Letrinas: Una camiseta de los Coquette para Gabi

Liliana López León nació en Mexicali, en 1984. Es doctora en Medios, Comunicación y Cultura por la Universitat Autònoma de Barcelona.

Una camiseta de los Coquette para Gabi
Por Liliana López León

Se nos escapó un gritito. Habíamos acertado las tres preguntas del locutor, y nos sentimos como reyes: ganadores de un boleto doble en Zona Platino 1 para el concierto de los Coquette Seeds. Fue fácil, había que saber el nombre completo del vocalista, la súper modelo que fue su esposa y el origen de la banda. Lo difícil fue marcar y atinar cuando no sonara ocupado. Mi abuelita nos prestó el teléfono y aunque odiaba nuestra música, soltó una sonrisa cómplice al vernos saltar eufóricos.

Gabi y yo no teníamos muchas oportunidades, ni sabíamos de finanzas. De haberlo sabido, hubiéramos revendido los boletos, o no sé. Gracias a nuestra profesora de Biología sí sabíamos un poco de música. Se llamaba Andrea; dejaba que le dijéramos Andie y nos pedía que le habláramos de . Gabi y yo lo intentábamos, pero no nos salía tutearla. Sabe qué vio en nosotros, pero tenía su manera de cuidarnos. Algunos de sus regalos fueron discos que ella misma quemaba de sus álbumes originales. Así conocimos a los Coquettes, a Sweet Violence, Cursed Hotel, P.h. Dildos; en español a Iñaki Fontan, a Doktor Karaño y a la Maja Castell, entre muchos otros. Antes de ella, nadie nos había puesto atención de ese modo. Creo que cada persona debe tener algún mentor como nosotros tuvimos a la profesora Andie.

Recuerdo que Dog Harper, el vocalista de los Coquettes era de Londres e intentaba latinoamericanizarse, así que presentaba sus canciones en un español ingenuo. Su éxito: The Goodbyes lo presentó así: “¡Este cansió es iama Les Buenosadiosos!”. Parecía incomodar a muchos, aunque en el comportamiento colectivo se percibió más bien como ternura. Tampoco es que acá fuéramos políglotas. La canción que tanto amábamos sonaba bien en inglés, pero no así: Verdadero Amor de Extraterrestres. Aunque solo me gustaban algunas bandas chilenas y argentinas, esa noche reflexioné lo difícil que era hacer buen rock en mi idioma. Para esta lengua, o hay que ser muy cursi o ser el más guarro. Es decir, mujer u hombre según los estándares de estos lugares. Por ejemplo, la profe Andie les daba un uso interesante a las palabras, como pausadito, su dicción era muy serena. Desde aquel día estuve explorando bandas mexicanas que no intentaran ser The Police o vocalistas que no copiaran tanto a Jim Morrison. Para triunfar en español hay que inventarse un propio modo de hablar, aunque los demás se burlen al principio.

Con los años, supimos que Dog Harper también habló francés de diccionario en su gira por Canadá. Además, nos enteramos que a pesar de la fama de chico malo que tardó en construir, había sido educado en una familia conservadora, de la cual trató de liberarse en la academia de música. Era vegano y como hobby pintaba cuadros impresionistas. Gracias a su fama, los vendía en millones. No eran cuadros relevantes, ni horribles; ahora veo que eso tampoco era ya un pasatiempo. Le perdimos un poco de amor a Harper cuando hizo declaraciones anti-vacunas. Pero en aquel entonces, era una de mis tantas figuras paternas. El William Harper que recuerdo sigue siendo importante para mí.

Unos años antes de ese concierto, en la prepa; Gabi y yo expusimos cómo funcionaban las vacunas, y recordábamos la foto de un niño al que la viruela lo había dejado como a la Mole, comparado con otro niño vacunado que apenas tenía unas cicatrices. Esa fue la primera vez que la profesora Andie se acercó a nosotros. Nos dijo que al presentar no había que leer, que hay que ver a las personas a los ojos. En nuestra hoja ya nos había apuntado una buena calificación, y en clase se enfocó más en el contenido de la exposición que en nuestra torpeza no verbal. Así sentimos cómo esa recomendación fue genuina, más porque nos lo dijo en privado: “Háganlo real, como cuando quieren explicar algo interesante a un amigo”. Nunca se me olvidó y siempre retomo este consejo con cariño.

Gabi estuvo toda esa semana buscando quién nos prestara ropa para el concierto. Queríamos encajar en la capital, aunque solo fuera un día. No teníamos dinero, y nadie iba a darnos nada. Por eso aprendió en un día a cocinar pays de queso para venderlos, que recuerdo, ese año se pusieron de moda. Le salían bien, les ponía una cereza en el centro. Yo por mi parte, estuve ayudando a mi tío en la tortillería, en ese horrible sitio donde me decían maricón por cualquier cosa. Lo más difícil de soportar fue el calor que echaba la carburadora y las ocho horas de olor del nixtamal. Lo más tonto, era que uno de los que me llamaban maricón, se me insinuaba. Recuerdo mis brazos y también los de Gabi. Recuerdo que esos días se nos pusieron fuertes, como si esos brazos flacos nunca hubieran pasado hambre.

Juntamos setecientos sesenta pesos en cinco días. Mi abuela me preguntó cuánto habíamos juntado y ante mi respuesta me puso en la mano tres billetes de cien muy sudados. La abracé, no dijo nada, pero yo sabía lo que le costaba habernos dado ese dinero. Nos alcanzaba. Aunque hizo falta un poco más para movernos en la ciudad y para comer. Gabi me dijo que echáramos unas latas de atún, pero no dejaban entrar con mochilas al espectáculo. Además, nos hacía falta llegar antes de mediodía a recoger los boletos a la estación. El plan fue desayunar bien con abuelita, almorzar allá y aceptar lo que vendieran en la zona nice del concierto que nos ganamos. Al final no pudimos y tuvimos que movernos a pie. Algún McDonald’s abriría toda la noche, y ahí desayunaríamos al día siguiente. El regreso en el autobús era a las siete de la mañana.

Yo quería comprarle a Gabi una camiseta de los coquets. Me habían dicho que costaban entre quinientos y ochocientos, eran originales y tenían el corte para chica, no esas camisetas para niños que no horman bien, o esas camisetas súper grandes que ella tenía que enrollar o doblar de las mangas. Sabía que le ilusionaba mucho, tanto o más que a mí. Había camisetas negras, blancas y un gris percudido que nunca he entendido. La que me gustó para Gabi era una que tenía las siluetas de los integrantes de la banda y en medio decía Coquette en grande y Seeds en itálicas.

Recuerdo que nos asustamos un poco, pues el espectáculo lo abrieron unos grupos que no conocíamos. No sabíamos lo que era un telonero: quiero suponer que no éramos los únicos. Era nuestro primer concierto, también la primera vez que salíamos solos y tan lejos. En el pueblo se hicieron algunos chismes sobre un aborto, pero mi abuela amenazó con hacerles brujería si seguían con “sus lenguas viperinas”. Cuando me contaron que mi abuelita nos defendió así, me dio mucho gusto, porque les dijo que no tenía nada de malo que cumpliéramos nuestros sueños y más si eran bonitos, como la música. No es cierto, no dijo eso, pero sé que entre sus leperadas eso les quiso decir. Yo antes casi nunca lloraba, pero entonces me sentí muy afortunado y lagrimeé antes de dormir. Me gustaba la idea de que mi abuela fuera una bruja y yo pudiera escribir mil canciones con su ayuda.

En el pueblo no eran mala gente, pero había poco qué hacer. Una vez nos quejamos de eso y la profe Andie nos explicó que teníamos un monolito de millones de años y que eso ya era extraordinario. En el salón, no sabíamos que la peña era el monolito que decía la profe. Para nosotros era una cosa que siempre estuvo ahí. Es bonito y, es verdad, es muy impresionante si se piensa bien. Sin embargo, decíamos “monolito-mongolito” y nos daba risa. Lo que pasa es que era algo de lo que no conversábamos entonces. Es de lo que escribes cuando has romantizado lo suficiente tu tierra.  

Antes de entrar al concierto nos entrevistaron. Íbamos abrazados y queríamos aparentar que teníamos muchos años siendo mayores de edad, y que ir a un concierto era algo frecuente en nuestra relación. Traté de seguir los consejos de la profe Andie sobre mirar a los ojos y ser genuino, creo que lo hice bien, pero el corazón me quería explotar. Gabi se tapaba la boca al reírse. Aunque las bromas del entrevistador eran muy malas, había que seguirle el rollo.

Tengo bien grabado lo que sentí cuando las luces se encendieron y todo el palacio gritó al mismo tiempo. Me pareció fascinante que hubiera una coreografía de luces y material audiovisual producido especialmente para la gira. Caí en cuenta que todos los que estábamos ahí veníamos a lo mismo, y eso me sigue pareciendo maravilloso en cada espectáculo. Había un video de una chica pintada toda de azul eléctrico, hasta el pelo y las pestañas. Al fondo un sampleo que reconocimos y que nos hizo creer a Gabi y a mí que la canción ya iba a empezar; estaba acompañado de un misterioso: is our life a love movie?, que se repetía haciendo eco. Yo pensaba que, aunque el concierto acabara ahí, todos nuestros esfuerzos ya habían valido la pena. No habíamos comido.

Cuando llegamos a nuestros asientos, notamos que además de nuestra zona, había otra más exclusiva llamada oro central. Eso nos alivió: no queríamos estar enfrente y llamar la atención. O que pensaran que teníamos dinero y nos asaltaran al salir. Por otra parte, vimos como en esa zona y en la nuestra, había personas que se veían aburridas, como si no quisieran estar. Para entonces, Dog Harper ya se había quitado todo, menos el pantalón de vinil, y movía la pelvis como perro en celo. Una pareja ya mayor conversaba, y en otra mesa un hombre mayor observaba el escenario como si fuera una película de Bergman. No estoy loco si digo que nuestra emoción iluminaba ese espacio, y que la señora de ceja estirada que antes nos vio para abajo, nos miraba con envidia. Empapado de sudor, Harper preguntó al público cómo estaban y si querían un poco más: ¡No podo escucharlus Métsico! ¡Mes forteee!

Al terminar, no sabíamos si había sucedido o no. Temblábamos un poquito. Salimos sin prisa, con un poco de miedo a la multitud, como retrasando el final de la experiencia. Llamamos a abuelita desde una cabina: estamos bien, sí estuvo muy padre, duérmase por favor, Mamá Rita. Afuera remataban camisetas piratas de los Coquettes y de otros grupos. Gabi me dijo que no estaban tan bonitas, que luego juntáramos para una de las originales. No sé por qué, aunque ella sabía que no teníamos dinero, sentí alivio de que no me pidiera una en ese momento. Vendían muchas camisetas de Dog Harper, y como para recuperarme de la idea de no poder comprarle su camiseta a Gabi, me reí de que él anda siempre sin nada arriba.

Para hacer tiempo, caminamos un poco, pero solo un poco. Un violinista tocaba en la calle, y sentimos la obligación de darle una moneda, aunque eso ponía en riesgo nuestra comida. El hombre no habló, con los ojos hizo una mueca suave de agradecimiento. Qué chido aprender a tocar así ¿verdad, Gabi? Si me dieran la oportunidad, ¡me lanzo! Recuerdo que esa fue la primera vez que sugerí en voz alta estudiar música. En voz baja, me lo repetía en el espejo todos los días.

Entonces, la noche se puso seria y la ciudad parecía que nos iba a comer. Así que nos quedamos varias horas en el McDonald´s de la Avenida del Taller. Compartimos un combo, y rellenamos varias veces el vasito que dan. Antes de irnos, sentí que era educado preguntar si podía ponerle café al vaso de refresco o si había que pagar. El empleado no dijo nada, pero ágilmente estiró su brazo y me regaló un vaso de cartón especial para el café y tres botecitos de leche. Cuidado: el contenido puede estar caliente. Qué suerte sentí. El concierto todavía seguía vivo en nuestra cara, como un video experimental. Quería recordar cada detallito. Abracé a Gabi y le besé la frente, como para firmar una memoria. Mi corazón seguía brincando al ritmo de los Coquettes. Eso, según mi abuelita, es como una guía para nuestro espíritu.

Al salir del local, vimos a dos muchachas sentadas en una banca. Yo me fijé en sus tatuajes y perforaciones, porque siempre quise unas así; Gabi por su parte captó que eran pareja. Era la profe Andie, que recargaba su cara risueña y desvelada en el cuello largo de una chica de cabello rojo fantasía, con una camiseta a rayas de los Coquettes. Nos dio vergüenza saludarla, aunque de haber sabido que iba a ser la última vez que la veíamos, la hubiera interrumpido para contarle del premio. Se sentiría orgullosa y nos hubiera presentado a su novia. O quizá no era su novia, no importa. Ahora que lo pienso, la profe no era mucho mayor que nosotros. Tendría unos veintitrés o veinticinco.

Ya casi amanecía. En el camino nos topamos un cartel de los Coquette Seeds, lo desprendimos con cuidado para que no se rompiera. Lo enrollamos como si fuera el mapa de un tesoro. Con los pies molidos, nos acercamos a la estación; nos subimos al autobús antes de la hora, para poder sentarnos. En cuanto pudo, Gabi se recargó en mí, y roncó bajito. En un anuncio de la pantalla, decían que nuestro pueblo ya era mágico. Entonces no sabía lo que significaba eso, solo me pareció lindo.

***

Hoy, recorremos la misma carretera, pero soy yo el del concierto. Aunque nunca me he quitado la camiseta como William Harper, sí he hablado en otros idiomas que no conozco, por cortesía. Estoy muy nervioso, pongo los dedos sobre mis rodillas como si tocara el piano. Mientras, Gabi ronca. El conductor me pregunta qué se siente regresar a casa después de tantos años y poder cantarle al monolito. Seguro que abuelita me presumió un montón y ya nos hizo brujería para que nos quedemos a vivir en Bernal. Lo que sea, me parece bien. Solo son tres horas de camino.


*Liliana López León nació en Mexicali, en 1984. Es doctora en Medios, Comunicación y Cultura por la Universitat Autònoma de Barcelona. Es maestra en Estudios Socioculturales por el Instituto de Investigaciones Culturales-Museo, UABC y Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UABC. Ha sido profesora en distintos niveles educativos. Le interesa estudiar la relación humano-tecnología, y las ciudades. Ha publicado varios libros y artículos académicos, aunque busca leer y escribir relatos en su tiempo libre. Le gusta el cine de ciencia ficción y también las bicicletas clásicas.


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