Letrinas: Indulto

Alejandra Gámez Reza. Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, 1988. Maestra en Estudios Humanísticos. Ha publicado narrativa en diversas revistas nacionales.

 

Indulto
Alejandra Gámez



El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea,
otorga del derecho imprescriptible de escribir sobre ello.
No existe una verdad inferior. Y si no cuento esta experiencia
hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las
mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina
del mundo.


Annie Ernaux

 

Son las cuatro de la mañana. Caminas a la cocina y bebes té, sin apresurarte, todavía no estás segura si su compañía es lo correcto, pero necesitas a alguien ahí: no puedes hacerlo sola. Sientes culpa por no tener culpa, hace un par de meses que no sabes lo que quieres y todo parece nebuloso.

Eres un cuerpo adormecido, que fue dolor, placer, agotamiento. Tomas tu chamarra y te acercas a la cama pequeña en la otra habitación. Sigue dormido, esperándote envuelto en sueños, aunque una palabra bastará para que se incorpore. Antes de que se fuera a dormir, le dijiste que debía estar listo, que te haría falta su ayuda. Apenas despertar, se calza los zapatos y un gorro, afuera sigue frío.

Tienes la pequeña caja entre las manos, casi no pesa. No pueden tomar el camión, aún no comienzan las rutas y un taxi es demasiado costoso. Caminan calmados, cuentan historias en el trayecto, él habla de los libros que ha leído, se emociona y tú también lo haces. Comienzas a sentir calor y temes que pronto los alcance la luz del día. A unas cuadras de distancia, se observa el arco de entrada del cementerio, le acomodas el gorro para que le cubra las orejas y le sonríes: te sientes bien de que estén juntos.

Tienes la certeza de que nunca va a olvidarlo. No lo entiende, pero algún día lo hará y la madre que ahora eres no volverá a ser la misma. Te pregunta por qué están ahí, «No puedo hacerlo sola. Levanta los pies porque te puedes caer con la hierba». Se acercan a la tumba, sientes una vez más la tibieza en la parte interna de los muslos y un impulso te lleva a tocarlos; no hay nada. Te repites mentalmente que no lo decidiste, aunque también te sientes aliviada. Respiras profundo, una vez más. Se va a resfriar y sabes que si no puede ir a la escuela tendrá que quedarse solo, no hay quien lo cuide.

Lo ves saltar de una tumba a otra, le gritas que se detenga. El viento, a lo lejos, deja oír su silbido. Colocas la caja a un lado y buscas la herramienta que hace un par de días escondiste con cuidado. Sigue ahí, fría y pesada. Te cuesta levantar la lápida, lo llamas y acude corriendo. Le pides tomar en sus manos la caja.

Lloras al verlos, por única ocasión, juntos. Le explicas que cavarás a un lado de la tumba y que cuando levantes la lápida debe poner ahí dentro la caja, para eso han ido. Te escucha, abre grandes los ojos y asiente.

 Lo hace muy bien, la caja queda adentro, se aplasta cuando dejas caer la lápida, la cubres con tierra y finges pronunciar una oración. Parece asustado, le das la mano y se encaminan a la salida. Cuando toman la calle, vienen llegando los vendedores con sus puestos de comida, flores, veladoras, santos. En tan solo unos minutos se llena de algarabía el lugar, muy pronto la calle estará repleta de personas. Dentro del cementerio, muchas familias se acercarán a donde descansan sus seres queridos, para recordarlos como fueron algún día. A ti no te queda ese consuelo, no podrás recordarlo como fue.

Traes a la mente los días de muertos en tu pueblo, la comida, las fotografías familiares. La voz de tus padres. En tu cuerpo palpita la muerte. Tú vuelves a caminar entre los vivos.




Ilse Alejandra Gámez Reza. Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, 1988. Maestra en Estudios Humanísticos. Ha publicado narrativa en diversas revistas nacionales como Neotraba y Bitácora de vuelos. Actualmente se desempeña como docente del área de Humanidades.
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