Para contar una historia de violencia

Estoy investigando algunos acontecimientos que se presentaron en los años noventa en Juchitán, Oaxaca –sí, el pueblo azotado por el terremoto de 8.2 en septiembre del año pasado–

Por Afonso Brevedades
@A_Brevedades
Independiente

¿Cómo sobrevivir a un oficio que indaga en territorios peligrosos la vida de un muerto, de un fugitivo y dos pistoleros? ¿Cuál es el papel a desempeñar en la historia de dos familias que se odiaron a muerte donde el cronista hizo parte de uno de los bandos? ¿Cómo reclamar a unos adultos de barrio de provincia la juventud vivida a golpe de drogas, ladrones y policías a plena luz del día? ¿Cómo hará el cronista –cómo haré yo– para investigar la joven vida de sus amigos sin perder el control en el momento que encuentre las razones de sus asesinatos?

En las historias de violencia los personajes no quieren recordar las causas, la experiencia, las consecuencias; prefieren olvidar porque afortunadamente ellos salieron vivos aunque no siempre ilesos. Pero a veces hablan, rompen el silencio creyendo que el odio y el deseo de venganza han expirado en el enemigo; a veces también hablan porque consideran que ellos pertenecieron al bando de los buenos, porque los buenos no temen porque nada deben. Entonces les acerco la grabadora, les hago preguntas, tomo notas en mi libreta, quedo de verme con ellos, voy hasta donde me digan.

Quiero contar una de esas historias y la que persigo me ha llevado a sitios en los que jamás me hubiera imaginado estar. Recojo datos, confirmo información a través de la triangulación de fuentes, establezco redes con otros implicados, reviso mis notas, vuelvo al principio…

He vuelto de hacer una entrevista y ahora estoy con el rostro casi pegado en la pantalla, pero hace cinco horas, antes de llegar al sitio acordado con mi entrevistada, me ofrecieron mariguana, piedra, me tomaron con fuerza del antebrazo y forcejé para que me soltaran. Cuando estaba por alcanzar el número veinticinco de la calle que me indicaron, alguien me dijo –casi a punto de tocar con su boca mi oreja– que él vendía la mejor cocaína del barrio –¿quién soy yo para dudar de sus palabras?–. Para entonces tenía más miedo que ganas de seguir avanzando.

Estoy investigando algunos acontecimientos que se presentaron en los años noventa en Juchitán, Oaxaca –sí, el pueblo azotado por el terremoto de 8.2 en septiembre del año pasado–, la ciudad con alma de pueblo en la que crecí y de la que como muchos de mi generación me tocó partir –quizá algunos en realidad salimos huyendo–. Mi interés por aquellas fechas no es reciente, he pasado largas madrugadas en los últimos años dándole sentido a mis datos, a cada entrevista, a las conversaciones informales, a los recortes de periódicos y también a cualquier elemento mnémico que me ayude a reconstruir algunos días de mi juventud. Y es que acontecieron en mi barrio –la populosa–, en el callejón donde jugaba a la pelota con mi hermano mayor, en la banqueta de mi casa que fue donde asesinaron a un albañil que hasta ahora recuerdo su cuerpo inerte sobre la tierra de lo que hoy es el Jardín de la soledad, el jardín de la casa de mis padres.

“La idea es que conversemos un poco sobre el asesinato y todo lo que pasó en los siguientes días“, le dije a ella que amablemente aceptó. 

Acordamos el día, la hora y sin más me dio las coordenadas de su ubicación. “Escribiré una crónica”, agregué y quiso saber qué era una crónica. “¿Quieres que te cuente sobre el día que asesinaron al albañil en la baqueta de tu casa?”, me preguntó con la tranquilidad puesta en la voz al otro lado de la línea, en cambio yo volví a sentir aquel temor del fatídico domingo por la noche cuando comenzaron a sonar los balazos y mi madre nos pedía a gritos a mi hermano y a mí que nos alejáramos de las ventanas. Recuerdo al menos cuatro detonaciones…  

Fui hasta donde me dijo y llegar no fue fácil –o más bien demasiado sencillo y eso me dejó frente al espejo como un verdadero cabronazo–. Estuve a punto de ser sometido por unos vendedores de droga que, como ella me explicó más tarde, al no comprarles nada o darles al menos un billete de cincuenta o cien pesos, eran capaces de asaltarme o incluso apuñalarme o darme un balazo en la cabeza. En mi mochila llevaba mi grabadora, mi agenda, mi libreta de notas y mi celular, además de mi cartera vacía con mi tarjeta de débito casi a ceros. En el bolsillo del pantalón cargaba cien pesos en dos billetes de cincuenta.

Tras el primer jaloneo me dieron ganas de recular y volver a meterme al metro, pero ya no sabía qué sería más seguro, si continuar o regresar. Decidí seguir y caminé resistiendo el estrepitoso ruido que lanzaban las bocinas desde donde los vendedores anunciaban productos piratas. Avancé hasta cruzar un estrecho callejón y el olor del aceite reutilizado de las fritangas me provocó nauseas; pensé que lo primero que haría en cuanto llegara a su departamento sería pedir el baño y vomitar.

Afortunadamente las referencias que me dio antes de colgar fueron muy claras, llegué al número veinticinco de la calle peligrosa y traté de dar con su apartamento. “Afonso, aquí arriba”, dijo casi gritando desde una pequeña ventana. Alcé la mirada y ahí estaba. “Sube por aquí”, señaló las escaleras, “es el trecientos cinco en el cuarto piso”. Hasta ahí llegué y creo que notó el miedo en mi mirada –o tal vez fuera de alivio–. Le conté lo que había sucedido y ella se disculpó por no haberme advertido al respecto. “No hay problema”, le dije, “sin embargo al regreso me gustaría que me acompañaras al metro”, le rogué y ella sonriendo dijo que sí. Sospeché que aquel escenario le resultaba cotidiano.

Estuve en su departamento un poco más de una hora y registré cincuenta minutos de una entrevista en la que lancé un par de preguntas, las siguientes las formuló ella misma: hablaba y hacía memoria. En al menos tres ocasiones corrigió sus yerros en fechas y lugares y continuó contándome lo que pasó esa noche de domingo. “¿Quieres que te hable de cómo comenzó el problema entre mi familia y la familia que buscaba a mi hermano para matarlo?”, me preguntó y yo asentí con la cabeza.

Después de escucharla pude atar muchos cabos sueltos que a pesar de los meses reporteando no terminaba de entender. Mi padre, quien hasta hoy me sigue ayudando con el acopio de los datos allá en la provincia, encontró algo interesante: le contaron que en realidad los pistoleros enviados por la familia enemiga pasaban muy cerca de donde estaba el bañil jugando al dominó, y éste comenzó a insultarlos sin ninguna razón aparente, los hombres armados que se sintieron ofendidos por los improperios dispararon contra él, en su afán de salir huyendo se le acabaron las fuerzas y su horizontalidad quedó donde aún hoy lo recuerdo tirado.

Por mi parte he encontrado otra versión de los hechos: el hoy occiso fue confundido con el hermano de mi entrevistada y por eso fue que le dispararon en al menos cuatro ocasiones. Aunque yo tengo mis dudas en la confusión, pues la diferencia física entre los dos personajes era descomunal. Uno de ellos siempre mantuvo una complexión de toro; al desgraciado albañil lo describen como un tipo enclenque.

Una tercera versión, la que mi entrevistada me ha ofrecido, asegura que sí estaban ahí por su hermano, los pistoleros sabían que ese era su paso nocturno a casa, sin embargo el fugitivo cambió de ruta en aquella ocasión; desilusionados y con sus armas dispuestas a su función letal, decidieron mandarle un mensaje a su escurridísima víctima matando a albañil, para que supiera que no estaban jugando, que aquello iba en serio, que habían estado ahí y que volverían por él.

En algún momento terminaría la entrevista y sabía que tenía que retirarme de aquel lugar. Cuando eso sucedió y bajamos las escaleras para alcanzar la calle, mi entrevistada venía de mi lado. “Mira nada más, ya están asaltando a ese pobre muchacho”, externó y yo tragué toda la saliva que pude producir en esos momentos. Dos tipos con cerveza y pistola en mano requisaban la mochila de otro chico que parecía no tener posibilidades de estar haciendo lo mismo. Intenté coger otra ruta y ella dijo que no, que siguiéramos por esa acera. Pasamos a un metro de distancia de donde todo estaba sucediendo y no pude dejar de escuchar lo que decía uno de ellos: “tranquilo, no te va a pasar nada, tú coopera, ya sabes cómo es la onda”. 

Le pedí a mi entrevistada que camináramos más rápido, pero que mejor no, eso iba a significar que teníamos miedo, que ellos olían el miedo. Yo, para entones, tenía el miedo en estado putrefacto.

Tuve la fantasía de trasladarme con mi mente a otro sitio, quería alejarme tan pronto como pudiera de aquel lugar, y en el intento llegué hasta mi primera juventud violenta del barrio. Después de las seis de la tarde cada quien se responsabilizaba de su vida en las calles de la populosa; se trataba de una especie de toque de queda implícito: mucho ruido de patrullas y el paso acelerado de las camionetas del ejército, y al siguiente día corría la noticia del muerto, del detenido, de la casa allanada, del asalto a tienda y farmacia, de la perra vida que no dejaba de lanzar malas noticias. Y mi hermano y yo resguardados, tratando de jugar a los buenos y a los malos sin tener claro quiénes eran los buenos y en qué consistía ser los malos de la historia.

A la mañana siguiente, después de cada balacera, el barrio se quedaba en silencio. Sí se hablaba de los acontecimientos, pero en voz baja –sólo podían hacerlo los adultos–, porque nadie quería ser señalado como chismoso, como delator de los fugitivos del barrio, como el chivato al que había que callarle la boca a balazos. Pasé esa primera juventud viendo cómo fumaba mariguana en la esquina de la cuadra al que había sido perseguido por la policía la noche anterior; crecí oyendo “corridos prohibidos” a todo volumen y botellas de cerveza vacías estrellándose en la pared de mi casa; fui testigo de una redada vespertina en la guarida de uno de mis vecinos y el decomiso de decenas de kilos de mariguana. Después el perifoneo del voceador en su carro destartalado: desde unos parlantes distorsionados se le escuchaba decir “en la populosa séptima sección fue hallado muerto…”.

Mi madre tenía una teoría sobre la popularidad de la populosa: “los rateros son de otro barrio, pero después de hacer sus fechorías huyen hacia aquí y se pierden en el monte o se esconden en la barraca del río. Ahí ya nadie los encuentra”. No estaba equivocada, cerca de mi casa, yendo hacia el sur, las calles se convertían en callejones oscuros; y el río estaba muy cerca, y debido a que nunca fue caudaloso, en sus bordos crecía la maleza que camuflaba a cualquier fugitivo. Hasta allá los perseguía la policía disparando y haciendo sonar sus sirenas. Recuerdo el efecto Doppler sobre la calle que desembocaba en el Jardín de la soledad. Me metía a la casa tan pronto como podía, mi hermano hacía lo mismo, mi madre sabía lo que seguía… mi juventud y la de mi generación de barrio estaba rodando ahí.

El hermano de mi entrevistada era uno de esos perseguidos –de él se decía muchas cosas y nadie comprobaba nada, nadie se pronunciaba con “esta boca es mía”–, sólo que a él lo perseguían la policía y los pistoleros de la familia enemiga. Era raro verlo andar por las calles, por los callejones, porque todos los vecinos sabían que “lo andaban cazando”. Siempre estaba escondido, cambiando de pueblo, de barrio, de casa. De él se decía que siempre se movía solo, que era bueno con las armas, que su puntería era de envidiar, que era una buena persona porque ayudaba a los menesterosos… tantas cosas decían de él.

Me crucé en su camino en muchas ocasiones, pero recuerdo dos en particular: la primera fue cuando yo volvía de la escuela –cursaba el cuarto año de primaria– y ahí estaba él, en la bocacalle del callejón, a unos treinta o cuarenta metros antes de llegar a la puerta de mi casa. “¿Vienes de la escuela?”, me preguntó. Era tan alto –yo lo veía tan alto–. “Sí”, le dije y seguí andando con la mirada tirada al suelo. La segunda vez recién acababa de cumplir mis quince años. Era domingo y mi papá y yo regresábamos de ir a ver un partido de beisbol en la barranca del río. Se acercó a nosotros con una caguama en la mano, saludó a mi papá y le ofreció un trago, mi viejo aceptó –me pareció un tipo respetuoso–. Se dirigió a mí con un movimiento de afirmación con la cabeza y yo respondí al gesto de igual manera. Ya no era tan alto.

Hace cinco años decidí contarme la historia de un albañil asesinado en la banqueta de mi casa allá en la populosa. Pero también quería que otras personas me contaran su versión, incluso el hermano de mi entrevistada. Le dije a ella que nos pusiera en contacto e inesperadamente él aceptó. Le marqué al celular, ya estaba esperando mi llamada. Su voz era grave, pausada, intercalada con una leve respiración: “es que ya no quiero recordar ese tiempo”, dijo y yo no volví a insistir.

A mis treinta y cinco años sigo recordando mi juventud violenta en el barrio, las cosas que a mi hermano y a mí nos tocó ver a plena luz del día, las noticias mortales que cruzaban la discreción de los adultos y se convertían en la charla secreta de nosotros. Tengo las entrevistas, los recortes de periódico, algunas fotografías, mis notas desordenadas, las conversaciones informales con el combo de mi generación. En fin, tengo ganas de entender, y de pronto así poder eximir, a los que por esas fechas convirtieron mi vida, la de mi hermano y la de mi generación de barrio en una bifurcación entre pertenecer al bando de los malos o aprender a ser los buenos de la película.

Mi entrevistada y yo por fin alcanzamos la entrada del metro y me despedí tan rápido como pude. Ella dijo que me fuera con cuidado, yo le agradecí el tiempo ofrecido para la entrevista. Ella me preguntó si pensaba volver a entrevistarla y yo, bajando los escalones con la prisa del cobarde, pensé en voz alta que ni por el putas volvería a su barrio.

La historia está en mi escritorio, paneo y reconozco decenas de fragmentos. Creo que he logrado congelar el acontecimiento. Voy uniendo las piezas y el rompecabezas comienza a tener forma. La mirada del que fuera fugitivo veinte años atrás ya no es la misma, su vitalidad también se fue, como mi juventud; el recuerdo del asesinado es breve, era joven el día de su desgracia, me han contado; las dos familias que se odiaron a muerte hablan poco de la pelea callejera que tuvieron dos de sus integrantes: dos adolescentes que provocaron a la vida y ésta se emperró con los que estábamos en la populosa por pura hijueputa coincidencia.
Ciudad de México, 2017 

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