Letrinas: El Diablo y la Muerte

Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato 1991). Actualmente promueve su segunda publicación, 'Ventanas cerradas, ventanas abiertas', de NitroPress.

 


El Diablo y la Muerte

Samanta Galán Villa


Afuera la noche. Tengo las ventanas cerradas porque me da miedo que algo entre. Mi teléfono no ha dejado de sonar. Son del banco. Me recuerdan que tengo que pagar mis préstamos mañana porque ya he duplicado mi deuda con los intereses. Estoy cansado de inventar historias para zafarme de sus interrogatorios. No tengo dinero, no tengo trabajo porque me despidieron hace ocho semanas.

El latido de mi corazón es agónico. Tengo hambre y sueño. Quiero salir un rato y pasear por el parque. Lo hago. No veo la calle en días, pero sé que fue una tarde calurosa porque el pavimento está caliente. Es media noche. Mi mente es un nido de arañas. Pequeñas, diminutas y amontonadas. Son mis pensamientos.

Hasta mí viene el recuerdo de Julia. Sus manos delgadas y suaves y también su voz áspera cuando me dijo que estaba cansada de la monotonía, de mi falta de compromiso, de mi insoportable actitud, de dejar las cosas a medias. Mis pensamientos arañas trepando las paredes del departamento y llenándolo de un humo asfixiante.

Camino sin pensar, sin fijarme a dónde. Miro las estrellas y recuerdo que son mapas, que si las sigues te guían a un destino. Escucho risas. Dos figuras se mueven delante de mí, corriendo y saltando, tomándose de las manos y volviendo a dejarse. Ahora se persiguen, juegan a los encantados. Son ellos, El Diablo y La Muerte.

Los dos locos brillan con luz propia, es tanta su felicidad. Nada les importa, no tienen a los bancos detrás de ellos, no hay recuerdos que les nublen la vista. Sólo corren y ríen. Siempre sostenidos por la benevolencia universal, por ese flujo de la vida que le da a cada uno lo que se merece. Eso dicen, eso dicen.

El Diablo y La Muerte sólo tienen una especie de camisón que les tapa sus miserias. Tan libres ellos, tan suyos. Los dos con el pelo al ras, sonrientes. Hay quienes dicen que se conocieron por azares del destino, andando sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, cómo no. Se conocieron, sí, y a partir de entonces decidieron quedarse juntos. Ser cómplices en esa selva virgen que es la calle y compartirse sin limitaciones, ni miedos, ni angustias. Sin pensar en un mañana que puede o no llegar y que tampoco importa mucho si llega.  

Otros aseguran que estuvieron juntos desde su infancia y que son hermanos. Que sus padres los dejaron huérfanos y aprendieron a sobrevivir apoyándose el uno al otro. Abriéndose a la vida, al amor, al sexo, uno frente al otro como un espejo, como una sombra que no desaparece en la oscuridad.

Yo no descarto esta teoría porque si se les presta atención, si de verdad se decide no voltear la cara hacia otra parte para evitar darles existencia a los pordioseros, a los miserables, se puede notar que sus rasgos algo de parecido tienen. Ojos separados, nariz afilada, boca bien formada pero sucia, siempre abierta enseñando los dientes amarillos y una lengua casi negra.

El Diablo y La Muerte corretean por el parque, sin que les importe nada más que ellos mismos. El Diablo abre los pies y deja caer una enorme caca en el piso del parque. Abre los pies, hace la necesidad de todo ser humano, de todo ser viviente y se va, dando saltos y gritos de alegría.

Siento asco, pero no por su acción repugnante. Me enferma esa complicidad, su alegría casi grosera, como si se estuvieran burlando de mí: un hombre que fue a la universidad y estudió contaduría. Que trabajó once años en el mismo despacho, haciendo tareas fuera del horario de trabajo para caer bien, para que me tomaran en cuenta, para congraciarme con los auditores. Que un día conoce a una mujer y se enamora perdidamente y sabe que jamás verá el mundo con los mismos ojos, porque el cuerpo de dicha mujer es polimorfo y estará presente en una silla, en un puente, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Pero el correr del tiempo que todo devela, que todo desgasta, terminó por quitarle el brío tan intenso a los primeros encuentros y la monotonía echó a perder el vínculo. Y un día la mujer se para frente a ti y dice que se va, que está harta, que no hay nada qué hacer, que fue suficiente.

Entonces dejas de trabajar, tomas y fumas a las ocho de la mañana. No quieres salir, no hay nada que valga la pena. Te olvidas que tienes necesidades, que tienes deudas en los bancos que debes liquidar porque ellos muy amablemente te extendieron un crédito para un auto de cuatro cilindros que chocaste al poco tiempo de adquirir en una noche de juerga. Que también ocupaste tu tarjeta de crédito porque querías amueblar el departamento que compartías con el amor de tu vida, pensando que sería el lugar donde criarían a sus hijos y donde, algún día, luego de muchos años, pasarían juntos la vejez. El teléfono suena y te vuelves loco, de dolor, de ansiedad, de miedo.

El Diablo y la Muerte bailan tomados de la mano, sin percatarse de que yo los veo o de que cualquier otro puede atestiguarlos. Poco o nada les importa. Nada saben de las desgracias del mundo, de lo insoportable que es la vida promedio, la vida de cualquier ser humano encerrado en su casa a las doce de la noche.

Los veo de lejos y siento que me hierve algo por dentro. La necesidad de que, si yo no tengo, nadie más debería tener. Que, si soy miserable, el mundo entero debe sentirse como yo: un perdedor, un fracasado, un ser incompleto. Puedo sentir clara y lúcidamente cómo se planta en mi cerebro la semilla del odio y sé que no hay nada que crezca con mayor facilidad. Pienso que voy a regar esa semilla con cariño, con cuidado, esperando que pueda darme el triunfo de arrebatarle a alguien lo que más quiere. Ver esa desdicha y que por arte de magia regresen a mí las ganas de ser alguien. Ser, en última instancia, un hijo de puta.

Doy la media vuelta y regreso a mi casa. No apresuro el paso. Miro las casas, los edificios, el alumbrado público. Entro de nuevo en mi departamento y pienso en Julia. Pienso que la noche es larga, que estoy cansado, que estoy triste. Prendo un cigarro y hago figuras en el aire. Encuentro rostros y nombres que se desvanecen en segundos. Fumo hasta quedarme dormido.

El teléfono suena. Todo el día suena. Son los del despacho de cobranza, pero no tengo ganas de inventar excusas. Tengo hambre y sed. El piso está sembrado de colillas y hay junto a mí un par de botellas vacías de ron. Intento levantarme, pero estoy mareado. Huelo mal, no me he lavado los dientes ni me he bañado en tres días. El teléfono suena. Tengo miedo de no contestar, de que me embarguen y perder lo poco que me queda.

Apoyo mi espalda en la pared. Supongo que es medio día porque desde la ventana logro ver que el sol está en lo alto con toda su inclemencia. Tocan la puerta, con el puño tocan la puerta. En un movimiento rápido me encojo, me engarruño como las babosas cuando se les ha echado encima un poco de sal. El corazón me late más rápido y más rápido tuntuntuntuntuntuntuntuntun. Sigo vivo. Del otro lado de la puerta alguien dice mi nombre, pero no logro reconocerlo.

Deseo con todas mis fuerzas estar en otra parte. Cierro los ojos e imagino que puedo entrar a un rincón impenetrable de mi mente. Uno al que nadie, excepto yo, tiene acceso. Ahí no existe el sonido. Tampoco tengo hambre ni dolor porque desaparece el cuerpo. No existe el tiempo, sólo una pared blanca y brillante. Inhalo y exhalo, lento.

Me quedé dormido o eso supongo. ¿Un desmayo? Qué importa, no logro notar la diferencia entre un hecho y otro. Afuera ya es de noche, de nuevo ha oscurecido. El teléfono ya no suena. El departamento está en silencio. La sed es insoportable. Voy al baño y tomo del lavabo. El agua me sabe mal y me agrava las náuseas. Necesito alcohol.

Reviso las botellas que están junto a mí, esperando que alguna tenga un poco, el mínimo para calmar mi ansiedad. Nada. Voy hasta mi cuarto y reviso los bolsillos de mis pantalones usados e igualmente sucios al que llevo puesto. Encuentro un billete arrugado. ¡Milagro! Lo suficiente para comprar otra botella y más cigarros. Camino hacia la puerta y encuentro un papel. Lo metieron por debajo. Es un recado de mi casero. Debo entregar el departamento en tres días por incumplimiento de la renta. Arrugo el papel y lo tiro. Abrocho las agujetas de mis tenis y voy a la licorería que está a tres cuadras.

Cuando regreso, bebo directo de la botella. No tengo a dónde ir. Mis padres fallecieron cuando era niño y la tía que me crio ahora descansa en una estancia de retiro pagada por mis primos. No tengo a dónde ir. Sonrío. Saco humo de la nariz y sonrío. Pienso en El Diablo y La Muerte y vuelvo a sentir en mi cerebro atrofiado la semilla del odio.

Intento imaginar una forma de separarlos. Creo que podría regalarle a uno de ellos cualquier cosa que en su situación pudiera considerarse un lujo. Hacer que peleen, que la fuerza de la ambición los corrompa, pero de inmediato llego a la conclusión de que es imposible. Hay algo en su locura que los regresa al estado infantil más puro. Donde no hay codicia, donde todo puede ser compartido. Tengo la impresión de que, de alguna forma, la locura y la infancia tienen la misma raíz.

Me duele la cabeza, pero no del modo común. Parece como si mi cráneo estuviera en medio de dos piedras enormes a punto de chocar entre sí. Bebo de la botella y sonrío. Me siento bien, por un momento olvido dónde estoy y lo que he perdido. El Diablo y La Muerte deben estar despiertos, buscando comida entre la basura. Viviendo una vida nocturna y pueril.

Tengo más de la mitad del ron en la botella. Me levanto y camino hacia la calle. Hay muy poca gente a estas horas entre semana. El ciudadano promedio está descansando, reponiendo fuerzas para cumplir con sus horarios laborales por la mañana. Atendiendo a sus hijos o los quehaceres del hogar. Pienso que Julia es una de esas personas, que está durmiendo sola. No, acompañada.

Llego al parque y ahí está El Diablo. Está solo, sentado en la banqueta y dibujando algo con el dedo índice de la mano derecha en el pavimento, igual que Cristo cuando salvó a la Magdalena. Suerte, tal vez otro milagro.

Me paro frente a él, pero no voltea, no se inmuta. Sigue pintando figuras imposibles. Apesta, pero no para alejarme. Me siento junto a él y le pregunto ¿quieres? Sólo entonces voltea a verme, con los ojos grandes y limpios. Sonríe y recibe la botella. ¿Y tu amiga?, pregunto. Le dio pallá, responde y señala con el mismo dedo que tenía sobre el pavimento hacia un punto del parque. Se fue a dormir porque anda cansada.

Le da un sorbo a la botella y carraspea. Estira la mano para regresármela pero le digo que está bien y que puede beber más. ¿Es tu hermana?, pregunto. Sí, también es mi mamá y mi esposa y mi hija. Le dio pallá y vuelve a señalar. Me río y ahora sí le recibo la botella para darle un trago.

Seguimos tomando y le pregunto si tiene hambre, me responde que no, que comió cualquier cosa que no pude comprender. Lo miro con detenimiento y sin juicio. Tiene la nariz pronunciada, pero fina. Los ojos grandes igual que las pestañas. Sé que no he escuchado una voz más inocente, ni siquiera en los labios de un niño. Le digo que tome más, que puede quedarse la botella entera. También le ofrezco un cigarro y dice que no fuma. La botella sí la recibe y bebemos como dos grandes amigos que acaban de reencontrarse.

No logro entender del todo sus frases, pero sé que La Muerte ha estado mal porque tuvo un aborto. El Diablo explica que el vientre  de su mujer, hermana, madre e hija estuvo hinchado un tiempo y que un buen día salió sangre y un pequeño bulto que tiraron en un bote de basura. Que, desde entonces, La Muerte tiene cambios repentinos de humor, está triste y cansada y que él no sabe qué hacer.

Lo escucho con atención y no puedo evitar sonreír y embriagarme con su miseria, pensando que todos tenemos una maldita loza encima. Bebo y fumo con agradecimiento. Pienso que no tengo nada más que hacer ahí, que es momento de volver a descansar los días que me quedan en el departamento. Me levanto. Quiero decirle que ya me voy, que fue un gusto, que un día de estos volveré a visitarlo, pero él se levanta de un brinco y mira hacia el punto que señaló con el dedo.

Una figura se abre paso. Es La Muerte que se soba las manos y sonríe. Se acerca y me ve con desconfianza, como el intruso que soy. No sé si es la luz del alumbrado, mi tristeza, mi añoranza por tocar a una mujer, pero la veo como una virgen recién consagrada. Luminosa, frágil. Detrás de los harapos, lo sé ahora, se esconde una hermosa figura. Senos grandes, quizá por el reciente embarazo fallido.

Dame, dice y estira la mano. El Diablo se acaba de terminar lo último que quedaba del ron. Se carcajea, la abraza y luego a mí. Frente a los dos improvisa una suerte de baile, que más bien parece un performance de danza contemporánea. El alcohol se me ha subido y me tiene tranquilo, complaciente, sereno. Pero La Muerte nos mira con desprecio y sin pensarlo le da una patada en el culo al Diablo.

No oculto la gracia que me produce la escena y me hago para atrás, por precaución. El Diablo no toma bien el gesto, ¿quién lo tomaría? Ni los locos soportan un buen golpe. Se detiene. Veo por un segundo, en los ojos de ese santo rapaz, la sombra del verdadero diablo. Sin contenerse empuja a La Muerte y la tira al suelo. Le levanta el camisón y la penetra sin piedad, como un animal embrutecido. Las piernas de la mujer todavía tienen sangre seca. Grita y patalea, como seguramente lo ha hecho por años.

Prendo un cigarro y me doy media vuelta. Los dejo ahí, en el rincón del parque. Viviendo la vida que tanto había deseado.  


Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato 1991) Llevó cursos de narrativa en Literaria, centro mexicano de escritores. Algunos de sus textos se encuentran en medios digitales como Tierra Adentro, Monolito, Neotraba y la revista estadounidense Asymptote. Sus poemas aparecen en plataformas como Low Fi Ardentía, Revista 3 pies y en Crocevia, revista italiana dedicada a la difusión de poesía contemporánea. Fue compilada en tres antologías de cuento, La ciudad de los ahorcados, Letrinas del cosmódromo y Extrañamientos. Amorfismos (2022), su primer libro de cuentos, fue publicado en la editorial La Tinta del Silencio. Actualmente promueve su segunda publicación, Ventanas cerradas, ventanas abiertas, bajo el sello editorial Nitro Press.

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