Letrinas: Aguamiel

A doña Renata únicamente le basta con sonreírme para que yo caiga ante su expresión y el pulque que vende.



Aguamiel

Conrado Parraguirre

 

Los domingos vengo al mercado porque siempre hay actividad. La gente suele llegar para comprar parte de su despensa. Algunos también aprovechan para comer carnitas, barbacoa, pescado frito, o quesadillas. Incluso hay personas que sólo vienen a curársela con micheladas o pulque. Y es por esta última razón que me encuentro aquí.

A doña Renata únicamente le basta con sonreírme para que yo caiga ante su expresión y el pulque que vende. Me ofrece una prueba e irremediablemente le termino comprando dos o tres litros de esta refrescante bebida. El pulque y el calor se llevan de maravilla.

El cielo es claro y limpio, y desearía que mis recuerdos estuviesen igual. El motivo que me ha hecho venir a sentarme sobre una cubeta, bajo la lona de los pulques, es porque he despertado nuevamente con una terrible laguna mental.

La noche anterior me encontraba en una fiesta. Pero de haber sabido que ella estaría ahí, probablemente me hubiera reservado un poco de beber. Me engaño, porque de haber sabido que ella iría, quizás no me habría aparecido. Desconocía que era parte de los amigos en común de mis conocidos.

El viento sopla suavemente y yo trato de recordar si no habré hecho algo de lo que pueda arrepentirme. Lo último que conservo de memoria, fue que ella llegó con una botella de mezcal y a la mitad del segundo caballito, quedé inconsciente y funcionando en piloto automático. Al despertar, me encontré en el suelo sobre un tapete y sin mis lentes. Por alguna razón suelo extraviarlos o romperlos. Entré al baño, y al mirarme en el espejo, descubrí que tenía una playera bajo la camisa, que no llevaba la noche anterior. Se veía bastante bien y como no supe de qué manera la obtuve, continué con la búsqueda de mis lentes. No los encontré en ningún lugar de aquel segundo piso del departamento, y decidí marcharme. Al salir, más por instinto que por certeza, los busqué en el jardín de la planta baja. Ahí estaban y mi alma se sintió un poco mejor. Con seguridad los arrojé por la ventana para no ver. ¿No ver qué? Quizás no ver nada de lo que sucedió.

Bebo mi pulque y observo a la gente. Aquí no hay Wi-Fi gratis y las personas sin saldo tienen que recurrir a la primitiva costumbre de encarar al otro y charlar. Me parece bien, porque en los lugares donde el servicio de conexión a internet está disponible abiertamente, la gente únicamente se entretiene clavando los ojos en una diminuta pantalla.

Un mensaje con una foto de la noche anterior me llega. Y ahí estoy con ella. Aparentemente la estoy abrazando, porque puedo ver mi mano sobre su hombro. Carajo. Por eso no me gusta beber con gente que tiene celulares inteligentes, uno puede terminar ridiculizado y con un registro de sus incompetentes acciones.

Vuelvo a guardar el aparato en la bolsa de mi pantalón, y doña Renata me sonríe. Le pido otra jícara más. Un perro pasa por ahí, y a manera de broma le pregunto, si también a estos animales les gusta el pulque. Entonces me cuenta que una vez cuando eran pequeños, su hermano le dio a un perro, le puso la boca de una botella en el hocico, y lo zarandeó para que el animal se pasará el líquido, al final el perro se fue tambaleando. Ambos reímos. Me gusta verla sonreír, su sonrisa es igual de amable que su pulque.

Quizás mis conocidos tengan razón y yo no deba andar buscando mujeres de mi edad para salir; es posible que las señoras sean mi mercado. Una ocasión, la señora de la tienda por donde vivo, me obsequió unas tortillas. Yo había llegado temprano y el repartidor aún no aparecía. Me dijo; “tengo unas pocas tortillas de ayer, están un poco maltratadas, pero están limpias”. Las acepté y le pregunté cuánto era. Me respondió que no era nada, que no me preocupará, que al menos con eso podía echarme un taquito.

Otra señora, propietaria de un puesto de tacos de canasta, siempre me daba un taco extra, y me decía como pretexto, que me lo regalaba porque la tortilla estaba un poco rota. Bueno, a lo mejor las señoras no son mi mercado, y simplemente se quieren deshacer de sus tortillas rotas o maltratadas.

Veo que doña Renata tiene otras botellas de plástico con un contenido de color distinto al del pulque. Me dice que es aguamiel. Y le pregunto cuál es la diferencia. El agua miel es de ese mismo día, es dulce y aún no ha fermentado; el pulque, por el contrario, ya fermentó. “Ah”, respondo con el asombro del imbécil que no sabe lo que toma. Aunque estoy seguro que esta bebida se obtiene del maguey; como el mezcal.

Y de nuevo trato de recordar la noche anterior. El mezcal y ella, pueden lograr que un hombre pierda la razón. ¿Cómo es posible que tanta maldad quepa en tan pequeño y bien formado cuerpo? Maldita cruda.

Mientras estoy absorto en mis pensamientos, con la mirada perdida y el rostro desencajado, una de las hijas de doña Renata se acerca para ofrecerme chapulines tostados. Le doy las gracias y pregunto por el precio.

Me dan una pequeña bolsa con estos insectos, les agrego limón y un poco de salsa. Ojalá la vida fuera tan sencilla como ser un chapulín tostado a fuego lento por el calor del amor. Yo no debería estar pensando ello. Se supone que la gente se supera, que olvidas las cosas y continúas adelante. Claro, eso es. Seguir adelante.

Doña Renata me sonríe de nuevo.

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