Letrinas: Ofrenda
Letrinas: Cajas tristes
Cajas tristes
Alejandro Carrillo
Te bajaste sin decir nada en la gasolinera de la salida a Zacatecas, pasando el motel al que siempre decíamos que nos íbamos a escapar -nunca fui-. Pensé que te habían llamado la atención unas gallinas que andaban con sus pollos saltando junto al camino, pero apresuraste tu paso y cruzaste la carretera -sin mirar-. No corro, no grito, no empujo. Sonaron estrepitosas algunas bocinas. Corrí desesperado tras de ti sorteando coches y camiones a toda velocidad. Se me vino a la mente la mascota que recogí en pedacitos del arroyo vehicular un día de mi cumpleaños. Te perdí de vista y pensé que también recogería tus pedazos. Pero no fue así. Hiciste autostop y subiste a una camioneta de regreso a la ciudad. Nunca te volví a ver. Aún no encuentro la forma de bajarme del camellón.
Te fuiste cuando llegó la tuberculosis, la falla renal
del gato y la cobranza extrajudicial. Que todo va a estar bien, te decía, que
ya nos vamos a mudar. Cuando por fin empecé a restaurar la vieja casona verde
del centro te emocionaba el oscuro pasado del predio, las historias fantasmagóricas
y las bacanales al amanecer entre amigos y fulanitos de tal. Una noche le rompí
la cabeza a un escritor -que es un curso que recomiendo tomar- y crujieron todos
los cimientos. Nos cayó la maldición de la pluma -el plumón- más deleznable
del norte. Gruñó el tedio y ya no te apeteció acostarte con tipos con las manos
cuarteadas y la boca llena alcohol y de amigos muertos. No se volvió a destapar botella alguna, todas se estrellaban contra los tabiques llenos de afiches. Con tantos vidrios quebrados ya no te apeteció entrar y verme como faquir del metro. Te vi en la acera de enfrente con tus maletas, esperando la
carroza fúnebre que usábamos para llegar a la calle del terror. Hasta
las moscas se fueron contigo -yo creo que algo les olió mal-, y esa madrugada se
cimbró toda la casona. Vi a la pared del fondo desprenderse del lugar. No fue
una falla estructural, en realidad el muro usaba sus castillos como brazos para
separarse alevosamente del resto de la finca. Como era de esperarse todo se
vino abajo. De vez en cuando aún se escucha entre los escombros al viejo Robert Smith gritar: “Show me, show me, show me how you
do that trick”.
El día que ya no pude abrazarte muy fuerte engendramos un teratoma en tu vientre. Tenía dientes chuecos y picados, y la sonrisa al revés, y también tenía pelo, pero muy poco y entrecano. Era horrible. Era benigno pero podría ser maligno. Era yo. “Perdóname,
mi amor”, te decía, mientras una doctora me extirpaba en pedazos de tu cuerpo. “Es que estoy algo ocupado cortando el cable del que cuelga
el Tío Jay”, sollozaba desesperado, mientras la hábil doctora me jalaba de la cabeza con una aspiradora pequeñita; y yo dándole y dándole a la extensión Trupper naranja de uso rudo muy rudo, tan rudo como el Tío Jay. ¿Cómo aguantó tanto el cable? Y el Tío Jay. ¿Te acuerdas del olor? No el olor a descompuesto ni a meados. Hablo del olor a taller. Olor a herramientas y a grasa, a
metal que nadie quiso comprar y también a libros y periódicos que ya nadie quiso leer. El
olor a final. A veces me llega ese tufillo cuando dan las tres de la tarde del
domingo, cuando veo a mi abuela haciendo memoria, cuando salgo a repartir
comida o cuando veo tus polaroids; cuando -todavía- tiro un parlay o divido los dieces
-nunca dividas los dieces-. Nunca dobles con catorce si el crupier tiene un as.
Y si no, pregúntale al Tío Jay. Pobre de mi tío y pobres de nosotros. ¿Te
acuerdas de sus gatos? Pobres de sus gatos, todos esperando, pacientes, viéndolo pendular, atentos a
que bajara del madero, pero el Tío Jay ya nunca bajó. Con tu ternura habitual dijiste que sus animales fueron fieles con él hasta su último aliento. Y yo,
en mi retorcido peritaje adjudiqué mutua lealtad a esos animales considerando
la poca distancia existente entre el suelo y los pies tiesos y colgantes del Tío
Jay. Quizá los gatos tendrían una última cena. Pero con ellos sí llegamos a tiempo y pudimos rescatar casi a todos; yo conté unos trece y tú dijiste que eran diecisiete
con los que huyeron por el patio trasero. Sin duda eran muchos, casi veinte. Imagínate, cuando partiste en la casa, que sigue siendo tu casa, aunque sea una casa ya abandonada, teníamos nueve menos uno -al que le falló el riñón-. Pero ahora ya son doce. Yo no sé si pueda llegar solo a los diecisiete que tenía el Tío Jay, la verdad.
Dejaste bajo la cama unos tacones de charol, un abono del club y un juego de cacerolas. De vez en cuando se llega a asomar alguna dedicatoria en un libro, un post-it o un boleto del cine o de ticketmaster. Pero todo vuelve a la misma caja llena de calaveras que aún no me atrevo a encerrar en el armario. Tus cuadros siguen intactos en las paredes, me siguen con los ojos. A veces veo ondear la bandera cubana que colgamos en el comedor. Qué felices fuimos allá y en algunos otros lados, pero más allá. En el más allá. Llegamos unas horas después de la gran explosión del Hotel Saratoga y volvimos unas horas antes del gran apagón. Qué suerte siempre tuvimos, menos ahora. “Cuando todo falle nos iremos a Cuba”, nos mentíamos cariñosamente. Siempre pensé que llegado un punto sin retorno podría embarnecer y envejecer vestido de guayabera y bermudas patrullando la calle O’Reilly de las librerías -que es la misma que desemboca en El Floridita- como hacía Hemingway, bebiendo junto a la habanera despampanante que eres y serás, daiquirís de varones repletos del ron de la revolución, y no las mierdas de frutos rojos que sirven en la cantina a la que ya nunca iremos -nunca volví-. Contándote beodo entre rones y sones las mismas historias que ya no conocerás, la de mi padre, muerto ahora, pero que no murió en el temblor del 85 porque en esos días las juventudes comunistas de Fidel lo arroparon y sellaron mi destino y el tuyo también, de alguna manera. Cosa más grande caballero. O la de mi madre, muerta también pero hace no mucho, a la que recuerdo en mi infancia poner el disco eterno de Gloria Estefan con el que le dolía la vida, mientras se fumaba un Marlboro mentolado en el segundo escalón de la casa de los cipreses que nos quitaría el banco. Y sí, al final todo falló, pero no zarpó ningún Granma rumbo a Cuba, ni la humedad hizo lo suyo con tu pelo. Solo el tiempo hará sus estragos con el mío. Solo un abrazo al final en un panteón. Pero si un día vuelves a La Habana Vieja, búscame en los basureros, aunque esto no es una elegía.
Letrinas: El milagro mexicano
Letrinas: Ciudadano cero
Letrinas: Maullido
Por Alejandro Carrillo |
Maullido
I
He visto a las mejores mentes de mi generación pálidas y absortas
bebiendo café instantáneo en una oficina
asfixiadas de ocho a seis por el nudo de una corbata,
sentados frente a un ordenador
maquinando hojas de Excel.
Arrastrándose en los parabuses
para llegar al fin de semana
al fin de mes
al fin de año
al fin de su pinche vida.
Los he visto desnudando sus cerebros
al buen juicio de un político
de un burócrata
de una institución
de una transnacional
de un hijo de puta que ‘la supo hacer’.
Súcubos rondando multifamiliares minimalistas
con cochera para dos
con cama para dos
con perros y gatos para dos
con baño y medio para dos
y con almohada para uno
porque los sueños son rebasados por el ingreso per cápita
el historial crediticio
y el agua caliente por la mañanas.
He visto los ojos de los que solía llamar
‘compañeros de lucha’.
Perdidos y amarillentos por los electrochoques
y la lobotomía que acarreó la Revolución
que nunca ganaremos.
He visto a hombres con almas buenas carentes de dios
y hombres buenos hechos a pulso que temen de dios
atestados por una necesidad urgente de morir
en plena misa de seis, de ocho,
recibiendo la sangre y el cuerpo
de un dios mortal que se parió a sí mismo
y que un día se suicidó por amor.
Me he visto durmiendo días y semanas enteras
siendo despertado por la tristeza
en la mugrosa habitación oscura de siempre.
Me he visto al espejo
pobre, harapiento y ojeroso
apolillándome en la inmundicia del alcohol y las drogas
sucumbiendo a la rémora del pinche desencanto.
He visto mi rostro en el último trago de whisky
que también es el primer trago de whisky
y vi el rostro del viejo Hank
-ruega por nosotros ahora
y en la hora de nuestra muerte-
y también intenté abrocharme el pantalón
y la camisa y las botas
y también grité:
-Oh, dios mío
¿y ahora qué?-
Y tuve pesadillas y desperté en la mesita desnivelada de un tugurio
y ahí conocí a la señorita Adriana Lynch que bailaba sobre mí
con su cabello de fuego
y sus piernas como fuego
y su culo y sus tetas como fuego
y sus ojos de neón que me pedían que la llevara a casa
en un baile sin fin.
Y perdí un día la noción del tiempo
y perdí el tiempo vagando
hambriento y solitario
y una mujer me dio de comer
y me dio fuerzas para verla a los ojos
y vi a los ojos al monstruo de las mil cabezas
y me inmolé y aticé mi corazón por un momento.
Y aquel monstruo de las mil cabezas se apartó
se fue de la mano de un apuesto y fracasado oficinista
y aquella mujer que me alimentó
hizo lo propio.
Y desperté otro día y salí de mi madriguera
y encontré a una vecina nueva
un semáforo nuevo
un centro comercial nuevo
un perro viejo
una recién casada que nunca más se acordaría de mí.
Y caminé toda la noche rumiando tragos y mujeres
en los peores –mejores- lugares de la ciudad.
Liándome a golpes con sujetos frenéticos
resquicios de hombres idénticos a mí
yonkis que mueren en cuartos de hoteles baratos
genios que mueren de hambre por el anhelo de mejorar el arte.
Y entonces perdí la fe y caminé entre marginados sin moral y sin ley
y esos marginados me dieron un lugar y fui uno de ellos
y evité el sufrimiento y sentí hostilidad
y vi que eso era bueno y me sentí bien
y sentí cierto dolor y fui un hombre bueno por unos momentos.
Y vi a la muerte apostando en el hipódromo
y me senté junto a ella y ella me ofreció un cigarrillo y yo lo tomé
y le pregunté a ella por dios
y ella me hizo la misma pregunta.
Y una buena noche dormí en la cárcel
y desperté en un mal día y salí por la mañana
atravesando ciudades perdidas en barrancos de cientos de pisos
y seguí mi camino por las vías del tren durante días y días
y llegué hasta aquí en mis cuatro patas y caminé por la cornisa.
Y al llegar aquí grite tan fuerte
y mi maullido fue desgarrador
y pude escuchar a otros gatos
a otros perros a otros lobos
y escuché a Allen Ginsberg
y por fin, después de mucho tiempo
pude lamer mis heridas
y por primera vez en siete vidas
deseé no estar solo.
Letrinas: ¿De qué murieron los quemados?
Por Alejandro Carrillo-
Preguntas urgentes sobre Ayotzin
(Marque con una cruz ✞)
Son 43 estudiantes
y 49 niños
y 52 más en un casino
y una puerta
del Palacio Nacional
¿de qué murieron los quemados? (marque con una cruz)
de ardor
de dolor
de miedo
de asfixia
de vergüenza
¿quién mató a los quemados? (marque con una cruz)
fue un mexicano
fue el Estado
fue un policía malintencionado
fue el que mató a Lucio y a Genaro
fuiste tú y fui yo
¿cómo mataron a los quemados? (marque con una cruz)
con un cerillo
con un garrote
con una bota de casquillo
con una cuchara sopera y una navaja
con un arma
-exclusiva del ejército-
con el combustible
de Petróleos Mexicanos
¿cuándo mataron a los quemados? (marque con una cruz)
fue hace un mes
fue en julio de hace dos años
fue hace veintiséis años
fue en 1968
fue ayer y hoy
será mañana
¿dónde mataron a los quemados? (marque con una cruz)
fue en Guerrero fue en Sonora fue en Monterrey
fue en Acteal fue en Aguas Blancas fue en Atenco
fue en Oaxaca fue en Tlatlaya fue en San Cristóbal de las Casas
fue en Tlatelolco fue en Ciudad Juárez fue en la frontera norte y en la frontera sur
fue en la cárcel de Lecumberri fue en la Universidad Autónoma de Puebla
fue en la televisión
fue en las urnas
fue detrás de la puerta
del Palacio Nacional
¿por qué mataron a los quemados? (marque con una cruz)
porque fue una orden de arriba
porque eran estudiantes
porque eran pobres
porque nacieron en México
porque estuvieron en el lugar y momento inadecuados
porque pronto empezaría a llover
¿qué hacer por los quemados?
quemarnos
arder en las calles
en las plazas
en las fosas clandestinas y en los basureros
en los salones de clase
o en el pasto tirados
consumiéndonos
caminemos
sobre la hoguera
de los quemados
como brasas encendidas
-molestas y dolorosas-
consternados y rabiosos
y no dejemos que se apaguen
los quemados
lentamente -vergonzosamente-
como puerta
del Palacio Nacional.
Letrinas: Visita dominical
Delirium Tremens-Por Alejandro Carrillo-
"Es como querer cargar un gato callejero"-Xavier Velasco
‘Aquí yace Alejandro Mata, ahora muerto también por dentro’.
Letrinas: La misma calle
¿cómo pudo sucederme a mí?
Por Alejandro Carrillo-
-Quince años después habría de regresar a la misma calle en donde se gestaron las mejores conquistas de mi vida. La misma calle en donde a sangre y fuego defendimos el honor de nuestros padres, hermanos y vecinos de la cuadra y vencimos cincuenta goles a cuarenta y nueve a los vatos del barrio contiguo en una batalla que duró años, todos los años de mi infancia. Todavía me levanto algunas mañanas con el dolor y la reuma y los raspones de ese partido infinito en el que nos hicimos inmortales. Quedan pocos de la banda, la gran mayoría se fue al gabo y ahora viven en barrio de bolillos adictos a los ácidos o están encerrados por vender ácidos o se están haciendo mierda debajo de un puente de Brooklyn por meterse ácidos o los agarraron unos gringos culeros que los deportaron porque intentaron ganarse la vida sin vender ácidos, sólo para regresar a México y no tener ni un pinche quinto para poder comprar un pasón de ácidos y morirse de una vez por pinches todas. Otros se casaron y tienen una vida socialmente aceptable, levantándose a las 5:30 de la mañana para alistarse, desayunar, dejar a los hijos en la escuela, llegar veinte minutos tarde al trabajo, hacerse pendejos, mentarle la madre al jefe, salir a comer y regresar veinte minutos después de la hora establecida por la compañía para regresar a la jornada de la tarde, manosear a la secretaria, despedirse de los compañeros y regresar a la casa para cenar, ayudar con las tareas de los hijos, lavar los platos y acostarse en una cama para dos sin hacer el amor hasta la quincena, dormir junto a un bulto odioso y soñar que esa misma noche se los chupa la bruja, sólo para oír el despertador de las 5:30 de la mañana y empezar de nuevo durante los próximos treinta años esperando que algo pase, pero nada pasa, pues ni la muerte se arrima a ese puto infierno. A veces me topo con algún otro que me reconoce y levanta la cabeza y alza la mano y me saluda mientras lava el tsuru o el chevy o la troca a medio tunear, lo único que lo mantiene cuerdo –qué onda carnal, cómo estás, chido, órale, luego te veo; y apresuro el paso para no hacer más alharaca y conservar sus rostros felices y llenos de granos en mi memoria como cuando teníamos catorce o quince años-. Después de todo, qué les iba a decir, sus vidas son una mierda, sí, pero por lo menos tienen algo –una vida terriblemente desprovista de interés-; yo en cambio regreso como un supuesto escritor -de los malos-, a la fecha no había publicado más que en revistas de poca monta y diarios locales, y para acabarla de chingar, venía saliendo de un par de meses en la peni quesque porque me encontraron no sé cuantos gramos de coca en mis bolsillos en una puta noche que nos cayó una redada de puercos en nuestro hoyo fonqui favorito. Quince años después, había regresado al lugar al que prometí no volver sino en una caja –grande o pequeña-. Y así fue, después de todo, y a estas alturas yo ya estaba muerto, por lo menos por dentro.
Letrinas: Cinderella
Octubre en martes trece. El inclemente rayo de sol de las 8:05am se relaja abruptamente sobre mis pies desnudos. El incómodo calor reactiva la resaca del día y me hace levantar del amarillento colchón con la única intención de acomodar la toalla negra que uso como cortina para impedir cualquier dejo de luz en la habitación. Las náuseas me invaden y corro al baño a tirar el mareo de una borrachera de días, quizá meses. Bajo a la cocina a buscar algo que me reanime –cerveza para dormir, café para despertar-. Como de costumbre no hay tazas limpias y busco alguna en los trastos sucios, una cucaracha muerta junto a la coladera me recuerda que quizá hoy sea mi cumpleaños. Si la gastritis no me falla estaría cumpliendo treinta.
Letrinas: Verborrea
Delirium Tremens-
Por Alejandro Carrillo-
Tan radiantes los infelices leyendo sus libritos en los cafés del centro, rodeados de señoritas con bufandas y gafas de pasta, y medias negras y blusas holgadas y deliciosos senos sudorosos, senos perdidamente enamorados, entregados a la voz tímida de un poeta, cualquier pinche poeta cínico.
Y uno rompiéndose la madre y el hígado y los riñones en los peores pinches tugurios del inframundo citadino, oliendo orines, fichando, inviertiendo en golpizas y enfermedades venéreas para tener una historia digna de ser escrita en las paredes de una cloaca.
Y vas y escribes de sudor y de mujeres, y también de drogas y de vómito, y de mujeres llenas de drogas y vómito, y de vómito lleno de drogas y perfume de mujer.
Y algunas de ellas te encontrarán brevemente interesante y si tienes suerte, podrás hacerles el amor -como dicen los poetas-. Pero ninguna prosa será capaz de hacerle frente al cinismo de un poeta. En la historia del mundo ningún Charles Bukowski ha competido en igualdad de condiciones frente a un Robert Frost, ninguna mujer dejará a un Benedetti por un Ibargüengoitia.
El colmo del cinismo radica en el bien cuidado uso de los verbos. Mientras uno se muere, ellos desfallecen; uno se desangra, ellos se llenan de vacío; uno coge y coge, ellos poseen los cuerpos desnudos; uno se llena la nariz de coca, ellos llevan su alma a niveles metafísicos; uno tiene orgías, ellos se enfrentan al deseo; uno es un degenerado, ellos son artistas.
A los poetas rebeldes los han llamado malditos; hubo alguno otro tan libre que lo encerraron hasta enloquecer, hoy a sus hijos nos llaman sádicos. El cinismo verbal ha perdurado desde los tiempos antiguos e incluso en los más despitados epigramas, como aquel de Cardenal -a quien le debo tantas Claudias- que versa en primera instancia en su forma más cínica y a posteriori lo parafraseo lleno honestidad. Sepan féminas que en cualquiera de ambos casos, todo se trata de verborrea desenfrenada, cupones intercambiables por unas piernas largas, largas, largas. Cuidado con esos putos cínicos.
Epigrama de Ernesto Cardenal:
Al perderte yo a ti,
tú y yo hemos perdido:
yo, porque tú eras
lo que yo más amaba,
y tú, porque yo era
el que te amaba más.
Pero de nosotros dos,
tú pierdes más que yo:
porque yo podré
amar a otras
como te amaba a ti,
pero a ti nadie te amará
como te amaba yo.
Muchachas que algún día
leaís emocionadas estos versos
Y soñéis con un poeta
Sabed que yo los hice
para una como vosotras
y que fue en vano.
___________________
Paráfrasis del Epigrama
de Ernesto Cardenal:
Al follarte yo a ti,
tú y yo hemos perdido:
yo, porque tú eras
lo que yo más follaba,
y tú, porque yo era
el que te follaba más.
Pero de nosotros dos,
tú pierdes más que yo:
porque yo podré
follar a otras
como te follaba a ti,
pero a ti nadie te follará
como te follaba yo.
Muchachas que algún día
leaís emocionadas estos versos
Y folleís con un poeta
Sabed que yo los hice
para follar una como vosotras
y que fue en vano.
___________________
Cógete a una lectora
Delirium Tremens | Por Alejandro Carrillo|









