Por Mónica Castro Lara |
Le Vieux-Port de Marseille
Hasta mis muslos resienten su ausencia.
Cada penetración es como un constante recordatorio de todas esas veces que
anhelé nuevamente tenerlo así… dentro de mí; tocar su cabello, saborear su
sudor, oler su aliento, besarlo y acariciarlo. No voy a cerrar los ojos: quiero
contemplar cómo su cuerpo se restriega contra el mío, un cuerpo que
inevitablemente ha cambiado en los catorce años que dejamos de vernos. Tiene
tantas y tantas cicatrices, que se me enfría el cuerpo de tan sólo pensar el
por qué. Rozo mi dedo contra una de ellas con la esperanza de hacerlo
reaccionar pero es inmune al dolor.
Su mirada también cambió. Ingenuamente creí
que yo era la única que vivía con ojos tristes. Y hacemos el amor así,
fusionando miradas invadidas de tristeza que tienen tanto que decirse, pero tan
pocas ganas de hacerlo. Me distrae el pensamiento cuando muerde uno de mis
pezones; es un dolor agudo pero me agrada.
Recupero mis pensamientos. Poco me importa
tener a alguien esperándome en casa… en este momento soy suya como siempre lo
he sido. Espero que él lo sepa. Nos arrebataron tan rápido que no estoy segura
de habérselo dicho una última vez.
Se corta nuestra respiración y llega el tan
esperado silencio.
No me molesta no haberme estremecido; oír
cómo gime y sentir su mano apretar con fuerza mi hombro, es casi como si lo
hubiera hecho. Su cuerpo pesado se deja caer en el mío y busca casi con
desesperación mis labios que, pausadamente, deciden besar cada espacio de su
frente. Vamos recuperando nuestro ritmo.
Comienzo a pensar en lo que viene, en lo
que nos espera al salir de esta habitación. Me conozco y sé que la ansiedad
poco a poco de apodera de mi cuerpo e inevitablemente dejo de disfrutar este
momento. ¿Irnos juntos? ¿A dónde?
Después de un rato, se levanta y me mira
fijamente con lo que creo es una ligera sonrisa. Estoy tan nerviosa que sólo
puedo decirle: