Letrinas: Dr. Cigüeña

Ariagor Manuel Almanza Avendaño es psicólogo y profesor-investigador por parte de la Facultad de Ciencias Humanas, en la UABC Campus Mexicali.


Dr. Cigüeña

Ariagor Manuel Almanza Avendaño

 

Cada mañana Karen miraba el espectacular de la clínica del Dr. Cigüeña, le dio vueltas a la idea por meses. No sabía qué detestaba más. Escuchar el parloteo de sus amigas: “mira qué hermosa está mi hija”, “es bien chistoso mi chaparro”. O que no hablaran de los niños en su presencia. Junto con su esposo Pablo, habían gastado millones de pesos en tratamientos de fertilidad. Pablo sentía que lo miraban como a un animal lastimado. De vez en cuando, creía escuchar un “pobrecito” a lo lejos. No le agradaba ser obligado a masturbarse en salas esterilizadas. Tampoco le gustaban las citas programadas para reproducirse. Mete-saca-repite-descarga-cruza los dedos.

Pablo parecía haberse resignado. Múltiples estudios le habían confirmado que su conteo de esperma era normal, con suficiente movilidad. En cambio, Karen estaba dispuesta a un último intento. Se había sometido a tratamientos hormonales para estimular su ovulación. Cirugías para remediar obstrucciones en sus trompas de Falopio. Múltiples fertilizaciones in vitro. Nada. Imaginaba a cada una de esas niñas sin nombre, que no acababan de arribar, emulando aquella sonrisa de las fotografías de su propia infancia, recostada de meses sobre su cuna, rodeada de peluches y muñecas. Las soñaba con la piel de Pablo, sus ojos verdes, sus maneras lentas y dóciles de estar en el mundo. Sin el entusiasmo de antaño, pero con la terquedad de siempre, convenció a su esposo de asistir a la clínica del Dr. Cigüeña.

Llegaron como treinta minutos antes de su cita. En la sala de espera, se reconocieron a sí mismos durante sus primeras visitas, en los rostros esperanzados de otras parejas. El lugar estaba adornado con orquídeas, bonsáis y palos de Brasil. Sonaba a bajo volumen una canción de jazz contemporáneo. Los pisos lucían recién pulidos, con aroma a lavanda. La recepcionista los invitó a pasar al consultorio, justo a la hora de la cita.

Detrás del escritorio se encontraba el doctor, dictando a su asistente unas notas para el expediente. Tal como se anunciaba en los espectaculares, era una cigüeña. Más blanca que su bata impecablemente planchada. Su pico era tan largo, que lo movía con delicadeza para no rayar su escritorio de caoba. Al levantarse se notaba que su cabeza estaba a unos cuantos centímetros del foco. Usaba unas sandalias suficientemente anchas para sus patas. Su oficina estaba adornada con acuarios, cada uno con una especie distinta de pez tropical. Había cuadros de pinturas japonesas con escenas de la naturaleza. Tenía la mirada penetrante de las aves, aunque las gafas que utilizaba le hacían lucir menos inquietante. En la pared no se mostraban sus títulos. Solo aparecía su nombre con letra manuscrita bordado en la bata: Dr. Antonio Garcés. No graznaba como las demás cigüeñas. Su voz era delicada, sin prisa, con un candor singular, como de esos viejos locutores de la radio.

Karen relató, tratando de contener el llanto, el peregrinaje entre tratamientos fallidos. Le entregó una carpeta, escrupulosamente organizada, con todos los detalles de estudios e informes médicos. El doctor Garcés prometió revisarla, aunque la dificultad para cambiar de hoja con sus alas, le obligaba a destinar este tipo de tareas simples a su asistente. Karen enfatizó que sería su último intento. Al notar su desesperación, el doctor les contó que muchas parejas habían elegido una segunda opción, cuando desafortunadamente el tratamiento no era exitoso. No implicaba más procedimientos invasivos ni costos demasiado elevados. Consistía en adoptar un bebé recién nacido, proveniente de una pareja lo más parecida posible. Solo había que obtener su perfil, y posteriormente buscar a la pareja con la que tuvieran el máximo ajuste. El doctor Garcés sugirió que solo contemplarían dicha posibilidad al renunciar definitivamente a los tratamientos.

Tal como siempre temían, el embrión no logró implantarse. Karen pasó varias semanas sola, encerrada en casa. Pablo supuso que un día volvería a ser la misma.  Así que se dedicó a traerle comida, mandarle mensajes desde el trabajo, abrazarla por las tardes. Trató de cerrar la boca para que no se le escapara ninguna idiotez que la hiciera sentir peor. Una tarde, a unos cuantos días de perder la paciencia, Pablo la encontró sentada en la mesa del comedor. Se había arreglado un poco, preparó la comida. Mientras tomaban un postre en la sobremesa, le pidió que intentaran la segunda opción. Pablo aceptó, no sin antes preguntarle en repetidas ocasiones, si estaba completamente segura.

Esa misma tarde llamaron al doctor Garcés. Les explicó detalladamente el proceso y agendaron una cita para el estudio del perfil. Advirtió que no podría proporcionarles ninguna información acerca de la pareja. Una vez iniciada, no podrían renunciar a la adopción. El registro del recién nacido tendría que llevarse a cabo en una oficina exclusiva para los pacientes de la clínica. El pago se tenía que realizar por adelantado, con tiempo de espera máximo de diez meses. La elección del sexo del bebé era posible, por una tarifa adicional.

Casi siete meses después, mientras volvía de sus ejercicios matutinos, Karen recibió una llamada del doctor Garcés para avisarle que su niña llegaría pronto. A las ocho de la noche en punto, arribó la camioneta de la clínica. El mismo doctor Garcés llevó hasta su puerta un moisés, cubierto con una sábana de seda. Les informó que había nacido sana. Midió cincuenta centímetros y pesó tres trescientos. Les recordó que podían llamarle para que acudiera una nodriza, sin ningún costo adicional. Karen y Pablo lloraron al descubrir a la niña. Tenía ojos verdes como Pablo, y dormida, lucía tan apacible como él. Karen sintió que también se parecía mucho a ella cuando era bebé. La llamaron Julieta. Julietita de cariño. Antes de irse, abrazaron al doctor Garcés. Estaban tan felices, que no se dieron cuenta de cómo le incomodaban los abrazos. 

Esa primera noche, los recientes padres bañaron a Julietita con el ligero temor a que se les resbalara. Luego le pusieron un mameluco que le habían comprado hacía tres años. Se quedó dormida con los cachetes sobre el pecho de Karen. Pablo le acarició la espalda, su cabecita, como tratando de convencerse de que era real. Permanecieron contemplándola en silencio para no despertarla, aspirando el aroma a bebé que inundaba la habitación. Se quedaron así hasta la medianoche, cuando la pasaron a su cuna, la arroparon con una cobijita de borrego y dejaron una luciérnaga de tela a su lado para que la acompañara mientras soñaba. Jamás imaginaron, que unos días antes, Julietita tenía otro nombre y dormía en otra cuna. Cuando sus padres biológicos estaban demasiado agotados para despertar, entró sigilosamente un equipo de cigüeñas para tomar a la bebé, envolverla en una manta y huir volando hasta encontrar la camioneta donde les esperaba el doctor Garcés. Por meses los habían estado vigilando, aguardando pacientemente por su nacimiento. Y siempre pasaba lo mismo. Los padres biológicos duraban años buscando, hasta que se cansaban, o se marchitaban. A pesar de su mirada, nadie sospecha de las aves.




Ariagor Manuel Almanza Avendaño | Psicólogo. Profesor-investigador por parte de la Facultad de Ciencias Humanas, en la Universidad Autónoma de Baja California, Campus Mexicali. Ha escrito artículos de investigación sobre diversas temáticas sociales, así como libros y capítulos de libros. Hasta el momento no ha publicado textos literarios.

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