Letrinas: El domingo
Letrinas: «Secretos familiares»
Secretos familiares
Mónica Blumen
SI VOLVIERA A COMENZAR, NO CAMBIARÍA NADA. Es un pensamiento constante cada que abro los ojos. Es mi mantra. «No cambiaría nada. No cambiaría nada». Hasta que me penetra el mal aliento de Cecilia. Su cabello cano, cada vez más delgado. Sus entradas, cada vez más notorias. Sus dientes más viles con el paso de los años. Antes de casarnos le advertí que comer tanta azúcar es una pésima idea. Lleva treinta y seis años con estos hábitos. Lo sorprendente es que siga viva. Es delgada. Sí. Pero su piel es como un envoltorio flácido de su esqueleto. Tener sexo ya es solo un método de supervivencia, no es placer. No para mí. Esta es la promesa del matrimonio, es la agonía en vida, «juntos hasta que la muerte nos separe». De cualquier forma estoy agradecido por lo que hemos vivido. No me arrepiento de nada. No me arrepiento de mi vida. Nunca lo haré. No hay errores. Hay vida.
He tenido sueños húmedos los últimos días. Procuro despertarme y levantarme para que Cecilia no se dé cuenta. Es vergonzoso para mí quitarle la mano cuando quiere tocarme por la mañana. Y dar explicaciones. No hay nada que me haga sentir tan enojado como tener que dar explicaciones. Prefiero evitarlo. Así que vengo a mi baño. Observo revistas. Fantaseo con una chica intentando escapar de mí. Una chica llena de miedo, por mi amenazante virilidad. Me gusta observarme en el espejo. Necesito la soledad a momentos durante el día. Sé que los sesenta y siete, me sientan muy bien. Soy un hombre atractivo y no tengo problema en reconocerlo. Soy pulcro. Eso le gusta a las mujeres. No soy lo suficientemente delgado, pero un hombre sin panza es como un cielo sin estrellas. Esa frase era épica de mi padre. La llevo presente. Tampoco soy tan alto, pero nunca ha hecho falta. Tengo el cabello cano, pero no con la misma blancura que el de Cecilia. Mi cabello es uniforme y de manera sutil pareciera estar contaminado de color bronce. Mi ceja es casi imperceptible. Mis lentes sin aro, con tintura azul, me dan más carácter.
Soy un hombre exitoso. Da igual mi apariencia. Me respalda el dinero. Nada más poderoso que eso.
Hoy es viernes. Día de fiesta de disfraces. Dentro de poco llegarán mis empleados. El DJ. El sonido. Las bebidas. La mesa con bocadillos. Los disfrazados. No recordaba que debo ir por mi disfraz. Las sustancias. Estas fiestas son una locura. Tantos adolescentes juntos. Me siento el padre de todos. En mis tiempos no había fiestas así. Estábamos en casa, escuchando vinilos, bebiendo ron, platicábamos de responsabilidades. El carro nuevo. Los niños. Las esposas. El jefe. La casa. Esas pláticas no se parecen a las de hoy.
Cada vez viene más gente. Cada vez entra más dinero. Cada vez invierto en más producción. Qué bueno soy para los negocios.
Hoy no estará Mariel para ayudarme a cobrar en la entrada. Desde que le dieron el anillo la veo menos. Se la pasa con Luis. Tiene tres fines de semana que no los veo. Ya casi no duerme aquí. Me gusta que esté Mariel, porque se queda todo el tiempo en la entrada. Como una gárgola. No hay poder humano que le haga moverse de ahí. También es buena para manejar el dinero.
A Pamela no la puedo hacer que cobre. Ella es distinta. Un ratón de biblioteca. Me gusta que sea así. Es una preocupación menos. Suelo regalarle libros que no sé de qué tratan. Ya tuve que ponerle otro cuarto para ella sola. Una biblioteca. Me siento orgulloso. Hasta cierto punto me alegra que no haya heredado esta sangre sucia.
Fernanda tiene prohibido venir a las fiestas. También ir a fiestas. Tiene quince. Y está prohibido. Está estrictamente prohibido que esté en este tipo de ambiente. Su mamá y yo queremos evitarle un futuro difícil. Un embarazo. Alguna sobredosis. Problemas. No es difícil darse cuenta del temperamento de los hijos. Tiene potencial de ser intrépida. Sé muy bien, que en el primer momento que pruebe el alcohol y sienta el revoloteo mental, su vida será otra. No entiendo lo que la genética hizo con ella, empezando por su cuerpo. Es un cuerpo irresistible. Es voluptuosa. Muy desarrollada para su edad. Un escote y todos corren peligro. Debo estirar lo más que pueda el tiempo para que ella permanezca en esta mansión. No tiene idea de lo que los hombres deseamos hacer con las mujeres. Será difícil privarla de esa naturaleza, pero trataré de frenarlo lo más que pueda.
Compré flores nuevas para decorar el jardín. Las personas pagan por la experiencia. Mi mansión es lujosa. Bonita. Llena de luz cálida en todo el exterior. Un sueño en el atardecer. La alberca es grande y desnivelada. Limpia. Todo es funcional. Pero aun así, si no hay una buena experiencia, la gente cree que pierde su dinero. Pagar la entrada a una fiesta donde hay todo, es una buena oportunidad para quedarse hasta el amanecer. Después ellos invitan a más gente. Y esa gente, a más gente. Y así es como mi mansión se ha convertido en un lugar de fiestas cada fin de semana. Ese es mi objetivo. A decir verdad, es mi secreto. Divertir a tantas almas en un espacio así. Hacerlos sentirse fuera de sí. De ensueño. Recibir dinero. Llenarme de placer. Me hubieran gustado este tipo de fiestas en mi juventud.
Tocan a la puerta, debe ser el sonido.
—Buenas tardes. ¿Aquí vive el Señor Antonio? —me pregunta una chica de unos veinticinco—.
—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
—Vengo a traerle el éter.
Volteo hacia todos lados a ver si
alguien la escuchó. Salgo y la tomo por el brazo de manera abrupta. La llevo
conmigo a un lado de la puerta principal.
—Señorita, ¿quién la envió? Saben que no pueden mandarme este tipo de productos así, sin avisar. Podría ser peligroso.
—Entiendo Señor Antonio. José me envió porque tuvo un viaje de emergencia y no quería quedarle mal. Yo solo podía hacerle el favor a esta hora.
Le pido un minuto. Que espere en este mismo lugar. En el punto ciego de la puerta. Debo subir por el dinero y esconder esto en mi oficina. En el pasillo viene Cecilia, como lo imaginé. Va a empezar a hacer preguntas.
—¿Amor, alguien tocó a la puerta?
—Sí, pero ya lo atendí. No es necesario que salgas. Mejor prepárame un té, hace hambre. Ya te alcanzo —le digo sin dejar de caminar—.
Escondo el éter en mi oficina. Tomo el efectivo. Voy sin hacer ruido con la misionera. Le pago y le pido que se vaya por toda la orilla del barandal. Yo distraigo a Cecilia en la cocina mientras me prepara el té. ¿Cómo se le ocurre a José enviarme a una mujer sin avisar? Necesita una advertencia de mi parte. No puede volver a pasar esto. Esa niña me vio la cara. Tiene huellas dactilares mías en su brazo. No me puedo arriesgar a nada. Absolutamente a nada.
—¿Quién era?
—Se equivocaron.
—Nadie se equivoca yendo a una
mansión. Por cierto, Fernanda no quiere que vayamos hoy al hotel. Me dijo que
ya está aburrida de ir a ver películas y comer pizza cada fin de semana conmigo.
—¿Y qué vas a hacer? Vete con ella a
algún lado. Hoy espero una mayor cantidad de jóvenes para la fiesta. Ha ido
subiendo la cantidad de gente las últimas tres semanas.
—No sé amor. No es necesario que
hagas fiestas.
—No voy a dejar de hacer fiestas,
Cecilia. Este es mi negocio de retiro. No voy a discutir de nuevo esto contigo.
—No necesitas el dinero. Intenta tú convencer a Fernanda. Yo nunca puedo negociar con ella.
Toco a la puerta. Fernanda está, como siempre, recostada en su cama. En calzones. Una blusa de licra de tirantes, y su laptop encima de las piernas. Escucha música con audífonos.
—¿Qué haces? —le pregunto mientras
me siento junto a ella—.
—Hola papi. Estoy viendo tutoriales
de maquillaje. Hoy no tengo clases.
—Muy bien. ¿Y ya sabes qué películas
vas a ver hoy con tu mamá?
—No quiero ir a ver películas otra
vez. ¿Por qué no puedo quedarme aquí? Te prometo que no voy a bajar.
—No es ambiente para ti. Reservaron
el lugar para una fiesta de disfraces. Te vas a asustar con los que van a venir
disfrazados de monstruos.
—No voy a ir hoy con mi mamá. No soy una niña chiquita. Aparte siempre se queda dormida y está bien aburrido. Vivo en una mansión. Tú has tu fiesta, no me importa —dice mientras se vuelve a poner los audífonos—.
Tocan a la puerta. Esta vez sí debe ser el sonido. Bajo y Cecilia ya los atiende. Veo que también están limpiando la piscina. Y llegaron a darle mantenimiento al jardín.
—Fernanda no quiere ir hoy.
—Te lo dije.
—Quédate con ella. Pero vas a
cuidarla. No quiero que bajen durante la fiesta.
—Si amor. Como digas. Yo me encargo.
Comienza a llegar la gente. El DJ ya suena. Las luces están correctamente instaladas. El sonido distribuido de manera estratégica en el área más abierta del jardín. Las luces cálidas generan confianza. Las flores refrescan los rincones. La mesa de bebidas y bocadillos es de extensión doble en comparación a la fiesta pasada. Tengo personal suficiente este día. El cuarto oscuro está listo. Guardé un maletín con suficientes herramientas ahí. La vez pasada me quedé con ganas de explorar más cosas. Estratégicamente, están los baños enseguida. Ya se encargan del cover en la entrada. Creo que todo está por comenzar. Hoy será una buena noche. Han llegado algunas personas disfrazadas de los ochenta. Típico. También de piratas. Nada nuevo. Nunca se sabe. Me gusta que la noche me sorprenda. El DJ abre con un remix de «Lugares comunes» de Virus, los argentinos del rock elegante en los ochenta. Seguro se inspiró en los disfraces.
Voy por el disfraz a mi oficina. Nadie lo ha visto. Nadie debe saber quién soy. Antes de vestirme voy con Fernanda. No está en su cuarto. Luego voy con Cecilia. Veo que están las dos. Recargadas sobre la cama. Juegan cartas.
—Diviértanse —les digo con una sonrisa y cierro la puerta—.
Me dirijo a mi oficina. Me pongo el disfraz. Soy Scream. Sencillo. Rápido de poner y de quitar. No tan vistoso. Lo importante es mantenerme al nivel de los demás. Disfrazado, pero no con un gran disfraz.
Vengo al jardín. Una mujer se está robando las miradas. Huele a néctar. Viste un mini vestido de piel negra y brillosa. Tiene listones negros envueltos en las piernas que se desprenden de los tacones. Un antifaz y una peluca negra que llega hasta la cintura. Lo justo de su disfraz deja ver hasta el más mínimo pliegue de su piel. Es lo suficientemente hermética para imaginarla desnuda. Arrancarle de tajo ese disfraz de dominatrix. Vacío el éter solo cuando decido quién será mi dama de compañía. Ha habido ocasiones en las que no lo utilizo, porque no hay alguna que me encienda las entrañas. Pero hoy será uno de esos días ardientes en el cuarto oscuro. Nada es más emocionante que querer comerte un manjar y tener que tomarte el tiempo para quitarle la envoltura. Ella es la fruta de esta noche. Aquí es cuando voy por dos bebidas. Bastante hielo. Me alejo un poco en dirección hacia los baños. Revuelvo un poco de éter en una. Luego regreso y me acerco sutilmente a ella. Aprovecho que está en la mesa de bebidas.
—Hola. Me gusta tu disfraz —le digo
modificando un poco mi voz—.
—Gracias —dice entre risas—.
Parece una joven. Voltea en diferentes direcciones. Parece que busca a alguien. Le extiendo mi mano con la bebida que contiene éter y ella la toma. La consume muy rápido. Casi de dos tragos. Pienso que es novata o que tiene mucha sed. Esto me asusta un poco. El éter le va a generar confusión y sueño en pocos minutos. Debo convencerla de movernos de aquí.
—¿Ya fuiste al cuarto secreto que
tienen aquí atrás?
—Ah, sí. Sí lo conozco.
Está mintiendo. Nadie lo conoce. Me sigue el paso y vamos. Entre el andar se detiene algunas veces y se toca la cabeza. Seguro siente un mareo. Es el éter. Yo la tomo por el brazo y seguimos caminando. Entramos al cuarto. La dominatrix empieza a perder el equilibrio. Solloza casi de forma silenciosa. El sueño ha hecho de las suyas. Cierro el cuarto con llave. Escucho el bajo de fondo y el murmullo de la fiesta. Esta es mi parte favorita. Estoy tenso y eso me genera placer. Le intento quitar el vestido. Es demasiado justo. La forma más fácil es subirlo, y ya está. Tengo lubricantes que generan calor al contacto. Tengo también un par de juguetes. No serán necesarios. Está demasiado sedada. Puedo manipularla como plastilina. Así que solo la acuesto boca abajo en la mesa. Y la tomo por la cintura. Y doy todo de mí. Todo lo que tengo en mi ser. Mi ira acumulada. Mi frustración. Me desfogo entre sus piernas y pellizco con ansias su piel blanca y lisa. Sigo siendo un gran hombre a mi edad. Los ríos de sangre corren por mis venas. Por todas mis venas. Y yo me corro en ella hasta estallar. Pierdo fuerza en mis piernas y debo sentarme un momento. Luego dejar todo como estaba. Incluido el vestido de esta mujercita. Mientras tomo asiento alcanzo a ver ligeramente el perfil de su rostro. Se me quiere salir el corazón del pecho. Le quito el antifaz y es Fernanda. Es mi hija.
Le acomodo el vestido de nuevo. La
siento. Guardo todo lo que tengo en el maletín y limpio con alcohol mis
posibles huellas. Un nudo en la garganta comienza a incomodarme y es necesario
llorar. Lleno mi vaso con éter. Lo bebo todo de un solo trago. Si volviera a
comenzar lo cambiaría todo. Es lo que pienso mientras siento un frío fulminante
correr por mis brazos.
Letrinas: La Sociedad Rosa
La Sociedad Rosa
Jazmín Félix
1
Un sinfín de cuerpos aguardan a la Licenciada en la explanada de un campo deportivo. El sol abstrae las expresiones de seguidoras y militantes del grupo político en el poder desde hace ochenta años: Partido de las Mujeres Liberadas (PML). Miles de brazos se extienden al cielo, ondean la Bandera Mexicana de Ellas: verde, blanco y rosa; al centro, un águila hembra, en el pico, un hombrecito se retuerce, sangrante, el cerebro botado, volcados los ojos.
—¡Ya viene la
Licenciada! —grita alguien. La multitud se embelese, ojos pelones, llorosos de
fruición, miran hacia el escenario.
Una mujer está
de pie en la plataforma, atisba a la muchedumbre. Cara lavada, labios rosas
fucsia. Lleva puesto un traje sastre, también de color rosa. Tacones de veinte
centímetros para pisotear al machito que quiera pasarse de la raya. La
Licenciada Pamela saluda a sus seguidoras, avienta besos colorados, festeja las
adulaciones de las voces femeninas. Sólo femeninas. Este es un partido hecho
por y para mujeres, los hombres aguardan en el hogar; friegan trastes, el piso
que taconearon sus señoras. Un hombre no tiene nada que hacer afuera de la
cocina. Lo suyo es servirle a la Sociedad Rosa.
—Hermanas
mías. Han sido ochenta años continuos desde que el PML lidera México, setenta
que gobierna este Estado. Ochenta años de libertad para nosotras, ocho décadas
que los hombrecitos dejaron de golpearnos, violarnos y asesinarnos. Quieren
arrebatarnos el poder, hermanas, la Insurgencia de Hombres crece todos los
días, ellos quieren adueñarse otra vez de nuestro destino, dominarnos. ¡No les
fue suficiente hacerlo por siglos!
—¡Perra
hembrista! —reclama una voz gruesa, atrás del lío de mujeres—. ¡Las hijas de
puta no nos van a gobernar! ¡Ni un hombre más! ¡Ni un hombre más!
—A ver,
¡muestra tu cara, hombrecito miserable! —la Licenciada se carcajea en el
micrófono.
Las guardias
de seguridad escarban entre el gentío, buscan el repugnante vello facial, los
brazos musculosos, cobardes, la manzana de Adán temblorosa, que se atrevió a
retar a la candidata favorita. Se escucha un golpe, el filo de un arma, un
grito de súplica.
—¡Lo tenemos!
—avisa la líder de guaruras.
—¡Enséñame su
cara! —ordena la candidata.
La uniformada
levanta el brazo; en la mano, exhibe la cabeza degollada de un hombre: hilos de
sangre escurren, embarran la tierra. Le sigue una sustancia grisácea, coágulos,
pedacería de hombre insípido. Mujeres alrededor se apartan, asqueadas. Ninguna
quiere ensuciarse con los restos del sexo débil.
—¡Por eso,
hermanas, por hombres como este, ¡tienen que votar por mí! —la candidata del
PML alza el puño, decora su muñeca un pañuelo rosa. Miles de manos empuñadas
forman un nudo inmenso de color, muestran con orgullo el trapo emblemático con
el que hace ochenta años, otras hermanas se rebelaron contra la sociedad
machista que las tiranizó.
La turba se
aglomera delante de la plataforma, desean tocar la bastilla del pantalón de
Pamela Rodríguez, tener entre sus dedos el tobillo de la poderosa hembra alfa
que garantiza la continuación de la Sociedad Rosa.
El hombrecito
es pisoteado, un tenis rosa sepulta el gesto doloroso que sobrevive en la cara
saturada de bigote, cejas pobladas y sangre: era el típico machito.
“Mejor se
hubiera quedado en su casa”, piensan las mujeres que empujan el cráneo contra
el pavimento.
2
—Licenciada, ¿qué le parece este copy? —pregunta un joven que recién entró a trabajar al equipo de campaña de Pamela Rodríguez.
Sentada en el
extremo de la mesa, en la sala de juntas de las instalaciones de PML, la
candidata se bebe un vino para aligerar sus nervios. Suspira y de pronto azota
la voz, su lengua alcanza el cuello de cualquiera que haya sugerido una mala
idea.
—A ver,
léelo, rápido, niño —la mesa tiembla cuando Pamela sube el pie: la pantimedia
corrida, el tacón afilado, perfecto para destrozar pitos.
—“Pamela
Rodríguez asegura la libertad de las mujeres, la continuación del poder en tus
manos, la vulneración de los hombrecitos. Vota por la fuerza femenina, vota por
Pamela, del PML”.
—Y a ti,
cariño, ¿quién te contrató? —interpela la Licenciada, una sonrisa de burla se
dibuja en su boca.
—Eh, este,
este…
—Habla bien,
que yo sepa, a los hombrecitos todavía no les hemos cortado la lengua.
—Me contrató
Lorena, la jefa de campaña.
—Estás muy
verde, niño, tu copy no me genera nada. Sé que las elecciones las tengo
ganadas, pero tiene que parecer que me esfuerzo un poquito, aunque sea.
El joven se
ruboriza, parece que va a llorar. Lorena, sentada a unas sillas de distancia, lo
amenaza con la mirada. Alguien carraspea, tose, intenta evitar expulsar el estómago
por la boca. Fue un error permitir que los hombres ingresaran al campo laboral,
aunque haya sido para el entretenimiento femenino.
—Lo siento,
señora —se disculpa el muchacho.
—Así no me
pidas perdón, al rato, te vas a mi oficina —ordena la candidata—, a ver, ¿qué
más? —baja la pierna, se incorpora.
—Las
manifestaciones de hombrecitos no paran, Licenciada —advierte Lorena—, no dejan
de llegar amenazas a las redes sociales del partido. El otro día nos llegó una
bomba, por fortuna era falsa, pero me temo que la campaña en su contra, señora,
vaya a reforzarse. A mí me parece que quieren ejecutar un golpe.
—Eso a mí no
me corresponde todavía, no soy la Gobernadora, Lorena. Deja que esa perra
inútil arregle los problemas sociales, a mí me toca, mientras tanto, venderme
bien.
Pamela se
levanta de la mesa. Antes de atravesar la puerta, se detiene. Levanta la
pierna, se quita un zapato. Sonríe, mira hacia Lorena, sostiene la punta del stiletto
y se le escapa una risita. Lorena se hace chiquita y recibe el impacto con
los ojos cerrados: la Licenciada avienta el tacón hacia ella. Corta su frente,
un chorro de sangre golpea la mesa. El niño nuevo la mira, recoge el zapato y persigue
despavorido el taconeo inconsistente de Pamela.
—Estás bien
bonito, niño. Esa carita rosita que tienes me recuerda a mi marido cuando era
joven, puras promesas y amor. Ahora parece costal de papas en la cama,
apestoso, siempre llorando. Nada más me voltea a ver cuando acomodo el
paralizador en su cuello y pulso el botón —en su oficina, Pamela juega con el
jovencito.
—Usted
también es hermosa, señora.
—Gracias,
pero no me interesa ser hermosa. Yo quiero poder. Ha pasado mucho, niño, desde
que a las mujeres nos dejaron de cautivar los cumplidos facilones que los
hombres trillados, de pocas ideas, nos tiraban disfrazados de “piropos”.
—Lo siento.
—Silencio. Mejor
acércate y chúpame la vagina, que esa boquita tuya se me antoja para todo
—ordena Pamela. Abre las piernas sobre el asiento, se recuesta. No lleva
calzones.
De rodillas
en la alfombra, el muchacho cierra los ojos. Deja de respirar antes de adentrar
la cara en la falda de la mujer. La candidata goza, acalla los chillidos del
hombrecito con sus gritos de placer.
3
Hace casi un siglo las mujeres asumieron el poder del mundo. Se hartaron del incremento de violencia doméstica, los feminicidios, exhibidos en las redes sociales los cuerpos de las víctimas, sangrantes y mutiladas. Cansadas de trabajar y luego, al llegar a casa, seguir con la limpieza del hogar, el cuidado de los hijos. La Rebelión Rosa empezó en las zonas rurales. Las manos de las obreras asfixiaron a sus maridos, les sirvieron omelette con veneno de rata. Fue como si un buen día hubieran despertado, decididas a acabar con sus opresores. Les pesaba ser mujeres, encima, pobres. Las autoridades estaban preocupadas, en las naciones europeas montaron operativos para capturar a las agrupaciones que se dedicaban a proporcionar la herramienta mortal a otras mujeres, el kit completo para acabar con el marido infiel, abusador. El hombre cuyo puño las doblegó toda la vida.
Golpes de
Estado hicieron sucumbir a los gobiernos de las grandes ciudades: París,
Londres, Rusia y Japón. Cuando la Rebelión Rosa hizo caer a la Casa Blanca, en
México se encendieron las alarmas. Para cuando tipificaron las muertes de
varones como Hombricidio, ya era tarde; las mujeres habían entrado a Los
Pinos a cortar la cabeza del Presidente.
Establecido
el Nuevo Orden de Mujeres en todo el mundo, en América Latina se formó la
Sociedad Rosa, en México fue instaurado el PML. Las mujeres quemaron la
Constitución Mexicana y redactaron una nueva. Para detener la violencia
machista, el Gobierno Federal repartió tasers en todos los hogares. Se
convirtió en el arma oficial para controlar hombrecitos. Si se ponía perro el
bato o se le veían intenciones de atentar contra la integridad femenina, un
electrochoque y se controlaba el cabrón.
Luego
vinieron las campañas “Amarra a tu hombre”, “Los machos van con bozal”. Una de
las propuestas más alabadas de la Licenciada Pamela, era la de castrar
químicamente a los hombrecitos para que dejaran de sentir placer. ¿Para qué
sentir rico? Si la misión de su órgano sexual era la procreación. El disfrute debía
de ser exclusivo para las mujeres.
Así, en
ochenta años, el hombre pasó de ser el sexo fuerte y dominar la sociedad, a ser
eliminada su presencia de la política, la dirección de grandes empresas. Acabó
reducido a limpiar mierda de bebé, lavar los calzones de su hembra alfa.
Líder de su
vida y los gobiernos, la mujer blanca y rica se convirtió en la autoridad
máxima. El hombre, fue borrado.
4
En pleno centro de la ciudad, las mujeres van y vienen del trabajo. Los hombrecitos barren las banquetas, atienden y cocinan en las cenadurías, con el mandil puesto, la cuchara de madera en la boca para probar cuánto le sobra o le falta de sal al guiso, la misma receta que sus padres y abuelos les enseñaron, con las yemas quemadas por el calor de la plancha, perdido su aliento de hombre en la masa.
Mujeres
caminan por la banqueta. Al costado, a unos pasos tras ellas, las siguen sus
hombrecitos. Van amarrados de muñeca o cuello con la “Correa rosa 5000: sujeta
bien a tu marido o novio para que no viole a ninguna mujer”.
Un hombrecito
se para en seco mientras cruza la calle junto a su señora. Admira el cielo, sus
ojitos centellean. La mujer siente el peso del marido, tira fuerte de la correa
para que el inútil avance. Se gira para ver lo que lo entretiene porque se sabe
que cualquier nimiedad roba la atención de un hombrecito. Lo encuentra pasmado;
boca entreabierta, mirada llorosa; igualita a cuando le da un billete de cien
pesos para que se compre algo bonito en el tianguis.
La mujer
rebusca en su bolsa el taser que pondrá al hombrecito en su lugar. El
viento revuelve su pelo, helado golpea su frente, la sacude. Mira el cielo, una
sombra gigante se detiene sobre ellos y el resto de las transeúntes. La mujer
se arrodilla, cubre sus oídos. El ruido satura el ambiente, el estruendo veloz
de las palas de la aeronave sacude la calle. Panfletos descienden, como lluvia
caen sobre la avenida; manos de hombrecitos detienen los papeles, los recogen
del piso.
“Planeamos la
destrucción femenina, el retorno del poder en nuestras manos”, invita el
volante, desbordado el exhorto en negritas. “Únete a la Insurgencia de
Hombres”, debajo, la ubicación de un almacén.
5
La Licenciada obtuvo una victoria aplastante en las Elecciones Estatales; superó por treinta puntos a la candidata opositora, una indígena de izquierda perteneciente al Partido Humanista de las Mujeres (PHM). Recibió el cargo hace unas semanas, entre júbilo femenino y confeti rosa.
Festejó la
victoria en un hotel, con su equipo de campaña, algunos sexoservidores de
pezones floreados y pito joven. Para cenar, whisky y líneas de cocaína.
En su
oficina, en el Palacio de Gobierno, Pamela Rodríguez termina de revisar y
aprobar unos papeles. Arriba, en el montón de hojas, firmada y sellada, aguarda
la iniciativa “Castración química para los hombrecitos”, mañana será presentada
ante legisladores.
Alguien toca
la puerta. Es el niño bonito y verde, de cara tierna, contratado por Lorena. La
Licenciada se lo quedó como secretario personal: le prepara el café y se la
chupa cuando está estresada.
—Licenciada
—llama el muchacho.
—Pasa.
—Llamaron del
Escuadrón Contra Hombres, los hombrecitos planean algo denso, quieren manifestarse
afuera de este recinto, demandar sus derechos. Parece que también buscan
atacar, conseguir su cabeza, señora.
—¿Los tienen
ubicados?
—Es correcto,
Licenciada. Están en un almacén, a las afueras de la ciudad.
—Dile a la
comandanta que los encierre y los queme vivos.
—Pero,
señora.
—Tiene que
ser esta noche.
—De acuerdo.
—Vas, das mi
orden, y te devuelves rapidito. Estoy estresada.
La Licenciada
sonríe. Sube la pierna al escritorio: reviste su pie un tacón de aguja de
terciopelo negro. El hombrecito observa la pieza afilada que pronto tendrá en el
cuello.
Letrinas: «Los años rodarán en el abismo»
Los años rodarán en el abismo
Elizabeth Lomelí
Don Eg sale del baño con los pantalones abajo, otra vez, y te preocupa que se vaya a caer. Es un paciente con demencia al que debes cuidar, de hecho, tú mismo le has puesto ese nombre debido a que “eg” es lo único que ha pronunciado durante un año entero. Vas detrás de él, lo detienes de los hombros, le pides que te permita subirle los pantalones y da pelea, da pelea como siempre, pero luego, al sentir que la ropa le cubre la piel otra vez, se relaja y se vuelve dócil. Le explicas que es hora de dormir. Le pasas una toalla con alcohol por esas manos sucias que huelen a orina. Lo ayudas a recostarse por fin. Ambos ven el reloj del buró dar las diez de la noche y sabes lo que va a pasar. Oyes el tono del himno nacional a palmadas, le das un poco de letra con tu voz y luego apagas la luz. Le das las buenas noches a la única figura paterna que has tenido. Cierras la puerta con satisfacción porque significa la salida hacia la libertad, aunque sabes que dentro de treinta minutos la alarma sonará y luego otra vez dentro de otros treinta minutos; esa ha sido tu vida los últimos cuatro años. Tienes veintiséis, odiabas vivir con tu madre, así que al tener la oportunidad de abandonarla y ganar dinero al mismo tiempo ni lo dudaste. Tenías experiencia cuidando personas mayores porque la facultad de enfermería te obligó a hacer prácticas en el asilo. Tenías más días malos que buenos, pero -al menos- cada día podías elegir ser el hijo de alguien. Cuidabas al ex marine Marvin Müller antes de que golpeara a las enfermeras, antes de que su familia considerara la opción de tenerlo en casa y, claro, antes de que se convirtiera en Don Eg. Aseguras que no extrañas la efusividad de tu madre, que te llamara “mi baby” o “solecito”, que en realidad solo piensas en tu abuela. Avanzas por el pasillo, llegas al sillón de la sala arrastrando los pies del cansancio y te dejas caer justo ahí, frente a la chimenea apagada. Observas el carbón como si fueran pedazos muertos de ti mismo. Han sido días largos. No has podido salir. Entrecierras los ojos, vas a ceder ante el sueño. Piensas que no tiene caso dormir, pero lo intentas. Finalmente está todo en silencio a excepción del ruido que hace el refrigerador trabajando a lo lejos. Recuperas tu vida por un momento. ¿Y sabes? En el fondo sí lo sabes. No debiste quedarte dormido. El sueño se convierte en parálisis. Tu cuerpo se ha rebelado y no responde más. Mueves los ojos atrapados por los párpados hacia todas direcciones intentando que sirvan como precursor de los movimientos habituales, pero no funciona, no vuelven. ¿Qué ser de otro mundo usará tu cuerpo? Te entretiene pensar que los demonios y los fantasmas existen, pero solo es Don Eg. Está frente a ti y no das crédito al verlo erguido con el pecho en alto, mirándote de reojo. Te dedica una sonrisa como si esperara que le dieras los buenos días a unos minutos de haberle deseado buenas noches. Te pide que escuches atentamente y luego te da una bofetada que te pone la cara roja y punza. Está hablando. Descubres que puede hablar. No solo eso, declama:
“Somos parte del todo, pero una parte diminuta y casi imperceptible...”.
Camina de un lado a otro en la sala, moviendo las manos, recto, con volumen impresionante, seguro, imponente, anormal. Dudarías de su identidad, pero esta vez tampoco lleva pantalones.
“Encontramos momentos en nuestro transcurso por la tierra en los que parece que somos importantes y vivimos de ellos. La ilusión de ser alguien digno de estar aquí es lo que nos crea enemigos. De alguna manera, si nosotros somos alguien…”.
Escupe a tus pies. Patea tu pierna derecha. Te da una palmada en la cabeza y otra en la mejilla. Está jugando. Tiene el poder. Te aterra.
“…Desterramos a otro de esa posición como si existieran pocos lugares. Competimos extendiendo nuestra bandera pirata esperando saciar la sed de sangre y coleccionar cabezas enemigas. ¡Y yo tengo tu cabeza en la mira! Pero seguimos siendo nada, muchacho. El sacrificio de pasar la vida intentando tocar terrenos inexplorados por nuestros semejantes va consumiendo… toda… toda… nuestra energía. ¡Energía que no tienes, mírate! Nacimos con los objetivos claros y con el paso del tiempo aprendemos a leerlos hasta ser capaces de declamarlos frente a un incrédulo vestido de blanco. ¿O no? ¿Tu trasero está cómodo en mi sillón? Estamos los dos para los dos. ¡Peligro! Pe-li-gro”. Es don Eg otra vez gritando desde su habitación. No grita peligro, grita sus letras habituales. Te levantas somnoliento, arrastras los pies. No vas a su habitación, vas a la de al lado, donde apenas duermes y adornas para recordar la vida que tenías. A tus amigos, tus pasatiempos, todo lo que has abandonado. Quieres tomarlo todo, meterlo en una bolsa negra y salir corriendo a los brazos de tu abuela. Hueles el incienso de mirra que dejaste por la tarde, te ayuda a inhalar lento y exhalar del mismo modo. La mirra entra a tu cuerpo y sirve de calmante. Te quitas la bata que le recuerda a Don Eg que no entraste a la casa para robar y te colocas el suéter que él te regaló cuando pasaste la primera noche en su casa. “Era mi favorita, muchacho. Le toca a uno más joven usarla”, fueron sus palabras aquella vez.
-Eeeeeeeeh- y la -ggg- arrastrándose te alcanzan. No lo piensas y te mueves con rapidez hacia él. Prendes la luz. Piensas en rentar en otro lugar, en vivir de un trabajo remoto y adoptar un perro. Quizás serías más feliz o al menos estarías tranquilo. Dormirías ocho horas o tal vez más. Podrías pasear al perro, quererlo como se debe y él te querría también. Cruzas la puerta. Le pides a Don que se tranquilice y levantas la cobija para descubrir lo que sospechabas, está mojado. El hedor penetra tu nariz y decides revivir la imagen del perro corriendo hacia ti. Don levanta la mano y te toca el brazo. Te da palmadas donde puede, son caricias a su modo. Le dices que estará seco pronto y él asiente con la cabeza. Sus ojos se llenan de lágrimas y te contagia. Levantas su torso simulando un abrazo, pero él se lo toma en serio y te aprieta. Vuelves a ser un niño, pero ahora te sientes seguro. Sacudes la cabeza renunciando a las posibilidades. Le das un beso en la frente por primera vez y te hace sentir raro. Le aseguras que no tendrá pesadillas, que soñará bien, pero te lo estás diciendo a ti mismo. Lo cubres con la cobija más suave que encuentras en el armario y la acomodas. Prometes que el desayuno le gustará. Quizás aún tengan harina, piensas. Y sí, no olvidarías comprar algo tan importante.
Letrinas: Gente tan posible
Gente tan posible
René Rojas González
¿En qué puto momento se me ocurrió andar de revoltoso, caray?, se flagelaba
Christian, mientras lavaba los trastes. Quería echarle la culpa un poco a su
papá y sus libros comunistas setenteros-ochenteros. Ay, pinche librero, se dijo
de repente. No, no es por ahí, pensó, aunque la pregunta le desbloqueó el
recuerdo de un quever con El Estado y la revolución de Lenin. Laberinteando, de
vaso a plato, de plato a taza, de taza a jabonadura, se forzó un tanto a creer
que un "en el socialismo no hay crisis" de un libro de la prepa le
había gatillado todo, pero, ¡na!, se decía, no era para tanto.
Siguió zigzagueando. Lo tomó desprevenido recordar un momento que parecía ajeno a lo que venía rascando (y que hace algunos años todavía le incomodaba). Fue una vez con su mejor amigo de la uni a una conferencia de consagrados profesores marxistas. A la salida, Christian comenzó a balbucear alguna duda a un asistente que sus azules, mezclillas, lentes y coleta bien amarrada y lacia lo titulaban de antropólogo-militante-orador en círculo de reflexión. El Compañero, acompañado de otros Compañeros, respondía, claro, con natural desenvoltura. Terminando el cruce, en un instante, el amigo le dijo convencido: "no les hagas caso. No te conviene juntarte con ellos". Y ahí va San Pendejo, sin preguntarse siquiera "y bueno, ¿como por qué no hacerles caso?". ¿Qué otra historia habría comenzado ahí?, se preguntaba ahora Christian haciéndose los ojos chiquitos y medio viendo para arriba, mientras sus manos ya estaban en reproducción automática.
Le extrañó seriamente no encontrar razón para que apareciera este lo que no fue en medio de lo que buscaba, hasta que se dio cuenta que el episodio estaba incrustado en una temporada muy particular. Mucha gente en la calle..., indígenas luchando..., atinó a aterrizar, en el mismo momento en que salvaba de ahogarse a algunos cubiertos. Los utensilios emergían con escenas que tenían una agradable consistencia corporal: gente tan posible, tan real, tan fresca. Sí, tan fruta prohibida, se achacó, para luego soltarse una condena: la muerdes y pierdes el paraíso del conformismo, eres enviado al purgatorio de los zombies de las causas justas, extasiados por ya no vivir por ellos mismos.
Mientras pasaba enjuagada la recurrente y pesada olla exprés al escurridor, Christian notó que si no era con el Compañero de la coleta, la mordida iba a ser poco después. Este callejón le hizo creer que, si era uno quien se convertía en zombie, era la fruta prohibida la que lo mordía a uno. Se sonrió con una ligera exhalación por la nariz. Pero casi de inmediato, cuando lavaba con cuidado el filo de su cuchillo cebollero, le brincó un ¡no!, rotundo, con gesto reparado y cabeza yendo de izquierda a derecha y viceversa: esa gente tan posible nunca me pidió que viviera por ella, se dijo primero, sintiendo una incisión deslizante en la corteza cerebral. Ellas y ellos tan llenos de vida para defendérsela como les salga y uno tan muerto por quererles vivir su vida, sentenció después, disimulando una torsión en el abdomen, como de punción profunda y benevolente.
Nada digno de tumbarlo, Christian acabó de lavar con la formalidad acostumbrada: se enjuagó las manos, cerró la llave (la de la fría para dejar la caliente a otros), las escurrió simétricamente con los dedos pegados y firmes hacia abajo para aprovechar la gravedad, tomó el trapo de secar que previamente dejaba colgado en la manija de la estufa (rápidamente para evitar cualquier escurrimiento en el piso de la cocina y no hacer patas), se secó las manos pasando cuidadosamente el trapo entre los dedos y lo colgó extendido y simétrico de nuevo en la manija de la estufa. Volteó hacia el escurridor y admiró el casi descomunal montículo de trastes imposiblemente sostenidos secándose, como artista deslumbrado por su máxima creación abstracta, convencido de haber salvado la casa, esperando ser tan posible por haber lavado todos los trastes esta vez, expectante ahora por las hazañas y altares de los otros habitantes, esos que sí son tan posibles por vivir como les salga.
René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.
Letrinas: Aquí los muertos no se levantaban
Aquí los muertos no se levantaban
Pablo García Ramos
Andaba por las calles de Aciago. A
mi alrededor solo había silencio, aquí los muertos no se levantaban. Entré a la
catedral, pero los santitos ya no estaban, supongo que se los llevaron cuando
enterraron a los demás. Dicen que te protegen para que no regreses. La iglesia
tenía bonitas pinturas en el techo, ya se veían deterioradas, rotas. Había
pasado mucho tiempo desde que Aciago estuvo poblado. Era muy grande la
catedral. Me imagino que las misas aquí eran muy entretenidas, si no, ¿para qué
hacerla de este tamaño? Yo no soy mucho de rezar y encomendarme a Dios, pero no
queda de otra estos días. Me hinqué al pie del altar y pedí por mis hijas, que
no se levantaran. Enterrarlas una vez fue lo peor que me ha pasado, pero
enterrarlas dos veces me volvería loco. Ningún padre debería ver morir a sus
hijos. No quiero cremarlas, porque si un cuerpo se quema, su alma no puede
descansar y se queda en el limbo para la eternidad. Cremé a María, y siento que
ahora, en las noches, escucho que canta, o llora, a veces cambia. Es la tercera
iglesia a la que voy a rezar desde que murieron mis hijas, y en esta es en la
que me he sentido más nervioso y no sé por qué. Con todo y el silencio, siento
que hay murmullos que resuenan en toda la catedral. La luz entra por el techo, y
hace sombras con las columnas que apenas sostienen lo que queda de la iglesia.
Podría jurar por Dios que escuchaba voces cuando soplaba el aire. Me pasaba que
escuchaba mi nombre y tenía que voltear. Me sentía acompañado, como si cada
sombra de la iglesia fuera una mirada, y como si cada vez que soplaba el aire
alguien se lamentara. Dejé de pensar en eso y me levanté. Probablemente sea
imaginación mía. Aquí los muertos no se levantan. O quizás sí.