Letrinas: Los gatos

No quise interrumpir esta nueva afición. A lo mucho, le recordaba que no podíamos mantener tantos animales y que debíamos regalarlos.

Los gatos

Por Samanta Galán Villa


Espero que mi madre baje de la única habitación que hay en el tercer piso: una especie de bodega que acondicionó como santuario para guardar las tazas que coleccionó de sus viajes por Europa, quedarse a dormir cuando no quiere cenar o encerrarse los fines de semana con las fotos de mi padre y los libros de cuentos que me contaba de niña.

Hace cuatro meses que salió por última vez. Nunca imaginé que algo así podría ocurrir cuando trajo al primer gato. Sucio, blanco con manchas negras. Los brazos de mi madre tenían arañazos que le hizo el animal. Parecía no importarle el dolor.

No quiso hacer la comida. Prefirió meterse al baño para darle una limpiada al nuevo huésped. Hice un caldo de pollo porque sé que es su favorito. Ella, mi madre, comió poco. Dijo no voy a trabajar mañana porque tienen junta los maestros. Quizá no recordó que mi preparatoria lleva el mismo calendario escolar que el suyo y no marcaba suspensión. No dije nada. Qué podía decirle a mi madre si bien quería darse un día de descanso. Todos merecemos uno alguna vez.

A ese gato le siguió otro. Pelaje gris, chiquito, tendría unos dos meses. Los estantes comenzaron a llenarse de libros de cómo satisfacer las necesidades de cachorros que se han quedado sin sus madres, cómo enseñar a un gato a no destrozar los sillones. Uno más con el título Un día los gatos dominarán el mundo. Mi mamá parecía seguir las instrucciones con devoción.

Sólo éramos nosotras. Nunca conocí a mi padre. Supe que antes de que yo naciera, se escapó con una de sus amigas de infancia. Se casaron en Acapulco y tuvieron tres hijas. Medias hermanas que hasta hoy sólo conozco de nombre.

No quise interrumpir esta nueva afición. A lo mucho, le recordaba que no podíamos mantener tantos animales y que debíamos regalarlos. Ella me decía que sí y que todo a su tiempo.

El pelo comenzó a amontonarse en las esquinas. Ya no eran dos sino ocho gatos los que se subían a la mesa, tomaban agua del inodoro y usaban como rascador la cabecera de mi cama. A mamá no le apuró el desorden. Cuando llegaba del trabajo intentaba limpiar los areneros y con la escoba barría los tres pisos. Mientras se hiciera cargo de ellos, todo estaba bien.

Con la llegada del número trece, mi mamá dejó de ser la secretaria en el colegio salesiano. Uno de los padres era alérgico al pelo de gato, mismo que parecía estar en cada centímetro de nuestra ropa.

Es temporal, hija. Ya buscaré otra cosa, decía para calmar mis reclamos de supervivencia. Luego tomaba un libro y se sentaba en el sillón para hojearlo. Me quedaba de pie, mirándola entrar a ese espacio que parecía fascinarla y en el que no estaba yo ni las necesidades de la casa. Ese lugar interno, tan lejano a mí, casi en el fin del mundo.  

La alacena quedó vacía luego de un mes. Mamá llevaba dos semanas recluida en ese maldito cuarto con veinte gatos. Intenté hacerla entrar en razón. Le decía madre, ya no hay dinero para comprar pollo. Mamá, se terminó el atún y las sardinas. Si no hacemos algo nos vamos a morir de hambre. Ella asomaba un ojo por el rabillo de la puerta, ventilando un aroma a sudor y a excremento y volvía a encerrarse.

Resolví vender algunos muebles y aparatos que dejaron de ser útiles, como la cama de su habitación, su tocador y una computadora de escritorio. Con el dinero compré hígados de pollo, arena, rascadores. Jamón y huevos para nosotras.

Puse los hígados en una charola, decidida a entrar al cuarto. Me amarré un pañuelo en la nariz para soportar la peste. Ella estaba debajo de la cama. El suelo cubierto con hojas arrancadas de los libros de cuentos. Pedazos de porcelana amontonados en una esquina que ya no decían Roma, Italia ni Berlín. Arañazos desfiguraron el rostro ausente de mi padre.

Los gatos fueron a mis pies, arrastrando los maullidos graves y continuos, como si suplicaran una caridad. Aventé los hígados al piso. Se amontonaron para alcanzar un pedazo y mamá salió, apoyándose en las rodillas y manos. No tenía ropa. Una capa de pelusa negra, naranja y gris le cubría los brazos y la espalda arqueada, dejándole ver los huesos de la columna.

Estaba llena de excremento y apenas pude distinguir en su cara algo de humanidad. Tomó uno de los hígados y lo dejó en su boca un rato, saboreándolo mientras los ojos se le ponían en blanco. Azoté la puerta al salir, como si un tigre me persiguiera y estuviera a punto de alcanzarme. A mis espaldas escuché el ruido del seguro.

***

Tiene tres semanas que no me deja entrar y sólo abre para recibir las bolsas con cascajo. Hoy va a salir. Lo sé porque desde la mañana oigo que avanza unos pasos y regresa. Los gatos maúllan a coro, como si ella los hubiese adiestrado para eso, como si obedecieran a sus deseos.

Estoy al final de las escaleras, viendo cómo se abre la puerta y salen más gatos de los que entraron. Bajan corriendo y, como yo, esperan. Ella es la última en salir. Parece que se ha acostumbrado a tener esa posición cuadrúpeda y la espalda en arco. Sus uñas largas hacen ruido sobre el azulejo. El cabello castaño se extiende por todo su cuerpo. Es suyo el pelaje que ahora le da el aspecto de una fiera. Da pasos lentos, poniendo una mano y luego una rodilla.

Pasa junto a mí y nunca antes me sentí tan alta. Me doy cuenta que debajo de su melena sólo hay huesos y piel. Me mira, pero ya no la reconozco. Somos dos desconocidas, dos especies diferentes que dicen adiós.

Cruza la puerta acompañada de los animales que la siguen con los rabos en alto. Enfrente el sol está por ocultarse. El pelaje de mi mamá brilla, tan libre y salvaje. Suave, como el deslizar tibio de mis lágrimas.

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