Letrinas: Un buen día

Romelino despertaba toda las mañanas con el sonido del mar. Encendía un cigarro sin filtro, preparaba el almuerzo y salía con su vieja red.

Un buen día 

Por Andrés Cornejo
@ndrescornejo


Romelino despertaba toda las mañanas con el sonido del mar. Encendía un cigarro sin filtro, preparaba el almuerzo y salía con su vieja red. Por desgracia una mañana fue diferente, Romelino tenía la convicción de haber perdido un recuerdo. 

Casi no gustaba recordar, creía en la vida como cosa del presente. Pero esa mañana revolvió sus cabellos y su memoria en busca de lo perdido. Para recordar precisaba sentarse a la mesa. 

Sacó muchos recuerdos; la primera vez que se embarcó, el pez más grande que había sacado del mar y una o dos noches en la playa con alguna mujer perdida. 

Suspiró profundamente, ninguno servía. Alzó los hombros y se levantó de prisa, al hacerlo una taza cayó al suelo. Un par de ojos le vinieron a la memoria. Gritó, injurió, llenó de puta madres y maldita seas el cuarto, pero no pudo ir más allá de ese par de ojos. 

Igual que un incendio prendió la idea. Abrió sus gavetas, tomó el resto de sus tazas y las estrelló contra el suelo. Una sonrisa acompañó a los ojos, unas pecas se perfilaron entre los dos. Una nariz pequeña y fina apareció, hinchándose de un aire salado. Por desgracia ya no había más tazas y sí huecos en ese rostro. 

Salió corriendo. Tocó puertas, sonrió mucho y al cabo de poco volvió con los brazos cargados de tazas. Acomodó una lona sobre la tierra de su patio y allí fue rompiendo una por una. Un gato tuerto, un gorrión gordo y el ladrido de los perros lo acompañaron. 

Cuando terminó un reguero de cerámica y barro cubría su patio. Romelino respiraba con dificultad, ya tenía todas las partes que hacen un rostro. Solo faltaba ponerlo junto. Intentó cientos de combinaciones, pero no consiguió nada. 

Romelino cedió. Hirvió un poco de café y entretuvo la frustración mirándolo bullir. Cuando estuvo listo recordó que ya no tenía donde servirlo. 

No había ido a pescar, no había visto el atardecer, todo por seguir un recuerdo. Dejó caer su viejo cuerpo sobre un baúl que usaba como banco. El movimiento hizo que se ladeara un poco el baúl, haciendo sonar lo que había dentro. Lo abrió y descubrió que dentro había dos tazas. Eran casi iguales, blancas, labeladas de dorado. A una le faltaba el asa. 

Las tomó con cuidado, llenándolas con café. Planchó su mejor camisa, puso la mesa y tomando un sorbo de aquel café ya tibio dijo: - a tu salud.
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