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Letrinas: Promesas


Promesas

Alejandro Emmanuel León Cohetero


—...
—Sentí luces en mi cabeza.
—...
—Así como destellos en los ojos, como cuando estamos en educación física y miro al sol.
—...
—Sí, sí. Pequeños destellos que se prenden y se apagan caminando como hormigas rojas en mis ojos.
—...
— Aquí me duele, me zumba la cabeza. Siento decenas de abejas entrando y saliendo por mis orejas, ese aleteo sutil y delicado que escarba en mi cerebro.
—...
—Ya no quiero estar aquí, quiero ver a mi papá
—...
—¡Ya no quiero! ¡Papááá! ¡Ven rápidooo!
—...
— ¿Estás segura? ¿Me lo juras? ¡No mientas! Mi papá dice que no se debe jurar en vano.
—...
—¡Dónde está Karla!


Esa noche no pude dormir, lo sé bien porque al cerrar los ojos solo veía destellos que anoté en mi diario. No entendía qué pasaba, enfermeras iban y venían, el lugar olía a mucho cloro y a pinol chafa, de ese que no le gusta comprar a mi papá.

Logré ver a mi papá, tenía un semblante de preocupación, estaba triste. Lo había visto algunas veces así en los aniversarios luctuosos de mi mamá. Ella murió cuando yo nací, un intercambio. Vida por muerte. Nunca quería tocar el tema. Era un misterio, uno que fui descubriendo a pedazos cuando en una ocasión me quedé despierta hasta muy noche para esperar a los reyes magos, les había pedido la saga completa de Harry Potter. Solíamos pasar el año nuevo con la familia de mi mamá, así que ese cinco de enero por la noche me escondí debajo de las escaleras y me cubrí con sábanas para no ser detectada por nadie. Estaba ansiosa por mi regalo, mis amigos me decían que habían visto a Melchor, Gaspar y Baltazar; Karla, mi mejor amiga, me había jurado que los había visto, habían entrado a su casa con todo y sus animales. Yo no lograba concebir que semejantes bestias cupieran en una casa, era imposible. Yo dudaba de esas palabras, lo que más me importaba en ese momento era mi regalo. Mientras estaba oculta vi caminar a mi tío Pedro y a mi papá. Se sentaron en el sillón rojo a platicar sobre los gastos y las noticias del canal de las estrellas. Me estaba desesperando, ya habían pasado horas y mis pies ya estaban entumecidos, no me moví de ahí porque escuché la verdad de mi vida, de mi madre muerta. La plática de mi tío Pedro y de mi papá se extendió hasta hacerlos llorar, él narraba como el IMSS no la pudieron atender por falta de camas y de personal médico. Habían llegado un sábado por la mañana que recorrieron entre caminatas entre pasillos y mentadas de madre para llegar al fatídico domingo. El gobierno, la corrupción, el personal inepto y una hemorragia eran palabras con las que mi tío Pedro describió los sucesos que le arrebataron la vida a Emilia.


—...
—¿Ayer comí? No recuerdo
—...
—No papá, no sé cómo pasó. Lo último que recuerdo son los gritos de Karla. Creo que se me cayó algo encima.
—...
—Siento una cabeza gigante, como un globo enorme.
—...
—Nos iremos pronto de aquí, ya quiero ir a casa
—...
—Sí, me acuerdo de esa película de Adam Sandler. Es sobre una chica que tiene un accidente con unas piñas y no recuerda nada. Creo que se llama Como si fuera la primera vez. ¿Estuve muy cerca de quedar así?
—...
—¿Sabes algo de Karla?


No lloré cuando me enteré de la verdad que ocultaba mi papá, sé que era muy complicado explicarlo, el dolor no dejaba que su boca emitiera los sonidos del pasado. Sentí un nudo en la garganta que no se podía deshacer, quería llorar, pero no lo logré. Se lo conté a Karla a la hora del recreo. Ella me juró que no se lo contaría a nadie, confié en ella. Era mi única amiga, pasábamos las tardes haciendo la tarea y me enseñó cosas que nunca había experimentado. Como aquella ocasión en la que me invitó a comer tacos de moronga con su familia. Me daba asco el tener que probar eso, mi papá siempre me decía que la comida no se desperdiciaba, que eso era el respeto que se debía de tener para el animal sacrificado, era la manera de honrarlos, además de ser la comida favorita de mi amiga. Karla incluso me había defendido de las burlas de Abi. Karla siempre fue mi hermana mayor, la que nunca tuve y siempre quise. Prometí siempre ser su amiga y nunca defraudarla. Yo odiaba a Abi, por todo lo que nos hacía, cruzó la línea cuando empezó a burlarse de mi mamá, había inventado que ella era una prostituta que me había abandonado. ¿Acaso mi dolor no contaba? ¿acaso los niños de mi edad son unos estúpidos que no cuestionan nada y se dejan guiar por la niña popular? Ella incluso me había puesto de apodo la Pinocha. Karla no aguantó y se lanzó hacia ella dándole una cachetada, Abi respondió tomando una piedra y golpeándole en la cabeza, yo me metí a defenderla, jamás había participado en una pelea y tenía miedo, la tomé del cabello para que soltara a Karla y ella a su vez le dio un puñetazo en el ojo. Gritó y no parecía normal, ella había aullado. Pidió auxilio para quedar como inocente. ¡Maldita perra! Llegaron los maestros viendo la escena y por más que les explicamos que Abi tenía la culpa nunca nos creyeron, y nos suspendieron a ambas por una semana. Era una injusticia, la última que nos haría.


—...
—Me duele el vendaje, creo que la sangre se me pego al cabello
—...
—¿Cuándo va a volver mi papá? Ya llevo dos noches acá.
—...
—¡Ya sé, ya sé! Debo de seguir en observación, todavía siento un pequeño dolor
—...
—¿Me pueden dar otra cosa para comer?


Durante la semana de suspensión nos prohibieron reunirnos, pero eso no significo nada, nos llamábamos a todas horas, planeamos nuestra venganza. Solamente queríamos darle un escarmiento. Karla me había platicado del lugar donde vivía y de su gato Migajón. Yo no estaba muy convencida de secuestrar al gato. Las dudas se desvanecieron cuando Abi pegó letreros con mi cara diciendo que se buscaba a la mamá de la Pinocha. Uso el número de un prostíbulo y el número de mi papá como referencia de los informes. Era definitivo, esto era ya era una guerra. Así que lo hicimos, el último día que tuvimos suspensión secuestramos a su gato Migajón, lo encerramos en una caja. El maldito gato no dejaba de maullar, trató de arañarnos. Le cerramos la trompa con cinta metálica que había traído Karla. Yo me lleve al gato porque mi papá siempre llega tarde del trabajo y no causaría problemas, mientras Karla hacía un mensaje para negociar el secuestro. Llegué a casa pensando en lo que habíamos hecho, Migajón me parecía un ser muy lindo, todo lo contrario a su dueña. No merecía esto. Me arrepentí y quería devolverlo. Cuando intenté quitarle la cinta se erizó, sus pupilas se dilataron y vi la mirada de Abi, el odio que sentía hacía ella volvió de golpe, me mordió la mano. Sentí el dolor que quizá mi padre sufrió con la pérdida de mi mamá, el dolor de nunca hacer las cosas por mí, el dolor de siempre esperar a que alguien como Karla que me salvara y golpeé al gato. Me llena de odio, de vergüenza, de venganza. Lo azoté contra el piso, el gato maulló y le brotó sangre de su hocico, le había dislocado la mandíbula. No dejaba de maullar y eso se convertiría en un problema mayor. Fui a la caja de herramientas de mi papá y saqué un martillo. Lo golpeé en las patas, las fracturé porque vi cómo se desviaban, le tronó la cabeza desparramando todos sus sesos blancos, grises y rojos. Su último aliento y su mirada final me la dedicó, me miró con un odio salvaje, un rencor que yo había provocado por un ataque de irá. Por fin pude llorar, lloré como nunca lo había hecho. Lloré por matar a un inocente, lloré por aquel nombre que era desconocido, el de Emilia, mi madre que nunca estuvo, lloré por mi padre que nunca me explicó, lloré por mi tío Pedro que nunca me abandonó y lloré por mi amiga Karla. Mis manos temblaban, sentí un peso en mi espalda, como si algo se me hubiese subido, quizá solamente era el peso del remordimiento. Metí como pude los restos del gato en una caja de zapatos, limpié con cloro y jabón toda la masacre. Llamé inmediatamente a Karla y le conté todo, le dije que me ayudará a enterrarlo en el terreno baldío. Lo hicimos juntas, lloramos y nos abrazamos por la injusticia que habíamos hecho y por las que nos habían hecho.


—...
—¡Ya te dije papá! No me acuerdo de cómo fue, me duele todavía la cabeza. Todavía no me han dicho cómo está Karla, ¿le pasó algo?
—...
—¿Cuándo nos podemos ir de aquí?
—...
— ¡Como que nos expulsaron! Abi era la que merecía ser expulsada, no nosotras.
—...
—Necesito verla a Karla, necesito a mi tío Pedro, él nunca miente.
—...


Nos habíamos olvidado del mensaje del secuestro. Justo cuando habíamos terminado de enterrar al gato, llegó Abi preguntando por Migajón. No nos explicamos cómo había llegado allí. Ella prometió que nunca nos volvería a hacer nada si le entregábamos a su gato, nos dijo también que nos había buscado en nuestras casas y que no nos encontró. No pudimos decir nada, estábamos congeladas, nuestras manos temblaban y ella corrió a ver el montón de tierra y escarbo. Descubrió las patitas de Migajón y dio un gritó que hizo que los vecinos salieran de sus casas. Tratamos de correr pero ella me jalo del cabello y tomó una piedra y empezó a golpearme en la cabeza, empecé a experimentar las luces azules, como electricidad en mi cabeza, como yo lo había hecho con el Migajón. Vi correr a Karla, mi única amiga. ¿Me estaba abandonando? Escuche sus gritos, los gritos que no recuerdo, porque al momento de verla correr gritaba algo. Abi se abalanzó sobre mí, me golpeó. Los vecinos tardaron en reaccionar cuando ella me soltó, traté de correr y ella tomó la pala que minutos antes había servido para ocultar nuestra escena del crimen y la aventó golpeándome la cabeza. No hay memoria desde ese momento, solo una pantalla blanca.


—...
—¿Tuviste miedo? ¿Por qué me abandonaste?
—...
—¿Ya no quieres ser mi amiga?
—...
—Lo siento, pero ella se lo merecía.
—...
—Gracias por llamar a mi papá, él me contó lo que le dijiste. Me van a cambiar de escuela, ya no nos veremos.
—...


Y lo siguiente que dijo me hizo mostrar una silueta sonriente, era la justicia que había deseado tanto, una que no se tiñe de rojo, sino de azul como el cielo, el de la libertad y pasa a blanco como la pureza. Cerré los ojos y no volví a recordar más cosas. Desde ese momento vuelvo a releer mi diario para poder reconstruir los sucesos para poder cumplir mi promesa.

—...
—…




Alejandro Emmanuel León CoheteroEstudió Relaciones Públicas y Comunicación, originario de la mixteca poblana. Sus pasiones son la literatura, la escritura y los productos audiovisuales. Ha trabajado en distintos lugares desde restaurantes de comida rápida, como community manager y en la gestión de audiencias en el medio independiente Lado B. Actualmente es librero y colabora en el programa cultural Cuéntame una Historia Puebla que se transmite en redes sociales. Es organizador de círculos de lectura en la ciudad y amante de los gatos.

Letrinas: La forma en que suelo ser




La forma en que suelo ser

Jorge Tadeo Vargas


Hoy cumplo veinticinco años y cuatro de haber entrado a trabajar a la maquila. Lo hice unos meses después de casarme con Isela cuando nos enterarnos que estaba embarazada. Fue el último semestre de preparatoria de ella; hacia un año que yo me había graduado y me había tomado un sabático para ahorrar dinero —decía yo— y poder entrar a la universidad. Nada de esto sucedió. Estoy atorado en esta fábrica, donde ya pasé del área de pintura a la de ensamblado. Me dicen que esto es un ascenso y tal vez lo sea, pero yo no lo siento así, solo tuve un aumento en mi salario, de ahí en fuera son más responsabilidades y el trabajo es mucho más pesado.

Isela, me felicito en la mañana, también los gemelos lo hicieron en el desayuno, previo a que saliéramos yo al trabajo y ellos a la guardería. Mi esposa me dice que hará una cena familiar para festejarme, el domingo ya podemos invitar a los amigos a una parrillada. Ante mi respuesta de que no podemos pagarla, ella me contesta que estuvo ahorrando para eso. Que no me preocupe. Hoy en la noche solo vendrán mis suegros, mi hermana, su esposo y mi madre. De esto último no me gusta mucho la idea, si viene mamá es probable que me toque ir por ella a su casa e ir a dejarla después de la cena, y no quiero pasar mi día de cumpleaños escuchándola hablar de sus achaques, de sus dolores, de cómo mi hermana no está al pendiente de ella, que como mujer a ella es a quien le toca lidiarla. No tengo ganas de eso, ya veré como le hago. Al menos que mi hermana la traiga, le mandaré un mensaje pidiéndole ese favor. El domingo sí no me salvo de que venga.

Hoy cumplo veinticinco años y mi vida no es como la planeé, no es ni siquiera como pensaba que sería a los veinte. Estoy casado desde hace cuatro años, misma edad de mis gemelos y un trabajo estable en una fábrica ensambladora de coches. Mi sueño de ser un beisbolista de grandes ligas se ha ido al carajo desde hace ya bastante tiempo. Tal vez la frase que usa Don Julián, mi compañero en la línea de ensamblaje sea cierto, esa que me repite cada que puede: —Tener un mejor trabajo que tu padre es a lo más que puedes aspirar —me lo dice cuando nos sentamos a comer—. No pidas más, enorgullece a tu familia.

El trabajo terminó temprano el día de hoy, Don Julián en un descuido acabó prensado de su brazo izquierdo en la máquina. Hubo que parar toda la producción un poco más de una hora esperando a los paramédicos y como me quedé sin compañero, el jefe de montaje me mandó a casa, claro, dejándome entendido que mañana haríamos horas extras para reponer la productividad que perderíamos el día de hoy. Horas extras sin paga, me dijo, para que quedará claro que el retraso era culpa de nosotros y no de la empresa. No me pareció tan mal, de no ser por el accidente y que Don Julián terminaría perdiendo el brazo, pasar mi día de cumpleaños sin tener que trabajar era una buena noticia; ya mañana vería cómo sacar la producción en pocas horas.

Le mando mensaje a Isela de lo que pasó y que me darán el resto del día libre en la fábrica. Antes de ir a casa paso por el billar a ver a quién me encuentro para jugar un par de buchacas, hace tiempo que no juego, desde que dejé de tomar y drogarme. Me encuentro al Rale y al Tony, que me felicitan y me ofrecen una cerveza, les digo que ya no tomo, ante su insistencia de que me tome al menos una por mi cumpleaños, les digo que no pienso recaer, que lo hago por Isela y los niños. No insisten y el Rale me trae una coca-cola en un vaso con mucho hielo. Lo que sí les acepto es una fumada del cigarro de marihuana que se comparten entre sí; sé que un poco de hierba no me va a poner mal, hasta me ayuda para relajarme después de ver el brazo de Don Julián prensado en la máquina hecho pedazos.

Jugamos sin muchas ganas, más interesados en platicar que en el propio juego; hace años que no estábamos los tres juntos, desde aquellos tiempos en que nos dedicábamos a robar, de hecho, el Rale acaba de salir de prisión después de una condena de siete años por robo a casa habitación, salió en tres por buena conducta.

Rale me platica que ya está armando el próximo robo, que se enteró de una escuela privada que guarda el dinero de las cuotas escolares en la dirección y solo tienen un par de viejos que la hacen de guardias de seguridad. Nada de peligro. Me invita a participar, le digo que no, que estoy bien en la fábrica y no quiero más líos. —Sin pedos Quique, ya te la sabes —me dice y me pasa un nuevo cigarro de marihuana que acaban de prender, fumo un poco y me despido.

En casa ya huele a barbacoa, Isela sabe que es mi comida favorita y que la puedo comer de desayuno como se acostumbra, comida o cena, y como ella la prepara es como más me gusta. Está en la cocina picando la cebolla que la acompaña junto al cilantro, le doy un beso. Me me pregunta por Don Julián, le platico toda la historia, en el mensaje previo solo le dije que había ocurrido un accidente. Me dice que tenemos que ir a verlo a su casa, en cuanto podamos. —El fin de semana —le contesto y le pregunto sobre los invitados a la cena.

—Invité a mis papás, a Victoria y su esposo y a tu mamá, nosotros y los niños —me contesta—, a tu mamá la va a traer tu hermana, pero te toca llevarla a ti.

Ante mi gesto de desaprobación, ella me dice que es mi madre y que no me queda otra. Me voy al cuarto a quitarme el overol del trabajo e Isela me grita que vaya por los niños a la guardería. Me visto y salgo a la calle. La guardería esta a unas diez cuadras de casa, así que en el camino me topo a gente vieja del barrio que me vio crecer aquí y me felicita, me preguntan por mi madre, por su salud. —Está muy enferma —me dicen— ya casi no puede caminar —es otra de las cosas que tengo que escuchar. Argumentos que me tira mi madre cada que hablamos por teléfono, eso junto con las quejas de que no la visito, no importa si voy a diario para ella no es suficiente. Se queja conmigo de mi hermana, se queja de mi hermana conmigo. Cosas de vieja. Me dice Isela que muchas veces la tolera más ella que yo.

Dejo a los niños en casa y me voy a visitar a mi padre, quien no puede ir a los mismos espacios donde esta mamá, así que para evitar líos mejor lo visito. Me abre Cristina, su esposa desde hace quince años y a quien mamá sigue llamando “la nueva esposa” a pesar de que este matrimonio ha durado más que el de ellos.

Saludo a mi padre que está sentado en la sala con una cerveza en mano, ni siquiera me ofrece, él ha estado en el programa dos veces y las dos ha fallado, algo muy común en el barrio, especialmente con los albañiles. A mi padre la obra lo ha tratado mal, ha envejecido mal, a sus sesenta años parece un viejo de ochenta. Cada vez le es más difícil conseguir trabajo, sobreviven gracias al trabajo de Cristina. Limpia casas desde que la conozco, también ha envejecido mal. En el barrio no hay jóvenes, una vez que comienzas a trabajar los años pasan a una velocidad de años de perro. Lo sé, lo siento en mi propia existencia.

Es una visita corta, solo para que me felicite en persona. Acordamos que el sábado iremos a comer en familia para festejar. Me promete que va a preparar su sazonador de carne para el festejo del domingo. Mientras me lo dice sonríe a sabiendas de que no está invitado. Le agradezco, me despido con un beso prometiéndole que el sábado estaremos ahí los cuatro. —Nosotros llevaremos el pastel —le digo.

Regreso un rato al billar a matar el tiempo de espera. Ya hay más gente, sobre todo chicos de la escuela preparatoria cercana que ocupan la mayoría de las mesas. No solo van por el juego; el Gorila, quien maneja el lugar desde que yo estudiaba es el vendedor de marihuana del barrio, los rumores dicen que ya se expandió y se puede comprar desde hierba hasta cricko y fenta.

Ver a los chicos me traen viejos y buenos recuerdos de malos tiempos. Rale está sentado en una mesa con una cerveza, supongo que piensa lo mismo que yo, al menos esa parece ser la expresión en su cara. Paso a la barra por una coca-cola y me siento junto a él, platicamos de nada y la mayor parte del tiempo nos hacemos compañía en silencio hasta que me llega un mensaje de Isela avisándome que mamá esta en casa. —No quiso esperar a Victoria y pidió un taxi que me tocó pagar —dice el mensaje. Me despido de Rale y salgo a la casa.

—Hace mucho que llegó —le pregunto a Isela.

—Como una hora —me responde— no quiso esperar a tu hermana y me habló para que le pidiera un taxi. Que te marcó a ti pero que tu no le contestas.

Mamá está dormida en la sala, ni siquiera sintió cuando llegué. No quise despertarla.

—Le lleve café hace un rato y me dijo que se sentía cansada, que se dormiría en lo que tú llegabas —me dice Isela.

Salgo de la cocina y me acerco a ella. Mientas le toco la rodilla, le digo —Mamá, mamá, ya llegué —no me responde. Tiento su cara y no hay respuesta. Le tomo el pulso sabiendo la respuesta. Me siento a su lado y le grito a Isela —¡Amor, mi mamá se murió, se acaba de morir!

—No puede ser —me responde— solo estaba cansada cuando llegó.

—Está muerta. Avísale a los demás que la cena se cancela.

Isela me abraza mientas comienza a llorar. Yo le sonrío. —Está bien. Así tenía que ser, anda, avísale a los demás por favor.

Isela se levanta, toma su teléfono y comienza a marcar. Yo me siento al lado de mi madre y pongo mi mano sobre su rodilla que comienza a enfriarse.

Hoy cumplo veinticinco años, mi madre murió hace unos minutos en la sala de mi casa, tengo esposa y unos gemelos de cuatro años, un mejor trabajo que el de mi padre y antes de cumplir los veintiséis me compraré un carro.

Letrinas: El domingo




El domingo

René Rojas González




Cuántas veces pasó tanta familia por la casa, miembros de arcilla, siempre recogidos un día a la semana por la visita a los abuelos. El caluroso día en que el abuelo nunca dejaba de compartir un peso que les alcanzaba o completaba para un gustito, y la abuela, una bendición que les protegía para el resto de los días. El domingo, los tíos y los sobrinos estaban en la sala, atletas de la ocurrencia escandalosa que se pasaban como estafeta; las tías se confinaban en la cocina, jetonas y viperinas, enroscadas en el guiso indicado por la abuela, en defensa de la cantidad de sal que a cada una le parecía la adecuada; los abuelos se resguardaban en su cuarto, a puerta cerrada, protegidos de la boruca, no sin estar deleitados por oír las voces de sus consanguíneos y familiares políticos a lo lejos.

Pero el comedor, esa circunscripción inviolable que, en el mejor de los casos, sólo se podía rodear; impensable sentarse ahí; majestuoso por sus garigoleos y relieves cuarenteros y la consistente composición de su madera; un altar “patrimonio de la humanidad”. Esos domingos incluso se podía hacer fila para pasar al desayunador, pero el comedor permanecía intacto. Los abuelos nunca dijeron que el comedor no se podía usar; es más, cualquier nieto que le hubiese preguntado a uno de ellos si podía sentarse en él, habría escuchado un “claro, hijo, cuando gustes”, pero el niño habría advertido que no podía hacerlo.

En ese país que era el domingo en la casa, el comedor era un flamante desierto. Sin embargo, esta misma naturaleza le despertaba un oasis, servido a los visitantes. El espejo reluciente de su caoba les blanqueaba las perturbaciones con un destello que iba más allá de su propio perímetro. La cimentación palaciega de sus patas les engrosaba el piso, uno que soportaba los pesos del alma. El cristal guardián de su mesa les acogía los lamentos, los desmanchaba, y los descansaba en el propio tablero. La vigilancia incólume de sus sillas les delineaba las desventuras en un rectángulo que no esparcía el dolor.

Los abuelos agradecían el efecto balsámico del mueble, por el bien de los suyos. También sabían que había generado una fuerza gravitacional en unos seres desmoronados que no tenían idea de qué los hacía regresar cada domingo. Tentados por la voz de sus demonios, se les había figurado que la mejor manera de conservar esta gratificante influencia era que el comedor no estuviera disponible. ¿Cómo hacer para que un objeto inspire estar cubierto por una cúpula de cristal? No tuvieron que pensar demasiado: si los abuelos no lo tocaban, nadie se atrevería a tocar. No había miembros de la familia más complacidos que los abuelos cada ocho días.




René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Letrinas: «Secretos familiares»



Secretos familiares

Mónica Blumen



SI VOLVIERA A COMENZAR, NO CAMBIARÍA NADA. Es un pensamiento constante cada que abro los ojos. Es mi mantra. «No cambiaría nada. No cambiaría nada». Hasta que me penetra el mal aliento de Cecilia. Su cabello cano, cada vez más delgado. Sus entradas, cada vez más notorias. Sus dientes más viles con el paso de los años. Antes de casarnos le advertí que comer tanta azúcar es una pésima idea. Lleva treinta y seis años con estos hábitos. Lo sorprendente es que siga viva. Es delgada. Sí. Pero su piel es como un envoltorio flácido de su esqueleto. Tener sexo ya es solo un método de supervivencia, no es placer. No para mí. Esta es la promesa del matrimonio, es la agonía en vida, «juntos hasta que la muerte nos separe». De cualquier forma estoy agradecido por lo que hemos vivido. No me arrepiento de nada. No me arrepiento de mi vida. Nunca lo haré. No hay errores. Hay vida.

He tenido sueños húmedos los últimos días. Procuro despertarme y levantarme para que Cecilia no se dé cuenta. Es vergonzoso para mí quitarle la mano cuando quiere tocarme por la mañana. Y dar explicaciones. No hay nada que me haga sentir tan enojado como tener que dar explicaciones. Prefiero evitarlo. Así que vengo a mi baño. Observo revistas. Fantaseo con una chica intentando escapar de mí. Una chica llena de miedo, por mi amenazante virilidad. Me gusta observarme en el espejo. Necesito la soledad a momentos durante el día. Sé que los sesenta y siete, me sientan muy bien. Soy un hombre atractivo y no tengo problema en reconocerlo. Soy pulcro. Eso le gusta a las mujeres. No soy lo suficientemente delgado, pero un hombre sin panza es como un cielo sin estrellas. Esa frase era épica de mi padre. La llevo presente. Tampoco soy tan alto, pero nunca ha hecho falta. Tengo el cabello cano, pero no con la misma blancura que el de Cecilia. Mi cabello es uniforme y de manera sutil pareciera estar contaminado de color bronce. Mi ceja es casi imperceptible. Mis lentes sin aro, con tintura azul, me dan más carácter.

Soy un hombre exitoso. Da igual mi apariencia. Me respalda el dinero. Nada más poderoso que eso.

Hoy es viernes. Día de fiesta de disfraces. Dentro de poco llegarán mis empleados. El DJ. El sonido. Las bebidas. La mesa con bocadillos. Los disfrazados. No recordaba que debo ir por mi disfraz. Las sustancias. Estas fiestas son una locura. Tantos adolescentes juntos. Me siento el padre de todos. En mis tiempos no había fiestas así. Estábamos en casa, escuchando vinilos, bebiendo ron, platicábamos de responsabilidades. El carro nuevo. Los niños. Las esposas. El jefe. La casa. Esas pláticas no se parecen a las de hoy.

Cada vez viene más gente. Cada vez entra más dinero. Cada vez invierto en más producción. Qué bueno soy para los negocios.

Hoy no estará Mariel para ayudarme a cobrar en la entrada. Desde que le dieron el anillo la veo menos. Se la pasa con Luis. Tiene tres fines de semana que no los veo. Ya casi no duerme aquí. Me gusta que esté Mariel, porque se queda todo el tiempo en la entrada. Como una gárgola. No hay poder humano que le haga moverse de ahí. También es buena para manejar el dinero.

A Pamela no la puedo hacer que cobre. Ella es distinta. Un ratón de biblioteca. Me gusta que sea así. Es una preocupación menos. Suelo regalarle libros que no sé de qué tratan. Ya tuve que ponerle otro cuarto para ella sola. Una biblioteca. Me siento orgulloso. Hasta cierto punto me alegra que no haya heredado esta sangre sucia.

Fernanda tiene prohibido venir a las fiestas. También ir a fiestas. Tiene quince. Y está prohibido. Está estrictamente prohibido que esté en este tipo de ambiente. Su mamá y yo queremos evitarle un futuro difícil. Un embarazo. Alguna sobredosis. Problemas. No es difícil darse cuenta del temperamento de los hijos. Tiene potencial de ser intrépida. Sé muy bien, que en el primer momento que pruebe el alcohol y sienta el revoloteo mental, su vida será otra. No entiendo lo que la genética hizo con ella, empezando por su cuerpo. Es un cuerpo irresistible. Es voluptuosa. Muy desarrollada para su edad. Un escote y todos corren peligro. Debo estirar lo más que pueda el tiempo para que ella permanezca en esta mansión. No tiene idea de lo que los hombres deseamos hacer con las mujeres. Será difícil privarla de esa naturaleza, pero trataré de frenarlo lo más que pueda.

Compré flores nuevas para decorar el jardín. Las personas pagan por la experiencia. Mi mansión es lujosa. Bonita. Llena de luz cálida en todo el exterior. Un sueño en el atardecer. La alberca es grande y desnivelada. Limpia. Todo es funcional. Pero aun así, si no hay una buena experiencia, la gente cree que pierde su dinero. Pagar la entrada a una fiesta donde hay todo, es una buena oportunidad para quedarse hasta el amanecer. Después ellos invitan a más gente. Y esa gente, a más gente. Y así es como mi mansión se ha convertido en un lugar de fiestas cada fin de semana. Ese es mi objetivo. A decir verdad, es mi secreto. Divertir a tantas almas en un espacio así. Hacerlos sentirse fuera de sí. De ensueño. Recibir dinero. Llenarme de placer. Me hubieran gustado este tipo de fiestas en mi juventud.

Tocan a la puerta, debe ser el sonido.

—Buenas tardes. ¿Aquí vive el Señor Antonio? —me pregunta una chica de unos veinticinco—.

—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

—Vengo a traerle el éter.

Volteo hacia todos lados a ver si alguien la escuchó. Salgo y la tomo por el brazo de manera abrupta. La llevo conmigo a un lado de la puerta principal.

—Señorita, ¿quién la envió? Saben que no pueden mandarme este tipo de productos así, sin avisar. Podría ser peligroso.

—Entiendo Señor Antonio. José me envió porque tuvo un viaje de emergencia y no quería quedarle mal. Yo solo podía hacerle el favor a esta hora.

Le pido un minuto. Que espere en este mismo lugar. En el punto ciego de la puerta. Debo subir por el dinero y esconder esto en mi oficina. En el pasillo viene Cecilia, como lo imaginé. Va a empezar a hacer preguntas.

—¿Amor, alguien tocó a la puerta?

—Sí, pero ya lo atendí. No es necesario que salgas. Mejor prepárame un té, hace hambre. Ya te alcanzo —le digo sin dejar de caminar—.

Escondo el éter en mi oficina. Tomo el efectivo. Voy sin hacer ruido con la misionera. Le pago y le pido que se vaya por toda la orilla del barandal. Yo distraigo a Cecilia en la cocina mientras me prepara el té. ¿Cómo se le ocurre a José enviarme a una mujer sin avisar? Necesita una advertencia de mi parte. No puede volver a pasar esto. Esa niña me vio la cara. Tiene huellas dactilares mías en su brazo. No me puedo arriesgar a nada. Absolutamente a nada.

—¿Quién era?

—Se equivocaron.

—Nadie se equivoca yendo a una mansión. Por cierto, Fernanda no quiere que vayamos hoy al hotel. Me dijo que ya está aburrida de ir a ver películas y comer pizza cada fin de semana conmigo.

—¿Y qué vas a hacer? Vete con ella a algún lado. Hoy espero una mayor cantidad de jóvenes para la fiesta. Ha ido subiendo la cantidad de gente las últimas tres semanas.

—No sé amor. No es necesario que hagas fiestas.

—No voy a dejar de hacer fiestas, Cecilia. Este es mi negocio de retiro. No voy a discutir de nuevo esto contigo.

—No necesitas el dinero. Intenta tú convencer a Fernanda. Yo nunca puedo negociar con ella.

Toco a la puerta. Fernanda está, como siempre, recostada en su cama. En calzones. Una blusa de licra de tirantes, y su laptop encima de las piernas. Escucha música con audífonos.

—¿Qué haces? —le pregunto mientras me siento junto a ella—.

—Hola papi. Estoy viendo tutoriales de maquillaje. Hoy no tengo clases.

—Muy bien. ¿Y ya sabes qué películas vas a ver hoy con tu mamá?

—No quiero ir a ver películas otra vez. ¿Por qué no puedo quedarme aquí? Te prometo que no voy a bajar.

—No es ambiente para ti. Reservaron el lugar para una fiesta de disfraces. Te vas a asustar con los que van a venir disfrazados de monstruos.

—No voy a ir hoy con mi mamá. No soy una niña chiquita. Aparte siempre se queda dormida y está bien aburrido. Vivo en una mansión. Tú has tu fiesta, no me importa —dice mientras se vuelve a poner los audífonos—.

Tocan a la puerta. Esta vez sí debe ser el sonido. Bajo y Cecilia ya los atiende. Veo que también están limpiando la piscina. Y llegaron a darle mantenimiento al jardín.

—Fernanda no quiere ir hoy.

—Te lo dije.

—Quédate con ella. Pero vas a cuidarla. No quiero que bajen durante la fiesta.

—Si amor. Como digas. Yo me encargo.

Comienza a llegar la gente. El DJ ya suena. Las luces están correctamente instaladas. El sonido distribuido de manera estratégica en el área más abierta del jardín. Las luces cálidas generan confianza. Las flores refrescan los rincones. La mesa de bebidas y bocadillos es de extensión doble en comparación a la fiesta pasada. Tengo personal suficiente este día. El cuarto oscuro está listo. Guardé un maletín con suficientes herramientas ahí. La vez pasada me quedé con ganas de explorar más cosas. Estratégicamente, están los baños enseguida. Ya se encargan del cover en la entrada. Creo que todo está por comenzar. Hoy será una buena noche. Han llegado algunas personas disfrazadas de los ochenta. Típico. También de piratas. Nada nuevo. Nunca se sabe. Me gusta que la noche me sorprenda. El DJ abre con un remix de «Lugares comunes» de Virus, los argentinos del rock elegante en los ochenta. Seguro se inspiró en los disfraces.

Voy por el disfraz a mi oficina. Nadie lo ha visto. Nadie debe saber quién soy. Antes de vestirme voy con Fernanda. No está en su cuarto. Luego voy con Cecilia. Veo que están las dos. Recargadas sobre la cama. Juegan cartas.

—Diviértanse —les digo con una sonrisa y cierro la puerta—.

Me dirijo a mi oficina. Me pongo el disfraz. Soy Scream. Sencillo. Rápido de poner y de quitar. No tan vistoso. Lo importante es mantenerme al nivel de los demás. Disfrazado, pero no con un gran disfraz.

Vengo al jardín. Una mujer se está robando las miradas. Huele a néctar. Viste un mini vestido de piel negra y brillosa. Tiene listones negros envueltos en las piernas que se desprenden de los tacones. Un antifaz y una peluca negra que llega hasta la cintura. Lo justo de su disfraz deja ver hasta el más mínimo pliegue de su piel. Es lo suficientemente hermética para imaginarla desnuda. Arrancarle de tajo ese disfraz de dominatrix. Vacío el éter solo cuando decido quién será mi dama de compañía. Ha habido ocasiones en las que no lo utilizo, porque no hay alguna que me encienda las entrañas. Pero hoy será uno de esos días ardientes en el cuarto oscuro. Nada es más emocionante que querer comerte un manjar y tener que tomarte el tiempo para quitarle la envoltura. Ella es la fruta de esta noche. Aquí es cuando voy por dos bebidas. Bastante hielo. Me alejo un poco en dirección hacia los baños. Revuelvo un poco de éter en una. Luego regreso y me acerco sutilmente a ella. Aprovecho que está en la mesa de bebidas.

—Hola. Me gusta tu disfraz —le digo modificando un poco mi voz—.

—Gracias —dice entre risas—.

Parece una joven. Voltea en diferentes direcciones. Parece que busca a alguien. Le extiendo mi mano con la bebida que contiene éter y ella la toma. La consume muy rápido. Casi de dos tragos. Pienso que es novata o que tiene mucha sed. Esto me asusta un poco. El éter le va a generar confusión y sueño en pocos minutos. Debo convencerla de movernos de aquí.

—¿Ya fuiste al cuarto secreto que tienen aquí atrás?

—Ah, sí. Sí lo conozco.

Está mintiendo. Nadie lo conoce. Me sigue el paso y vamos. Entre el andar se detiene algunas veces y se toca la cabeza. Seguro siente un mareo. Es el éter. Yo la tomo por el brazo y seguimos caminando. Entramos al cuarto. La dominatrix empieza a perder el equilibrio. Solloza casi de forma silenciosa. El sueño ha hecho de las suyas. Cierro el cuarto con llave. Escucho el bajo de fondo y el murmullo de la fiesta. Esta es mi parte favorita. Estoy tenso y eso me genera placer. Le intento quitar el vestido. Es demasiado justo. La forma más fácil es subirlo, y ya está. Tengo lubricantes que generan calor al contacto. Tengo también un par de juguetes. No serán necesarios. Está demasiado sedada. Puedo manipularla como plastilina. Así que solo la acuesto boca abajo en la mesa. Y la tomo por la cintura. Y doy todo de mí. Todo lo que tengo en mi ser. Mi ira acumulada. Mi frustración. Me desfogo entre sus piernas y pellizco con ansias su piel blanca y lisa. Sigo siendo un gran hombre a mi edad. Los ríos de sangre corren por mis venas. Por todas mis venas. Y yo me corro en ella hasta estallar. Pierdo fuerza en mis piernas y debo sentarme un momento. Luego dejar todo como estaba. Incluido el vestido de esta mujercita. Mientras tomo asiento alcanzo a ver ligeramente el perfil de su rostro. Se me quiere salir el corazón del pecho. Le quito el antifaz y es Fernanda. Es mi hija.

Le acomodo el vestido de nuevo. La siento. Guardo todo lo que tengo en el maletín y limpio con alcohol mis posibles huellas. Un nudo en la garganta comienza a incomodarme y es necesario llorar. Lleno mi vaso con éter. Lo bebo todo de un solo trago. Si volviera a comenzar lo cambiaría todo. Es lo que pienso mientras siento un frío fulminante correr por mis brazos.



Mónica Blumen (Ciudad Juárez, 1988) Egresada de la Licenciatura en Realización Cinematográfica por el Centro de Artes Audiovisuales (CAAV, 2009-2013). Actualmente, cursa la Licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH, 2022-2026). En el ámbito cinematográfico, se desempeña como directora de cine documental, productora, guionista, fotógrafa y montajista. Fue nominada al Premio Ariel con el cortometraje documental “13,500 Volts” (2016); seleccionada en festivales nacionales e internacionales y ganadora de diversos premios por su obra cinematográfica. En el ámbito literario, Mónica ha participado en la antología de cuentos “Raíces de obsidiana: criaturas mitológicas” y “Poemas pe(r)didos”, antología ganadora en Voces al Sol 2022. Fue asesora y editora en la escritura del guion de largometraje de ficción “La Biblia de Gaspar” (2023). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2014-15.

Letrinas: La Sociedad Rosa


La Sociedad Rosa

Jazmín Félix

 

1

Un sinfín de cuerpos aguardan a la Licenciada en la explanada de un campo deportivo. El sol abstrae las expresiones de seguidoras y militantes del grupo político en el poder desde hace ochenta años: Partido de las Mujeres Liberadas (PML). Miles de brazos se extienden al cielo, ondean la Bandera Mexicana de Ellas: verde, blanco y rosa; al centro, un águila hembra, en el pico, un hombrecito se retuerce, sangrante, el cerebro botado, volcados los ojos.

—¡Ya viene la Licenciada! —grita alguien. La multitud se embelese, ojos pelones, llorosos de fruición, miran hacia el escenario.

Una mujer está de pie en la plataforma, atisba a la muchedumbre. Cara lavada, labios rosas fucsia. Lleva puesto un traje sastre, también de color rosa. Tacones de veinte centímetros para pisotear al machito que quiera pasarse de la raya. La Licenciada Pamela saluda a sus seguidoras, avienta besos colorados, festeja las adulaciones de las voces femeninas. Sólo femeninas. Este es un partido hecho por y para mujeres, los hombres aguardan en el hogar; friegan trastes, el piso que taconearon sus señoras. Un hombre no tiene nada que hacer afuera de la cocina. Lo suyo es servirle a la Sociedad Rosa.

—Hermanas mías. Han sido ochenta años continuos desde que el PML lidera México, setenta que gobierna este Estado. Ochenta años de libertad para nosotras, ocho décadas que los hombrecitos dejaron de golpearnos, violarnos y asesinarnos. Quieren arrebatarnos el poder, hermanas, la Insurgencia de Hombres crece todos los días, ellos quieren adueñarse otra vez de nuestro destino, dominarnos. ¡No les fue suficiente hacerlo por siglos!

—¡Perra hembrista! —reclama una voz gruesa, atrás del lío de mujeres—. ¡Las hijas de puta no nos van a gobernar! ¡Ni un hombre más! ¡Ni un hombre más!

—A ver, ¡muestra tu cara, hombrecito miserable! —la Licenciada se carcajea en el micrófono.

Las guardias de seguridad escarban entre el gentío, buscan el repugnante vello facial, los brazos musculosos, cobardes, la manzana de Adán temblorosa, que se atrevió a retar a la candidata favorita. Se escucha un golpe, el filo de un arma, un grito de súplica.

—¡Lo tenemos! —avisa la líder de guaruras.

—¡Enséñame su cara! —ordena la candidata.

La uniformada levanta el brazo; en la mano, exhibe la cabeza degollada de un hombre: hilos de sangre escurren, embarran la tierra. Le sigue una sustancia grisácea, coágulos, pedacería de hombre insípido. Mujeres alrededor se apartan, asqueadas. Ninguna quiere ensuciarse con los restos del sexo débil. 

—¡Por eso, hermanas, por hombres como este, ¡tienen que votar por mí! —la candidata del PML alza el puño, decora su muñeca un pañuelo rosa. Miles de manos empuñadas forman un nudo inmenso de color, muestran con orgullo el trapo emblemático con el que hace ochenta años, otras hermanas se rebelaron contra la sociedad machista que las tiranizó.

La turba se aglomera delante de la plataforma, desean tocar la bastilla del pantalón de Pamela Rodríguez, tener entre sus dedos el tobillo de la poderosa hembra alfa que garantiza la continuación de la Sociedad Rosa.

El hombrecito es pisoteado, un tenis rosa sepulta el gesto doloroso que sobrevive en la cara saturada de bigote, cejas pobladas y sangre: era el típico machito.

“Mejor se hubiera quedado en su casa”, piensan las mujeres que empujan el cráneo contra el pavimento.

 

2

—Licenciada, ¿qué le parece este copy? —pregunta un joven que recién entró a trabajar al equipo de campaña de Pamela Rodríguez.

Sentada en el extremo de la mesa, en la sala de juntas de las instalaciones de PML, la candidata se bebe un vino para aligerar sus nervios. Suspira y de pronto azota la voz, su lengua alcanza el cuello de cualquiera que haya sugerido una mala idea.

—A ver, léelo, rápido, niño —la mesa tiembla cuando Pamela sube el pie: la pantimedia corrida, el tacón afilado, perfecto para destrozar pitos.

—“Pamela Rodríguez asegura la libertad de las mujeres, la continuación del poder en tus manos, la vulneración de los hombrecitos. Vota por la fuerza femenina, vota por Pamela, del PML”.

—Y a ti, cariño, ¿quién te contrató? —interpela la Licenciada, una sonrisa de burla se dibuja en su boca.

—Eh, este, este…

—Habla bien, que yo sepa, a los hombrecitos todavía no les hemos cortado la lengua.

—Me contrató Lorena, la jefa de campaña.

—Estás muy verde, niño, tu copy no me genera nada. Sé que las elecciones las tengo ganadas, pero tiene que parecer que me esfuerzo un poquito, aunque sea.

El joven se ruboriza, parece que va a llorar. Lorena, sentada a unas sillas de distancia, lo amenaza con la mirada. Alguien carraspea, tose, intenta evitar expulsar el estómago por la boca. Fue un error permitir que los hombres ingresaran al campo laboral, aunque haya sido para el entretenimiento femenino.

—Lo siento, señora —se disculpa el muchacho.

—Así no me pidas perdón, al rato, te vas a mi oficina —ordena la candidata—, a ver, ¿qué más? —baja la pierna, se incorpora.

—Las manifestaciones de hombrecitos no paran, Licenciada —advierte Lorena—, no dejan de llegar amenazas a las redes sociales del partido. El otro día nos llegó una bomba, por fortuna era falsa, pero me temo que la campaña en su contra, señora, vaya a reforzarse. A mí me parece que quieren ejecutar un golpe.

—Eso a mí no me corresponde todavía, no soy la Gobernadora, Lorena. Deja que esa perra inútil arregle los problemas sociales, a mí me toca, mientras tanto, venderme bien.

Pamela se levanta de la mesa. Antes de atravesar la puerta, se detiene. Levanta la pierna, se quita un zapato. Sonríe, mira hacia Lorena, sostiene la punta del stiletto y se le escapa una risita. Lorena se hace chiquita y recibe el impacto con los ojos cerrados: la Licenciada avienta el tacón hacia ella. Corta su frente, un chorro de sangre golpea la mesa. El niño nuevo la mira, recoge el zapato y persigue despavorido el taconeo inconsistente de Pamela.

—Estás bien bonito, niño. Esa carita rosita que tienes me recuerda a mi marido cuando era joven, puras promesas y amor. Ahora parece costal de papas en la cama, apestoso, siempre llorando. Nada más me voltea a ver cuando acomodo el paralizador en su cuello y pulso el botón —en su oficina, Pamela juega con el jovencito.

—Usted también es hermosa, señora.

—Gracias, pero no me interesa ser hermosa. Yo quiero poder. Ha pasado mucho, niño, desde que a las mujeres nos dejaron de cautivar los cumplidos facilones que los hombres trillados, de pocas ideas, nos tiraban disfrazados de “piropos”.

—Lo siento.

—Silencio. Mejor acércate y chúpame la vagina, que esa boquita tuya se me antoja para todo —ordena Pamela. Abre las piernas sobre el asiento, se recuesta. No lleva calzones.

De rodillas en la alfombra, el muchacho cierra los ojos. Deja de respirar antes de adentrar la cara en la falda de la mujer. La candidata goza, acalla los chillidos del hombrecito con sus gritos de placer.

 

3

Hace casi un siglo las mujeres asumieron el poder del mundo. Se hartaron del incremento de violencia doméstica, los feminicidios, exhibidos en las redes sociales los cuerpos de las víctimas, sangrantes y mutiladas. Cansadas de trabajar y luego, al llegar a casa, seguir con la limpieza del hogar, el cuidado de los hijos. La Rebelión Rosa empezó en las zonas rurales. Las manos de las obreras asfixiaron a sus maridos, les sirvieron omelette con veneno de rata. Fue como si un buen día hubieran despertado, decididas a acabar con sus opresores. Les pesaba ser mujeres, encima, pobres. Las autoridades estaban preocupadas, en las naciones europeas montaron operativos para capturar a las agrupaciones que se dedicaban a proporcionar la herramienta mortal a otras mujeres, el kit completo para acabar con el marido infiel, abusador. El hombre cuyo puño las doblegó toda la vida.

Golpes de Estado hicieron sucumbir a los gobiernos de las grandes ciudades: París, Londres, Rusia y Japón. Cuando la Rebelión Rosa hizo caer a la Casa Blanca, en México se encendieron las alarmas. Para cuando tipificaron las muertes de varones como Hombricidio, ya era tarde; las mujeres habían entrado a Los Pinos a cortar la cabeza del Presidente.

Establecido el Nuevo Orden de Mujeres en todo el mundo, en América Latina se formó la Sociedad Rosa, en México fue instaurado el PML. Las mujeres quemaron la Constitución Mexicana y redactaron una nueva. Para detener la violencia machista, el Gobierno Federal repartió tasers en todos los hogares. Se convirtió en el arma oficial para controlar hombrecitos. Si se ponía perro el bato o se le veían intenciones de atentar contra la integridad femenina, un electrochoque y se controlaba el cabrón.

Luego vinieron las campañas “Amarra a tu hombre”, “Los machos van con bozal”. Una de las propuestas más alabadas de la Licenciada Pamela, era la de castrar químicamente a los hombrecitos para que dejaran de sentir placer. ¿Para qué sentir rico? Si la misión de su órgano sexual era la procreación. El disfrute debía de ser exclusivo para las mujeres.

Así, en ochenta años, el hombre pasó de ser el sexo fuerte y dominar la sociedad, a ser eliminada su presencia de la política, la dirección de grandes empresas. Acabó reducido a limpiar mierda de bebé, lavar los calzones de su hembra alfa.

Líder de su vida y los gobiernos, la mujer blanca y rica se convirtió en la autoridad máxima. El hombre, fue borrado.

 

4

En pleno centro de la ciudad, las mujeres van y vienen del trabajo. Los hombrecitos barren las banquetas, atienden y cocinan en las cenadurías, con el mandil puesto, la cuchara de madera en la boca para probar cuánto le sobra o le falta de sal al guiso, la misma receta que sus padres y abuelos les enseñaron, con las yemas quemadas por el calor de la plancha, perdido su aliento de hombre en la masa.

Mujeres caminan por la banqueta. Al costado, a unos pasos tras ellas, las siguen sus hombrecitos. Van amarrados de muñeca o cuello con la “Correa rosa 5000: sujeta bien a tu marido o novio para que no viole a ninguna mujer”.

Un hombrecito se para en seco mientras cruza la calle junto a su señora. Admira el cielo, sus ojitos centellean. La mujer siente el peso del marido, tira fuerte de la correa para que el inútil avance. Se gira para ver lo que lo entretiene porque se sabe que cualquier nimiedad roba la atención de un hombrecito. Lo encuentra pasmado; boca entreabierta, mirada llorosa; igualita a cuando le da un billete de cien pesos para que se compre algo bonito en el tianguis.

La mujer rebusca en su bolsa el taser que pondrá al hombrecito en su lugar. El viento revuelve su pelo, helado golpea su frente, la sacude. Mira el cielo, una sombra gigante se detiene sobre ellos y el resto de las transeúntes. La mujer se arrodilla, cubre sus oídos. El ruido satura el ambiente, el estruendo veloz de las palas de la aeronave sacude la calle. Panfletos descienden, como lluvia caen sobre la avenida; manos de hombrecitos detienen los papeles, los recogen del piso.

“Planeamos la destrucción femenina, el retorno del poder en nuestras manos”, invita el volante, desbordado el exhorto en negritas. “Únete a la Insurgencia de Hombres”, debajo, la ubicación de un almacén.

 

5

La Licenciada obtuvo una victoria aplastante en las Elecciones Estatales; superó por treinta puntos a la candidata opositora, una indígena de izquierda perteneciente al Partido Humanista de las Mujeres (PHM). Recibió el cargo hace unas semanas, entre júbilo femenino y confeti rosa.

Festejó la victoria en un hotel, con su equipo de campaña, algunos sexoservidores de pezones floreados y pito joven. Para cenar, whisky y líneas de cocaína.  

En su oficina, en el Palacio de Gobierno, Pamela Rodríguez termina de revisar y aprobar unos papeles. Arriba, en el montón de hojas, firmada y sellada, aguarda la iniciativa “Castración química para los hombrecitos”, mañana será presentada ante legisladores.

Alguien toca la puerta. Es el niño bonito y verde, de cara tierna, contratado por Lorena. La Licenciada se lo quedó como secretario personal: le prepara el café y se la chupa cuando está estresada.

—Licenciada —llama el muchacho.

—Pasa.

—Llamaron del Escuadrón Contra Hombres, los hombrecitos planean algo denso, quieren manifestarse afuera de este recinto, demandar sus derechos. Parece que también buscan atacar, conseguir su cabeza, señora.

—¿Los tienen ubicados?

—Es correcto, Licenciada. Están en un almacén, a las afueras de la ciudad.

—Dile a la comandanta que los encierre y los queme vivos.

—Pero, señora.

—Tiene que ser esta noche.

—De acuerdo.

—Vas, das mi orden, y te devuelves rapidito. Estoy estresada.

La Licenciada sonríe. Sube la pierna al escritorio: reviste su pie un tacón de aguja de terciopelo negro. El hombrecito observa la pieza afilada que pronto tendrá en el cuello.





*Jazmín Félix es Comunicóloga y editora en periódico "El Vigía", tiene experiencia en comunicación institucional y divulgación científica. Escribe desde los nueve años.

Letrinas: «Los años rodarán en el abismo»


Los años rodarán en el abismo

Elizabeth Lomelí

 

Don Eg sale del baño con los pantalones abajo, otra vez, y te preocupa que se vaya a caer. Es un paciente con demencia al que debes cuidar, de hecho, tú mismo le has puesto ese nombre debido a que “eg” es lo único que ha pronunciado durante un año entero. Vas detrás de él, lo detienes de los hombros, le pides que te permita subirle los pantalones y da pelea, da pelea como siempre, pero luego, al sentir que la ropa le cubre la piel otra vez, se relaja y se vuelve dócil. Le explicas que es hora de dormir. Le pasas una toalla con alcohol por esas manos sucias que huelen a orina. Lo ayudas a recostarse por fin. Ambos ven el reloj del buró dar las diez de la noche y sabes lo que va a pasar. Oyes el tono del himno nacional a palmadas, le das un poco de letra con tu voz y luego apagas la luz. Le das las buenas noches a la única figura paterna que has tenido. Cierras la puerta con satisfacción porque significa la salida hacia la libertad, aunque sabes que dentro de treinta minutos la alarma sonará y luego otra vez dentro de otros treinta minutos; esa ha sido tu vida los últimos cuatro años. Tienes veintiséis, odiabas vivir con tu madre, así que al tener la oportunidad de abandonarla y ganar dinero al mismo tiempo ni lo dudaste. Tenías experiencia cuidando personas mayores porque la facultad de enfermería te obligó a hacer prácticas en el asilo. Tenías más días malos que buenos, pero -al menos- cada día podías elegir ser el hijo de alguien. Cuidabas al ex marine Marvin Müller antes de que golpeara a las enfermeras, antes de que su familia considerara la opción de tenerlo en casa y, claro, antes de que se convirtiera en Don Eg. Aseguras que no extrañas la efusividad de tu madre, que te llamara “mi baby” o “solecito”, que en realidad solo piensas en tu abuela. Avanzas por el pasillo, llegas al sillón de la sala arrastrando los pies del cansancio y te dejas caer justo ahí, frente a la chimenea apagada. Observas el carbón como si fueran pedazos muertos de ti mismo. Han sido días largos. No has podido salir. Entrecierras los ojos, vas a ceder ante el sueño. Piensas que no tiene caso dormir, pero lo intentas. Finalmente está todo en silencio a excepción del ruido que hace el refrigerador trabajando a lo lejos. Recuperas tu vida por un momento. ¿Y sabes? En el fondo sí lo sabes. No debiste quedarte dormido. El sueño se convierte en parálisis. Tu cuerpo se ha rebelado y no responde más. Mueves los ojos atrapados por los párpados hacia todas direcciones intentando que sirvan como precursor de los movimientos habituales, pero no funciona, no vuelven. ¿Qué ser de otro mundo usará tu cuerpo? Te entretiene pensar que los demonios y los fantasmas existen, pero solo es Don Eg. Está frente a ti y no das crédito al verlo erguido con el pecho en alto, mirándote de reojo. Te dedica una sonrisa como si esperara que le dieras los buenos días a unos minutos de haberle deseado buenas noches. Te pide que escuches atentamente y luego te da una bofetada que te pone la cara roja y punza. Está hablando. Descubres que puede hablar. No solo eso, declama:

“Somos parte del todo, pero una parte diminuta y casi imperceptible...”.

Camina de un lado a otro en la sala, moviendo las manos, recto, con volumen impresionante, seguro, imponente, anormal. Dudarías de su identidad, pero esta vez tampoco lleva pantalones.

“Encontramos momentos en nuestro transcurso por la tierra en los que parece que somos importantes y vivimos de ellos. La ilusión de ser alguien digno de estar aquí es lo que nos crea enemigos. De alguna manera, si nosotros somos alguien…”.

Escupe a tus pies. Patea tu pierna derecha. Te da una palmada en la cabeza y otra en la mejilla. Está jugando. Tiene el poder. Te aterra.

“…Desterramos a otro de esa posición como si existieran pocos lugares. Competimos extendiendo nuestra bandera pirata esperando saciar la sed de sangre y coleccionar cabezas enemigas. ¡Y yo tengo tu cabeza en la mira! Pero seguimos siendo nada, muchacho. El sacrificio de pasar la vida intentando tocar terrenos inexplorados por nuestros semejantes va consumiendo… toda… toda… nuestra energía. ¡Energía que no tienes, mírate! Nacimos con los objetivos claros y con el paso del tiempo aprendemos a leerlos hasta ser capaces de declamarlos frente a un incrédulo vestido de blanco. ¿O no? ¿Tu trasero está cómodo en mi sillón? Estamos los dos para los dos. ¡Peligro! Pe-li-gro”. Es don Eg otra vez gritando desde su habitación. No grita peligro, grita sus letras habituales. Te levantas somnoliento, arrastras los pies. No vas a su habitación, vas a la de al lado, donde apenas duermes y adornas para recordar la vida que tenías. A tus amigos, tus pasatiempos, todo lo que has abandonado. Quieres tomarlo todo, meterlo en una bolsa negra y salir corriendo a los brazos de tu abuela. Hueles el incienso de mirra que dejaste por la tarde, te ayuda a inhalar lento y exhalar del mismo modo. La mirra entra a tu cuerpo y sirve de calmante. Te quitas la bata que le recuerda a Don Eg que no entraste a la casa para robar y te colocas el suéter que él te regaló cuando pasaste la primera noche en su casa. “Era mi favorita, muchacho. Le toca a uno más joven usarla”, fueron sus palabras aquella vez.

-Eeeeeeeeh- y la -ggg- arrastrándose te alcanzan. No lo piensas y te mueves con rapidez hacia él. Prendes la luz. Piensas en rentar en otro lugar, en vivir de un trabajo remoto y adoptar un perro. Quizás serías más feliz o al menos estarías tranquilo. Dormirías ocho horas o tal vez más. Podrías pasear al perro, quererlo como se debe y él te querría también. Cruzas la puerta. Le pides a Don que se tranquilice y levantas la cobija para descubrir lo que sospechabas, está mojado. El hedor penetra tu nariz y decides revivir la imagen del perro corriendo hacia ti. Don levanta la mano y te toca el brazo. Te da palmadas donde puede, son caricias a su modo. Le dices que estará seco pronto y él asiente con la cabeza. Sus ojos se llenan de lágrimas y te contagia. Levantas su torso simulando un abrazo, pero él se lo toma en serio y te aprieta. Vuelves a ser un niño, pero ahora te sientes seguro. Sacudes la cabeza renunciando a las posibilidades. Le das un beso en la frente por primera vez y te hace sentir raro. Le aseguras que no tendrá pesadillas, que soñará bien, pero te lo estás diciendo a ti mismo. Lo cubres con la cobija más suave que encuentras en el armario y la acomodas. Prometes que el desayuno le gustará. Quizás aún tengan harina, piensas. Y sí, no olvidarías comprar algo tan importante.

 

Elizabeth Lomelí. Mexicali, Baja California. Maestra y bibliotecaria. Estudió en la Facultad de Pedagogía de la Universidad Autónoma de Baja California. Cuando descubrió su gusto por los cuentos tomó cursos y un diplomado en escritura creativa, luego publicó dos en una antología local. Disfruta ver dormir a su gata mientras piensa en sus pendientes.

Letrinas: Gente tan posible



Gente tan posible

René Rojas González

 

¿En qué puto momento se me ocurrió andar de revoltoso, caray?, se flagelaba Christian, mientras lavaba los trastes. Quería echarle la culpa un poco a su papá y sus libros comunistas setenteros-ochenteros. Ay, pinche librero, se dijo de repente. No, no es por ahí, pensó, aunque la pregunta le desbloqueó el recuerdo de un quever con El Estado y la revolución de Lenin. Laberinteando, de vaso a plato, de plato a taza, de taza a jabonadura, se forzó un tanto a creer que un "en el socialismo no hay crisis" de un libro de la prepa le había gatillado todo, pero, ¡na!, se decía, no era para tanto.

Siguió zigzagueando. Lo tomó desprevenido recordar un momento que parecía ajeno a lo que venía rascando (y que hace algunos años todavía le incomodaba). Fue una vez con su mejor amigo de la uni a una conferencia de consagrados profesores marxistas. A la salida, Christian comenzó a balbucear alguna duda a un asistente que sus azules, mezclillas, lentes y coleta bien amarrada y lacia lo titulaban de antropólogo-militante-orador en círculo de reflexión. El Compañero, acompañado de otros Compañeros, respondía, claro, con natural desenvoltura. Terminando el cruce, en un instante, el amigo le dijo convencido: "no les hagas caso. No te conviene juntarte con ellos". Y ahí va San Pendejo, sin preguntarse siquiera "y bueno, ¿como por qué no hacerles caso?". ¿Qué otra historia habría comenzado ahí?, se preguntaba ahora Christian haciéndose los ojos chiquitos y medio viendo para arriba, mientras sus manos ya estaban en reproducción automática.

Le extrañó seriamente no encontrar razón para que apareciera este lo que no fue en medio de lo que buscaba, hasta que se dio cuenta que el episodio estaba incrustado en una temporada muy particular. Mucha gente en la calle..., indígenas luchando..., atinó a aterrizar, en el mismo momento en que salvaba de ahogarse a algunos cubiertos. Los utensilios emergían con escenas que tenían una agradable consistencia corporal: gente tan posible, tan real, tan fresca. Sí, tan fruta prohibida, se achacó, para luego soltarse una condena: la muerdes y pierdes el paraíso del conformismo, eres enviado al purgatorio de los zombies de las causas justas, extasiados por ya no vivir por ellos mismos.

Mientras pasaba enjuagada la recurrente y pesada olla exprés al escurridor, Christian notó que si no era con el Compañero de la coleta, la mordida iba a ser poco después. Este callejón le hizo creer que, si era uno quien se convertía en zombie, era la fruta prohibida la que lo mordía a uno. Se sonrió con una ligera exhalación por la nariz. Pero casi de inmediato, cuando lavaba con cuidado el filo de su cuchillo cebollero, le brincó un ¡no!, rotundo, con gesto reparado y cabeza yendo de izquierda a derecha y viceversa: esa gente tan posible nunca me pidió que viviera por ella, se dijo primero, sintiendo una incisión deslizante en la corteza cerebral. Ellas y ellos tan llenos de vida para defendérsela como les salga y uno tan muerto por quererles vivir su vida, sentenció después, disimulando una torsión en el abdomen, como de punción profunda y benevolente.

Nada digno de tumbarlo, Christian acabó de lavar con la formalidad acostumbrada: se enjuagó las manos, cerró la llave (la de la fría para dejar la caliente a otros), las escurrió simétricamente con los dedos pegados y firmes hacia abajo para aprovechar la gravedad, tomó el trapo de secar que previamente dejaba colgado en la manija de la estufa (rápidamente para evitar cualquier escurrimiento en el piso de la cocina y no hacer patas), se secó las manos pasando cuidadosamente el trapo entre los dedos y lo colgó extendido y simétrico de nuevo en la manija de la estufa. Volteó hacia el escurridor y admiró el casi descomunal montículo de trastes imposiblemente sostenidos secándose, como artista deslumbrado por su máxima creación abstracta, convencido de haber salvado la casa, esperando ser tan posible por haber lavado todos los trastes esta vez, expectante ahora por las hazañas y altares de los otros habitantes, esos que sí son tan posibles por vivir como les salga.

 


René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

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