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José Revueltas: una historia de encuentros y desencuentros


Crónicas a Contracorriente | Por Lino


Lo confieso: nunca he leído El Capital y me gusta Revueltas. ¿Qué debo hacer?
(Publicado originalmente en el centenario del nacimiento de José Revueltas, 2014)

“Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.

Habíamos visto cientos de veces la frase aquella: en las marchas, en la escuela cuando había algún evento y a la menor provocación nos hacinábamos en los barandales para colgar nuestras mantas con consignas políticas, en internet, pintada entre las paredes de los foros que le apostaban a las propuestas alternativas y contraculturales de la Ciudad de Puebla, en los baños de las cantinas a donde nos dejaban pasar  sin credencial y donde éramos héroes de la historia conspirando contra los malos profesores y el sistema opresor y amnésico de la escuela, pues, ¿dónde estaba el materialismo dialéctico, la historia de Lenin y de sus amigos, dónde el Che? Todo aquello que aprendimos con uno que otro profe “comprometido con la causa” y con los amigos; siempre la misma  frase que dicen que el presidente Salvador Allende dijo durante una de sus visitas a una universidad del país. Sí, el mismo presidente que fue derrocado por el imperialismo yankee que, siendo chavos nosotros, aprendimos a tenerle atento el ojo por su gandallés. Aaaah, cómo nos emocionaba saber de Bahía de Cochinos mientras cantábamos “compañeros poetas, tomando en cuenta los últimos sucesos” o, la misma emoción, mientras Víctor Jara nos cantaba sobre Ho Chí Minh y comentábamos lo hermoso y heroico que habían sido los vietnamitas. Figúrense ustedes: éramos  los jóvenes que hacía poco le habíamos entrado a los libros de Rius y a los manuales de filosofía marxista que conseguíamos bien baratos en las librerías de viejo o en los mercados de chacharas allá por la Colonia Popular; aquellos chavos que tiempo antes nos habíamos encontrado gracias al puritito y más inocente desmadre: unos, como yo, le hacíamos a la onda del ska, del reggae y el oi (cantos y música libertaria, esencialmente antifascista que había llegado del otro lado de la mancha); otros, más acelerados, con la onda del punk y su agresividad que ellos llamaban anarco; los cuates más alivianados, por supuesto, eran aquellos que ya traían una preparación intelectual más pesada y todo el tiempo andaban leyendo y haciendo cualquier actividad artística. En efecto, éramos más jóvenes y la identidad era, probablemente, nuestro problema más grande. ¿Cómo no hacer caso al llamado de aquella consigna si éramos jóvenes, y además éramos la pura vida? No se podía ir en contra de la naturaleza…

¿Y cómo empezó todo? Para los más burros y metidos nomás en el puro relajo como yo, la puerta tenía que ser evidentemente ad hoc, y qué más asequible que una literatura buena onda: sí, ahí estaba Parménides, Sainz, Fadanelli, Ruvalcaba, pero sobre todo Agustín. Con José Agustín los amigos descubrimos que lo que nos gustaba ya tenía nombre, y se llamaba Contracultura y se apellidaba Rebeldía. Luego de leer La Contracultura en México, todo tuvo más sentido. “No mamen, La náusea está de poca madre ¿No han leído En el camino? ¿Ya vieron las pelis de Jodorowsky? Conseguí unas grabaciones de Avándaro, están chidas”. El camino se vio con una amplitud enorme. Quisimos ser jipis y nos dejamos de bañar meses y otros nomás se envolvían  el cabello a la hora del baño para verse mugrosos, a unos les llegó fuerte y todo el tiempo hablaban de María Sabina y de Gordon Wasson y de la percepción y el cultivo de mariguana en casa... La realidad es que le quisimos hacer a todo, incluso nos volvimos punks, beatniks, rastas, cholos, existencialistas. Éramos todo y nada. Un día, mejor optamos por ser nosotros y, en mi caso, nos limitamos a disfrutar la hueva, la cual volvimos productiva: desde la comodidad de casa nos bombardeamos con un montón de pelis y literatura y mucho rock. Sin querer la cosa, un día hicimos examen para la universidad, y aún con la presión de nuestros padres que decían: “¿de qué vas a vivir si estudias esa cosa?” (se referían a Lingüística y Literatura Hispánica), llegamos a las aulas de literatura. Ahí nos volvimos a encontrar, y esta vez la cosa se iba a poner más gruesa.

Como suele pasar, en un afán de corroborar lo vivido, caímos en cuenta de que habíamos leído mal todo. El desmadre, según nosotros, iba por otro lado. Nos gustaba el desmadre, y eso nunca lo abandonaríamos por supuesto, pero tal vez podíamos hacer cosas, ¿no? Cosas. A estas alturas, Marx, Lenin, el Che para principiantes, los manuales de filosofía de los benévolos George Politzer, A. Sparkin y O. Yajot, algunas historías de la filosofía, algunos poemarios de Neruda, se llevaban a todos lados. Comentábamos duro y tupido sobre política y armamos colectivos donde organizábamos eventos con documentales, pelis, conferencias, música y otras cosas que hablaran sobre la necesidad de la revolución. Un día, un amigo llegó y dijo, con un sobre de dvd pirata en su mano: “¿ya vieron El Apando?”


Uffff, ¿para qué? El descubrimiento fue impactante. José Revueltas, inmediatamente, ocupó un espacio importante de nuestras vidas. Años antes, por Agustín, ya sabíamos del hombre barbado que nunca aceptó formar parte de una tradición literaria existencialista, pero, como he dicho antes, nuestra lectura era más incipiente que hoy en día y nosotros no queríamos ser Revueltas sino Sartres Camusianos. Revueltas nos miró y nos guiñó el ojo. Primero fueron los Días Terrenales y todos quisimos volvernos mártires de la revolución, no entendíamos, como usted notará, lo que Revueltas quería decir, sin embargo no nos importaba: queríamos ser parte del mundo revueltiano, entender y sufrir los embates del proletariado, ir en busca de una oscuridad estéticamente bella que nos hiciera entender los secretos de la vida y la conciencia; a nosotros, mal leídos, qué nos importaba la ortodoxia del comunismo mexicano, la crítica feroz de Revueltas a sus camaradas o esas cosas. Lo mismo sucedió con Los muros de agua, entonces Revueltas nos embelezaba nuevamente: su activismo, su vida, su obra, nos hacía admirarlo por su congruencia y valentía para enfrentar el encierro y eso nos hacía pensar más que nunca en lo dicho en un principio: Revueltas había ido a la cárcel desde los 16 años por motivos políticos, era joven y revolucionario, era biológicamente perfecto y nosotros queríamos ser Revueltas. A estas alturas, Revueltas nos había llegado con sus guiones para La Diosa arrodillada y el Rebozo de Soledad, películas que veíamos repetidamente mientras descubríamos que lo que más nos maravillaba, sobre todo, era su tendencia a oscurecer sus obras. Recordábamos entonces los cuentos de sus libros dormir en tierra y Material de los sueños. La palabra sagrada era la de Revueltas y no había más. Nuestra capacidad de asombro, como los incipientes estudiosos de literatura que seguimos siendo, se acrecentaba: su capacidad para crear descripciones que iban más allá de lo evidente, la forma narrativa del tiempo y el espacio que se superponían en diferentes planos, la barroca forma de adjetivar que, a pesar de las críticas, nosotros aceptábamos maravillados, sólo Revueltas sabía hacerlo. Sus reiteraciones eran una manera efectiva de adentrarse en los objetos de la realidad. En Los errores eso sucede cuando se mira pasar un automóvil, por ejemplo. Los objetos, en Revueltas, cobran una extensión abismal, que se va develando de a poco, con una especie de hechizo, que es producido por la voz de Revueltas. La alétheia, la develación del ser, se vuelve dialéctica: el objeto es contradicho a cada momento: en ellos habita un número determinado de significados, que Revueltas va exponiendo evidentemente cuando nombra y califica la realidad.

Revueltas nos extasiaba; sin embargo, para ser sinceros, aclaremos algo que es evidente: en ese momento lo que más nos prendía de Revueltas era aquello que nosotros llamábamos su estética del encierro, su estética de lo oscuro, su pesimismo y sus personajes marginados, enajenados y siempre con un constante y muy latente enfrentamiento con la muerte.

Seguramente, si algún ortodoxo (que conocíamos bastantes) nos hubiera escuchado hablar en esos momentos nos hubieran acusado de lumpens, de ojetes, de desviados y un largo etcétera. Agraciadamente, eso no fue así y, tal vez por eso, es que a Revueltas lo seguimos disfrutando y releyendo; de otra manera, Revueltas se hubiera tornado un autor inleíble y que hubiésemos odiado si hubiera existido la necesidad de discutirlo y pasarlo por la crítica más ortodoxa, cosa que ya antes le habían hecho a él mismo en carne y hueso, lo que luego le costó un sinfín de oprobios en la izquierda mexicana. Insisto, éramos chavos y revolucionarios, por eso intuimos que ya no era el tiempo de repetir experiencias antes vistas y sufridas. Como todo proceso, la obra de Revueltas se iría develando, el salto para comprenderlo se daría en algún momento, pensábamos. Algo que nos hizo mella fue su intención de una teoría literaria marxista leninista. Siendo sinceros, lo que pasaba era lo siguiente: nadie había leído bien bien a Marx ni a Lenin, aunado a la falta de estudio en las aulas de la escuela. Le sabíamos lo más esencial de materialismo dialéctico y materialismo histórico, gracias a los manuales y a Martha Harnecker. Revueltas, ahora, era un autor muy alejado de nuestra posibilidades intelectuales. Por aquella época, yo opté por escribir algunos cuentos, según yo, tratando de escribir a la manera revueltiana. Los intentos hechos me hicieron comprender algo: Revueltas era un genio. Su interés por el cine, y por la literatura universal (que él había leído mucha) lo forjaron como el gran escritor que era. Los ambientes de su obra literaria, lo intuía, venía de esa fascinación por dichas artes. Los compas lo descubrimos así. Por supuesto, ya entrados con Revueltas, nuestra admiración, más allá de este deslumbramiento puramente estético, fue mayor debido a su azarosa vida revolucionaria.

Su vida de encierros en diferentes cárceles, su estoicismo para aceptar su responsabilidad por el movimiento estudiantil, su eterna rebeldía y su crítica implacable nos hacía reflexionar en torno a la relación entre su vida y obra.

Sólo alcanzábamos a decir: “Revueltas era un cabronazo de aquellos y no hay más. Un señorón que sólo con la primaria y autodidacta desde chamaco no puede ser más que eso. Qué intuición, qué manera de escribir”. Revueltas por aquí y por allá. Revueltas en las Islas Marías nos saludaba. Revueltas en su celda, debajo de una foto de Trotski escribía. Revueltas, de pronto era el icono de nuestras aspiraciones revolucionarias y más: era el icono de nuestra rebeldía. Lógicamente, la suya nunca fue contracultural, pero su actitud nos exultaba. Éramos chavos y revolucionarios, decía yo, o al menos eso creíamos. Nosotros creíamos en el socialismo, sí señor, pero al mismo tiempo le metíamos al rock, a la literatura de Coupland, de Foster Wallace y le metíamos fuerte al alcohol (a nuestro favor podemos decir que nunca a las drogas). Algunas ocasiones, justamente por eso, pensábamos en lo que diría Revueltas sobre estos tiempos posmodernos en que el pastiche y el collage es la regla. Cuando pienso en esto, no puedo dejar de imaginar a Revueltas tuiteando consignas en la red y escuchando de fondo un rocksito. Qué locura, por supuesto, ustedes dirán. Me gusta imaginar, entonces, que Revueltas, aquel mismo intelectual que creyó con mucha fe en el movimiento estudiantil, alentaría a esta juventud aletargada. Y me pregunto además: ¿cómo nos vería? ¿unos alienados? ¿o simplemente un reflejo de nuestros tiempos que mira sin mirar detrás de una pantalla de computadora? No lo sé. La cosa, entonces, es que no dejo de pensar en Revueltas aventándonos su crítica feroz. Hoy, más que nunca, pienso, Revueltas es una necesidad de nuestros tiempos políticos: su ejemplo, su entrega, su ejercicio intelectual es necesario para potenciar las fuerzas progresistas y ordenarlas.

José Revueltas, el escritor, el activista, el teórico literario y de cine, el intelectual, hoy, a cien años de su nacimiento, se nos torna envuelto por diversos velos. Los estudiosos fijan su mirada en él… ¿Qué se dirá entonces? ¿Qué onda con Revueltas? Ante lo que se diga, yo tengo algo claro: Revueltas es un escritor excepcional: su literatura, desesperanzadora muchas veces, atrae por su visualización. ¿Acaso no también la oscuridad, la angustia y la tristeza, ofrece una manera de ver el mundo? Por supuesto que sí. Carlos Montemayor, en su novela Los informes secretos, retrata a un José Revueltas ya cansado, desencantado por su vida como activista y escritor; a pesar de todo, eso mismo lo impulsa a afrontar los embates de su vida política e intelectual con mayor fortaleza. ¿Por qué no hacer lo mismo con esta tristeza, descontento, amargura que los tiempos nos traen? El desencanto es una fuerza que reposa. Dialéctica esencial. ¿Cuándo el salto?

Mientras tanto, los chavos de entonces nos miramos y nos preguntamos ¿Y ora qué? ¿Quiénes somos? Entonces, creemos que vale la pena y seguimos releyendo a Revueltas y tratando de no caer, de asirnos a la rebeldía, a una que se parezca a la de Revueltas, o por lo menos a una que sea nuestra sin dejar de mirarnos mutuamente.
 

Sobre la literatura de Armando Ramírez

Crónicas a Contracorriente | Por Lino


Por ahí se ven unos cuantos librillos del maistro, los cuales han sido un desmadre encontrarlos porque las pinches librerías no los vuelve a pedir y las editoriales no los vuelven a reeditar, por lo cual hay muchos libros ya inencontrables como "Crónica de los Chorrocientos mil días del Barrio de Tepito: en donde se ve, cómo obrero, ratero, prostituta, boxeador u comerciantes, juegan a las pipis y gañas, o sea, en donde todos juntos comeremos chi-cha-rrón", "La casa de los ajolotes", "Me llaman la chata Aguayo" -que presumo, lo pude encontrar arrumbado en una librería de Donceles-, "Tepito" -libro que de churro encontré en una librería de acá y que dice el maistro que fue un libro que le encargó el presidente Putillo, para conocer la vida del Barrio de Tepito y por el cual cobró una lanita allá mero en Gobernación-, "Bye, Bye Tenochtitlan", "El regreso de Chin Chin el Teporocho en la venganza de los jinetes justicieros" -que es un libro muy chingón porque lo hizo con ilustraciones de los pintores del Arte Acá-, "Sostenes San Jasmeo" y otros más que por el momento no recuerdo.


"No me importó escribir Chin Chin así, pero yo veo que a gente "muy culta" le importa. Para ellos escribir bien, hacer literatura, es acentuar bien, en lugar de ver si es un reto literario el domesticar una lengua o un habla popular y hacerla literaria, sin concesiones, sin acudir a la perceptiva o a las reglas gramaticales, o sea la sintaxis. Pues yo oigo hablar a la gente y no habla correctamente y se entiende. La función de una lengua es comunicar, no es aprenderse las reglas del buen decir o el buen escribir, entonces, un escritor traiciona su identidad cultural si obedece a las reglas a las cuales no corresponde su concepto de vida. Si yo hubiera estudiado en la UNAM, hubiera aprendido todo eso y entonces hablaría de la gente del barrio desde un punto de vista superior, aparentemente, pero si me niego a eso, entonces sigo conservando, de alguna manera, mi visión de la vida de cómo es el barrio, entonces cuento como un tepiteño, como uno de barrio, no como un profesor de literatura que salió de Tepito y cuenta. Entonces, yo siento que ese es un reto muy padre, pero no creo que lo entiendan y yo tampoco lo voy a decir. (...) 


La neta ojalá se animen a leer los libros del maistro porque son una chingonería de narración y un testimonio chido de la vida en el barrio. De esta onda pueden leer: "Quinceañera", "Noche de Califas"; más o menos "Pu", que es una novela súper fatalista y cruda, la cual no está escrita en la onda del barrio pero sí de los chavos de barrio cotorreando en los cines;"¡Pantaletas!"; "La tepiteada", hecha más o menos a la onda de La Ilíada, donde los chavos de los barrios de la Ciudad de México -La Merced, Tepito, La Candelaria y las colonias del Centro- se encuentran con las huestes de los dioses, de los encumbrados, de los ricos y los ojetes que habitan en Palacio Nacional; por supuesto, el ya aclamado y famoso "Chin Chin el teporocho" es inevitable. Por otro lado también pueden leer su trilogía política que consta de "El presidente entoloachado", una onda que cuenta las aventuras y peripecias de El Botudo Fito Quesadilla, Presidente de la República Tanpendecuerense que llegó a ser el primer Presidente que sacó al Pirrín de la silla y que entoloachado por su vieja, una tal María Jesusa, pasó a delegar sus decisiones a esta vieja rata y corrupta -ah chingaos, ¿pos apoco no les suena? ; "La Chachalaca, el Pelele y el Legítimo"; y ya por último, parodiando aquel cuento bien mamalón de Pitorrosas, digo... Monterroso:"Y cuando despertó, el Prinosaurio todavía estaba allí". Ay nanita la ranita. Y Bueno, ya por último -de este escrito y de la producción del Ramírez-, recientito: "Fantasmas", una crónica chingona de la Ciudad de México y su Centro Histórico: libro lleno de referencias históricas interesantes y cotorras, que tiene como contrapunto una historia nostálgica de los años mozos del maistro. Pues échenle un ojito a tan chingonsita literatura. Total, como dice el señor que aquí nos incumbe: ¡qué tanto es tantitito!




Y ya pa’ que se den un quemón, les dejo parte de una entrevista que le pude sacar al maistro hace un rato:

“Un día el editor de Grijalbo dice con "Y cuando despertó el Prinosaurio todavía estaba ahí": -oyes, Armando, pero esto no se entiende, esta frase-, le digo sí se entiende, léela bien, léela con los puntos y las comas como está. Pero es que como leen con frases, de acuerdo a su ortodoxia no entendía; entonces yo le dije: bueno, vamos a hacer una cosa: ¿la quieres leer o la leo en voz alta? y me dice: -no, tú léela- y yo órale, fíjate bien, lo voy a leer de acuerdo a como está la coma y comencé a leer y me dice: -estás haciendo trampa, estás haciendo trampa- y le digo ¿ya ves que sí se entiende? Pero no estamos acostumbrados a leer así. O sea, si dejo de puntuar es que a lo mejor se está hablando de corridito, por ejemplo, como el monólogo de Bloom, de sesenta u ochenta páginas, que no lleva ningún punto ni una coma: así es como el pensamiento fluye, es el famoso monólogo interior, pero estos bueyes creen que todo eso nunca lo he aprendido y entonces dicen: "esto está mal hecho". Ahí te das cuenta de que hay mucha gente que no ha leído (...)

“El problema, creo, es que lo leen descuidadamente porque me ningunean y entonces dicen "éste no puede tener ideas literarias ni una propuesta literaria porque no sabe nada de eso", dices ¡pinche gente pendeja!, ¿qué no se darán cuenta que después de cuarenta años ya me he leído todo y he vivido a un nivel mucho más alto que todos en conocimiento? Yo he conocido a presidentes, he tenido acceso a lugares que muchísima gente no ha tenido chance, he visto pinturas, arquitectura, personas, he escuchado; ¡que me lean! Te digo que me están contratando y me dicen "maestro, queremos su punto de vista de la calle, de lo que es la vida en la calle, no lo académico, no la gente que lee" y digo ¡puta!, este güey me sigue viendo así. No vas a luchar contra él. Ya cuando me conocen ya es otra cosa."


Esto se acabó... Tan tán.

Letrinas: ¿A dónde van los trenes? Una segunda parte


Crónicas a Contracorriente | Por Lino | 

Lo miré de reojo y sentí una inmensa lástima. Sus ojos estaban rojos como si estuvieran a punto de saltar fuera de las cuencas oculares; su hocico lastimado, lleno de un color oscuro, provocaba que su rostro pareciera estar sucio. Mientras caminábamos hacia mi lugar de trabajo, observé  cómo sostenía las solapas de su saco, lo que me pareció le daba una apariencia de estar desposeído, abandonado… José se llamaba aquella triste piltrafa. Nos habíamos conocido ya hace bastante tiempo cuando por razones oscuras (cosas del sindicato y aquellas estupideces) él había ingresado al lugar donde yo trabajo atendiendo cualquier tontería que a nuestros jefes se les ocurriera sólo para reafirmar su poder. José me odiaba con un odio secreto y profundo y yo lo sabía perfectamente. Nuestra relación siempre había sido así desde el principio y nunca se había alterado hasta aquel día que, decidido a romper con mi indiferencia hacia aquellas miradas enojadas de José y sus palabras insulsas al yo pasar cerca de él, lo tomé del brazo y lo miré de frente sólo para decirle: “Toma, ten diez pesos, ve y comprate un café o una torta. Tómalo, anda”. Lo que siguió en realidad no tenía por qué ser así pues aquella pequeña mierda tuvo la peor de las reacciones que generaron consecuencias terribles… Sentí el golpe apenas sobre mi ojo y yo, en un acto reflejo, no tuve más remedio que impactar sus sucios testículos con mis hermosas Dr. Martens; una vez sofocado, lo que siguió fue inminente: mis pies fueron directo a su rostro. Tendido, José veía hacia la pared blanca con la mirada perdida, mientras yo seguía golpeándolo, hasta que alguien me detuvo y  por último sólo tuve la oportunidad de escupirle el rostro. José lloraba y, a pesar de todo, yo no dejé de sentir lástima por aquel error humano. Me dieron ganas de abrazarlo y llorar junto a él, decirle algo como por ejemplo: “No llores, hasta la peor de las escorias no se merece esta vida tuya, ven, vayamos lejos, yo puedo disparar sobre tu cien, pero no llores, yo lo haré por ti”. No dejé de pensar en aquel triste hombre mientras yo trabajaba en las estupideces que a mí me corresponden. 

Sin duda aquel día la tristeza se abotargó en mi gran corazón, formado a base de ejercicio cardiovascular de alto rendimiento. José, sin embargo, contra todo pronóstico, se acercó más tarde para pedirme una disculpa, lo que en mí provocó un gran aullido que le pidió que se largara a tomar por el culo. Pobre José tan triste caminó hacia su guarida en donde todo el día, con la cabeza baja, no dejó de escuchar a Miguel Bosé y Pimpinela. Lo entendí entonces muy claro todo: José era lo que yo más odiaba en el mundo y hasta entonces caía en cuenta que aquellas camisas suyas, Wekend, metidas en sus pantalones Cimarrón me provocaban una cólera indecible . Maldito joven viejo, pensé, y a partir de ahí no hubo más razón para estar triste, por lo que, bien decidido, al terminar el día me dirigí a tomar cerveza al Bar 10 donde me encontré con una sorpresa: el dueño del lugar, un enano narizón con bíceps bien formados de gimnasio, mostraba la pantalla de su celular a unos burócratas alcohólicos, clientes profesionales, mientras les preguntaba: “¿En serio? ¿De verdad existen pitos así? ¿Cuántos pitos así les entran en su boca?”. Se refería a la imagen que proyectaba el celular: un zoom in a una verga erecta. Mi respuesta fue inmediata: “Peter North. El maestro. Ese pito sólo a usted y a la diosa Nikki Tyler les puede entrar”. Su mirada me fulminó y yendo hacia mí me dedico un efusivo abrazo, mientras con su mirada aguda me replicó: “Bill Bailey, idiota, el amo de las rajas púberes como la tuya”. Sabía a la perfección que aquello se trataba de un error, por lo que no me quedó más remedio que subrayar: “Peter North, definitivo, pero no entraré en una discusión acerca de esto contigo, enano”.  Su mirada se avergonzó entonces y, con el ego pornógrafo destruido, no alcanzo a contestar algo coherente que siguiera con el hilo de nuestra conversación, por lo que tuve que escuchar toda una cátedra incipiente sobre  los penes del  mundo de la pornografía que yo sabía a la perfección: desde Ron Jeremy hasta Shane Diesel, pasando por nuestras pornstars mainstream favoritas, hasta la nueva sensación, Maritza, de aquellas fugaces cintas del porno mexicano, tan carente de producción y lleno de morbo de hoteles de paso, donde las púberes tímidas cabalgaban presurosas. Cuando paró de hablar el enano caí en cuenta de que en todo aquel tiempo perdido no había dejado de pensar en lo que sería de Nikki Tyler, aquella belleza que por mucho siempre supero a Nina Mercedez, a la misma Jenna Jameson y a Stacey Valentine, con quienes mucho tiempo trabajo en la productora de Jenna… ¿Qué había sido de aquel porno? ¡qué había sido de mi vida, entonces! Lo gonzo me había alcanzado y yo era algo así como un Lex Stelle lleno de fetiches incontrolables. Sin duda me había vuelto un enfermo y el viagra. para entonces, era necesario en cualquier situación, pero en fin, eso pues no importaba mucho porque para mí era claro que lo importante al final era atender mis necesidades más primitivas sin caer en aquellas complejidades del softcore que hasta los doce años me habían satisfecho. Efectivamente: lo de hoy es lo gonzo, respondí muy atinadamente en mi mente. Bella fragmentación: hermoso pastiche de nuestra época. Cuando muy cabalmente dejé de razonar con mi agil mente, pedí al enano dos cervezas que tomé con rapidez mientras en el aparato televisor una gorda Gloria Gaynor repulsivamente cantaba su éxito de la sobrevivencia que para entonces parecía una broma. “Esa Gaynor está más muerta que un cadáver”, me oí decir; los presentes burócratas entonces me miraron como diciendo “¡eso qué mierda!”. “Bah, no importa, ustedes qué van a entender: ustedes son los que más apestan a podrido”, dije en voz alta ante aquellos pusilánimes y seguí bebiendo. Cuando estaba por mi décima cerveza, y ya dispuesto a marcharme, la embriaguez había llegado a mí de una manera tan efectiva que entonces ya tenía planeado marchar hacía el lupanar más cercano. Pedí la cuenta, saqué mi tarjeta con cuenta Golden, pagué y marché. Al enano no le di propina; nunca lo he hecho, ese tipo de  cabrones nacieron para atender, para servir, pueden seguir sin mí. Hasta la fecha sigo sin dar propinas y sigo pensando llevarlo a cabo hasta morirme. 

Caminé entonces hacia el bulevar para poder tomar un taxi. Al tomarlo pedí al chofer que me dirigiera hacia el Centro de la Ciudad, donde hice una parada para comer pizza, la cual acompañé con un buen tinto que lo único que provocó fue que me sintiera muy cansado y sin ganas de seguir adelante. ¡Mierda!, dije para mí, ¡tengo que seguir adelante! Apenas era lunes y no podía ser posible que mi juventud estuviera mermando; entonces pagué la cuenta y, ya lleno de efusivos ánimos, caminé hacia los bares de putas. En mi mente no había más: quería practicar el coito y no me importaba otra cosa. La ansiedad entró en mí y caminaba con rapidez por las calles oscuras, y aun transitadas, del Centro. Al llegar al zócalo alguien golpeó mi brazo: un maldito punk vende rosas había pasado y sin importarle mi trayecto, embistió con furia; cuando voltee a mirarlo vi su espalda de apache cubierta por una chaleco de mezclilla sin mangas con un sinfín de parches negros de Eskorbuto, Vómito Nuclear y miles de símbolos anarquistas. Mi molestia alcanzó a mi excitación por querer coger y entonces corrí y preparé un salto, mi pie cayó directo en la espalda de aquella bestia. No le di tiempo de nada. Al caer ni siquiera alcanzó a poner las manos. Aplasté decenas de veces su cabeza. Varios hilillos de sangre corrieron y formaron un charco. La policía de a pie corrió y pensé lo peor, sin embargo me quedé parado sin intentar huir. Al acercarse los policías examinaron al maldito punk y al observar que aún respiraba lo levantaron y nos llevaron a una calle aledaña, donde pasó algo inusitado: “joven, puede marcharse, vemos que usted es un ciudadano de bien, no hace falta ni siquiera cuestionarlo. En cuanto a este otro joven lo vamos a remitir, pinche chamaco ridículo, sabemos que este tipo de cabrones siempre son un problema para la ciudadanía, estamos en eso mi joven –dirigiendose a mí-: en acabar a esta pinche lacra, vaya con cuidado porque se están reproduciendo como cucarachas”. Al marcharme una patrulla se acercó al lugar. Al subir al punk, los policías lo golpeaban en las costillas y discretamente (lo que ellos pensaban era así) le pateaban las espinillas y los tobillos. “Gracias, señores policías, a nombre de toda la ciudadanía, si todos cumpliésemos nuestras tareas cabalmente, como lo hacen ustedes, esta sociedad sería otra, una mejor. Gracias nuevamente”. El episodio acabó rotundamente con mi deseo de chochos, así que sin percatarme caminé sin rumbo. La larga caminata me había echado todo para afuera y ahora sólo tenía una sensación de cansancio y resaca. Debido a esto, pensé inmediatamente en aliviar mis molestias con un par de cervezas más, luego tendría que guardar reposo para ir al trabajo al día siguiente. Pensé, sin razón alguna, en aquel constante cambio de día a día: amanecer, atardecer, anochecer, amanecer otra vez y así hasta el infinito…; lunes, martes… Lunes, martes, por toda la vida. Me pregunté muy hábilmente ¿quién, jodidos, había puestole nombre a los días? Pensé entonces en la posibilidad de vivir en un día sin nombre, puesto que ¡qué mierda significaba lunes o jueves o viernes! ¿Qué relación existía entre un amanecer cualquiera y un nombre determinado, que yo no podía vislumbrar?... Por otro lado, mi estrés aumento cuando pensé en aquel interminable ciclo: ¿Qué día sería el fin de aquello? ¿Un miércoles, un sábado? ¿Sabríamos entonces la profundidad de aquella lógica inverosímil? En esto pensaba, muy magistralmente por cierto, cuando de repente un anuncio neón señalaba una promoción de cervezas al 2 x1 (táctica típica para atraer al proletariado alcóholico y lumpen). Entré.

Mi sorpresa, que no muy a menudo sale a relucir, impactó con una realidad desconocida para mí. Contrario a mi cuasi correcto juicio acerca de los bares de la zona, me encontré con una multitud de jóvenes estudiantes que charlaban entre el alto volumen del aparato de sonido. Conocía aquella música. Agucé el oído y puse toda mi atención a la bocina Cerwin que colgaba, dentro de una reja, en una esquina del lugar. No quería creerlo, pero era cierto: Leonard Cohen sonaba en aquel lugar increíble. En mis viejos tiempo los estudiantes no estábamos en lugares así. Nuestro alcoholismo transcurría en viejas vecindades y casas de Infonavit. Ir a un bar o una cantina era un lujo y no era muy a menudo pues preferíamos la embriaguez sin tener que pagar mucho. Aquello era inusual para mí que había pasado tanto tiempo en bares donde los trabajadores gastaban sus quincenas en botellas baratas. De repente: “No, no mames, el wey más cabrón del mundo es Tarantino: Kill Bill, Perros de Reserva, son obras perfectas. Es un genio.” Se trataba de un joven parecido a un elfo que gritaba ante un grupo de muchachos con pinta de jipis y vagos en medio una veintena de cascos de cerveza. De repente un grito sacudió el lugar: “Neeeel, estás pendejo, te falta para descubrir Old Boy, esa película es la más verga”. Para mis adentros iluminados, pensé en que aquello que escuchaban mis oidos y miraban mis ojos se trataba de lo más terrible que podía haberle sucedido a la historia. Una furia se enconó en mi ser y me alejé no sin antes preguntarme ¿qué errores habíamos cometido nosotros, los estudiantes viejos, para dejar a esta generación tan incongruente y patética? Algo en mí entristeció y al caminar observé mis Levis y mis amadas Martens. El vómito cayó sobre ellas y para mi conciencia digna de premios pensé “Ni duda cabe: somos una mierda”… Paré un taxi y pensé en Leonard Cohen y en Sartre  con aquello de las picinas llenas de mierda, donde nadamos sin saber que salir de ahí da lo mismo. Al llegar a casa me metí a la cama y dormí tan profundamente que ni siquiera oí pasar al tren de cada martes por la madrugada. ¿A dónde irían a parar los trenes? por cierto.

Letrinas: Gente Buena Mierda



En serio, no es canción del Nono Tarado, de veritas: bajamos del Balcones ahí mero en la dieciocho y caminamos hacia el mercado; mero en la esquina de la tres norte que nos echamos un pulquito con una doña que lo trae de Canoa. Estaba re bueno. A mí me cayó bien pa la barriga, pues llevaba una crudota espantosa; ya ves qué dicen que un poquito más y el pulque es casi carne. Imagínate: llevábamos casi una semana de pinches briagos y acaso, uno de aquellos días en la casa del Carlos, habíamos hecho coperacha para comprar un pollo rostizado. Luego luego como que me aliviané, pero ni creas, ¿eh? Lo que sentí fue de nuevo la peda que se me trepó suavecito. El problema fue que ya no llevábamos lana y se nos calentó el pico.

Nos habíamos venido boteando desde allá. Agarramos puros Balcones y San Ramones. Parejito parejito. El Iván se aventaba una rola y yo otra. Ya sabes: pinche Iván puras rolas de esas que nadie conoce, y yo, igual ya sabes, puras canciones para los rucos y los weyes que andan enamorados: esa la de En tus manos yo aprendí a beber agua, fui gorrón... o la del Gato, o así, ¿no? Jajaja. La gente se andaba mochando bien. Cada vez que bajábamos de un camión el pinche Iván sentía el bultote de monedas y me decía bien insistente: “ya se armó, ya se armó”. Puro pájaro nalgón: cuando llegamos a las dieciocho y contamos la lana, nos dimos cuenta de que había puras moneditas de a cincuenta.¡Puta mala suerte!, hasta parecía una broma ojete. Exactamente teníamos veinticinco de esas monedas: quince pesitos: lo que nos cobró la doña del pulque... De repente me acordé de algo que la cruda no me había permitido durante el transcurso de la boteada; me había llegado esa lucidez que a veces te da la briaga. Lo que me acordé fue que el Iván, que andaba recogiendo él lana, me había enseñado, en una de las bajadas de camión, una moneda de a peso o de dos o de a cinco; o sea, no es que me la haya enseñado así bien, ¿no? Más bien fue que de reojo, mientras él guardaba la lana en su mochilita, alcancé a mirar el brillo plateado de una moneda que a huevo tenía que ser una de esas monedas: de a peso, de a dos o de a cinco. Noooo, pues luego luego que le digo al muy cabrón. ¿Y qué crees? Que me manda a la verga, que se ofende el muy hijo de la chingada. Total que después de discutir un rato, en el que todo el tiempo me trató de ojete, culero y demás, que le digo que no había bronca que se quedara con la feria, que por eso yo no paraba, pues total yo llevaba la lira y en un rato, con mis canciones culeras y de hueva (como él decía), me ponía chido. Se quedó con cara de “puta, ya valí madre”. Sabía que a cappella no la armaba, porque para tocar sus canciones a fuerza necesitaba de mi guitarra. Ya como pa no dejar, que agarra y que empieza con lo mismo de siempre: “pinches rolas feítas y naquitas, vete a la verga”. Simón, dije, y que me abro.

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Caminar por esa parte del centro está chido, pues ahí donde ves un puesto de memelas, de tacos, de barbacoa, una ostionería, un puesto de carnitas o cualquier fritanga, es una chance de sacar una feria. Sin pedir permiso te arrancas: “Hace tiempo que me agobia la tristeza y el recuerdo de su amor me hace llorar”. De repente, ¡mocos! Parece que la gente siente frío y los ojitos hasta se dilatan. El señor de allá para la oreja y se acuerda: esa pieza está buena, es del Rigo, esas sí eran canciones bonitas… Un día su conjunto vino en los setentas allá al barrio de Santiago, yo fui, y llevaba a una muchachita, ¿qué será de ella? La pinche memoria le hace fijar los ojos y hace que se le olvide que en su mano descansa una memela con chicharrón; inconscientemente para la trompita y jala un sorbo de su Jarrito rojo. Ya ahí por lo menos son cinco pesitos y está bien porque además la parejita esa que está sentada en la mesa se queda mirando fijamente a los ojos. Ay ojitos pajaritos, dicen. Es el amor proletario, ni duda cabe. En sus rostros asoma la alegría sincera del wey chamba y de la mujer aferrada y bien trucha, esa sonrisa que le dice a ella sin tapujos: llegando a la casa te vistes y nos vamos a bailar al SARH en la noche, le dejamos el niño a tu mamá, como cuando nos escapábamos de novios a las tardeadas de la secundaria. ¿Qué habría sido de ellos si el embarazo no hubiera sido de bien chavos?… Qué más da pensar en eso: el amor es canijo y al final no hay mal que por bien no venga: ya tienen su morada y sus cosas, sí, así de hermoso es para ellos: sus cosas, sus pertenecías, una vida propia que ellos disfrutan y que sufren pero que es suya como ellos son suyos mutuamente y como lo es su alegría y su enojo infantil que pelea porque no hay. Sí, mija, no hay lana, no te asustes, por lo menos orita hay pa la leche del niño y pos venga: onque sea frijolitos. Aguanta, el patrón me dijo que… Y la esperanza, y la eterna esperanza hecha de pequeños sueños, tan tangibles y a la vez modestos. Por supuesto, hoy es un gran día: debajo de la mesa una bolsa de plástico blanco envuelve una caja grande y larga (tan fácil que es cargar un sueño más en una bolsa de plástico desechable), es una licuadora. Los dos ríen y se ofuscan. El canto sigue: “Dónde te has ido mujer, no lograrás encontrar otro cariño como este”. Por lo menos unos diez pesitos, dígome. Detrás del comal, la doña sigue, bajito bajito, con su boca amplia y de antiguos besos secretos, el ritmo de aquella canción; en realidad, su voz es un murmullo que evoca y añora. Su conciencia acude a un lugar remoto: Esa canción… Esa canción… Lo besé y ya era casado. Y no me arrepiento. Me gustaba y hasta lol legué a querer. Nos besamos mucho a escondidas. Nos quedábamos de ver acá en Puebla y nos metíamos a cualquier hotel a lo íntimo. ¿Dónde andará? Por andar así de ensimismada no se fija de que ya le piden la cuenta. Cobra y hace memela tras memela. Un chavito anda de acá para allá, por momentos me observa y no detiene su mirada. A él no le importa la canción sino el sonido de la guitarra que es un rasgueo de notas que surca por esta tarde en que el calor se agolpa con mayor fuerza entre la muchedumbre diligente que carga y descansa, que corre y se detiene,que piensa y deja, por momentos, fluir sus sentidos: por acá el olor del pescado, por allá el olor de la fruta, de las hierbas, del aceite y la manteca, del calor que pudre la basura y enerva los cuerpos. Ya no aguanto.

De repente me doy cuentaque sigo bien pedote y pensando en puras pendejadas. Ni yo mismo me di cuenta que ya terminé. El ruco no me dio ni madres, la parejita me dio un varo y la doña de las memelas ni me volteo a ver. Pinches mamadas.

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Le tuve que seguir, ni pedo. Ya, al final, me decidí aventarme unas rolas de a volada; ya sabes: parejito parejito, sin pararle. Donde veía gente ahí le daba sin pensarla. Un lugar tras otro. Ya me urgía juntar aunque sea unos sesenta pesos y nomás llevaba como cinco pesos de tres lugarsitos. Y entonces, de una pinche suerte, ¿qué crees? Que me paro en una ostionería y que me echo la de La Radio, esa canción tan pinche que cantábamos en la rondalla: “La radio está tocando tu canción y yo estoy solo en la mesa de un café…” ¿te acuerdas? Bueno, pues para ser sincero yo no creí que me fueran a dar, en primer lugar por la pinchurrienta canción, y en segundo lugar porque había nomás una familia, así como con cara de ojetes todos, y unos weyes que se veían bien jodidos y se veía que habían pasado de chambear a echarse un caldo y unas chelas. Eran puros ñeris, hasta se veían caleados y mugrosos. Pero, me cae, en serio, tan pendejo prejuicioso que es uno, neta: entre los tres que eran que se juntan como ciento cincuenta. Neto de madre. Te lo juro. Me dijeron que me aventara otras rolas y pos sí, sin pedos, le seguí. Andaban bien prendidos pues seguían chupe y chupe, y como yo ya no me aguantaba las ganas, que me pido unas dos y seguí cantando como una hora. Luego fue otra pinche sorpresa porque yo, en serio, desde que pedí mis chelas ya tenía la idea de pagarlas y no hacerme wey, ¿no? Pos en esas estaba de pagar y ¿qué crees? No manches, que me dice uno de ellos: “yo pago, pero con una condición… ¿Te sabes una de José Alfredo?” Luego luego dije A huevo y que me reviento la de un Mundo Raro. Todos gritaban y cantaban y chupaban. Hasta yo me puse bien eufórico y dizque le cantaba gruesota la voz, así como si fuera de a Pavarotti o de a Vicente. Jajaja. Me volví a empedar, pues el wey que me pide otras tres, que pa que no me fuera. No sé, cabrón, en qué momento me perdí y me di cuenta que un wey ya tenía mi lira y andaba cantando una rola que decía algo así como “Allá en la ribera del río… Ya no llores pajarillo” o sepa su puta madre. La onda es que a mí me sonaba chingona, porque además los weyes chiflaban lo que se supone eran unas trompetitas. Era un cumbionón, me cae de madre. Nos paramos a bailar.Jajajaja. Sí. El baile era con fantasmas que agarrábamos de la cintura y unos hasta de las nalgas. Pinche risa. Yo estaba bien contento. Éramos como Cantinflas. De repente yo le seguí el corito grite y grite: “pronto pronto llegarán, pronto pronto llegarán” Y que llegan… pero los dueños y que nos sacan a chingar a nuestra madre. Pinches briagos locos. Eso sí, muy respetuosos los cabrones. Ñeris pero entendidos. En cuanto nos corrieron ni chistaron nada y pagaron todo, cabrón, todo. Ya era de noche cuando nos salimos. Yo ya no sabía qué decir y en realidad sólo pensaba en largarme de nuevo para con el Carlos. Así estuvieron, cantando un rato más con mi lira y pos yo nomás aguantando. En esas estaba cuando a un cabrón se le ocurrió:“Vámonos a la Gota”... Bueno, esa es otra historia que luego te cuento. Lo que te quería decir, pues, es que la Gota es una cantina que está en la ocho y la tres. Está bien culera, pero la chela es bara y venden de varios tragos que luego te cuento. La onda es que cuando voy llegando ahí estaba el puto Iván. Ya sabes cómo es de mamador y que empieza a molestar a mis cuates ñeris. “Pinches weyes pobres, nacos, ignorantes”. Ya sabes. Los ñeris ni le hacían caso. Ya que se calma un leve y que le cuento lo que me había sucedido y, ya sin enojo, leinvité unas chelas. La noche era fría, mucho, sin embargo, mis cuates ñeris y hasta el puto Iván hicieron que se me olvidara. Cuando despertamos estábamos ahí por la veintidós, hechos mierda, sentados en el umbral de un negocio. Por suerte, los Ñeris no se olvidaron de dejarme a un lado mi guitarra; ya no tenía tres cuerdas y la maquinaria estaba rota. Con la cruda y todo, nomás pensé: no hay problema, a las diez abren las tiendas esas de la cuatro y voy a comprar las cuerdas. De repente, a punto de recargar la cabeza para seguir durmiendo, debajo de las patas del Iván: tirados como treinta pesos en puras monedas de a peso, de a dos y de a cinco. Hijo de puta .Levanté la feria y que me la embolso. Seguí durmiendo. No me di cuenta que ya era domingo. 
 
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