La fascinante historia de un joven periodista que buscó a Hemingway para que le enseñara a ser escritor.
| Por Patricio Zunini |
Esta historia comienza con un chico de 22 años que quería ser 
escritor. Arnold Samuelson, hijo menor de un matrimonio de inmigrantes 
noruegos que tenía una granja, había sido un estudiante sobresaliente en
 la escuela secundaria y también en la Universidad de Minnesota. 
Ahí estudió periodismo, aunque no pudo recibirse por no tener el dinero 
necesario para pagar el diploma (cinco dólares). Era 1932, tiempos de la
 Gran Depresión en Estados Unidos, y Samuelson llevaba una vida de 
rigurosidad espartana: dormía en el cuartel de bomberos donde hacía 
trabajos eventuales y se las arreglaba para vivir con poco más de un 
dólar y medio al mes.
Con la crisis económica en su apogeo y las puertas cerradas de las 
redacciones, Samuelson decidió buscar trabajo como marino mercante. 
Quería irse, además, porque el asesinato de su hermana Hedvig lo había 
afectado demasiado; necesitaba poner distancia a la tragedia. Consiguió 
subirse a un barco con rumbo a China, pero —las crónicas no dicen por 
qué— el viaje no llegó a realizarse.
La aventura, sin embargo, estaba ahí: lo esperaba.
Una tarde de abril de 1934 hojeaba la revista Cosmopolitan cuando 
encontró un relato de Ernest Hemingway. El cuento era “One trip across”,
 el germen de lo que después sería la novela Tener y no tener. Hemingway ya había publicado Fiesta y Adiós a las armas;
 Samuelson había leído ambas con fruición. Imaginemos el momento en que 
este chico, tal vez aburrido, seguramente apesadumbrado, lee el nuevo 
texto de su autor favorito y, como ante una epifanía, siente que todas 
las piezas del rompecabezas se acomodan.
*
Es posible que la facha de Samuelson no fuera la mejor. Mal afeitado,
 seguramente muy flaco y desgarbado. Había hecho tres mil kilómetros a 
dedo y algunos tramos sobre el techo de un tren de carga que atravesaba 
interminables lagos y ríos. De tan angostos que eran los puentes, cuando
 miraba hacia abajo no veía las vías; ahí se agarraba como podía a 
fuerza del vértigo. No sabemos si rezaba. Paraba donde podía conseguir 
algunas monedas para pagarse un plato de comida tocando el violín.
La noche que llegó a Key West se fue a dormir a la costa usando 
su mochila como almohada. Al rato dos policías lo despertaron y lo 
metieron preso: el trato era que lo dejaban libre a la mañana si se 
comprometía a dejar la ciudad. Key West había recibido el impacto de la 
crisis y no querían más vagabundos. Pero Samuelson no se fue.
—¿Qué quiere?
Hemingway había abierto la puerta de la casa y lo miraba con 
desconfianza. Quién era ese tipo en la puerta que estaba quieto como un 
zombi. Qué quería. Samuelson no podía hablar. Se le había borrado el 
discurso que había ensayado tantas veces durante el viaje. Hemingway era
 alto y de espaldas anchas. Se le endureció la cara. Separó los pies, 
tensó los brazos todavía caídos a los lados, se inclinó hacia adelante 
dejando que todo el peso recayera sobre los dedos de los pies: boxeador.
 Samuelson se despertó y consiguió un tartamudeo: “Leí su cuento en la 
Cosmopolitan y me gustó tanto que viajé para hablar con usted”.
Hemingway no lo podía creer. Cambió su postura, se relajó. Hasta se 
permitió una sonrisa. Le dijo que hacía unas horas acababa de volver de 
Cuba y que tenía varias tareas por hacer, pero que lo esperaba al día 
siguiente, a la una y media de la tarde.
Tras una segunda noche preso, Samuelson llegó puntual a lo de 
Hemingway, que, en otra imagen de antología, lo esperaba a la sombra 
vestido con unos pantalones cortos color caqui, tomando un vaso de 
whisky y leyendo el New York Times. Hablaron de las novelas, hablaron 
del oficio. Samuelson le contó sus intentos fallidos con la ficción; se 
negó a mostrárselos. Hemingway le dio algunos consejos: “Lo esencial es 
saber cuándo parar para no bloquearse”. El truco, le dijo, era frenar en
 un momento intenso. Cuando uno viene bien y ya sabe cómo va a seguir, 
hay que parar, dejar que trabaje el subconsciente y al día siguiente, 
fresco y descansado, retomar hasta un nuevo pico de interés.
—¿Qué escritores le gustan? —le preguntó Hemingway.—Stevenson y Thoreau.—¿Leyó La guerra y la paz?—No.—¡Tiene que leerlo! Vamos a mi estudio: le haré una lista de lo que tiene que leer.
*
Las recomendaciones de Hemingway son bien clásicas. Hay que 
compararse con los muertos, con los que supieron resistir al tiempo: 
“Sólo siendo mejores que ellos uno sabe que va bien”.
- Los cuentos “El hotel azul” y “El bote a la deriva”, de Stephen Crane
 - Madame Bovary, de Flaubert
 - Dublineses, de James Joyce
 - Rojo y negro, de Stendhal
 - Servidumbre humana, de Somerset Maugham
 - Anna Karenina y La guerra y la paz, de León Tolstoi
 - Los Buddenbrook de Thomas Mann
 - Hail and farewell, de George Moore
 - Los hermanos Karamazov, de Dostoievski
 - The Oxford Book of English Verse
 - La habitación enorme, de E.E. Cummings
 - Cumbres borrascosas, de Emily Bronte
 - Allá lejos y hace tiempo, de Guillermo H. Hudson
 - El americano, de Henry James
 
*
Hablaron toda la tarde. Comieron lo que preparó Pauline, la segunda 
mujer de Hemingway y madre de Patrick. Samuelson se llevó un par de 
libros con la promesa de devolverlos. Para poder dedicarse a lectura 
cuanto antes, fue directo a la cárcel.
¿Qué fue lo que vio en ese chico? Al día siguiente, Hemingway le 
contó que estaba esperando la llegada de un crucero que se había 
comprado con lo que ganó con Adiós a las armas. El “Pilar” 
medía 38 pies y necesitaba alguien que se ocupara de él. Si Samuelson 
quería quedarse, él le iba a enseñar a escribir y además le iba a pagar 
un dólar por día. El 12 de mayo de 1934 ambos dieron el viaje inaugural.
Samuelson dormía en la cabina del “Pilar”, lo limpiaba por las 
mañanas y escribía por las tardes. Cada vez que Hemingway salía de pesca
 o viajaba a Cuba, él lo acompañaba. En los ratos libres tocaba el 
violín —Hemingway entonces le decía “Maestro”. La aventura en Key West 
duró diez meses, hasta que Samuelson sintió la necesidad de continuar 
solo. Hemingway hubiera querido que se quedara, pero Samuelson estaba 
decidido. La amistad siguió por carta y se mantuvo hasta la muerte de 
Hemingway. En octubre de 1935, Hemingway publicó un artículo que, con el
 título paródico de “Monólogo al Maestro”, reproducía los diálogos 
literarios con su aprendiz.
—¿Cree que algún día seré escritor?
—Cómo voy a saberlo. Tal vez no tengas talento. Tal vez no tengas empatía. Tendrás buenas historias en tanto las escribas.
—¿Cómo puedo darme cuenta?
—Escribe. Si trabajás cinco años y te das cuenta de que no eres bueno, puedes pegarte un tiro entonces al igual que ahora.
Aunque publicó varios artículos en revistas populares como Squire, 
nunca se animó a presentar el manuscrito de una novela porque no creía 
haber alcanzado las expectativas de su mentor. Arnold Samuelson murió en
 1981. Tres años después, la hija reunió los textos de 1934 y los 
publicó como una memoria con el título With Hemingway: a year in Key West and Cuba.
 El libro obtuvo el premio “Ambassador of honor” entregado por la 
English-Speaking Union como reconocimiento a la “contribución 
excepcional a la interpretación de la vida y la cultura de los Estados 
Unidos”. En la portada, el que aparece es Ernest Hemingway. Tiene unos 
bigotes oscuros y usa unos pantalones cortos color caqui. Si no es 
feliz, al menos está satisfecho.
*
