Un 'Harry Potter' cornudo; un vecino 'putañero' parecido a Bill Murray y la última de Robin Williams



Cinetiketas | Por Jaime López Blanco |

“Cuernos, desata tus demonios” (Horns, 2013)

Sinopsis al estilo Cinetiketas: Daniel Radclifee deja la varita por el tridente; abandona a Emma Watson, la otrora “Hermione”, para irse a enamorar de Juno Temple en la más reciente cinta de Alexandre Aja. El exmaguito de Hogwarts jamás se imaginó que su historia de amor fuera interrumpida por el terrenal asesinato de su novia, señalándosele como el principal sospechoso y desatando su lado más oscuro y – supuestamente - vengativo.


Lo mejor: Las buenas intenciones del realizador y guionista para combinar un triller dramático con elementos de fantasía basados en la novela de Joe Hill. Los efectos visuales son correctos mientras que el maquillaje y el ritmo del metraje son más que aceptables. Película que entretiene e interesa. Sus partes más divertidas son cuando se manifiesta lo peor de los personajes.

Lo peor: Ser demasiado predecible en sus dos principales giros de tuerca argumentales. Evitar ser más subversiva, tanto a nivel formal como a nivel guión; un poco más de creatividad y debate, para hablar sobre la dualidad moral judío-cristiana del individuo, le hubieran otorgado a este drama puntos extras o la hubieran hecho una película más recomendable.. 

“St. Vincent” (2014)


Sinopsis al estilo Cinetiketas: “Karate Kid” pero con un “Miyagi” gruñón, alcohólico, apostador y gustoso de proteger a teiboleras embarazadas. Es la historia de un niño sensible, con espíritu de adulto reservado, que conoce a su vecino, un hombre mayor y peculiar, con el que inicia una relación que va de la conveniencia comercial (para uno) al complemento emocional (para ambos).

Lo mejor: Las actuaciones de todos los implicados. Bill Murray disfruta de su rol y se le puede ver en un reto actoral más exigente, especialmente cuando le ocurre algo serio a su personaje. El niño, Jaeden Lieberher, es muy bueno con lo que hace y la dinámica con su coprotagonista se percibe natural, convincente y llena de mucha química. Melissa McCarthy ofrece un rango diferente a lo que nos tiene acostumbrados, ya que deja de hacerse la chistosa para entregar un personaje más dramático. Y Naomi Watts, al contrario de Mc Carthy, busca “bordar” a su trabajadora sexual rusa con elementos cómicos, los cuales no había experimentando con ninguno otro de sus roles.

Lo peor: Una trama demasiado convencional y moralina. Previsible, sobre todo si se ha visto su trailer antes de presenciar la película completa. Realizar una historia emotiva de opuestos que se complementan no debería significar, en automático, quitarle cinismo y atrevimiento a los diálogos y a las situaciones. No se trata de inventar el hilo negro, sino de saber redescubrirlo con ingeniosas palabras y buen estilo.   

“Una noche en el museo 3: El secreto de la tumba” (2014)



Sinopsis al estilo Cinetiketas: La misma historia de la primera parte pero desarrollada en escenarios británicos y sumando al reparto a Lancelot y a Sir Ben Kingsley.

Lo mejor: Intentar el enlace con la historia original mediante un argumento que le otorgue un cierre digno a la trilogía museográfica. Así mismo, que el guión permita que Ben Stiller se burle de su condición de actor de comedia a través de los diálogos de un nuevo personaje. Además, no existe nada que reprocharle a los efectos digitales y el ritmo del montaje es más ágil y entretenido que otras películas estrenadas durante fechas decembrinas. Mención aparte para el cameo inesperado de una estrella de Hollywood y para la actuación final - frente a las cámaras cinematográficas - de Robin Williams.  

Lo peor: Le falta fuerza a la trama filial incorporada al guión de la cinta. Suele ser reiterativa con algunos gags, los cuales se incluyeron desde el primer filme de la saga. Varios de los mejores chistes de la película se cuentan en el trailer de la misma. Se desperdicia la aparición de un grandioso actor como Ben Kingsley. Y finalmente, es algo irritable el acento inglés paródico de Rebel Wilson, mediante el cual su personaje trata de emular o hacer una sátira de  la forma como hablan los habitantes de la Gran Bretaña.

Letrinas: Maullido




Por Alejandro Carrillo | 

Maullido

I


He visto a las mejores mentes de mi generación pálidas y absortas
bebiendo café instantáneo en una oficina
asfixiadas de ocho a seis por el nudo de una corbata,
sentados frente a un ordenador
maquinando hojas de Excel.

Arrastrándose en los parabuses
para llegar al fin de semana
al fin de mes
al fin de año
al fin de su pinche vida.

Los he visto desnudando sus cerebros
al buen juicio de un político
de un burócrata
de una institución
de una transnacional
de un hijo de puta que ‘la supo hacer’.

Súcubos rondando multifamiliares minimalistas
con cochera para dos
con cama para dos
con perros y gatos para dos
con baño y medio para dos
y con almohada para uno
porque los sueños son rebasados por el ingreso per cápita
el historial crediticio
y el agua caliente por la mañanas.

He visto los ojos de los que solía llamar
‘compañeros de lucha’.
Perdidos y amarillentos por los electrochoques
y la lobotomía que acarreó la Revolución
que nunca ganaremos.

He visto a hombres con almas buenas carentes de dios
y hombres buenos hechos a pulso que temen de dios
atestados por una necesidad urgente de morir
en plena misa de seis, de ocho,
recibiendo la sangre y el cuerpo
de un dios mortal que se parió a sí mismo
y que un día se suicidó por amor.

Me he visto durmiendo días y semanas enteras
siendo despertado por la tristeza
en la mugrosa habitación oscura de siempre.

Me he visto al espejo
pobre, harapiento y ojeroso
apolillándome en la inmundicia del alcohol y las drogas
sucumbiendo a la rémora del pinche desencanto.

He visto mi rostro en el último trago de whisky
que también es el primer trago de whisky
y vi el rostro del viejo Hank
-ruega por nosotros ahora
y en la hora de nuestra muerte-
y también intenté abrocharme el pantalón
y la camisa y las botas
y también grité:

-Oh, dios mío
¿y ahora qué?-

Y tuve pesadillas y desperté en la mesita desnivelada de un tugurio
y ahí conocí a la señorita Adriana Lynch que bailaba sobre mí
con su cabello de fuego
y sus piernas como fuego
y su culo y sus tetas como fuego
y sus ojos de neón que me pedían que la llevara a casa
en un baile sin fin.

Y perdí un día la noción del tiempo
y perdí el tiempo vagando
hambriento y solitario
y una mujer me dio de comer
y me dio fuerzas para verla a los ojos
y vi a los ojos al monstruo de las mil cabezas
y me inmolé y aticé mi corazón por un momento.

Y aquel monstruo de las mil cabezas se apartó
se fue de la mano de un apuesto y fracasado oficinista
y aquella mujer que me alimentó
hizo lo propio.

Y desperté otro día y salí de mi madriguera
y encontré a una vecina nueva
un semáforo nuevo
un centro comercial nuevo
un perro viejo
una recién casada que nunca más se acordaría de mí.

Y caminé toda la noche rumiando tragos y mujeres
en los peores –mejores- lugares de la ciudad.

Liándome a golpes con sujetos frenéticos
resquicios de hombres idénticos a mí
yonkis que mueren en cuartos de hoteles baratos
genios que mueren de hambre por el anhelo de mejorar el arte.

Y entonces perdí la fe y caminé entre marginados sin moral y sin ley
y esos marginados me dieron un lugar y fui uno de ellos
y evité el sufrimiento y sentí hostilidad
y vi que eso era bueno y me sentí bien
y sentí cierto dolor y fui un hombre bueno por unos momentos.

Y vi a la muerte apostando en el hipódromo
y me senté junto a ella y ella me ofreció un cigarrillo y yo lo tomé
y le pregunté a ella por dios
y ella me hizo la misma pregunta.

Y una buena noche dormí en la cárcel
y desperté en un mal día y salí por la mañana
atravesando ciudades perdidas en barrancos de cientos de pisos
y seguí mi camino por las vías del tren durante días y días
y llegué hasta aquí en mis cuatro patas y caminé por la cornisa.

Y al llegar aquí grite tan fuerte
y mi maullido fue desgarrador
y pude escuchar a otros gatos
a otros perros a otros lobos
y escuché a Allen Ginsberg
y por fin, después de mucho tiempo
pude lamer mis heridas
y por primera vez en siete vidas
deseé no estar solo.



El Autor: Escribidor, mecánico tornero, periodista, rockero tumbado, diputado legítimo, corredor y corredor de apuestas, revolucionario de congal, fotógrafo, cinéfilo, miembro del Proyecto Mayhem y bebedor semi-profesional. Me enamoro de todo, me conformo con nada. @alexiliado


El rock mexicano debe renovarse: Juan Villoro


Para el escritor Juan Villoro, el rock en México vive un momento en el que necesita de la aparición de nuevos grupos, bandas que lo renueven. 

El autor de libros como “El disparo de Argón”, “El ojo en la nuca” o “La calavera de cristal”, y quien recientemente llevó sus cuentos a dicho género musical en el proyecto “Mientras nos dure el veinte”, junto con destacados músicos, dijo que todavía hay grupos de gran presencia como La Maldita Vecindad, Café Tacvba o Molotov. 

Sin embargo, insistió en entrevista con Notimex, “estamos esperando a que surjan bandas tan potentes como esas, pues hay mucha gente joven que tiene talento, pero como que en estos momentos hay un hueco”.

Aseguró que en el país existen estimulantes sociales, culturales, para que surjan esas nuevas propuestas musicales, y recordó que hace años el rock tenía un impacto diferente porque era una forma de vida.

Se trataba de una contracultura en la que los jóvenes se dejaban el pelo largo porque querían dar un mensaje, o se iban a la India, como lo hicieron The Beatles, añadió al aclarar que el rock no ha muerto.

Reconoció que antes también los músicos y jóvenes seguidores de este género se drogaban, y se refitió al grupo The Doors, el cual adoptó ese nombre a partir de un texto del escritor Aldous Huxley: “Las puertas de la percepción”.

Subrayó que entonces era una música generadora de nuevos comportamientos, si bien no hace mucho surgieron movimientos con ese sino como el Dark o el Grunge.

Juan Villoro participó con los cuentos de su libro “Tiempo transcurrido” en el proyecto “Mientras nos dure el veinte”, realizado a inicios de diciembre junto con músicos del grupo Caifanes como Diego Herrera, Federico Fong y Alfonso André, así como Javier Calderón.

Respecto a este suceso ocurrido en el Museo Universitario del Chopo, el escritor expuso que fue grabado como parte de un disco y que próximamente el Fondo de Cultura Económica lo lanzará al mercado.

El Hobbit y La Batalla de los Cinco Ejércitos: Del pan medieval a la palomera sustancial



Cinetiketas | Por Jaime López Blanco | 


He de confesar que con “La desolación del Smaug” llegué a pensar que al director neozelandés Peter Jackson le había ocurrido lo mismo que a Thorin, Escudo de Roble, uno de los personajes principales de su saga fantástica llamada “El Hobbit”; creí que Jackson se había obsesionado con el “oro”, descuidando cuestiones importantes, que le generaba seguir creando películas basadas en la literatura de J.R.R. Tolkien.

Afortunadamente,  parece ser que Peter Jackson también ingirió mucho Pan de Lembas (nombre que recibe el alimento ficticio de la novela de J.R.R. Tolkien, el cual hace que quien lo coma recupere sus fuerzas) y con la tercera parte de su  “Hobbit” logra rescatar la esencia épica de sus anteriores películas relacionadas con la Tierra Media.

Mientras que con su anterior cinta, “La desolación del Smaug”, Jackson había estropeado la dinámica de su narrativa con planos y secuencias alargados y aburridos - quizá con el propósito de seguir estirando su argumento cinematográfico – ahora, con “La batalla de los cinco ejércitos”,  se muestra más ágil y más entretenido. Se trata de la película con más acción física, y de menor duración, de todas las que ha hecho acerca de la Tierra Media de Tolkien.

Como de costumbre, el diseño de producción, el cual incluye arte, vestuario, maquillaje y locaciones, es de primer nivel; prevaleciendo los escenarios digitales sobre los naturales. Un poco más de equilibrio entre ambos elementos le hubiera sentado mejor, ya que le hubiera otorgado más naturalidad al film en cuestión. Sin embargo, los efectos visuales también son espectaculares, aunque logran destacar mejor en planos cerrados que en tomas sumamente abiertas. Mención aparte para la secuencia de la batalla sobre hielo, una atmósfera con la que Peter Jackson no había “jugado” y que resulta muy atractiva.

En cuestión del argumento, “La batalla de los cinco ejércitos” recupera las secuencias simbólicas y los diálogos que nos hablan sobre aquellos valores que han perecido con el paso del tiempo; que deben continuar en  nuestro mundo actual, tales como el amor y la solidaridad puros o la preferencia de un hogar sobre el dinero. Brillante la secuencia en donde elfos y enanos deben aliarse en batalla para enfrentar a un adversario en común, dejando de lado así, por un  momento, sus diferencias e intereses vanos y egoístas.

Respecto a los nuevos personajes de esta trilogía fantástica, sobresale la actriz Evangeline Lilly con su Tauriel, una elfa silvana que pelea y es más física que la elfa burguesa de Liv Tyler, de la trilogía de “El señor de los anillos”. Ya le hacía falta a la saga un personaje femenino poderoso que hiciera contrapeso a los hombres y al elfo Legolas de Orlando Bloom.


Martin Freeman sigue convenciendo con su Bilbo Bolsón, emanando valor, inteligencia y simpatía, mientras que la incursión de los personajes medievales de Cate Blanchett, Christopher Lee y Hugo Weaving sirve como un buen enlace con la saga del “Señor de los Anillos”.

Se trata de un cierre decoroso, digno, de una historia que intenta hablar sobre los valores extraviados de este nuestro mundo poco ficticio, donde la guerra y la codicia han desplazado a los valores comunitarios y de camaradería. El “oro” de Tolkien sólo es una alegoría a la falsa ideología, a los antivalores, que actualmente mueven a miles de masas y por los que se emprenden miles de guerras estúpidas, sin sentido alguno, y marcadamente crueles. Lástima que en nuestra realidad hayamos permitido que miles de señores oscuros se hayan apoderado de millones de conciencias y almas y que no exista, hasta el momento, una épica amalgama de diferentes ejércitos humanos, de diversas razas y virtudes, que peleen por el bien común y para revertir toda esa decadencia. Luego entonces, la más reciente cinta de Peter Jackson, “La batalla de los cinco ejércitos” pasa de ser una película meramente palomera a ser una narración simbólica y reflexiva, que se antoja y disfruta, un plato fuerte cinematográfico con más sustancia.


Letrinas: Sí, es el traje


Noche Suripanta | Por Hugo César Moreno |

Sí, es el traje


El personaje triste, esmirriado, bocabajeado con el cabello endurecido con gel para peinar, calzado de negro mal boleado, traje azul marino, corbata roja, amarilla o chillona, oliendo a brut y almohada, compañero de viaje en el metro o el camión, debería tener un sabor filial, casi militante, debería oler a compañero de cruzada. Sólo por el hecho de compartir el mismo fondo y tragar los mismos desperdicios. Me debería surgir la palabra camarada y escurrir una lágrima de comprensión: camarada, la liberación está próxima, la corbata, símbolo de la opresión que padeces, será quemada en el altar de la igualdad. 
 
De alguna manera somos iguales, de una manera muy culera, somos iguales, porque la igualdad es para los iguales, hay algunos más iguales que otros. Somos iguales por esa ciudadanía del vertedero. Por tanto, deberían estar dentro de las cosas que acepto. Pero no. Ese personaje de rasurado matutino, de pulcritud a medias, de gesto horrorizado frente a un niño con dulce en la mano a punto de joderle el trajecito barato y la factura de la tintorería, es una de las ciento cincuenta y siete cosas que más me cagan: el traje en conjunción con un pobretón que padece la vestimenta de los oficinistas oprimidos. Súper cagante. Lo peor es la ausencia de conciencia sobre su condición de esclavos. Portan el trajecito con aire de superioridad todavía más chacal que la marca pirata de la prenda. 
 
Me subo al camión, hallo un lugar junto a la ventana. Es un asiento mínimo, pero quepo bien solo. El pedo es que el espacio reducido junto a mí será usado por otro pasajero. No tengo suerte y se sienta un trajeado atormentado por los calores del verano. Se deja caer y con su cuerpo me invita a salir de la unidad por la ventanilla, pero me afianzo a mi lugar y opongo resistencia, órale culero, hágase pallá. Como no me muevo, voltea a verme con un dejo de molestia. Lo ignoro pero siento cómo me carcomen las ganas de arriarle un madrazo con el codo sobre su rostro sudoroso. Con gesto flemático sacude la pelusa de su saco corriente, se acomoda la corbata y mira mi ropa pandrosa (una playera de pearl jam y unos jeans grises con varias puestas encima), ojea hacia abajo para corroborar la pulcritud de sus zapatos, tienen manchas de pisotones marca metro y una ráfaga de frustración ensombrece su mirada, pero mis vans viejos y sucios lo hacen sentirse superior a mí. Pobre pendejo. Él tendrá que llegar a checar y pasarse ocho horas nalga en una oficina donde la secretaria dostrés buena le da picones sexuales, pero no le prestará aquellito por naco y pendejo y pobre. Pobrísimo pendejo, goza de una ilusión de superioridad clasial sólo porque lleva traje, a güevo, pero traje. No sé, imaginará que soy desempleado, vagabundo, jipster trasnochado, jipi perfumado o simple lumpen con cinco varos pal pasaje y ya dirá después el talón.
 
No es que me sienta superior a él. Me sé superior a él nomás por reconocer mi vitalidad mierdosa. Nomás por saberme superior al evitar el trajecito a toda costa. Hace mucho no uso uno, hace mucho no uso corbata y ya he olvidado cómo se hace el nudo. Hace poco, nomás por torturarme, intente hacer el nudo de la corbata. Fracasé miserablemente y me invadió un gusto a triunfo y contento que hacía meses no sentía.
 
           Es el traje en esa operación con el cuerpo lo que me caga. He visto cuerpos portando trajes caros y no son cagantes. Ahí la superioridad está definida por la clase social más que por el precio. La confabulación de elementos da otro resultado. En ese sentido, lo cagante son los jipijipster tránsfugas de clase que asumen en la pandrosidad una capacidad política para la transgresión. Pero eso es cagancia para otro momento.


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Hugo César Moreno Hernández (Ciudad de México, 1978). En 2003, con el Grupo Cultural Netamorfosis fundó la Revista Cultural Independiente El Chiquihuite. Ha publicado los libros Cuentos para acortar la esperanza (Netamorfosis, 2006); Cuentos porno para apornar la semana (2007, FETA-Conaculta); Cuentos cortos para acortar el domingo (2008, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis) y Enseres de supervivencia (2011, Cofradía de Coyotes-Netamorfosis); el libro infantil Así aprendió a volar José (2009, Cofradía de Coyotes-IMC). Aparece en las antologías Abrevadero de dinosaurios, Ardiente coyotera, Perros melancólicos, El infierno es una caricia y Coyotes sin corazón. Fue becario del FOCAEM durante 2009 y actualmente imparte el taller de Poesía y Narrativa en el Faro de Indios Verdes.

Por qué no debemos 'superar' Ayotzinapa


Por Juan Pablo Proal |

MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Es evidente que el gobierno está tembloroso: Echa perros y policías, calumnia, da la instrucción de golpear, detener e intimidar. No sabe cómo parar la crisis: Hizo que rodara la cabeza de Ángel Aguirre, quitó a Grupo Higa la concesión del tren México-Querétaro, y obligó a Angélica Rivera a dejar su mansión.

En un gesto torpe y desesperado, ayer el presidente dijo que deberíamos “superar este momento de dolor”. En realidad quiso decir que nos olvidemos de Ayotzinapa, regresemos a nuestras casas y sigamos  como si nada. Anhela que todo fuese como antes, cuando encabezaba esa promesa llamada “Mexican Moment”.

Al priismo le está resultando imposible mantener el control y la sumisión en un mundo dominado por las redes sociales y la información en tiempo real. Han querido trasladar los acarreados del siglo XX  a la era del Twiitter y Facebook; los resultados han sido bufonescos. No han entendido que son tiempos donde todo se ve, se graba y se difunde.

Hay una pizca de picardía en todo esto: La televisión pública mexicana sigue hablando maravillas del presidente, las estaciones de radio y la prensa primordialmente hacen lo mismo. Pareciera que el PRI la tiene fácil: gobiernos aliados, partidos de oposición súbditos, mayoría en las Cámaras… Aun así, Peña Nieto no es querido por seis de cada diez mexicanos (Reforma, 1 de diciembre de 2014).

Es evidente que un sector de la ciudadanía se informa por cuenta propia, no cree más en los medios tradicionales. El mismo que ha comenzado a documentar la corrupción o los abusos policiales y los exhibe viralmente; el que encuentra a sus desaparecidos por cuenta propia y se defiende con sus recursos. Que no se cree las actuaciones frente a cámara de la dupla Peña Nieto-Rivera.

Quisiera pensar que el caso Ayotzinapa le está enseñando a la sociedad a percatarse de que las cosas no cambiarán solo con una cadena de oración, ni con un fugaz golpe de éxtasis.

Resuena una pregunta: ¿Qué hacer? ¿Quién podrá encabezar la batalla? Se mencionan los nombres de Javier Sicilia, Daniel Giménez Cacho y o el sacerdote Alejandro Solalinde. Y al mismo tiempo hay un escepticismo que el subcomandante Moisés del EZLN resumió con claridad en un mensaje a los padres de los normalistas:  “Puede ser que quienes ahora se amontonan encima de ustedes para usarlos en beneficio propio, los abandonen y corran a otro lado a buscar otra moda, otro movimiento, otra movilización”.

Y ese es el deseo del gobierno de Peña Nieto: El olvido de Ayotzinapa.

La sociedad no debe olvidarse que 43 normalistas están desaparecidos gracias a una policía municipal aliada al crimen organizado y cobijada por el Ejército. Hacerlo sería pasar por alto lo que lo ocasionó.

No podemos olvidarnos de los nombres José Luis Abarca, Eduardo Bours, Juan Molinar Horcasitas, Fidel Herrera, Javier Duarte, Rafael Moreno Valle, Genaro García Luna, Humberto Moreira, Tomás Yarrington y Carlos Salinas de Gortari. Ni de la Guardería ABC, ni del Casino Royale, ni de Aguas Blancas, ni de los mineros muertos ni de nuestros 52 mil mexicanos desaparecidos.

Ni dejar de grabar a cada líder político que pague con dinero público su cuenta del prostíbulo, a cada hospital que permita que una indígena dé a luz en la calle o a cada policía que vulnere los derechos humanos de un civil.

El PRI anhela los tiempos donde podía controlar todo con una torta, una gorra y -si hacía falta-, una macana. Aún le tiene fe a esa vía, por eso ruega que dejemos en paz lo de Ayotzinapa.


 
@juanpabloproal Periodista, escritor. Publica en . Autor de los libros Voy a morir, la biografía de José Cruz (Lectorum) y Vivir en el cuerpo equivocado (UANL) 

La carta de Bukowski al hombre que le pagó por escribir


En esta carta, escrita a los 66 años, Charles Bukowski emprende una furiosa arenga en contra del carácter alienante del trabajo, con motivo del golpe de suerte que tuvo al encontrarse con un mecenas de la publicidad que le pagaba 100 dólares mensuales por dedicarse a escribir.


La condición existencial del trabajo es paradójica. Por un lado, el discurso de la normalidad dicta que es necesario trabajar para vivir, trabajar para ganar el dinero que nos permita sostener una vida, trabajar para emplear nuestro tiempo y nuestra energía en algo productivo. Pero, desde otra perspectiva, parece pertinente citar el título de la novela de Milan Kundera y decir que la vida está en otra parte. Si es cierto que el ser humano está llamado a realizarse, a ser más que los confines que lo limitan, quizá el trabajo no sea la mejor manera de conseguirlo.

A mediados de la década de 1980, Charles Bukowski se encaminaba ya a los 70 años. Para entonces era, irónicamente, un autor respetado, un escritor que de las márgenes del vagabundeo y la vida desenfrenada se asentó en el canon de la literatura estadounidense, no con plena comodidad, pero había ganado ese lugar y lo defendía con suficiencia.

A esa época pertenece la carta que ahora compartimos. Grosso modo, se trata de una disertación en torno al trabajo y sus consecuencias sobre el ser humano —así, casi filosóficamente. Bukowski eligió este tema porque el destinatario fue John Martin, publicista de Black Sparrow Press que en 1969 le hizo una proposición extraordinaria: le pagaría 100 dólares mensuales con tal de que Bukowski renunciara a su trabajo y se dedicara únicamente a escribir. Bukowski, que llevaba casi 15 años trabajando como cartero para el servicio postal de Estados Unidos, aceptó de inmediato y un par de años después entregó a Black Sparrow Press su primera novela: Post Office (traducida como Cartero en español).

¿Un golpe de suerte? Probablemente. Quizá tan importante como tener el talento suficiente para responder a eso. O, por lo menos, el deseo de hacerlo.



12 de agosto de 1986

Hola, John:

Gracias por la carta. A veces no duele tanto recordar de dónde venimos. Y tú conoces los lugares de donde yo vengo. Incluso las personas que intentan escribir o hacer películas al respecto, no lo entienden bien. Lo llaman “De 9 a 5”. Sólo que nunca es de 9 a 5. En esos lugares no hay hora de comida y, de hecho, si quieres conservar tu trabajo, no sales a comer. Y está el tiempo extra, pero el tiempo extra nunca se registra correctamente en los libros, y si te quejas de eso hay otro zoquete dispuesto a tomar tu lugar.

Ya conoces mi viejo dicho: “La esclavitud nunca fue abolida, sólo se amplió para incluir todos los colores”.

Lo que duele es la pérdida constante de humanidad en aquellos que pelean para mantener trabajos que no quieren pero temen una alternativa peor. Pasa, simplemente, que las personas se vacían. Son cuerpos con mentes temerosas y obedientes. El color abandona sus ojos. La voz se afea. Y el cuerpo. El cabello. Las uñas. Los zapatos. Todo.

Cuando era joven no podía creer que la gente diera su vida a cambio de esas condiciones. Ahora que soy viejo sigo sin creerlo. ¿Por qué lo hacen? ¿Por sexo? ¿Por una televisión? ¿Por un automóvil a pagos fijos? ¿Por los niños? ¿Niños que harán justo las mismas cosas?

Desde siempre, cuando era bastante joven e iba de trabajo en trabajo, era suficientemente ingenuo para a veces decirle a mis compañeros: “¡Eh! El jefe podría venir en cualquier momento y echarnos, así como así, ¿no se dan cuenta?”.

Ellos lo único que hacían era mirarme. Les estaba ofreciendo algo que ellos no querían hacer entrar a su mente.

Ahora, en la industria, hay muchísimos despidos (acererías muertas, cambios técnicos y otras circunstancias en el lugar de trabajo). Los despidos son por cientos de miles y sus rostros son de sorpresa:

“Estuve aquí 35 años…”.

“No es justo…”.

“No sé qué hacer…”.

A los esclavos nunca se les paga tanto como para que se liberen, sino apenas lo necesario para que sobrevivan y regresen a trabajar. Yo podía verlo. ¿Por qué ellos no? Me di cuenta de que la banca del parque era igual de buena, que ser cantinero era igual de bueno. ¿Por qué no estar primero aquí antes de que me pusiera allá? ¿Por qué esperar?

Escribí con asco en contra de todo ello. Fue un alivio sacar de mi sistema toda esa mierda. Y ahora estoy aquí: un “escritor profesional”. Pasados los primeros 50 años, he descubierto que hay otros ascos más allá del sistema.

Recuerdo que una vez, trabajando como empacador en una compañía de artículos de iluminación, uno de mis compañeros dijo de pronto: “¡Nunca seré libre!”.

Uno de los jefes caminaba por ahí (su nombre era Morrie) y soltó una carcajada deliciosa, disfrutando el hecho de que ese sujeto estuviera atrapado de por vida.

Así que la suerte de, finalmente, haber salido de esos lugares, sin importar cuánto tiempo tomó, me ha dado una especie de felicidad, la felicidad alegre del milagro. Escribo ahora con una mente vieja y con un cuerpo viejo, mucho tiempo después del que la mayoría creería en continuar con esto, pero dado que empecé tan tarde, me debo a mí mismo ser persistente, y cuando las palabras comiencen a fallar y tenga que recibir ayuda para subir las escaleras y no pueda distinguir un azulejo de una grapa, todavía sentiré que algo dentro de mí recordará (sin importar qué tan lejos me haya ido) cómo llegué en medio del asesinato y la confusión y la pena hacia, al menos, una muerte generosa.

No haber desperdiciado por completo la vida parece ser un logro, al menos para mí.

Tu muchacho,

Hank



 

Letrinas: Horas hombre





















Horas hombre | Por Eusebio Ruvalcaba |

Esa noche terminé de lavar los trastes a las dos de la mañana. Una hora más tarde de lo acostumbrado. El patrón estaba en la puerta. Había colgado el letrero de cerrado, y por ende no se admitía el acceso a nadie más. Pero si no se movía de la entrada era un mero formalismo. Él, y nadie más que él, tenía que supervisar la salida de los empleados restantes. Ninguno podía cruzar el umbral si aún faltaba barrer un rincón, lavar un traste sucio o trapear el baño.

Pero no todo mundo estaba de acuerdo con eso. Toño Olguín, el más viejo de los empleados, un anciano de más de 70 años que se esmeraba en ser lo más puntilloso, hacía las cosas a su manera. Por ejemplo, fingía que sacudía pues apenas pasaba el trapo. O se limitaba a cambiar los ceniceros de una mesa a otra; acomodaba las sillas cuando en realidad las desacomodaba. Esto se repetía noche a noche. En total éramos seis empleados —siete con Toño Olguín—, y sin hablarlo habíamos establecido un pacto: protegerlo a él, manteniéndolo fuera del control del patrón. Que lo dejara en paz. Que engordara su soberbia a costa de nosotros. No de un pobre y miserable viejo.

Una cosa era cierta. Nunca habíamos visto tanta resistencia de parte de un anciano decrépito. Porque vaya que sí combinaba la astucia con la sobrevivencia. Todos sabíamos que requería su salario a costa de lo que fuera. Era un pobre diablo sin un centavo ahorrado —así nos lo había hecho saber—, vivía al día, pero mantenía muy en alto cierta rebeldía, cierto orgullo, cierta dignidad que hacía quedar en ridículo la prepotencia del patrón.

Aquella noche se le veía más entero que nunca. Había ido de una mesa a otra. Siempre en busca de satisfacer al cliente más severo. Él mismo se echaba la culpa cuando algo no salía lo mejor preparado de la cocina. A todos nos llamaba la atención su esmero. Hasta parecía un hombre más joven —o menos viejo, debería haber dicho.

Por fin llegó la hora del cierre. Lo primero que hacíamos los empleados —apenas el patrón ponía el letrero en la puerta— era quitarnos el mandil y la cachucha. Enseguida nos desplazábamos por todos los rincones del restaurante. Hasta portábamos un matamoscas eléctrico para matar a las cucarachas.

Toño Olguín hacía todo con una parsimonia envidiable. No tenía la menor prisa, ni mostraba una pizca de apresuramiento. Se nos quedaba viendo con la escoba en la mano, como diciendo por qué se tardan tanto. Y nos aguardaba hasta que pasábamos del sacudidor a la toalla. O sea hasta que dábamos por terminada la faena. Pero en su rostro había una suerte de tolerancia, que todos le agradecíamos. Porque parecía el verdadero patrón. Era él quien se quedaba en el marco de la puerta para vernos cumplir nuestras obligaciones. Y quien, en un momento dado, nos permitía salir. Lo hacía mientras el patrón lo observaba —y nos observaba a nosotros— movido por la curiosidad. Como si se preguntara: ¿y ahora qué diablos le pasó a este loco? Pero de sus labios no salía palabra alguna. Sólo lo veía. Y lo veía.

El tiempo se fue acortando. La jornada estaba cada vez más próxima a concluirse, y la cosa parecía haber llegado a su fin. Toño Olguín le daba el visto bueno a todo. O cuando menos eso creímos todos. Hasta que el patrón le dijo: Ahora le toca a usted sacar toda la basura y trapear la cocina. ¿Le gustó ser el patrón, no es cierto? Pues ahora le toca ser el último de los gatos.

Tenían más de 20 años de conocerse: el patrón y Toño Olguín. A nadie le constaba, pero se decía que habían sido amigos desde la infancia, en una vecindad de la colonia Obrera. Y que habían sido los mejores amigos, hasta que la fortuna —bien ganada— del padre del patrón lo había sacado de ese medio. Eso se decía. Que inclusive habían compartido más de una novia. Tal vez fuera cierto. Tal vez no.

Quizás algo quedaba en forma de resquemor. Imposible saber. Pero la voz de Toño Olguín se escuchó con un tono cavernario: “Acepta mi renuncia. No quiero un quinto de ti. No estoy dispuesto a sacar la basura ni a trapear la cocina. No es mi trabajo. Hazlo tú. Pinche güevón de mierda”. Todos nos quedamos helados. Toño Olguín quitó el seguro de la entrada, dio un paso hacia la calle. Y se desplomó.

Alguien se apiadó y llamó a la ambulancia.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música. 
 
 
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