría? Ni los locos soportan un buen golpe. Se detiene. Veo por un segundo, en los ojos de ese santo rapaz, la sombra del verdadero diablo. Sin contenerse empuja a La Muerte y la tira al suelo. Le levanta el camisón y la penetra sin piedad, como un animal embrutecido. Las piernas de la mujer todavía tienen sangre seca. Grita y patalea, como seguramente lo ha hecho por años.

Prendo un cigarro y me doy media vuelta. Los dejo ahí, en el rincón del parque. Viviendo la vida que tanto había deseado.  


Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato 1991) Llevó cursos de narrativa en Literaria, centro mexicano de escritores. Algunos de sus textos se encuentran en medios digitales como Tierra Adentro, Monolito, Neotraba y la revista estadounidense Asymptote. Sus poemas aparecen en plataformas como Low Fi Ardentía, Revista 3 pies y en Crocevia, revista italiana dedicada a la difusión de poesía contemporánea. Fue compilada en tres antologías de cuento, La ciudad de los ahorcados, Letrinas del cosmódromo y Extrañamientos. Amorfismos (2022), su primer libro de cuentos, fue publicado en la editorial La Tinta del Silencio. Actualmente promueve su segunda publicación, Ventanas cerradas, ventanas abiertas, bajo el sello editorial Nitro Press.

Letrinas: Ofrenda



Ofrenda

Alejandro Carrillo


resulta curioso el día de muertos, el altar de muertos en específico que cada año pone mi madre religiosamente en un rincón de la casa con la mayoría de elementos necesarios para llamar a los difuntos, agua flores sal pan y calaveritas, y ahí en el centro de la ofrenda la foto del abuelo flanqueado todos los años por el tequila siete leguas reposado que casi lo mata en múltiples ocasiones y por muy diversos motivos, y al otro lado la cajetilla de cigarros delicados que eventualmente lo matarían por fin y de una vez por todas, y que mi madre guarda desde hace años con el único y firme objetivo de ofrendarla en el altar, ya que ahora esos cigarros se llaman chesterfield y primero muerto el abuelo que fumarse el inexorable paso del multinacionalismo salvaje, y yo le digo a mi madre, madre tira ya esos cigarros que acabaron con el aire y la vida del abuelo, pues aunque no tengo experiencia alguna cruzando el inframundo no me gustaría emprender ese largo y sinuoso viaje tan bien descrito por los estudios disney pixar para encontrarme con la causa de mi muerte, pero parece que a mi madre no le importa revictimizar al abuelo chovinista y fumador y yo le digo que el tema es serio madre que debe ser tratado a la brevedad por la secretaría de cultura ya que puede lastimar las relaciones familiares interdimensionales del país pues bajo esa lógica habría que poner en el altar también el agua del río bravo que se tragó el tío felipe cuando quiso y no pudo cruzar la frontera o bien en un futuro algo lejano, espero yo, en la ofrenda de la abuela en vez de poner las gardenias que nunca le dio su marido, sería menester acomodar bien las botas de casquillo y el cinturón de cuero de su finado esposo que tras una vida de chingadazos muy probablemente desencadenó en la demencia prematura que tiene postrada a la abuela en una casa de retiro ¿de retiro de qué? de retiro de la vida, o bien en el altar de mi padre habría que poner un tren a toda máquina o una bayoneta o un sismo o un machetazo o una jauría de perros o un nido de ratas, o cualquier cosa que haya matado a ese viejo, porque yo no puedo, ojalá pudiera, ojalá esté muerto ese puto viejo, y la cosa se torna aún peor porque habría que situar, madre, un casquillo en los altares de kurt cobain de hemingway de jaime torres bodet de luis donaldo colosio y cuarenta capsulitas de barbitúricos para marilyn monroe ¿quién mató a marilyn? y otras tantas para elvira mi noviecita de la secundaria, y un montoncito de piedras para virginia woolf y otras tantas piedras más para mis amigos artistas contemporáneos muertos y el hashtag #metoo para mis amigos artistas contemporáneos vivos, y la negligencia del imss para doña amparo la de los jugos y la lista de espera de órganos para efraín, qué joven que era efraín, y mariposas monarcas para el señor activista defensor de las mariposas monarcas y así por todos los altares del país haciendo ofrendas inverosímiles con objetos inconcebibles, tan solo en esta ciudad se venderían kilómetros de soga para las festividades madre, imagínate a las familias viendo tutoriales en youtube para hacer con esa cuerda el nudo del ahorcado que debe llevar como mínimo seis vueltas y el número de vueltas siempre debe ser impar, madre, urge legislar porque por último pero no menos importante, tendría, con todo el dolor que me embarga, en verdad me vería obligado a colocar en el altar ese manjar emponzoñado que la vecina le dio a la gata el mes pasado, y en ese mismo orden de ideas en la casa de la vecina se verían en la penosa necesidad de ofrendar los dulces con vidriecito molido que les di a sus hijos ayer por la noche que vinieron a pedir dulce o truco y elegí truco, madre, elegí truco y siguiendo el curso natural de las cosas y el duro brazo de la ley, para el próximo año habrías de poner junto a mi foto un picahielo o un desarmador o cualquier filerillo en el mejor de los casos y en el peor de ellos la manga de un pantalón ¿sí se le llama así, madre? o un par de calcetines o una sábana hecha trizas o cualquier prenda que sirva para morirse en una cárcel, de momento se me ocurren esas ideas, y es que eso no puede ser madre, porque yo en mi ofrenda quiero molito con pollo y chicharrón en salsa verde. ac

Letrinas: Cajas tristes



Cajas tristes

Alejandro Carrillo 


Te bajaste sin decir nada en la gasolinera de la salida a Zacatecas, pasando el motel al que siempre decíamos que nos íbamos a escapar -nunca fui-. Pensé que te habían llamado la atención unas gallinas que andaban con sus pollos saltando junto al camino, pero apresuraste tu paso y cruzaste la carretera -sin mirar-. No corro, no grito, no empujo. Sonaron estrepitosas algunas bocinas. Corrí desesperado tras de ti sorteando coches y camiones a toda velocidad. Se me vino a la mente la mascota que recogí en pedacitos del arroyo vehicular un día de mi cumpleaños. Te perdí de vista y pensé que también recogería tus pedazos. Pero no fue así. Hiciste autostop y subiste a una camioneta de regreso a la ciudad. Nunca te volví a ver. Aún no encuentro la forma de bajarme del camellón.

Te fuiste cuando llegó la tuberculosis, la falla renal del gato y la cobranza extrajudicial. Que todo va a estar bien, te decía, que ya nos vamos a mudar. Cuando por fin empecé a restaurar la vieja casona verde del centro te emocionaba el oscuro pasado del predio, las historias fantasmagóricas y las bacanales al amanecer entre amigos y fulanitos de tal. Una noche le rompí la cabeza a un escritor -que es un curso que recomiendo tomar- y crujieron todos los cimientos. Nos cayó la maldición de la pluma -el plumón- más deleznable del norte. Gruñó el tedio y ya no te apeteció acostarte con tipos con las manos cuarteadas y la boca llena alcohol y de amigos muertos. No se volvió a destapar botella alguna, todas se estrellaban contra los tabiques llenos de afiches. Con tantos vidrios quebrados ya no te apeteció entrar y verme como faquir del metro. Te vi en la acera de enfrente con tus maletas, esperando la carroza fúnebre que usábamos para llegar a la calle del terror. Hasta las moscas se fueron contigo -yo creo que algo les olió mal-, y esa madrugada se cimbró toda la casona. Vi a la pared del fondo desprenderse del lugar. No fue una falla estructural, en realidad el muro usaba sus castillos como brazos para separarse alevosamente del resto de la finca. Como era de esperarse todo se vino abajo. De vez en cuando aún se escucha entre los escombros al viejo Robert Smith gritar: “Show me, show me, show me how you do that trick”.

El día que ya no pude abrazarte muy fuerte engendramos un teratoma en tu vientre. Tenía dientes chuecos y picados, y la sonrisa al revés, y también tenía pelo, pero muy poco y entrecano. Era horrible. Era benigno pero podría ser maligno. Era yo. “Perdóname, mi amor”, te decía, mientras una doctora me extirpaba en pedazos de tu cuerpo. “Es que estoy algo ocupado cortando el cable del que cuelga el Tío Jay”, sollozaba desesperado, mientras la hábil doctora me jalaba de la cabeza con una aspiradora pequeñita; y yo dándole y dándole a la extensión Trupper naranja de uso rudo muy rudo, tan rudo como el Tío Jay. ¿Cómo aguantó tanto el cable? Y el Tío Jay. ¿Te acuerdas del olor? No el olor a descompuesto ni a meados. Hablo del olor a taller. Olor a herramientas y a grasa, a metal que nadie quiso comprar y también a libros y periódicos que ya nadie quiso leer. El olor a final. A veces me llega ese tufillo cuando dan las tres de la tarde del domingo, cuando veo a mi abuela haciendo memoria, cuando salgo a repartir comida o cuando veo tus polaroids; cuando -todavía- tiro un parlay o divido los dieces -nunca dividas los dieces-. Nunca dobles con catorce si el crupier tiene un as. Y si no, pregúntale al Tío Jay. Pobre de mi tío y pobres de nosotros. ¿Te acuerdas de sus gatos? Pobres de sus gatos, todos esperando, pacientes, viéndolo pendular, atentos a que bajara del madero, pero el Tío Jay ya nunca bajó. Con tu ternura habitual dijiste que sus animales fueron fieles con él hasta su último aliento. Y yo, en mi retorcido peritaje adjudiqué mutua lealtad a esos animales considerando la poca distancia existente entre el suelo y los pies tiesos y colgantes del Tío Jay. Quizá los gatos tendrían una última cena. Pero con ellos sí llegamos a tiempo y pudimos rescatar casi a todos; yo conté unos trece y tú dijiste que eran diecisiete con los que huyeron por el patio trasero. Sin duda eran muchos, casi veinte. Imagínate, cuando partiste en la casa, que sigue siendo tu casa, aunque sea una casa ya abandonada, teníamos nueve menos uno -al que le falló el riñón-. Pero ahora ya son doce. Yo no sé si pueda llegar solo a los diecisiete que tenía el Tío Jay, la verdad.

Dejaste bajo la cama unos tacones de charol, un abono del club y un juego de cacerolas. De vez en cuando se llega a asomar alguna dedicatoria en un libro, un post-it o un boleto del cine o de ticketmaster. Pero todo vuelve a la misma caja llena de calaveras que aún no me atrevo a encerrar en el armario. Tus cuadros siguen intactos en las paredes, me siguen con los ojos. A veces veo ondear la bandera cubana que colgamos en el comedor. Qué felices fuimos allá y en algunos otros lados, pero más allá. En el más allá. Llegamos unas horas después de la gran explosión del Hotel Saratoga y volvimos unas horas antes del gran apagón. Qué suerte siempre tuvimos, menos ahora. “Cuando todo falle nos iremos a Cuba”, nos mentíamos cariñosamente. Siempre pensé que llegado un punto sin retorno podría embarnecer y envejecer vestido de guayabera y bermudas patrullando la calle O’Reilly de las librerías -que es la misma que desemboca en El Floridita- como hacía Hemingway, bebiendo junto a la habanera despampanante que eres y serás, daiquirís de varones repletos del ron de la revolución, y no las mierdas de frutos rojos que sirven en la cantina a la que ya nunca iremos -nunca volví-. Contándote beodo entre rones y sones las mismas historias que ya no conocerás, la de mi padre, muerto ahora, pero que no murió en el temblor del 85 porque en esos días las juventudes comunistas de Fidel lo arroparon y sellaron mi destino y el tuyo también, de alguna manera. Cosa más grande caballero. O la de mi madre, muerta también pero hace no mucho, a la que recuerdo en mi infancia poner el disco eterno de Gloria Estefan con el que le dolía la vida, mientras se fumaba un Marlboro mentolado en el segundo escalón de la casa de los cipreses que nos quitaría el banco. Y sí, al final todo falló, pero no zarpó ningún Granma rumbo a Cuba, ni la humedad hizo lo suyo con tu pelo. Solo el tiempo hará sus estragos con el mío. Solo un abrazo al final en un panteón. Pero si un día vuelves a La Habana Vieja, búscame en los basureros, aunque esto no es una elegía.


Letrinas: Fuera de mí todo es bosque



Fuera de mí todo es bosque

Alejandro Rosen

Obviamente, para Perrucha

Fuera de mí todo es bosque, ríos, abetos, lagos. Fuera de mí todo florece, todo es vida. Lo intuyo, pero no puedo asegurarlo; me fío de los mapas y fotografías que he llegado a encontrar. Lo percibo también por las personas que en algún momento llegan hasta mí. Se les reconoce felices, con agujas en el cabello, sudorosas y sonriendo entre sí; cómplices de una felicidad con olor a pino, de tarde de domingo, a la cual nunca podré acceder. Se les notan los recuerdos compartidos de paisajes impolutos. Les envidio. Y cómo no. Si fuera de mí todo es vida y sol filtrándose entre las ramas de los árboles, pajaritos que cantan al amanecer -como diría mi madre- agradeciendo al Señor. Así, fuera de mí todo es pasado, todo es piel, labios, abrazos de Perrucha. Sin embargo, nunca podré comprobarlo fehacientemente. Antes tenía a una mujer en la que confiaba, que veía y recordaba por mí. Fue un pacto implícito que surgió una noche en que dormíamos juntos, antes de que ella roncara con su maullido de gatito. En su momento me pareció un buen trato: pasar con avidez la lengua por su culo y sus axilas a cambio de que me ayudara a ver fuera de mí. Grave error. Ahora que no está conmigo y sigo perdiendo la vista debo hacer mis inferencias y aun mis propios recuerdos. Supongo que al tenerla conmigo percibía lo que los dedos de esa mujer recorrían. Ahora quiero convencerme que cuando me acariciaban llegaba a sentir esa oleada de deseo que -supongo- era semejante a la mía. Bajo esta premisa quisiera pensar que en algún momento la hice feliz, aunque ahora todo es sospechoso y desconocido; por ejemplo, me resulta intrigante la palabra “bosque”, ¿es sólo un conjunto de árboles? ¿Es un coño hermoso y perfumado donde se bebe y respira felicidad? Ahora no sé qué soy. Los monstruos evitamos los espejos. Quiero pensar que la sospecha de ese mundo verde me humaniza. Jadeo, respiro con dificultad. Requiero de ese aire lleno de verdes recuerdos. O quizá esa fantasmagoría es la que me está perdiendo. Reconociendo mi incapacidad para percibir adecuadamente, me fío de la opinión de cualquiera que se ofrezca como lazarillo, como aquel que hace siglos buscó despertarme a gritos diciéndome que me aleje de todo aquello que se relacionara con los bosques pues están llenos de los bárbaros que destruyeron a nuestra civilización, están llenos de lo que enloquece mi presente. Su voz me llega en este momento. Asustado me levanto (¿no los bosques eran coños húmedos?) y manoteando con un bastón corro entre las carpas del campamento, entre soldados perplejos que con certeza me ven como un chiflado. Siguiendo la conseja corro hacia la luz, pero ésta me evade y provoca que me caiga. Escucho risas. Nunca me había percatado que las baldosas de la Vía Apia tienen forma de gato, y que fuera de mí, todo es bosque, o al menos todo tiene el olor engañoso que emana de un pinito que se bambolea en el retrovisor de un automóvil en movimiento, siempre en movimiento.



ALEJANDRO ROSEN (Ciudad de México, 1972). Maestro en Comunicación, y Doctor en Ciencias Sociales. Ha publicado en los periódicos Excélsior, El Financiero, y en La Jornada Semanal. Tiene publicado un libro de microrrelatos: “Arco voltáico (Los Reyes, 2005). Proyecta teatros de sombras mientras duerme. 

Letrinas: Un facial no se le niega a nadie



Un facial no se le niega a nadie

Conrado Parraguirre

 

Ese día regresé de noche a casa, y como soy un tipo precarizado, cuando me encuentro en la calle, casi nunca tengo saldo en mi celular. Así que al atravesar el umbral de mi domicilio recibí una notificación bastante inusual. Una vecina me mandó un mensaje: “Hola, buenas tardes”.

Respondí con la cortesía habitual, y pregunté si se le ofrecía algo. La respuesta no tardo en esperar.

“Era para saber si podría hacerte un facial, es gratuito. Si puedes mañana temprano con gusto”.

Ponderé la situación un momento, pues nada es gratis en esta vida, de tal modo que consulté con esta amable persona si era necesario llevar algo en particular y el horario para tal procedimiento. Me dijo que nada, y me propuso un horario de ocho de la mañana; y además me cuestionó si quería que lo hiciéramos en su casa o en la mía. Al final concordamos que en la de ella.

A cierta edad, uno se hace ideas, pues mi vecina es una mujer divorciada, madre soltera, y a criterio propio, bastante atractiva. De cualquier forma, frené el poni de la fantasía, y me dije, bueno, un facial no se le niega nadie.

Al día siguiente me bañé, tomé un poco de café y comí un plátano. Me mentalice un poco, pues interactuar con otros y someterse a cualquier tratamiento requiere algo de voluntad. Llegada la hora me apersone en su residencia con mi rostro atropellado para empezar la labor. Me invitó a pasar y me condujo a su comedor. Sobre la mesa tenía el material para trabajar. Cortésmente me pidió sentarme en una silla que se encontraba justo en el centro de la habitación. Le pregunté si aquello era su nuevo emprendimiento. Rió un poco y explicó que además de su trabajo esto era algo que también hacía.

Prendió un incienso aromático, tomó un pequeño envase con atomizador, y comenzó el procedimiento. “Te voy a aplicar un poco de esto en tu rostro, es hielo seco, cierra bien los ojos y la boca”. Procedí a seguir las indicaciones. Sentí el líquido y una sensación de ardor, comenzó a invadir mi cara. “¿Cómo lo sientes?”. A pesar de la ligera molestia contesté que bien. “Bueno, te voy a poner una crema en tu pelo también”. Se puso detrás mío y comenzó a frotar el cabello con sus manos, intercalándolo con un masajeador anti estrés, de esos que parecen tener patas de araña. En ocasiones también sentía el roce de sus pechos en mi nuca.

Traté de relajarme, pero ella también se notaba un tanto nerviosa. Comenzó a preguntarme sobre mi vida, el trabajo y mis relaciones sentimentales. Y pues yo no tengo novia, ni trabajo, y sospecho que vida tampoco. Tomó el envase del hielo seco de nuevo, y continúo con las mismas indicaciones. El calor se intensificó. “Si sientes malestar o algo, grita, no te detengas, es más si quieres miéntame la madre”. Mientras atravesaba aquel dolor, pensaba, ¡Carajo! ¿es esto parte del proceso?, uno nunca sabe qué clase de perversiones tienen los residentes con quienes te topas en los pasillos.

Tomó el atomizador de nuevo. “Te voy a rociar un poco más”. Al ver que la sustancia empezaba a escurrir sobre mi ropa, me dijo: “A ver, quítate la camisa, te voy a poner un poco en tu cuerpo”.

Estaba aturdido por el escozor y la situación; así que obedecí y me quité la camisa. Me pidió quedarme de pie. Agarró una crema, y comenzó a untarla en mi espalda y mi pecho. ¿Qué está pasando? ¿Estos faciales abarcan más que la cara? me pregunté. En ese momento sacó un tapete de yoga, lo extendió en el piso y me pidió que me recostará boca abajo, para hacerme un masaje en la espalda. Bueno la cosa ya se está poniendo interesante, me dije.

Ahí tumbado comenzó a sobarme desde los hombros hasta mi espalda baja, en el límite del pantalón. De pronto, gritó el nombre de su hijo, para que le pasara unas almohadas. Yo no sabía que él se encontraba en casa. Aquel adolescente, bajó y le dió los objetos para que yo me acomodara mejor en el piso. Un gato, que supongo que también se encontraba arriba, también salió. Mi vecina le dijo a su vástago, “¿no quieres ayudarme también?”. Y ahí estaba yo, con una madre y su retoño amasando mi espalda, mientras un gato maullaba y se paseaba al rededor. ¿Es esto lo que merezco por ser un pobre diablo? Probablemente ¡pero qué carajos!

Entonces mi vecina le indicó a su asistente: “Está muy tenso, truénale la espalda”. Me pidieron incorporarme, y poner mis brazos detrás de la nuca. Tuve la sensación de reconocerme confundido y vulnerable, como con la mirada de aquellos perros desconcertados, a quienes un quiropráctico de mascotas les truena la columna. Después de eso, su hijo se fue, y mi vecina me regresó a la silla. Me puse la camisa, y de nueva cuenta me roció con el hielo líquido. “Ya no te arde, ¿verdad?”. Respondí que no.

Antes de iniciar la sesión había sacado una foto de mi rostro dentro de su casa, ahora quería hacer otra foto fuera de ella. El juego de luces es un truco viejo. Comparó ambas imágenes, del antes y después. “Ya ves, te ves más joven”. Claro que no, pensé. Y pregunté por el precio de la botella. “Ay, no, cómo crees, ésta te la regalo”. Mentira. Más tarde me la pidió de vuelta, con el pretexto de que ese producto ya lo tenía comprometido con otra vecina.

Ese día regresé a casa oliendo rico, sin dolor de espalda, y con el cutis un poco más suave.

Letrinas: Minificciones IV de Franco García




Minificciones IV de Franco García

Guerra y paz

Durante el día mi esposa y yo nos encontramos en guerra, pues desde hace años dejamos de amarnos. Así que los gritos y las ofensas nunca faltan en nuestro hogar. No obstante, todas las noches respetamos nuestro pacto marital: hacer el amor para dormir en paz.


Se busca una mujer

No hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, había un niño de la calle que le daba por agarrarle la mano a cualquier mujer que pasaba a su lado para no estar solito.

“Señora, ¿no quiere ser mi mamá?”

“Joven, ¿no quiere ser mi mamá?”

“Amiga, ¿no quiere ser mi mamá?”

Así estuvo hasta la mayoría de edad y se casó con una muchacha. Tiempo después lo abandonó su pareja y le dio por buscar una mamá para su hijito. 

 

Secreto marino

El caracol lleva en su guarida el sonido del mar, y el suplicio de los ahogados.

 

Alimentos

No hace mucho, en Acapulco, había cadáveres por doquier, arrojados a plena luz del día o a mitad de la noche. Nadie los reclamaba porque, al parecer, no tenían dueños. Como es bien sabido, todos iban a parar a las fosas clandestinas, pues en la morgue ya no había espacio suficiente para tantos. Y qué gordos y satisfechos lucían, entonces, los perritos callejeros.


Más vale reír que llorar

Para ella es más fácil reír que llorar. Desde que nos casamos jamás la he visto derramar su llanto (es más, creo que nunca me amó). Si mira a un perro aplastado o un gato electrocutado, ríe; si pierde algo de valor material (celular, anillos, reloj), ríe; si va a un velorio (familia, amigos, compañeros del trabajo), ríe; si me encuentra besando a otra mujer o tirado de borracho en la calle, ríe. Con ella todo es risa; conmigo todo es rabia, vicios, celos y amargura. Incluso cuando estoy por ingresar al quirófano para que me extraigan el tumor de la cabeza y los médicos le han confirmado que es poco probable que vuelva a la vida después de la cirugía, ríe. Así que yo no tengo más opción y me muero de la risa con ella.

 

Dios te ama

Hijo mío: si alguien no te valora, ódiale; si alguien habla mal de ti, pártele la cara; si alguien no te ofrece trabajo, róbale sus pertenencias. Sólo recuerda que yo sí te amo, aunque jamás suelte mis manos de tu cuello.

 

Atención ciudadana

Todos los días escucho teléfonos en mi cabeza, sin importar la hora. Ring-ring-ring. Atiendo las llamadas. Hay voces extrañas, gemidos, lamentos, maldiciones.

Alguien dice: “¡Abajo el capitalismo!”

Otro: “La muerte sabe a Prozac”.

Luego: “¿En serio crees en ese comercial llamado fe?”

Más allá: “Nunca te amó, imbécil”.

Cuelgo.



Franco García (Vacacional, Acapulco). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, Revista Pirocromo, Revista Alcantarilla, Revista Hipérbole Frontera, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.

Letrinas: No es así de simple


No es así de simple

Ricardo Cuan Boone

 

—…yacasiyacasiyacasiyacasiyacasi… no debí tomar tanta agua… vamosvamosvamos… allá está el baño…   ¡madres… ya no aguanto!...                                                                                                                                                                                                                                                      

                                                                                ... ¡¿PERO QUÉ CARAJOS?!                                                                                                             

                                                        … Joven… disculpe joven… me podría…

—Señor tengo prisa, ahorita no.

—Yo solo necesito que….   Joven….  Madresssssssss…    

 

                                                                       …Señorita disculpe… ¿me podría ayudar a…?

—¿Cómo me llamó?

—¿Señorita?... yo sólo…

—¿Por qué supone usted que soy “señorita”?

—Yo no… discúlpeme usted, señora… yo sólo quisiera…

—¡Lo ve!  ¿Por qué me encasilla entre señorita y señora?

—… no era mi intención yo sólo necesito saber…

—¡Es que ese es el problema!  Usted de forma natural me categoriza en base a mi experiencia sexual…

—… nonono… discúlpeme por favor… yo nada mas quería preguntarle por las…

—… y seguro va a querer escudarse detrás de su edad como pretexto de su machismo.  Por gente como usted es que más mujeres como yo alzamos la voz para protestar sobre la opresión histórica a la que hemos estado subyugadas.  Eso de ser reducidas a objetos sexuales hasta en el idioma es resultado de mentes retrogradas como la suya.  ¡Tenga usted buen día!

—… seño… pero…

                                                                 …yanoaguantoyanoaguantoyanoaguanto…

 

—Disculpe señor, ¿necesita usted ayuda con algo?

—¡Siii! … por fin… gracias… me urge ir al baño y no se a cuál de las siete puertas entrar y tampoco entiendo los símbolos en ellas.

—Ah ya veo, no se preocupe usted, yo le explico.

—Señor ya no aguanto… por favor si tan sólo me pudiera decir cual es el baño de hombres…

—Si por supuesto… ¿hombre cis, trans o fluido?

—… eeh… hombre, hombre…

—Señor, no es así de simple, y debe tener cuidado con la implicación de sus expresiones.  Si gusta nada mas dígame como se identifica usted.

—¿Cómo me identifico?... pues…… así.

—Señor por favor, no me refiero a su licencia de conducir, me refiero a…. ¡Señor!

—ch

         in

        g

            a

                  da..

                         m

                           a

                            d

                            reeeee………

 

—Señor creo que mejor lo dejo… seguro tiene un cambio de ropa a la mano ¿no?... lamento mucho… tenga usted… un buen día… perdón no quise ser…

 

— …mmmpphh…….

                        

                                   … oye… ¡niño! .... ¡si tú!... ven por favor…

                                                        … dime algo… ¿cómo sabes a que baño entrar?

—¡Ah, pues al que tenga menos fila!


Ricardo Cuan Boone, nacido en 1978 en Torreón, Coahuila y radicado en Baja California desde el 2004. Egresado de Ingeniería Química, ha compaginado su carrera profesional con el gusto por la literatura. Fue editor de la revista universitaria y escritor de puestas en escena estudiantiles. Ha participado en diversos talleres y cursos literarios con reconocidos autores. Desde el 2019 publica reseñas literarias en su cuenta de instagram (@ric.escribe).

Letrinas: Lunares


Lunares

René Rojas González


 

Boca arriba la palma de mi mano. Sus ojos de lupa aceitunada escanearon mis rayas, falanges y lunares. Este del dedo te salió cuando ibas en la universidad y este de acá te habrá salido hace unos meses. Tú no eres tú, me dice la mujer con un índice acusador sobre cada una de las manchitas y una cara tiesa que se clavó en mi esternón. Podía tildarla de imprecisa pero al final tenía razón de cuándo me salieron. ¡Tú no eres tú!, vuelve a la carga, ahora declarándole frontera a mi paso. Tú no eres tú, me decía su acento. Tú no eres tú, me decía su mirada absorta.

Iba sobre la 5 de mayo y 2, con esa triste prisa genética que desarrolló la humanidad, a ver a mi amiga la del museo. Un día antes me dice “jálate porque estamos necesitando justo a alguien que sepa italiano; no importa que no haya hecho recorridos”. Voy pensando en Karla. Voy pensando en cómo nos la habíamos pasado rebotando de trabajo en trabajo y no pocas veces con más de uno desde antes de vivir juntos. Suerte y no que acababa colocado, ganando más o menos bien. Esta vez, no había as bajo la manga, sólo propinas.

Aquella mujer seguía insistiendo. ¡Tú no eres tú! La frase se convirtió en un roedor que me estaba anidando; no la entendía; peor me ponía con la prisa por llegar. No tuve opción: cerré los ojos, me fui contra el muro de su invocación y atravesé a la mujer como si estuviera hecha de neblina. Seguí el camino al museo; miré de rápido mis lunares leídos; necesitaba detenerme para pensar; no había tiempo. Llego con mi amiga; ni entrevista ni nada; ya ella había hablado con la directora sobre mi formidable preparación; empiezas el lunes, me dice maravillada esta sexagenaria.

Desde ese día veo tantas veces mi par de lunares que tengo la impresión de que esa mujer me estaba señalando el pedacito de una constelación a la que tengo que llegar. En fin, parece que ya voy a entrar a un buen trabajo; me dijeron que me comunicara la siguiente semana a ver si ya. Karla, se separó de mí; no dudo encontrármela en cualquier momento. Lo bueno es que tengo el museo. A mis 80 no me puedo quejar.

 


René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Letrinas: El traje de Jorge Campos



El traje de Jorge Campos
Por Amialba García Altamirano


Yo quería el traje de Jorge Campos. Dos piezas, rosa con rombos amarillos, el de la “Suerte”, sin olvidar el amarillo con rayones lilas, pues también con ese uniforme, el portero acapulqueño atrapó tremendos goles. Soñaba despierto en el recreo, cuando me tiraron un pelotazo duro a la cabeza. El aturdimiento seguido de estrellitas. Mi cara palpitó por el chingadazo. El golpe se lo debía a “Raulito”, un pinchi niño con dientes separados, pelo mantecoso y trasero de rinoceronte. Le gustaba quitarme lo que trajera. Llevaba pizzerolas, una botana redonda con sabor a pizza, aunque de pizza no tuvieran nada. Apenas reaccioné del pelotazo, una mano gorda me arrebató la bolsita. Me quedé con algo del polvillo rojo en la lengua, lo que alcancé a lamer.  Yo era un niño chaparro, como todos supongo, sólo que haber sido llamado el “Champi”, por chiquito y cabezón, no era nada agradable. Le rogaba a mi madre que me midiera con frecuencia y con tal de crecer unos milímetros: comí caldo de verduras, tomé aceite de bacalao, hasta me estiré colgado de la puerta. Nada funcionaba, y era lógico, en aquel entonces, todavía no daba el estirón. Antes de ir a casa, pasé por la tienda de don Chuy. El traje de Campos se columpiaba con el viento, la luz de tarde hacía brillar a los rombos. Pregunté el precio, el señor me dirigió una mirada seca a través de unos lentes gruesos.

—Niño, ya sabes, setenta pesos de los nuevos. Y no, no doy fiado.

—Le juro que sí se los pago. Mire, me dan tres pesos por semana, y si ayudo a lavar el carro, me dan dos extra.

—Niño, son setenta pesos, si no, dele por donde vino.

 Llegué a casa, la hallé sola con la hierba crecida a un lado. Las cortinas empolvadas dejaban pasar algunos leves destellos. Adentro era un horno oscuro. Al fondo, el cuarto de mis padres, cerrado. Prohibido entrar en su ausencia. Lo hacía de todas formas, sentado en la cama alta y amplia, pensaba en toda clase de monstruos. Aquellos seres entraban al patio y desde ahí pegados a la ventana nos espiaban: Gente sin rostro, bestias de muchos ojos. Fisgoneé en el closet. Cientos de camisas, calcetines, ropa interior del tamaño de las sábanas. Olí los cigarros de papá, sin filtro, una patada de tabaco intenso. Me puse los aretes de broche, los tacones de mamá. Me dio hambre. Por lo general preparaba huevos con cátsup. Mamá no llegaría antes de las seis o siete de la tarde. Me senté frente al televisor. Para mi mala suerte, papá entró justo cuando prendí la tele (un cajón con pantalla abultada y un trapecio gordo detrás). La luz se abría desde el centro, poco a poco se iluminaba. Papá cabeceó, lo cual no era buena señal.

—Balta, ¿Por qué chingados no estudias? ¡Contesta!, no me quieras ver la cara de pendejo.

—Sí apa, sí estudio —tomé distancia, me puse atrás del sofá.

—No es cierto, no haces nada.

            Se fue agarrado a la pared, dejó una estela de alcohol tras de sí. Por fortuna se encerró en el cuarto. Levanté mi plato, me fui a hacer tonto en el fregadero en lo que se acostaba. Mi cumpleaños no era sino hasta el próximo marzo, en Navidad no me regalarían el uniforme, además quería un carro eléctrico, que tampoco iban a comprarme. Tenía un balón que no debía botar adentro, nada más porque probé tirar un túnel. La idea era fintear al oponente, mi rival era un recogedor sucio, indiferente a nuestro juego. Pateé fuerte con la derecha, la pelota voló encima del arco de manguera, tiré la virgen del altar. Cayó rota del pecho. Mamá con los pelos levantados me corrió afuera. “Hay de ti que vuelvas a jugar adentro, o te poncho la chingada pelota”. En la calle me daba vergüenza hacer los trucos más básicos. En mi mente el traje me haría ver profesional, así los plebes de la cuadra quedarían apantallados. Regresé a la sala. Busqué el programa de las tortugas ninja. Lo pasaban en el canal cinco, le di varias vueltas a la perilla plateada, lo sintonicé. A esa hora transmitieron Scooby-Doo. El tipo flaco con barba rala, me caía gordo. Ni siquiera el perro me gustaba. Le cambié al canal doce. Dieron una telenovela, un hombre vestido de charro besaba a una mujer con los hombros descubiertos. La idea me dio asco; dejé el canal. La telenovela se fue volando, antes de que cambiara, apareció Jacobo con su cara seca, más funesto que de costumbre: Anunció el atentado. Le habían disparado a Luis Donaldo Colosio, el candidato del PRI a la presidencia de la república. Me paré encima del asiento, caminé por la sala un rato. En eso llegó mamá con dos bolsas de mandado. Preguntó por mi padre, “ahí está dormido”, le dije. Las entrevistas en el noticiero continuaron, Jacobo Zabludovsky con un mapa azul de fondo, habló en el teléfono con reporteros, le informaron el estado del licenciado, las balas, una en la cabeza, otra en el estómago. El pánico de la gente, los gritos, las señoras despeinadas con el maquillaje chorreado, los hombres que iban a codazos y a empujones.

Mamá masticó un pedazo de tortilla, todavía con la boca llena, habló:

—Ese pinchi pelón lo mandó a matar.

—Pero amá, dicen que fue uno del montón.

            —Ni madres, no les creas nada, hijo.

Repitieron el video durante una hora o más: Colosio vestido de blanco, abrazado a una señora que se le pegó como chicle. Era el candidato del triunfo, la gente lo alababa, lo seguía. Cientos de personas rodearon a Colosio, quien era llevado a la salida. Una salida mortal en su caso. Grabaron el momento en que el revólver apuntó a su cabeza. De inmediato se formó un remolino, la gente alrededor gritaba, los reporteros sostuvieron la cámara, mientras los agresores eran golpeados a puños y a patadas, la sangre les cubría el rostro. Cargaron al candidato entre varios, la cabeza por delante pegoteada de sangre. Le siguieron tres horas de espera en el hospital. Murió. Apagamos el televisor, la luz se encogió de vuelta. Fui a la cama con esa imagen; el arma encañonada en la sien, la sangre espesa en la frente, la muerte trágica de un famoso. Me revolví en las sábanas, pensé en mi propia muerte.

En la escuela no hablaron de otra cosa. Los niños hicieron como que estaban en “lomas taurinas”, rodearon a Camilo, un niño al que se le pintaba un bigote delgadito, pero de color bien negro. Él era el supuesto “Colosio” al cual le dispararon hasta con metralla. La maestra con el borrador en la mano nos calló a todos. Raúl con sus manos regordetas me jaló la trusa.

—Callado, ¿Traes dinero, Champi?

—Ni diez centavos.

—A la salida nos vemos, pinchi Champiñón. —Me empujó al pasar.

Casi nunca llevé dinero a la escuela, lo guardaba en un cochinito azul en mi cuarto. Cada centavo, cada peso y cada bendito billete iba a mi alcancía, si es que no lo gastaba antes en la tienda. Sufría una adicción por los gansitos y la coca cola. Pero hacía sacrificios para comprar el uniforme. A la salida, Raúl me empujó con todo y mochila. Me derrumbé como edificio viejo sobre la banqueta, los niños alrededor eran monos extasiados, incitándonos a pelear. Yo quise levantarme, pero el peso de los libros pareció superior al mío. Raúl me asentó una patada en los huevos, me retorcí con la boca abierta. El grandulón de dientes separados me esculcó la mochila. Al muy pendejo, le causó gracia que tuviera estampitas de los pumas. Yo sentía que el aire se me acababa, mientras el gordo sacó de mi mochila, un Bubbaloo de fresa.

Pasé a la tienda de don Chuy. Los balones de futbol colgaban de la pared, el lugar repleto de guantes, gorras y camisas. Al verme, el vendedor se recargó en el mostrador, se limpió el sudor de su frente grasosa, me paró antes de que yo hablara.

            —Ya lo vendí.

—¿Qué cosa? 

—El uniforme de Campos, se vendió está mañana.

—¿Y el amarillo con rayas lilas?

—Ese lo vendí ayer. Voy a pedir más, pero se va a tardar. Si quieres, tengo la blanca de los Pumas, la del dorsal 9.

Salí de la tienda, no le dije adiós ni nada. Corrí varias cuadras hasta boquear como pez en la banqueta. Me recargué junto a un muro rayado. A pleno sol, una lagartija verde descansaba en la acera. Sentí el mal, la deseé muerta. Agarré una piedra del tamaño de mi mano, se la arrojé con fuerza. La lagartija se erizó, se fue a esconder entre la maleza de un lote baldío. Al llegar a casa, encontré a mi padre sobrio. Veía una película en blanco y negro. En cuanto crucé la puerta, me ordenó que le trajera sus sandalias, fui por ellas, las dejé a sus pies. Le pedí unos pesos, negó con la cabeza, estás loco me dijo, pura sacadera de dinero. Abrí el refrigerador, a pesar del arroz y los frijoles, me pareció vacío. Me paré junto al televisor, le pedí para una torta, volvió a negar con la cabeza, se agarró el cinto:

—Balta, no estés chingando.

Me encerré en el cuarto. Al rato escuché que fue a acostarse, otra siesta. Si no era trabajo, era cansancio, si no estaba cansado, estaba borracho, o las dos. Oí sus ronquidos desde mi recámara. Un rencor ácido me trepó al pecho. Acostado en la cama, probé también conciliar el sueño, pero resultó imposible con esos rugidos de león eléctrico. Tocaron la puerta, me asomé por la ventana. Dos hombres: usaban botas, sombrero y cinto piteado. Supuse que eran amigos de papá. Una oportunidad del cielo para molestarlo. Así lo hice, sólo no de la forma que hubiese querido. Abrí el cancel, los invité a pasar como buen anfitrión, luego caminé a la habitación de mis padres. Papá se despertó con un mechón sobre su frente, habló con los ojos hinchados, a medio cerrar.

            —No estoy, diles que no estoy. —Ordenó.

Dejé entrar a dos sombrerudos a plena luz del día. En mi defensa: parecían hombres de trabajo, morenos de tanto sol, uno de barba densa, el otro de patillas pobladas. No hubo tiempo de reaccionar, al darme la vuelta, ya estaban adentro. Sacaron un arma negra y otra color plata. Levantaron a mi padre a patadas, lo encañonaron frente a mis ojos. Me aguanté lo más que pude, según yo no iba a patalear, tampoco iba a llorar. Pasados cinco minutos, ya había hecho las dos cosas. Papá agachó la mirada, le temblaba todo, la boca, los brazos, el labio. Parecía ratón acorralado. Se dedicaron a remover cajas y bolsas, sacaron ollas de la cocina, latas y cucharas. En los cuartos voltearon los colchones, tiraron el buró, vaciaron closets. Hicieron una labor de huracán. El de la barba le asentó puñetazos a papá en las costillas. Hay que reconocer, papá no se quejó, aguantó a puje y puje los golpes. Lo llevaron a otra habitación, mientras el de las patillas me vigilaba. A los diez años, sabía de la muerte y como venía por los viejos enfermos, los locos y los desalmados, a veces un accidente, un camión a la hora equivocada, quedarse pegado a un enchufe o morir ahogado. Peor aún, sabía cómo mataron al candidato. Fijé los ojos en las manchas del piso, me quedé quieto, si acaso respiraba. Los hombres preguntaron por joyas y dinero. Revolvieron hasta los cacharros del patio, obviamente, no encontraron perlas o rubíes en la casa. Lo que hallaron fue una paca de pesos, envuelta en un calcetín. Los ahorros de mamá. No conformes con eso, el de las patillas con cara de perro acaballado, sacó las cajas de mi closet, movió la ropa y encontró debajo de todo eso, mi alcancía.

Mamá gritó al entrar a la casa. Los asaltantes ya no estaban, tuvo suerte de perder el asalto. Papá se veía como tomate pasado. Mi madre fue por hielo, se lo puso en la quijada, en las costillas. Gritó mi nombre, me le aparecí por la espalda, “aquí estoy”, le dije. Más tarde cenamos frijoles de la olla, mamá preguntó si los asaltantes eran conocidos, si se habrían equivocado de casa, porque era evidente que no éramos ricos, si regresarían y en dado caso, ¿cómo iba a proteger la casa?, papá le dio su versión, pero después de un rato, la dejó hablar sin decir gran cosa. Incómodo en la silla, se sostenía con una mano de costado. Ambos, sin hablar más del asunto, decidieron ir a dormir temprano. Yo esa noche desperté en medio de una pesadilla. Los hombres entraban al patio, sacudían el candado, sus brazos elásticos atravesaban la protección. Las noches se alargaron para mí.

Al día siguiente, dejé un plato de avena mosquearse en la mesa. Camino a la escuela la gente me pareció muda, los árboles sin color. Tocaron el timbre, tomé asiento en mi lugar, un mesabanco metálico a medio salón. Saqué el cuaderno, dibujé espirales sin pensar en nada, sólo quería verlos surgir y morir por mi mano. La voz de la maestra se oía lejana. Estuve concentrado, hasta que Raúl arrojó papelitos mojados en mi nuca. Me quité cada uno en silencio; tracé un rombo. El gordo debió pararse al notar que no reaccioné. Se plantó como un cerro frente a Remigio, el niño que se sentaba en medio de los dos. Remigio agarró sus cosas, oí que con la prisa tiró la calculadora. Le cedió el asiento. Una vez que metió su trasero gordo en la banca, sacó una pluma roja y escribió sobre mi espalda: “Champiñon” sin acento. Me encogí de hombros, le di un vistazo. Tapé mi cara e hice como que lloraba. Es probable que Raúl con el pecho inflado, se diera la vuelta. Yo sentí un trancazo de calor en la cara. Apreté un lápiz con la punta recién afilada, fui tras él sin pestañear o pensar las consecuencias. Alcé el lápiz como una lanza, se lo clavé en el hombro. Torció la espalda de dolor. Lo alcancé a pepenar del pelo seboso, azoté su cara en el mesabanco, rebotó igual que un balón. Me pegué a él como una garrapata, cerré mis piernas sobre la mole. Jaloneé con la izquierda el cuello de la camisa. Solté derechazos en la cabeza, en la oreja, donde cayera. Dio vueltas conmigo encima. Atontado por el ataque, sacudía los brazos gordos al aire; no logró que lo soltara, con trabajos la maestra me jaló del torso. Los niños arriba de las sillas celebraron, dieron chiflidos y aplausos. Lloré camino a la dirección, castigado y sin dinero, nunca podría comprar el uniforme de Campos.



Amialba García Altamirano. Nació en Mazatlán Sinaloa, México. Ha participado en distintos talleres literarios, estudió psicología clínica y actualmente, además de atender una familia, se dedica a escribir cuentos cortos en su mayoría.
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