Crónicas para la ruta
Las traes
Alan Román
Crónicas para la ruta
Las traes
Alan Román
Samanta Galán Villa
En memoria de Maurilia.
Ahí
está. La misma cara de arrepentido, el mismo perdóname Cariño, perdón. No sabes
lo mal que me siento, soy un bruto. Es que no sé qué me pasa. Te juro que
cuando tomo no soy yo. Tú me conoces. Ya sé que no me vas a creer y que quieres
agarrar pa’la casa de tu mamá, pero espérate. Mira lo que te traje. Apoco no
está bien chistoso. Lo vi en un puesto del mercado. Me lo dejaron barato porque
está enfermo. Yo creo que con un té de hierbas lo vas a curar. Como no te
gustan los perros y te hace llorar el pelo de gato, con este no hay pretexto.
Así no te vas a sentir sola cuando me vaya a trabajar. Ya sé, Cariño, ya sé que
irme con los amigos no es ningún trabajo, pero ya deja de chingar. Ahí vas de
nuevo con tus reclamos de mierda. Pues allá tú si no lo quieres y lo tiras a la
calle. Loca. Cariño no dice nada cuando lo ve salir. Mira al animal echo bola
envuelto en periódico. Es blanco, nunca ha visto algo que se le parezca. ¿Y
para qué quiere ella un animal de esos? Si apenas puede con las tareas de la
casa, con la comida que tiene que estar lista para Martín cuando regrese de la
calle, con la ropa ajena que tiene que entregar planchada a las cuatro en
punto. Ni siquiera sabe cómo se llaman esos animales tan raros, tan exóticos,
como les decía su prima Isabel a los pavos reales que tiene en el jardín
bardeado con piedras amarillas. Deja al bicho y agarra los montones de ropa que
no se van a lavar solos. El ojo ya no le duele igual y el mareo de anoche la
dejó por fin tranquila. Asoma de vez en cuando la cabeza por la puerta del
patio para verlo. Será macho o hembra o a lo mejor las dos cosas. Sabe que hay
animales que no necesitan de otro para tener cría. Esos animales tienen un
nombre, pero no lo recuerda y al fin y al cabo qué importa. En una de esas se
abre. Tiene la cara chiquita y rosa, los ojos rojos y una trompa. Sus piecitos
caminan por el sillón como queriendo escalar, pero criatura, te vas a caer,
bájate de ahí. ¿Y a ti cómo te agarran? Si estás lleno de espinas, Dios mío. Ni
unos guantes de hule hay para echarte en una cubeta. A ver, ay, si sí duele.
Ayayayay. Es como agarrar un nopal sin pelar. El animalito se hace bola de
nuevo y su respiración se agita, bufando, amenazando con el aire que entra y
sale, moviendo las espinas como si fuera a reventar. Si ni te puedo acariciar,
para qué quiero una mascota así, que no sirve para nada, ni para traerte un
ratón muerto, ni para ladrarle a los rateros o a los chiquillos que juegan en
el patio y que le pegan a la puerta con el balón. Va al quehacer con la duda de
si ya se volvió asomar. Está bonito, es un animal diferente. Tiene los ojos
redondos y la colita pelada. Qué será. Qué comen, se bañan o qué. En el reloj apenas van a ser las diez. La
ropa se va a secar en una hora o dos si le apura. Tiene tiempo de ir y
regresar. Cierra la llave y va por una toalla.
Intenta acercarse y se da cuenta que debe parar cuando la bola de
espinas bufa como toro cuchileado. Avienta el trapo y lo envuelve para meterlo
en una bolsa de malla. Qué milagro, mira nada más cómo vienes. De nuevo
maquillando los moretones. Piensas que lo disimulas, pero es que ese color de
base no te queda. Eres más morena. Por qué lo aguantas, por qué no lo dejas
solo para que se muera de hambre y te sepa valorar, mujer. Mira que sin ti no
es nadie. Y tú ahí, de mensa, soportándole todo. ¿Qué es eso? Qué animal tan
feo. A ver, podemos buscar en mi teléfono. Pero no te hagas la sorda cuando te
digo que un día de estos vas a aparecer muerta en un drenaje. Cuídalo mucho,
aunque se ve que esos animales no duran. Si quieres te puedo regalar uno de los
pavo reales, si lo puedes mantener. Aprende lo básico sobre el animal. Toma la
bolsa y como puede se quita de encima los regaños de Isabel que ya tenía
abierto el portón del jardín para enseñarle las flores y las aves tornasol. La
escucha decir a lo lejos que se cuide, que aprenda a cuidarse ella misma. Pollo
sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo sin sal, atún en agua,
grillos, tenebrios. Pollo… abre la puerta y la recibe un golpe en la cara. La
bolsa cae a un lado y Martín la patea como balón. Cariño siente lo metálico en
la garganta, el ardor de la sangre que pasa como remedio. Martín la empuja y se
monta sobre ella. El cuerpo endurecido apesta a alcohol, las manos callosas que
le recorren las piernas, que le bajan los calzones a fuerzas, el mismo miembro
empuñado que entra por donde quiere. Los dedos que le tapan la boca y que no
puede morder porque ya sabe que el castigo será peor, que mejor flojita y
cooperando, mamita. Bien que te gusta, no te hagas. Si no quisieras que te
cogiera así no te pondrías tus vestiditos flojos y sin brasier. No grites
porque ya sabes que te toca tu chinga. A gritar con el cabrón que fuiste a ver.
¿Crees que me ves la cara de pendejo? Sé que tienes un amante. Pues a ver si él
te coge así. Los pujidos le avisan que ya terminó y que se va a quitar para
quedarse en el suelo, con los pantalones en las rodillas, roncando. Cariño mira
la bolsa de mandado y el alfiletero ya no está. Lo busca con la mirada, entre
las patas de los sillones y de la mesa, atrás del garrafón, entre los zapatos
de Martín, hasta que encuentra los ojos rojos asomándose entre las cortinas,
moviendo la nariz como si buscara para comer pollo sin sal, atún en agua,
grillos o tenebrios. Cariño se levanta con el conocido ardor entre las piernas.
Va al baño a limpiarse las lágrimas y la sangre de la nariz. Se lava, se mete
los dedos para que salga el veneno. Revisa bien el nuevo golpe que debe tapar
con maquillaje. Le angustia la idea de tener a otro en la casa que debe
proteger y que necesita un nombre, pero cuál. Quisiera que me recordara algo
bonito, como aquel chamaco que conocí en la primaria. Tenía unos ojotes y el
cabello de hongo. Maurilio, se llamaba. Bien guapo el niño. Me sentaba junto a
él y olía a leche. Nos contó que le ayudaba a su papá a ordeñar y repartir
antes de llegar a la escuela. Muy educado, a veces me regalaba dulces.
Maurilio, dónde andarás. La bola blanca sigue escondida entre las cortinas,
moviendo la nariz y las patas de un lado a otro. Cariño se acerca hasta él y no
corre, se enrosca y bufa. Pero qué daño vas a hacer, qué cosa vas a lastimar
con esas espinas, criatura. Eres tan chiquito y cualquiera te puede patear como
este desgraciado. Tan indefenso, tan haciéndote el bravo con esas espinas, pero
yo no te tengo miedo y te voy a asar unos muslos que hay en el refri. No te voy
a dejar morir, Maurilio. Un pollito asado todo lo cura. Lo agarra, quejándose
por el filo de las puntas, va a la cocina, abre el refri y saca los muslos que
sin sal no le saben ricos a nadie y seguramente tampoco al animal, pero qué
hacerle. La sal los enferma, la sal es veneno porque se llenan de tumores si no
se les da el pollo desabrido. Maurilio se acostumbra a ella y a la casa, al
olor del alcohol y de la sangre. Ya no se envuelve cuando escucha el llanto de
Cariño y le cuesta menos abrir la trompa para pasarse el té de cuachalalate,
tan bueno para el cáncer, la gastritis y problemas del corazón. Y ella, cómo lo
quiere, cómo le pesa no poder deshacerse en abrazos y en besos con el espinoso.
Se conforma con que le camine por los brazos, la barriga y por las piernas. Sí,
muy bonito y todo, pero con qué le compro sus tenebrios, con qué quiere que le
traiga las latas de atún si no es con el esfuerzo de estas manos. Mira que si
no las tuviera curtidas, me dolería un chingo cuando no te dejas agarrar y te
haces bola. La mañana es tranquila. Todas las mañanas donde no tiene qué
limpiar los orines del piso o la basca de Martín. Como un pellizco en la piel,
se asusta con el portazo, el hipo de su marido que siempre sí decidió aparecer.
Mentadas de madre, las sillas que vuelan por el aire y caen al piso. Un golpe
seco. Cariño corre hasta la sala y mira a Maurilio entre las sillas, con el
blanco interrumpido por manchas rojas. Rojo como los ojillos que la miraban
escondido entre la ropa sucia, entre los muebles o las sábanas bordadas por
ella misma. El rojo que le deja Martín siempre que la encuentra y lo mancha
todo de rojo salvaje. El doloroso rojo carmín. ¿Qué hiciste, hijo de la
chingada? Malnacido, miserable. Martín la mira y luego al animal que ya no se
enrosca con los gritos ni la corretiza. Cariño siente que se le viene algo de
adentro, un caballo que se despotricó y que quiere írsele a las patadas. Martín
la toma de las muñecas y ella lo muerde, lo patea, le escupe en los ojos y se
zafa. Abre la puerta del patio y se esconde entre la ropa del tendedero, entre
sus cabellos que vuelan con el aire y las lágrimas que los humedecen. Martín en
su beodez no logra quitar el pasador y cae hacia atrás, como cuando termina.
Cariño se asoma por el vidrio esmerilado y ve que no hay peligro, que no hay
quien pueda levantarlo a esa hora. Saca las llaves de la bolsita del vestido y
abre. Le pisa una mano a Martín y no hace caso de la queja. Toma a Maurilio,
todavía tibio, la sangre que le escurre de la boca y que ya le ensució la
pancita aguada, la pancita llena de pelo delgado y suave que pocas veces pudo
tocar cuando estaba vivo. Lo toma entre los dedos y mece, desbordando la presa
que se ha aguantado, descosiendo el lazo que creó con el animal y que tanta
alegría le dio en los días que pasaron juntos, viendo las novelas en el tres,
ella cuidando no usar perfumes o cremas con fragancia para que se acostumbrara
a su olor, apurada porque ya se cayó del sillón y dónde te metiste, no te vayas
a perder porque te puedo pisar sin darme cuenta. Tómate el tecito para que no
te mueras, para que me acompañes a lavar. Cómete el atún para que no enflaques
y sigas corriendo por ahí. Se lo dijo a ella misma muchas veces, que el
sentimiento se acaba y basta un momento de descuido para que le arrebaten a uno
el amor. Igual que Maurilio que de un día para otro se cambió de escuela y no
lo volvió a ver. El animal se enfría y ella intenta calentarlo sobándolo con la
palma de las manos. Mira al borracho que ronca como un animal pantanoso. Que
nunca le dio nada. Que ya no le produce risas ni ganas de caminar por la
avenida agarrados de la mano y que ya no la mira con los ojos embobados cuando
le dice te quiero. Se levanta del suelo y camina hacia la calle. No cierra la
puerta, no le responde a la señora del restaurante que ya viene por los
manteles porque las mesas peladas se ven bien tristes. Camina y sigue hacia
delante sin bajar la vista que arde con el sol.
Post-Estridentismo
Alejandro Barrón
Donostia-San
Sebastián, abril de 2023
Alejandro Barrón (Tepic, Nayarit, 1987) es narrador, poeta y editor. Estudió Comunicación. Ha publicado las plaquettes de microrrelatos Patrañas (2014), Desquiciados (2016) y Mozalbetes (2017), así como los libros de narrativa breve Pinche Malena (2016) y Tragedia en cinco actos (2018) e Inventario de máquinas inútiles (2021). Su trabajo narrativo y poético ha sido difundido a través de antologías, revistas, diarios y sitios electrónicos de México, Chile, Perú, Colombia y España, tales como Letralia, Elipsis, Playboy México, Punto en línea (UNAM), Diario Sur de Málaga, Papenfuss, Brevilla, La Vanguardia, Letras de Chile, Plesiosaurio, El Espectador y Estación Poesía (Universidad de Sevilla). Como editor ha creado e impulsado las plataformas editores suicidas y BUCARELI, las cuales están enfocadas en la difusión de autores noveles. En 2018, tras residir más de siete años en la Ciudad de México, decidió mudarse al País Vasco.
El
suelo se abría bajo sus pies, pero Federico saltó las grietas y siguió su
camino. El cumplimiento de una última voluntad antes del fin lo motivaba.
Una
fila de coches rodó en reversa hacia el abismo entre gritos de horror y golpes
de claxon. La fachada rutilante del edificio de oficinas Weltt, Husman &
Asociados estalló en mil pedazos. La lluvia de cristales tasajeó a los
oficinistas que, despavoridos, buscaban ponerse a salvo en la banqueta. Se
contaba que no sabían qué hacer sus últimos días de vida, salvo poner en orden papeles
dentro de los archivos. Merodeaban por sus puestos de trabajo esperando, quizá,
que el orden de las cosas pusiera un alto al apocalipsis.
Federico
se identificaba con la pureza de esa aspiración. Se miró los brazos rojos y
excoriados sobre los que comenzaban a levantarse ampollas de piel. La espiral
ardiente que surcaba el cielo se desenrollaba con rapidez hacia la superficie,
por mucho quedaban unas horas para que la Tierra ardiera en llamas; debía
apretar el paso.
Escaló
una pendiente formada por rocas, cabezas y torsos frescos. Dos cuadras eran
todo lo que lo separaba de Eduardo, pero cada nuevo trecho era más escabroso
que el anterior.
Una
pequeña lluvia de rocas incandescentes se desató de pronto y tuvo que desviarse
de su trayecto para guarecerse entre los restos de un puente elevado que había
caído tras el primer sismo. Ahí, encorvado bajo las planchas de concreto, Federico
entrevió pequeños grupos de gente que se congregaba para orar y darse los
santos óleos con saliva antes de asistirse, los unos a los otros, para darse
una muerte rápida. En la semioscuridad se distinguían con suma claridad los
rajones de piel, las respiraciones ahogadas y uno que otro plomazo.
A
Federico se le revolvió el estómago. El solo pensar que Eduardo pudiera haber
optado por una despedida de esa clase era peor escenario que la asolación de la
Tierra y la raza humana. Debía llegar a él. ¡Pronto!
Se
arrastró fuera de la madriguera de los suicidas, dejando tiras de piel
derretida de sus manos sobre el asfalto quebrado, y advirtió que en lugar de la
lluvia de rocas una neblina vaporosa y encarnada acariciaba las azoteas de las
contadas estructuras y edificios que aún quedaban en pie. Un rugido, similar al
de una bestia, cruzaba la bóveda celeste. Las cosas por fin llegaban a su fin.
Federico cerró los ojos y cruzó una gruesa avenida que separaba los márgenes de la ciudad de la zona habitacional. Las suelas de sus zapatos se quedaban adheridas al suelo a cada paso hasta que, finalmente, tuvo que prescindir de ellos y andar a pie sobre el chapopote reblandecido. Bramidos de dolor escaparon de su garganta. No era el único que aullaba. Por todas partes, la gente burbujeaba.
Abrió
los ojos, dispuesto a darse por vencido y morir, pero vio la fachada de
la casa de Eduardo. La construcción estaba intacta, envuelta en un aura
pacífica. Era un milagro, había que aprovecharlo, y motivado aún más por el
tacto del contenido dentro de su bolsillo prosiguió más allá de sus fuerzas.
Resuelto,
Federico rompió el cristal de la puerta, liberando todas las emociones
contenidas, quitó el seguro desde el interior y entró en la casa sombría.
—¡Eduardo!
—se desgañitó, al borde de las lágrimas—. ¡Eduardo, sal! ¡Soy Federico!
Un
hombre salió de una habitación a oscuras. Era increíble. No solo seguía vivo,
sino que sonreía, ileso. ¿Era un preferido de Dios? Posiblemente.
—¿Federico?
—preguntó, como si soñara—. ¡Es un milagro! ¿Qué haces aquí?
Federico
rio, limpiándose las lágrimas con el dorso ennegrecido de la mano, y sacó la
pistola. Acercó el cañón al entrecejo de Eduardo.
—Nunca
me pagaste los dos mil varos que te presté.
En
el umbral de la habitación a oscuras una mujer desgreñada y una niña con los
ojos hundidos miraban con ojos de pasmo a la figura quemada plantada como un
ángel en medio de la habitación.
—Y
prefiero dos mil veces que en el infierno me conozcan por cabrón, no por
pendejo —dijo.
Y
apretó el gatillo antes de que el fuego acabara por envolverlo.
Julio
César Ortega López (San Mateo Atenco, 1991). Estudió comunicación en la
Universidad Autónoma del Estado de México. Ha publicado en Revista La Colmena
(UAEMex), Revista Tierra Adentro, Punto de Partida UNAM, Grafógrafxs,
Penumbria, Alas de Cuervo y otras publicaciones digitales. Facebook:
/juliotrystero
De
economía local a nacional
Todos los días en el río de Coyuca de
Benítez, Guerrero, aparecen cadáveres humanos. Algunos desmembrados, otros
baleados. Pero los pobladores y las autoridades ya no dicen nada ni los
reclaman; sólo les echan cal y les dan la bendición. Lo curioso de todo esto es
que también han aparecido cuatetes alimentándose de los restos humanos. Y eso,
sin duda alguna, ha sido una bendición porque hacía muchos años que nos los
veíamos en el río. Desde luego que los pescadores están felices por tal
milagro. Ahora mi tierra es el principal exportador de cuatete a nivel
nacional.
Tarde
oscura
La última tarde que nos vimos fue en un
bar de Coyoacán. Tomamos vino, whisky, ron, mezcal y cerveza oscura. Entre copa
y copa nos dio por hablar de cine, novelas, política fiscal, guerras, viajes, alimentos
transgénicos y humanoides. También recordamos la ocasión que visitamos el
zoológico y nos echamos a reír por lo estúpido que se veían los chimpancés
apareándose. No dejaba de escucharte. Tu boca era un enorme volcán escupiéndolo
todo. Hacía falta, dijiste y exhalaste hondo, como si dejaras escapar tu alma a
propósito. Entones sequé tus delgadas lágrimas con una servilleta y te dije que
ya era hora de marcharnos o no alcanzaríamos abierto el Metro. Pero afuera
estaba oscuro, callado, desértico. Y nos quedamos absortos, inmóviles, tomados
de la mano como si jamás nos fuéramos a separar.
Único
Qué hombre tan torpe, tan sucio, tan
vacío, tan falto de educación. No sé cómo pude soportarlo tanto tiempo. ¡Pero
Dios, ninguno cogía como él!
Fitnees
girl
Soy una chica apasionada por la vida que
disfruta al máximo cada instante. Amo mantenerme sana y cuidar mi figura. Como chica
modelo, el éxito consiste en disciplina. No lo olviden. Amigas mías que sufren
de sobrepeso: les aconsejo que después de comer vayan al baño a vomitar. A mí
me funciona.
Amuleto
de la suerte
Lo encontré a mitad de camino, rumbo a la
escuela. Ni temor ni asco me provocó. Lo levanté como si nada y lo guardé en mi
mochila. ¡Mi amuleto de la suerte!, dije. A la hora del recreo se los mostré a
mis amigos. Algunos vomitaron, otros gritaron; yo sólo me reí. Unas compañeras
me acusaron con la maestra y de inmediato me llevaron a la dirección. El
director y la maestra no podían creerlo y me ordenaron deshacerme de él o me
traería graves consecuencias conservarlo. ¡No, es mío!, les grité. Ambos me
amenazaron con expulsarme de la escuela si no lo hacía. En respuesta les mostré
en señal obscena el dedo medio que me había encontrado en la calle y les
solicité mis papeles cuanto antes.
De
nuevo en casa
Nació en un estado violento y en un hogar
pobre. Nació homosexual y aspiró a ser gay. Se marchó a la Ciudad de México
para cumplir su sueño de ser millonario mas nunca lo logró. Después de tantos
años regresó a su tierra con el corazón y trasero rotos.
Sobre
advertencia no hay aviso
Disculpen que siempre me contradiga.
Resulta que mis yoes nunca se ponen de acuerdo.
Tenga
para que aprenda
Por lujurioso, mi corazón fue castigado
con todas las de la Ley de la Vida: amarás sin ser amado.
Partir
con valor
Quitarme la vida no me hace cobarde. Sólo
me adelanto valientemente hacia lo desconocido.
A quien corresponda
Por medio de la presente
informo a usted
que renuncio a la poesía.
Sucede que me aburro de los rockstars,
de las tribus urbanas, de los
cazarrecompensas
y lingüistas adoctrinadores.
Tampoco tuve talento para comediante.
Así que, por favor,
no me vuelvan a invitar a sus lecturas en
voz alta.
La paga era una miseria
y hacer corajes o berrinches
sólo me ocasionaba diarreas y migrañas.
Le recuerdo, una vez más, que ni sádicos,
ni románticos, ni futuristas poemas
destacaron más en mi lista.
Me retiro a tiempo por
prescripciones médicas,
ya que podía terminar
internado en un hospital psiquiátrico
o enjaulado en un zoológico.
Usted disculpe mis ratos
de rabia y melancolía,
pero ya no estoy para
semejantes trotes infantiles,
ni para pasar noches enteras en vela
y fumando marihuana.
En pocas palabras: perdí la fe en la
poesía.
Tengo que saldar mis deudas con el banco
o me embargarán la casa.
Además me urgen vacaciones
y mi automóvil necesita neumáticos nuevos.
También he de confesarle que
hace un mes me dejó mi esposa por un
abogado.
Ojalá me comprenda.
Quedan en el escritorio la computadora,
los lapiceros,
los libros firmados y mi vieja libreta de
apuntes.
Ésta última le ordeno que la tire
a la basura o la queme cuanto antes.
No se preocupe por la liquidación,
suficiente tengo con la venta
de ropa usada en el mercado.
Sin otro particular por el momento,
reciba mis más sinceras condolencias.
Franco García (Guerrero, 1987). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.
Hace cinco años conocí a Diana en un concierto de Frank
Turner, recién llegado a la ciudad de Nueva York. Estaba pasando un mal momento
y dejé todo para probar suerte, no en la búsqueda del sueño americano, eso ya
no se lo cree nadie, solo probar que podía hacer algo más que mi trabajo de
periodista habitual. Mi plan era trabajar en los lugares donde suelen emplear
indocumentados e ir escribiendo un libro de crónicas sobre esto. Al final no lo
terminé, pero esa es otra historia.
En ese momento estaba trabajando, pintando casas, pagaban
bien y no era tan pesado como las cocinas. Además que era un trabajo diurno y
cuando vives con ocho personas más en un pequeño departamento, siempre es un
alivio.
Una de las razones por las que había elegido irme a Nueva
York era la cantidad de conciertos a los que podía asistir. De entrada tener el
festival de Asbury Park a la vuelta de la esquina ya era un plus. A los
meses de haber llegado se presentaba Frank Turner en un pequeño bar de
Manhattan.
Ahí fue donde la vi por primera vez. Una morena con el
cabello negro casi a la cintura, con un pantalón de mezclilla azul, un suéter rojo,
bufanda negra y unos zapatos que hacían juego con el color de la blusa. La vi, tenía
que hablarle. Me acerque a ella, me presenté diciéndole que era mexicano, que
me daba la impresión de que ella también (le hable en español obviamente).
Para mi sorpresa no me respondió diciéndome que yo era el
clásico acosador que piensa que puede conquistar a cualquier mujer, al contrario,
continuó hablado conmigo. Me dijo que también era mexicana.
Vivíamos en la misma ciudad, no sé por qué no nos habíamos
encontrado en algún otro evento o tal vez sí, pero no nos fijamos uno en el
otro a hasta ese momento.
Ella estaba de vacaciones visitando a una amiga, era
arquitecta e iniciaba con un pequeño despacho con otras dos amigas. Habían
ganado una licitación bastante importante y se había dado ese regalo. También
era fan de Frank Turner desde la época de los Million Dead. Eso era
hablar con toda una conocedora.
Después de uno de los mejores conciertos que he visto de Turner;
nos fuimos a tomar a un bar cercano. Platicamos toda la noche, compartimos
nuestros números de teléfonos y por meses nos mantuvimos en contacto por ese
medio y por correo electrónico. Un año después y una visita de un par de días
que ella hizo a Nueva York, yo estaba de regreso en la ciudad y comenzamos a
vivir juntos.
A mi regreso comencé a escribir el libro de crónicas, me
puse a trabajar de freelance en algunos medios locales, con suerte me
publicaban en algunos nacionales, ganando muy poco, así que prácticamente vivía
del sueldo de Diana. Me parece que eso jodió la relación, o al menos mi
capacidad de aceptar que ella fuera quien pagara las cuentas. Fue lo que
deterioró lo que teníamos. Esa dinámica fue la que generó la mayoría de los
conflictos. Eso y mi irresponsabilidad afectiva, tengo que reconocerlo.
Siempre nos quedaba Frank Turner. Lo fuimos a ver las dos
veces que ha venido a tocar a México; lo disfrutamos tanto como la primera vez.
Hasta puedo asegurar que nos inyectaba nueva energía para continuar
intentándolo. Se convirtió en nuestro Forget Paris como en la película
de Billy Crystal y Debra Winger, hasta que ya no hubo más.
Después de cuatro años de vivir juntos todo explotó. Justo
un día antes del concierto incógnito de Turner en nuestra ciudad como parte de
una gira de promoción de su nuevo disco.
Me levanté del sofá bastante adolorido. Se había convertido
en mi cama habitual, pero aún no me acostumbraba a él. Siempre despertaba con
un fuerte dolor de espalda que me estaba convirtiendo en un adicto al tramadol.
Me preparo café, prendo mi laptop que está en la mesa de la
cocina la cual se ha convertido en mi oficina desde hace algunos meses. Reviso
mi correo, tengo un correo de Edgardo con toda la información para el
concierto. Pienso en invitar a Diana, sé que le gustaría. De pronto escucho la
voz de Billy Crystal en mi cabeza que dice Forget Turner! y descarto la
idea.
Me pongo hacer un poco de investigación para la entrevista.
Es a las ocho de la noche. Pongo en mi reproductor su nuevo disco, me paso a
una página de ventas en línea para pedir el vinil, y leo algunas cosas para ir
lo más preparado posible y no caer en las clásicas preguntas. Es por mucho una
de las entrevistas más deseadas para mí.
Trabajo hasta casi las seis de la tarde, hora en la que
llega Diana. Se sorprende de verme a pesar de todo lo que nos dijimos la noche
anterior; me lo dice, además me recuerda que es su casa y que esperaba que
después de ayer en que nos dijimos tantas cosas hiciera mis maletas y me fuera
dejando de consumir sus energías y sus recursos.
Regresamos al pleito. Nos gritamos de todo, nos insultamos.
No damos cuartel. Se queja de que no ayudo en casa, de que no hago nada y que
no aporto en lo más mínimo. Lo usual. Yo le digo que como no aporto
financieramente ella está resentida conmigo, la tacho de aspiracionista, de
pequeño burguesa. Ella se ríe de mí, se burla, mientras me asegura que no es
así, que no es algo que le importe.
Discutimos por horas, olvido la entrevista y el concierto.
Son las nueve de la noche cuando Diana decide poner fin a
todo. Me pide que me marche. Hago una maleta con algo de mi ropa, le digo que
iré después por mis libros, discos, cassettes, toda mi vida.
Me pide que no vaya, que me diga a dónde me lo manda. La mando
al carajo y salgo. Es cuando veo los mensajes de Edgardo que está bastante
enojado, no es para menos.
Pido un carro por la aplicación programada para eso. Se
tardará unos minutos. Le mando mensaje a Edgardo diciendo que al menos al
concierto sí llego. “Más te vale. Ya te cubrí en la entrevista”, es su
respuesta.
Llego justo a la mitad del concierto. Edgardo que aunque
está furioso conmigo, es mi amigo y me soporta. Me insulta, pero me dice que ya
todo está cubierto, él hizo la entrevista que me toca transcribirla y ponerle
de mi conocimiento sobre Frank Turner. Me deja el trabajo pesado.
En concierto aún alcanzo a escuchar un par de canciones de
su nuevo disco, además de “Four simple words”, “Reason to be an idiot”, “Get better”
y la canción con la que ha cerrado cada uno de los conciertos en que lo he
visto: “I still belive”. Justo es cuando me doy cuenta de que estoy llorando.
Es cuando entiendo que todo termino con Diana.
Edgardo y yo estamos sentados en un bar. Me pide que haga un
buen trabajo con lo que tengo, es importante. Le digo que no hay problema que
tengo los elementos necesarios para hacer una buena entrevista-reseña.
Son casi las tres de la mañana cuando nos despedimos. Me
quedo por la zona, caminando sin rumbo, esperando a que amanezca. Sé que estoy
equivocado, pero no pienso reconocerlo. Menos ante Diana, todo se ha acabado
después de este último pleito. Ya no hay nada más que hacer.
Tomo el primer autobús de la mañana que va repleto de
obreros, empleados de oficinas, domésticas y estudiantes que no saben que el
sol se asoma, no lo pueden ver desde sus smartphones. Yo siento que es un nuevo
comienzo, mientras sonrío.
Hace
frío. Al lado de mí alguien llora. Sus gritos me aturden. No me importa lo que
le hacen, pero sé que me tocará recibir exactamente lo mismo. Es el lugar sin
límites. Está sitiado por barrotes, dividido por celdas, apartados del mundo porque
hicimos algo mal, algo prohibido socialmente y aquí adentro pasa todo lo
prohibido, pero peor.
Sé
que los gritos que escucho de pronto cambiarán de tonada, subir y bajar. Como
cuando me rasuro todas las mañanas y subo y bajo el rastrillo por toda la cara
llena de pelo hasta que queda limpia y me veo más joven.
Él,
me acuerdo, tenía la cara llena de pelo. Mina, quisiera que estuvieras aquí
conmigo. No. Quisiera estar lejos de aquí contigo, en otro lugar. Me gustaría
regresar a esa mañana en la que me dijiste que te acompañara al monte porque
querías enseñarme algo.
Qué
contento me puse. Pensé: al fin se me hizo con esta. Perdón que te dijera
“esta”, pero aquí, en una celda mientras los gritos del de al lado se elevan
cada vez más y luego se atraganta con algo que meten a su boca e imaginar que
ya pronto es mi turno me da el valor de decirte que esa vez te dije “esta”.
Fuimos
al monte y yo me iba aguantando las ganas de acariciarte las nalgas que
temblaban detrás de la tela de tu vestido o de meter mis dedos en tu cabello
largo, negro y lacio. El olor de la tierra recién labrada y también a quemado
por el tiempo de siembra hinchando los pulmones. Nos van a ver, Mina, te dije.
Hay que buscar un árbol frondoso.
Cállate
y no digas nada, ya casi llegamos.
La
rama entró por debajo del lóbulo de la oreja izquierda y salió en la coronilla
del cráneo. Los ojos abiertos mirando al cielo que apenas empezaba a volverse
azul. La sangre en el cuello coagulada. La cara llena de pelos, como si no se
hubiera rasurado todas las mañanas, moviendo la mano arriba y abajo, así, así
hasta quedar limpio como la cara de un muñeco de aparador.
¿Sabes
quién es? Preguntaste. No, respondí. Me hubiera gustado decir más, decirte Mina,
que me había hipnotizado el color rojo alrededor del cuello, viscoso y
brillante. No había salido el sol, pero brillaba. La cabeza de un extraño
colgada en la rama de un árbol como una manzana. Como un fruto cualquiera.
Entonces
dejé de pensar en las formas de tu cuerpo, en el peso exacto de tus tetas en
mis manos. No podía dejar de ver al desconocido, a las moscas en las fosas nasales,
que se arremolinaban en el cuello cercenado.
¿Qué
hacemos? ¿Le avisamos a la policía?
No.
Hay que llevarla a mi casa.
¿Por
qué? ¿Para qué quieres una cabeza en tu casa?
Mina,
esas cosas no se preguntan. Uno no sabe por qué de pronto un día aparece una
cabeza colgada de la rama de un árbol con el mismo resplandor de una estrella y
tiene los ojos mirando hacia arriba como quien está harto de vivir y ruega un
descanso. Uno no sabe por qué de pronto tiene la necesidad de descolgar la
cabeza igual que con un fruto maduro y jugoso que ya está listo para comerse y
la quita con cuidado para que no se desbarate y se convierte a partir de
entonces en su posesión más sagrada. Uno no lo sabe. Yo no lo sé explicar.
Ya
con la cabeza en las manos me miraste como si el aparecido fuera yo, como si me
desconocieras. Te pedí que no le dijeras a nadie y respondiste que sí con un
movimiento. Ya no quisiste hablar. ¿Te arrancaste la lengua Mina? ¿Tu boca se convirtió
en una cueva oscura a la que nunca toca la luz?
Mina,
los gritos de al lado, son insoportables. Tú no podías soportarlos y tampoco
las risas de los otros presos que se divierten con los que acaban de llegar a
la prisión. Qué frío. Los dientes me castañean y casi puedo olvidarme de que en
poco tiempo se van a aburrir de esa víctima y será mi turno.
Llegué
a mi casa corriendo y puse la cabeza, no la mía sino la del desconocido, en una
caja de cartón. Atrapó mis ojos. Todo alrededor se volvió borroso y también
dentro de mí. Me costaba trabajo recordarte, Mina. ¿Cómo es que te llamas?
Mina. Guillermina. Sólo podía recordar el nombre sin una cara porque la cara
del desconocido se convirtió en la cara de todo el mundo.
Inventé
historias sobre él. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué le cortaron la cabeza
y la colgaron de un árbol? El desconocido es mi hermano Luis que desapareció
hace muchos años cuando intentó fugarse a Estados Unidos con su novia y nunca
los volvieron a ver. No es cierto, es mi papá: Un jornalero que sembraba maíz
en los tiempos de lluvia. Madrugaba con el sol y regresaba hasta tarde, pero un
día sólo volvió su cuerpo caminando sin orientación. Nunca encontramos la
cabeza, pero mi papá sí encontró la forma de seguir trabajando de todos modos.
La cabeza eres tú, Mina. Somos todos.
El
desconocido, igual que yo, fue cambiando con el tiempo. No te imaginas cómo se
transforma el ser humano después de la muerte. La piel, Mina, se pone verde, se
pone azul y luego negra. Huele mal. A otro mundo y a un aire que sólo puede
respirarse por los que ya caminan en los infiernos. Los gusanos y moscas que
atrae la podredumbre son imparables, pero yo me acostumbré al ruido del
revoloteo de los insectos necrófagos.
Es
fácil hablar con alguien cuando sabes que nunca lo volverás a ver. Que está
desapareciendo. Le dije al desconocido todos mis secretos. Por ejemplo, que tú,
Mina, eres la mujer que más he querido. Que te llamas Guillermina y que te
llevaré a otras tierras para regalarte campos donde el trigo aun sea verde.
Le
dije que yo también estaba harto de la vida y que se comienza a notar en la
piel manchada por el sol y en las costillas que se asoman encima de la ropa. Le
dije: No sabes la suerte que tienes de estar lejos de aquí y estar aquí al
mismo tiempo. ¿Los muertos son los únicos que pueden habitar dos dimensiones?
1,2,3,4,5,6,7,8,9,10…¿Cuántos
días estuvimos juntos? No lo sé Mina, sólo puedo decirte que contemplar la
cabeza me robó el tiempo y las ganas de trabajar, de comer y hasta de citarte en
el cerro para levantarte el vestido y clavarte contra un árbol.
11,12
o13 días más tardaron en llamar a la puerta y preguntarme si estaba bien, si
había alguien adentro y que si no respondía iban a tirar la puerta. La tiraron.
Me encontraron a mí con una cabeza descarnada en una caja de cartón oliendo a
diablos. Oliendo a muerte.
¿Cómo
lo mataste? ¿Por qué? ¿Qué te llevó a cortarle la cabeza a este desconocido y
dónde dejaste el cuerpo?
No
sé, no sé. Él no es un desconocido. Es mi amigo. Él me conoce mejor que nadie.
Por favor no se lo lleven. Por favor déjenme aquí.
Me
acusaron de homicidio, Mina. Ho-mi-ci-dio. Qué palabra más triste. Mina, no te
olvides de decirles que yo no maté a nadie. Cuéntales que tú fuiste quien me
llevó al monte, tú fuiste la que me dio a comer del fruto prohibido en el
Jardín.
Pasos
en el corredor. Pasos que vienen a mí. Pasos que se detienen en la celda. Mina,
ya vienen. Mina, dime algo y tal vez logre escucharte. Mina, llévale flores a
mi amigo en su mausoleo que tiene la leyenda “Aquí descansa la cabeza de un
desconocido, asesinado por un criminal”.
La
reja se abre. Ellos entran. El aire que entra en mi pecho duele.
La
reja se cierra.
Clorfeniramina
y a dormir
Belerio Fontes
Difícilmente pude conciliar el sueño con la facilidad que lo suelo hacer después de recibir la llamada de Beth esa noche. Era ya tarde y los niños estaban ya dormidos, después de escucharme leer en voz alta sobre el año dos mil tres, según Ray Bradbury.
Abril dos mil tres:
Los músicos. Así se llama el título del capítulo, les dije. El más grande me interrumpió
preguntándome, ¿en qué año nací? En mil novecientos ochenta y dos, le dije. Ah,
dijo el preguntón y el más pequeño hizo un silbido al escuchar la respuesta,
como si fuera una cifra de gran magnitud. Yo solo sonreí.
Cerré el libro después
de leer unas cuantas páginas y suponer que ellos ya habían sucumbido al sueño,
pues minutos antes parecía que nunca lo lograrían. Tan rico que es dormir
chicos, les contestaba cuando yo, me decían que no querían hacerlo. Claro que esperaba
comprendieran mis palabras, pero estaba consciente que eran aún demasiado
incivilizados para tomarlo en serio.
Revolví suavemente el
cabello de mi hijo mayor y no le vi reacción, así que me salí despacio de su
cuarto y bajé las escaleras para checar las cerraduras lockeadas. Bebí
agua fría del garrafón, un vaso grande. Descubrí que la gata dormía en el sillón
y pensé en sacarla, pues a veces no deja dormir con su ronroneo y su obsesión
de estar recargada contra alguna parte de mi cuerpo cuando duermo, pero la
noche era fría. Subí las escaleras y de arriba hice pss pss pss para
llamarla al cuarto.
Regrese a mi recamara
y revise el celular para encontrar unos mensajes de texto de Beth. Escuetos,
pero contestaban que había tenido mucho trabajo en el día y dejaba la
interrogante de, ¿cómo había sido el mío?
Márcame, le contesté
por escrito, aunque no esperaba su respuesta. Todo el día me había sentido
ignorado y ello me amargó. Pero ya la conocía un poco más que al inicio y me
daba cuenta de que, así como era encantadora, también era lo contrario. Nunca
al mismo momento, claro.
Dejé el celular en la
mesa de noche y me fui a lavar los dientes. Regresé a cama y me tapé con dos
cobijas de pies a cabeza. Apagué la luz pensando en que Beth no se había
comunicado, así que decidí no clavarme en la idea y rendirme a la fatiga
del día.
En ocasiones cuando
estoy por dormir, siento que entro en un pensamiento. Una idea que imagino y empiezan
a aparecer cosas y personas. Me dejo llevar por ello, soltándome de la realidad
para sumergirme en la fantasía que mi subconsciente quiere que vea, algo que
quiere curar quizá. De ahí en adelante nada me detiene a dormir
profundamente, aunque mi celular registra que mi sueño no es tan genial como el
de otros usuarios del Galaxy Fit. En esta ocasión todo fue así hasta que
la llamada entró.
Desperté, contesté y nos
saludamos con cierta extrañeza. Quise hacer platica y enterarme de su día, pero
ella pronto dijo en tono serio, que teníamos que hablar y que quería hacerlo
viéndome a los ojos. Pero le dije que no era necesario y que dijera lo que
necesitaba comunicar.
Ya no podemos tener
esta la relación, me dijo y agregó que ella no estaba lista y yo estaba casado.
En otras ocasiones como
ésta, un vacío ocupa mi esternón y cavidad abdominal. Esta vez, se sumó un poco
de molestia por la hora de la noche y lo sencillo que hubiera sido esperar
hasta mañana o decirlo más temprano en el día. Así, hasta se agradece. Sin
embargo, en vista que yo insistí en que ocurriera así, me sentía mas pendejo
aún.
En mi mente pensaba
que ya había valido madres el buen dormir, pero con voz tranquila le contesté
que yo entendía. Me dijo que no me quería lastimar y que no era el mejor
momento en su vida. Yo solo escuché y por último fingí estar de acuerdo en
todo. Incluso le dije que apoyaba su decisión y que por mi parte no había
cabida para malos sentimientos. Nos dijimos que nos veríamos mañana o luego y
nos despedimos sin un te amo.
Al colgar solo pude
tener pensamientos de Beth. Recordando las veces que estuvimos juntos, ya sea cogiéndomela,
haciéndola reír, viéndola bañarse, tallando su espalda, escuchando sus chistes
malos, reniegos y disculpas. También imaginé como otro hombre vive la experiencia
de estar en la vida de Beth, lo cuál era la peor de todas las visiones que pude
inventar.
Después de un rato me convencí
a sesgar mis pensamientos y hacer lo posible por olvidar lo ocurrido para poder
dormir. Así que, me levanté de la cama con rumbo a la cocina a buscar
desesperadamente algún fármaco que pudiera provocarme sueño. Había comprado un
antigripal hace una semana, pero este ya se había acabado. Milagrosamente
encontré unas pastillas de clorfeniramina y me tomé dos. Lo bueno que es la de marca,
pensé y me hubiera tomado cuatro en ese momento de tenerlas, aunque la leyenda
de la caja dijera que la dosis era un máximo de dos. Ya las había probado y me provocaron
un chingo de sueño en mal plan, pues las tomé en esa ocasión de día, antes
de ir a trabajar.
Regresé a la cama y
practiqué respiraciones profundas. Inhalar por la nariz hasta el punto de
sentir que mis huesos de la espalda truenan y mis costillas se
rectifican. Sentir a los pulmones recibiendo presión en sus paredes elásticas y
después, exhalar por la boca, haciendo que el viento roce la garganta y
sumiendo el abdomen hasta tocar el espinazo. También pensé en el color negro,
siempre lo hago, me funciona bien. Es algo muy sencillo, solo pienso en el
color negro. Hago que mis ojos vean la oscuridad del parpado y evitó que otros
pensamientos entren. Aunque, sin mucho esfuerzo, Beth entraba en esa
construcción que formaba en mi mente del lugar seguro y le acompañaban
miles de ideas más, que me revolcaban tal cual lo hace una ola.
Desesperado y ansioso al borde de pegar gritos, sentí de repente sueño. Somnolencia más bien y empecé a quedarme dormido. Sentí un alivio de ello, a pesar de tener una tristeza en mí. Quizá la tristeza me durmió, pero también fue la clorfeniramina. Por eso cuando la recomiendo, siempre digo que la de patente es la mejor.