Letrinas: Un facial no se le niega a nadie

“Era para saber si podría hacerte un facial, es gratuito. Si puedes mañana temprano con gusto”.


Un facial no se le niega a nadie

Conrado Parraguirre

 

Ese día regresé de noche a casa, y como soy un tipo precarizado, cuando me encuentro en la calle, casi nunca tengo saldo en mi celular. Así que al atravesar el umbral de mi domicilio recibí una notificación bastante inusual. Una vecina me mandó un mensaje: “Hola, buenas tardes”.

Respondí con la cortesía habitual, y pregunté si se le ofrecía algo. La respuesta no tardo en esperar.

“Era para saber si podría hacerte un facial, es gratuito. Si puedes mañana temprano con gusto”.

Ponderé la situación un momento, pues nada es gratis en esta vida, de tal modo que consulté con esta amable persona si era necesario llevar algo en particular y el horario para tal procedimiento. Me dijo que nada, y me propuso un horario de ocho de la mañana; y además me cuestionó si quería que lo hiciéramos en su casa o en la mía. Al final concordamos que en la de ella.

A cierta edad, uno se hace ideas, pues mi vecina es una mujer divorciada, madre soltera, y a criterio propio, bastante atractiva. De cualquier forma, frené el poni de la fantasía, y me dije, bueno, un facial no se le niega nadie.

Al día siguiente me bañé, tomé un poco de café y comí un plátano. Me mentalice un poco, pues interactuar con otros y someterse a cualquier tratamiento requiere algo de voluntad. Llegada la hora me apersone en su residencia con mi rostro atropellado para empezar la labor. Me invitó a pasar y me condujo a su comedor. Sobre la mesa tenía el material para trabajar. Cortésmente me pidió sentarme en una silla que se encontraba justo en el centro de la habitación. Le pregunté si aquello era su nuevo emprendimiento. Rió un poco y explicó que además de su trabajo esto era algo que también hacía.

Prendió un incienso aromático, tomó un pequeño envase con atomizador, y comenzó el procedimiento. “Te voy a aplicar un poco de esto en tu rostro, es hielo seco, cierra bien los ojos y la boca”. Procedí a seguir las indicaciones. Sentí el líquido y una sensación de ardor, comenzó a invadir mi cara. “¿Cómo lo sientes?”. A pesar de la ligera molestia contesté que bien. “Bueno, te voy a poner una crema en tu pelo también”. Se puso detrás mío y comenzó a frotar el cabello con sus manos, intercalándolo con un masajeador anti estrés, de esos que parecen tener patas de araña. En ocasiones también sentía el roce de sus pechos en mi nuca.

Traté de relajarme, pero ella también se notaba un tanto nerviosa. Comenzó a preguntarme sobre mi vida, el trabajo y mis relaciones sentimentales. Y pues yo no tengo novia, ni trabajo, y sospecho que vida tampoco. Tomó el envase del hielo seco de nuevo, y continúo con las mismas indicaciones. El calor se intensificó. “Si sientes malestar o algo, grita, no te detengas, es más si quieres miéntame la madre”. Mientras atravesaba aquel dolor, pensaba, ¡Carajo! ¿es esto parte del proceso?, uno nunca sabe qué clase de perversiones tienen los residentes con quienes te topas en los pasillos.

Tomó el atomizador de nuevo. “Te voy a rociar un poco más”. Al ver que la sustancia empezaba a escurrir sobre mi ropa, me dijo: “A ver, quítate la camisa, te voy a poner un poco en tu cuerpo”.

Estaba aturdido por el escozor y la situación; así que obedecí y me quité la camisa. Me pidió quedarme de pie. Agarró una crema, y comenzó a untarla en mi espalda y mi pecho. ¿Qué está pasando? ¿Estos faciales abarcan más que la cara? me pregunté. En ese momento sacó un tapete de yoga, lo extendió en el piso y me pidió que me recostará boca abajo, para hacerme un masaje en la espalda. Bueno la cosa ya se está poniendo interesante, me dije.

Ahí tumbado comenzó a sobarme desde los hombros hasta mi espalda baja, en el límite del pantalón. De pronto, gritó el nombre de su hijo, para que le pasara unas almohadas. Yo no sabía que él se encontraba en casa. Aquel adolescente, bajó y le dió los objetos para que yo me acomodara mejor en el piso. Un gato, que supongo que también se encontraba arriba, también salió. Mi vecina le dijo a su vástago, “¿no quieres ayudarme también?”. Y ahí estaba yo, con una madre y su retoño amasando mi espalda, mientras un gato maullaba y se paseaba al rededor. ¿Es esto lo que merezco por ser un pobre diablo? Probablemente ¡pero qué carajos!

Entonces mi vecina le indicó a su asistente: “Está muy tenso, truénale la espalda”. Me pidieron incorporarme, y poner mis brazos detrás de la nuca. Tuve la sensación de reconocerme confundido y vulnerable, como con la mirada de aquellos perros desconcertados, a quienes un quiropráctico de mascotas les truena la columna. Después de eso, su hijo se fue, y mi vecina me regresó a la silla. Me puse la camisa, y de nueva cuenta me roció con el hielo líquido. “Ya no te arde, ¿verdad?”. Respondí que no.

Antes de iniciar la sesión había sacado una foto de mi rostro dentro de su casa, ahora quería hacer otra foto fuera de ella. El juego de luces es un truco viejo. Comparó ambas imágenes, del antes y después. “Ya ves, te ves más joven”. Claro que no, pensé. Y pregunté por el precio de la botella. “Ay, no, cómo crees, ésta te la regalo”. Mentira. Más tarde me la pidió de vuelta, con el pretexto de que ese producto ya lo tenía comprometido con otra vecina.

Ese día regresé a casa oliendo rico, sin dolor de espalda, y con el cutis un poco más suave.

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