Letrinas: Maurilio

Samanta Galán (Moroleón, 1991) recientemente publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.


 Maurilio

Samanta Galán Villa


En memoria de Maurilia.


Ahí está. La misma cara de arrepentido, el mismo perdóname Cariño, perdón. No sabes lo mal que me siento, soy un bruto. Es que no sé qué me pasa. Te juro que cuando tomo no soy yo. Tú me conoces. Ya sé que no me vas a creer y que quieres agarrar pa’la casa de tu mamá, pero espérate. Mira lo que te traje. Apoco no está bien chistoso. Lo vi en un puesto del mercado. Me lo dejaron barato porque está enfermo. Yo creo que con un té de hierbas lo vas a curar. Como no te gustan los perros y te hace llorar el pelo de gato, con este no hay pretexto. Así no te vas a sentir sola cuando me vaya a trabajar. Ya sé, Cariño, ya sé que irme con los amigos no es ningún trabajo, pero ya deja de chingar. Ahí vas de nuevo con tus reclamos de mierda. Pues allá tú si no lo quieres y lo tiras a la calle. Loca. Cariño no dice nada cuando lo ve salir. Mira al animal echo bola envuelto en periódico. Es blanco, nunca ha visto algo que se le parezca. ¿Y para qué quiere ella un animal de esos? Si apenas puede con las tareas de la casa, con la comida que tiene que estar lista para Martín cuando regrese de la calle, con la ropa ajena que tiene que entregar planchada a las cuatro en punto. Ni siquiera sabe cómo se llaman esos animales tan raros, tan exóticos, como les decía su prima Isabel a los pavos reales que tiene en el jardín bardeado con piedras amarillas. Deja al bicho y agarra los montones de ropa que no se van a lavar solos. El ojo ya no le duele igual y el mareo de anoche la dejó por fin tranquila. Asoma de vez en cuando la cabeza por la puerta del patio para verlo. Será macho o hembra o a lo mejor las dos cosas. Sabe que hay animales que no necesitan de otro para tener cría. Esos animales tienen un nombre, pero no lo recuerda y al fin y al cabo qué importa. En una de esas se abre. Tiene la cara chiquita y rosa, los ojos rojos y una trompa. Sus piecitos caminan por el sillón como queriendo escalar, pero criatura, te vas a caer, bájate de ahí. ¿Y a ti cómo te agarran? Si estás lleno de espinas, Dios mío. Ni unos guantes de hule hay para echarte en una cubeta. A ver, ay, si sí duele. Ayayayay. Es como agarrar un nopal sin pelar. El animalito se hace bola de nuevo y su respiración se agita, bufando, amenazando con el aire que entra y sale, moviendo las espinas como si fuera a reventar. Si ni te puedo acariciar, para qué quiero una mascota así, que no sirve para nada, ni para traerte un ratón muerto, ni para ladrarle a los rateros o a los chiquillos que juegan en el patio y que le pegan a la puerta con el balón. Va al quehacer con la duda de si ya se volvió asomar. Está bonito, es un animal diferente. Tiene los ojos redondos y la colita pelada. Qué será. Qué comen, se bañan o qué.  En el reloj apenas van a ser las diez. La ropa se va a secar en una hora o dos si le apura. Tiene tiempo de ir y regresar. Cierra la llave y va por una toalla.  Intenta acercarse y se da cuenta que debe parar cuando la bola de espinas bufa como toro cuchileado. Avienta el trapo y lo envuelve para meterlo en una bolsa de malla. Qué milagro, mira nada más cómo vienes. De nuevo maquillando los moretones. Piensas que lo disimulas, pero es que ese color de base no te queda. Eres más morena. Por qué lo aguantas, por qué no lo dejas solo para que se muera de hambre y te sepa valorar, mujer. Mira que sin ti no es nadie. Y tú ahí, de mensa, soportándole todo. ¿Qué es eso? Qué animal tan feo. A ver, podemos buscar en mi teléfono. Pero no te hagas la sorda cuando te digo que un día de estos vas a aparecer muerta en un drenaje. Cuídalo mucho, aunque se ve que esos animales no duran. Si quieres te puedo regalar uno de los pavo reales, si lo puedes mantener. Aprende lo básico sobre el animal. Toma la bolsa y como puede se quita de encima los regaños de Isabel que ya tenía abierto el portón del jardín para enseñarle las flores y las aves tornasol. La escucha decir a lo lejos que se cuide, que aprenda a cuidarse ella misma. Pollo sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo… abre la puerta y la recibe un golpe en la cara. La bolsa cae a un lado y Martín la patea como balón. Cariño siente lo metálico en la garganta, el ardor de la sangre que pasa como remedio. Martín la empuja y se monta sobre ella. El cuerpo endurecido apesta a alcohol, las manos callosas que le recorren las piernas, que le bajan los calzones a fuerzas, el mismo miembro empuñado que entra por donde quiere. Los dedos que le tapan la boca y que no puede morder porque ya sabe que el castigo será peor, que mejor flojita y cooperando, mamita. Bien que te gusta, no te hagas. Si no quisieras que te cogiera así no te pondrías tus vestiditos flojos y sin brasier. No grites porque ya sabes que te toca tu chinga. A gritar con el cabrón que fuiste a ver. ¿Crees que me ves la cara de pendejo? Sé que tienes un amante. Pues a ver si él te coge así. Los pujidos le avisan que ya terminó y que se va a quitar para quedarse en el suelo, con los pantalones en las rodillas, roncando. Cariño mira la bolsa de mandado y el alfiletero ya no está. Lo busca con la mirada, entre las patas de los sillones y de la mesa, atrás del garrafón, entre los zapatos de Martín, hasta que encuentra los ojos rojos asomándose entre las cortinas, moviendo la nariz como si buscara para comer pollo sin sal, atún en agua, grillos o tenebrios. Cariño se levanta con el conocido ardor entre las piernas. Va al baño a limpiarse las lágrimas y la sangre de la nariz. Se lava, se mete los dedos para que salga el veneno. Revisa bien el nuevo golpe que debe tapar con maquillaje. Le angustia la idea de tener a otro en la casa que debe proteger y que necesita un nombre, pero cuál. Quisiera que me recordara algo bonito, como aquel chamaco que conocí en la primaria. Tenía unos ojotes y el cabello de hongo. Maurilio, se llamaba. Bien guapo el niño. Me sentaba junto a él y olía a leche. Nos contó que le ayudaba a su papá a ordeñar y repartir antes de llegar a la escuela. Muy educado, a veces me regalaba dulces. Maurilio, dónde andarás. La bola blanca sigue escondida entre las cortinas, moviendo la nariz y las patas de un lado a otro. Cariño se acerca hasta él y no corre, se enrosca y bufa. Pero qué daño vas a hacer, qué cosa vas a lastimar con esas espinas, criatura. Eres tan chiquito y cualquiera te puede patear como este desgraciado. Tan indefenso, tan haciéndote el bravo con esas espinas, pero yo no te tengo miedo y te voy a asar unos muslos que hay en el refri. No te voy a dejar morir, Maurilio. Un pollito asado todo lo cura. Lo agarra, quejándose por el filo de las puntas, va a la cocina, abre el refri y saca los muslos que sin sal no le saben ricos a nadie y seguramente tampoco al animal, pero qué hacerle. La sal los enferma, la sal es veneno porque se llenan de tumores si no se les da el pollo desabrido. Maurilio se acostumbra a ella y a la casa, al olor del alcohol y de la sangre. Ya no se envuelve cuando escucha el llanto de Cariño y le cuesta menos abrir la trompa para pasarse el té de cuachalalate, tan bueno para el cáncer, la gastritis y problemas del corazón. Y ella, cómo lo quiere, cómo le pesa no poder deshacerse en abrazos y en besos con el espinoso. Se conforma con que le camine por los brazos, la barriga y por las piernas. Sí, muy bonito y todo, pero con qué le compro sus tenebrios, con qué quiere que le traiga las latas de atún si no es con el esfuerzo de estas manos. Mira que si no las tuviera curtidas, me dolería un chingo cuando no te dejas agarrar y te haces bola. La mañana es tranquila. Todas las mañanas donde no tiene qué limpiar los orines del piso o la basca de Martín. Como un pellizco en la piel, se asusta con el portazo, el hipo de su marido que siempre sí decidió aparecer. Mentadas de madre, las sillas que vuelan por el aire y caen al piso. Un golpe seco. Cariño corre hasta la sala y mira a Maurilio entre las sillas, con el blanco interrumpido por manchas rojas. Rojo como los ojillos que la miraban escondido entre la ropa sucia, entre los muebles o las sábanas bordadas por ella misma. El rojo que le deja Martín siempre que la encuentra y lo mancha todo de rojo salvaje. El doloroso rojo carmín. ¿Qué hiciste, hijo de la chingada? Malnacido, miserable. Martín la mira y luego al animal que ya no se enrosca con los gritos ni la corretiza. Cariño siente que se le viene algo de adentro, un caballo que se despotricó y que quiere írsele a las patadas. Martín la toma de las muñecas y ella lo muerde, lo patea, le escupe en los ojos y se zafa. Abre la puerta del patio y se esconde entre la ropa del tendedero, entre sus cabellos que vuelan con el aire y las lágrimas que los humedecen. Martín en su beodez no logra quitar el pasador y cae hacia atrás, como cuando termina. Cariño se asoma por el vidrio esmerilado y ve que no hay peligro, que no hay quien pueda levantarlo a esa hora. Saca las llaves de la bolsita del vestido y abre. Le pisa una mano a Martín y no hace caso de la queja. Toma a Maurilio, todavía tibio, la sangre que le escurre de la boca y que ya le ensució la pancita aguada, la pancita llena de pelo delgado y suave que pocas veces pudo tocar cuando estaba vivo. Lo toma entre los dedos y mece, desbordando la presa que se ha aguantado, descosiendo el lazo que creó con el animal y que tanta alegría le dio en los días que pasaron juntos, viendo las novelas en el tres, ella cuidando no usar perfumes o cremas con fragancia para que se acostumbrara a su olor, apurada porque ya se cayó del sillón y dónde te metiste, no te vayas a perder porque te puedo pisar sin darme cuenta. Tómate el tecito para que no te mueras, para que me acompañes a lavar. Cómete el atún para que no enflaques y sigas corriendo por ahí. Se lo dijo a ella misma muchas veces, que el sentimiento se acaba y basta un momento de descuido para que le arrebaten a uno el amor. Igual que Maurilio que de un día para otro se cambió de escuela y no lo volvió a ver. El animal se enfría y ella intenta calentarlo sobándolo con la palma de las manos. Mira al borracho que ronca como un animal pantanoso. Que nunca le dio nada. Que ya no le produce risas ni ganas de caminar por la avenida agarrados de la mano y que ya no la mira con los ojos embobados cuando le dice te quiero. Se levanta del suelo y camina hacia la calle. No cierra la puerta, no le responde a la señora del restaurante que ya viene por los manteles porque las mesas peladas se ven bien tristes. Camina y sigue hacia delante sin bajar la vista que arde con el sol.



Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.
© Copyright | Revista Sputnik de Arte y Cultura | México, 2022.
Sputnik Medios