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Letrinas: «Los años rodarán en el abismo»


Los años rodarán en el abismo

Elizabeth Lomelí

 

Don Eg sale del baño con los pantalones abajo, otra vez, y te preocupa que se vaya a caer. Es un paciente con demencia al que debes cuidar, de hecho, tú mismo le has puesto ese nombre debido a que “eg” es lo único que ha pronunciado durante un año entero. Vas detrás de él, lo detienes de los hombros, le pides que te permita subirle los pantalones y da pelea, da pelea como siempre, pero luego, al sentir que la ropa le cubre la piel otra vez, se relaja y se vuelve dócil. Le explicas que es hora de dormir. Le pasas una toalla con alcohol por esas manos sucias que huelen a orina. Lo ayudas a recostarse por fin. Ambos ven el reloj del buró dar las diez de la noche y sabes lo que va a pasar. Oyes el tono del himno nacional a palmadas, le das un poco de letra con tu voz y luego apagas la luz. Le das las buenas noches a la única figura paterna que has tenido. Cierras la puerta con satisfacción porque significa la salida hacia la libertad, aunque sabes que dentro de treinta minutos la alarma sonará y luego otra vez dentro de otros treinta minutos; esa ha sido tu vida los últimos cuatro años. Tienes veintiséis, odiabas vivir con tu madre, así que al tener la oportunidad de abandonarla y ganar dinero al mismo tiempo ni lo dudaste. Tenías experiencia cuidando personas mayores porque la facultad de enfermería te obligó a hacer prácticas en el asilo. Tenías más días malos que buenos, pero -al menos- cada día podías elegir ser el hijo de alguien. Cuidabas al ex marine Marvin Müller antes de que golpeara a las enfermeras, antes de que su familia considerara la opción de tenerlo en casa y, claro, antes de que se convirtiera en Don Eg. Aseguras que no extrañas la efusividad de tu madre, que te llamara “mi baby” o “solecito”, que en realidad solo piensas en tu abuela. Avanzas por el pasillo, llegas al sillón de la sala arrastrando los pies del cansancio y te dejas caer justo ahí, frente a la chimenea apagada. Observas el carbón como si fueran pedazos muertos de ti mismo. Han sido días largos. No has podido salir. Entrecierras los ojos, vas a ceder ante el sueño. Piensas que no tiene caso dormir, pero lo intentas. Finalmente está todo en silencio a excepción del ruido que hace el refrigerador trabajando a lo lejos. Recuperas tu vida por un momento. ¿Y sabes? En el fondo sí lo sabes. No debiste quedarte dormido. El sueño se convierte en parálisis. Tu cuerpo se ha rebelado y no responde más. Mueves los ojos atrapados por los párpados hacia todas direcciones intentando que sirvan como precursor de los movimientos habituales, pero no funciona, no vuelven. ¿Qué ser de otro mundo usará tu cuerpo? Te entretiene pensar que los demonios y los fantasmas existen, pero solo es Don Eg. Está frente a ti y no das crédito al verlo erguido con el pecho en alto, mirándote de reojo. Te dedica una sonrisa como si esperara que le dieras los buenos días a unos minutos de haberle deseado buenas noches. Te pide que escuches atentamente y luego te da una bofetada que te pone la cara roja y punza. Está hablando. Descubres que puede hablar. No solo eso, declama:

“Somos parte del todo, pero una parte diminuta y casi imperceptible...”.

Camina de un lado a otro en la sala, moviendo las manos, recto, con volumen impresionante, seguro, imponente, anormal. Dudarías de su identidad, pero esta vez tampoco lleva pantalones.

“Encontramos momentos en nuestro transcurso por la tierra en los que parece que somos importantes y vivimos de ellos. La ilusión de ser alguien digno de estar aquí es lo que nos crea enemigos. De alguna manera, si nosotros somos alguien…”.

Escupe a tus pies. Patea tu pierna derecha. Te da una palmada en la cabeza y otra en la mejilla. Está jugando. Tiene el poder. Te aterra.

“…Desterramos a otro de esa posición como si existieran pocos lugares. Competimos extendiendo nuestra bandera pirata esperando saciar la sed de sangre y coleccionar cabezas enemigas. ¡Y yo tengo tu cabeza en la mira! Pero seguimos siendo nada, muchacho. El sacrificio de pasar la vida intentando tocar terrenos inexplorados por nuestros semejantes va consumiendo… toda… toda… nuestra energía. ¡Energía que no tienes, mírate! Nacimos con los objetivos claros y con el paso del tiempo aprendemos a leerlos hasta ser capaces de declamarlos frente a un incrédulo vestido de blanco. ¿O no? ¿Tu trasero está cómodo en mi sillón? Estamos los dos para los dos. ¡Peligro! Pe-li-gro”. Es don Eg otra vez gritando desde su habitación. No grita peligro, grita sus letras habituales. Te levantas somnoliento, arrastras los pies. No vas a su habitación, vas a la de al lado, donde apenas duermes y adornas para recordar la vida que tenías. A tus amigos, tus pasatiempos, todo lo que has abandonado. Quieres tomarlo todo, meterlo en una bolsa negra y salir corriendo a los brazos de tu abuela. Hueles el incienso de mirra que dejaste por la tarde, te ayuda a inhalar lento y exhalar del mismo modo. La mirra entra a tu cuerpo y sirve de calmante. Te quitas la bata que le recuerda a Don Eg que no entraste a la casa para robar y te colocas el suéter que él te regaló cuando pasaste la primera noche en su casa. “Era mi favorita, muchacho. Le toca a uno más joven usarla”, fueron sus palabras aquella vez.

-Eeeeeeeeh- y la -ggg- arrastrándose te alcanzan. No lo piensas y te mueves con rapidez hacia él. Prendes la luz. Piensas en rentar en otro lugar, en vivir de un trabajo remoto y adoptar un perro. Quizás serías más feliz o al menos estarías tranquilo. Dormirías ocho horas o tal vez más. Podrías pasear al perro, quererlo como se debe y él te querría también. Cruzas la puerta. Le pides a Don que se tranquilice y levantas la cobija para descubrir lo que sospechabas, está mojado. El hedor penetra tu nariz y decides revivir la imagen del perro corriendo hacia ti. Don levanta la mano y te toca el brazo. Te da palmadas donde puede, son caricias a su modo. Le dices que estará seco pronto y él asiente con la cabeza. Sus ojos se llenan de lágrimas y te contagia. Levantas su torso simulando un abrazo, pero él se lo toma en serio y te aprieta. Vuelves a ser un niño, pero ahora te sientes seguro. Sacudes la cabeza renunciando a las posibilidades. Le das un beso en la frente por primera vez y te hace sentir raro. Le aseguras que no tendrá pesadillas, que soñará bien, pero te lo estás diciendo a ti mismo. Lo cubres con la cobija más suave que encuentras en el armario y la acomodas. Prometes que el desayuno le gustará. Quizás aún tengan harina, piensas. Y sí, no olvidarías comprar algo tan importante.

 

Elizabeth Lomelí. Mexicali, Baja California. Maestra y bibliotecaria. Estudió en la Facultad de Pedagogía de la Universidad Autónoma de Baja California. Cuando descubrió su gusto por los cuentos tomó cursos y un diplomado en escritura creativa, luego publicó dos en una antología local. Disfruta ver dormir a su gata mientras piensa en sus pendientes.

Letrinas: Gente tan posible



Gente tan posible

René Rojas González

 

¿En qué puto momento se me ocurrió andar de revoltoso, caray?, se flagelaba Christian, mientras lavaba los trastes. Quería echarle la culpa un poco a su papá y sus libros comunistas setenteros-ochenteros. Ay, pinche librero, se dijo de repente. No, no es por ahí, pensó, aunque la pregunta le desbloqueó el recuerdo de un quever con El Estado y la revolución de Lenin. Laberinteando, de vaso a plato, de plato a taza, de taza a jabonadura, se forzó un tanto a creer que un "en el socialismo no hay crisis" de un libro de la prepa le había gatillado todo, pero, ¡na!, se decía, no era para tanto.

Siguió zigzagueando. Lo tomó desprevenido recordar un momento que parecía ajeno a lo que venía rascando (y que hace algunos años todavía le incomodaba). Fue una vez con su mejor amigo de la uni a una conferencia de consagrados profesores marxistas. A la salida, Christian comenzó a balbucear alguna duda a un asistente que sus azules, mezclillas, lentes y coleta bien amarrada y lacia lo titulaban de antropólogo-militante-orador en círculo de reflexión. El Compañero, acompañado de otros Compañeros, respondía, claro, con natural desenvoltura. Terminando el cruce, en un instante, el amigo le dijo convencido: "no les hagas caso. No te conviene juntarte con ellos". Y ahí va San Pendejo, sin preguntarse siquiera "y bueno, ¿como por qué no hacerles caso?". ¿Qué otra historia habría comenzado ahí?, se preguntaba ahora Christian haciéndose los ojos chiquitos y medio viendo para arriba, mientras sus manos ya estaban en reproducción automática.

Le extrañó seriamente no encontrar razón para que apareciera este lo que no fue en medio de lo que buscaba, hasta que se dio cuenta que el episodio estaba incrustado en una temporada muy particular. Mucha gente en la calle..., indígenas luchando..., atinó a aterrizar, en el mismo momento en que salvaba de ahogarse a algunos cubiertos. Los utensilios emergían con escenas que tenían una agradable consistencia corporal: gente tan posible, tan real, tan fresca. Sí, tan fruta prohibida, se achacó, para luego soltarse una condena: la muerdes y pierdes el paraíso del conformismo, eres enviado al purgatorio de los zombies de las causas justas, extasiados por ya no vivir por ellos mismos.

Mientras pasaba enjuagada la recurrente y pesada olla exprés al escurridor, Christian notó que si no era con el Compañero de la coleta, la mordida iba a ser poco después. Este callejón le hizo creer que, si era uno quien se convertía en zombie, era la fruta prohibida la que lo mordía a uno. Se sonrió con una ligera exhalación por la nariz. Pero casi de inmediato, cuando lavaba con cuidado el filo de su cuchillo cebollero, le brincó un ¡no!, rotundo, con gesto reparado y cabeza yendo de izquierda a derecha y viceversa: esa gente tan posible nunca me pidió que viviera por ella, se dijo primero, sintiendo una incisión deslizante en la corteza cerebral. Ellas y ellos tan llenos de vida para defendérsela como les salga y uno tan muerto por quererles vivir su vida, sentenció después, disimulando una torsión en el abdomen, como de punción profunda y benevolente.

Nada digno de tumbarlo, Christian acabó de lavar con la formalidad acostumbrada: se enjuagó las manos, cerró la llave (la de la fría para dejar la caliente a otros), las escurrió simétricamente con los dedos pegados y firmes hacia abajo para aprovechar la gravedad, tomó el trapo de secar que previamente dejaba colgado en la manija de la estufa (rápidamente para evitar cualquier escurrimiento en el piso de la cocina y no hacer patas), se secó las manos pasando cuidadosamente el trapo entre los dedos y lo colgó extendido y simétrico de nuevo en la manija de la estufa. Volteó hacia el escurridor y admiró el casi descomunal montículo de trastes imposiblemente sostenidos secándose, como artista deslumbrado por su máxima creación abstracta, convencido de haber salvado la casa, esperando ser tan posible por haber lavado todos los trastes esta vez, expectante ahora por las hazañas y altares de los otros habitantes, esos que sí son tan posibles por vivir como les salga.

 


René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Letrinas: Aquí los muertos no se levantaban


Aquí los muertos no se levantaban

Pablo García Ramos

 

Andaba por las calles de Aciago. A mi alrededor solo había silencio, aquí los muertos no se levantaban. Entré a la catedral, pero los santitos ya no estaban, supongo que se los llevaron cuando enterraron a los demás. Dicen que te protegen para que no regreses. La iglesia tenía bonitas pinturas en el techo, ya se veían deterioradas, rotas. Había pasado mucho tiempo desde que Aciago estuvo poblado. Era muy grande la catedral. Me imagino que las misas aquí eran muy entretenidas, si no, ¿para qué hacerla de este tamaño? Yo no soy mucho de rezar y encomendarme a Dios, pero no queda de otra estos días. Me hinqué al pie del altar y pedí por mis hijas, que no se levantaran. Enterrarlas una vez fue lo peor que me ha pasado, pero enterrarlas dos veces me volvería loco. Ningún padre debería ver morir a sus hijos. No quiero cremarlas, porque si un cuerpo se quema, su alma no puede descansar y se queda en el limbo para la eternidad. Cremé a María, y siento que ahora, en las noches, escucho que canta, o llora, a veces cambia. Es la tercera iglesia a la que voy a rezar desde que murieron mis hijas, y en esta es en la que me he sentido más nervioso y no sé por qué. Con todo y el silencio, siento que hay murmullos que resuenan en toda la catedral. La luz entra por el techo, y hace sombras con las columnas que apenas sostienen lo que queda de la iglesia. Podría jurar por Dios que escuchaba voces cuando soplaba el aire. Me pasaba que escuchaba mi nombre y tenía que voltear. Me sentía acompañado, como si cada sombra de la iglesia fuera una mirada, y como si cada vez que soplaba el aire alguien se lamentara. Dejé de pensar en eso y me levanté. Probablemente sea imaginación mía. Aquí los muertos no se levantan. O quizás sí.

 Me persigné y salí de ahí. Estaba nublado afuera, probablemente iba a llover, pero llevé mi paraguas. A pesar de que llovía mucho por acá, el cielo parecía seco desde hace años, y la tierra era infértil. El hermano de María me dijo que parecía que la tierra estuviera muerta, como si no pudiera siquiera absorber el agua de lluvia o los rayos del sol. No crecía nada desde hace mucho, pero antes caminaba por las calles y llegaba con mi mamá con una cubeta llena de fruta que se caía de los árboles. Fui a visitar mi vieja casa, ya nadie vivía ahí, y no estaba seguro si todavía estaba entera. Eran unas cuatro calles de la catedral a mi casa, decidí irme caminando, ver las calles en ruinas a pie.

 Aciago nunca fue un pueblo reconocido por algo bueno, puras desgracias pasaban aquí. Si uno contara la historia de Aciago, no dudaría del porqué de su nombre. Antes de la conquista era un pueblo de esoltesonis, se encargaban de recoger y limpiar la sangre de los sacrificados y de los enfermos. No había otra cosa que hacer más que limpiar en Aciago. Antes no se llamaba Aciago, eso sí. Nadie sabe cuál era su nombre, se quemaron todos los códices de nuestros antepasados, y lo que sabemos de Aciago antes de la conquista es porque se pasaba como leyendas. De hecho, el nombre de Aciago viene de una leyenda. Al llegar los españoles a nuestro pueblo, lo consideraron una aldea sin chiste, por lo que mataron a todos los hombres, y a las mujeres las preñaron. El primer niño nacido de Aciago murió junto con su madre en el parto, y el padre, que amaba a la madre más que a sí mismo, solamente decía “qué día tan aciago”, lo repitió y repitió por años, y todos empezaron a decirle Aciago al hombre, y cuando lo encontraron morado en su casa, colgado, decidieron ponerle Aciago al pueblo, para conmemorar al hombre que perdió todo antes de tenerlo. Eso decía mi abuela, pero ni cómo creerle, ya era muy vieja y a veces se inventaba cosas. Una vez me contó que Porfirio Díaz se enamoró de una mujer de aquí, una chica de cabello castaño que le llegaba hasta la espalda baja, y a veces se veían a escondidas cuando él todavía era joven, antes de ser presidente. Díaz la cortejaba en las noches, le escribía poemas y hablaban por horas detrás de la casa de la chica. Sin embargo, la mujer no era una que creyera en la monogamia, y olvidó decirle a Díaz. Una vez, entrando a su casa, dicen que Porfirio vio a la mujer con otro hombre en su cama, y Díaz solo se fue. Años después, cuando ya era presidente, Díaz ordenó la matanza de Aciago. La historia dice que fue ordenada para el asesinato de desertores y revolucionarios, pero mi abuela decía que fue por la joven. Cuando terminaron los disparos, y el humo se asentaba, todos los que estaban a una calle de la casa de la mujer fueron asesinados, incluyéndola.

 Caminé por la calle principal. Ahora nada más era empedrado. Al llegar a casa me di cuenta de cómo había pasado el tiempo. Ya tenía veinte años desde la última vez que vine. La puerta todavía estaba cerrada con seguro, pero ya era muy vieja, nada más la tuve que empujar con el hombro. Polvo empezó a esparcirse en el aire, y solo me pude tapar con mi brazo. Apenas y le entraba luz a la casa, habíamos cerrado todas las ventanas cuando se murió mamá. Volví a sentir una mirada sobre mí, pero esta vez la sentí mirándome directamente a los ojos. Retrocedí unos pasos, ni siquiera había pasado del umbral de la puerta. El pequeño destello de luz que entraba alumbró los ojos de una araña grande, muy grande. Era del tamaño de una silla o un sillón individual, era más grande que cualquier cosa que había visto. No sé mucho de animales, pero sé que no era común. La vi moverse desde la esquina en la que la luz entraba hasta el centro de la casa. Una vez teniéndola más de cerca noté que estaba cubierta de pequeños vellos por todo su cuerpo. Tenía un color muy peculiar, los bordes de su cuerpo eran amarillo y naranja, mientras que el resto era negro. Apenas alcancé a ver eso, tuve la intención de irme, pero mis piernas no me respondían, no podía moverme. Se acercó más. Esta vez iluminada por la tenue luz que entraba por la puerta. Noté algo aún más extraño. Era una araña, pero tenía tenazas y la cola de un escorpión. Había escuchado sobre los alebrijes, pero nunca había visto uno. Mi abuela decía que eran representaciones de sueños, pero este no había sido un sueño mío. Mientras yo lo veía, él se acercaba, lentamente. Cuando estuvo frente a mí, pude moverme para dejarlo pasar. Olió mis pies un poco y decidió irse. Sus ojos me miraron, y me calmaron, los sentí familiares. Bajó la cabeza y se fue entre los árboles. Cuando volví a mirar hacia adentro de la casa ya no había nada que me llamara la atención, las ganas que tenía de entrar se fueron. Caminé hacia mi auto pensando en lo que acababa de pasar, y no le encontré explicación, pero así era aquí. Subí a mi auto y decidí irme para el pueblo, con Gus, tenía mucha hambre y aquí no había nada para mí. Ni para nadie.

           “¡Gabriel! ¿Qué haces aquí? Tiene mucho que no nos vemos, hermano.” Me dijo Gus cuando llegué. Ya lo extrañaba, al canijo. Me invitaron a comer al rancho. Su familia estaba bien, su esposa y su hijo, cada quien trabajando en su parte de la tierra. Lo que se me hizo raro es que pusiera a trabajar a Carlitos, nosotros a esa edad estábamos jugando con trompos o al fútbol. Y sí le dije: “Oye, Gus, tu chavito apenas tiene 13, debería estar jugando con sus amigos y echando novia, no se me hace buena idea que esté trabajando en el campo todo el día.”, y él me dijo “Me estoy muriendo, Gabriel”. Que, según el cura, le había agarrado la maldición. Por eso lo estaba poniendo a trabajar, para que cuando él ya no estuviera, alguien se encargara de la familia. Yo estaba que no me lo creía. Le dije “Gus, si es en serio lo que te dijo el cura, deberías ver a un médico. Yo sé que no crees en la medicina ni en los doctores, pero tienes que entender, que a los que les agarra, se levantan. No te quiero ver muerto, y menos te quiero ver levantado”, pero nomás el Gus se hacía loco, me decía que no creyera en todo lo que dicen las noticias, que era para la borregada, que él era más inteligente que eso. Estuve a tres de darle un sape, si yo sé lo que le digo. Mis nenas tenían 15 y 8, y aun así se me murieron. Gus, con sus 49 años, apenas y se salva de un resfriado, la maldición lo va a matar. Me dijo que ya no habláramos más de eso, que ya lo había decidido, si se moría, se iba a morir y no podía hacer nada. Le dije que estaba bien y que me hablara a la ciudad de vez en cuando, para saludar, mínimo. Fuimos a la mesa y comimos unos tacos de buche, le quedaban muy sabrosos a Rosalba, la esposa de Gustavo. Le había llevado unos regalos a Carlitos, me los había traído de allá, de la Ciudad de México. Le llevé unas películas y unos libros, le gustaba leer mucha ciencia ficción. Si supiera que lo que estamos viviendo era eso, ciencia ficción. Me despedí, pero antes le di el número de mi hospital, por si se sentía mal. Me dijo que no me anduviera con burradas y se despidió. Quise mucho a mi carnal, de veras. Me hubiera gustado quererlo un poquito más.

             Normalmente los viajes a mi departamento eran largos cuando iba al pueblo, pero ese día había toque de queda para todos los menores a 40 años, así que estaba muy despejado. Ya era un poco tarde. No recuerdo haber visto atardecer más bonito como el de ese día. El cielo era de todos los colores, y decidí estacionar el carro para verlo pasar. Antes tomaba muchas fotos y se las enseñaba a María cuando llegaba a la casa, ahora solo las tomo por placer, me gusta guardar los recuerdos, aunque sea así. Cuando empezó a oscurecer, volví a la carretera. Pasé por el centro para comerme unos churros, y otros se los iba a poner en el altar a mis niñas, tenía antojo. Siempre me sorprende ver que esté tan vacío los días de toque de queda, me recordaba a cuando no sabían qué hacer con los levantamientos. El gobierno decidió que las actividades a partir de las seis de la tarde se suspendían. A esa hora se levantaban. Me acuerdo la primera vez que vi a uno. Ahí estaba, caminando, nada más. Los científicos dicen que tienen fuerza sobrehumana y que sus instintos son animales, que su cerebro algo tiene que sólo caminan y comen. Era muy extraño, antes de que crearan la Comisión Recolectora de Levantados, los cuerpos sólo amanecían tirados, algunos con sangre en la boca, porque les daba hambre y comían lo que encontraban. Si no encontraban humanos, se comían ratas o perros, no les gustaba la carne cocida o la comida que comemos. Al principio todos pensábamos que eran como los de las películas, que se levantaban y te infectaban si te mordían, pero solamente tenían hambre, y no había una explicación clara de cómo te contagiabas, simplemente pasaba. Tus uñas se volvían moradas, luego perdías mucho peso, y te salían llagas en el cuello, y luego te morías. Y te levantabas después. Y a veces no. En realidad, le podía tocar a todos, vivos o muertos, aunque era más raro que los muertos sin síntomas volvieran, pero pasaba, eso sí.

 Después de recoger mis churros me fui al departamento, no es tan grande, pero no necesito grande, solo soy yo. No se gana mucho como recolector, pero se gana lo suficiente para vivir bien. También hago un turno de limpieza en el hospital general, con eso y de recolector me podía comprar mis churros y vivir bien. Tenía una televisión y un celular, estaba bien. Ya en la noche veía las noticias, y justo ese día anunciaron que era el fin del mundo. Yo no sabía que se podía anunciar eso. Dijeron algo así como: “Dadas las circunstancias, el reloj del apocalipsis ha llegado a la media noche. La humanidad está viviendo en tiempo contado”. Apagué la tele y no supe qué hacer, me quedé un rato sentado en mi cama. Le llamé a Gus. Estuvimos hablando un rato, me dijo que él creía que ya iba llegar Dios, que eso decía la biblia. Yo le dije que no sabía si iba a llegar Dios o no, pero que no me quería morir todavía. Gus era muy religioso, llevando sus santitos en la cartera y yendo a misa todos los domingos. Yo nada más iba a la iglesia a pedirle a Dios, a contarle cómo iba mi vida. Nunca me contestaba, pero espero que me estuviera escuchando. Le pregunté qué iba a hacer, y me dijo que se iba a ir a rezar hasta que llegara Dios. Me mandó bendiciones y me colgó. Ahí estaba, sentado, viviendo el fin del mundo. Yo pensaba que iba a ser más ruidoso.

 Entonces, el mundo ya se estaba acabando, estábamos en tiempo contado. A mí la verdad sí me pareció raro, yo veía para afuera de mi edificio, y todo se veía normal, no se veía que todos estuvieran en la calle rezándole a lo que creyeran para que nos salvara. No sé para qué rezar si ya estuvo que nos morimos todos. Yo solo vivo para cuidar a mis muertas, porque si no las cuido yo, nadie más las va a cuidar. Pensé que, si yo también ya me voy a morir, por lo menos voy a descansar. Tenía un dinerito ahorrado. En lo que se acababa el mundo podía irme a Acapulco, no conozco el mar. Ya estaba guardando mi dinero con mi ropa y zapatos en una maleta, cuando escucho “Gabriel, vete para Aciago, ahí te vas a morir”, y yo que me volteo para ver de dónde me hablaban, pero nada. Entonces dije “¿Quién te dijo que me voy a morir ahí?” Y me dijo la voz “Yo te voy a matar allá”. Yo no sabía ni qué contestar. Sí quería ir para Aciago otra vez antes de ir a Acapulco, entrar a mi casa ahora sí. Pero ya no, si me voy a morir quiero que sea donde yo quiera. Morirse tampoco está tan mal, pero quiero seguir vivo un rato más. “Gabriel, vete, ya te toca.” Me di cuenta de que la voz me sonaba conocida, pero no podía saber si era de hombre o mujer. “Yo iba para Acapulco, ni tenía ganas de ir para allá.” Le dije a la voz, y ya no me contestó. Terminé de empacar y les escribí una carta a mis niñas y a María, por si se espantaban de que no durmiera ahí. Cerré la puerta y me sentí como en un sueño, como si yo no estuviera en mi cuerpo, viéndome de lejos. Ya no me sentía vivo.

 Salí de madrugada, todavía estaba oscuro. En el camino me puse a pensar en mi vida. María sabía quererme, era muy linda, a veces todavía la veo en el asiento del pasajero, quejándose de que no le gustaba ir al, ir a Aciago. Era una persona muy elegante y no le gustaba ir a esos lugares. Ella sí conoció el mar. Pero cómo es chistosa la vida, en sus últimos días me dijo que fuéramos al pueblo, que quería ver las flores amarillas, pero en el pueblo no había flores amarillas. No la pude llevar al final, se murió antes de que el doctor pudiera darme permiso. Ahora siempre que voy al pueblo busco sus flores amarillas, pero nunca hay nada. Me acuerdo que les pegó muy duro a mis niñas que su mamá se muriera. Yo nunca fui su amigo, esa era María, y se habían quedado sin su amiga. Pero tampoco pudieron llorarle mucho, se murieron unas semanas después, Ana un martes y Lucía el mismo viernes. Dicen que Dios les pone sus retos más grandes a sus soldados más fuertes, pero nunca me consideré fuerte, ni fui a la guerra. Era muy chillón de chiquito. Los viajes en carro siempre me mareaban y mi mamá me decía que me durmiera que no pasaba nada, pero yo siempre vomitaba. Creo que nunca le caí bien a mi mamá, aunque sí me quería, pero no le caía bien. Le recordaba mucho a mi papá.

 Andando por la carretera, vi que los carros estaban parados, y había una fila muy grande, no supe qué pasaba. Le pregunté al señor del carro de la izquierda, pero sólo subió su vidrio. Las casetas estaban tomadas, pero le di cien pesos al señor que la atendía y me dejó pasar. Creo que los que no querían dar dinero eran los que no pasaban, pero ya no tenía en qué gastarme el mío. Últimamente toman mucho las casetas, dicen que son La Nueva Ola, pero yo no he escuchado que hagan algo fuera de tomar casetas y saquear supermercados. Antes de seguir mi viaje les iba a preguntar que qué hacían tomando las casetas, porque nunca daban explicaciones, pero el otro día vi en las noticias que habían desaparecido a una familia en esa caseta, y nadie quería hablar; y ya no tendré familia, pero sí sé a qué se refieren con estar “desaparecidos”. Me empecé a sentir un poco mareado el resto del camino. A mi abuela se le bajaba la presión cuando iba a Acapulco, eso me contaba Gus, tal vez era eso. Nunca me llevaron, pero yo le creo a Gus.

  Cuando vi la señal de “ACAPULCO A 7 KM” me sentí mejor. La radio estaba sonando, y desde muy pequeño me gustaban Los Prisioneros, y cuando los escuché en la radio me perdí por unos minutos, cerré los ojos y me vi con María bailando, como cuando éramos jóvenes. Ella bailaba como si fuera una bailarina de ballet, y yo hacía lo que podía, pero parecía que tuviera dos pies izquierdos, hice lo mejor que pude. María siempre quiso que fuéramos a clases de salsa, pero yo no tenía dinero para pagarlas. Luego entraba a la casa y veía a María con las niñas bailando, copiando los pasos de un video de internet. Se me partía el corazón verla así, tan simple, cuando yo prometí darle todo lo que pudiera imaginar. Siempre me dijo que yo era suficiente, pero yo podía imaginar muchas cosas mejores que yo que nunca le pude dar. Pero ya estaba muerta en todos lados menos en mi cabeza, y yo la veía bailar como cuando éramos jóvenes. Veía sus ojos verdes y sus labios rojos, y solo me veían y besaban a mí. Mi María. Cuando se acabó la canción sentí como si despertara de un sueño. No sé cuánto tiempo estuve bailando con María, porque cuando desperté el reloj decía que eran las dos de la tarde, pero yo seguía viendo el camino oscuro.

 La madrugada en la playa parecía irreal, como de película, y sentía que era el protagonista de todas las historias de Luis Miguel. O bueno, así pensé que me iba a sentir. Pero no salió el sol. No sabía que el sol podía no salir. Le cambié a la estación de radio. En las noticias decían que todos nos resguardáramos en nuestras casas, y que no veamos al sol, pero yo seguía sin entender, porque yo no lo podía ver. Las calles estaban solitarias, y nadie salía. La única luz que podía ver era la de mi carro. Escuché la voz otra vez: "Vete para Aciago, el sol brilla para ti allá". Pero Aciago me quedaba muy lejos ya. Olía muy feo por aquí. "¿Por qué no salió el sol?" Le pregunté. No me contestó, y pensé que tenía esquizofrenia, como mi mamá. Sonó un trueno al lado de mí, y el árbol que estaba ahí estaba en llamas. "¡Vete para Aciago!", me gritó otra voz, y yo me quedé como atontado del ruido de su voz y la belleza del árbol quemándose, el contraste de la luz de las llamas con el frío camino adelante de mí. ¿Por qué escuchaba la voz? ¿Qué tengo de especial? Pensé que nada, pero no veía a más personas ni árboles quemándose. Y ya no tuve de otra más que irme para Aciago.

 Cuando estaba manejando me empezaron a doler mucho las manos, y empecé a sudar de mi frente también, y mientras más me acercaba, más me dolía el cuerpo, sentía que se me iba el aire. Todo el camino estuvo lloviendo, llegué a pensar que se iba a inundar toda la carretera, llegué nada más porque las estrellas estaban brillando como nunca las había visto, grandes y blancas. Cuando ya estaba en Aciago empezó a aclarar el cielo, y los rayos de luz pasaban por las nubes. Nadie te dice que cuando se va el sol, se te olvida cómo se ve la luz y cómo te duelen los ojos. Estacioné mi carro y me bajé, fui a mi casa. La puerta estaba cerrada con seguro otra vez, pero yo no la había cerrado. La intenté abrir como antes, pero no abría y no abría. Cuando me empezó a doler el hombro dejé de intentar. Me quité el sudor, y me di cuenta de que tenía un poco de sangre, pero no me había pegado. Me acordé de Gus y le quise marcar, pero no salían mis llamadas, a ningún lado. Entonces me acordé de que Gus iba a rezar, y no tenía otra cosa que hacer. Parecía que el empedrado estuviera intervenido por una corriente roja, que manchaba las piedras debajo de mis pies. Volví a tocar mi frente, y la sangre estaba seca. Llegué a la entrada de la catedral, y ya había luz. En la iglesia había unas personas muertas sentadas en las bancas, me acerqué. La primera fila de la iglesia estaba llena de muertos, todos hombres, menos dos mujeres. La mujer que me llamó la atención tenía los ojos abiertos, me recordó al alebrije, a mi abuela. Se murió hace muchos años, pero sus ojos me veían, muertos, otra vez. Me acuerdo cuando la maté. No quería hacerlo, ella me lo pidió. Me dijo que ya no quería vivir, y que si la ayudaba, que puras cosas buenas me iban a pasar. La empujé de las escaleras, yo no quería. Yo no quería. Yo no quería, ella me dijo. Los ojos de la señora me veían, aunque no se movían, me estaban viendo. Le di un abrazo y le pedí perdón, me recordaba a ella. Ya todos los demás estaban muy pálidos, no podía hacer nada por ellos. No me preocupé porque se levantaran porque aquí eso no pasaba. Caminé hasta el altar, y me hinqué para rezar. Entre mis lágrimas, la voz me habló otra vez, pero ya solo susurraba, ya no la entendía, el dolor de mis pies y manos era demasiado. Empezó a llover otra vez, pero el sol seguía ahí. Vi un arcoíris por el techo de la catedral. Ya no me podía mover, nada más sentí como el agua me mojaba las rodillas. Empezaron a llegar más personas a sentarse en las bancas, y se morían. El agua, poco a poco, iba subiendo. Alcancé a ver a Gus y su familia. No sé qué está pasando, pero sé que no me voy a levantar cuando me muera. Aquí no nos levantamos.

Sputnik Fanzine #04 para leer y descargar


Llegamos al 9o. B de la mano de Charly García. Cormac McCarthy, el Post-Estridentismo, The Cure siempre The Cure y las letras de Ana Nicholson. Gracias a todos los autores, colaboradores y entusiastas de la contracultura que nos han acompañado e impulsan cada uno de nuestros proyectos. Larga vida a Revista Sputnik que cumple 9 años en órbita. SAY NO MORE.


Letrinas: Indulto

 

Indulto
Alejandra Gámez



El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea,
otorga del derecho imprescriptible de escribir sobre ello.
No existe una verdad inferior. Y si no cuento esta experiencia
hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las
mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina
del mundo.


Annie Ernaux

 

Son las cuatro de la mañana. Caminas a la cocina y bebes té, sin apresurarte, todavía no estás segura si su compañía es lo correcto, pero necesitas a alguien ahí: no puedes hacerlo sola. Sientes culpa por no tener culpa, hace un par de meses que no sabes lo que quieres y todo parece nebuloso.

Eres un cuerpo adormecido, que fue dolor, placer, agotamiento. Tomas tu chamarra y te acercas a la cama pequeña en la otra habitación. Sigue dormido, esperándote envuelto en sueños, aunque una palabra bastará para que se incorpore. Antes de que se fuera a dormir, le dijiste que debía estar listo, que te haría falta su ayuda. Apenas despertar, se calza los zapatos y un gorro, afuera sigue frío.

Tienes la pequeña caja entre las manos, casi no pesa. No pueden tomar el camión, aún no comienzan las rutas y un taxi es demasiado costoso. Caminan calmados, cuentan historias en el trayecto, él habla de los libros que ha leído, se emociona y tú también lo haces. Comienzas a sentir calor y temes que pronto los alcance la luz del día. A unas cuadras de distancia, se observa el arco de entrada del cementerio, le acomodas el gorro para que le cubra las orejas y le sonríes: te sientes bien de que estén juntos.

Tienes la certeza de que nunca va a olvidarlo. No lo entiende, pero algún día lo hará y la madre que ahora eres no volverá a ser la misma. Te pregunta por qué están ahí, «No puedo hacerlo sola. Levanta los pies porque te puedes caer con la hierba». Se acercan a la tumba, sientes una vez más la tibieza en la parte interna de los muslos y un impulso te lleva a tocarlos; no hay nada. Te repites mentalmente que no lo decidiste, aunque también te sientes aliviada. Respiras profundo, una vez más. Se va a resfriar y sabes que si no puede ir a la escuela tendrá que quedarse solo, no hay quien lo cuide.

Lo ves saltar de una tumba a otra, le gritas que se detenga. El viento, a lo lejos, deja oír su silbido. Colocas la caja a un lado y buscas la herramienta que hace un par de días escondiste con cuidado. Sigue ahí, fría y pesada. Te cuesta levantar la lápida, lo llamas y acude corriendo. Le pides tomar en sus manos la caja.

Lloras al verlos, por única ocasión, juntos. Le explicas que cavarás a un lado de la tumba y que cuando levantes la lápida debe poner ahí dentro la caja, para eso han ido. Te escucha, abre grandes los ojos y asiente.

 Lo hace muy bien, la caja queda adentro, se aplasta cuando dejas caer la lápida, la cubres con tierra y finges pronunciar una oración. Parece asustado, le das la mano y se encaminan a la salida. Cuando toman la calle, vienen llegando los vendedores con sus puestos de comida, flores, veladoras, santos. En tan solo unos minutos se llena de algarabía el lugar, muy pronto la calle estará repleta de personas. Dentro del cementerio, muchas familias se acercarán a donde descansan sus seres queridos, para recordarlos como fueron algún día. A ti no te queda ese consuelo, no podrás recordarlo como fue.

Traes a la mente los días de muertos en tu pueblo, la comida, las fotografías familiares. La voz de tus padres. En tu cuerpo palpita la muerte. Tú vuelves a caminar entre los vivos.




Ilse Alejandra Gámez Reza. Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, 1988. Maestra en Estudios Humanísticos. Ha publicado narrativa en diversas revistas nacionales como Neotraba y Bitácora de vuelos. Actualmente se desempeña como docente del área de Humanidades.

Crónicas para la ruta: «Las traes»


Crónicas para la ruta

Las traes

Alan Román




No me acostumbro a los guantes. Aprietan las manos y te recuerdan constantemente que no debes tocar nada, incluso cuando ya lo estás tocando. El barandal es más resbaladizo, y los escalones lucen limpios por primera vez, así que piso fuerte para no caer.

Coloco la tarjeta en el sensor y para mi sorpresa funciona. Buenos días enmascarados del chofer y míos. Hola de nuevo, diría, pero sería una indiscreción. Volteo a los asientos, la gran parte vacíos, no más de cinco pasajeros, todos con cubrebocas. Los asientos se veían viejos pero recién tallados.

Desde que subí noté a la mujer sentada en la primera fila junto a la puerta, una anciana con una gran cabellera que pasaba de gris a café débilmente, fija sus ojos en mí sobre una mascarilla azul cielo. Le sonrío y avanzo, había olvidado que también llevaba una, así que debió ser un gesto terrorífico para ella.

Siempre la persona que se sienta al frente del camión cumple el papel de juez, con una mirada desde gentil hasta déspota es el tercer testigo del intercambio de monedas, o de la colocación de la tarjeta en el sensor. Esa persona puede dinamitar cualquier titubeo entre el pasajero y el conductor, un monolito moral que ambos reconocen.

Avanzamos lentamente. Después de tantos meses el camino sigue siendo el mismo. Nos sentamos dejando espacios vacíos, algunos valientes sacan su celular sin temor a la contaminación de la pantalla. En la parada de la plaza Juventud 2000 sube un hombre con cubrebocas blanco de una sola capa, y filipina del mismo color, con logos orientales.

Se sienta en una fila desocupada de en medio, pegado a la ventana. Parece que ni el viaje ni nosotros hemos cambiado y todo irá tranquilo. Hasta que el hombre, con audífonos blancos recién puestos, tose.

La anciana voltea hacia atrás con una agilidad y elasticidad que Linda Blair envidiaría. Lo observa por encima de su cubrebocas, como queriendo que la vea. El hombre no quita la mirada de la ventana, moviendo la cabeza rítmicamente. Todo sigue en silencio entonado por el motor, hasta la llegada de dos tosidos más.

Después de unos segundos la señora voltea a verme. Las arrugas centraban su rostro hacia los ojos, claros, no de nacimiento sino grisáceos por el tiempo, con pequeñas venas saliendo de las comisuras a la pupila. Una mirada bella y llena de odio. Siento que desea correr hacia mí y matarme, aniquilarnos a todos para terminar con esto. Creo que cobra venganza conmigo, luego da una ojeada al resto de pasajeros, se gira de nuevo.

Escuchamos otro tosido en las últimas filas, pero es mínimo, parece más un suspiro trabado seguido de un carraspeo. De cualquier manera la señora, voltea, con la misma fuerza que la primera vez. Como un impulso conductista. Cuando sea grande quiero tener un oído tan fino como el suyo.

El resto de pasajeros comienzan a mirarse de reojo. Nadie más saca su celular, nadie se quiere arriesgar a que esté tripulando entre nosotros. No todos tienen guantes, pero igual, no aseguran nada.

El hombre vuelve a toser un par de veces seguidas que son suficientes para tener de nuevo la atención de ella. No la culpo, yo también temo, pues es tos seca, no cabe duda.

En la parada siguiente, los estudiantes de preparatoria llenan el resto de asientos. Cinco se quedan parados en el pasillo, sostenidos del alto barandal. Nadie se sienta al lado del hombre que sigue tosiendo ya con la frente enrojecida, hasta me atrevería a jurar que tiene sudor. Pero hay un estudiante frente a él, otras personas sentadas detrás, y un señor entre ellos y yo. Definitivamente no hay un metro y medio de distancia entre cualquiera de nosotros, por el contrario, hay muchos puentes humanos por los cuales correr.

Cinco tosidos más, el último de esta tanda con una fuerte reverberación en la garganta. Los espectadores de pie voltean a verlo, la señora ya no regresa a su posición natural, se masajea la cabellera que descansa en su pecho y lo intenta ahorcar con la mirada, pero el hombre, parpadeando constante, se mantiene con la vista afuera del camión y la cabeza recargada en su mano derecha. Algunos estudiantes ríen, fingen toser y se gritan el nombre del virus entre ellos. El resto de pasajeros nos mantenemos en silencio, pero alertas.

Los tosidos suben de ritmo, su respiración se corta, se ahoga, tiene que tomar el aire que corre por la ventana. Ahora los estudiantes también guardan silencio.

La señora murmura algo. No habla con nadie, se guarda sus opiniones para sí, dentro del cubrebocas, mientras sigue tejiendo su cabello. Puedes ahogarte en lo seca que es esa tos, y ella lo sabe. En cualquier momento se levanta y le exige al que se marche de una vez.

Pasamos el parque industrial y llegamos a la plaza donde está el restaurante japonés. El hombre de filipina camina por el pasillo y todos los pasajeros adjuntos se ladean hacia la dirección contraria, alargando su cuerpo para distanciarse y abrirle paso.

La mirada de la señora se relaja un poco. No está lista para morir, como nadie lo está, pero sigue viendo lentamente a los pasajeros, siempre por encima del cubrebocas, siempre con odio premeditado. Algunos carraspearon y yo comienzo a sentir un pequeño hormigueo por mi garganta ¿Quién sería el siguiente?

El perdedor bajó, pero el juego debe continuar.



Alan Román Méndez. Autor nacido en Baja California (1998). Estudió la Licenciatura en Docencia de la Lengua y Literatura en la UABC. En 2018 publicó su primer libro Testigos del Fuego, poemario de la editorial Pinos Alados. A lo largo de los años sus textos de narrativa, poesía y ensayo han sido publicados en espacios como Tierra Adentro, Sputnik, Neotraba, Efecto Antabus, Plástico Revista Literaria, Perro Negro de la Calle, entre otras.

Letrinas: Maurilio


 Maurilio

Samanta Galán Villa


En memoria de Maurilia.


Ahí está. La misma cara de arrepentido, el mismo perdóname Cariño, perdón. No sabes lo mal que me siento, soy un bruto. Es que no sé qué me pasa. Te juro que cuando tomo no soy yo. Tú me conoces. Ya sé que no me vas a creer y que quieres agarrar pa’la casa de tu mamá, pero espérate. Mira lo que te traje. Apoco no está bien chistoso. Lo vi en un puesto del mercado. Me lo dejaron barato porque está enfermo. Yo creo que con un té de hierbas lo vas a curar. Como no te gustan los perros y te hace llorar el pelo de gato, con este no hay pretexto. Así no te vas a sentir sola cuando me vaya a trabajar. Ya sé, Cariño, ya sé que irme con los amigos no es ningún trabajo, pero ya deja de chingar. Ahí vas de nuevo con tus reclamos de mierda. Pues allá tú si no lo quieres y lo tiras a la calle. Loca. Cariño no dice nada cuando lo ve salir. Mira al animal echo bola envuelto en periódico. Es blanco, nunca ha visto algo que se le parezca. ¿Y para qué quiere ella un animal de esos? Si apenas puede con las tareas de la casa, con la comida que tiene que estar lista para Martín cuando regrese de la calle, con la ropa ajena que tiene que entregar planchada a las cuatro en punto. Ni siquiera sabe cómo se llaman esos animales tan raros, tan exóticos, como les decía su prima Isabel a los pavos reales que tiene en el jardín bardeado con piedras amarillas. Deja al bicho y agarra los montones de ropa que no se van a lavar solos. El ojo ya no le duele igual y el mareo de anoche la dejó por fin tranquila. Asoma de vez en cuando la cabeza por la puerta del patio para verlo. Será macho o hembra o a lo mejor las dos cosas. Sabe que hay animales que no necesitan de otro para tener cría. Esos animales tienen un nombre, pero no lo recuerda y al fin y al cabo qué importa. En una de esas se abre. Tiene la cara chiquita y rosa, los ojos rojos y una trompa. Sus piecitos caminan por el sillón como queriendo escalar, pero criatura, te vas a caer, bájate de ahí. ¿Y a ti cómo te agarran? Si estás lleno de espinas, Dios mío. Ni unos guantes de hule hay para echarte en una cubeta. A ver, ay, si sí duele. Ayayayay. Es como agarrar un nopal sin pelar. El animalito se hace bola de nuevo y su respiración se agita, bufando, amenazando con el aire que entra y sale, moviendo las espinas como si fuera a reventar. Si ni te puedo acariciar, para qué quiero una mascota así, que no sirve para nada, ni para traerte un ratón muerto, ni para ladrarle a los rateros o a los chiquillos que juegan en el patio y que le pegan a la puerta con el balón. Va al quehacer con la duda de si ya se volvió asomar. Está bonito, es un animal diferente. Tiene los ojos redondos y la colita pelada. Qué será. Qué comen, se bañan o qué.  En el reloj apenas van a ser las diez. La ropa se va a secar en una hora o dos si le apura. Tiene tiempo de ir y regresar. Cierra la llave y va por una toalla.  Intenta acercarse y se da cuenta que debe parar cuando la bola de espinas bufa como toro cuchileado. Avienta el trapo y lo envuelve para meterlo en una bolsa de malla. Qué milagro, mira nada más cómo vienes. De nuevo maquillando los moretones. Piensas que lo disimulas, pero es que ese color de base no te queda. Eres más morena. Por qué lo aguantas, por qué no lo dejas solo para que se muera de hambre y te sepa valorar, mujer. Mira que sin ti no es nadie. Y tú ahí, de mensa, soportándole todo. ¿Qué es eso? Qué animal tan feo. A ver, podemos buscar en mi teléfono. Pero no te hagas la sorda cuando te digo que un día de estos vas a aparecer muerta en un drenaje. Cuídalo mucho, aunque se ve que esos animales no duran. Si quieres te puedo regalar uno de los pavo reales, si lo puedes mantener. Aprende lo básico sobre el animal. Toma la bolsa y como puede se quita de encima los regaños de Isabel que ya tenía abierto el portón del jardín para enseñarle las flores y las aves tornasol. La escucha decir a lo lejos que se cuide, que aprenda a cuidarse ella misma. Pollo sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo… abre la puerta y la recibe un golpe en la cara. La bolsa cae a un lado y Martín la patea como balón. Cariño siente lo metálico en la garganta, el ardor de la sangre que pasa como remedio. Martín la empuja y se monta sobre ella. El cuerpo endurecido apesta a alcohol, las manos callosas que le recorren las piernas, que le bajan los calzones a fuerzas, el mismo miembro empuñado que entra por donde quiere. Los dedos que le tapan la boca y que no puede morder porque ya sabe que el castigo será peor, que mejor flojita y cooperando, mamita. Bien que te gusta, no te hagas. Si no quisieras que te cogiera así no te pondrías tus vestiditos flojos y sin brasier. No grites porque ya sabes que te toca tu chinga. A gritar con el cabrón que fuiste a ver. ¿Crees que me ves la cara de pendejo? Sé que tienes un amante. Pues a ver si él te coge así. Los pujidos le avisan que ya terminó y que se va a quitar para quedarse en el suelo, con los pantalones en las rodillas, roncando. Cariño mira la bolsa de mandado y el alfiletero ya no está. Lo busca con la mirada, entre las patas de los sillones y de la mesa, atrás del garrafón, entre los zapatos de Martín, hasta que encuentra los ojos rojos asomándose entre las cortinas, moviendo la nariz como si buscara para comer pollo sin sal, atún en agua, grillos o tenebrios. Cariño se levanta con el conocido ardor entre las piernas. Va al baño a limpiarse las lágrimas y la sangre de la nariz. Se lava, se mete los dedos para que salga el veneno. Revisa bien el nuevo golpe que debe tapar con maquillaje. Le angustia la idea de tener a otro en la casa que debe proteger y que necesita un nombre, pero cuál. Quisiera que me recordara algo bonito, como aquel chamaco que conocí en la primaria. Tenía unos ojotes y el cabello de hongo. Maurilio, se llamaba. Bien guapo el niño. Me sentaba junto a él y olía a leche. Nos contó que le ayudaba a su papá a ordeñar y repartir antes de llegar a la escuela. Muy educado, a veces me regalaba dulces. Maurilio, dónde andarás. La bola blanca sigue escondida entre las cortinas, moviendo la nariz y las patas de un lado a otro. Cariño se acerca hasta él y no corre, se enrosca y bufa. Pero qué daño vas a hacer, qué cosa vas a lastimar con esas espinas, criatura. Eres tan chiquito y cualquiera te puede patear como este desgraciado. Tan indefenso, tan haciéndote el bravo con esas espinas, pero yo no te tengo miedo y te voy a asar unos muslos que hay en el refri. No te voy a dejar morir, Maurilio. Un pollito asado todo lo cura. Lo agarra, quejándose por el filo de las puntas, va a la cocina, abre el refri y saca los muslos que sin sal no le saben ricos a nadie y seguramente tampoco al animal, pero qué hacerle. La sal los enferma, la sal es veneno porque se llenan de tumores si no se les da el pollo desabrido. Maurilio se acostumbra a ella y a la casa, al olor del alcohol y de la sangre. Ya no se envuelve cuando escucha el llanto de Cariño y le cuesta menos abrir la trompa para pasarse el té de cuachalalate, tan bueno para el cáncer, la gastritis y problemas del corazón. Y ella, cómo lo quiere, cómo le pesa no poder deshacerse en abrazos y en besos con el espinoso. Se conforma con que le camine por los brazos, la barriga y por las piernas. Sí, muy bonito y todo, pero con qué le compro sus tenebrios, con qué quiere que le traiga las latas de atún si no es con el esfuerzo de estas manos. Mira que si no las tuviera curtidas, me dolería un chingo cuando no te dejas agarrar y te haces bola. La mañana es tranquila. Todas las mañanas donde no tiene qué limpiar los orines del piso o la basca de Martín. Como un pellizco en la piel, se asusta con el portazo, el hipo de su marido que siempre sí decidió aparecer. Mentadas de madre, las sillas que vuelan por el aire y caen al piso. Un golpe seco. Cariño corre hasta la sala y mira a Maurilio entre las sillas, con el blanco interrumpido por manchas rojas. Rojo como los ojillos que la miraban escondido entre la ropa sucia, entre los muebles o las sábanas bordadas por ella misma. El rojo que le deja Martín siempre que la encuentra y lo mancha todo de rojo salvaje. El doloroso rojo carmín. ¿Qué hiciste, hijo de la chingada? Malnacido, miserable. Martín la mira y luego al animal que ya no se enrosca con los gritos ni la corretiza. Cariño siente que se le viene algo de adentro, un caballo que se despotricó y que quiere írsele a las patadas. Martín la toma de las muñecas y ella lo muerde, lo patea, le escupe en los ojos y se zafa. Abre la puerta del patio y se esconde entre la ropa del tendedero, entre sus cabellos que vuelan con el aire y las lágrimas que los humedecen. Martín en su beodez no logra quitar el pasador y cae hacia atrás, como cuando termina. Cariño se asoma por el vidrio esmerilado y ve que no hay peligro, que no hay quien pueda levantarlo a esa hora. Saca las llaves de la bolsita del vestido y abre. Le pisa una mano a Martín y no hace caso de la queja. Toma a Maurilio, todavía tibio, la sangre que le escurre de la boca y que ya le ensució la pancita aguada, la pancita llena de pelo delgado y suave que pocas veces pudo tocar cuando estaba vivo. Lo toma entre los dedos y mece, desbordando la presa que se ha aguantado, descosiendo el lazo que creó con el animal y que tanta alegría le dio en los días que pasaron juntos, viendo las novelas en el tres, ella cuidando no usar perfumes o cremas con fragancia para que se acostumbrara a su olor, apurada porque ya se cayó del sillón y dónde te metiste, no te vayas a perder porque te puedo pisar sin darme cuenta. Tómate el tecito para que no te mueras, para que me acompañes a lavar. Cómete el atún para que no enflaques y sigas corriendo por ahí. Se lo dijo a ella misma muchas veces, que el sentimiento se acaba y basta un momento de descuido para que le arrebaten a uno el amor. Igual que Maurilio que de un día para otro se cambió de escuela y no lo volvió a ver. El animal se enfría y ella intenta calentarlo sobándolo con la palma de las manos. Mira al borracho que ronca como un animal pantanoso. Que nunca le dio nada. Que ya no le produce risas ni ganas de caminar por la avenida agarrados de la mano y que ya no la mira con los ojos embobados cuando le dice te quiero. Se levanta del suelo y camina hacia la calle. No cierra la puerta, no le responde a la señora del restaurante que ya viene por los manteles porque las mesas peladas se ven bien tristes. Camina y sigue hacia delante sin bajar la vista que arde con el sol.



Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato,1991) textos suyos se publicaron en medios como la Revista Pez Banana, Revista Estrépito, Sputnik, Neotraba, Monolito, Low-fi ardentía y en el periódico oaxaqueño El Imparcial. Actualmente, lleva un diplomado en Literaria, Centro Mexicano de Escritores y forma parte del taller de novela corta del escritor Eugenio Partida. Recientemente se publicó su primer libro de cuentos 'Amorfismos' (2022), con editorial La Tinta del Silencio.

Letrinas: El quinto jinete



El quinto jinete

Julio César Ortega López


El suelo se abría bajo sus pies, pero Federico saltó las grietas y siguió su camino. El cumplimiento de una última voluntad antes del fin lo motivaba.

Una fila de coches rodó en reversa hacia el abismo entre gritos de horror y golpes de claxon. La fachada rutilante del edificio de oficinas Weltt, Husman & Asociados estalló en mil pedazos. La lluvia de cristales tasajeó a los oficinistas que, despavoridos, buscaban ponerse a salvo en la banqueta. Se contaba que no sabían qué hacer sus últimos días de vida, salvo poner en orden papeles dentro de los archivos. Merodeaban por sus puestos de trabajo esperando, quizá, que el orden de las cosas pusiera un alto al apocalipsis.

Federico se identificaba con la pureza de esa aspiración. Se miró los brazos rojos y excoriados sobre los que comenzaban a levantarse ampollas de piel. La espiral ardiente que surcaba el cielo se desenrollaba con rapidez hacia la superficie, por mucho quedaban unas horas para que la Tierra ardiera en llamas; debía apretar el paso.   

Escaló una pendiente formada por rocas, cabezas y torsos frescos. Dos cuadras eran todo lo que lo separaba de Eduardo, pero cada nuevo trecho era más escabroso que el anterior.

Una pequeña lluvia de rocas incandescentes se desató de pronto y tuvo que desviarse de su trayecto para guarecerse entre los restos de un puente elevado que había caído tras el primer sismo. Ahí, encorvado bajo las planchas de concreto, Federico entrevió pequeños grupos de gente que se congregaba para orar y darse los santos óleos con saliva antes de asistirse, los unos a los otros, para darse una muerte rápida. En la semioscuridad se distinguían con suma claridad los rajones de piel, las respiraciones ahogadas y uno que otro plomazo.   

A Federico se le revolvió el estómago. El solo pensar que Eduardo pudiera haber optado por una despedida de esa clase era peor escenario que la asolación de la Tierra y la raza humana. Debía llegar a él. ¡Pronto!

Se arrastró fuera de la madriguera de los suicidas, dejando tiras de piel derretida de sus manos sobre el asfalto quebrado, y advirtió que en lugar de la lluvia de rocas una neblina vaporosa y encarnada acariciaba las azoteas de las contadas estructuras y edificios que aún quedaban en pie. Un rugido, similar al de una bestia, cruzaba la bóveda celeste. Las cosas por fin llegaban a su fin.

Federico cerró los ojos y cruzó una gruesa avenida que separaba los márgenes de la ciudad de la zona habitacional. Las suelas de sus zapatos se quedaban adheridas al suelo a cada paso hasta que, finalmente, tuvo que prescindir de ellos y andar a pie sobre el chapopote reblandecido. Bramidos de dolor escaparon de su garganta. No era el único que aullaba. Por todas partes, la gente burbujeaba.

Abrió los ojos, dispuesto a darse por vencido y morir, pero vio la fachada de la casa de Eduardo. La construcción estaba intacta, envuelta en un aura pacífica. Era un milagro, había que aprovecharlo, y motivado aún más por el tacto del contenido dentro de su bolsillo prosiguió más allá de sus fuerzas.

Resuelto, Federico rompió el cristal de la puerta, liberando todas las emociones contenidas, quitó el seguro desde el interior y entró en la casa sombría.

—¡Eduardo! —se desgañitó, al borde de las lágrimas—. ¡Eduardo, sal! ¡Soy Federico!

Un hombre salió de una habitación a oscuras. Era increíble. No solo seguía vivo, sino que sonreía, ileso. ¿Era un preferido de Dios? Posiblemente.  

—¿Federico? —preguntó, como si soñara—. ¡Es un milagro! ¿Qué haces aquí?

Federico rio, limpiándose las lágrimas con el dorso ennegrecido de la mano, y sacó la pistola. Acercó el cañón al entrecejo de Eduardo.

—Nunca me pagaste los dos mil varos que te presté.

En el umbral de la habitación a oscuras una mujer desgreñada y una niña con los ojos hundidos miraban con ojos de pasmo a la figura quemada plantada como un ángel en medio de la habitación.

—Y prefiero dos mil veces que en el infierno me conozcan por cabrón, no por pendejo —dijo.  

Y apretó el gatillo antes de que el fuego acabara por envolverlo.

 

Julio César Ortega López (San Mateo Atenco, 1991). Estudió comunicación en la Universidad Autónoma del Estado de México. Ha publicado en Revista La Colmena (UAEMex), Revista Tierra Adentro, Punto de Partida UNAM, Grafógrafxs, Penumbria, Alas de Cuervo y otras publicaciones digitales. Facebook: /juliotrystero

Letrinas: Minificciones II de Franco García



Minificciones II

Por Franco García


De economía local a nacional

Todos los días en el río de Coyuca de Benítez, Guerrero, aparecen cadáveres humanos. Algunos desmembrados, otros baleados. Pero los pobladores y las autoridades ya no dicen nada ni los reclaman; sólo les echan cal y les dan la bendición. Lo curioso de todo esto es que también han aparecido cuatetes alimentándose de los restos humanos. Y eso, sin duda alguna, ha sido una bendición porque hacía muchos años que nos los veíamos en el río. Desde luego que los pescadores están felices por tal milagro. Ahora mi tierra es el principal exportador de cuatete a nivel nacional.

 

Tarde oscura

La última tarde que nos vimos fue en un bar de Coyoacán. Tomamos vino, whisky, ron, mezcal y cerveza oscura. Entre copa y copa nos dio por hablar de cine, novelas, política fiscal, guerras, viajes, alimentos transgénicos y humanoides. También recordamos la ocasión que visitamos el zoológico y nos echamos a reír por lo estúpido que se veían los chimpancés apareándose. No dejaba de escucharte. Tu boca era un enorme volcán escupiéndolo todo. Hacía falta, dijiste y exhalaste hondo, como si dejaras escapar tu alma a propósito. Entones sequé tus delgadas lágrimas con una servilleta y te dije que ya era hora de marcharnos o no alcanzaríamos abierto el Metro. Pero afuera estaba oscuro, callado, desértico. Y nos quedamos absortos, inmóviles, tomados de la mano como si jamás nos fuéramos a separar.

 

Único

Qué hombre tan torpe, tan sucio, tan vacío, tan falto de educación. No sé cómo pude soportarlo tanto tiempo. ¡Pero Dios, ninguno cogía como él!

 

Fitnees girl

Soy una chica apasionada por la vida que disfruta al máximo cada instante. Amo mantenerme sana y cuidar mi figura. Como chica modelo, el éxito consiste en disciplina. No lo olviden. Amigas mías que sufren de sobrepeso: les aconsejo que después de comer vayan al baño a vomitar. A mí me funciona.

 

Amuleto de la suerte

Lo encontré a mitad de camino, rumbo a la escuela. Ni temor ni asco me provocó. Lo levanté como si nada y lo guardé en mi mochila. ¡Mi amuleto de la suerte!, dije. A la hora del recreo se los mostré a mis amigos. Algunos vomitaron, otros gritaron; yo sólo me reí. Unas compañeras me acusaron con la maestra y de inmediato me llevaron a la dirección. El director y la maestra no podían creerlo y me ordenaron deshacerme de él o me traería graves consecuencias conservarlo. ¡No, es mío!, les grité. Ambos me amenazaron con expulsarme de la escuela si no lo hacía. En respuesta les mostré en señal obscena el dedo medio que me había encontrado en la calle y les solicité mis papeles cuanto antes.

 

De nuevo en casa

Nació en un estado violento y en un hogar pobre. Nació homosexual y aspiró a ser gay. Se marchó a la Ciudad de México para cumplir su sueño de ser millonario mas nunca lo logró. Después de tantos años regresó a su tierra con el corazón y trasero rotos.

 

Sobre advertencia no hay aviso

Disculpen que siempre me contradiga. Resulta que mis yoes nunca se ponen de acuerdo.

 

Tenga para que aprenda

Por lujurioso, mi corazón fue castigado con todas las de la Ley de la Vida: amarás sin ser amado.

 

Partir con valor

Quitarme la vida no me hace cobarde. Sólo me adelanto valientemente hacia lo desconocido.

 

A quien corresponda

Por medio de la presente

informo a usted

que renuncio a la poesía.

Sucede que me aburro de los rockstars,

de las tribus urbanas, de los cazarrecompensas

y lingüistas adoctrinadores.

Tampoco tuve talento para comediante.

Así que, por favor,

no me vuelvan a invitar a sus lecturas en voz alta.

La paga era una miseria

y hacer corajes o berrinches

sólo me ocasionaba diarreas y migrañas.

Le recuerdo, una vez más, que ni sádicos,

ni románticos, ni futuristas poemas

destacaron más en mi lista.

Me retiro a tiempo por

prescripciones médicas,

ya que podía terminar

internado en un hospital psiquiátrico

o enjaulado en un zoológico.

Usted disculpe mis ratos

de rabia y melancolía,

pero ya no estoy para

semejantes trotes infantiles,

ni para pasar noches enteras en vela

y fumando marihuana.

En pocas palabras: perdí la fe en la poesía.

Tengo que saldar mis deudas con el banco

o me embargarán la casa.

Además me urgen vacaciones

y mi automóvil necesita neumáticos nuevos.

También he de confesarle que 

hace un mes me dejó mi esposa por un abogado.

Ojalá me comprenda.

Quedan en el escritorio la computadora, los lapiceros,

los libros firmados y mi vieja libreta de apuntes.

Ésta última le ordeno que la tire

a la basura o la queme cuanto antes.

No se preocupe por la liquidación,

suficiente tengo con la venta

de ropa usada en el mercado.

Sin otro particular por el momento,

reciba mis más sinceras condolencias.

 



Franco García (Guerrero, 1987). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.


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