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Crónicas para la ruta: «Las traes»


Crónicas para la ruta

Las traes

Alan Román




No me acostumbro a los guantes. Aprietan las manos y te recuerdan constantemente que no debes tocar nada, incluso cuando ya lo estás tocando. El barandal es más resbaladizo, y los escalones lucen limpios por primera vez, así que piso fuerte para no caer.

Coloco la tarjeta en el sensor y para mi sorpresa funciona. Buenos días enmascarados del chofer y míos. Hola de nuevo, diría, pero sería una indiscreción. Volteo a los asientos, la gran parte vacíos, no más de cinco pasajeros, todos con cubrebocas. Los asientos se veían viejos pero recién tallados.

Desde que subí noté a la mujer sentada en la primera fila junto a la puerta, una anciana con una gran cabellera que pasaba de gris a café débilmente, fija sus ojos en mí sobre una mascarilla azul cielo. Le sonrío y avanzo, había olvidado que también llevaba una, así que debió ser un gesto terrorífico para ella.

Siempre la persona que se sienta al frente del camión cumple el papel de juez, con una mirada desde gentil hasta déspota es el tercer testigo del intercambio de monedas, o de la colocación de la tarjeta en el sensor. Esa persona puede dinamitar cualquier titubeo entre el pasajero y el conductor, un monolito moral que ambos reconocen.

Avanzamos lentamente. Después de tantos meses el camino sigue siendo el mismo. Nos sentamos dejando espacios vacíos, algunos valientes sacan su celular sin temor a la contaminación de la pantalla. En la parada de la plaza Juventud 2000 sube un hombre con cubrebocas blanco de una sola capa, y filipina del mismo color, con logos orientales.

Se sienta en una fila desocupada de en medio, pegado a la ventana. Parece que ni el viaje ni nosotros hemos cambiado y todo irá tranquilo. Hasta que el hombre, con audífonos blancos recién puestos, tose.

La anciana voltea hacia atrás con una agilidad y elasticidad que Linda Blair envidiaría. Lo observa por encima de su cubrebocas, como queriendo que la vea. El hombre no quita la mirada de la ventana, moviendo la cabeza rítmicamente. Todo sigue en silencio entonado por el motor, hasta la llegada de dos tosidos más.

Después de unos segundos la señora voltea a verme. Las arrugas centraban su rostro hacia los ojos, claros, no de nacimiento sino grisáceos por el tiempo, con pequeñas venas saliendo de las comisuras a la pupila. Una mirada bella y llena de odio. Siento que desea correr hacia mí y matarme, aniquilarnos a todos para terminar con esto. Creo que cobra venganza conmigo, luego da una ojeada al resto de pasajeros, se gira de nuevo.

Escuchamos otro tosido en las últimas filas, pero es mínimo, parece más un suspiro trabado seguido de un carraspeo. De cualquier manera la señora, voltea, con la misma fuerza que la primera vez. Como un impulso conductista. Cuando sea grande quiero tener un oído tan fino como el suyo.

El resto de pasajeros comienzan a mirarse de reojo. Nadie más saca su celular, nadie se quiere arriesgar a que esté tripulando entre nosotros. No todos tienen guantes, pero igual, no aseguran nada.

El hombre vuelve a toser un par de veces seguidas que son suficientes para tener de nuevo la atención de ella. No la culpo, yo también temo, pues es tos seca, no cabe duda.

En la parada siguiente, los estudiantes de preparatoria llenan el resto de asientos. Cinco se quedan parados en el pasillo, sostenidos del alto barandal. Nadie se sienta al lado del hombre que sigue tosiendo ya con la frente enrojecida, hasta me atrevería a jurar que tiene sudor. Pero hay un estudiante frente a él, otras personas sentadas detrás, y un señor entre ellos y yo. Definitivamente no hay un metro y medio de distancia entre cualquiera de nosotros, por el contrario, hay muchos puentes humanos por los cuales correr.

Cinco tosidos más, el último de esta tanda con una fuerte reverberación en la garganta. Los espectadores de pie voltean a verlo, la señora ya no regresa a su posición natural, se masajea la cabellera que descansa en su pecho y lo intenta ahorcar con la mirada, pero el hombre, parpadeando constante, se mantiene con la vista afuera del camión y la cabeza recargada en su mano derecha. Algunos estudiantes ríen, fingen toser y se gritan el nombre del virus entre ellos. El resto de pasajeros nos mantenemos en silencio, pero alertas.

Los tosidos suben de ritmo, su respiración se corta, se ahoga, tiene que tomar el aire que corre por la ventana. Ahora los estudiantes también guardan silencio.

La señora murmura algo. No habla con nadie, se guarda sus opiniones para sí, dentro del cubrebocas, mientras sigue tejiendo su cabello. Puedes ahogarte en lo seca que es esa tos, y ella lo sabe. En cualquier momento se levanta y le exige al que se marche de una vez.

Pasamos el parque industrial y llegamos a la plaza donde está el restaurante japonés. El hombre de filipina camina por el pasillo y todos los pasajeros adjuntos se ladean hacia la dirección contraria, alargando su cuerpo para distanciarse y abrirle paso.

La mirada de la señora se relaja un poco. No está lista para morir, como nadie lo está, pero sigue viendo lentamente a los pasajeros, siempre por encima del cubrebocas, siempre con odio premeditado. Algunos carraspearon y yo comienzo a sentir un pequeño hormigueo por mi garganta ¿Quién sería el siguiente?

El perdedor bajó, pero el juego debe continuar.



Alan Román Méndez. Autor nacido en Baja California (1998). Estudió la Licenciatura en Docencia de la Lengua y Literatura en la UABC. En 2018 publicó su primer libro Testigos del Fuego, poemario de la editorial Pinos Alados. A lo largo de los años sus textos de narrativa, poesía y ensayo han sido publicados en espacios como Tierra Adentro, Sputnik, Neotraba, Efecto Antabus, Plástico Revista Literaria, Perro Negro de la Calle, entre otras.

Letrinas: Maurilio


 Maurilio

Samanta Galán Villa


En memoria de Maurilia.


Ahí está. La misma cara de arrepentido, el mismo perdóname Cariño, perdón. No sabes lo mal que me siento, soy un bruto. Es que no sé qué me pasa. Te juro que cuando tomo no soy yo. Tú me conoces. Ya sé que no me vas a creer y que quieres agarrar pa’la casa de tu mamá, pero espérate. Mira lo que te traje. Apoco no está bien chistoso. Lo vi en un puesto del mercado. Me lo dejaron barato porque está enfermo. Yo creo que con un té de hierbas lo vas a curar. Como no te gustan los perros y te hace llorar el pelo de gato, con este no hay pretexto. Así no te vas a sentir sola cuando me vaya a trabajar. Ya sé, Cariño, ya sé que irme con los amigos no es ningún trabajo, pero ya deja de chingar. Ahí vas de nuevo con tus reclamos de mierda. Pues allá tú si no lo quieres y lo tiras a la calle. Loca. Cariño no dice nada cuando lo ve salir. Mira al animal echo bola envuelto en periódico. Es blanco, nunca ha visto algo que se le parezca. ¿Y para qué quiere ella un animal de esos? Si apenas puede con las tareas de la casa, con la comida que tiene que estar lista para Martín cuando regrese de la calle, con la ropa ajena que tiene que entregar planchada a las cuatro en punto. Ni siquiera sabe cómo se llaman esos animales tan raros, tan exóticos, como les decía su prima Isabel a los pavos reales que tiene en el jardín bardeado con piedras amarillas. Deja al bicho y agarra los montones de ropa que no se van a lavar solos. El ojo ya no le duele igual y el mareo de anoche la dejó por fin tranquila. Asoma de vez en cuando la cabeza por la puerta del patio para verlo. Será macho o hembra o a lo mejor las dos cosas. Sabe que hay animales que no necesitan de otro para tener cría. Esos animales tienen un nombre, pero no lo recuerda y al fin y al cabo qué importa. En una de esas se abre. Tiene la cara chiquita y rosa, los ojos rojos y una trompa. Sus piecitos caminan por el sillón como queriendo escalar, pero criatura, te vas a caer, bájate de ahí. ¿Y a ti cómo te agarran? Si estás lleno de espinas, Dios mío. Ni unos guantes de hule hay para echarte en una cubeta. A ver, ay, si sí duele. Ayayayay. Es como agarrar un nopal sin pelar. El animalito se hace bola de nuevo y su respiración se agita, bufando, amenazando con el aire que entra y sale, moviendo las espinas como si fuera a reventar. Si ni te puedo acariciar, para qué quiero una mascota así, que no sirve para nada, ni para traerte un ratón muerto, ni para ladrarle a los rateros o a los chiquillos que juegan en el patio y que le pegan a la puerta con el balón. Va al quehacer con la duda de si ya se volvió asomar. Está bonito, es un animal diferente. Tiene los ojos redondos y la colita pelada. Qué será. Qué comen, se bañan o qué.  En el reloj apenas van a ser las diez. La ropa se va a secar en una hora o dos si le apura. Tiene tiempo de ir y regresar. Cierra la llave y va por una toalla.  Intenta acercarse y se da cuenta que debe parar cuando la bola de espinas bufa como toro cuchileado. Avienta el trapo y lo envuelve para meterlo en una bolsa de malla. Qué milagro, mira nada más cómo vienes. De nuevo maquillando los moretones. Piensas que lo disimulas, pero es que ese color de base no te queda. Eres más morena. Por qué lo aguantas, por qué no lo dejas solo para que se muera de hambre y te sepa valorar, mujer. Mira que sin ti no es nadie. Y tú ahí, de mensa, soportándole todo. ¿Qué es eso? Qué animal tan feo. A ver, podemos buscar en mi teléfono. Pero no te hagas la sorda cuando te digo que un día de estos vas a aparecer muerta en un drenaje. Cuídalo mucho, aunque se ve que esos animales no duran. Si quieres te puedo regalar uno de los pavo reales, si lo puedes mantener. Aprende lo básico sobre el animal. Toma la bolsa y como puede se quita de encima los regaños de Isabel que ya tenía abierto el portón del jardín para enseñarle las flores y las aves tornasol. La escucha decir a lo lejos que se cuide, que aprenda a cuidarse ella misma. Pollo sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo… abre la puerta y la recibe un golpe en la cara. La bolsa cae a un lado y Martín la patea como balón. Cariño siente lo metálico en la garganta, el ardor de la sangre que pasa como remedio. Martín la empuja y se monta sobre ella. El cuerpo endurecido apesta a alcohol, las manos callosas que le recorren las piernas, que le bajan los calzones a fuerzas, el mismo miembro empuñado que entra por donde quiere. Los dedos que le tapan la boca y que no puede morder porque ya sabe que el castigo será peor, que mejor flojita y cooperando, mamita. Bien que te gusta, no te hagas. Si no quisieras que te cogiera así no te pondrías tus vestiditos flojos y sin brasier. No grites porque ya sabes que te toca tu chinga. A gritar con el cabrón que fuiste a ver. ¿Crees que me ves la cara de pendejo? Sé que tienes un amante. Pues a ver si él te coge así. Los pujidos le avisan que ya terminó y que se va a quitar para quedarse en el suelo, con los pantalones en las rodillas, roncando. Cariño mira la bolsa de mandado y el alfiletero ya no está. Lo busca con la mirada, entre las patas de los sillones y de la mesa, atrás del garrafón, entre los zapatos de Martín, hasta que encuentra los ojos rojos asomándose entre las cortinas, moviendo la nariz como si buscara para comer pollo sin sal, atún en agua, grillos o tenebrios. Cariño se levanta con el conocido ardor entre las piernas. Va al baño a limpiarse las lágrimas y la sangre de la nariz. Se lava, se mete los dedos para que salga el veneno. Revisa bien el nuevo golpe que debe tapar con maquillaje. Le angustia la idea de tener a otro en la casa que debe proteger y que necesita un nombre, pero cuál. Quisiera que me recordara algo bonito, como aquel chamaco que conocí en la primaria. Tenía unos ojotes y el cabello de hongo. Maurilio, se llamaba. Bien guapo el niño. Me sentaba junto a él y olía a leche. Nos contó que le ayudaba a su papá a ordeñar y repartir antes de llegar a la escuela. Muy educado, a veces me regalaba dulces. Maurilio, dónde andarás. La bola blanca sigue escondida entre las cortinas, moviendo la nariz y las patas de un lado a otro. Cariño se acerca hasta él y no corre, se enrosca y bufa. Pero qué daño vas a hacer, qué cosa vas a lastimar con esas espinas, criatura. Eres tan chiquito y cualquiera te puede patear como este desgraciado. Tan indefenso, tan haciéndote el bravo con esas espinas, pero yo no te tengo miedo y te voy a asar unos muslos que hay en el refri. No te voy a dejar morir, Maurilio. Un pollito asado todo lo cura. Lo agarra, quejándose por el filo de las puntas, va a la cocina, abre el refri y saca los muslos que sin sal no le saben ricos a nadie y seguramente tampoco al animal, pero qué hacerle. La sal los enferma, la sal es veneno porque se llenan de tumores si no se les da el pollo desabrido. Maurilio se acostumbra a ella y a la casa, al olor del alcohol y de la sangre. Ya no se envuelve cuando escucha el llanto de Cariño y le cuesta menos abrir la trompa para pasarse el té de cuachalalate, tan bueno para el cáncer, la gastritis y problemas del corazón. Y ella, cómo lo quiere, cómo le pesa no poder deshacerse en abrazos y en besos con el espinoso. Se conforma con que le camine por los brazos, la barriga y por las piernas. Sí, muy bonito y todo, pero con qué le compro sus tenebrios, con qué quiere que le traiga las latas de atún si no es con el esfuerzo de estas manos. Mira que si no las tuviera curtidas, me dolería un chingo cuando no te dejas agarrar y te haces bola. La mañana es tranquila. Todas las mañanas donde no tiene qué limpiar los orines del piso o la basca de Martín. Como un pellizco en la piel, se asusta con el portazo, el hipo de su marido que siempre sí decidió aparecer. Mentadas de madre, las sillas que vuelan por el aire y caen al piso. Un golpe seco. Cariño corre hasta la sala y mira a Maurilio entre las sillas, con el blanco interrumpido por manchas rojas. Rojo como los ojillos que la miraban escondido entre la ropa sucia, entre los muebles o las sábanas bordadas por ella misma. El rojo que le deja Martín siempre que la encuentra y lo mancha todo de rojo salvaje. El doloroso rojo carmín. ¿Qué hiciste, hijo de la chingada? Malnacido, miserable. Martín la mira y luego al animal que ya no se enrosca con los gritos ni la corretiza. Cariño siente que se le viene algo de adentro, un caballo que se despotricó y que quiere írsele a las patadas. Martín la toma de las muñecas y ella lo muerde, lo patea, le escupe en los ojos y se zafa. Abre la puerta del patio y se esconde entre la ropa del tendedero, entre sus cabellos que vuelan con el aire y las lágrimas que los humedecen. Martín en su beodez no logra quitar el pasador y cae hacia atrás, como cuando termina. Cariño se asoma por el vidrio esmerilado y ve que no hay peligro, que no hay quien pueda levantarlo a esa hora. Saca las llaves de la bolsita del vestido y abre. Le pisa una mano a Martín y no hace caso de la queja. Toma a Maurilio, todavía tibio, la sangre que le escurre de la boca y que ya le ensució la pancita aguada, la pancita llena de pelo delgado y suave que pocas veces pudo tocar cuando estaba vivo. Lo toma entre los dedos y mece, desbordando la presa que se ha aguantado, descosiendo el lazo que creó con el animal y que tanta alegría le dio en los días que pasaron juntos, viendo las novelas en el tres, ella cuidando no usar perfumes o cremas con fragancia para que se acostumbrara a su olor, apurada porque ya se cayó del sillón y dónde te metiste, no te vayas a perder porque te puedo pisar sin darme cuenta. Tómate el tecito para que no te mueras, para que me acompañes a lavar. Cómete el atún para que no enflaques y sigas corriendo por ahí. Se lo dijo a ella misma muchas veces, que el sentimiento se acaba y basta un momento de descuido para que le arrebaten a uno el amor. Igual que Maurilio que de un día para otro se cambió de escuela y no lo volvió a ver. El animal se enfría y ella intenta calentarlo sobándolo con la palma de las manos. Mira al borracho que ronca como un animal pantanoso. Que nunca le dio nada. Que ya no le produce risas ni ganas de caminar por la avenida agarrados de la mano y que ya no la mira con los ojos embobados cuando le dice te quiero. Se levanta del suelo y camina hacia la calle. No cierra la puerta, no le responde a la señora del restaurante que ya viene por los manteles porque las mesas peladas se ven bien tristes. Camina y sigue hacia delante sin bajar la vista que arde con el sol.



Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.

Letrinas: Post-Estridentismo



Post-Estridentismo


Alejandro Barrón

 



En Reforma, casi llegando a Bucareli,
hay un teléfono público
-sin auricular / lo han arrancado brutalmente-
con un mensaje escrito muy grande a rotulador:
QUITEN ESTE ESTORBO


¿Quién escucha la radio?
Los habitantes del Panteón de Dolores


¿Quién mira la TV?
Los foros están vacíos, desmantelados
las risas enlatadas duermen su justo
descanso rellenando algún parque de Ciudad Neza
acompañadas por manos huesudas de cadáveres desconocidos
traídos desde los derrumbes de la memoria


Los hilos del telégrafo fueron cortados, amontonados
en la bodega polvorienta de un edificio del Centro
que se derrumbó durante el terremoto del 85,
o que fue demolido después del terremoto del 85,
o que no se derrumbó ni fue demolido, y fue seccionado,
y alberga en sus entrañas un pasaje comercial,
o consultorios, u oficinas, o habitaciones improvisadas para
organilleros, vendedores callejeros de libros y asesinos solitarios


¿Quién escribe cartas?
Maples Arce, Vela y List Arzubide hace mucho tiempo que
ya no andan incendiando las calles


Bolaño y Santiago Papasquiaro, tampoco:
A Papasquiaro lo atropellaron y
a Bolaño le debemos un hígado


En una barda de Copilco alguien escribió:
LA DECADENCIA JAMÁS PASARÁ DE MODA
y luego se tiró de un puente


¿Quién lee los periódicos?
¿Adónde se fueron los voceadores?
manos marchitas manchadas de tinta


De vez en cuando gente anónima deja
ramos de flores a medio marchitar,
a un lado de cualquier carretera solitaria de Sonora,
en memoria de Cesárea Tinajero y de Nellie Campobello


De madrugada la voz del Gallo de Oro
suena en alguna lejana e infecta bodega fronteriza y
retiembla en sus centros la tierra


[La ciudad es otra
la ciudad tiene vida propia
la ciudad sucumbe
muere y renace a diario,
con cada semáforo en verde


El ruido está adentro
viene de abajo
y
explota ruge grita
su algarabía es lavada por la lluvia
el agua moja los cables chamuscados
del vagón del metro inservible
convertido en chatarra por
el último estallido


Sus fantasmas piden una moneda
en cada esquina
para comprarse un café
y un boleto de trolebús
para volver a los sitios
a los que nunca pertenecieron]


El local donde estaba el Café de Nadie
es ahora un restaurante de hamburguesas
que sólo alimenta al monstruo gentrificador


Quetzalcóatl viaja en metro y
en horas pico


Las cenizas de Cantinflas llevan años
fugándose por un orificio de su urna apolillada
dentro de aquella cripta imponente
que nos sobrevivirá a todos;
los bustos de bronce de Pedro Infante y de María Félix
han sido robados o han tratado de ser robados de sus tumbas
para ser vendidos por kilo


La Llorona viaja en el último pesero exhausta
no le da la no-vida para andar apareciéndose
en tantos videos virales


Tanto temblor algún día hará emerger
de sus clandestinas fosas
todas las pirámides
todos los adoratorios
todos los dioses
-todos los cráneos atravesados por obsidiana o arcabuz-
gloriosos habitantes de la vieja ciudad
cuyo corazón
late más fuerte que nunca.


El mole de guajolote hace mucho que se enfrío y
se echó a perder,
pero ahí están las Kekas de Doña Mary,
en República de Brasil esquina con República de Cuba,
que no se rajan.


                                                                     OK Google.

 


Donostia-San Sebastián, abril de 2023

 

 

 

 

 

Alejandro Barrón (Tepic, Nayarit, 1987) es narrador, poeta y editor. Estudió Comunicación. Ha publicado las plaquettes de microrrelatos Patrañas (2014), Desquiciados (2016) y Mozalbetes (2017), así como los libros de narrativa breve Pinche Malena (2016) y Tragedia en cinco actos (2018) e Inventario de máquinas inútiles (2021). Su trabajo narrativo y poético ha sido difundido a través de antologías, revistas, diarios y sitios electrónicos de México, Chile, Perú, Colombia y España, tales como Letralia, Elipsis, Playboy México, Punto en línea (UNAM), Diario Sur de Málaga, Papenfuss, Brevilla, La Vanguardia, Letras de Chile, Plesiosaurio, El Espectador y Estación Poesía (Universidad de Sevilla). Como editor ha creado e impulsado las plataformas editores suicidas y BUCARELI, las cuales están enfocadas en la difusión de autores noveles. En 2018, tras residir más de siete años en la Ciudad de México, decidió mudarse al País Vasco.

Letrinas: El quinto jinete



El quinto jinete

Julio César Ortega López


El suelo se abría bajo sus pies, pero Federico saltó las grietas y siguió su camino. El cumplimiento de una última voluntad antes del fin lo motivaba.

Una fila de coches rodó en reversa hacia el abismo entre gritos de horror y golpes de claxon. La fachada rutilante del edificio de oficinas Weltt, Husman & Asociados estalló en mil pedazos. La lluvia de cristales tasajeó a los oficinistas que, despavoridos, buscaban ponerse a salvo en la banqueta. Se contaba que no sabían qué hacer sus últimos días de vida, salvo poner en orden papeles dentro de los archivos. Merodeaban por sus puestos de trabajo esperando, quizá, que el orden de las cosas pusiera un alto al apocalipsis.

Federico se identificaba con la pureza de esa aspiración. Se miró los brazos rojos y excoriados sobre los que comenzaban a levantarse ampollas de piel. La espiral ardiente que surcaba el cielo se desenrollaba con rapidez hacia la superficie, por mucho quedaban unas horas para que la Tierra ardiera en llamas; debía apretar el paso.   

Escaló una pendiente formada por rocas, cabezas y torsos frescos. Dos cuadras eran todo lo que lo separaba de Eduardo, pero cada nuevo trecho era más escabroso que el anterior.

Una pequeña lluvia de rocas incandescentes se desató de pronto y tuvo que desviarse de su trayecto para guarecerse entre los restos de un puente elevado que había caído tras el primer sismo. Ahí, encorvado bajo las planchas de concreto, Federico entrevió pequeños grupos de gente que se congregaba para orar y darse los santos óleos con saliva antes de asistirse, los unos a los otros, para darse una muerte rápida. En la semioscuridad se distinguían con suma claridad los rajones de piel, las respiraciones ahogadas y uno que otro plomazo.   

A Federico se le revolvió el estómago. El solo pensar que Eduardo pudiera haber optado por una despedida de esa clase era peor escenario que la asolación de la Tierra y la raza humana. Debía llegar a él. ¡Pronto!

Se arrastró fuera de la madriguera de los suicidas, dejando tiras de piel derretida de sus manos sobre el asfalto quebrado, y advirtió que en lugar de la lluvia de rocas una neblina vaporosa y encarnada acariciaba las azoteas de las contadas estructuras y edificios que aún quedaban en pie. Un rugido, similar al de una bestia, cruzaba la bóveda celeste. Las cosas por fin llegaban a su fin.

Federico cerró los ojos y cruzó una gruesa avenida que separaba los márgenes de la ciudad de la zona habitacional. Las suelas de sus zapatos se quedaban adheridas al suelo a cada paso hasta que, finalmente, tuvo que prescindir de ellos y andar a pie sobre el chapopote reblandecido. Bramidos de dolor escaparon de su garganta. No era el único que aullaba. Por todas partes, la gente burbujeaba.

Abrió los ojos, dispuesto a darse por vencido y morir, pero vio la fachada de la casa de Eduardo. La construcción estaba intacta, envuelta en un aura pacífica. Era un milagro, había que aprovecharlo, y motivado aún más por el tacto del contenido dentro de su bolsillo prosiguió más allá de sus fuerzas.

Resuelto, Federico rompió el cristal de la puerta, liberando todas las emociones contenidas, quitó el seguro desde el interior y entró en la casa sombría.

—¡Eduardo! —se desgañitó, al borde de las lágrimas—. ¡Eduardo, sal! ¡Soy Federico!

Un hombre salió de una habitación a oscuras. Era increíble. No solo seguía vivo, sino que sonreía, ileso. ¿Era un preferido de Dios? Posiblemente.  

—¿Federico? —preguntó, como si soñara—. ¡Es un milagro! ¿Qué haces aquí?

Federico rio, limpiándose las lágrimas con el dorso ennegrecido de la mano, y sacó la pistola. Acercó el cañón al entrecejo de Eduardo.

—Nunca me pagaste los dos mil varos que te presté.

En el umbral de la habitación a oscuras una mujer desgreñada y una niña con los ojos hundidos miraban con ojos de pasmo a la figura quemada plantada como un ángel en medio de la habitación.

—Y prefiero dos mil veces que en el infierno me conozcan por cabrón, no por pendejo —dijo.  

Y apretó el gatillo antes de que el fuego acabara por envolverlo.

 

Julio César Ortega López (San Mateo Atenco, 1991). Estudió comunicación en la Universidad Autónoma del Estado de México. Ha publicado en Revista La Colmena (UAEMex), Revista Tierra Adentro, Punto de Partida UNAM, Grafógrafxs, Penumbria, Alas de Cuervo y otras publicaciones digitales. Facebook: /juliotrystero

Letrinas: Minificciones II de Franco García



Minificciones II

Por Franco García


De economía local a nacional

Todos los días en el río de Coyuca de Benítez, Guerrero, aparecen cadáveres humanos. Algunos desmembrados, otros baleados. Pero los pobladores y las autoridades ya no dicen nada ni los reclaman; sólo les echan cal y les dan la bendición. Lo curioso de todo esto es que también han aparecido cuatetes alimentándose de los restos humanos. Y eso, sin duda alguna, ha sido una bendición porque hacía muchos años que nos los veíamos en el río. Desde luego que los pescadores están felices por tal milagro. Ahora mi tierra es el principal exportador de cuatete a nivel nacional.

 

Tarde oscura

La última tarde que nos vimos fue en un bar de Coyoacán. Tomamos vino, whisky, ron, mezcal y cerveza oscura. Entre copa y copa nos dio por hablar de cine, novelas, política fiscal, guerras, viajes, alimentos transgénicos y humanoides. También recordamos la ocasión que visitamos el zoológico y nos echamos a reír por lo estúpido que se veían los chimpancés apareándose. No dejaba de escucharte. Tu boca era un enorme volcán escupiéndolo todo. Hacía falta, dijiste y exhalaste hondo, como si dejaras escapar tu alma a propósito. Entones sequé tus delgadas lágrimas con una servilleta y te dije que ya era hora de marcharnos o no alcanzaríamos abierto el Metro. Pero afuera estaba oscuro, callado, desértico. Y nos quedamos absortos, inmóviles, tomados de la mano como si jamás nos fuéramos a separar.

 

Único

Qué hombre tan torpe, tan sucio, tan vacío, tan falto de educación. No sé cómo pude soportarlo tanto tiempo. ¡Pero Dios, ninguno cogía como él!

 

Fitnees girl

Soy una chica apasionada por la vida que disfruta al máximo cada instante. Amo mantenerme sana y cuidar mi figura. Como chica modelo, el éxito consiste en disciplina. No lo olviden. Amigas mías que sufren de sobrepeso: les aconsejo que después de comer vayan al baño a vomitar. A mí me funciona.

 

Amuleto de la suerte

Lo encontré a mitad de camino, rumbo a la escuela. Ni temor ni asco me provocó. Lo levanté como si nada y lo guardé en mi mochila. ¡Mi amuleto de la suerte!, dije. A la hora del recreo se los mostré a mis amigos. Algunos vomitaron, otros gritaron; yo sólo me reí. Unas compañeras me acusaron con la maestra y de inmediato me llevaron a la dirección. El director y la maestra no podían creerlo y me ordenaron deshacerme de él o me traería graves consecuencias conservarlo. ¡No, es mío!, les grité. Ambos me amenazaron con expulsarme de la escuela si no lo hacía. En respuesta les mostré en señal obscena el dedo medio que me había encontrado en la calle y les solicité mis papeles cuanto antes.

 

De nuevo en casa

Nació en un estado violento y en un hogar pobre. Nació homosexual y aspiró a ser gay. Se marchó a la Ciudad de México para cumplir su sueño de ser millonario mas nunca lo logró. Después de tantos años regresó a su tierra con el corazón y trasero rotos.

 

Sobre advertencia no hay aviso

Disculpen que siempre me contradiga. Resulta que mis yoes nunca se ponen de acuerdo.

 

Tenga para que aprenda

Por lujurioso, mi corazón fue castigado con todas las de la Ley de la Vida: amarás sin ser amado.

 

Partir con valor

Quitarme la vida no me hace cobarde. Sólo me adelanto valientemente hacia lo desconocido.

 

A quien corresponda

Por medio de la presente

informo a usted

que renuncio a la poesía.

Sucede que me aburro de los rockstars,

de las tribus urbanas, de los cazarrecompensas

y lingüistas adoctrinadores.

Tampoco tuve talento para comediante.

Así que, por favor,

no me vuelvan a invitar a sus lecturas en voz alta.

La paga era una miseria

y hacer corajes o berrinches

sólo me ocasionaba diarreas y migrañas.

Le recuerdo, una vez más, que ni sádicos,

ni románticos, ni futuristas poemas

destacaron más en mi lista.

Me retiro a tiempo por

prescripciones médicas,

ya que podía terminar

internado en un hospital psiquiátrico

o enjaulado en un zoológico.

Usted disculpe mis ratos

de rabia y melancolía,

pero ya no estoy para

semejantes trotes infantiles,

ni para pasar noches enteras en vela

y fumando marihuana.

En pocas palabras: perdí la fe en la poesía.

Tengo que saldar mis deudas con el banco

o me embargarán la casa.

Además me urgen vacaciones

y mi automóvil necesita neumáticos nuevos.

También he de confesarle que 

hace un mes me dejó mi esposa por un abogado.

Ojalá me comprenda.

Quedan en el escritorio la computadora, los lapiceros,

los libros firmados y mi vieja libreta de apuntes.

Ésta última le ordeno que la tire

a la basura o la queme cuanto antes.

No se preocupe por la liquidación,

suficiente tengo con la venta

de ropa usada en el mercado.

Sin otro particular por el momento,

reciba mis más sinceras condolencias.

 



Franco García (Guerrero, 1987). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.


Letrinas: La noche que estuve a punto de conocer a Frank Turner




La noche que estuve a punto de conocer a Frank Turner

Jorge Tadeo Vargas



Mi teléfono suena a las diez. Había pasado toda la noche despierto peleando con Diana y justo a las seis de la mañana ella salió del departamento para irse a trabajar. Yo me quedé dormido en la sala. No alcancé a contestar; tenía cinco llamadas perdidas de Edgardo. Decidí regresarle la llamada. Era editor en un periódico, y si me estaba llamando seguro era por trabajo.


—¡Cabrón ¡ —me dice en cuanto respondo —tengo un buen rato llamándote. ¿Dónde andas?

—Líos con Diana. Me dormí ya amaneciendo y no escuche el teléfono. ¿Qué pasa?

—Hoy toca Frank Turner en la ciudad. Es un concierto gratuito, sin publicidad. Mucha prensa y unos cuantos fans. Mi jefe quiere que tú lo cubras para el periódico. No me vas a decir que no, ¿verdad?

Hace cinco años conocí a Diana en un concierto de Frank Turner, recién llegado a la ciudad de Nueva York. Estaba pasando un mal momento y dejé todo para probar suerte, no en la búsqueda del sueño americano, eso ya no se lo cree nadie, solo probar que podía hacer algo más que mi trabajo de periodista habitual. Mi plan era trabajar en los lugares donde suelen emplear indocumentados e ir escribiendo un libro de crónicas sobre esto. Al final no lo terminé, pero esa es otra historia.

En ese momento estaba trabajando, pintando casas, pagaban bien y no era tan pesado como las cocinas. Además que era un trabajo diurno y cuando vives con ocho personas más en un pequeño departamento, siempre es un alivio.

Una de las razones por las que había elegido irme a Nueva York era la cantidad de conciertos a los que podía asistir. De entrada tener el festival de Asbury Park a la vuelta de la esquina ya era un plus. A los meses de haber llegado se presentaba Frank Turner en un pequeño bar de Manhattan.

Ahí fue donde la vi por primera vez. Una morena con el cabello negro casi a la cintura, con un pantalón de mezclilla azul, un suéter rojo, bufanda negra y unos zapatos que hacían juego con el color de la blusa. La vi, tenía que hablarle. Me acerque a ella, me presenté diciéndole que era mexicano, que me daba la impresión de que ella también (le hable en español obviamente).

Para mi sorpresa no me respondió diciéndome que yo era el clásico acosador que piensa que puede conquistar a cualquier mujer, al contrario, continuó hablado conmigo. Me dijo que también era mexicana.

Vivíamos en la misma ciudad, no sé por qué no nos habíamos encontrado en algún otro evento o tal vez sí, pero no nos fijamos uno en el otro a hasta ese momento.

Ella estaba de vacaciones visitando a una amiga, era arquitecta e iniciaba con un pequeño despacho con otras dos amigas. Habían ganado una licitación bastante importante y se había dado ese regalo. También era fan de Frank Turner desde la época de los Million Dead. Eso era hablar con toda una conocedora.

Después de uno de los mejores conciertos que he visto de Turner; nos fuimos a tomar a un bar cercano. Platicamos toda la noche, compartimos nuestros números de teléfonos y por meses nos mantuvimos en contacto por ese medio y por correo electrónico. Un año después y una visita de un par de días que ella hizo a Nueva York, yo estaba de regreso en la ciudad y comenzamos a vivir juntos.

A mi regreso comencé a escribir el libro de crónicas, me puse a trabajar de freelance en algunos medios locales, con suerte me publicaban en algunos nacionales, ganando muy poco, así que prácticamente vivía del sueldo de Diana. Me parece que eso jodió la relación, o al menos mi capacidad de aceptar que ella fuera quien pagara las cuentas. Fue lo que deterioró lo que teníamos. Esa dinámica fue la que generó la mayoría de los conflictos. Eso y mi irresponsabilidad afectiva, tengo que reconocerlo.

Siempre nos quedaba Frank Turner. Lo fuimos a ver las dos veces que ha venido a tocar a México; lo disfrutamos tanto como la primera vez. Hasta puedo asegurar que nos inyectaba nueva energía para continuar intentándolo. Se convirtió en nuestro Forget Paris como en la película de Billy Crystal y Debra Winger, hasta que ya no hubo más.

Después de cuatro años de vivir juntos todo explotó. Justo un día antes del concierto incógnito de Turner en nuestra ciudad como parte de una gira de promoción de su nuevo disco.


—¿Me lo dices con tan poco tiempo?

—Lo siento cabrón, no fuiste la primera opción, pero tienes que decir que sí. Hay muchos que quieren cubrirla, pero nadie que conozca al Turner como tú.

—Vale, vale. Es trabajo y el dinero siempre viene bien. Además, entrevistarlo es algo que suena muy bien. Mándame la información y yo me encargo de cubrir la entrevista y el concierto.

—¡Perfecto! Te lo mando a tu correo electrónico y bueno, te aviso que la entrevista tiene que estar en mis manos el domingo por la noche. Se publica el lunes.

—Sin fallas.

Me levanté del sofá bastante adolorido. Se había convertido en mi cama habitual, pero aún no me acostumbraba a él. Siempre despertaba con un fuerte dolor de espalda que me estaba convirtiendo en un adicto al tramadol.

Me preparo café, prendo mi laptop que está en la mesa de la cocina la cual se ha convertido en mi oficina desde hace algunos meses. Reviso mi correo, tengo un correo de Edgardo con toda la información para el concierto. Pienso en invitar a Diana, sé que le gustaría. De pronto escucho la voz de Billy Crystal en mi cabeza que dice Forget Turner! y descarto la idea.

Me pongo hacer un poco de investigación para la entrevista. Es a las ocho de la noche. Pongo en mi reproductor su nuevo disco, me paso a una página de ventas en línea para pedir el vinil, y leo algunas cosas para ir lo más preparado posible y no caer en las clásicas preguntas. Es por mucho una de las entrevistas más deseadas para mí.

Trabajo hasta casi las seis de la tarde, hora en la que llega Diana. Se sorprende de verme a pesar de todo lo que nos dijimos la noche anterior; me lo dice, además me recuerda que es su casa y que esperaba que después de ayer en que nos dijimos tantas cosas hiciera mis maletas y me fuera dejando de consumir sus energías y sus recursos.

Regresamos al pleito. Nos gritamos de todo, nos insultamos. No damos cuartel. Se queja de que no ayudo en casa, de que no hago nada y que no aporto en lo más mínimo. Lo usual. Yo le digo que como no aporto financieramente ella está resentida conmigo, la tacho de aspiracionista, de pequeño burguesa. Ella se ríe de mí, se burla, mientras me asegura que no es así, que no es algo que le importe.

Discutimos por horas, olvido la entrevista y el concierto.

Son las nueve de la noche cuando Diana decide poner fin a todo. Me pide que me marche. Hago una maleta con algo de mi ropa, le digo que iré después por mis libros, discos, cassettes, toda mi vida.

Me pide que no vaya, que me diga a dónde me lo manda. La mando al carajo y salgo. Es cuando veo los mensajes de Edgardo que está bastante enojado, no es para menos.

Pido un carro por la aplicación programada para eso. Se tardará unos minutos. Le mando mensaje a Edgardo diciendo que al menos al concierto sí llego. “Más te vale. Ya te cubrí en la entrevista”, es su respuesta.

Llego justo a la mitad del concierto. Edgardo que aunque está furioso conmigo, es mi amigo y me soporta. Me insulta, pero me dice que ya todo está cubierto, él hizo la entrevista que me toca transcribirla y ponerle de mi conocimiento sobre Frank Turner. Me deja el trabajo pesado.

En concierto aún alcanzo a escuchar un par de canciones de su nuevo disco, además de “Four simple words”, “Reason to be an idiot”, “Get better” y la canción con la que ha cerrado cada uno de los conciertos en que lo he visto: “I still belive”. Justo es cuando me doy cuenta de que estoy llorando. Es cuando entiendo que todo termino con Diana.

Edgardo y yo estamos sentados en un bar. Me pide que haga un buen trabajo con lo que tengo, es importante. Le digo que no hay problema que tengo los elementos necesarios para hacer una buena entrevista-reseña.

Son casi las tres de la mañana cuando nos despedimos. Me quedo por la zona, caminando sin rumbo, esperando a que amanezca. Sé que estoy equivocado, pero no pienso reconocerlo. Menos ante Diana, todo se ha acabado después de este último pleito. Ya no hay nada más que hacer.

Tomo el primer autobús de la mañana que va repleto de obreros, empleados de oficinas, domésticas y estudiantes que no saben que el sol se asoma, no lo pueden ver desde sus smartphones. Yo siento que es un nuevo comienzo, mientras sonrío.

Letrinas: Por una cabeza



Por una cabeza
Samanta Galán Villa

Hace frío. Al lado de mí alguien llora. Sus gritos me aturden. No me importa lo que le hacen, pero sé que me tocará recibir exactamente lo mismo. Es el lugar sin límites. Está sitiado por barrotes, dividido por celdas, apartados del mundo porque hicimos algo mal, algo prohibido socialmente y aquí adentro pasa todo lo prohibido, pero peor.

Sé que los gritos que escucho de pronto cambiarán de tonada, subir y bajar. Como cuando me rasuro todas las mañanas y subo y bajo el rastrillo por toda la cara llena de pelo hasta que queda limpia y me veo más joven.

Él, me acuerdo, tenía la cara llena de pelo. Mina, quisiera que estuvieras aquí conmigo. No. Quisiera estar lejos de aquí contigo, en otro lugar. Me gustaría regresar a esa mañana en la que me dijiste que te acompañara al monte porque querías enseñarme algo.

Qué contento me puse. Pensé: al fin se me hizo con esta. Perdón que te dijera “esta”, pero aquí, en una celda mientras los gritos del de al lado se elevan cada vez más y luego se atraganta con algo que meten a su boca e imaginar que ya pronto es mi turno me da el valor de decirte que esa vez te dije “esta”.

Fuimos al monte y yo me iba aguantando las ganas de acariciarte las nalgas que temblaban detrás de la tela de tu vestido o de meter mis dedos en tu cabello largo, negro y lacio. El olor de la tierra recién labrada y también a quemado por el tiempo de siembra hinchando los pulmones. Nos van a ver, Mina, te dije. Hay que buscar un árbol frondoso.

Cállate y no digas nada, ya casi llegamos.

La rama entró por debajo del lóbulo de la oreja izquierda y salió en la coronilla del cráneo. Los ojos abiertos mirando al cielo que apenas empezaba a volverse azul. La sangre en el cuello coagulada. La cara llena de pelos, como si no se hubiera rasurado todas las mañanas, moviendo la mano arriba y abajo, así, así hasta quedar limpio como la cara de un muñeco de aparador.

¿Sabes quién es? Preguntaste. No, respondí. Me hubiera gustado decir más, decirte Mina, que me había hipnotizado el color rojo alrededor del cuello, viscoso y brillante. No había salido el sol, pero brillaba. La cabeza de un extraño colgada en la rama de un árbol como una manzana. Como un fruto cualquiera.

Entonces dejé de pensar en las formas de tu cuerpo, en el peso exacto de tus tetas en mis manos. No podía dejar de ver al desconocido, a las moscas en las fosas nasales, que se arremolinaban en el cuello cercenado.

¿Qué hacemos? ¿Le avisamos a la policía?

No. Hay que llevarla a mi casa.

¿Por qué? ¿Para qué quieres una cabeza en tu casa?

Mina, esas cosas no se preguntan. Uno no sabe por qué de pronto un día aparece una cabeza colgada de la rama de un árbol con el mismo resplandor de una estrella y tiene los ojos mirando hacia arriba como quien está harto de vivir y ruega un descanso. Uno no sabe por qué de pronto tiene la necesidad de descolgar la cabeza igual que con un fruto maduro y jugoso que ya está listo para comerse y la quita con cuidado para que no se desbarate y se convierte a partir de entonces en su posesión más sagrada. Uno no lo sabe. Yo no lo sé explicar.

Ya con la cabeza en las manos me miraste como si el aparecido fuera yo, como si me desconocieras. Te pedí que no le dijeras a nadie y respondiste que sí con un movimiento. Ya no quisiste hablar. ¿Te arrancaste la lengua Mina? ¿Tu boca se convirtió en una cueva oscura a la que nunca toca la luz?

Mina, los gritos de al lado, son insoportables. Tú no podías soportarlos y tampoco las risas de los otros presos que se divierten con los que acaban de llegar a la prisión. Qué frío. Los dientes me castañean y casi puedo olvidarme de que en poco tiempo se van a aburrir de esa víctima y será mi turno.

Llegué a mi casa corriendo y puse la cabeza, no la mía sino la del desconocido, en una caja de cartón. Atrapó mis ojos. Todo alrededor se volvió borroso y también dentro de mí. Me costaba trabajo recordarte, Mina. ¿Cómo es que te llamas? Mina. Guillermina. Sólo podía recordar el nombre sin una cara porque la cara del desconocido se convirtió en la cara de todo el mundo.

Inventé historias sobre él. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué le cortaron la cabeza y la colgaron de un árbol? El desconocido es mi hermano Luis que desapareció hace muchos años cuando intentó fugarse a Estados Unidos con su novia y nunca los volvieron a ver. No es cierto, es mi papá: Un jornalero que sembraba maíz en los tiempos de lluvia. Madrugaba con el sol y regresaba hasta tarde, pero un día sólo volvió su cuerpo caminando sin orientación. Nunca encontramos la cabeza, pero mi papá sí encontró la forma de seguir trabajando de todos modos.

 La cabeza eres tú, Mina. Somos todos.

El desconocido, igual que yo, fue cambiando con el tiempo. No te imaginas cómo se transforma el ser humano después de la muerte. La piel, Mina, se pone verde, se pone azul y luego negra. Huele mal. A otro mundo y a un aire que sólo puede respirarse por los que ya caminan en los infiernos. Los gusanos y moscas que atrae la podredumbre son imparables, pero yo me acostumbré al ruido del revoloteo de los insectos necrófagos.

Es fácil hablar con alguien cuando sabes que nunca lo volverás a ver. Que está desapareciendo. Le dije al desconocido todos mis secretos. Por ejemplo, que tú, Mina, eres la mujer que más he querido. Que te llamas Guillermina y que te llevaré a otras tierras para regalarte campos donde el trigo aun sea verde.

Le dije que yo también estaba harto de la vida y que se comienza a notar en la piel manchada por el sol y en las costillas que se asoman encima de la ropa. Le dije: No sabes la suerte que tienes de estar lejos de aquí y estar aquí al mismo tiempo. ¿Los muertos son los únicos que pueden habitar dos dimensiones?

1,2,3,4,5,6,7,8,9,10…¿Cuántos días estuvimos juntos? No lo sé Mina, sólo puedo decirte que contemplar la cabeza me robó el tiempo y las ganas de trabajar, de comer y hasta de citarte en el cerro para levantarte el vestido y clavarte contra un árbol.

11,12 o13 días más tardaron en llamar a la puerta y preguntarme si estaba bien, si había alguien adentro y que si no respondía iban a tirar la puerta. La tiraron. Me encontraron a mí con una cabeza descarnada en una caja de cartón oliendo a diablos. Oliendo a muerte.

¿Cómo lo mataste? ¿Por qué? ¿Qué te llevó a cortarle la cabeza a este desconocido y dónde dejaste el cuerpo?

No sé, no sé. Él no es un desconocido. Es mi amigo. Él me conoce mejor que nadie. Por favor no se lo lleven. Por favor déjenme aquí.

Me acusaron de homicidio, Mina. Ho-mi-ci-dio. Qué palabra más triste. Mina, no te olvides de decirles que yo no maté a nadie. Cuéntales que tú fuiste quien me llevó al monte, tú fuiste la que me dio a comer del fruto prohibido en el Jardín.

Pasos en el corredor. Pasos que vienen a mí. Pasos que se detienen en la celda. Mina, ya vienen. Mina, dime algo y tal vez logre escucharte. Mina, llévale flores a mi amigo en su mausoleo que tiene la leyenda “Aquí descansa la cabeza de un desconocido, asesinado por un criminal”.

La reja se abre. Ellos entran. El aire que entra en mi pecho duele.

La reja se cierra.





Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.

Letrinas: Hermanos en el paraíso



Hermanos en el paraíso

Darinel García



─¿Recuerdas cómo te moriste?

─No, solo fue como… ¡fa! Brinqué, nada más.

─¿Te dolió?

─No, solo vi oscuro.

─Diablos, yo recuerdo que me dispararon una flecha. Sentí que me atravesó la cara y caí. Cuando me levanté ya me vi tirado, estaba aquí con esta gente.

─Raro, según que la mayoría no lo recuerda.

─Bueno, ya no importa, al menos estamos juntos, aunque siempre creí que nos tocaría estar en el… ya sabes.

─Simón, yo también lo pensé.

─Me siento extraño, como demasiado bien.

─Sí, igual yo. Ese rato escuché a dos viejitos hablando. Se abrazaron y mencionaron algo, que aquí todo es perfecto en todos los sentidos, hasta tú y yo.

─Con razón me siento extraño, no asimilo la idea de ser perfecto.

─Mira el pasto, es demasiado verde. La sombra se ve muy fresca. El sol no arde en la piel. Muy fresco el viento. Definitivamente es el paraíso, o de plano estoy soñando.

─Ah, ¿Te preocupa algo? ¿No sientes angustia de que has olvidado algo?

─Mmm no, qué loco.

─¿Escuchas ese río? Creo que está más allá abajo.

─Vamos a vernos, quiero verme siendo perfecto.

─Pero si te veo igual.

─Pero yo no me he visto.

─Antes de eso ¿No has visto a papá y mamá?

─Creo que los vi por allá, caminando hacia aquellos árboles que están ahí ¿los ves?

─Sí.

─Pues para allá iban, muy felices.

─Se olvidaron de que tienen hijos, ja, ja.

─No creo, ja, ja.

─Ese rato me pareció ver más gente conocida. Hasta me saludaron, y no sé si te acuerdas pero antes nadie lo hacía.

─Porque tú tampoco lo hiciste.

─Me siento raro, como si flotara.

─Es normal, ya ves que nos decían que aquí no existía el cansancio y eso.

─Ah, es cierto, la neta yo nunca me vi como candidato para andar en este lugar.

─Por dos. Al final sí fue cierto lo que nos decían.

─Oye, ¿no sientes un poco lejos el río?

─Simón, se escuchaba tan cerca.

─A lo mejor así suena el paraíso. O es el viento.

─Loco, si estamos aquí, y si hay gente que conocemos, ¿eso quiere decir que nos morimos al mismo tiempo o cómo?

─No creo, tú lo hiciste de diferente forma y yo también. A menos que nuestras muertes fueron momentos antes que las de todos los demás.

─Puede ser. Pero me siento raro.

─Allá está el río.

─Vamo’ rápido.

─Dicen que si estás muerto puedes verte, y si estás soñando vas a desp






Darinel García | Venustiano Carranza, Chiapas, 2000 | Estudiante de Lengua y Literatura Hispanoamericanas en la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH). Disfruta de escribir aunque en muchas de las ocasiones no lo haga como es debido. Está dispuesto a cometer errores con tal de superarse. Ha publicado poemas en revistas como Granuja, Revista Página Salmón, Irradiación, Estrépito, entre otras más. Autor del poemario Ya no quiero estar aquí (Espantapájaros Editorial, 2022).

Letrinas: Clorfeniramina y a dormir



Clorfeniramina y a dormir

Belerio Fontes

 

Difícilmente pude conciliar el sueño con la facilidad que lo suelo hacer después de recibir la llamada de Beth esa noche. Era ya tarde y los niños estaban ya dormidos, después de escucharme leer en voz alta sobre el año dos mil tres, según Ray Bradbury.

Abril dos mil tres: Los músicos. Así se llama el título del capítulo, les dije. El más grande me interrumpió preguntándome, ¿en qué año nací? En mil novecientos ochenta y dos, le dije. Ah, dijo el preguntón y el más pequeño hizo un silbido al escuchar la respuesta, como si fuera una cifra de gran magnitud. Yo solo sonreí.

Cerré el libro después de leer unas cuantas páginas y suponer que ellos ya habían sucumbido al sueño, pues minutos antes parecía que nunca lo lograrían. Tan rico que es dormir chicos, les contestaba cuando yo, me decían que no querían hacerlo. Claro que esperaba comprendieran mis palabras, pero estaba consciente que eran aún demasiado incivilizados para tomarlo en serio.

Revolví suavemente el cabello de mi hijo mayor y no le vi reacción, así que me salí despacio de su cuarto y bajé las escaleras para checar las cerraduras lockeadas. Bebí agua fría del garrafón, un vaso grande. Descubrí que la gata dormía en el sillón y pensé en sacarla, pues a veces no deja dormir con su ronroneo y su obsesión de estar recargada contra alguna parte de mi cuerpo cuando duermo, pero la noche era fría. Subí las escaleras y de arriba hice pss pss pss para llamarla al cuarto.

Regrese a mi recamara y revise el celular para encontrar unos mensajes de texto de Beth. Escuetos, pero contestaban que había tenido mucho trabajo en el día y dejaba la interrogante de, ¿cómo había sido el mío?

Márcame, le contesté por escrito, aunque no esperaba su respuesta. Todo el día me había sentido ignorado y ello me amargó. Pero ya la conocía un poco más que al inicio y me daba cuenta de que, así como era encantadora, también era lo contrario. Nunca al mismo momento, claro.

Dejé el celular en la mesa de noche y me fui a lavar los dientes. Regresé a cama y me tapé con dos cobijas de pies a cabeza. Apagué la luz pensando en que Beth no se había comunicado, así que decidí no clavarme en la idea y rendirme a la fatiga del día.

En ocasiones cuando estoy por dormir, siento que entro en un pensamiento. Una idea que imagino y empiezan a aparecer cosas y personas. Me dejo llevar por ello, soltándome de la realidad para sumergirme en la fantasía que mi subconsciente quiere que vea, algo que quiere curar quizá. De ahí en adelante nada me detiene a dormir profundamente, aunque mi celular registra que mi sueño no es tan genial como el de otros usuarios del Galaxy Fit. En esta ocasión todo fue así hasta que la llamada entró.

Desperté, contesté y nos saludamos con cierta extrañeza. Quise hacer platica y enterarme de su día, pero ella pronto dijo en tono serio, que teníamos que hablar y que quería hacerlo viéndome a los ojos. Pero le dije que no era necesario y que dijera lo que necesitaba comunicar.

Ya no podemos tener esta la relación, me dijo y agregó que ella no estaba lista y yo estaba casado.

En otras ocasiones como ésta, un vacío ocupa mi esternón y cavidad abdominal. Esta vez, se sumó un poco de molestia por la hora de la noche y lo sencillo que hubiera sido esperar hasta mañana o decirlo más temprano en el día. Así, hasta se agradece. Sin embargo, en vista que yo insistí en que ocurriera así, me sentía mas pendejo aún.

En mi mente pensaba que ya había valido madres el buen dormir, pero con voz tranquila le contesté que yo entendía. Me dijo que no me quería lastimar y que no era el mejor momento en su vida. Yo solo escuché y por último fingí estar de acuerdo en todo. Incluso le dije que apoyaba su decisión y que por mi parte no había cabida para malos sentimientos. Nos dijimos que nos veríamos mañana o luego y nos despedimos sin un te amo.

Al colgar solo pude tener pensamientos de Beth. Recordando las veces que estuvimos juntos, ya sea cogiéndomela, haciéndola reír, viéndola bañarse, tallando su espalda, escuchando sus chistes malos, reniegos y disculpas. También imaginé como otro hombre vive la experiencia de estar en la vida de Beth, lo cuál era la peor de todas las visiones que pude inventar.

Después de un rato me convencí a sesgar mis pensamientos y hacer lo posible por olvidar lo ocurrido para poder dormir. Así que, me levanté de la cama con rumbo a la cocina a buscar desesperadamente algún fármaco que pudiera provocarme sueño. Había comprado un antigripal hace una semana, pero este ya se había acabado. Milagrosamente encontré unas pastillas de clorfeniramina y me tomé dos. Lo bueno que es la de marca, pensé y me hubiera tomado cuatro en ese momento de tenerlas, aunque la leyenda de la caja dijera que la dosis era un máximo de dos. Ya las había probado y me provocaron un chingo de sueño en mal plan, pues las tomé en esa ocasión de día, antes de ir a trabajar.

Regresé a la cama y practiqué respiraciones profundas. Inhalar por la nariz hasta el punto de sentir que mis huesos de la espalda truenan y mis costillas se rectifican. Sentir a los pulmones recibiendo presión en sus paredes elásticas y después, exhalar por la boca, haciendo que el viento roce la garganta y sumiendo el abdomen hasta tocar el espinazo. También pensé en el color negro, siempre lo hago, me funciona bien. Es algo muy sencillo, solo pienso en el color negro. Hago que mis ojos vean la oscuridad del parpado y evitó que otros pensamientos entren. Aunque, sin mucho esfuerzo, Beth entraba en esa construcción que formaba en mi mente del lugar seguro y le acompañaban miles de ideas más, que me revolcaban tal cual lo hace una ola.

Desesperado y ansioso al borde de pegar gritos, sentí de repente sueño. Somnolencia más bien y empecé a quedarme dormido. Sentí un alivio de ello, a pesar de tener una tristeza en mí. Quizá la tristeza me durmió, pero también fue la clorfeniramina. Por eso cuando la recomiendo, siempre digo que la de patente es la mejor. 



Belerio Fontes. Escritor aficionado, recientemente cursó el Master en Escritura Creativa en la UVirtual de la Universidad de Salamanca, España, con la tutoría de la Doctora María Marcos. IG: @belerio.fontes
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