Defecto de fábrica: llorarán nostalgia



Defecto de fábrica: llorarán nostalgia

Por Gema Mateo

 

Mientras la caja metálica se eleva a mil pies de altura, me invade una sensación de aflicción y vislumbro la ciudad destruida a mis pies. En los confinamientos de las ruinas, más allá de lo que era el Ángel de la Independencia, los túneles subterráneos se conectan en enjambres.

De manera particular mis dedos se sienten entumecidos, de principio a fin mi dispositivo móvil está vorazmente conectado a la pirámide central. Los circuitos resplandecen hasta el punto de cegar mis pupilas, pero escucho su voz familiar y todo parece tener sentido, me dice que nos encontremos en el mismo lugar para platicar.

El elevador central del edificio solar pertenece al conglomerado de la sección Beta. Vivimos en un rascacielos radiante que recibe al astro poniente cada amanecer, disfruto de sus magníficos atardeceres cuando se oculta por el oeste.

Los guardias en la Apertura principal solo permiten a los nuevos residentes pasar: inspeccionan sus valijas, sus signos vitales y su permiso activado que los hace acreedores a un piso de esta sección. No he tenido referencia de nuevos vecinos en el edificio desde hace 5 años, de hecho, mis memorias solo alcanzan el periodo de un lustro. La doctora a cargo de nuestros registros de salud me ha dicho que es consecuencia de la desintoxicación 3-0-3.

Al cruzar el umbral hacia el interior del elevador, el paisaje se torna pleno de aluminio dorado, percibo un olor a metal y químicos. Presiono el botón T, el cual indica descenso en la Terraza. Allá me espera Cintia, mi mejor amiga.

Tomar el elevador para llegar al último piso del edificio Beta me entusiasma, porque al cerrar los ojos llegan a mí imágenes de lo que solía ser la ciudad, de un tiempo lejano, antes de que ocurriera el fatal episodio del que nadie quiere hablar.

Mis visitas en el piso C son frecuentes. La Central médica siempre me ha dado el mismo diagnóstico: consecuencia de la desintoxicación 3-0-3. Sin embargo, esa sensación de aflicción continúa, mi curiosidad no me deja en paz y sigo investigando. Me han dicho que después de aquel incidente global, las personas pueden presentar confusión, destellos de la vida pasada, entumecimiento en las manos y pies.

Cuando visito el piso B acelero el paso entre las y los jóvenes que invaden la sección de Acercamiento Virtual para llegar al área clausurada de Historia. Logro pasar desapercibida por mi estatura: soy pequeña, rápida, invisible. Logro desactivar las bandas de nano-sensores y desconecto la ubicación de mi móvil. Me adentro en el largo pasillo cubierto de polvo, busco información en los escasos libros físicos que, intactos de otras manos, aún existen para llegar a mi objetivo.

“Las personas morían sin lograr un diagnóstico médico. Las ciudades superpobladas no contenían la infección, era necesaria la desintoxicación 3-0-3.”

El trayecto del elevador termina cuando suena esa melodía demasiado aguda para mis oídos, se abren las puertas y cada rincón en aquella caja dorada es visitada por la luz natural que, tímida, se cuela por el domo que cubre la terraza.

        ¿Por qué no podemos respirar el aire?

        Amalia, deja de hacer tantas preguntas. Venimos a la piscina, hoy hace un buen clima.

Es cierto, el sol está justo encima de nosotras, el clima no es caluroso, la ventilación inteligente del domo nos envía una brisa peculiar. Se proporciona la exacta luminosidad para que las personas se puedan broncear, nadar y reír, pero yo solo me quedo contemplativa hacia el astro, el cual se ve muy pequeño, como la pelota de tenis amarilla con la que juegan dos hombres a unos metros de donde nos sentamos.

        Deja de soñar despierta Amalia. Ven, tómame una foto. La voy a compartir. No, mejor un vídeo, quiero presumir mi traje de baño.

        Está bien – le respondo sin muchas ganas, con una punzada en mi pecho, como si en realidad estuviera en otra parte y no aquí.

        ¿Qué te sucede hoy? Estás rara.

        No lo sé, desperté somnolienta.

        Deberías ir a una consulta en el piso C.

        No, no obtengo las respuestas que quiero allá.

Aunque es mi mejor amiga nunca me he atrevido a decirle que visito la sección prohibida en el piso B. Cuando la observo con detenimiento a veces me parece una desconocida, pero cuando oigo su voz mis pensamientos toman un camino lógico y se ajustan a lo que ella dice.

Quisiera contarle qué siento, es una sensación extraña de la cual no he escuchado a nadie nombrar. Decido enfocarme en lo que me pide: tomarle la foto, compartir su video para que otras personas en remotas secciones como Alfa, Gama o Delta lo vean.

Mientras intento tomar la foto, las risas escandalosas de unas chicas, que tienen una fiesta privada muy cerca de la gran piscina rectangular, llaman nuestra atención. Es inevitable preguntarme por qué no tenemos más amigas y amigos, quizá es porque soy extraña y la mayoría de mis pensamientos se concentran en descubrir más sobre los tiempos antiguos, investigar en qué consistió la desintoxicación 3-0-3 o desactivar las rutas de rastreo digital para seguir siendo invisible.

No obstante, Cintia es una chica agradable, es decir, le gusta platicar sobre los temas en los que todos están interesados. Es alta, de cabello azul celeste, pero carece de habilidades sociales, mira qué ironía analizarla cuando yo tampoco platico con alguien más. Mientras sigo este camino de ensimismamiento, un chico bronceado se acerca. Ni siquiera me mira, pero se fija en Cintia y le pregunta si quiere unirse a la fiesta que tiene lugar cerca de la piscina.

        Claro, eso me gustaría mucho – le dice emocionada.

        Oye, Tío – le gritan las chicas de la risa estrepitosa – ven aquí. ¿Qué estás haciendo? – le preguntan sin bajar un solo tono en su voz.

        Solo la invitaba a unirse a nosotros.

        Llevas menos tiempo que nosotras aquí, así que te diremos cómo son las cosas. Ella no es digna de asistir a las fiestas, su familia pertenece a Lambda.

Jamás había escuchado que alguien pronuncie aquella letra, de qué sección proviene, qué significa. Cintia baja la mirada y me dice que nos alejemos, mientras continúan riéndose y el chico la observa entre suspiros.

        ¿Por qué dijeron eso? Nunca me has dicho nada sobre Lambda. Ni siquiera creí que hubiera otras letras que pudiéramos nombrar.

        Olvídalo Amalia, mejor quedémonos aquí, bajo la sombra de este árbol – me dice mientras baja la mirada y se sienta.

Luce cohibida, aunque me ha dicho que olvidemos aquel comentario se nota humillada. Aquí en Beta no hay comunidad, se congregan en pequeños grupos que muy rara vez se conectan con otras personas. Leí sobre ese término, comunidad, en el piso B, en la sección de Historia de civilizaciones perdidas. An no comprendo porque nadie habla sobre los cimientos en los que se construyó nuestra civilización, la vida humana era caótica, pero guardaba esas finas líneas de entrelazamiento, creando comunidades, redes vecinales y conexiones emocionales.

Me aventuro a platicar con Cintia sobre lo que siento, una sensación de confusión y vacío, como si me llamaran desde otro lugar, como si me pidieran regresar a días en los que nunca viví.

        ¿Has observado que casi nadie enferma aquí? La doctora me dice que los síntomas de entumecimiento son comunes, pero nunca encuentro a alguien más visitando el piso C.

        ¿De qué hablas Amalia?

        Es que siento algo dentro –  al decir esto me observa con desconcierto y me pide que nos vayamos.

Caminamos de regreso al elevador.

        ¿Te sientes enferma? – me pregunta confundida, atropellando esa última palabra, como si en mucho tiempo no hubiera sido pronunciada por sus labios.

        No lo sé, no es algo físico, es más …

Nos introducimos al elevador con una señora y un niño, él y yo nos observamos, sus ojos verdes fulminantes me inspeccionan de abajo hacia arriba, pero la señora no me ve, solo a Cintia. Se saludan, él y yo no decimos nada, una función lógica dentro de mí no se activa en ese momento para saludar con cortesía.

        Es más bien una sensación que una dolencia física. ¿Eso tiene el nombre de alguna enfermedad?

        No sé si estés enferma, debes ir al piso C – al decir esas palabras, noto que la señora la voltea a ver con repudio, se recluyen en una esquina del amplio elevador.

Una notificación llega al dispositivo móvil y me indica que debo ir al piso C, la función lógica en mi cerebro también me lo hace saber, mis pensamientos se dirigen de inmediato a tomar la decisión de descender en aquel lugar.

        Si está enferma debes reportarla, nadie se ha enfermado desde la desintoxicación 3-0-3 – le dice a Cintia mientras cubre con sus manos los oídos del niño y bajan en el piso quince.

        No tiene de qué preocuparse. Hasta luego – le dice contundente Cintia.

        ¡Qué diantres sucede! ¿Por qué la señora no se dirigió a mí? Me lo pudo haber dicho y… ¡qué significa eso de que nadie ha enfermado! – exclamo enfadada y en voz alta, Cintia lo nota, su mirada es de total sorpresa.

        Calma, dirígete al piso C, te tienen que revisar – de nuevo el tono de su voz me tranquiliza, me ordena un comando.

Ella baja en el doceavo piso, me dice que me escribirá más tarde. Cuando abandona el elevador y éste sigue descendiendo, un choque neuronal se produce en mí. Cientos de escenas aparecen en mi mente, todas enredadas, como en un torbellino. Un zumbido me estremece y un dolor infernal de cabeza me ataca. Me quiebran de dolor aquellas imágenes borrosas, como si un destello de la luz más intensa rebotara en mis pupilas y mi cerebro explotara al sonido del estruendo de un gong. Me estremezco al punto de doblarme y caer, pero estiro mis manos para sostenerme y, por descuido, aprieto un botón del ascensor.

Después de soportar el estruendo dentro de mi cabeza, de ver escenas de lugares en los que nunca he estado, personas que jamás he conocido, sensaciones que no sé cómo nombrar, identifico un lugar, una estatua, el Ángel de la Independencia; me reincorporo. La horrible melodía suena y me doy cuenta que desciendo en el piso Z, jamás he estado acá.

Al cruzar las puertas quedo de frente a una enorme sala, con compuertas de madera abiertas de par en par, adentro hay muchos monitores, con escenarios diferentes del Beta, pero también de otros lugares que parecen ser los enjambres de las ruinas de la ciudad. Me quedo alucinada ante las pantallas.

        ¿Qué haces aquí? – sale a mi encuentro un joven enclenque, de uniforme color rojo.

        ¿Qué es este lugar? Tienes que decirme – le exijo.

        Déjame ver tu muñeca.

Se la muestro sin poner resistencia mientras contemplo con más detalle las escenas de las pantallas.

        Tienes que irte – me dice asustado al no encontrar lo que sea que esté buscando en mi muñeca.

        ¡No! ¿Tú quién eres? ¿Qué es este lugar?

        Es la sala de vigilancia, ahora vete.

        He estado muchas veces en el piso B y nunca he leído algún informe del Beta que dé conocimiento de este lugar. Es más, no había notado en el tablero del elevador el botón Z – le replico.

        ¡Tienes que irte! – se horroriza más.

De pronto, descubro entre las escenas de las pantallas, en los enjambres marginados de las ruinas, unas agrupaciones de viviendas y, de entre los escombros, me veo emerger. Visto unos harapos grises, pesados, como armadura, con un semblante más maduro, pero soy yo.  El horror, el mismo con el que me dice el vigilante de uniforme rojo que me vaya, me inunda y mis manos se vuelven a entumecer.

        ¡Qué es eso! – le pregunto al borde del grito.

        ¡Ya vete! – me responde de la misma manera.

        ¡No! No me iré hasta que me digas quién es, qué es, por qué se parece a mí.

Él se nota desesperado, acorralado porque no puede mover ni un centímetro de mi cuerpo, somos de la misma estatura, pero parece que mi peso corporal es el doble que el suyo.  Se rinde.

        Me arrepentiré de esto, yo te lo advertí. No sé cómo lograste presionar el botón que te condujo a este piso.

        Yo tampoco, tuve un dolor de cabeza atroz y por accidente puse mi mano en el tablero. Luego muchos destellos, confusión y descendí aquí.

Me mira como si me tuviera miedo y, a la vez, como si no se resistiera a decirme lo que sabe. Lo observo, pero también sigo observando las pantallas, busco a Cintia, pero ella no aparece en ninguna pantalla. No son tantas, encuentro al niño de los ojos verdes.

        ¿Por qué no veo a Cintia? Si este es el centro de vigilancia del Beta por qué no aparece ella.

        ¿Quién?

        ¡Cintia! – le repito ahora con angustia por no encontrarla.

        No sé, aquí solo veo a los androides.

Mis piernas tiemblan, otra vez el cumulo de imágenes se alborotan como abejas enardecidas tratando de llegar a su panal. El zumbido me hace tambalear y me sostengo de su hombro.

        Eres pesada, ¿qué tipo de trasplante te habrán heredado?

        ¡De qué hablas! – le digo al borde de una sensación que no logro reconocer, con impotencia y como si quisiera… – ¿Quién eres tú? ¿Qué son los androides? – le digo con la voz cortada, con un nudo en la garganta.

        Me mira con curiosidad, me analiza – después de unos minutos, me he recuperado y comienza a explicarme – Esto no es la sala de vigilancia. Soy Fausto, el encargado del inventario de androides en Beta. También soy uno de ellos, como todos los que están en las pantallas, como tú. Mi programación neurolingüística me permite tener esta información para poder operar esta actividad.

No digo nada, lo observo helada, sin comentarios, dejo que hable.

        Los androides no saben lo que son, su programación es específica en cada caso. A veces hay niños que se sienten hijos de una familia, amigas, como tú, que sienten afinidad con su enlace. Supongo que Cintia es tu enlace.

Sigo sin decir nada, parpadeo una que otra vez, pero no me muevo, mis manos siguen entumecidas.

        Las personas que viven en Beta adquieren los androides para no sentirse solas, les asusta la soledad. También porque perdieron familia, porque no tuvieron hijos, porque quieren tener amigas y amigos – me explica en un intento de que yo reaccione y diga algo, emita un sonido, una palabra o un quejido.

        ¿Existió la descontaminación 3-0-3? – por fin le pregunto, mi único conocimiento sobre la vida pasada.

        Sí, por supuesto. A partir de la 3-0-3 pudimos existir. Después de ese episodio muchas personas no pudieron acceder a la vivienda que se ofrecía en las secciones. El mundo se dividió en dos, en estos edificios inteligentes pero aislados, y en los enjambres de las ruinas. Pero mientras las personas eran transportadas a zonas seguras y se construían estas secciones, los sobrevivientes en los enjambres comenzaron revueltas.

El llamado inició, la descontaminación 3-0-3 tuvo lugar. No se permiten personas enfermas en las secciones, con alguna diferencia o limitación física. Los que viven en Beta han sido cuidadosamente seleccionados, dejando fuera a muchas personas, incluso de su mismo núcleo familiar. No querían revueltas, así que las corporaciones más poderosas decidieron quiénes podían entrar aquí y los configuraron a su modo de ser.

        Espera – lo detuve en su explicación – ¿qué significa que Cintia pertenezca a Lambda? Lo mencionaron hoy.

        Lambda fue una de las corporaciones que defendió la política de no selección. Querían que aquellos que contaban con la adquisición económica pudieran acceder a la vivienda sin importar enfermedad, diferencia o limitación física, pero nadie les apoyó, tuvieron que someterse también al proceso de selección. Supongo que tu enlace debe ser de las únicas de su familia sin enfermedad y por eso vive aquí, pero su linaje no es bien visto.

        ¡Y qué buscabas en mi muñeca hace unos minutos!

        Quería corroborar tu nano-sensor enlazado, pero en efecto está desactivado.

        No, no entiendo, nada. Esto debe ser un error – le digo sollozando, mientras llevo mis manos entumecidas hacia mi cabeza confundida.

        ¿Acaso quieres llorar? Debe ser defecto de fábrica. Ningún androide ha llorado jamás, son emociones complejas e, incluso, las personas que viven en las secciones cada vez menos las tienen, ya no sienten. Verás, están configurados a una perfección inalcanzable, a una creación robótica que somos nosotros.

        ¿Qué dices? ¿Quién te ha dicho todo esto?

        Mi creador, él hizo el trasplante con mi original, la persona que no sé si siga viviendo allá afuera. No puedo verlo, aunque vea el de todos los androides de Beta, irónico.

        ¿Tú original? Es decir que, aquella persona – señalo la pantalla donde recolecto unos escombros – ¿es mi original?

        Sí, así es. Pero esto nunca había pasado – me observa de nuevo con extrañeza – ¿Cómo fue que rompiste el comando con tu enlace? Ella te debió ordenar algo.

        Ya te lo dije, fue un terrible dolor de cabeza, muchas imágenes y luego me encontraba descendiendo en este lugar.

        Un choque neurocerebral – concluye decidido – Mi creador me contó de la posibilidad de llegar a este momento. Sobre todo, si el trasplante está conectado a través de una sinapsis que sigue viva, lo que mantendría unidas tus neuronas con las de tu original.

        ¿Pero ella sabe que existo?

        Ella fue quien se ofreció para que tú existieras. Te decía, con la 3-0-3 se prometió una vida mejor, pero quienes no tenían recursos económicos se enfilaron para lucrarse a través de la creación de su androide, a ellos les pagaban una suma y nosotros existimos.

        ¿Y por qué ella sigue viviendo en los enjambres?

        Pueden ser muchos factores, quizá no quiso dejar a su familia, tal vez, a pesar del pago no pudo costear un lugar para vivir en las secciones, quizá esté enferma, pero de estarlo ya hubiera muerto.

        Si nuestros originales mueren, ¿nosotros seguiremos existiendo? – lo cuestiono más por una preocupación hacia ella, al observarla a través del resplandeciente monitor, con su grisácea envoltura de telas, rodeada de humo espeso, con la cara demacrada, recogiendo escombros de cantera del pavimento levantado de lo que era el Paseo de la Reforma – ¿a dónde va? – le pregunto al verla marcharse y adentrarse a los enjambres, donde la cámara no tiene más visión.

        Las personas que habitan en los enjambres son seres que se guían por inercia, nadie sabe qué comen o cómo viven dentro de las viviendas adaptadas en la colmena urbana. No sé de ningún caso que su original haya muerto y, en consecuencia, haya dejado de existir. Somos una réplica, una mejora, pero no estamos conectados a ellos.

Decido que eso último es falso, toda la vida en este edificio lo es, no sé en qué nos hemos convertido, pero de lo que estoy segura es que puedo sentir como si estuviera allá, como si siguiera conectada a ella, pero no puedo enviarle alguna señal.

        ¡Déjame salir, quiero irme de Beta!

        ¡Estás loca! No digas más o tendré que mandarte a desactivar. No te das cuenta que tienes un defecto de fábrica, si alguien se entera solo lograrás la desconexión.

***

Tengo la sensación de que alguien me observa, quizá mi androide en Beta se ha dado cuenta, qué tonterías pienso mientras recojo las últimas piedras. El traje pesado me sofoca, pero protege mi piel. Siento la gran necesidad de alzar mi rostro hacia el enorme rascacielos y de hacer una seña, no lo haré. Sigo con la vista en los escombros, me pregunto si ella sentirá nostalgia de los días de tráfico y contaminación; de la comida callejera, el sonido de la guitarra de una señora que exhibe su talento en el semáforo, que se encuentra en rojo, para pedir alguna limosna.

Pienso si mi androide también se acordará de mi hija. Si mantendrá el recuerdo cuando hacía acrobacias una calle arriba de donde se encontraba aquella señora. Subía a mi hija en mis hombros y con destreza mi niña hacía malabares con una pelota amarilla de tenis. Claro que no extrañará esos días, allá vive en la opulencia, sin enfermedades ni sentimientos, ella no conoció la hermosa y miserable vida que teníamos antes de la descontaminación 3-0-3.

Me encuentro confundida, con una punzada en mi corazón, vivir con menor proporción de mi núcleo mayor me adormece y hace más lenta, pero sé que en Delta mi hija vive mejor. Jamás desearía que estuviera aquí, rascando las piedras, la mugre y los metales que dejó la destrucción. Por otra parte, de alguna manera siento que, con ella, con esa figura androide que nació de mi núcleo central, sigo conectada.

Tal vez sí podamos reconstruir la ciudad, estamos levantando nuevas casas con esta piedra que aún sirve. Nos alejamos de los enjambres para perdernos de la vista del espectro vigilante de las corporaciones. A miles de kilómetros, donde creían que la toxicidad había consumido todo, el lago de Chapultepec nos suministra de un hilito de esperanza. Allá arriba el Beta resplandece, sus paneles solares están recargados, la radiación incrementó hoy. Voy por la última recolección de piedra para vender, después comeré unos renacuajos verdosos que atrapé en el lago. Sentiré nostalgia por algo que nunca viviré.

Un tesoro de oro, salitre y carbón desde la psique de Nacho Vegas

Por Chrys Sainos


Descubrí a Nacho Vegas por “El hombre que casi conoció a Michi Panero” maravilloso tema incluido en el álbum Desaparezca aquí de 2005. No me pregunten porqué, pero cuando me di cuenta, me encontraba buscando su música como quien recopila textos para una tesis doctoral. Las palabras del autor español Juanjo Ordás, escritor especializado en rock resumen mi punto a la perfección:


“Por esa época estaba ávido de dar con nuevos valores que se expresaran en castellano, en realidad sigo en ello… Lo que más me  impresionó… es que se trataba de un rockero heterodoxo de la misma forma que podía ser Nick Cave… Nacho Vegas era un oscuro y profundo pozo que te abría su agujero y te invitaba a saltar dentro sin haber tirado una moneda previamente para saber de su profundidad (o si tal vez concediera deseos). En la caída Vegas te abraza con solemnidad y calor, no os quepa duda.”

Fruto de esa breve, pero sustanciosa búsqueda intensiva, me fui encontrando con rarezas, colaboraciones y pequeñas joyas diseminadas por un sin fin de medios, conciertos y presentaciones. Conocí al Vegas activista, (lo político se siente en muchas de sus letras) que complementan al sarcástico demonio de Asturias que con brutal poesía retrata “la negrura de la vida” en sus propias palabras.


El Oro, Salitre y Carbón es un disco recopilatorio que en 2020 llegó como una muy necesaria doble antología con canciones que fueron presentadas fuera de los álbumes oficiales, con algunas inéditas. Versiones, que reflejan la evolución del cantautor y  que resumen sus últimos diez años de trayectoria así como el contexto social de España y el mundo en los últimos años.

 

En estas veintiséis pistas se recopila la negrura vital del artista. Es un viaje poético que aborda magistralmente el periodo más abiertamente comprometido y político de Nacho Vegas, empezando por “Cómo hacer crac” pasando por temas tan emblemáticos como “La última atrocidad”. Además nos regala joyas inéditas, temas en directo y rarezas varias como “A les rexes de la cárcel”, los versos que escribió en un papel y lanzó al exterior de la penitenciaria un preso anónimo, tras la Revolución de Asturias en octubre de 1934 y que Vegas dibuja magistralmente rindiendo homenaje a las personas que han sido perseguidas por su activismo político. Cuatro canciones más completan la tanda de inéditas del disco, seis en total. Imperdibles el cover de Violeta Parra “Arriba quemando el sol” así como  “Fabulación”, pieza ácida que habla sobre la vida y sus mentiras; piezas que fueron fraguadas con los que fueran sus músicos habituales (hoy emancipados) y nos regalan un sonido que se agradece bastante en la pieza instrumental que abre y da título a la obra, "Oro, salitre y carbón", la cual nos recuerda esas aperturas épicas de bandas sonoras que explotan de belleza crepuscular y gusto western, muy en el estilo folk-rock con el que a menudo coquetea Vegas; por otro lado y no por eso menos importante tenemos la que se convertiría en mi obsesión reciente, por su delicadeza y belleza brutal: “Lyrica”, es una corrosiva y agridulce poesía contemporánea que nos sugiere “Deja que entre la Lyrica, hasta donde no llego yo, deja que entre el Clonazepam, el neurotransmisor GABA te lo agradecerá”, citando a Nietzsche nos recuerda que “Dios ha muerto” y luego sentencia implacable: “Si en tu vida hay una pastilla que te da la paz, el principio activo será siempre la soledad” para rematar “disculpa este extraño humor, es mi mente” navegando con arte y maestría por los abismos perturbadores de la psique humana.


Nacho Vegas: filólogo, lingüista y enfermo. Sus letras empapadas de dulce veneno, amores violentos y perdidos, sin que te des cuenta, se van quedando pegadas como salitre en el subconsciente, arden en los huesos y calan en el alma; lo que hace de este disco una verdadera obra de arte cínica, sarcástica, que desborda belleza auditiva y como buena dosis de fluoxetina o jalón de sativa nos ayuda de forma amable a sobrellevar la decadente realidad con cada una de las joyas que conforman este increíble cofre del tesoro hecho de oro, salitre y carbón.

José Revueltas: una historia de encuentros y desencuentros


Crónicas a Contracorriente | Por Lino


Lo confieso: nunca he leído El Capital y me gusta Revueltas. ¿Qué debo hacer?
(Publicado originalmente en el centenario del nacimiento de José Revueltas, 2014)

“Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.

Habíamos visto cientos de veces la frase aquella: en las marchas, en la escuela cuando había algún evento y a la menor provocación nos hacinábamos en los barandales para colgar nuestras mantas con consignas políticas, en internet, pintada entre las paredes de los foros que le apostaban a las propuestas alternativas y contraculturales de la Ciudad de Puebla, en los baños de las cantinas a donde nos dejaban pasar  sin credencial y donde éramos héroes de la historia conspirando contra los malos profesores y el sistema opresor y amnésico de la escuela, pues, ¿dónde estaba el materialismo dialéctico, la historia de Lenin y de sus amigos, dónde el Che? Todo aquello que aprendimos con uno que otro profe “comprometido con la causa” y con los amigos; siempre la misma  frase que dicen que el presidente Salvador Allende dijo durante una de sus visitas a una universidad del país. Sí, el mismo presidente que fue derrocado por el imperialismo yankee que, siendo chavos nosotros, aprendimos a tenerle atento el ojo por su gandallés. Aaaah, cómo nos emocionaba saber de Bahía de Cochinos mientras cantábamos “compañeros poetas, tomando en cuenta los últimos sucesos” o, la misma emoción, mientras Víctor Jara nos cantaba sobre Ho Chí Minh y comentábamos lo hermoso y heroico que habían sido los vietnamitas. Figúrense ustedes: éramos  los jóvenes que hacía poco le habíamos entrado a los libros de Rius y a los manuales de filosofía marxista que conseguíamos bien baratos en las librerías de viejo o en los mercados de chacharas allá por la Colonia Popular; aquellos chavos que tiempo antes nos habíamos encontrado gracias al puritito y más inocente desmadre: unos, como yo, le hacíamos a la onda del ska, del reggae y el oi (cantos y música libertaria, esencialmente antifascista que había llegado del otro lado de la mancha); otros, más acelerados, con la onda del punk y su agresividad que ellos llamaban anarco; los cuates más alivianados, por supuesto, eran aquellos que ya traían una preparación intelectual más pesada y todo el tiempo andaban leyendo y haciendo cualquier actividad artística. En efecto, éramos más jóvenes y la identidad era, probablemente, nuestro problema más grande. ¿Cómo no hacer caso al llamado de aquella consigna si éramos jóvenes, y además éramos la pura vida? No se podía ir en contra de la naturaleza…

¿Y cómo empezó todo? Para los más burros y metidos nomás en el puro relajo como yo, la puerta tenía que ser evidentemente ad hoc, y qué más asequible que una literatura buena onda: sí, ahí estaba Parménides, Sainz, Fadanelli, Ruvalcaba, pero sobre todo Agustín. Con José Agustín los amigos descubrimos que lo que nos gustaba ya tenía nombre, y se llamaba Contracultura y se apellidaba Rebeldía. Luego de leer La Contracultura en México, todo tuvo más sentido. “No mamen, La náusea está de poca madre ¿No han leído En el camino? ¿Ya vieron las pelis de Jodorowsky? Conseguí unas grabaciones de Avándaro, están chidas”. El camino se vio con una amplitud enorme. Quisimos ser jipis y nos dejamos de bañar meses y otros nomás se envolvían  el cabello a la hora del baño para verse mugrosos, a unos les llegó fuerte y todo el tiempo hablaban de María Sabina y de Gordon Wasson y de la percepción y el cultivo de mariguana en casa... La realidad es que le quisimos hacer a todo, incluso nos volvimos punks, beatniks, rastas, cholos, existencialistas. Éramos todo y nada. Un día, mejor optamos por ser nosotros y, en mi caso, nos limitamos a disfrutar la hueva, la cual volvimos productiva: desde la comodidad de casa nos bombardeamos con un montón de pelis y literatura y mucho rock. Sin querer la cosa, un día hicimos examen para la universidad, y aún con la presión de nuestros padres que decían: “¿de qué vas a vivir si estudias esa cosa?” (se referían a Lingüística y Literatura Hispánica), llegamos a las aulas de literatura. Ahí nos volvimos a encontrar, y esta vez la cosa se iba a poner más gruesa.

Como suele pasar, en un afán de corroborar lo vivido, caímos en cuenta de que habíamos leído mal todo. El desmadre, según nosotros, iba por otro lado. Nos gustaba el desmadre, y eso nunca lo abandonaríamos por supuesto, pero tal vez podíamos hacer cosas, ¿no? Cosas. A estas alturas, Marx, Lenin, el Che para principiantes, los manuales de filosofía de los benévolos George Politzer, A. Sparkin y O. Yajot, algunas historías de la filosofía, algunos poemarios de Neruda, se llevaban a todos lados. Comentábamos duro y tupido sobre política y armamos colectivos donde organizábamos eventos con documentales, pelis, conferencias, música y otras cosas que hablaran sobre la necesidad de la revolución. Un día, un amigo llegó y dijo, con un sobre de dvd pirata en su mano: “¿ya vieron El Apando?”


Uffff, ¿para qué? El descubrimiento fue impactante. José Revueltas, inmediatamente, ocupó un espacio importante de nuestras vidas. Años antes, por Agustín, ya sabíamos del hombre barbado que nunca aceptó formar parte de una tradición literaria existencialista, pero, como he dicho antes, nuestra lectura era más incipiente que hoy en día y nosotros no queríamos ser Revueltas sino Sartres Camusianos. Revueltas nos miró y nos guiñó el ojo. Primero fueron los Días Terrenales y todos quisimos volvernos mártires de la revolución, no entendíamos, como usted notará, lo que Revueltas quería decir, sin embargo no nos importaba: queríamos ser parte del mundo revueltiano, entender y sufrir los embates del proletariado, ir en busca de una oscuridad estéticamente bella que nos hiciera entender los secretos de la vida y la conciencia; a nosotros, mal leídos, qué nos importaba la ortodoxia del comunismo mexicano, la crítica feroz de Revueltas a sus camaradas o esas cosas. Lo mismo sucedió con Los muros de agua, entonces Revueltas nos embelezaba nuevamente: su activismo, su vida, su obra, nos hacía admirarlo por su congruencia y valentía para enfrentar el encierro y eso nos hacía pensar más que nunca en lo dicho en un principio: Revueltas había ido a la cárcel desde los 16 años por motivos políticos, era joven y revolucionario, era biológicamente perfecto y nosotros queríamos ser Revueltas. A estas alturas, Revueltas nos había llegado con sus guiones para La Diosa arrodillada y el Rebozo de Soledad, películas que veíamos repetidamente mientras descubríamos que lo que más nos maravillaba, sobre todo, era su tendencia a oscurecer sus obras. Recordábamos entonces los cuentos de sus libros dormir en tierra y Material de los sueños. La palabra sagrada era la de Revueltas y no había más. Nuestra capacidad de asombro, como los incipientes estudiosos de literatura que seguimos siendo, se acrecentaba: su capacidad para crear descripciones que iban más allá de lo evidente, la forma narrativa del tiempo y el espacio que se superponían en diferentes planos, la barroca forma de adjetivar que, a pesar de las críticas, nosotros aceptábamos maravillados, sólo Revueltas sabía hacerlo. Sus reiteraciones eran una manera efectiva de adentrarse en los objetos de la realidad. En Los errores eso sucede cuando se mira pasar un automóvil, por ejemplo. Los objetos, en Revueltas, cobran una extensión abismal, que se va develando de a poco, con una especie de hechizo, que es producido por la voz de Revueltas. La alétheia, la develación del ser, se vuelve dialéctica: el objeto es contradicho a cada momento: en ellos habita un número determinado de significados, que Revueltas va exponiendo evidentemente cuando nombra y califica la realidad.

Revueltas nos extasiaba; sin embargo, para ser sinceros, aclaremos algo que es evidente: en ese momento lo que más nos prendía de Revueltas era aquello que nosotros llamábamos su estética del encierro, su estética de lo oscuro, su pesimismo y sus personajes marginados, enajenados y siempre con un constante y muy latente enfrentamiento con la muerte.

Seguramente, si algún ortodoxo (que conocíamos bastantes) nos hubiera escuchado hablar en esos momentos nos hubieran acusado de lumpens, de ojetes, de desviados y un largo etcétera. Agraciadamente, eso no fue así y, tal vez por eso, es que a Revueltas lo seguimos disfrutando y releyendo; de otra manera, Revueltas se hubiera tornado un autor inleíble y que hubiésemos odiado si hubiera existido la necesidad de discutirlo y pasarlo por la crítica más ortodoxa, cosa que ya antes le habían hecho a él mismo en carne y hueso, lo que luego le costó un sinfín de oprobios en la izquierda mexicana. Insisto, éramos chavos y revolucionarios, por eso intuimos que ya no era el tiempo de repetir experiencias antes vistas y sufridas. Como todo proceso, la obra de Revueltas se iría develando, el salto para comprenderlo se daría en algún momento, pensábamos. Algo que nos hizo mella fue su intención de una teoría literaria marxista leninista. Siendo sinceros, lo que pasaba era lo siguiente: nadie había leído bien bien a Marx ni a Lenin, aunado a la falta de estudio en las aulas de la escuela. Le sabíamos lo más esencial de materialismo dialéctico y materialismo histórico, gracias a los manuales y a Martha Harnecker. Revueltas, ahora, era un autor muy alejado de nuestra posibilidades intelectuales. Por aquella época, yo opté por escribir algunos cuentos, según yo, tratando de escribir a la manera revueltiana. Los intentos hechos me hicieron comprender algo: Revueltas era un genio. Su interés por el cine, y por la literatura universal (que él había leído mucha) lo forjaron como el gran escritor que era. Los ambientes de su obra literaria, lo intuía, venía de esa fascinación por dichas artes. Los compas lo descubrimos así. Por supuesto, ya entrados con Revueltas, nuestra admiración, más allá de este deslumbramiento puramente estético, fue mayor debido a su azarosa vida revolucionaria.

Su vida de encierros en diferentes cárceles, su estoicismo para aceptar su responsabilidad por el movimiento estudiantil, su eterna rebeldía y su crítica implacable nos hacía reflexionar en torno a la relación entre su vida y obra.

Sólo alcanzábamos a decir: “Revueltas era un cabronazo de aquellos y no hay más. Un señorón que sólo con la primaria y autodidacta desde chamaco no puede ser más que eso. Qué intuición, qué manera de escribir”. Revueltas por aquí y por allá. Revueltas en las Islas Marías nos saludaba. Revueltas en su celda, debajo de una foto de Trotski escribía. Revueltas, de pronto era el icono de nuestras aspiraciones revolucionarias y más: era el icono de nuestra rebeldía. Lógicamente, la suya nunca fue contracultural, pero su actitud nos exultaba. Éramos chavos y revolucionarios, decía yo, o al menos eso creíamos. Nosotros creíamos en el socialismo, sí señor, pero al mismo tiempo le metíamos al rock, a la literatura de Coupland, de Foster Wallace y le metíamos fuerte al alcohol (a nuestro favor podemos decir que nunca a las drogas). Algunas ocasiones, justamente por eso, pensábamos en lo que diría Revueltas sobre estos tiempos posmodernos en que el pastiche y el collage es la regla. Cuando pienso en esto, no puedo dejar de imaginar a Revueltas tuiteando consignas en la red y escuchando de fondo un rocksito. Qué locura, por supuesto, ustedes dirán. Me gusta imaginar, entonces, que Revueltas, aquel mismo intelectual que creyó con mucha fe en el movimiento estudiantil, alentaría a esta juventud aletargada. Y me pregunto además: ¿cómo nos vería? ¿unos alienados? ¿o simplemente un reflejo de nuestros tiempos que mira sin mirar detrás de una pantalla de computadora? No lo sé. La cosa, entonces, es que no dejo de pensar en Revueltas aventándonos su crítica feroz. Hoy, más que nunca, pienso, Revueltas es una necesidad de nuestros tiempos políticos: su ejemplo, su entrega, su ejercicio intelectual es necesario para potenciar las fuerzas progresistas y ordenarlas.

José Revueltas, el escritor, el activista, el teórico literario y de cine, el intelectual, hoy, a cien años de su nacimiento, se nos torna envuelto por diversos velos. Los estudiosos fijan su mirada en él… ¿Qué se dirá entonces? ¿Qué onda con Revueltas? Ante lo que se diga, yo tengo algo claro: Revueltas es un escritor excepcional: su literatura, desesperanzadora muchas veces, atrae por su visualización. ¿Acaso no también la oscuridad, la angustia y la tristeza, ofrece una manera de ver el mundo? Por supuesto que sí. Carlos Montemayor, en su novela Los informes secretos, retrata a un José Revueltas ya cansado, desencantado por su vida como activista y escritor; a pesar de todo, eso mismo lo impulsa a afrontar los embates de su vida política e intelectual con mayor fortaleza. ¿Por qué no hacer lo mismo con esta tristeza, descontento, amargura que los tiempos nos traen? El desencanto es una fuerza que reposa. Dialéctica esencial. ¿Cuándo el salto?

Mientras tanto, los chavos de entonces nos miramos y nos preguntamos ¿Y ora qué? ¿Quiénes somos? Entonces, creemos que vale la pena y seguimos releyendo a Revueltas y tratando de no caer, de asirnos a la rebeldía, a una que se parezca a la de Revueltas, o por lo menos a una que sea nuestra sin dejar de mirarnos mutuamente.
 

Volumen 1, Caifanes: los espacios entre el abismo y un bilongo

Las reseñas innecesarias | Por Juan Jesús Jiménez 


Al tiempo que escribo la presente reseña, hay una cumbia que remueve mis letras en el teclado, a ritmo pausado y con un cencerro del lado izquierdo; aunque usar el término “cumbia” solo ocupa la mitad de una canción. Dejémoslo en que, en esta reseña hay influencias de un bilongo -mal de ojo- que se extiende hasta usted como una opinión de álbum de rock lanzado en 1988 por RCA Ariola y RCA Victor.

Calificado como el álbum número 69 de los 250 mejores en la historia del rock en español por la revista Alborde, Volumen 1, Caifanes o también llamado El disco negro, es un vaivén entre las experimentaciones de un disco de rock-punk junto a una cantidad enorme de ritmos que no esperaríamos que estuvieran incluidos en un álbum así.

Canciones icónicas como Perdí mi ojo de venado, La negra Tomasa, Viento Mátenme porque me muero, son ejemplo de estas experimentaciones musicales que se encarnan entre sonidos desconocidos y dilataciones subterráneas de temáticas inconexas.

Interpretado por el cuarteto original de Saúl Hernández, Alfonso André, Diego Herrera y Sabo Romo, el Volumen 1 es uno de los álbumes más icónicos para las generaciones de los 90’s y que trazó el camino de Caifanes por la historia de la música en español.

En principio, como una recopilación de canciones que la banda ya tenía un tiempo tocando de forma independiente, durante este periodo donde el rock se daba entre toquines clandestinos y reuniones que cualquier adulto de ese entonces hubiera dicho: ¡Esos son lugares de mala muerte!


Influenciados por el post-punk que para ese entonces la cultura británica había popularizado con bandas como Joy Division o The Cure; Caifanes -tanto en apariencia como en musicalidad- fue una ruptura con las concepciones más convencionales de una banda de rock, algo más cercano a un concepto que a una personalidad. Es por eso, que entre las canciones de su primer álbum podemos notar esa disonancia a lo que podría ser un disco de El Tri; tanto la cadencia en los bajos, la combinación de percusiones además de los sonidos de batería, el seguimiento melódico de las guitarras e incluso que la voz de Saúl no sea la mejor entonada, brinda una mezcla única que a nuestros oídos parecen un viaje entre sombras y cumbias.

Cuéntame tu vida, el cuarto track del disco, podría ser otro ejemplo de lo que lo hace tan especial, que sin necesidad de ser conceptual, aborda temáticas que para la música podrían ser ajenas. En el seguimiento de una persona que nos habla desde su desesperación, aspecto que desde la literatura podría parecerse a una narración de Cortázar, podemos ser incluidos en la música y no solo como un ente que escucha las canciones, sino uno que participa de forma activa en él al darle un sentido a las letras.

Ahora, si bien escuchamos el álbum solo en su calidad musical, sin buscar significados profundos y dar una revisión a su composición, muchas de las canciones pueden cumplir con esas expectativas, de sonar bien por sí solas. Gritar por dentro en un camión mientras cantamos “¡PERDÍ MI OJO DE VENADO! es uno de esos pequeños placeres que la música como cualquier forma de arte, puede traernos en el día, en este caso, en medio del ritmo rock y combinaciones de sonidos sintéticos que le dan al disco el aura tan oscura y atrayente que lo caracteriza, justamente, como una maldición de escuchar el álbum muchas veces sin que pierda esa sensación, maldición que se renueva con un cierre magistral con Nada, una pieza que parece combinar todos los aspectos mencionados en esta reseña.

En definitiva, un disco bastante completo y que en lo personal considero el segundo mejor de la banda. Recomendado para cantar a todo pulmón, para mirar el techo después de un día largo, pero sobre todo, para bailar con una escoba al gritar “ESTOY TAN ENAMORADO DE MI NEGRA PRECIOSA”.

La Asistente: entre monstruos y sueños perdidos

Por J. Alejandro Becerra González


La rutina puede ser algo maravilloso, un asidero que le da un sentido de seguridad a nuestra vida cotidiana, aunque en el capitalismo tardío a menudo se traduce en una labor repetitiva, desgastante y mal pagada que nos sumerge en la miseria de la explotación laboral; la soportamos únicamente porque nos encontramos desprovistos de mejores alternativas o porque se nos promete el cumplimiento de nuestros sueños a cambio de nuestras almas. La asistente, dirigida por Kitty Green nos coloca en este último escenario, siguiendo las labores mundanas de Jane (Julia Garner), quien se desempeña como asistente de un productor picudo en Nueva York.

Kitty Green (Melbourne, 1984), debuta como realizadora de ficción con este largometraje, habiéndose desempeñado como directora, escritora y editora de los documentales Ukraine Is Not A Brothel (2013) y Casting JonBenet (2017) –este último disponible en Netflix–. La asistente refleja su formación como documentalista, pues la cámara se coloca como un testigo mudo del día a día de su protagonista, creando un ambiente naturalista, fluido y verosímil. La directora utiliza la cámara para establecer una perspectiva de primera persona, negándose a proporcionar explicaciones de lo que sucede en la oficina o en la mente de Jane, permitiendo que las imágenes lo transmitan por sí mismas. Desprovista de recursos comunes como la voz en off, La asistente requiere la participación activa de su audiencia.

Green presenta una jornada de Jane, asistente en la base de la pirámide jerárquica en una compañía de producción cinematográfica cuyo esquema meritocrático establece que, para escalar sus peldaños, es necesario sufrir primero, en este caso, fungir como el achichincle del monstruo en turno. Esta labor malagradecida requiere no solo de un avanzado sentido de la organización, pues el costo incluye el alma propia.

La asistente nos presenta el momento justo en que Jane se da cuenta de ello, durante una de sus secuencias más emocionalmente devastadoras, en la que las palabras horripilantes salidas de la boca de un burócrata gris sirvan como el clavo en el ataúd de las aspiraciones de la joven protagonista. 

El retrato de lo mundano en esta cinta de Green recuerda a la atención al detalle de Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Akerman, 1975), que miraba la vida cotidiana de una ama de casa belga que gradualmente perdía los estribos. En ella, la repetición conducía a la locura, revelando la labor doméstica como una actividad alienante que destruía el espíritu humano. No obstante, la cámara de Green es más inquieta, retratando las labores de Jane siempre en relación con su jefe, basado en el caído en desgracia Harvey Weinstein, prolífico criminal sexual que también producía películas. Su invisible presencia mantiene en el terror a la protagonista y a sus compañeros, que trabajan todo el día para satisfacer sus necesidades y caprichos, guardando sus secretos y aguantando sus desplantes.

Jane puede tolerar el trabajo de sol a sol, el ser ignorada e insultada al mismo tiempo por su jefe y por su esposa, pero el cinismo del burócrata antes mencionado propicia una reflexión silenciosa sobre su lugar en la compañía productora, así como su rol como mujer en una industria dominada por hombres. El monstruoso productor se mantiene fuera de campo, llegándose a escuchar únicamente su espantosa voz, caprichosa y furibunda. No obstante, me queda la impresión que el mantenerlo al margen completamente hubiera sido un recurso mucho más útil. El fuera de campo puede ser una herramienta útil para sugerir una figura, ya sea ideal o de un horror incomunicable, como en el caso de Rebecca (Hitchcock, 1940) o El Bebé de Rosemary (Polanski, 1969). Me parece que Green erra al mostrar aunque sea su voz, sin embargo, el retrato indirecto del productor sin nombre funciona muy bien como la fuerza misteriosa que aprisiona no solo a Jane, sino a sus compañeros de oficina.

La Asistente nació de la una meticulosa investigación por parte de su directora, quien al conocer las revelaciones sobre Weinstein, entrevistó a empleados de Miramax e hizo las lecturas necesarias, lo que le ha permitido una mayor verosimilitud.

Green demuestra una gran atención al detalle que le sirve para construir un ambiente hostil y una tonalidad de terror apenas sugerido. La Asistente es entonces una obra coyuntural que trata de resolver las preguntas surgidas tras conocer los muchos crímenes de Weinstein, quien se mantuvo impune durante tantos años gracias a su cuidada red de lealtad que le ayudó a encubrir sus abusos. Se trataba de personas como Jane, cuyo deseo por cumplir el sueño de trabajar en la industria cinematográfica los llevó a comportarse como burócratas indiferentes que consentían los crímenes de los poderosos –muy parecido a lo que Mario Puzo, autor de El Padrino, llamó omertá: la ley siciliana del silencio a la que se apegaban los gamberros de la mafia–.

Al presentar las particularidades de un caso muy conocido con un ojo documental –alejándose así de la dramatización de la vida real tan amada por la Academia que entrega los premios Óscar–, Green excede sus objetivos originales, pues la sombría rutina gris de Jane, el retrato patético de la vida Godínez, la normalización de la masculinidad tóxica de los hombres en el poder, así como la naturaleza alienante del trabajo, contribuyen a crear una película sobre el estado del trabajo en el siglo XXI, y cómo los poderosos alimentan un sistema que nos engaña al hacernos creer que los sueños se encuentran al alcance, cuando en realidad su cumplimiento está reservado a aquellos con el pasaporte social indicado, cuya meritocracia se revela como una estructura infranqueable, imposible de escalar. Es decir, Green se enfoca en lo particular, pero descubre lo universal. Resultado nada despreciable.

Julia Garner –a quien pueden ver en Ozark y Maniac de Netflix– lleva la película a cuestas, mostrando con delicadeza el cansancio, la rabia reprimida y la decepción de Jane hacia el mundo. Green aprovecha sus rasgos para mostrarnos su pérdida de inocencia, utilizando hábilmente la cámara para mostrarnos su menudez física y metafórica como una tuerca en la máquina que torna a seres humanos en masas amorfas, obedientes al poder e incapaces de cuestionarlo. 

La asistente es un vívido retrato de las dinámicas de poder prevalecientes no solo en Hollywood, sino en una oficina cualquiera. Es necesario darle una oportunidad a su naturalismo, lo que puede resultar aburrido para algunos, pero que en el fondo resulta en una experiencia verídica y devastadora que invita a la reflexión.

Cold War: el poder del leitmotiv

Por Fabrizio Sosa

Hablar de lenguaje cinematográfico es hablar de varios elementos artísticos y visuales que soportan una narrativa, una historia. También cuando un autor tiene un estilo que lo caracteriza, ese que se va desarrollando con los años, podemos hablar de un autor con lenguaje cinematográfico propio.

Paweł Aleksander Pawlikowski, hijo de padres serbios logra establecer varios elementos muy poderosos en su película Cold War del 2018, donde utiliza la ficción biográfica para narrar la historia de sus padres. Uno de esos elementos es precisamente la fuerza narrativa de esta película.

El poder del leitmotiv. El leitmotiv es básicamente usar una canción, una frase o un elemento recurrentemente para asociarlo a un personaje o en el caso de Cold War, a una pareja.

La canción "Dos corazones" es de por sí un elemento artístico que transmite nostalgia, y Pawlikowski la aprovecha para, por medio de esta, transmitir la situación actual de la pareja protagonista durante toda la película.

Pero sin duda alguna la cúspide del amor de esta pareja es transmitida en la escena donde Zula y Viktor interpretan la canción en un bar clandestino en París. Ahí aparece nuevamente el leitmotiv acompañado de más elementos artísticos que potencian la escena. Un paneo de casi 360 grados de cámara que muestra el interior del bar y nos va instalando dentro del mismo poco a poco.

El nombre del bar “Eclipse” que en realidad se podría tomar como la premisa de toda la película. El sol y la luna están separados siempre, pero hay momentos en la vida que ocurren eclipses, y estos son tan maravillosos como esporádicos. Un eclipse es el único momento en que el sol y la luna están juntos.

El juego con la mirada de Viktor a Zula para rematar la escena. Sin duda, por lo que representa y por la calidad artística, semiótica y poética la escena de Zula cantando "Dos corazones" en el bar eclipse es la mejor reseña de esta película.

Un nostálgico y sempiterno leitmotiv.

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