7NN: La última cena

Ni cuando lo llevaron a las mazmorras, ni cuando supe de qué lo acusaban le tuve rencor alguno, no pequé de pensamiento hacia él.
La última cena 
Por René López


No odié a ningún hombre, nunca maté con odio. Aunque sí maté con odio, al último hombre que vi morir. Espero que la misericordia de Dios tome en cuenta que soy un buen cristiano y siempre he deseado servirlo con cada uno de mis actos. 

El día de su ejecución comenzó a escribir. Lo miré durante horas desde afuera de la celda, me daba la impresión de que más que escribir, dibujaba, y ponía en cada trazo un pedacito de su alma. Le habían llevado folios arrancados de una libreta y le dejaron plumillas con tinta al pie de la cama. Casi nunca se levantaba salvo para refrescarse la cara o quedarse sentado viendo la rendija superior de la celda. Nunca las había usado, nunca dijo una palabra siquiera a su abogado; no escribió a nadie. Hasta ese día. El folio que me pasó tenía diecisiete palabras escritas, las necesarias para pedir la última comida que quería. “Papas fritas, un filete de vaca apenas cocido, un vaso de vino de uva, si es posible.” Las palabras parecían soldados, todas eran perfectas; si no lo hubiera visto hacerlas juraría que esa nota había sido mecanografiada. 

Ni cuando lo llevaron a las mazmorras, ni cuando supe de qué lo acusaban le tuve rencor alguno, no pequé de pensamiento hacia él. Sólo Dios puede juzgar y para eso la ley del hombre los hace llegar pronto bajo su trono. Dan orden y a mí me toca bajar la cuchilla. No faltará quien diga que lo que hago es despreciable, pero si quien sentencia puede dormir en paz, yo también puedo. Mi trabajo sólo es hacer pagar a los que deben algo en la tierra y hacerlos morir lo más rápido posible, con el menor dolor, de la manera más cristiana. Yo reniego de cuando la tortura era parte de la ejecución, si ya han de sufrir en la eternidad ¿por qué un pecador igual que ellos habría de empezar acá? Por eso nunca me avergoncé de la comida que había en mi mesa, ni de los panes que comían mis hijos o los confites que di a mis nietos, ese dinero lo gané limpiamente. 

Una vez escuché que el tiempo es un jorobado que lleva a cuestas un ovillo y que va guardando de a poco el hilo que es el tiempo y no sabe cuándo va a descansar, dónde termina el tiempo o cuándo Dios le va a recoger el ovillo el Día Final; por eso si esperamos que el tiempo pase pronto, si apresuramos al jorobado sentimos su desesperanza y su desasosiego. 

Pero yo no espero nada. 

Sé que obré bien, sé que cualquiera que lo hubiera visto cenar esa noche lo habría matado. No sé decirlo, sólo sé que cuando vi cómo chupaba el hueso del filete, cuando lo vi mascarlo después de acabarse la carne, vi que sonreía apenas con una mueca disimulada entre cada bocado, que echaba pan y carne y papas y vino a la boca y mascaba, entonces supe que él había sido. Sí era culpable, y lo disfrutaba. Que esas bolsitas de hueso y carne de criaturas que fueron encontrandas cerca del río, profanadas, que las vidas que habían arrancado como chacales, todas habían sido destruidas bajo sus manos. 

Yo no sé mucho de leyes, sólo sé que de cualquier modo ese hombre iba a morir, yo le iba a matar frente a una plaza repleta de hombres y mujeres gritando, no encuentro cuál es la diferencia. Por eso pido clemencia, señoría. Sabe que un buen cristiano no podría mentir o ser mezquino y pedir clemencia cuando sabe que es culpable, pero le juro que si lo hubiera visto cenar, usted estaría sentado del otro lado del estrado.




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Editorial

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