Es mentira que nos falten 43

Ese olvido que bebemos con cada café y ansiosamente mordemos entre comidas es el peor de todos los olvidos posibles, porque él nos lleva a la repetición.
Por Lucy Mata Barba |

Hace unos años pensaba que lo peor del olvido era merecerlo. Qué equivocada estaba. Lo peor del olvido es elegirlo, asumirlo como el hecho ineludible que nos permite seguir sonriendo a pesar de los diarios, el radio o la televisión.

Ese olvido que bebemos con cada café y ansiosamente mordemos entre comidas es el peor de todos los olvidos posibles, porque él nos lleva a la repetición.

Hay que recordar. Reconocer la verdad de la propia historia y asumirla con coraje, ya sea desde la indignación o desde el optimismo, pero siempre articulada a la justicia. En este sentido hoy digo: Es mentira que nos falten 43. Nos faltan miles. Los valerosos estudiantes que se atrevieron a instaurar un "NO", una desoladora tarde en Tlatelolco. Los tzotziles que fueron masacrados mientras oraban por la paz en una pequeña iglesia, en Acteal. Diecisiete campesinos que se atrevieron a exigir la aparición de su amigo, Gilberto Romero, en Aguas Blancas, Guerrero. Las niñas y mujeres que han visto truncadas sus vidas a causa de la avaricia y el poder de unos pocos en Ciudad Juárez. Juan Francisco Sicilia Ortega. Cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa. Y muchos más de los 121,683 reconocidos por el INEGI como muertos a causa del crimen organizado y la guerra contra el narcotráfico entre el 2007 y el 2012. Así pues, nos faltan miles. Los desaparecidos, y de los que nos entregaron solamente el cuerpo, porque el saber dónde quedaron los restos físicos de una vida que pudo ser y nunca más será, no hace sino inaugurar en los que quedamos la certeza de una ausencia y un horror que jamás dejarán de no escribirse.

Este olvido aprendido, favorecido por los medios responsables de informar (que de acuerdo a sus propios intereses deforman los hechos, deciden qué vidas son dignas de atención y nos enseñan cuáles son aquellas por las que no vale la pena llorar) nos ha llevado a cambiar la dignidad individual y colectiva por despensas, tarjetas o dinero en efectivo, permitiendo así sostener una falsa sensación de democracia (esa palabra que ha sido la moneda de cambio en muchos de los conflictos que hemos tenido, y que ya sabe qué significa).

¡Basta de olvido! ¿Hasta cuándo vamos a pretender que aquí no pasa nada? ¿Seguiremos creyendo que aquel mexicano orgulloso que se atreve a levantar la voz contra un sistema injusto es un delincuente? Debemos devolver de una vez y para siempre la responsabilidad de la violencia al opresor, al genocida, y cortar con ese discurso absurdo que culpa a las víctimas e intenta legitimar un pseudo estado de derecho que sólo existe en papel.

Debemos recordar nuestra historia y desde el amor y el orgullo exigir a los medios la verdad. Decirle a las autoridades jurídicas, a los gobernantes, los representantes del pueblo y para el pueblo que no hay kilo de arroz o tarjeta electrónica que compre vidas. Que queremos justicia. Que México, es un pueblo digno.




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