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Letrinas: La noche que estuve a punto de conocer a Frank Turner




La noche que estuve a punto de conocer a Frank Turner

Jorge Tadeo Vargas



Mi teléfono suena a las diez. Había pasado toda la noche despierto peleando con Diana y justo a las seis de la mañana ella salió del departamento para irse a trabajar. Yo me quedé dormido en la sala. No alcancé a contestar; tenía cinco llamadas perdidas de Edgardo. Decidí regresarle la llamada. Era editor en un periódico, y si me estaba llamando seguro era por trabajo.


—¡Cabrón ¡ —me dice en cuanto respondo —tengo un buen rato llamándote. ¿Dónde andas?

—Líos con Diana. Me dormí ya amaneciendo y no escuche el teléfono. ¿Qué pasa?

—Hoy toca Frank Turner en la ciudad. Es un concierto gratuito, sin publicidad. Mucha prensa y unos cuantos fans. Mi jefe quiere que tú lo cubras para el periódico. No me vas a decir que no, ¿verdad?

Hace cinco años conocí a Diana en un concierto de Frank Turner, recién llegado a la ciudad de Nueva York. Estaba pasando un mal momento y dejé todo para probar suerte, no en la búsqueda del sueño americano, eso ya no se lo cree nadie, solo probar que podía hacer algo más que mi trabajo de periodista habitual. Mi plan era trabajar en los lugares donde suelen emplear indocumentados e ir escribiendo un libro de crónicas sobre esto. Al final no lo terminé, pero esa es otra historia.

En ese momento estaba trabajando, pintando casas, pagaban bien y no era tan pesado como las cocinas. Además que era un trabajo diurno y cuando vives con ocho personas más en un pequeño departamento, siempre es un alivio.

Una de las razones por las que había elegido irme a Nueva York era la cantidad de conciertos a los que podía asistir. De entrada tener el festival de Asbury Park a la vuelta de la esquina ya era un plus. A los meses de haber llegado se presentaba Frank Turner en un pequeño bar de Manhattan.

Ahí fue donde la vi por primera vez. Una morena con el cabello negro casi a la cintura, con un pantalón de mezclilla azul, un suéter rojo, bufanda negra y unos zapatos que hacían juego con el color de la blusa. La vi, tenía que hablarle. Me acerque a ella, me presenté diciéndole que era mexicano, que me daba la impresión de que ella también (le hable en español obviamente).

Para mi sorpresa no me respondió diciéndome que yo era el clásico acosador que piensa que puede conquistar a cualquier mujer, al contrario, continuó hablado conmigo. Me dijo que también era mexicana.

Vivíamos en la misma ciudad, no sé por qué no nos habíamos encontrado en algún otro evento o tal vez sí, pero no nos fijamos uno en el otro a hasta ese momento.

Ella estaba de vacaciones visitando a una amiga, era arquitecta e iniciaba con un pequeño despacho con otras dos amigas. Habían ganado una licitación bastante importante y se había dado ese regalo. También era fan de Frank Turner desde la época de los Million Dead. Eso era hablar con toda una conocedora.

Después de uno de los mejores conciertos que he visto de Turner; nos fuimos a tomar a un bar cercano. Platicamos toda la noche, compartimos nuestros números de teléfonos y por meses nos mantuvimos en contacto por ese medio y por correo electrónico. Un año después y una visita de un par de días que ella hizo a Nueva York, yo estaba de regreso en la ciudad y comenzamos a vivir juntos.

A mi regreso comencé a escribir el libro de crónicas, me puse a trabajar de freelance en algunos medios locales, con suerte me publicaban en algunos nacionales, ganando muy poco, así que prácticamente vivía del sueldo de Diana. Me parece que eso jodió la relación, o al menos mi capacidad de aceptar que ella fuera quien pagara las cuentas. Fue lo que deterioró lo que teníamos. Esa dinámica fue la que generó la mayoría de los conflictos. Eso y mi irresponsabilidad afectiva, tengo que reconocerlo.

Siempre nos quedaba Frank Turner. Lo fuimos a ver las dos veces que ha venido a tocar a México; lo disfrutamos tanto como la primera vez. Hasta puedo asegurar que nos inyectaba nueva energía para continuar intentándolo. Se convirtió en nuestro Forget Paris como en la película de Billy Crystal y Debra Winger, hasta que ya no hubo más.

Después de cuatro años de vivir juntos todo explotó. Justo un día antes del concierto incógnito de Turner en nuestra ciudad como parte de una gira de promoción de su nuevo disco.


—¿Me lo dices con tan poco tiempo?

—Lo siento cabrón, no fuiste la primera opción, pero tienes que decir que sí. Hay muchos que quieren cubrirla, pero nadie que conozca al Turner como tú.

—Vale, vale. Es trabajo y el dinero siempre viene bien. Además, entrevistarlo es algo que suena muy bien. Mándame la información y yo me encargo de cubrir la entrevista y el concierto.

—¡Perfecto! Te lo mando a tu correo electrónico y bueno, te aviso que la entrevista tiene que estar en mis manos el domingo por la noche. Se publica el lunes.

—Sin fallas.

Me levanté del sofá bastante adolorido. Se había convertido en mi cama habitual, pero aún no me acostumbraba a él. Siempre despertaba con un fuerte dolor de espalda que me estaba convirtiendo en un adicto al tramadol.

Me preparo café, prendo mi laptop que está en la mesa de la cocina la cual se ha convertido en mi oficina desde hace algunos meses. Reviso mi correo, tengo un correo de Edgardo con toda la información para el concierto. Pienso en invitar a Diana, sé que le gustaría. De pronto escucho la voz de Billy Crystal en mi cabeza que dice Forget Turner! y descarto la idea.

Me pongo hacer un poco de investigación para la entrevista. Es a las ocho de la noche. Pongo en mi reproductor su nuevo disco, me paso a una página de ventas en línea para pedir el vinil, y leo algunas cosas para ir lo más preparado posible y no caer en las clásicas preguntas. Es por mucho una de las entrevistas más deseadas para mí.

Trabajo hasta casi las seis de la tarde, hora en la que llega Diana. Se sorprende de verme a pesar de todo lo que nos dijimos la noche anterior; me lo dice, además me recuerda que es su casa y que esperaba que después de ayer en que nos dijimos tantas cosas hiciera mis maletas y me fuera dejando de consumir sus energías y sus recursos.

Regresamos al pleito. Nos gritamos de todo, nos insultamos. No damos cuartel. Se queja de que no ayudo en casa, de que no hago nada y que no aporto en lo más mínimo. Lo usual. Yo le digo que como no aporto financieramente ella está resentida conmigo, la tacho de aspiracionista, de pequeño burguesa. Ella se ríe de mí, se burla, mientras me asegura que no es así, que no es algo que le importe.

Discutimos por horas, olvido la entrevista y el concierto.

Son las nueve de la noche cuando Diana decide poner fin a todo. Me pide que me marche. Hago una maleta con algo de mi ropa, le digo que iré después por mis libros, discos, cassettes, toda mi vida.

Me pide que no vaya, que me diga a dónde me lo manda. La mando al carajo y salgo. Es cuando veo los mensajes de Edgardo que está bastante enojado, no es para menos.

Pido un carro por la aplicación programada para eso. Se tardará unos minutos. Le mando mensaje a Edgardo diciendo que al menos al concierto sí llego. “Más te vale. Ya te cubrí en la entrevista”, es su respuesta.

Llego justo a la mitad del concierto. Edgardo que aunque está furioso conmigo, es mi amigo y me soporta. Me insulta, pero me dice que ya todo está cubierto, él hizo la entrevista que me toca transcribirla y ponerle de mi conocimiento sobre Frank Turner. Me deja el trabajo pesado.

En concierto aún alcanzo a escuchar un par de canciones de su nuevo disco, además de “Four simple words”, “Reason to be an idiot”, “Get better” y la canción con la que ha cerrado cada uno de los conciertos en que lo he visto: “I still belive”. Justo es cuando me doy cuenta de que estoy llorando. Es cuando entiendo que todo termino con Diana.

Edgardo y yo estamos sentados en un bar. Me pide que haga un buen trabajo con lo que tengo, es importante. Le digo que no hay problema que tengo los elementos necesarios para hacer una buena entrevista-reseña.

Son casi las tres de la mañana cuando nos despedimos. Me quedo por la zona, caminando sin rumbo, esperando a que amanezca. Sé que estoy equivocado, pero no pienso reconocerlo. Menos ante Diana, todo se ha acabado después de este último pleito. Ya no hay nada más que hacer.

Tomo el primer autobús de la mañana que va repleto de obreros, empleados de oficinas, domésticas y estudiantes que no saben que el sol se asoma, no lo pueden ver desde sus smartphones. Yo siento que es un nuevo comienzo, mientras sonrío.

Letrinas: Por una cabeza



Por una cabeza
Samanta Galán Villa

Hace frío. Al lado de mí alguien llora. Sus gritos me aturden. No me importa lo que le hacen, pero sé que me tocará recibir exactamente lo mismo. Es el lugar sin límites. Está sitiado por barrotes, dividido por celdas, apartados del mundo porque hicimos algo mal, algo prohibido socialmente y aquí adentro pasa todo lo prohibido, pero peor.

Sé que los gritos que escucho de pronto cambiarán de tonada, subir y bajar. Como cuando me rasuro todas las mañanas y subo y bajo el rastrillo por toda la cara llena de pelo hasta que queda limpia y me veo más joven.

Él, me acuerdo, tenía la cara llena de pelo. Mina, quisiera que estuvieras aquí conmigo. No. Quisiera estar lejos de aquí contigo, en otro lugar. Me gustaría regresar a esa mañana en la que me dijiste que te acompañara al monte porque querías enseñarme algo.

Qué contento me puse. Pensé: al fin se me hizo con esta. Perdón que te dijera “esta”, pero aquí, en una celda mientras los gritos del de al lado se elevan cada vez más y luego se atraganta con algo que meten a su boca e imaginar que ya pronto es mi turno me da el valor de decirte que esa vez te dije “esta”.

Fuimos al monte y yo me iba aguantando las ganas de acariciarte las nalgas que temblaban detrás de la tela de tu vestido o de meter mis dedos en tu cabello largo, negro y lacio. El olor de la tierra recién labrada y también a quemado por el tiempo de siembra hinchando los pulmones. Nos van a ver, Mina, te dije. Hay que buscar un árbol frondoso.

Cállate y no digas nada, ya casi llegamos.

La rama entró por debajo del lóbulo de la oreja izquierda y salió en la coronilla del cráneo. Los ojos abiertos mirando al cielo que apenas empezaba a volverse azul. La sangre en el cuello coagulada. La cara llena de pelos, como si no se hubiera rasurado todas las mañanas, moviendo la mano arriba y abajo, así, así hasta quedar limpio como la cara de un muñeco de aparador.

¿Sabes quién es? Preguntaste. No, respondí. Me hubiera gustado decir más, decirte Mina, que me había hipnotizado el color rojo alrededor del cuello, viscoso y brillante. No había salido el sol, pero brillaba. La cabeza de un extraño colgada en la rama de un árbol como una manzana. Como un fruto cualquiera.

Entonces dejé de pensar en las formas de tu cuerpo, en el peso exacto de tus tetas en mis manos. No podía dejar de ver al desconocido, a las moscas en las fosas nasales, que se arremolinaban en el cuello cercenado.

¿Qué hacemos? ¿Le avisamos a la policía?

No. Hay que llevarla a mi casa.

¿Por qué? ¿Para qué quieres una cabeza en tu casa?

Mina, esas cosas no se preguntan. Uno no sabe por qué de pronto un día aparece una cabeza colgada de la rama de un árbol con el mismo resplandor de una estrella y tiene los ojos mirando hacia arriba como quien está harto de vivir y ruega un descanso. Uno no sabe por qué de pronto tiene la necesidad de descolgar la cabeza igual que con un fruto maduro y jugoso que ya está listo para comerse y la quita con cuidado para que no se desbarate y se convierte a partir de entonces en su posesión más sagrada. Uno no lo sabe. Yo no lo sé explicar.

Ya con la cabeza en las manos me miraste como si el aparecido fuera yo, como si me desconocieras. Te pedí que no le dijeras a nadie y respondiste que sí con un movimiento. Ya no quisiste hablar. ¿Te arrancaste la lengua Mina? ¿Tu boca se convirtió en una cueva oscura a la que nunca toca la luz?

Mina, los gritos de al lado, son insoportables. Tú no podías soportarlos y tampoco las risas de los otros presos que se divierten con los que acaban de llegar a la prisión. Qué frío. Los dientes me castañean y casi puedo olvidarme de que en poco tiempo se van a aburrir de esa víctima y será mi turno.

Llegué a mi casa corriendo y puse la cabeza, no la mía sino la del desconocido, en una caja de cartón. Atrapó mis ojos. Todo alrededor se volvió borroso y también dentro de mí. Me costaba trabajo recordarte, Mina. ¿Cómo es que te llamas? Mina. Guillermina. Sólo podía recordar el nombre sin una cara porque la cara del desconocido se convirtió en la cara de todo el mundo.

Inventé historias sobre él. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué le cortaron la cabeza y la colgaron de un árbol? El desconocido es mi hermano Luis que desapareció hace muchos años cuando intentó fugarse a Estados Unidos con su novia y nunca los volvieron a ver. No es cierto, es mi papá: Un jornalero que sembraba maíz en los tiempos de lluvia. Madrugaba con el sol y regresaba hasta tarde, pero un día sólo volvió su cuerpo caminando sin orientación. Nunca encontramos la cabeza, pero mi papá sí encontró la forma de seguir trabajando de todos modos.

 La cabeza eres tú, Mina. Somos todos.

El desconocido, igual que yo, fue cambiando con el tiempo. No te imaginas cómo se transforma el ser humano después de la muerte. La piel, Mina, se pone verde, se pone azul y luego negra. Huele mal. A otro mundo y a un aire que sólo puede respirarse por los que ya caminan en los infiernos. Los gusanos y moscas que atrae la podredumbre son imparables, pero yo me acostumbré al ruido del revoloteo de los insectos necrófagos.

Es fácil hablar con alguien cuando sabes que nunca lo volverás a ver. Que está desapareciendo. Le dije al desconocido todos mis secretos. Por ejemplo, que tú, Mina, eres la mujer que más he querido. Que te llamas Guillermina y que te llevaré a otras tierras para regalarte campos donde el trigo aun sea verde.

Le dije que yo también estaba harto de la vida y que se comienza a notar en la piel manchada por el sol y en las costillas que se asoman encima de la ropa. Le dije: No sabes la suerte que tienes de estar lejos de aquí y estar aquí al mismo tiempo. ¿Los muertos son los únicos que pueden habitar dos dimensiones?

1,2,3,4,5,6,7,8,9,10…¿Cuántos días estuvimos juntos? No lo sé Mina, sólo puedo decirte que contemplar la cabeza me robó el tiempo y las ganas de trabajar, de comer y hasta de citarte en el cerro para levantarte el vestido y clavarte contra un árbol.

11,12 o13 días más tardaron en llamar a la puerta y preguntarme si estaba bien, si había alguien adentro y que si no respondía iban a tirar la puerta. La tiraron. Me encontraron a mí con una cabeza descarnada en una caja de cartón oliendo a diablos. Oliendo a muerte.

¿Cómo lo mataste? ¿Por qué? ¿Qué te llevó a cortarle la cabeza a este desconocido y dónde dejaste el cuerpo?

No sé, no sé. Él no es un desconocido. Es mi amigo. Él me conoce mejor que nadie. Por favor no se lo lleven. Por favor déjenme aquí.

Me acusaron de homicidio, Mina. Ho-mi-ci-dio. Qué palabra más triste. Mina, no te olvides de decirles que yo no maté a nadie. Cuéntales que tú fuiste quien me llevó al monte, tú fuiste la que me dio a comer del fruto prohibido en el Jardín.

Pasos en el corredor. Pasos que vienen a mí. Pasos que se detienen en la celda. Mina, ya vienen. Mina, dime algo y tal vez logre escucharte. Mina, llévale flores a mi amigo en su mausoleo que tiene la leyenda “Aquí descansa la cabeza de un desconocido, asesinado por un criminal”.

La reja se abre. Ellos entran. El aire que entra en mi pecho duele.

La reja se cierra.





Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.

Letrinas: Hermanos en el paraíso



Hermanos en el paraíso

Darinel García



─¿Recuerdas cómo te moriste?

─No, solo fue como… ¡fa! Brinqué, nada más.

─¿Te dolió?

─No, solo vi oscuro.

─Diablos, yo recuerdo que me dispararon una flecha. Sentí que me atravesó la cara y caí. Cuando me levanté ya me vi tirado, estaba aquí con esta gente.

─Raro, según que la mayoría no lo recuerda.

─Bueno, ya no importa, al menos estamos juntos, aunque siempre creí que nos tocaría estar en el… ya sabes.

─Simón, yo también lo pensé.

─Me siento extraño, como demasiado bien.

─Sí, igual yo. Ese rato escuché a dos viejitos hablando. Se abrazaron y mencionaron algo, que aquí todo es perfecto en todos los sentidos, hasta tú y yo.

─Con razón me siento extraño, no asimilo la idea de ser perfecto.

─Mira el pasto, es demasiado verde. La sombra se ve muy fresca. El sol no arde en la piel. Muy fresco el viento. Definitivamente es el paraíso, o de plano estoy soñando.

─Ah, ¿Te preocupa algo? ¿No sientes angustia de que has olvidado algo?

─Mmm no, qué loco.

─¿Escuchas ese río? Creo que está más allá abajo.

─Vamos a vernos, quiero verme siendo perfecto.

─Pero si te veo igual.

─Pero yo no me he visto.

─Antes de eso ¿No has visto a papá y mamá?

─Creo que los vi por allá, caminando hacia aquellos árboles que están ahí ¿los ves?

─Sí.

─Pues para allá iban, muy felices.

─Se olvidaron de que tienen hijos, ja, ja.

─No creo, ja, ja.

─Ese rato me pareció ver más gente conocida. Hasta me saludaron, y no sé si te acuerdas pero antes nadie lo hacía.

─Porque tú tampoco lo hiciste.

─Me siento raro, como si flotara.

─Es normal, ya ves que nos decían que aquí no existía el cansancio y eso.

─Ah, es cierto, la neta yo nunca me vi como candidato para andar en este lugar.

─Por dos. Al final sí fue cierto lo que nos decían.

─Oye, ¿no sientes un poco lejos el río?

─Simón, se escuchaba tan cerca.

─A lo mejor así suena el paraíso. O es el viento.

─Loco, si estamos aquí, y si hay gente que conocemos, ¿eso quiere decir que nos morimos al mismo tiempo o cómo?

─No creo, tú lo hiciste de diferente forma y yo también. A menos que nuestras muertes fueron momentos antes que las de todos los demás.

─Puede ser. Pero me siento raro.

─Allá está el río.

─Vamo’ rápido.

─Dicen que si estás muerto puedes verte, y si estás soñando vas a desp






Darinel García | Venustiano Carranza, Chiapas, 2000 | Estudiante de Lengua y Literatura Hispanoamericanas en la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH). Disfruta de escribir aunque en muchas de las ocasiones no lo haga como es debido. Está dispuesto a cometer errores con tal de superarse. Ha publicado poemas en revistas como Granuja, Revista Página Salmón, Irradiación, Estrépito, entre otras más. Autor del poemario Ya no quiero estar aquí (Espantapájaros Editorial, 2022).

Letrinas: Clorfeniramina y a dormir



Clorfeniramina y a dormir

Belerio Fontes

 

Difícilmente pude conciliar el sueño con la facilidad que lo suelo hacer después de recibir la llamada de Beth esa noche. Era ya tarde y los niños estaban ya dormidos, después de escucharme leer en voz alta sobre el año dos mil tres, según Ray Bradbury.

Abril dos mil tres: Los músicos. Así se llama el título del capítulo, les dije. El más grande me interrumpió preguntándome, ¿en qué año nací? En mil novecientos ochenta y dos, le dije. Ah, dijo el preguntón y el más pequeño hizo un silbido al escuchar la respuesta, como si fuera una cifra de gran magnitud. Yo solo sonreí.

Cerré el libro después de leer unas cuantas páginas y suponer que ellos ya habían sucumbido al sueño, pues minutos antes parecía que nunca lo lograrían. Tan rico que es dormir chicos, les contestaba cuando yo, me decían que no querían hacerlo. Claro que esperaba comprendieran mis palabras, pero estaba consciente que eran aún demasiado incivilizados para tomarlo en serio.

Revolví suavemente el cabello de mi hijo mayor y no le vi reacción, así que me salí despacio de su cuarto y bajé las escaleras para checar las cerraduras lockeadas. Bebí agua fría del garrafón, un vaso grande. Descubrí que la gata dormía en el sillón y pensé en sacarla, pues a veces no deja dormir con su ronroneo y su obsesión de estar recargada contra alguna parte de mi cuerpo cuando duermo, pero la noche era fría. Subí las escaleras y de arriba hice pss pss pss para llamarla al cuarto.

Regrese a mi recamara y revise el celular para encontrar unos mensajes de texto de Beth. Escuetos, pero contestaban que había tenido mucho trabajo en el día y dejaba la interrogante de, ¿cómo había sido el mío?

Márcame, le contesté por escrito, aunque no esperaba su respuesta. Todo el día me había sentido ignorado y ello me amargó. Pero ya la conocía un poco más que al inicio y me daba cuenta de que, así como era encantadora, también era lo contrario. Nunca al mismo momento, claro.

Dejé el celular en la mesa de noche y me fui a lavar los dientes. Regresé a cama y me tapé con dos cobijas de pies a cabeza. Apagué la luz pensando en que Beth no se había comunicado, así que decidí no clavarme en la idea y rendirme a la fatiga del día.

En ocasiones cuando estoy por dormir, siento que entro en un pensamiento. Una idea que imagino y empiezan a aparecer cosas y personas. Me dejo llevar por ello, soltándome de la realidad para sumergirme en la fantasía que mi subconsciente quiere que vea, algo que quiere curar quizá. De ahí en adelante nada me detiene a dormir profundamente, aunque mi celular registra que mi sueño no es tan genial como el de otros usuarios del Galaxy Fit. En esta ocasión todo fue así hasta que la llamada entró.

Desperté, contesté y nos saludamos con cierta extrañeza. Quise hacer platica y enterarme de su día, pero ella pronto dijo en tono serio, que teníamos que hablar y que quería hacerlo viéndome a los ojos. Pero le dije que no era necesario y que dijera lo que necesitaba comunicar.

Ya no podemos tener esta la relación, me dijo y agregó que ella no estaba lista y yo estaba casado.

En otras ocasiones como ésta, un vacío ocupa mi esternón y cavidad abdominal. Esta vez, se sumó un poco de molestia por la hora de la noche y lo sencillo que hubiera sido esperar hasta mañana o decirlo más temprano en el día. Así, hasta se agradece. Sin embargo, en vista que yo insistí en que ocurriera así, me sentía mas pendejo aún.

En mi mente pensaba que ya había valido madres el buen dormir, pero con voz tranquila le contesté que yo entendía. Me dijo que no me quería lastimar y que no era el mejor momento en su vida. Yo solo escuché y por último fingí estar de acuerdo en todo. Incluso le dije que apoyaba su decisión y que por mi parte no había cabida para malos sentimientos. Nos dijimos que nos veríamos mañana o luego y nos despedimos sin un te amo.

Al colgar solo pude tener pensamientos de Beth. Recordando las veces que estuvimos juntos, ya sea cogiéndomela, haciéndola reír, viéndola bañarse, tallando su espalda, escuchando sus chistes malos, reniegos y disculpas. También imaginé como otro hombre vive la experiencia de estar en la vida de Beth, lo cuál era la peor de todas las visiones que pude inventar.

Después de un rato me convencí a sesgar mis pensamientos y hacer lo posible por olvidar lo ocurrido para poder dormir. Así que, me levanté de la cama con rumbo a la cocina a buscar desesperadamente algún fármaco que pudiera provocarme sueño. Había comprado un antigripal hace una semana, pero este ya se había acabado. Milagrosamente encontré unas pastillas de clorfeniramina y me tomé dos. Lo bueno que es la de marca, pensé y me hubiera tomado cuatro en ese momento de tenerlas, aunque la leyenda de la caja dijera que la dosis era un máximo de dos. Ya las había probado y me provocaron un chingo de sueño en mal plan, pues las tomé en esa ocasión de día, antes de ir a trabajar.

Regresé a la cama y practiqué respiraciones profundas. Inhalar por la nariz hasta el punto de sentir que mis huesos de la espalda truenan y mis costillas se rectifican. Sentir a los pulmones recibiendo presión en sus paredes elásticas y después, exhalar por la boca, haciendo que el viento roce la garganta y sumiendo el abdomen hasta tocar el espinazo. También pensé en el color negro, siempre lo hago, me funciona bien. Es algo muy sencillo, solo pienso en el color negro. Hago que mis ojos vean la oscuridad del parpado y evitó que otros pensamientos entren. Aunque, sin mucho esfuerzo, Beth entraba en esa construcción que formaba en mi mente del lugar seguro y le acompañaban miles de ideas más, que me revolcaban tal cual lo hace una ola.

Desesperado y ansioso al borde de pegar gritos, sentí de repente sueño. Somnolencia más bien y empecé a quedarme dormido. Sentí un alivio de ello, a pesar de tener una tristeza en mí. Quizá la tristeza me durmió, pero también fue la clorfeniramina. Por eso cuando la recomiendo, siempre digo que la de patente es la mejor. 



Belerio Fontes. Escritor aficionado, recientemente cursó el Master en Escritura Creativa en la UVirtual de la Universidad de Salamanca, España, con la tutoría de la Doctora María Marcos. IG: @belerio.fontes

Letrinas: Sweet Girl



Sweet Girl

Eva Campos

Hoy era mi última noche como auxiliar de registro de una empresa de maniquíes. No había renunciado porque el salario fuese malo, ni mucho menos porque hubiese un ambiente de trabajo feo. De hecho, pensar en la razón de mi renuncia, me hacía sentir como una completa estúpida; incluso, tuve que mentir diciendo que el turno nocturno había sido muy pesado para mí, a tener que revelar mi verdadera razón, pues yo sabía que, sin duda, me tomarían por loca; porque, era por ella, una sweet girl de plástico.

            Recuerdo que la primera vez que llegué a la oficina me sentí muy incómoda en el sitio, al principio lo atribuí a la forma que tenía el lugar; pues el piso era cuadrado con un enorme hueco en medio, que dejaba ver los pasillos de los siguientes pisos; lo único que apartaba al corredor del abismo, era un simple barandal de barrotes metálicos. Sin mencionar, que en ese nivel sólo se hallaban dos oficinas, una paralela a la otra, divididas por la abertura del suelo; una de las oficinas era la bodega, de donde debía sacar las cajas de los registros que tenía que capturar en la otra oficina, por lo que debía cruzar todo el nivel para poder realizar mi trabajo.

Sin embargo, pronto descubrí que la ansiedad no era por el diseño del edificio, sino se debía a un maniquí que se encontraba en la bodega. Me puso la piel de gallina cuando me topé con Hortensia. Era un maniquí de un aspecto muy desagradable. Su cabello era negro, corto y muy despeinado, tenía piel de silicona color blanco. Y su rostro… apreté la mandíbula, su rostro era lo que más me incomodaba, pues sus rasgos parecían a los de una persona real. Sus ojos eran redondos, de color café, estaban tan detallados que, incluso, era capaz de ver sus iris; tenía pestañas tupidas, nariz alargada, labios gruesos de un material carnoso y sus pómulos eran muy pronunciados. Jamás había visto un maniquí que tuviera características así de humanas, al grado de simular tener piel. Ella era parte de una colección de maniquíes que tenía por nombre Sweet Girl, que había sido creada hace doce años; por lo que me contó Iván, mi jefe, su venta había sido un total fracaso, pues todas las personas que veían a las Sweet Girl, experimentaban lo mismo que yo había sentido; aborrecimiento y espanto.

En un inicio traté de ignorar su presencia, convenciéndome sobre que ella sólo era una muñeca. Las primeras semanas logré hacerlo; cuando iba hacia la bodega trataba de no mirarla, de tomar las cajas que ocuparía e irme lo más rápido posible. Por un momento, creí que, de verdad, podría sobrellevar la ansiedad que me provocaba su aspecto. Sin embargo, no fue así. Con cada día que pasaba me sentía peor, no entendía por qué me ocurría aquello, simplemente lo sentía hasta mis huesos. Hortensia me angustiaba al grado que, incluso, había comenzado a tener pesadillas con ella; en mis sueños ella me sonreía y después me tiraba por las escaleras. Desde que tuve esos sueños, había comenzado a sentir que, Hortensia, realmente me miraba y, por eso, es que había decidido renunciar. 

Sólo debía cumplir con este turno, y podría irme por la mañana, para no regresar nunca más. Mis manos temblaron. Me había hecho el propósito de no ir ni una sola vez a la bodega, para no verla. Observé el cristal blancuzco que tenía la puerta de la oficina, los latidos de mi corazón se volvieron rápidos, miré fijamente la sombra que allí se reflejaba. Respiré aceleradamente. La forma de la sombra se parecía a la silueta de Hortensia. Sabía que era imposible que ella estuviera de pie, afuera de la oficina, esperándome, pero la sola idea de pensarlo me provocaba espasmos violentos en el estómago.

Tragué despacio y cerré los ojos. A lo mejor sólo estaba alucinando, a lo mejor la ansiedad que sentía me estaba provocando visiones. Respiré profundo y abrí los ojos. La sombra seguía allí. Mis piernas temblaron.

—¿Iván? ¿Eres tú? —susurré despacio. No obtuve respuesta—. Por favor, Iván, si esto es una broma, de verdad me estás asustando.

Respiré profundo una vez más, caminé despacio hacia la puerta, sin quitarle la mirada a la sombra, y giré la perilla, poco a poco. Sin esperar más, abrí de un zarpazo y salí hacia el pasillo rápidamente, como si quisiera sorprender a alguien en medio de su travesura. Mi cuerpo se sobresaltó. No había nadie. No estaba Iván, ni Hortensia, ni nada que hubiera podido proyectar sombra alguna. Miré a todos lados y abracé mi cuerpo, el ambiente estaba muy helado y olía muy mal, como a perro muerto. «Tranquila, Martha, no pierdas la cabeza», me dije mentalmente. Seguramente, sí eran mis nervios los que me estaban provocando todo esto. Di media vuelta, dispuesta a entrar de nuevo en la oficina, pero un sonido me detuvo; giré mi rostro hacia el final del pasillo. Se escuchaba como si alguien estuviera chocando sus dientes unos contra otros, una y otra vez. Fruncí las cejas, ¿qué era eso?

Me quedé de pie, mirando fijamente hacia donde provenía el sonido, pero no lograba divisar nada que pudiera provocarlo. Un escalofrío recorrió mi espalda. Respiré despacio, la atmósfera no sólo era fría, sino que ahora se había vuelto pesada, como si estuviera en un lugar completamente cerrado, con muy poco aire. El sonido desapareció y el silencio reinó. Todo estaba tan callado que, incluso, mi propia respiración se escuchaba muy fuerte. De pronto, un cosquilleo me invadió de pies a cabeza, moví mis ojos de un lado hacia otro, sentí un sorpresivo repelús. No sabía cómo, pero estaba segura de que algo estaba ahí conmigo. Algo estaba mirándome.

Un mechón de mi cabello se movió, y al tiempo sentí una respiración en mi nuca. Me petrifiqué. Mis labios temblaron, y viré mi rostro hacia atrás. Allí estaba. Sin explicación lógica, sin razón; Hortensia me estaba sonriendo de oreja a oreja. Grité horrorizada y corrí despavorida hacia las escaleras. ¡Lo sabía! ¡Sabía que estaba viva! ¡Por eso me sentía así con ella, porque todo el tiempo estuvo mirándome! Seguí corriendo, mientras gritaba «¡Está viva, está viva!».

Cuando llegué a las escaleras, miré de nuevo hacia atrás, sólo para asegurarme de que ella no me estuviera siguiendo; pero al igual que con la sombra, ella ya no estaba. Bajé las escaleras sin esperar a que volviera a aparecer, pero entonces, la vi al final de éstas, estaba allí, esperándome. Regresé sobre mis pasos y subí corriendo tan rápido que, inevitablemente, resbalé y rodé escaleras abajo. Lo último que vi, antes de perder el conocimiento, era a Hortensia, asomada por el barandal, riendo, igual que en mi sueño.


Eva Sulim Campos Martínez ha publicado cuentos en diferentes medios, como El Velador en Licor de Cuervo, La mosca en Estrépito, Petunia y su hambre en Nudo Gregoriano y Revista Sputnik. Así como también, ha sido parte de dos antologías, una de la Editorial Tinta de Escritores TDE, con su cuento Un labial y un vestido de 1922. Y la segunda en la Editorial Lebri, con su cuento La casa de mi abuela.

Letrinas: O Rei



O Rei

Samanta Galán Villa


Al pensar en mi padre, puedo recordar claramente su cuerpo inmóvil frente a la imagen de O Rei. Un póster que consiguió en un mercado, en donde se ve al ídolo del futbol de espaldas, mostrando en la playera verdeamarela el número diez. Su cara de lado, sonriendo feliz de saberse el mejor futbolista del mundo.

Lo fue para muchos. Lo fue para mi padre.

No sólo coleccionaba varios recortes de periódico sobre las victorias de Pelé en el Santos FC o incluso algunas notas de revistas, también tenía un par de jerseys supuestamente autografiadas por él, colgadas en un gancho de madera y cubiertas con una bolsa de plástico. Muy parecido a como entregan los trajes en la lavandería.

El cuarto de mi padre era un santuario para do Nascimento. No había mujer que le reclamara su afición porque mi mamá falleció cuando yo tenía tres años por una angina de pecho. Según mi papá, no fue eso, sino los corajes que hacía ella porque siempre se hizo en esa casa su santa voluntad. Y es por eso que tengo este nombre, esta cruz. Pelé Reymundo González Chagoya.

Qué orgullo para mi papá presentarme con sus amigos diciendo mi nombre completo, haciendo énfasis en la última e de mi primer nombre. Pelé. En ese entonces, cuando tenía apenas diez años, llamarme así me ponía a la par de ellos y hasta más alto.

Nunca vi jugar a O Rei, pero mi papá me contaba historias increíbles sobre sus goles y sus Copas del Mundo. Decía, con aires de profeta, que si Pelé se coronaba como el rey en otro Mundial, entonces habría más ganancias en el negocio de tapicería que nos daba el sustento. Si Pelé gana otro Mundial entonces tú, hijo, serás igual de grande que él. Algún día tú llevarás a este país a la final y yo diré orgulloso que Pelé Reymundo es mi hijo. Eso decía.

Para mí no había labor más importante. La escuela era un desperdicio de tiempo. Salía corriendo de clases para tomar un balón que se desbarataba con cada golpe. Ponía dos cubetas como portería y practicaba penales. Con mis amigos jugaba a la hora del recreo y de la salida.

Nunca estuvimos en un torneo formal hasta que mi papá me inscribió en uno con muchachos más grandes que yo. En el primer partido me dieron una paliza. Un llegue arriba del talón me sacó del partido.

Entre mis lágrimas vi la cara de mi papá, diciendo que no. Arqueando las cejas como cuando un sillón ya estaba muy usado y no tenía remedio. Al siguiente partido no fue. Imaginé que ya se había arrepentido de llamarme Pelé Reymundo. Y a mí ya no me sabía igual patear la pelota si no era para llevar este nombre a la cima.

No volví a jugar futbol. Mi papá se encerraba en ese cuarto cada vez más seguido, escuchando las noticias de su ídolo. No sé por qué, pero lo sentí más ausente. Como si el futbol fuera ese lazo de amor que cualquier hijo quiere construir con su padre y que, si falla un penal, una asistencia o un tiro libre, entonces también fallan esos ratos en donde se sientan a las ocho a ver dos equipos enfrentarse. Enojarse porque el árbitro es un ciego que no ve esto o aquello y celebrar juntos cuando cae un gol a favor.

Mi padre nunca imaginó que el Pelé Reymundo al que le tenía tanta fe para llevar a México a la gloria en el Mundial, terminaría estudiando Leyes. Y cuando salí de ese universo en el que sólo existíamos mi papá y yo, me di cuenta de que mi nombre no era una bendición. Era un chiste.

El abogado Pelé Reymundo, ¿te imaginas?, decían las muchachas del salón y a mí me ardía la cara de vergüenza. Quería reclamarle su locura y su desmedida afición, pero, a fin de cuentas, mi papá me hubiera puesto ese nombre aunque naciera cien veces.

Entonces investigué todo para cambiármelo y ponerme uno como cualquiera. A lo mejor Silvestre como mi abuelo, Juan Carlos como mi tío. Rafael, como mi padre.

Pero una tarde me invitaron a cascarear afuera de la facu. Yo centro delantero. Nunca tuve problemas para correr ni cabecear. El ADN me bendijo con piernas largas y una flacura que yo muchas veces pensé insana.

El aire me daba en la cara, sentí cómo el sudor de mi frente y del pecho se secaban al tiempo de burlar a los defensas y anotar el primer gol. Un cabezazo que dejó al portero del otro equipo con la boca abierta, inmóvil.

Pelé Reymundo, Pelé Reymundo gritaban los curiosos que se juntaron alrededor de la cancha. Dicen por ahí que el cuerpo tiene memoria y que nunca olvida sus verdaderas pasiones. Y esa tarde hice seis goles, los que me hubiera gustado hacer en aquel torneo infantil ante los ojos de mi viejo.

Por primera vez en años sentí orgullo de llevar ese nombre. Los maestros me dijeron bien que te queda. A lo mejor te equivocaste de carrera y lo tuyo era el deporte. En la Selección Mexicana hace falta un Pelé como tú.

El aire de todo el mundo me cabía en los pulmones. Se me atoró la emoción en la garganta. Corrí, atravesé las avenidas, ensuciándome el pantalón con los charcos de agua, pisando chicles, esquivando perros y señoras con sus hijos.

Me quité la camisa para que el humo de los carros no ensuciara mi victoria.

Llegué a la casa y encontré a mi papá en el patio. Estaba sentado en un tronco de madera. Grapas en medio de los labios, midiendo un pedazo de tela de terciopelo azul. Las bolsas de sus ojos nunca me parecieron tan grandes. Las grapas temblaban entre sus dientes y un hilo de saliva le resbaló por la barbilla y cayó sobre su vientre, que se asomaba debajo de la camisa.

¿Qué quieres?, preguntó.

Papá, hoy jugué fut.

Su boca se abrió como una tumba dispuesta a recibirme. Se estaba riendo. Su barriga brincaba con las carcajadas y dijo apoco todavía se acuerda cómo jugar el señorito. ¿Y ganaste?

No, le respondí. Hoy tampoco pude.



Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.

Letrinas: Crac


Crac

Franco García


Genaro da un trago a la cerveza y mira por la ventana. El cielo está despejado, el día caluroso. Son más de las dos de la tarde y unos niños juegan futbol. El pavimento en la colonia Vacacional parece brasero pero poco les importa. A Genaro le llama la atención el portero, quien es rechoncho, moreno y de baja estatura. Al instante se identifica con él y recuerda todo lo que sufrió respecto a su apariencia física en la escuela.

—¡Genaro puerquito!

—¡Mantecoso!

—¡Oing, oing!

Una época dura, difícil de olvidar. No fue de muchos amigos porque había que permanecer en casa todo el día. Su madre trabajaba de camarera en los hoteles de la Costera y se veían sólo por las noches. Una mujer cariñosa y sensible. Jamás volvió a salir con otro hombre después de la muerte de su esposo. Se dedicó de tiempo a completo al trabajo y a su hijo, hasta que el cansancio y la edad acabaron con ella.

Genaro no aparta los ojos del portero. De pronto le meten un gol y todos los de su equipo comienzan a darle de manotazos en la cabeza; el contrario celebra. No alcanza a escuchar lo que le gritan mas lo supone. Acaba la cerveza, se limpia los labios con el antebrazo y deja la botella en el alféizar. Acto seguido se sienta en el sofá, coge el control de la televisión y la enciende. Pasa de un canal a otro hasta que finalmente se detiene en una película mexicana en blanco y negro. Al cabo de unos minutos tocan la puerta. Apaga el televisor y se dirige a abrir.

—¿Quién? —pregunta en tono brusco.

Una voz femenina y dulce responde al otro lado.

—Soy yo, Mariela, su nueva vecina.

Después de asegurarse quién es, Genaro gira la perilla y abre. Mariela es una mujer joven, morena, delgada, de fino rostro y casada. Lleva puesto un vestido azul con burbujas blancas, holgado y escotado por la espalda.

—Buenas tardes, don Genaro. Perdón que lo interrumpa, ¿tendrá que me preste un taladro? Sucede que mi esposo lo necesita porque pondrá un espejo en el baño. Y como sabemos que usted trabajó en teléfonos, pues...

Genaro guarda silencio por algunos minutos y luego dice:

—Deje voy a la bodega y lo busco. Pase, tome asiento.

Mariela ingresa echándose aire con ambas manos en sus senos, se sienta en uno de los sofás y mira a su alrededor. Genaro suspira y cierra la puerta. De inmediato a Mariela le atraen los cuadros que cuelgan en la pared, los floreros y algunos juguetes que adornan los muebles. Genaro le ofrece agua y refresco.

—Agua está bien —responde Mariela.

Genaro va a la cocina por ella. Mariela no contiene su curiosidad y se levanta de su lugar y se aproxima a ver de cerca una foto donde un niño gordo abraza a una mujer por la cintura. Al fondo hay juegos mecánicos, luces de múltiples colores. Genaro regresa con el vaso de agua y se lo entrega. Mariela lo lleva a la boca y bebe hasta el fondo. Después coloca el vaso sobre la mesa que se encuentra al centro de la sala y pregunta:

—¿Es su mamá, don Genaro?

Genaro frunce el ceño, le incomoda hablar de su madre mas asiente.

—Qué linda era, y usted tan serio. Pero qué calor ha hecho últimamente, ¿no?

—Bastante. Permítame, voy a la bodega por el taladro. En seguida vuelvo.

Sale por la cocina y atraviesa el jardín trasero. Una vez dentro de la bodega, baja una caja enorme de la repisa, la abre y extrae el aparato. Mariela continúa contemplando las fotos, una a una. Genaro entra a la sala, la mira de espalda y dice:

—Aquí tiene.

Mariela se vuelve hacia a él.

—Gracias. ¿Sabe, don Genaro? Acabo de descubrir que usted es un hombre triste. Lo digo por sus fotos. Nunca sonríe. La mujer de allá, la de la foto de encima del televisor, ¿es su esposa?

Genaro hace una mueca de disgusto y dice:

—Señorita Mariela, no quiero ser descortés con usted, pero no es asunto suyo.

—Lo siento. No quería ser imprudente. Cielos.

— No se preocupe, sólo que no me gusta hablar mucho de mi pasado. Sí, fue mi esposa. Murió en el parto junto con mi hijo hace años.

—Yo… no sé qué decir. Creo que debería marcharme.

Sin embargo, hace mucho que Genaro no tiene visitas y desea estar en compañía un poco más.

—Espere, ¿gusta tomar otro vaso de agua? También hay cerveza en el refrigerador.

Esta vez lo dice con una voz entrecortada, tímido. Mariela suspira y dice:

—Bueno, sólo una. A nadie le hace daño un trago, después de todo. Además el clima lo amerita.

—De acuerdo. Voy por ellas.

Mariela de nueva cuenta toma asiento y coloca el taladro en su regazo. Genaro vuelve con las cervezas y se sienta junto a ella. Las chocan, dicen salud y ambos dan un trago.

—¿Lleva tiempo viviendo solo?

—Algo.

—¿Alguna novia o pretendiente?

—No que yo sepa. ¿Usted lleva mucho tiempo casada?

—No mucho. Apenas un año, y nos mudamos a esta colonia por cuestiones de trabajo. Soy maestra de primaria.

—¿Tienen hijos?

—No por ahora. Quizás más adelante.

Dan otro trago y bajan las cervezas al suelo, junto a sus pies.

—¿Ya vio las noticias?

—Sí.

—Caray, cuántos muertos, ¿no cree, don Genaro? Acapulco me da miedo y tristeza. Ya nada es como antes. De puras migajas turísticas sobrevivimos por tanta violencia.

—Demasiados, pero así funciona la vida en el sur. Sólo es cuestión de acostumbrarse.

—¡Qué horror! Mis ojos no podrían con la sangre desparramada a diario, ¿se imagina?

Genaro cambia el tema de conversación y dice:

—Su esposo debe ser muy afortunado al casarse con usted. Me recuerda a mi esposa. Siempre radiante con su sonrisa y llena de energía. Era enfermera y amaba su trabajo. Estaba muy emocionada con el embarazo. Diego, así deseaba llamar a nuestro hijo.

Mariela se sonroja y baja la cabeza. Genaro no deja de sudar y agita con movimientos bruscos su playera. Por momentos le tiemblan los labios.

—También era una mujer con un gran sentido del humor. Hacía reír a cualquiera con sus chistes. Vaya que sí.

Mariela aguarda unos instantes y cuando está por hablar, un balón entra por la ventana. Vuelan virutas de cristales y ambos brincan de sus lugares debido al estallido.

—¡Santo Dios!

—¡Qué carajo!

Genaro se incorpora con dificultad mientras Mariela permanece inmóvil, nerviosa. Genaro se dirige a la puerta, sale hasta la calle y no encuentra rastro alguno de los niños que jugaban futbol. De pronto, entre los arbustos, asoma una cabeza pequeña. Es el niño rechoncho, trata de ocultarse pero es inútil. Así que avanza hasta Genaro, cabizbajo. Al verlo de cerca, le pregunta:

—¿Fuiste tú?

—¡No, señor, se lo juro! Fue Carlos y todos me mandaron por él. ¡Por favor, devuélvamelo o me irá muy mal! Por favor.

—Tranquilo, hijo. Tranquilo, caramba. Acá lo tengo. Ven por él.

Genero vuelve a la casa y el niño duda en hacerlo, teme por lo que pueda pasar una vez dentro. Luego piensa en la golpiza de sus compañeros y lo sigue. Mariela se ha marchado sin llevarse el taladro; Genaro se encoje de hombros y se lamenta de lo sucedido. Invita al niño a sentarse pero éste decide permanecer de pie.

—¡Señor, por favor, devuélvame el balón! Lo necesito. En serio.

Genaro se coloca frente al niño, cruza los brazos y dice:

—Dime una cosa, hijo, ¿quién me va a pagar por los daños? ¿Tú?

            El niño baja la cabeza y guarda silencio. Descubre que el balón se encuentra en el suelo y que hay vidrios por doquier.

—Lo suponía. Te mandaron por el balón pero no te dijeron nada sobre las consecuencias, ¿verdad?

            El niño se echa a llorar. Genaro deja caer sus manos, levanta el balón y se lo entrega. El niño lo sujeta contra su pecho, se limpia los ojos con su playera, se marcha a toda prisa y deja la puerta abierta. Genaro no tiene más opción y la cierra. Después entra a la cocina por otra cerveza. De regreso a la sala se detiene frente a la ventana rota. Respira hondo, suda; de un momento a otro le llegan recuerdos de su madre, esposa e hijo. Un hilillo de agua escurre lentamente por su mejilla y da un trago largo.

 


Franco García (Guerrero, 1987). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.


Letrinas: Perdidos



Perdidos
Luis G Torres



Ya le dije a Simón que, si va a empezar a inhalar piedra, al menos se vaya a otro lado. A otro cuarto, fuera, donde ni siquiera lo vea. No entiende. Sacó su cajita de zapatos donde guarda los materiales: una charolita metálica, un encendedor, un tubito de paleta de plástico y la bolsa con las piedras. No quiero verlo, pero es imposible. Cogió la charolita y depositó ahí un poco de piedra, moronitas. Entonces prendió el encendedor y empezó a quemar. Se empezó a producir ese humito blanco que él absorbe sin desperdiciar nada con el palito de paleta hueco. Inhaló fuertemente y repitió la operación. Lo miré desde mi rincón. Hizo todo con calma y poco a poco se le vio más relajado. Sonrió. Yo me hice la que no vi nada y seguí en lo mío.

Ya no recuerdo ni cuando empezó todo esto. Solo recuerdo que lo primero que se supo fue que muchos niños estaban desapareciendo. Chamacos que aún los veías jugando al futbol en la calle y al otro día ya no. Había listas de desaparecidos que crecían sin parar. Quizá no era novedad, pero en esas cantidades no se había visto antes. Los niños eran buscados por la policía y se anotaban en bases de datos nacionales. Algunas gentes empezaron a formar grupos de búsqueda, cansados de la falta de resultados del gobierno para resolver el montón de casos pendientes.

Cuando conocí a Simón, él era muy diferente. Me buscaba seguido y pasábamos buenos ratos. Me compraba cosas, me decía que le gustaba y me besaba. Si se le ocurría, venía por mí a la noche, me chiflaba desde fuera y yo salía con cualquier pretexto, tomaba mi sudadera y lo veía en la esquina. Nos comíamos unos tacos, otras ocasiones íbamos directo a la casa en construcción que está a unas cuadras de la mía. Nos íbamos hasta el fondo y nos empezábamos a tocar y a besar. Él era muy fogoso. Poco a poco fuimos llegando más lejos. Primero nada más eran toqueteos, después me empezó a pedir que me quitara la blusa y me levantaba el brasier, sin quitármelo. Después ya empezó a quitarme más ropa y él se bajaba los pantalones. Así llegamos al día en que lo hicimos todo. Fue muy bonito.

Ayer me enteré por Cuca, la prima de mi papá, que a la señora Adela, que vive apenas a una cuadra de nosotros, se le perdió su hijo de siete años. Ese niño es bien tranquilo y no se mete con nadie. De un día a otro desapareció. Nadie sabe de él y la mamá pues está desesperada. Empezó su calvario: ir al ministerio a levantar el acta, de ahí le recomendaron hablar al Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes, vueltas y vueltas. Hay que repetir una y otra vez la misma historia: que dónde lo vio la última vez, que cómo iba vestido, que, si conoce a sus amigos, que a dónde acostumbra ir.

Simón ha ido cayendo cada vez más. Ya no trabaja, nada más anda con sus amigos y viene cuando se le da la gana. Cuando quiere comer o necesita dinero. Ya le dije que esto no puede seguir así. Hay días que está de un humor de perros, que ni hay que contradecirlo. Se pone medio violento. Muy pocos momentos está bien, es amable y hasta cariñoso conmigo. No sé porque me enganché con él, pero ahora ya quisiera que me dejara en paz. Imposible. Mis hermanas me dicen que ya lo deje, que me consiga algo mejor. Ellas no saben lo difícil que es Simón, no hay manera con él. No me va a dejar en paz nunca.

Comencé a preguntar a la gente del barrio. ¿En qué estaba metido Simón? Alguien me dijo que estaba trabajando para unos tipos que antes le habían vendido la piedra. Nadie sabía dónde estaban. Otro me dijo que Simón estaba actuando muy raro y se le veía llegar tarde a su casa siempre, acompañado de tipos con cara de maleantes. Estaba metido en algo turbio, seguro. Aquí todo el mundo lo conoce y sabe que es un bueno para nada. Alguien me contó que ahora cargaba mucho dinero y gastaba mucha lana en los antros.

Por fin a alguien me dio un nombre para investigar. Lo busqué hasta llegar a una dirección, no muy lejana a mi casa. Una colonia más pobre que la nuestra. Tenía que saber más…Llegué por la tarde a esa casa de la colonia El Zapotillo. Me dijeron que ahí podría encontrar a Simón. Encontré la calle y el número, que traía apuntados en un papelito. No había nadie en la entrada, así que abrí la reja y caminé por un pequeño pasillo oscuro y sucio. Con un poco de miedo seguí caminando hasta un patio interior: pequeño, sucio, lleno de tendederos vacíos. Los pasillos estaban cubiertos de basura, latas, trebejos y juguetes de plástico ennegrecidos por el tiempo. Al fondo había una puerta metálica sin pintar. Estaba entreabierta así que me decidí a entrar por ahí. Por su estado, supuse que era una casa abandonada.

De repente oí ruidos al interior. No sabía qué pasaba. Vi al primer niño en el suelo, apenas con un pantalón viejo y raído. Flaco y mocoso. Él me miró con unos ojos bien grandes y me agaché a tocarle la cabecita. No entendía qué hacía ahí. Dejé al pequeño y seguí por el pasillo hasta una nueva habitación. Ahí la sorpresa fue mayor: había varios niños descalzos, con poca ropa, sucia y vieja. Unos jugaban con los trebejos del cuarto. Otros peleaban por un objeto cualquiera. Uno más allá, pequeño lloriqueaba sin parar. ¿Qué es esto? Pensé parada en medio de la habitación. Me sentía aterrada. No sabía cómo reaccionar. Cuántos niños solos, descuidados. En eso escuché que alguien estaba fuera, abría la puerta y entraba.

Volteé a ver y para mi sorpresa era Simón, con una pistola en la mano. No sé si su sorpresa fue mayor que la mía. Estábamos boquiabiertos. “¿Qué haces aquí?”, dijimos casi al mismo tiempo. Él bajó el arma y se me acercó, queriéndome abrazar. Me retiré hacia atrás y tomé uno de los pequeños de los hombros. Lo atraje hacia a mí en cuclillas. “¡Explícame qué hacen estos niños aquí!”.

Simón estaba nervioso, enojado, sorprendido aún por mi inesperada presencia. Los niños nos miraban sin acercarse, con unos ojos hundidos y miedosos. “Yo no sé nada, solo me pagan por vigilarlos”, fue lo único que atinó a decir. “Estos niños son robados, Simón. ¡No te das cuenta?” Se quedó pensativo un instante y se le subió el color al rostro. “Vete, no tienes nada que hacer aquí. Si vienen mis jefes se me va a armar una bronca”. No podía creerlo aún, Simón estaba involucrado en la desaparición de esos inocentes. Si no los raptó él, sí era responsable de tenerlos en ese cuchitril, de resguardarlos para sabe dios qué fin.

Agarré a un par de niños de las manos y empecé a caminar hacia la puerta. “Tenemos que liberarlos. Sácalos de aquí, aún es tiempo de arreglar esto Simón”, le dije con calma, tratando de no gritar. Él me miró furioso. Me arrebató a los niños de las manos y me empujó hacia la puerta. “Vete de aquí, eso no va a pasar. Si te vas ahora no tendré problemas. No me obligues”. No podía creer lo que escuchaba. “¿Que no te obligue a qué?”.

Estaba fuera de sí. Quise salir de ahí, pero al girar la cabeza me di cuenta que tenía la boca del cañón en la frente. Me inmovilizó en un segundo. “No me hagas hacerlo”, dijo Simón con cara compungida. “Te juro que lo hago”, agregó. En ese preciso instante, los niños que nos rodeaban se dieron a la huida. Los oí correr hacia fuera del cuarto. No sé cuántos eran, pero más de los que yo había visto. Entonces Simón echó a correr hacia la puerta, quitándome la pistola de la frente y cerrándola con un puntapié. “No te muevas. Quédate ahí, voy por esos escuincles”. Yo me hice hacia atrás, y me puse en cuclillas. Los tres niños que no pudieron salir, se acercaron a mí y me abrazaron. En sus caritas se veía una angustia que seguramente tenían desde que los capturaron. Los abracé y traté de tranquilizarlos.

Simón no regresaba. Me asomé a la puerta y no lo vi. Ése era el momento. Tomé a los tres niños y salí de ahí. Empezamos a correr hacia la calle. No había nadie afuera. Uno de los pequeños cayó al suelo. Lo tomé en brazos y seguimos corriendo. Sentía miedo y cansancio. De repente oí un grito: “¡Adriana, vuelvan acá!”. Me paralizó. Volteé a mirarlo. Estaba cerca de la casa, pistola en mano. Tenía una cara muy rara. Yo temblaba.

No sé de dónde saqué fuerzas para decirles a los pequeños que debíamos correr. Ellos me miraron con esos ojitos tristes y siguieron mi instrucción. Seguí corriendo. Miraba hacia los lados, a ver si encontraba un policía, alguien que pudiera ayudarme. Nada. Corría tropezando por la prisa. Sentía que el corazón se me salía. Ni siquiera miraba la carita de los niños, a los que casi hacía volar.

Avanzamos unas cuadras con Simón atrás de nosotros. Él gritaba de vez en cuando. Cuando sentí que por fin nos alejábamos de él, escuché el primer disparo. Fue al aire, pero su mensaje era claro: no estaba jugando. Empecé a sudar. Los niños me miraban con terror. No había marcha atrás. No podría salvar a todos, pero a éstos tres, sí. Volteé para comprobar que él nos seguía, no corría, pero daba grandes zancadas. Los pequeños corrían llorando. Mi corazón se me salía del pecho.

Entonces sonó el segundo tiro. Él cada vez más cerca. Me detuve. “¡Déjanos ir!, no le diremos a nadie”. Se detiene. Está furioso. “No te vas a llevar a esos niños, me matarían”, dice entrecortadamente. Yo no puedo traicionarlos. No queda de otra. Me acomodo al pequeño que cargaba y empezamos a correr otra vez. Veo que él no avanza y eso me da más temor. Siento el sudor entre mis pechos. Entonces escucho el tercer disparo. Suena distinto a los anteriores. Me detengo y bajo al pequeño. Mis piernas se doblan. Veo lentamente cómo sucede todo. Me desplomo en la calle y los niños empiezan a llorar más fuerte. Caigo levantando el polvo y enterrándome cantidad de piedras pequeñas en las manos y rodillas. Ninguno se mueve. Golpeo con la cara en el duro asfalto. Veo cómo Simón se me acerca lentamente, con cara de enojo, de remordimiento. Lo último que viene a mi mente es: “Simón no me va a dejar nunca en paz”.




Luis G Torres Bustillos Nació en la CDMX en 1961. Ahora ya retirado de la docencia e investigación vive en Cuernavaca, Morelos. Recientemente publicó en revistas electrónicas como ZOMPANTLE, PERRO NEGRO DE LA CALLE, PLUMA, KATABASIS, TABAQUERIAS, ALMICIDIO. LETRAS INSOMNES, ALMICIDIO, entre otras. En 2021 publicó en INFINITA su primer libro de cuentos: Pequeños paraísos perdidos, y acaba de publicar Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. Actualmente es alumno de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos.
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