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Ese arte tan latinoamericano de hacerse pendejo


Por Afonso Brevedades
Independiente


Los latinoamericanos tenemos un arte muy bien entrenado, básicamente consiste en ignorar –en no denunciar y actuar en consecuencia– que algo que está sucediendo –algo que está por suceder– eventualmente afectará a más de uno. Se practica soslayando el hecho perjudicial y considerando que en tanto a uno no le remueva el peinado no hay nada de qué preocuparse. O sea, hacerse pendejo.

Las dimensiones que alcanza este arte van desde las micropendejadas hasta las más sonadas pendajadotas que se hicieron virales –algunos dirán “que fueron noticia”–. A uno se le vierte la leche en el frigorífico y decide limpiarlo más tarde, llegado ese momento sencillamente prolonga el acto aséptico para mañana, y cuando es mañana se le puede ver de rodillas tallando desesperadamente, intentando quitar la mancha pegajosa que deja el viscoso líquido blanco que ahora se ha convertido en la simulación de un mapa con franjas de color café, con archipiélagos que se resisten al ir y venir de la fibra enjabonada. A uno se le asigna una secretaría cualquiera –la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, por ejemplo– y al final de su gestión alguien denuncia una estafa en la que se desviaron millones de pesos y él dice que no se dio cuenta, que no se percató de que los contratos y las subcontrataciones fueron convirtiendo en polvo millones de pesos.

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Soy ese tipo extranjero que corre alrededor del parque en un barrio periférico de Bogotá, ya ha sumado más de una hora dándole vueltas a la pista –también le da vueltas a unos párrafos que no terminan de convencerlo–, acelera el paso y con eso también acelera el ritmo cardiaco, suda de la frente y una gota le cae en el ojo izquierdo y se talla con la mano porque el ardor es insoportable, otra gota alcanza a resbalar hasta la comisura de su labio y le viene el recuerdo del mar salado. De pronto alcanza a escuchar un silbido, sale del pico simulado de un chico en bicicleta, primero silba fuerte pero corto, luego más bajo pero el sonido se prolonga un poco más, como cinco segundos. Entonces alguien se le acerca y desenfunda su cartera para pagarle, el pájaro –jíbaro le llaman aquí, será porque silva para vender drogas– saca de un canguro la mercancía y se lo entrega sonriente. Los dos afirman con la cabeza. Lo ve el corredor, justo pasaba a esa altura de la pista con el ojo izquierdo irritado y el sabor de mar en la boca.

El corredor ya lleva más de una hora, ha alcanzado la curva en el que mide el número de giros que da. Se le hace curioso ver a una muchacha con carriola ahí sentada, muy cerca de un canal que expide un olor a mierda –es que lo que trasporta es mierda diluida en agua– y no se mueve, ahí se queda, vira a la izquierda, luego a la diestra, alguno le sonríe, el corredor no lo hace, pero ella lo mira firmemente. A la siguiente vuelta quita el velo que cubre a su bebé –quizá era una muñeca y no una bebé de carne y hueso– y de un recoveco de la carriola extrae el producto, ella es una mamá jíbara, vende drogas y más de uno le entrega un billete.

Un pequeño dolor ataca el muslo derecho del corredor –ese extranjero que sigue pensando en un párrafo que dejó pendiente en su MacBook Air–, recuerda que hace veinte años tuvo una lesión que casi le fragmentó el músculo recto femoral. Por un momento piensa en detenerse, en cambio sigue corriendo, baja el ritmo, recuerda que su entrenadora le recomendó no bajar el ritmo en la fase final del entrenamiento, que justo ahí es donde se lleva a cabo la mayor quema de calorías. Entonces el escritor que corre retoma el ritmo. Justo cuando eso decide lo alcanza un fuerte olor a mariguana –“marihuana” escriben otros–, quizá eso fue lo que le dio energía para continuar. Mira el cronómetro y ya casi completa su objetivo del día –un día corre media hora, al otro día descansa, al siguiente día corre una hora, después descansa, y al siguiente una hora y media con un ritmo que su entrenadora le recomendó–, calcula que lo completa en tres vueltas más. Ahora le arden los dos ojos y el mar se le ha convertido en una ola gigante que acabará con todo el pueblo de su lengua.

Ha completado el entrenamiento del día –se siente cansado y un poco drogado–, las dos piernas le están temblando, en un punto del muslo derecho se percibe un pequeño abultamiento, lo soba con círculos pequeños, sabe que algo no anda bien ahí adentro: se trata de un dolor agudo que hace un recorrido desde su rodilla hasta el abdomen. Enfrente tiene un módulo de CAI –significa Comando de Atención Inmediata– y dos oficiales con uniforme verde tienen la mirada clavada en sus celulares, no se desmontan de sus motocicletas de alta velocidad. Se supone que ellos están ahí para vigilar, entre otras cosas, que nadie venda drogas, que no haya jíbaros rolando el producto entre los que hacen ejercicio y los que ejercen el oficio de esnifar.

A unos doscientos metros hay un chico que no va más allá de los veinte años y tiene entre sus manos una bolsa llena de chemo, infla y jala, infla y jala, el corredor lo ve y quiere detenerse para hablar con él, para decirle que lo que hace no está bien, que, así como van las cosas, la vida se le irá por ese canal. “¿Qué es esa basura?”, dice en voz alta y retorna su concentración a los párrafos que dejó pendiente en la hoja blanca de mentiritas de su ordenador.

En ese parque, además de drogas, se vende jugo, “tinto” –café colombiano–, “raspas” –la versión huevona de raspados–; también hay papás que llevan de paseo a sus hijos y ven lo que vio el corredor; hay chicos musculosos que a torso desnudo se mesen en péndulo en unas barras horizontales y ven lo que el corredor vio; hay otros corredores y hay comandos que asisten inmediatamente a la sociedad de ahí enfrente: todos ellos se hicieron pendejos.

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También soy ese profesor con morral de cuero que recibió como regalo de cumpleaños de parte de su chica, recuerda que ella pagó un poco más de mil pesos por ese hermoso ornato intelectual en plena una plaza de Coyoacán. Ese profesor ahora espera a que el metro llegue, mientras tanto ve cómo una parejita salta los torniquetes para no pagar cinco pesos por el servicio. Justo se hacen al lado del profesor, también esperan el metro, ella le dice a ella –sí, ella le dice a ella– “chale, ojalá no venga el pinche policía”. No llegó el policía. Una señora con playera sellada con una leyenda del PRI mueve la cabeza en negativa, “estos muchachos de ahora” dice en susurro e invita con la mirada al profesor para secundarla, pero el profesor soslaya el… se hace pendejo y en cuando llega el metro se mete rápido para ocupar un asiento asignado a una embarazada o una mujer cargando a un bebé o un hombre con bastón o un hombre con pierna vendada o un hombre en silla de ruedas.

Alguien en el interior del vagón comienza a cantar, pero en la siguiente estación se asoma un tipo con facha de malandro y le pide que se baje. “Sólo quiero trabajar, carnal, hazme el paro”, le dice el cantante, “bájate amigo, te estoy diciendo”, le dice el malandro en ese orden. Un policía ve toda la acción y no hace nada, luego el profesor se entera que aquel cantante no pagaba su derecho de cantar –sí, su derecho para cantar– en el metro como lo hacen todos, entonces el “administrador” hace su trabajo bajándolo y quitándole las ganancias de ese día –una estudiante del profesor dice que “hasta les quitan sus instrumentos, profe”–. El vagón estaba en su versión de las cuatro de la tarde, o sea que estaba a punto de llenarse, y nadie dijo nada, es que así se mueve todo en la parte de abajo de la ciudad, “pero si sabe cómo es la onda por qué no hace las cosas bien” dice un usuario que lee El diario de Ana Frank en su versión económica de pasillo de metro.

El profesor lleva en sus manos un manojo de hojas, se trata de una crónica que le regresaron un mes después de que la envió a una revista, que no es consistente le escribieron, que no tiene lógica interna le dijeron, que se confunde la voz narradora le comentaron. Él, que es un inexperto escritor, no sabe qué es la consistencia, qué es la lógica ni lo interno, qué es la voz y si es él el que narra. Relee y no encuentra más solución que guardar la historia en su morral y hacerse el dormido porque una señora está amagando con pedirle el asiento reservado.

El metro lo escupe en la estación Viveros, de ahí se sube al camión que lo lleva hasta la universidad privada donde es profesor en el área de investigación. El chofer escucha a Los tigres del norte a todo volumen, los que suben con el celular pegado a la oreja tienen que colgar con urgencia. Sube un tipo vendiendo paletas, luego otro vendiendo palomitas, luego otro diciendo que lo han asaltado y que le quitaron su cartera y que lo ayuden con monedas para regresarse a Morelos, luego el chofer se ve atorado en el tráfico y busca una alternativa: cruza Insurgentes en rojo. Más de uno lo celebró, incluso el profesor que ve su reloj de pulsera y se entera que le quedan diez minutos para comenzar su primera clase del día. El conductor de un compacto le mienta la madre con el claxon al chofer del camión, éste le responde igual, pero con la voz aguda que tiene: “qué pedo”, le dice, “bájate, pinche puto”, agrega y todos en el interior del camión se ríen.

De vuelta a su departamento el profesor se vuelve a meter al metro y le toca ver cómo una chica se queja porque un chico la venía acosando, algunos activan la cámara de video de sus celulares y comienzan a transmitir en vivo. “¿Tiene pruebas de que fui yo?”, le pregunta el tipo con traje y corbata, “claro que fuiste tú”, le responde la chica y los demás buscan la mejor toma. En la siguiente estación el chico con corbata se baja y los documentalistas se acercan a la muchacha para ofrecerle ayuda. Ella dice que no y alguien le cede el lugar. El profesor hace el trasbordo en la estación Guerrero y media hora más tarde llega a su estudio, se pone el pijama y piensa en abandonar la universidad y largarse del país. Lo decide. Lo hace.

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El profesor ahora es un desempleado, se ha convertido en extranjero y por las tardes corre en un parque de barrio periférico de Bogotá. Le gusta el centro de su ciudad nueva, se mete por calles y carreras que se guarda en su memoria y las nombra para no olvidarlas (“Cara de perro” dice, “La fatiga” dice y se ríe, “El cajoncito” dice y busca el cajoncito, “El pecado mortal” dice y se acuerda del suyo, “La culebra” dice y agrega “enróllense culebras”, “Patio de las brujas” dice y piensa en la Edad Media, “Del divorcio” dice y agrega “ni casado estoy”, “De la vergüenza” dice y dice también “mi vida”). Viaja en Transmilenio –es el Metrobús de los bogotanos– y el mismo día que se atrevió a subirse al articulado vio cómo un chico se saltó los torniquetes para no pagar, un bachiller –un estudiante de bachillerato pero que hace servicio de seguridad en lugares públicos– ve toda la acción y grita “oiga, el servicio no es gratuito”, el transgresor le hace pistola –la britniseñal mexicana– y sigue su camino. Con toda la indiferencia del echo el bogotano saltador de las normas mínimas de ciudadanía se para al lado del extranjero y espera a que las puertas del Transmilenio se abran. Nadie dice nada, nadie dice “estos muchachos de ahora”.

En el interior de la unidad se suben dos chicos a improvisar un rap de tercera división –huevones, mejor pónganse creativos y escriban algo para luego pedir, pero eso de rimar los lentes negros del extranjero con la palabra “obreros” está de la chingada–, cuando terminan su “actuación” la gente aplaude –sí, la gente aplaude o los raperos les recuerdan su poca educación–. Después le toca el turno a una chica venezolana –primero reparte mierda a Maduro y a su Castrochavismo– y comienza a ofrecer Bolívares a precio de oferta, o sea que los usuarios ponen su “valor y buena voluntad”. De paso les recuerda que piensen bien a quién van a elegir como presidente de Colombia, “porque el Castrochavismo no perdona nacionalidades”, remata.

En la estación que le toca al extranjero bajarse ve cómo una chica y un chico se suben por el andén, cruzan la calle con el peligro que implica el paso del Transmilenio y escalan hasta la fila de gente que pagó y espera su turno. Ellos ahora están en primer lugar, serán los primeros en subir y sin pagar un peso. Es más, la gente se hace a un lado para que ellos se acomoden, porque estar muy cerca de la frontera de la muerte es letal. El extranjero se ha enterado que más de una vez los chicos listos no alcanzan a subir y pues la inercia del articulado hace el resto.

El extranjero llega a la 72, parece una avenida importante, ahí está la Plaza Chile y otros centros financieros, pero también está la Universidad Pedagógica Nacional en su sede Bogotá. En la entrada un oficial le pide su credencial y él dice que está de visita, que es mexicano. “Siga”, le dice el tipo alto y él entonces sigue. El extranjero pudo haberle mostrado la tarjeta de puntos del cine e igual lo dejaban pasar, como pasaron otros haciendo caso omiso a la presencia del guarda que tenía que filtrar a los que no tenían motivos justificados de estar en el interior de las instalaciones.

Huele a mariguana –o “marihuana”, como escriben otros–  en una vereda estratégica pero evidente, por ahí también se puede ver que alguien camufla con papel estraza una cerveza de las baratas. La policía de afuera seguro ve lo que pasa en ese foco específico de las instalaciones de la universidad, el guarda de la entrada también lo ve –o por lo menos sabe de ello–, los estudiantes ven, los profesores ven, las autoridades seguramente también ven. Se hacen pendejos. O quizá sea que denunciando ponen en riesgo sus vidas. Las opciones no son pocas, pero pasa que la gente quiere seguir viviendo y sabe que a otros les toca el trabajo de denunciar y actuar en consecuencia.


Bogotá, D. C., Colombia

Para contar una historia de violencia


Por Afonso Brevedades
@A_Brevedades
Independiente

¿Cómo sobrevivir a un oficio que indaga en territorios peligrosos la vida de un muerto, de un fugitivo y dos pistoleros? ¿Cuál es el papel a desempeñar en la historia de dos familias que se odiaron a muerte donde el cronista hizo parte de uno de los bandos? ¿Cómo reclamar a unos adultos de barrio de provincia la juventud vivida a golpe de drogas, ladrones y policías a plena luz del día? ¿Cómo hará el cronista –cómo haré yo– para investigar la joven vida de sus amigos sin perder el control en el momento que encuentre las razones de sus asesinatos?

En las historias de violencia los personajes no quieren recordar las causas, la experiencia, las consecuencias; prefieren olvidar porque afortunadamente ellos salieron vivos aunque no siempre ilesos. Pero a veces hablan, rompen el silencio creyendo que el odio y el deseo de venganza han expirado en el enemigo; a veces también hablan porque consideran que ellos pertenecieron al bando de los buenos, porque los buenos no temen porque nada deben. Entonces les acerco la grabadora, les hago preguntas, tomo notas en mi libreta, quedo de verme con ellos, voy hasta donde me digan.

Quiero contar una de esas historias y la que persigo me ha llevado a sitios en los que jamás me hubiera imaginado estar. Recojo datos, confirmo información a través de la triangulación de fuentes, establezco redes con otros implicados, reviso mis notas, vuelvo al principio…

He vuelto de hacer una entrevista y ahora estoy con el rostro casi pegado en la pantalla, pero hace cinco horas, antes de llegar al sitio acordado con mi entrevistada, me ofrecieron mariguana, piedra, me tomaron con fuerza del antebrazo y forcejé para que me soltaran. Cuando estaba por alcanzar el número veinticinco de la calle que me indicaron, alguien me dijo –casi a punto de tocar con su boca mi oreja– que él vendía la mejor cocaína del barrio –¿quién soy yo para dudar de sus palabras?–. Para entonces tenía más miedo que ganas de seguir avanzando.

Estoy investigando algunos acontecimientos que se presentaron en los años noventa en Juchitán, Oaxaca –sí, el pueblo azotado por el terremoto de 8.2 en septiembre del año pasado–, la ciudad con alma de pueblo en la que crecí y de la que como muchos de mi generación me tocó partir –quizá algunos en realidad salimos huyendo–. Mi interés por aquellas fechas no es reciente, he pasado largas madrugadas en los últimos años dándole sentido a mis datos, a cada entrevista, a las conversaciones informales, a los recortes de periódicos y también a cualquier elemento mnémico que me ayude a reconstruir algunos días de mi juventud. Y es que acontecieron en mi barrio –la populosa–, en el callejón donde jugaba a la pelota con mi hermano mayor, en la banqueta de mi casa que fue donde asesinaron a un albañil que hasta ahora recuerdo su cuerpo inerte sobre la tierra de lo que hoy es el Jardín de la soledad, el jardín de la casa de mis padres.

“La idea es que conversemos un poco sobre el asesinato y todo lo que pasó en los siguientes días“, le dije a ella que amablemente aceptó. 

Acordamos el día, la hora y sin más me dio las coordenadas de su ubicación. “Escribiré una crónica”, agregué y quiso saber qué era una crónica. “¿Quieres que te cuente sobre el día que asesinaron al albañil en la baqueta de tu casa?”, me preguntó con la tranquilidad puesta en la voz al otro lado de la línea, en cambio yo volví a sentir aquel temor del fatídico domingo por la noche cuando comenzaron a sonar los balazos y mi madre nos pedía a gritos a mi hermano y a mí que nos alejáramos de las ventanas. Recuerdo al menos cuatro detonaciones…  

Fui hasta donde me dijo y llegar no fue fácil –o más bien demasiado sencillo y eso me dejó frente al espejo como un verdadero cabronazo–. Estuve a punto de ser sometido por unos vendedores de droga que, como ella me explicó más tarde, al no comprarles nada o darles al menos un billete de cincuenta o cien pesos, eran capaces de asaltarme o incluso apuñalarme o darme un balazo en la cabeza. En mi mochila llevaba mi grabadora, mi agenda, mi libreta de notas y mi celular, además de mi cartera vacía con mi tarjeta de débito casi a ceros. En el bolsillo del pantalón cargaba cien pesos en dos billetes de cincuenta.

Tras el primer jaloneo me dieron ganas de recular y volver a meterme al metro, pero ya no sabía qué sería más seguro, si continuar o regresar. Decidí seguir y caminé resistiendo el estrepitoso ruido que lanzaban las bocinas desde donde los vendedores anunciaban productos piratas. Avancé hasta cruzar un estrecho callejón y el olor del aceite reutilizado de las fritangas me provocó nauseas; pensé que lo primero que haría en cuanto llegara a su departamento sería pedir el baño y vomitar.

Afortunadamente las referencias que me dio antes de colgar fueron muy claras, llegué al número veinticinco de la calle peligrosa y traté de dar con su apartamento. “Afonso, aquí arriba”, dijo casi gritando desde una pequeña ventana. Alcé la mirada y ahí estaba. “Sube por aquí”, señaló las escaleras, “es el trecientos cinco en el cuarto piso”. Hasta ahí llegué y creo que notó el miedo en mi mirada –o tal vez fuera de alivio–. Le conté lo que había sucedido y ella se disculpó por no haberme advertido al respecto. “No hay problema”, le dije, “sin embargo al regreso me gustaría que me acompañaras al metro”, le rogué y ella sonriendo dijo que sí. Sospeché que aquel escenario le resultaba cotidiano.

Estuve en su departamento un poco más de una hora y registré cincuenta minutos de una entrevista en la que lancé un par de preguntas, las siguientes las formuló ella misma: hablaba y hacía memoria. En al menos tres ocasiones corrigió sus yerros en fechas y lugares y continuó contándome lo que pasó esa noche de domingo. “¿Quieres que te hable de cómo comenzó el problema entre mi familia y la familia que buscaba a mi hermano para matarlo?”, me preguntó y yo asentí con la cabeza.

Después de escucharla pude atar muchos cabos sueltos que a pesar de los meses reporteando no terminaba de entender. Mi padre, quien hasta hoy me sigue ayudando con el acopio de los datos allá en la provincia, encontró algo interesante: le contaron que en realidad los pistoleros enviados por la familia enemiga pasaban muy cerca de donde estaba el bañil jugando al dominó, y éste comenzó a insultarlos sin ninguna razón aparente, los hombres armados que se sintieron ofendidos por los improperios dispararon contra él, en su afán de salir huyendo se le acabaron las fuerzas y su horizontalidad quedó donde aún hoy lo recuerdo tirado.

Por mi parte he encontrado otra versión de los hechos: el hoy occiso fue confundido con el hermano de mi entrevistada y por eso fue que le dispararon en al menos cuatro ocasiones. Aunque yo tengo mis dudas en la confusión, pues la diferencia física entre los dos personajes era descomunal. Uno de ellos siempre mantuvo una complexión de toro; al desgraciado albañil lo describen como un tipo enclenque.

Una tercera versión, la que mi entrevistada me ha ofrecido, asegura que sí estaban ahí por su hermano, los pistoleros sabían que ese era su paso nocturno a casa, sin embargo el fugitivo cambió de ruta en aquella ocasión; desilusionados y con sus armas dispuestas a su función letal, decidieron mandarle un mensaje a su escurridísima víctima matando a albañil, para que supiera que no estaban jugando, que aquello iba en serio, que habían estado ahí y que volverían por él.

En algún momento terminaría la entrevista y sabía que tenía que retirarme de aquel lugar. Cuando eso sucedió y bajamos las escaleras para alcanzar la calle, mi entrevistada venía de mi lado. “Mira nada más, ya están asaltando a ese pobre muchacho”, externó y yo tragué toda la saliva que pude producir en esos momentos. Dos tipos con cerveza y pistola en mano requisaban la mochila de otro chico que parecía no tener posibilidades de estar haciendo lo mismo. Intenté coger otra ruta y ella dijo que no, que siguiéramos por esa acera. Pasamos a un metro de distancia de donde todo estaba sucediendo y no pude dejar de escuchar lo que decía uno de ellos: “tranquilo, no te va a pasar nada, tú coopera, ya sabes cómo es la onda”. 

Le pedí a mi entrevistada que camináramos más rápido, pero que mejor no, eso iba a significar que teníamos miedo, que ellos olían el miedo. Yo, para entones, tenía el miedo en estado putrefacto.

Tuve la fantasía de trasladarme con mi mente a otro sitio, quería alejarme tan pronto como pudiera de aquel lugar, y en el intento llegué hasta mi primera juventud violenta del barrio. Después de las seis de la tarde cada quien se responsabilizaba de su vida en las calles de la populosa; se trataba de una especie de toque de queda implícito: mucho ruido de patrullas y el paso acelerado de las camionetas del ejército, y al siguiente día corría la noticia del muerto, del detenido, de la casa allanada, del asalto a tienda y farmacia, de la perra vida que no dejaba de lanzar malas noticias. Y mi hermano y yo resguardados, tratando de jugar a los buenos y a los malos sin tener claro quiénes eran los buenos y en qué consistía ser los malos de la historia.

A la mañana siguiente, después de cada balacera, el barrio se quedaba en silencio. Sí se hablaba de los acontecimientos, pero en voz baja –sólo podían hacerlo los adultos–, porque nadie quería ser señalado como chismoso, como delator de los fugitivos del barrio, como el chivato al que había que callarle la boca a balazos. Pasé esa primera juventud viendo cómo fumaba mariguana en la esquina de la cuadra al que había sido perseguido por la policía la noche anterior; crecí oyendo “corridos prohibidos” a todo volumen y botellas de cerveza vacías estrellándose en la pared de mi casa; fui testigo de una redada vespertina en la guarida de uno de mis vecinos y el decomiso de decenas de kilos de mariguana. Después el perifoneo del voceador en su carro destartalado: desde unos parlantes distorsionados se le escuchaba decir “en la populosa séptima sección fue hallado muerto…”.

Mi madre tenía una teoría sobre la popularidad de la populosa: “los rateros son de otro barrio, pero después de hacer sus fechorías huyen hacia aquí y se pierden en el monte o se esconden en la barraca del río. Ahí ya nadie los encuentra”. No estaba equivocada, cerca de mi casa, yendo hacia el sur, las calles se convertían en callejones oscuros; y el río estaba muy cerca, y debido a que nunca fue caudaloso, en sus bordos crecía la maleza que camuflaba a cualquier fugitivo. Hasta allá los perseguía la policía disparando y haciendo sonar sus sirenas. Recuerdo el efecto Doppler sobre la calle que desembocaba en el Jardín de la soledad. Me metía a la casa tan pronto como podía, mi hermano hacía lo mismo, mi madre sabía lo que seguía… mi juventud y la de mi generación de barrio estaba rodando ahí.

El hermano de mi entrevistada era uno de esos perseguidos –de él se decía muchas cosas y nadie comprobaba nada, nadie se pronunciaba con “esta boca es mía”–, sólo que a él lo perseguían la policía y los pistoleros de la familia enemiga. Era raro verlo andar por las calles, por los callejones, porque todos los vecinos sabían que “lo andaban cazando”. Siempre estaba escondido, cambiando de pueblo, de barrio, de casa. De él se decía que siempre se movía solo, que era bueno con las armas, que su puntería era de envidiar, que era una buena persona porque ayudaba a los menesterosos… tantas cosas decían de él.

Me crucé en su camino en muchas ocasiones, pero recuerdo dos en particular: la primera fue cuando yo volvía de la escuela –cursaba el cuarto año de primaria– y ahí estaba él, en la bocacalle del callejón, a unos treinta o cuarenta metros antes de llegar a la puerta de mi casa. “¿Vienes de la escuela?”, me preguntó. Era tan alto –yo lo veía tan alto–. “Sí”, le dije y seguí andando con la mirada tirada al suelo. La segunda vez recién acababa de cumplir mis quince años. Era domingo y mi papá y yo regresábamos de ir a ver un partido de beisbol en la barranca del río. Se acercó a nosotros con una caguama en la mano, saludó a mi papá y le ofreció un trago, mi viejo aceptó –me pareció un tipo respetuoso–. Se dirigió a mí con un movimiento de afirmación con la cabeza y yo respondí al gesto de igual manera. Ya no era tan alto.

Hace cinco años decidí contarme la historia de un albañil asesinado en la banqueta de mi casa allá en la populosa. Pero también quería que otras personas me contaran su versión, incluso el hermano de mi entrevistada. Le dije a ella que nos pusiera en contacto e inesperadamente él aceptó. Le marqué al celular, ya estaba esperando mi llamada. Su voz era grave, pausada, intercalada con una leve respiración: “es que ya no quiero recordar ese tiempo”, dijo y yo no volví a insistir.

A mis treinta y cinco años sigo recordando mi juventud violenta en el barrio, las cosas que a mi hermano y a mí nos tocó ver a plena luz del día, las noticias mortales que cruzaban la discreción de los adultos y se convertían en la charla secreta de nosotros. Tengo las entrevistas, los recortes de periódico, algunas fotografías, mis notas desordenadas, las conversaciones informales con el combo de mi generación. En fin, tengo ganas de entender, y de pronto así poder eximir, a los que por esas fechas convirtieron mi vida, la de mi hermano y la de mi generación de barrio en una bifurcación entre pertenecer al bando de los malos o aprender a ser los buenos de la película.

Mi entrevistada y yo por fin alcanzamos la entrada del metro y me despedí tan rápido como pude. Ella dijo que me fuera con cuidado, yo le agradecí el tiempo ofrecido para la entrevista. Ella me preguntó si pensaba volver a entrevistarla y yo, bajando los escalones con la prisa del cobarde, pensé en voz alta que ni por el putas volvería a su barrio.

La historia está en mi escritorio, paneo y reconozco decenas de fragmentos. Creo que he logrado congelar el acontecimiento. Voy uniendo las piezas y el rompecabezas comienza a tener forma. La mirada del que fuera fugitivo veinte años atrás ya no es la misma, su vitalidad también se fue, como mi juventud; el recuerdo del asesinado es breve, era joven el día de su desgracia, me han contado; las dos familias que se odiaron a muerte hablan poco de la pelea callejera que tuvieron dos de sus integrantes: dos adolescentes que provocaron a la vida y ésta se emperró con los que estábamos en la populosa por pura hijueputa coincidencia.
Ciudad de México, 2017 

Nomás a Jake Bugg

Music In a Coma | Por Iván Carrillo |

Ocho en punto de la mañana en 13 de Octubre, ya despierto y bañado, listo para abordar el bus que me dejaría a las once de la mañana en Viaducto Piedad y Río Churubusco de la vieja ciudad de hierro. Ya en el asiento 39 del autobús llega ese triste momento cuando todos los lugares están ocupados y ves subir a una pareja y al clásico gordito chistoso mal tercio. Yo, solo, pues toco en una banda de rock medio darkie, por lo tanto, los pocos amigos que tengo son bien puristas, de esos que te argumentan que es bien hipster este festival. Y sí, tienen razón.

Era evidente que tendría que soportar al gordito un par de horas, por suerte yo iba bien equipado con toda la discografía del Joaquín Sabina, los audífonos y el “Narraciones Extraordinarias” de Poe. Combinación poco fiable ¿Sabina? ¿Allan Poe? ¿Corona Capital? Lo más usado para el camino seguramente era Daft Punk con Palahniuk o Murakami, pero en fin, era lo que me apetecía y en realidad no me interesaba ponerme a tono o calentar motores para el Corona. ¿Por qué? La pregunta con la que intentaría romper el hielo mi camarada –no deseado- de bus respondería todo.

Bueno, para describirlo basta decir que portaba con orgullo su playera blanca de los Beatles, lo cual no es malo, pero uno se da cuenta e imagina que para rocanrolear, en su closet sólo tiene esta prenda y una de los Doors, lo demás son camisas a rayas o lisas para combinar bien con esas corbatas que apestan a oficina. Y rompió el silencio con un “¿Qué onda carnal, se pondrá chingona la tocada, verdá? ¿Tú a quién vas a ver?” tenía en mente tantas respuestas, “¿Tocada? Tocadas las que se organizan en el lugar de donde salió el camión” -foro muy conocido en Puebla que intenta emular el nombre del clásico Rockotitlán-, donde al parecer las tocadas ya no son redituables y ahora deben organizar viajes a conciertos para sobrevivir, no los culpo -así esta la escena musical en todo Puebla-. En fin, siempre he sido un güey retraído e introvertido, por lo tanto, no era de mi interés hacer la platica o pegarme con alguien, así que me limité a responder “Nomás a Jake Bugg” al mismo tiempo que llevé mis audífonos a las orejas y el play en el reproductor. Creo que entendió rápidamente que yo no quería platicar y no molestó mas, sin embargo, aproximadamente una hora después se le ocurrió ofrecerme una galleta -sí, sí, las reglas de cortesía y todo eso, pero ¡¿una puta galleta?!- ¿A quién se le ocurre? A esa hora yo moría por una cerveza, una de esas de cristal verde y estrella roja que ahora encuentras en cualquier esquina. Pero no, se le ocurrió ofrecerme una pinche galleta, no sé, seguro pensó que me haría falta la energía del chocolate o que no había desayunado en casa y quiso apiadarse de mi notable figura de vampiro crudo. Me limité a rechazarla y me introduje de nuevo al mundo del Corazón Delator.

El bus se detuvo y abrió sus puertas, estábamos sobre Río Churubusco a unas pocas calles de la entrada del Autódromo, en cuanto pude me separé del grupo del camión y tomé camino al ya conocido pre-copeo de las tienditas frente a la Puerta 5, que para mí no tienen tan buena fama pues la última vez que bebí ahí antes de un concierto terminé tirado de borracho antes de que sonaran los primeros acordes de Killing an arab con la voz de Rober’ de Pinho Smith. Pero esta vez no pasaría, pues para mi infortunio Jake Bugg era el segundo en la lista del Escenario Capital, tocaría solo 40 minutos y empezaría pronto, así que me receté tres latas de Modelaje Especial que tuve que tomar rápido y en dos tragos cada una, pues como es costumbre, cada veinte o treinta minutos llegan los puercos a desalojar para que no se junten muchos culeros y se les arme algún desmadre. 

Había llegado el momento de caminar para llegar al concierto, a pesar de ser un camino largo no se hace tan pesado gracias a los non-official merchandise stands donde pude echar el ojo a una playerita de los Editors que desafortunadamente no encontré al regreso. Por fin llegué a los escenarios, proceso de seguridad mediante y al pasar al lado de la carpa de mercancía oficial me brillaron los ojos por la playera del Jake, pero como buen mamón decidí comprarla después de que tocara, yo que soy un gran fan, me puse fresa y seguro pensé alguna jalada como “a ver si me convence su show” o algo así.

Me encaminé al Escenario Capital y ya tocaban las Deap Vally, un par de rockeras güeritas y guapetonas igual de sabrosas que la inmensa mayoría de las asistentes al festival -con las que había tenido la chance de echarme un taco de ojo a lo largo de la travesía-. La música de estas californianas no me convenció, así que –como no había desayunado, como bien supuso el gordo del camión- fui por una hamburguesa y una corona doble bien fría -y bien pinche cara también-, la hamburguer supo a gloria, pues tenía como 18 horas sin ingerir alimento alguno. Regresé al escenario con chela en mano; ya se habían ido las Deap Vally y probaban la ES-390 de Jake en un amplificador Fender a bulbos -puro lujo con los ingleses-. Poco a poco se empezaba a llenar la explanada así que di un buen trago y fui casi corriendo por otra doble, antes de que Jake Bugg tomara el escenario. A pesar del sol apendejador logré situarme más o menos en el mismo lugar, donde todo se veía poca madre y en el escenario finalizaban la prueba con una Gibson L-1, esa guitarra que trae todo el sonido del Delta Blues de Robert Johnson y que me puso a soñar con que abriría el concierto con “Fire”, rolita que cierra el primer disco de Jake y que según cuenta, fue grabada únicamente con un iPhone.

Dos cuarenta y cinco de la tarde, me sorprendía la puntualidad con la que contaba el festival por que el de Clifton y su súper banda, ya pisaban el Capital, toda la gente gritaba y se emocionaba -yo no era la excepción-. Jake Bugg tomó la L-1, con un acorde en Mi Mayor empezaba mi canción favorita del joven de 19 años, “Trouble Town” y toda la gente coreó con un estruendoso canto 'Stuck in speed bump city where the only thing that's pretty is the thought of getting out'; la raza (?) cantó tan fuerte que fue casi imperceptible el ligero error del ingeniero de audio.

Inmediatamente después del Hello Mexico! tomó su guitarra Patrick Eggle de caoba sólida que un laudero hizo para él –única en el mundo- y atacó al Corona Capital con “Seen it all” con una letra que coquetea con Morrissey -así como Jake con Johnny Marr- sobre gánsters, fiestas y navajas. La perfecta ejecución musical de la banda nos hizo pensar que al finalizar la presentación de Bugg habríamos visto todo el festival.

Y así, una tras otra al más puro estilo de Bob Dylan, Bugg siguió tocando sin decir nada  “Simple as this” y “Ballad of Mr. Jones”, pero el verdadero momento de catarsis con el público llegó en “Broken”; la única canción donde la banda descansa y él empieza con un arpegio triste; yo estaba borracho y cualquiera en mi posición seguramente hubiera levantado su teléfono para marcar a su ex novia, pero no yo. Yo no podía perder el tiempo de esa manera, seguramente pasará mucho para que Jake vuelva a pisar tierras aztecas y no podía darme el lujo de dejar de cantar o de no poner atención, además, ella seguro ni lo agradecería.

Pasaron canciones donde demuestra que su nuevo disco -producido por Rick Rubin- es un verdadero coctel molotov con rolas como “Me and You”, “Slumville Sunrise”  o “What Doesn’t Kill You”. Todas se intercalaban con el ‘Olé, olé, olé, olé Jake Bugg, Jake Bugg’, mientras unas morritas a un lado se burlaban de mi acervo musical diciéndome “hasta esas rolas te sabes”. Llegó el momento que todos temíamos, tomó su telecaster del 52 y todos supimos que este idilio entre Jake Bugg y México terminaba, entonó “Lighting Bolt” junto a los cientos de seguidores que se dieron cita ahí. Todo acabó.

Obviamente me quedaría a ver a los Arctic Monkeys y al maestro Moroder, pero antes de eso comí otra hamburguesa, otra doble Corona -doblemente cara- y recordé la cita pendiente con mi playera oficial de Jake Bugg, esto lo lamenté de sobremanera, pues sólo quedaban tallas extra grandes –lo que me hizo recordar a mi gordo compañero de autobús, quizá a él sí le quedaría-. Sin duda alguna, el show sirvió para que más banda conociera a Jake Bugg –lo cual me hace feliz-, pero no mames ¿por qué se llevaron todas las playeras?, faltaba la mía. Tuve que conformarme con una no oficial de las tienditas de afuera, una más de los Smiths que luego regalaría a una morra -la más sorprendente que he conocido últimamente-, otra doble corona y bueno, Alex Turner, él también es otro pedo.

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