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Letrinas: Los mendigos bendecidores

Noche Suripanta | Por Hugo César Moreno |


Los mendigos bendecidores

 
Era adolescente cuando me hice ateo. Fue una noche de insomnio efecto de algún pecado. No sé, igual me había hecho una chaqueta pensando en una prima o con las revistas porno que le bajaba al tío. Tenía unas tan sórdidas que me temblaban las manos cuando le daba vuelta. Había descubierto el escondite de la llave para abrir el cofre del tesoro. O quizá sólo había mentido o cometido algún pecadillo venial. El pedo es que estaba asustado, pensando en los dolores eternos del infierno. Cagado de miedo. En tal ventisca de miserias espirituales me devanaba los sesos cuando de los fétidos aires me llegó la iluminación vía reflexión: ¿y si dejo de creer en tanta mamada? Me pregunté. ¿Sería posible? ¿Cuáles son las evidencias? ¿La anciana de la doctrina? ¿El cura culero de nariz roja de tan pedo? ¿Los milagros no cumplidos a mi padre?

Me sentía de la chingada. El terror. No terror a lo desconocido (harto conocido tenía el infierno aunque fuera de oídas). Sino terror a mi incontinencia: cómo podría ganarme el cielo siendo como era. Verga, estaba en un dilema que resolví sin tanta complicación. Voy a dejar de creer, me aseguré. Cerré los ojos y dormí tranquilo.

En ese momento no tenía herramientas conceptuales, saberes o argumentos, pero ya era ateo. En la secundaría era ateo. Iba a misa a güevo pero me valían madres las tonterías lanzadas por el cerdo de sotana. Mi jefe viene de tradición cristera, por lo que no me fue fácil ser consecuente con mi descreimiento, pero poco a poco me fui ganando el derecho a decidir mis creencias. En la secu tuve un profe cabrón, el más cabrón que tuve y de quienes conservo gratos recuerdos. Era culero, de esos culeros chingones. Y era ateo y se burlaba de las tradiciones católicas con tal impunidad que se convirtió en el primer paladín del ateísmo que tuve. Le aprendí cómo elaborar un buen argumento contra las tradiciones más idiotas del cristianismo en particular y del teísmo en general. Tuve mi etapa radical. Hoy mi posición es de tolerancia absoluta, sólo exijo la misma deferencia para mí.

Sin embargo, me siguen molestando un poco los que dios te bendiga. Le acepto con todo el corazón a mi jefa el que dios te acompañe. No hay bronca, bienvenida la bendición. También me viene dostrés guanga la bendición de fórmula. Lo que sí me caga harto son las bendiciones que se colocan en lugar de un chinga tu madre. Los mejores en hacerlo son los mendigos. Esos que abres y te dicen que dios te bendiga cuando en realidad dicen chinga tu madre pinche marro culero. A la gaver.

Siempre son los más gandallas. Se sube un cerdo inmenso a pedir pal suero de tresceintos varos que necesita su vieja porque tuvo un parto de alto voltaje. Dos meses después, se sube con el mismo choro. Chale, pinche mierda. Y la banda se siente impelida a soltar dos moneditas porque el culero sabe su acto, se le quiebra la voz, mira con los ojos envilecidos por la miseria y no falta el don que va al jale conmiserado, diciéndose, vale madres, yo estoy bien. Sí, pinche sueldito apenas pa mis chamacos, pero este vale se ve necesitado y pum, dos varos pa limpiar un poquito la consciencia.

El que se lleva las palmas es un ñor que chambea en el centro, por las calles de Gante, Motolinia, Regina, o donde haya masa por algún evento. Se acerca con semblante de estoy hecho mierda. Lanza un choro de que viene de Chilpancingo, que es maestro o algo así, que vino a arreglar unos asuntos sobre no sé qué mamada y en el taxi lo asaltaron y no tiene pa volver. Bueno, dos o tres veces lo he topado. La última, con lágrimas en los ojos, estiró la mano, yo metí ambas manos a mis bolsillos para hacer la finta de buscar morralla, me encogí de hombros y le dije, puta, qué mala suerte, siempre le pasa lo mismo. Me miró desconcertado, dios te bendiga me la mentó y se fue. En una de esas el cabrón con cáncer fue más honesto. Igual, llegó mientras me chingaba una biela en un localito de Gante y soltó su choro, le dije nel y me espetó un ojalá a ti no te dé cáncer. Volteé y le dije, ojalá a ti tampoco, ah, pero tú ya tienes ¿verdad?
 
 
 
 
Hugo César Moreno Hernández (Ciudad de México, 1978). En 2003, con el Grupo Cultural Netamorfosis fundó la Revista Cultural Independiente El Chiquihuite. Ha publicado los libros Cuentos para acortar la esperanza (Netamorfosis, 2006); Cuentos porno para apornar la semana (2007, FETA-Conaculta); Cuentos cortos para acortar el domingo (2008, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis) y Enseres de supervivencia (2011, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis); el libro infantil Así aprendió a volar José (2009, Cofradía de Coyotes-IMC). Aparece en las antologías Abrevadero de dinosaurios, Ardiente coyotera, Perros melancólicos, El infierno es una caricia y Coyotes sin corazón. Fue becario del FOCAEM durante 2009 y actualmente imparte el taller de Poesía y Narrativa en el Faro de Indios Verdes.

Letrinas: Sí, es el traje


Noche Suripanta | Por Hugo César Moreno |

Sí, es el traje


El personaje triste, esmirriado, bocabajeado con el cabello endurecido con gel para peinar, calzado de negro mal boleado, traje azul marino, corbata roja, amarilla o chillona, oliendo a brut y almohada, compañero de viaje en el metro o el camión, debería tener un sabor filial, casi militante, debería oler a compañero de cruzada. Sólo por el hecho de compartir el mismo fondo y tragar los mismos desperdicios. Me debería surgir la palabra camarada y escurrir una lágrima de comprensión: camarada, la liberación está próxima, la corbata, símbolo de la opresión que padeces, será quemada en el altar de la igualdad. 
 
De alguna manera somos iguales, de una manera muy culera, somos iguales, porque la igualdad es para los iguales, hay algunos más iguales que otros. Somos iguales por esa ciudadanía del vertedero. Por tanto, deberían estar dentro de las cosas que acepto. Pero no. Ese personaje de rasurado matutino, de pulcritud a medias, de gesto horrorizado frente a un niño con dulce en la mano a punto de joderle el trajecito barato y la factura de la tintorería, es una de las ciento cincuenta y siete cosas que más me cagan: el traje en conjunción con un pobretón que padece la vestimenta de los oficinistas oprimidos. Súper cagante. Lo peor es la ausencia de conciencia sobre su condición de esclavos. Portan el trajecito con aire de superioridad todavía más chacal que la marca pirata de la prenda. 
 
Me subo al camión, hallo un lugar junto a la ventana. Es un asiento mínimo, pero quepo bien solo. El pedo es que el espacio reducido junto a mí será usado por otro pasajero. No tengo suerte y se sienta un trajeado atormentado por los calores del verano. Se deja caer y con su cuerpo me invita a salir de la unidad por la ventanilla, pero me afianzo a mi lugar y opongo resistencia, órale culero, hágase pallá. Como no me muevo, voltea a verme con un dejo de molestia. Lo ignoro pero siento cómo me carcomen las ganas de arriarle un madrazo con el codo sobre su rostro sudoroso. Con gesto flemático sacude la pelusa de su saco corriente, se acomoda la corbata y mira mi ropa pandrosa (una playera de pearl jam y unos jeans grises con varias puestas encima), ojea hacia abajo para corroborar la pulcritud de sus zapatos, tienen manchas de pisotones marca metro y una ráfaga de frustración ensombrece su mirada, pero mis vans viejos y sucios lo hacen sentirse superior a mí. Pobre pendejo. Él tendrá que llegar a checar y pasarse ocho horas nalga en una oficina donde la secretaria dostrés buena le da picones sexuales, pero no le prestará aquellito por naco y pendejo y pobre. Pobrísimo pendejo, goza de una ilusión de superioridad clasial sólo porque lleva traje, a güevo, pero traje. No sé, imaginará que soy desempleado, vagabundo, jipster trasnochado, jipi perfumado o simple lumpen con cinco varos pal pasaje y ya dirá después el talón.
 
No es que me sienta superior a él. Me sé superior a él nomás por reconocer mi vitalidad mierdosa. Nomás por saberme superior al evitar el trajecito a toda costa. Hace mucho no uso uno, hace mucho no uso corbata y ya he olvidado cómo se hace el nudo. Hace poco, nomás por torturarme, intente hacer el nudo de la corbata. Fracasé miserablemente y me invadió un gusto a triunfo y contento que hacía meses no sentía.
 
           Es el traje en esa operación con el cuerpo lo que me caga. He visto cuerpos portando trajes caros y no son cagantes. Ahí la superioridad está definida por la clase social más que por el precio. La confabulación de elementos da otro resultado. En ese sentido, lo cagante son los jipijipster tránsfugas de clase que asumen en la pandrosidad una capacidad política para la transgresión. Pero eso es cagancia para otro momento.


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Hugo César Moreno Hernández (Ciudad de México, 1978). En 2003, con el Grupo Cultural Netamorfosis fundó la Revista Cultural Independiente El Chiquihuite. Ha publicado los libros Cuentos para acortar la esperanza (Netamorfosis, 2006); Cuentos porno para apornar la semana (2007, FETA-Conaculta); Cuentos cortos para acortar el domingo (2008, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis) y Enseres de supervivencia (2011, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis); el libro infantil Así aprendió a volar José (2009, Cofradía de Coyotes-IMC). Aparece en las antologías Abrevadero de dinosaurios, Ardiente coyotera, Perros melancólicos, El infierno es una caricia y Coyotes sin corazón. Fue becario del FOCAEM durante 2009 y actualmente imparte el taller de Poesía y Narrativa en el Faro de Indios Verdes.

Letrinas: Hacerle el amor a Jennifer Aniston



Noche Suripanta | Por Hugo César Moreno |


Hacerle el amor a Jennifer Aniston 



No sé qué hacer. Echado en la cama leyendo Thanos, los minutos se despiden del día con el insano ritmo del extinto tic tac. Siempre que pienso en un reloj me viene a la cabeza el tic tac del reloj de pared de mi antigua habitación. Tic, tac. Tic, tac. Toda la noche. A veces despertaba y el tic tac se enseñoreaba sobre la oscuridad casi haciéndola desaparecer con mi atención impuesta sobre él tic tac tan desconsolador. Hace mucho no escucho un tic tac, sólo está en mi cabeza, se ha quedado ahí, tatuado con dolorosa tinta, como se van tatuando las arrugas, las heridas, las cicatrices. Y no sé qué hacer. Enciendo el televisor. Ponen una película para niños, quizá infantil, quizá demasiado infantil. Tanto que me quedó ahí, mirando las animaciones. Prefiriendo ese mundo. Una voz en off dice, a manera de explicación sobre cómo la maldad se encarna en los cuerpos, antes henchidos por la bondad: a veces los corazones rotos, cuando se curan, quedan mal armados, deformados. Algo así. No estoy seguro de la frase completa, sólo la escuché al vuelo y me recordé. Me recordé diciendo y escribiendo frases cursis con ganas de ser terribles, hirientes, mazazos destrozadores.

Tengo un terrible caso de corazón roto, me he oído decir, me he leído escribir y me he avergonzado al decirlo y al escribirlo. Suena demasiado a lugar común. Debería defender mejor los lugares comunes, por algo son tan visitados. Pero ése, en especial, más que común es certero y me entristece suscribirlo, por la ausencia de talento y originalidad. Me entristece casi más que no hallar un mejor diagnostico o una mejor manera para decirlo, no sé, con más verdad, con más estómago, con menos corazón.

La frase no me dejó helado. Me puso a pensar en ese corazón roto instalado en el pecho. Un infarto podría curarlo, devolverle su forma. O será que las cicatrices, por más cara de hiena que le hayan dejado, lo han puesto saludable. A veces me gusta pensar que en el rearmado del armatoste aquel algo quedó perdido y me dejó en tal incompletud que por ello no encuentro una mejor manera para vengarme de quien ocasionó el destrozo, como si me hubiera dejado una maldad inoperante, imbécil, incapacitada. De esa manera me dio la malevolencia instalada en mi ser al reventar la víscera, y con el mismo movimiento me impidió elaborar el plan perfecto para devolverle el favor. Mierda, qué plan tan perfecto. Aplausos, aplausos.

No estoy seguro de nada, sigo leyendo el cómic con el televisor encendido y sin saber si podría hacer algo mejor ¿de provecho? No quiero, no quiero hacer nada de provecho. Entonces reconozco que algo me molesta y me molesta más saber que me molesta otro lugar común. Estoy deprimido, me digo, tengo un clásico caso de depresión de fiestas decembrinas y eso es una gran mamada. Otro lugar común.

Si el frío fuera opacado por otro cuerpo… pienso y caigo en la cuenta de estar desbarrancándome en otro puto lugar común. Carajo, qué miserable colección de lugares comunes soy: tic tac, corazón roto, depresión decembrina y para rematar lo único que se me ocurre es el lugar común de la compañía. Estoy solo. Soledad. Fría, triste, tierna soledad sobre la cama con los ojos divididos entre un cómic sobre el amante de la muerte y una película para niños. El debate estético me tranquiliza un poco, por lo menos no siento la necesidad de resolver mi infortunio regresando por los vertederos de antes. Me siento, más bien, con ganas de encender otras chispas en no sé dónde. Chispas incendiarias, asesinas. Quemar casas, cuerpos, avenidas. Quemar el puto mundo, ser el amante de la muerte, como Thanos y excitarme con los cadáveres de mil mundos.

Una carcajada me sirve para dejar de pensar idioteces. Tampoco es asesino mi ánimo. ¿Será suicida? No, no mames, me reprendo. Ése sería el peor de los lugares comunes, si me he de suicidar debería ser con cierto estilo, si no lo tuve en vida, por lo menos al momento de la muerte, al menos. No, suicidarse en navidad o año nuevo sólo tiene la gracia de desgraciar el festejo para todos aquellos que no tuvieron el valor para hacerlo. La verdad, no lo tengo.

Pongo el cómic a un lado y me decido por la película. Boba. Demasiado boba. Y sin embargo me alegra un poco. Me encanta la manera que sólo en las películas se resuelven los asuntos. Me pregunto sobre los asuntos por resolver y me doy cuenta de no tener pendientes, por lo menos no urgentes, por lo menos no para llegar a la horca. Me acomodó, prefiero levantarme por una cerveza helada. El frío del ambiente y el frío de la lata congelan mi mano. Cambio la lata de mano, bebo, cambio la lata de mano, bebo. Me siento un ganador, no estoy allá afuera, trabajando, esperanzado en terminar la jornada para llegar a casa y disfrutar minutos de ociosidad. Me burlo de todos los que está trabajando y me siento un ganador, a huevo, estoy aquí, viendo una peli estúpida, tomando una cerveza y después terminaré mi cómic y después… no sé, no sé qué hacer.

La angustia me invade y me revienta los globos oculares en salinidad idiota. Y después qué voy a hacer. Me siento desesperado. Verga, y después qué. La película es interrumpida por un anuncio comercial. Intento tranquilizarme. Qué hago, qué hago. Me levanto y giro sobre mi eje buscando algo en la habitación. Una montaña de libros levanta la mano, ey, por acá, aquí te faltan hartos cabrón. Me hago el tonto y una pila de documentos por revisar sale al paso. No, no, no voy a trabajar, soy un ganador, carajo. Un poco más y la colección de películas piratas se esconde en el rincón. Claro, cómo no se me ocurrió antes. Se busca amigo para el fin del mundo, leo, ya la vi, y no sólo sería agregar otro lugar común, sino también me caga que la Keira Knightley se parezca tanto a Natalie Portman, me caga confundirlas. Mejor esa no.

La película reinicia. Estoy clavado con la historia. Ya sé cómo va a terminar, no me importa, sigo y me digo, ya sé qué necesito, una de éstas pero con el pollo que más me late en el mundo mundial. Espero otro corte y arranco hacia el montón especializado en feel good movies, en sección especial todas las protagonizadas por Jennifer Aniston. ¿En cuál se ve más sabrosa? Cavilo por un instante. En la tele las vocecillas de los personajes me llevan de regreso a la cama cargado con mi botín. Ya no me interesa tanto, está en la recta final y las cosas, como pasa en las películas, se ha resuelto de forma agradable, casi escucho los ahh de satisfacción de miles de espectadores levantando los brazos en señal de triunfo. Mi novia Polly, claro, con el calzoncito rojo, mejor opción.

No termino de leer Thanos. Será otro de mis pendientes. Meto el disco en el reproductor. No sé cuántas veces he visto esa película. No las suficientes. Se me ha vuelto lugar común. Se me antoja ver todas las mañanas a Jennifer despeinada, desmaquillada, exactamente como aparece en sus películas. Suspiro largo y distendido en cada escena. Repito la del calzón rojo una, dos, tres veces hasta convertir la escena en una escansión para hallar el sinsentido de mi fervor. No lo encuentro. Por el contrario, repaso los títulos de mi colección antes de sentirme asaltado por la pregunta y después qué, y después qué, y después qué ydespuésquéydespuésquéydespuésqué.

Casi al final me sale en voz alta una convicción: hacerle el amor a Jennifer Aniston. Espero un eco. Espero una recriminación. Que alguien me saque del fango. Hacerle el amor a Jennifer Aniston, repito. Nadie se burla. Los objetos en mi habitación desvían la mirada, se hacen tan pendejos que siento me están dando su anuencia. Hacerle el amor a Jennifer Aniston, eso es lo que quiero. Fan from hell, me dice Thanos y me guiña un ojo y esa media sonrisa del asesino de mundos. Sí, por qué no. Eso haré. Salgo a la calle, hace un frío desalentador. No importa. Ahí voy, estoy decidido a encontrarme con Jennifer Aniston y hacerle el amor. No me he vuelto loco y pendejo, bueno, sé hasta dónde llega mi estupidez. Sólo necesitaba un motivo para salir del cadalso y respirar un poco de aire libre de humo de cigarro, depresión y ambiente decembrino. Una vez más Jennifer me ha salvado. Mi lugar común favorito desde Friends.

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Hugo César Moreno Hernández (Ciudad de México, 1978). En 2003, con el Grupo Cultural Netamorfosis fundó la Revista Cultural Independiente El Chiquihuite. Ha publicado los libros Cuentos para acortar la esperanza (Netamorfosis, 2006); Cuentos porno para apornar la semana (2007, FETA-Conaculta); Cuentos cortos para acortar el domingo (2008, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis) y Enseres de supervivencia (2011, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis); el libro infantil Así aprendió a volar José (2009, Cofradía de Coyotes-IMC). Aparece en las antologías Abrevadero de dinosaurios, Ardiente coyotera, Perros melancólicos, El infierno es una caricia y Coyotes sin corazón. Fue becario del FOCAEM durante 2009 y actualmente imparte el taller de Poesía y Narrativa en el Faro de Indios Verdes.
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