Letrinas: Velocidad como comida cotidiana

Los tres esperan abordar pronto el bus pues la velocidad con que pasan los coches y los transeúntes les hacen sentir una necesidad de movimiento.

Velocidad como comida cotidiana
Por Rodrigo Reyna Segundo


Viernes 27 de Agosto, 1:40 pm. 

El fuerte sol de un día como hoy hace que la gente corra a refugiarse a cualquier sombra, los niños poco a poco comienzan a sentir la necesidad de la diversión aunque más tarde terminen buscando qué comer, la presión del sudor en los cuerpos mayores comienza a aumentar conforme es mayor el esfuerzo. 

Lucía sale de su casa, hoy más que otro día, con la velocidad de un rayo, olvida por un momento apagar la televisión y el boiler decide regresar pues el gasto en exceso no es algo que se pueda permitir. En el camino al trabajo descubre que no es tan tarde como ella pensaba y decide pasar por la tienda por algo de azúcar (convertida en pastillas) y algo de alquitrán (convertido en cigarros), su decisión fue buena ya que solo contaba con un pitillo. 

Marcel despierta con el peso del sol sobre sus pestañas; sabe, a pesar de que el día es hermoso, que no sucederá nada importante, pretende salir de casa con algo de tiempo para pasar a comprar un jugo mientras espera al “pinche verde” en la parada. 

A Martín lo despierta su madre. ¡Otro día gritos, otro día jalones! Piensa, como ya es costumbre, en la hora en que acaben sus clases, en el dinero que guarda para las maquinitas, en lo tarde que es para llegar a la escuela, pasa antes de llegar a la parada a la casa de su abuela a dejar unos pescuezos de pollo que su madre ha mandado. 

Los tres esperan abordar pronto el bus pues la velocidad con que pasan los coches y los transeúntes en general les hacen sentir una necesidad de movimiento, aunque sea indirecto y efímero. 

Los tres piensan para sí mismos, Lucía piensa en la gente que se saltó en la fila de la tienda y se dice –bueno a fin de cuentas tenía que salir rápido–. Marcel piensa en el señor que descargaba las naranjas con disgusto y se dice –es triste ver a un hombre que no disfruta su trabajo–.  Martín piensa en los pescuezos que ha llevado a su abuela y se dice –¿por qué pescuezos y no piernas? ¿por qué pescuezos y no muslos?

El bus llega y avanza raudo. Está lleno de gente que cumple como todos en llegar a su destino. La primera en subir fue Lucía, después le siguió Marcel y al final Martín. En esa misma secuencia acomodaron sus cuerpos del lado derecho y bien sujetos al pasamanos, los tres se desesperan al ver que el bus hace demasiadas paradas, se desesperan al escuchar la fuerte música que lleva el conductor la cual no se cansa de repetir –Juan el descuartizador, él es Juan el descuartizador–. 

La cabeza de Martín fue la que quedo más cerca de la bocina que se encargaba de emitir ese mensaje sangriento en esa hora del día. Marcel hacía caso omiso a la letra de la canción pues no encontraba bella la tonada, Lucía seguía con la mirada clavada en el vidrio deseando llegar a su destino. 

A una calle de la escuela de Martín, en un arranque de euforia, el chofer discute con un taxista que no cede el paso a tanto insulto, Martín comienza a sentir la velocidad infinita con que se desplaza el “verde” raudo, voltea hacia adelante y se percata que por la derecha un auto color blanco no se detiene; al llegar al crucero los autos se impactan y el bus alcanza a frenar, Martín decide bajar con el corazón casi en la mano, camina hasta su escuela, voltea a ver el accidente, su mirada se clava en el conductor del taxi y piensa: ¿es mejor la velocidad que los pescuezos, las piernas, los muslos?
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