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Letrinas: El otro lado


El otro lado

Por Vladimir Galindo

El patadura lo hizo de nuevo. Impactó el balón tan fuerte que lo mandó hacia el otro lado, unos metros más allá del cerco de púas que dividía a México de los Estados Unidos. Con ese jonrón entraron dos carreras y ganaron el partido de futbeis. Abelino, quien cubría la zona más alejada de la cancha inventada tenía la responsabilidad inherente a su posición de traer el ovoide de regreso.

Miró hacia el este, luego hacia el oeste para asegurarse de que no viniera ningún migra. En ambas direcciones sólo se apreciaba el reflejo del sol que rebotaba ardoroso sobre la arena. Se agachó para pasar por entre el alambre de en medio y el de arriba. Una púa alcanzó a aruñar su camiseta fallando con su único propósito: impedir que latinos cruzaran. 

De lan of de fri, escuchó en su cabeza una de esas voces vaqueras que a veces se percibían en la tele con la antena nueva que le habían puesto. El rastro del balón sobrepasaba un montículo de arena como a unos diez metros. Lo único que sabía del desierto era que uno tenía que pasar con cuidado por los matorrales porque ahí se escondían las víboras. Eso y que tragaba indocumentados.

Emprendió el trayecto con el corazón acelerado a pesar de que ya lo había hecho un millón de veces. Siempre sentía que era como una verdadera aventura; una especie de desafío a la autoridad del país más intimidante del mundo. Le generaba una sensación muy extraña, como si de ese lado del cerco alguna vibra más densa corriera por el aire. Incluso sentía sus pies más pesados, como en otra gravedad. Ahora era Abelino, el astronauta explorador que rondaba las dunas rojizas del planeta del terror en busca de la esfera dorada.

La base de control lo había mandado a él como supuesto castigo, por rebelde, por haber viajado a zonas prohibidas de la galaxia, pero él sabía muy bien que en realidad lo habían mandado porque era el único que podía enfrentar los riesgos que habitaban aquel planeta problemático.

Al llegar al montículo donde su traje espacial le indicaba que podría ubicar su objetivo, se percató de una figura que no encajaba con la geometría del paisaje habitual de cachanillas espaciales, rocas porosas y cachoras mutantes. Junto a la esfera que le habían mandado recuperar, del suelo se asomaba el cuerpo de lo que parecía ser un sombrerudo galáctico cualquiera.

Abelino, sin abandonar su misión, se acercó para analizarlo a detalle. El viento desértico que a veces podía ser muy agresivo y espeso debió haber enterrado las tres cuartas partes de aquella figura que se mostraba inerte. Si, sin duda estaba muerto. Lucía pálido, un verde casi blanco. Sus ojos parecían haber capturado el último segundo de su vida: horror. Tenía una herida aparatosa en un costado de su cabeza. En lugar de casco traía un sombrero tejano que estaba pegado a su pelo con grumos de sangre, lo cual le indicaba que era un terrorrícola que podía respirar en esa intemperie. También notó que le hacía falta un diente.

Estar cerca del muerto no le causaba miedo a Abelino. Incluso trató de moverle el brazo con la punta de su bota para cerciorarse de que estuviera tieso como tabla. No era raro encontrarse cadáveres por el desierto rojo de ese planeta. Además del clima, los locatarios eran bastante hostiles. Pero no sólo ellos, esa zona resultaba muy común para que se suscitaran enfrentamientos entre piratas, mercenarios, caza recompensas y la policía intergaláctica. Ese sujeto debía ser una cifra más del resultado de dichos encuentros.

Sin embargo, al seguir explorándolo con la vista, una sensación de vacío, de inexistencia, o hasta de soledad, le surcó la espalda cuando vio la cadenita de oro que el muerto portaba en el cuello. Traía un pequeño colguije circular con la imagen de Rómulo y Remo siendo amamantados por una loba. Abelino identificó a esos personajes de la mitología terrestre de inmediato porque él tenía una cadenita idéntica. 

Su hermano ya tenía más de seis años que se había cruzado para el otro lado. Se fue con un tío a la lejana ciudad de Chicago donde trabajó en varios lugares haciendo de todo hasta que pudieron meterlo en la construcción. Hubo un tiempo que hablaba muy seguido, pero poco a poco fue hablando menos. Lo que sí hacía era mandarle regalos a Abelino para su cumpleaños. Casi siempre lograba que el regalo llegara el mero día.

Usualmente le mandaba ropa, que para que se vistiera a la moda gringa y no pareciera tonto como sus otros amigos chorreados. También le enviaba uno que otro juguete porque a final de cuentas estaba muy morro aún. Ya llevaba dos cumpleaños que no mandaba nada y que no se comunicaba. Nadie sabía nada de él en el otro lado. La madre de Abelino le había marcado tantas veces a todos los conocidos que tenía de aquel lado hasta que le dejaron de contestar. Poco a poco su hermano se convirtió en una fotografía a blanco y negro.

Para el último cumpleaños que envió algo, su hermano le había regalado una cadenita de oro con la imagen de Rómulo y Remo, misma que estaba grabada con las iniciales de ambos, A y F de Fausto. En una tarjetita que vino con la caja le decía que él también usaría una igual y que nunca se la quitaría. Abelino lo imaginaba por una ciudad irreal con su cadena, construyendo puentes, casas. Desde entonces, Abelino decidió que tampoco se la quitaría nunca.

Ese de ahí sobre la arena no podía ser su hermano, porque su hermano era moreno y el muerto tieso ese frente a sus ojos era rubio. Y ahora que su pensamiento iba en ese rumbo, si había de parecerse a alguien, más bien era a él mismo, a Abelino. Este no dudó que se tratara de una coincidencia extraordinaria pero una urgencia lo colmó por saber si la cadenita del muerto también estaba grabada.

Se inclinó para coger el colguije y tumbarle la arena incrustada con sus uñas, pero sus intenciones se vieron truncadas momentáneamente al notar que debajo del brazo más enterrado, el muerto cargaba una bolsa de cuero café con la leyenda de 1st Bank Yuma de la cual se asomaban varios dólares terregosos moteados de sangre.

Ahora era Abelino, el vaquero solitario que transita por el mundo de las ánimas, forasteros y demás espejismos del desierto de fuego, una zona donde se traficaba mucha mercancía proveniente de diversas partes del mundo fuera de las rutas oficiales y lejos de los ojos de la ley.

Aquel sujeto fulminado sobre el suelo lucía como el típico bueno para nada que solo andaba de un lugar para el otro buscando problemas y encontrándolos. Un joven que no podía seguir escapándosele a la muerte. Seguro había asaltado ese banco y lo habrían herido en una persecución acalorada. Probablemente terminó huyendo a pie, pero hasta ahí le había alcanzado la fuerza. Hasta que su sangre lo abandonó con la mirada ciega de cara al sol. 

Su madre se la pasaba diciendo que si tan solo pudiera juntar algo de dinero viajaría a Chicago para averiguar qué había pasado con su hijo. Abelino no sabía cuánto había en esa bolsa, pero por diversas conjeturas que se concretaban en su cabeza, podía determinar que sería suficiente para los planes de su madre y tal vez hasta para más. Dirigió sus manos en esa dirección cuando…

¡La migra, Abel, la migra! Le gritaron sus amigos. Abelino levantó la vista. Por el este no se veía nada, pero por el oeste una estela de polvo se levantaba peligrosa. A gran velocidad y con una furia palpable, una camioneta blanca se aproximaba amenazante, hacía su recorrido cotidiano como un depredador hambriento que recién había localizado su presa.

No podía ser otro más que el viejo McQulero, un verdadero malnacido cuyo único proyecto de vida era joder a la gente honrada. Utilizaba su potente carroza blanca impulsada por sementales monstruosos para perseguir a todas esas almas que se encontraban desamparadas en el desierto de fuego. La única excusa con la que el viejo McQulero se escudaba para realizar sus improperios era que lo hacía para proteger a De lan of the fri.

El corazón de Abelino se desbocó sobre su pecho. Era hora de tomar decisiones y reconoció que lo más prudente sería seguir con el plan y culminar la misión, pues otros contaban con que así lo haría. Se lanzó por el balón y después de tomarlo corrió de regreso a tierras seguras sin antes echar más arena sobre el muerto para terminar de ocultarlo. La arena sepultó aquella expresión de horror, ingresó a sus ojos, llenó su boca, devoró el colguije y salvaguardó los dólares.

Para cuando la picap blanca con rayas verdes y amarillas llegó al área, Abelino ya estaba un metro dentro de México. Un gringo de complexión ancha tirándole a robusto, fletap pulcro y mano en la cintura se apeó con aires amenazantes. If I see you again I will fucking shoot you, kid! Gritó al aire antes de agarrar camino otra vez. El patadura, aprovechando la oportunidad, le sacó el dedo, ¡me la pelas pinche gringo! Y los demás rieron.

Ya en la tiendita de Don Ruperto todos habían olvidado quién había ganado el partido de futbeis. Sobre el suelo, cada uno con su golosina o refresco, interpretaban sus versiones de cómo Abelino, el intrépido, había incurrido en tierras enemigas para recuperar el preciado tesoro. Era un maratón de gestos y estallidos de carcajadas al fondo del pasillo de los refrigeradores, donde quizás el más serio era precisamente Abelino, quien no dejaba de darle vuelta a su colguije, con la mirada perdida, concentrado en pasar la lengua por sus dientes para ver si alguno estaba flojo.

 

*Vladimir Galindo, oriundo de San Luis Río Colorado, Sonora, dice que porta un título de Licenciado en lengua y literatura de Hispanoamérica y otro de Maestría en traducción e interpretación, pero a todo el mundo le recomienda estudiar medicina. En la actualidad se dedica a traducir documentos jurídicos y a veces se hace de algunas horas para escribir ficciones; por lo pronto, prefiere el cuento. Algo de su material ha sido publicado en revistas como Pez Banana, Diez4 y El septentrión. En abril del año de la pandemia adoptó un perro llamado Fariseo y en diciembre a una gata llamada Furio(sa). Juntos añoran la paz mundial.

Letrinas: Los pepenadores

Los pepenadores

Por Carla Lamoyi

 

“No soy lo que soy, soy lo que hago con mis manos...”

― Louise Bourgeois


Alejandro entró corriendo al taller y le agarró la mano a Claudia para que lo acompañara para sacar algunas maderas del volquete del estacionamiento. El camión contenía todas las maquetas de posibles edificios y ejercicios constructivos que habían producido los estudiantes de arquitectura durante un cuatrimestre. Era el principio del invierno y yo los observaba desde el calor de los muros y la seguridad de la ventana. Vistos desde ahí, parecían dos perros hambrientos a los que su dueño les ofrece un enorme pedazo de bife. Si hubieran tenido cola, la hubieran movido de la emoción; no podían creer la cantidad de material que había en ese lugar, gratis, a su disposición. Después de adentrarse en la basura y revolverla, Clau, quien traía una sudadera enorme que no era suya, agarró tres tablas medianas, Ale un montón de maderas grandes, y entre los dos llevaron todo al taller.

Me llamo Carmen. Hace dos meses cumplí un año de haberme mudado a la ciudad para estudiar un posgrado en arte. Juana dice que la primera vez que me vio sentada dibujando en el taller, pensó que era una creída. Pero yo le digo que me veía así porque estaba nerviosa. Me considero más bien tímida, pero de convicciones claras. En mi opinión, no es buena idea revelar la personalidad ni las manías cuando recién se conoce a un grupo de personas; primero hay que tener confianza. Por eso soy discreta con el tema de mi obsesión por juntar papeles nuevos, arrugados, viejos, pedazos de servilletas, finos de algodón, restos de envoltorios de distintos colores para dibujar sobre ellos situaciones ficticias de la vida cotidiana. Montículos y montículos de aplanados trocitos de árboles muertos que he recolectado a través de los años, que he cargado conmigo de una mudanza a otra. Tengo closets, escritorios, cajones llenos, e incluso los pongo abajo de la cama, entre la ropa, entre mis tenis y mis botas de lluvia. Son tantos que no caben. Es que cada papel tiene la memoria de lo que fue antes, las huellas de todas las manos por las que ha pasado y yo he decidido dibujar esas manos sobre esas superficies, como un homenaje: manos que tocan papel, papeles que tocan manos, manos que se dibujan a sí mismas dibujando manos sobre un papel.

Cuando entré por primera vez al taller de la universidad que queda al fondo del patio, en el lugar más recóndito del predio, todo el espacio lucía limpio, los de mantenimiento habían eliminado los rastros de vida de los artistas anteriores. Las paredes habían sido repintadas, los estantes y los lockers vaciados, y las mesas y sillas estaban todas apiladas en una esquina. Tenía todo el espacio disponible para escoger, decidí ocupar una mesa de trabajo de uno cincuenta por un metro, y coloqué los papeles grises y los plumones, luego los papeles marrones y las plumas negras, y después los trozos amarillentos y los lápices. Comencé a dibujar.

De una semana a otra llegaron los demás, primero Ale y Claudia, después Hugo, Roberto, y por último, Juana. El espacio del taller, que era un galerón, se dividió por secciones y cada quien tomó su área de trabajo. Nos podían encontrar ahí de lunes a viernes y a veces también los sábados. Sentada desde mi mesa de dibujo, dedicaba unos segundos de mi día a la tarea de la contemplación y al análisis de los movimientos de mis compañeros.

Clau, metódica, de horarios y listas, aunque también desordenada, olvidadiza y torpe, operaba contra su naturaleza caótica, y como si se impusiera a sí misma un castigo, dibujaba con escuadra y lápiz 2h sobre papel calca, tratando de no mancharlo, cosa que casi nunca lograba. En su cara se veía la frustración. Sus dibujos eran un esfuerzo por ordenar el desastre, lo roto, y lo descompuesto, quería registrar de la forma más exacta los escombros.

En cambio, Alejandro era un obsesivo del internet y como su compu se había dañado llegaba temprano para usar la que había disponible en el taller, buscaba cualquier convocatoria abierta para mandar una propuesta de proyecto. Decía que el vaporwave, un género de música electrónica, un estilo artístico y un meme a la vez, era algo así, como la esencia de sus obras. Después de ver varios videos riendo solo, se levantaba con un impulso y daba vueltas hasta que decidía tomar su aerógrafo, espuma comprimida, cera, tablas, malla de gallinero, o su material predilecto de turno y creaba con violencia y fuerza una imagen o una escultura. Luego, insatisfecho, volvía a sentarse frente a la computadora a poner alguna musiquita de bit.

Roberto era el artista emergente del momento. Exudaba calma a pesar de que era común que tuviera alguna exposición en puerta o algún deadline; la mitad de su tiempo lo ocupaba diseñando estructuras de hierro y artefactos que mandaba a producir y la otra mitad trabajando con yeso, moldes de alginato y piedras. Ensamblaba las partes para formar dioramas, naturalezas muertas que eran activadas por algún performer.

Juana, la artista más jóven del grupo, que también era pequeñita y de carácter fuerte, pintaba imágenes lúgubres con gran velocidad sobre lienzos que eran de mayores dimensiones que ella. Se subía en un banco para alcanzar con largos brochazos la parte superior de las telas y después de unas horas, agotada, se armaba una cama con almohadas debajo de una mesa para tomar una siesta.

Hugo era un vago que idolatraba a Guy Debord y los Situacionistas, esos europeos que solo caminaban y teorizaban. Ansioso y un tanto impredecible, cambiaba de lugar de trabajo como si tuviera pulgas en las nalgas y se sentaba a platicar con quien lo dejara. Esas conversaciones sobre derivas, a menudo quedaban plasmadas en los mapas que dibujaba con carbones en un cuaderno rayado.

Era fascinante, el tiempo pasaba distinto para cada uno de ellos. Se podían ver la inmediatez y la persistencia, la tranquilidad y la ansiedad, la planeación y la espontaneidad, confrontadas en el mismo lugar. Lo que tenían en común es que eran transparentes, su sentir era visible. Las emociones salían de sus cuerpos como un gas pesado que impregnaba todo el taller dejando una extraña sensación atmosférica con la que cualquiera que entrara en ese espacio tendría que convivir. O por lo menos eso sentía yo. Al igual que los objetos, las emociones se quedaban ahí y se acumulaban en el aire.

Hugo, a quien por cierto conocía desde hace tiempo, instintivamente comenzó a recolectar en sus paseos por la ciudad, puertas, marcos, ventanas, pedazos de casas y restos de muebles como patas de camas y trozos de cabeceras. Los llevaba al taller para quemarlos y convertirlos en carboncillos gigantes que usaba para trazar mapas y escribir sobre las paredes a manera de acción.

Para hacer los calcos de partes del cuerpo con los que trabajaba regularmente, Roberto metió setenta y cinco sacos de cemento que ocuparon la cuarta parte del taller formando una especie de barricada. Cuando le pregunté sobre la procedencia de ese material, me dijo que había invertido la mitad de la beca que tenía. Ale encontró un tutorial de YouTube para fabricar con las maderas que había sacado del volquete una termoformadora casera; una máquina que se usa para modelar láminas de plástico –su nuevo material favorito–, por medio de presión al vacío y temperatura. La elasticidad del material le obsesionaba.

Juana decidió pintar el interior de la casona de su infancia en dimensiones reales. Una tétrica escenografía con la que tapizó del piso al techo del taller. Por su parte, Claudia transportaba ladrillos y baldosas rotas que cargaba en su mochila, los clasificaba, los medía y los pasaba a dibujo técnico con ayuda de un escalímetro. Entre el grafito y el polvo de ladrillo, el papel invariablemente se le ensuciaba; lo intentaba borrar desesperada para dejarlo impoluto, y ante su fracaso lo hacía bolita y volvía a empezar. Yo aprovechaba y tomaba esos papeles despreciados, los alisaba y amontonaba en mi mesa. Cuando la mesa me era insuficiente me trasladaba a otra y cuando ésta se llenaba de nuevo, tomaba otra más, y así hasta que ocupé todas las mesas que había disponibles e incluso tuve que buscar otras por la universidad. Los montones de papel eran tan altos que quedé oculta tras mi propio bosque. Todo eso pasaba mientras que las emociones se continuaban apilando en el aire.

Durante el proceso en el que Roberto preparaba la mezcla de yeso y cemento con agua en una tina, el polvo flotaba acumulándose en las paredes y salpicaba el suelo, formando una gruesa capa de materiales que daban la impresión de ser cráteres lunares. Los pedazos de muebles recolectados de Hugo ya no satisfacían su deseos, no tenían las formas adecuadas que él buscaba para crear sus carboncillos gigantes. Empezó a destruir el mobiliario del taller, lo golpeaba contra la pared o se valía de una sierra de mano o un mazo o alguna otra herramienta para desmembrarlo. Las autoridades universitarias notaron los destrozos y lo llamaron para darle una circular membretada donde le pedían atentamente que parara de dañar las instalaciones o de lo contrario, sería expulsado.

Cuando yo llegaba para seguir dibujando manos en mi bosque de papel, me encontraba con la mesa ladeada y coja, y todos los papeles volcados sobre el suelo, incluyendo el documento oficial que Hugo me había dejado para que dibujará sobre él. Entonces tomaba los ladrillos clasificados de Claudia para hacer una pata postiza y volvía a apilar todo. Clau se ponía histérica y le echaba la culpa a Ale para hacerle un drama, aunque sabía que era yo la que le había arruinado el orden; luego regresaba a su obsesiva tarea, a seguir midiendo y dibujando un único ladrillo, sin que, por culpa de las manchas, pudiera avanzar de los primeros trazos. Sus bolitas de papel calco y la boronita de goma, iban formando montañas sobre el piso irregular, hasta llegar al techo del que colgaban las telas que Juana pintaba para aparentar cortinas. Éstas ocultaban las aberturas de las puertas y las ventanas haciendo que el tiempo fuera cada vez menos perceptible. Nos había introducido dentro del recuerdo de la casa de su abuela. La música que Alejandro ponía a alto volumen desde la computadora mientras modelaba en 3D, enfatizaba esa sensación de desfase temporal. Era como estar dentro de un videojuego.

Adoptamos nuevas formas de caminar. El polvo flotaba mezclándose con las emociones, los muebles eran convertidos en carbón, los ladrillos se volvían muebles, el papel y la basurita de la goma cubrían el piso llegando arriba de la rodilla. La tela colgante se abría y se cerraba como un telón y el olor del plástico calentado comenzaba a pasar desapercibido para nosotros. Las cosas caían y les asignábamos un nuevo lugar. Las almohadas llenas de baba cambiaban de sitio dependiendo de quien fuera el turno de dormir la siesta. Las tazas de café y té y los platos sucios del almuerzo también se amontonaban en los rincones del taller. Había hongos naranjas sobre algunos sándwiches viejos. Ya nadie prestaba atención ni se preocupaba por eso, ni siquiera Claudia, quien solía regañar a todos para que dejaran limpio. Ella solamente nos decía que parecíamos pepenadores, como los del fierro viejo, dedicados a buscar chacharas por la ciudad y materiales reciclados para vender. Tenía todo el sentido, queríamos transformar lo recolectado en arte y aspiramos a venderlo en una galería.

Decididos a recuperar hasta el mínimo desecho, comenzamos a levantar cáscaras de plátano, corazones de manzana, ardillas y ratas muertas y cualquier material orgánico que hubiera en la calle para preservarlo con resina. Tensábamos alfombras viejas llenas de polilla, para hacer lienzos. Con una espátula desprendimos pedacitos de pintura de las paredes para reacomodarlos como un rompecabezas sobre un gran pliego de papel. Entramos a escondidas a la bodega universitaria y sacamos todas las sillas y mesas rotas que habían sido guardadas para su mantenimiento, las quemamos para hacer una colección de carboncillos. Juntamos tuppers, tapitas de pluma y botellas de agua, olvidados por otros estudiantes; cualquier cosa de plástico que se pudiera derretir. Colillas de cigarros, pañuelos humedecidos, uñas, restos de muñecos, cabezas de porcelana, macetas, zapatos, pintura acrílica seca; cuando los agrupamos de la manera correcta se convirtieron en una bellísima escultura. Y como si fuera poco, nos pusimos a buscar en la vieja computadora tutoriales alquímicos sobre cómo multiplicar la materia.

El taller nos empezó a parecer chico, y en nuestro intento por difuminar las paredes hicimos hoyos con cinceles, fosas con los martillos, túneles con taladros, como si quisiéramos escapar de ese lugar, aunque lo que deseábamos era lo contrario: apropiárnoslo. Los clavos se volvían líneas y el escombro, sombras para dibujar en el espacio. Coordinados en una coreografía de acumulación; nuestras distintas formas de trabajo se habían sincronizado produciendo un caos colectivo. Nos subíamos en las mesas, a las sillas que no habían sido destrozadas y nos arrastrábamos por el suelo en las posiciones más incómodas para poner un objeto en un lugar preciso. Tomábamos turnos, reciclando la obra mil veces, pepenando las ideas y referencias que cada uno desechaba. Casi no comíamos, solo tomábamos café y fumábamos.

Hicimos tantos acomodos y combinaciones posibles de los objetos, que es imposible contarlas. No es por narcisista, ni por sobrestimar el talento de mis compañeros, pero estoy segura que si algún crítico de arte hubiera llegado a ver lo que estábamos haciendo, nos hubiera dado un premio, o por lo menos postulado para uno. Tal vez las emociones nos nublaron la vista y solo habíamos transformado el taller en un chiquero, porque en cambio, después de unos días de estar inmersos en ese proceso maniático, las autoridades universitarias nos expulsaron de las instalaciones y nos levantaron una demanda por hurto y daños a la propiedad privada.


Carla Lamoyi (CDMX, 1990), es artista visual y editora/escritora. Egresada de la Escuela Nacional de Pintura Escultura y Grabado “la Esmeralda”, CDMX y del Programa de Artistas en la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires. A partir de la investigación, la acumulación de imágenes y el uso de la ficción, su trabajo se centra en la idea de “editar” la historia para construir el presente y en pensar desde el cuerpo. De esta manera, sus proyectos combinan una serie de prácticas como el dibujo, la escritura, la publicación, el audio y la acción. Entre sus última exposiciones se encuentran “Olvida la rosas, dame las espinas”, una instalación sonora presentada en No Soy Basurero, CDMX (2021) y “Radio Archivo PVA: Sin andarse por las ramas”, obra digital comisionada para Archivo Digital Poesía en Voz Alta, Casa del Lago, (2021). Desde 2016, lleva la microeditorial FIEBRE Ediciones, dedicada a difundir prácticas creativas realizadas en Latinoamérica a partir de la década de los ochenta, con la cual ha realizado diversas publicaciones, además de proyectos expositivos, programas educativos y residencias. Ha sido becaria del FONCA (2014-2015), de la Cuarta Edición de la Beca adidas/Border (2014-2015), y beneficiaria de apoyo del PAC (2017-2018 y 2018-2019).

Letrinas: Minificciones de Franco García

Minificciones

Por Franco García 


Encuentros

Afuera hay una prostituta. Es joven y fea. Lleva puesto un vestido corto y ajustado. Su maquillaje es exagerado. A veces llora a escondidas. Nadie tiene interés en ella. Nadie.

— ¿Gustas algo de beber?

— No puedo, estoy en horas de trabajo. Qué bonito hotel.

Tiene quince años, vive a las orillas de la ciudad, su madre la echó de casa porque salió embarazada; sueña con ser enfermera.

— Tengo leucemia. No más de un mes de vida.

— ¡Y tan joven! Mira qué semblante. Conozco a un yerbero que lo cura todo. A mí me ha curado de algunas enfermedades. Te puedo llevar con él.

Tirita de frío y se mete a la cama; enciende un cigarrillo.

— Mi hijo pesó casi cinco kilos, ¿sabes? Es lo más hermoso que haya visto.

Le quito el cigarrillo y lo arrojo al suelo. Luego apago la luz, la beso en la mejilla y me meto a la cama con ella.

— ¿No te desnudarás?

Niego con la cabeza. Acaricio su rostro, su cabello, su espalda. Suspira y se echa a llorar.

— ¿Y cobra caro el yerbero?



Corredores

Después de seis cuadras pude alcanzar al chico. Resultó más veloz de lo que pensé pero me bastó con meterle el pie para que cayera al suelo. Hacía tiempo que no corría tanto y pese a mi cansancio, lo golpeé tan duro que le quebré los dientes y le molí los ojos. El chico tenía quince años y nos había robado las carteras y los celulares. Alondra se desangró a causa de la puñalada en el vientre. Actualmente el chico cumple su condena, usa lentes oscuros y mastica con una prótesis barata. Todas las mañanas salgo a correr para estar en condición.



Estrella tropical

Cada día la violencia en Acapulco va en aumento y arrasando indistintamente: infantes, jóvenes, ancianos, mujeres. La población está desesperada, temerosa y sobrevive de limosnas turísticas. La pobreza en que se encuentra es el testimonio de un paraíso desencantado. Con guitarra en mano, Tico sube a los urbanos para ganarse la vida; los pasillos estrechos son su escenario favorito. Al ritmo de cumbias, chilenas, rancheras o boleros, da lo mejor de sí en cada rasgueo, vibra su alma. Entre aplausos y gritos, los pasajeros lo admiran y respetan. Recibe las monedas y se baja agradecido, persignándose. Tico sueña con ser un gran músico algún día y huir de la miseria. Después de una larga jornada laboral se marcha abatido mas no derrotado. Durante el trayecto a su casa no deja de tocar su guitarra bajo la luz de la luna y el frescor de la noche. Pese a lo que enfrenta Acapulco, no le teme a nada, sólo el amor a la música importa. A lo lejos se escuchan disparos, patrullas y ambulancias, pero el escándalo ocurrido no supera al de su pecho.



Caníbal

Llevaba varios días perdido en el desierto, sin probar bocado e ingiriendo sus orines. El american dream parecía fuera de su alcance. Dicen que el ser humano puede sobrevivir más sin comer que sin beber agua, excepto que él tenía hambre y ni una serpiente ni un ave asomaban por el lugar. Las energías se le agotaban. Maldijo al pollero que lo abandonó a su suerte. Se colocó debajo de unos arbustos para ocultarse del sol y pensar cuál sería el siguiente paso. Luego sacó la navaja que le había regalado su hijo antes de partir. “Para cualquier emergencia”. Si se suicidaba, sería un cobarde y su familia quedaría desamparada económicamente. El estómago hacía de las suyas, necesitaba proteínas y no dejaba de mirarse las manos mientras blandía el arma. Cada que va a un bar en Sedona siempre inventa una historia de cómo perdió algunos dedos de las manos en sus diversos trabajos.



La marcha de los marxistas

“Perdimos la guerra, camaradas”, dijeron entre suspiros. Luego, siendo un poco más optimistas: “Mejor vayamos por cervezas”. Alguien llevaba todavía cigarros de marihuana y unos viejos panfletos escondidos en su portafolio. Una vez dentro del bar, recordaron en voz alta algunos fragmentos del Manifiesto del Partido Comunista y disimularon su derrota a carcajadas. Cansados de una larga jornada laboral, tomaron sus sacos, pagaron la cuenta y se fueron orgullosos de generar el plusvalor.



El ecobromista

Ser payaso es un trabajo divertido, dijo el economista al concluir su cátedra de Teoría de Juegos.



Influencer

El dictador impartía tutoriales de golpes de Estado en su canal de YouTube. Recibió el Premio Nobel de la Paz por sus nobles contenidos.



Undertaker

Enterró profundamente su corazón en el olvido para no encontrarse a sí mismo.



El samurái

Decapitar es pan comido, dijo el samurái. Todo depende del filo de mi lengua.



De viaje

— ¿Y qué piensas hacer cuando te descubra tu esposo? — dijo el amante mientras se abotonaba la camisa.

— Irme de viaje — dijo la esposa, cepillándose el cabello frente al espejo.

— ¡Pero a dónde! — insistió el amante, preocupado.

— A la chingada.


Franco García (Guerrero, 1987). Economista por la UNAM. Ha publicado en Punto de partida, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Zompantle, Palabrerías, Capote, Enpoli, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.

Letrinas: Superficie inexistente


Superficie inexistente

Por Priscila Rosas Martínez

Creo que el primer nombre que pensamos fue Pensilvánica. Sí, Pensilvánica. ¿A poco no suena genial? Pues fue idea mía. Se me ocurrió porque la familia de Beto es de allá. Recuerdo que nuestra primera conversación se trató de eso, cuando íbamos en segundo de preparatoria. Cierta clase, el profesor quiso saber quién hablaba inglés y Beto y otras dos muchachas levantaron la mano. Disque querían hacerse las bilingües, pero el único era él y el profe le preguntó dónde había aprendido. Beto dijo que su mamá era american citizen.

A mí nunca me ha dado pena preguntar las cosas, así que cuando acabó la clase, me le acerqué para saber qué significaba eso tan chistoso que había dicho. Es cuando naces en el otro lado, me dijo, y le pregunté si él también era emerican sitisen, pero me dijo que no, que él era de aquí, de Ensenada. Me contó que su mamá venía de Pensilvania y también me tuvo que explicar dónde quedaba eso. Resultó que su papá estudió allá, conoció a su mamá, se casaron y toda la cosa, y luego se vinieron para acá a manejar un negocio de vino.

No sé cómo salió en la plática la música en inglés y la música en español. Yo le dije que casi no me gustaba la música en inglés porque lo más bonito de una canción es la letra y si no le entiendes, no tiene sentido. Él me dijo que su banda favorita en español era Soda Stereo y entonces le dije que la mía también. Y listo, nos hicimos amigos.

La verdad, creo que eso sucedió en el momento más oportuno para los dos. Como él era nuevo y no conocía a nadie, y como yo me la pasaba trabajando después de clases, ninguno tenía más amistades. Ese mismo día me invitó a su casa, me dijo que tenía una colección grandísima de revistas donde aparecía Gustavo Cerati y, como aquel era mi día libre, le dije que estaba bien. Agarramos el camión afuera de la prepa y nos bajamos por Valle Dorado. 

Tremenda casota. En cuanto entré, lo primero que me pregunté fue por qué Beto estaba en una prepa pública. Tenían alfombras y candelabros y espejos por todas partes, hasta de esas tazas que ahorran agua en los baños. Subimos y me enseñó las revistas, que sí eran geniales y todo, pero quedaron en segundo plano cuando vi qué más tenía en su cuarto: una batería, su propia batería, enorme y completita.

Me confesó con mucha pena, haciéndole como si estuviera bromeando, que algún día le gustaría formar parte de una banda. Y yo le confesé, sin nada de pena, que algún día me gustaría formar mi propia banda. Fue muy gracioso, porque en ese momento nos quedamos callados, viéndonos el uno al otro. Nuestro grupo musical había nacido.

         ***

La segunda propuesta que consideramos fue Love to go. Obvio fue idea de Beto, él era el del inglich. Creo que se le ocurrió una vez que estábamos hablando de mi empleo como repartidor de pizzas. Le conté que me gustaba porque en ninguna otra clase de trabajo te ordenan manejar una moto lo más rápido que puedas. Esa misma razón fue por la que renuncié tiempo después, cuando ya tenía demasiadas cosas rotas adentro como para arriesgar a romperme las de afuera. Pero esa tarde yo le dije que era una gran idea y Beto lo anotó en su cuaderno especial para notas, ese que luego agarramos como una especie de diario de la banda.

Era la noche de nuestro primer ensayo. Beto le había pedido permiso a su mamá para tocar en la casa, incluso me presentó con ella y todo. Traté de ser amable, pero hasta hoy sigo pensando que esa primera vez que me vio, hizo cara de fuchi. Había llevado mi guitarra, la vieja y confiable acústica que me heredó mi jefe, aunque no niego que me dio un poco de pena sacarla de la funda ahí enfrente de Beto y la batería brillando nuevecita.  Pero ya estoy ahorrando para una eléctrica, le dije, y además la vieja confiable aún truena como si estuviera recién estrenada.

Ese fue el día que conocí a Evelyn. Llegó más noche, cuando ya llevábamos rato dándole a Persiana Americana. Mira Mani, ella es mi novia Evelyn, me dijo. Evelyn, él es mi amigo Manuel, del que te conté, le dijo a ella. Nos saludamos de mano, era poquito más alta que yo, de ojos y pelo canela. Todavía recuerdo que por un segundo me quedé viéndola atontado, pensando que era obvio que una chava tan guapa como ella saliera con alguien como Beto, todo güerito y, además, de dinero. Muchachas así no se fijan en hombres como yo, pensé, que soy prieto, flaco y vivo en la Chapultepec.

Fue divertido que Evelyn se sumara, porque era chistosísima e hizo que lo que restaba del ensayo se pasara volando. Nos hicimos amigos rápido y cuando ya me iba hasta me pasó su contacto, Beto no dijo nada. La bronca fue cuando llegó su papá. Venía del trabajo y como que Beto ya se las sabía, porque en cuanto escuchó que estacionaba el carro, se puso muy nervioso y nos pidió que le bajáramos dos rayitas a nuestras carcajadas.  

No sirvió de nada, porque de todos modos su jefe terminó entrando al cuarto, rojo como tomate. Ya me había dicho Beto que a su papá no le gustaba que tocara la batería, que era muy poco tolerante al escándalo y que, en todo el mundo, él era al que menos le interesaba el rollo del indie-rock. Esa misma noche pude comprobarlo con mis propios ojos, porque entró gritándole como si ni Evelyn ni yo estuviéramos ahí.

En la vida, ningún sermón me ha dolido tanto como la regañada que le metió su papá esa vez, y eso que ni siquiera me hablaba a mí. Ya fue suficiente, le gritaba, ya deja de perder el tiempo en pendejadas, y yo nomás miraba a Beto hecho bolita sobre el banco, como queriendo esconder las baquetas con el cuerpo. En su lugar, yo sí me hubiera agüitado después de semejante regañón, pero para Beto, que ya estaba acostumbrado, representó otro motivo para echarle más ganas a la música. Desde esa ocasión, procuramos empezar los ensayos más temprano para terminar antes de que llegara su papá.

***

Equis equis asterisco se nos ocurrió estando borrachos. La verdad ya estábamos medio frustrados de no encontrarle un nombre apropiado al grupo, por lo que nos comprometimos a que todas las ideas que pensáramos, así fueran las más tontas, tendríamos que considerarlas.

Fue una vez que invité a Beto a una reunión de mis primos. Como que tenía poca experiencia en fiestas, porque desde que llegamos estaba todo perdido y la verdad sí se veía medio fuera de lugar. Tampoco tenía experiencia con el alcohol, pero eso lo supe demasiado tarde, cuando ya le había puesto en la mano vasos de todo. Me sentí responsable de que se empedara tan rápido, por eso lo anduve cuidando el resto la noche, digo, por si se vomitaba o algo así.

Alberto era de esos borrachos que sueltan todas sus verdades, aunque no se las pregunten. Empezó a abrazarme y a decirme que yo era la persona más genial que había conocido, que era su mejor amigo, que no iba a dejar de hablarme, sin importar que sus papás se lo pidieran. Eso me llamó la atención y empecé a sacarle la sopa; terminó confesándome que yo no le caía ni tantito a sus jefes y que pensaban que terminaría abandonando la escuela influenciado por mis ideales de música.

Después se la pasó hablando sobre cuán insoportables eran su papá y su mamá. Querían hacerlo estudiar una ingeniería y despuesito mandarlo a Pensilvania con la familia de su mamá, para que luego regresara y dirigiera los viñedos de su papá. Pero yo no quiero eso, decía, llorando sobre mi hombro y limpiándose los mocos con mi camiseta.

También me habló sobre cómo las cosas con Evelyn habían cambiado, que ya no era lo mismo que antes y que presentía que iban a terminar. Al escuchar eso, me sentí un poco culpable, porque las últimas semanas Evelyn y yo nos habíamos mensajeado mucho. En realidad no tenía culpa de nada en específico, pero de todos modos me tomé otras cuantas botellas para deshacerme de la sensación. Al final terminamos llorando los dos, luego riendo, luego volviendo a llorar, haciéndonos la promesa de llegar a ser famosos en el futuro.

Ya bien de madrugada, cuando quisimos llamar un taxi para que Beto regresara a su casa, ni él ni yo podíamos marcar bien la digitación. Yo seleccionaba puros gatos, él puros asteriscos y en la pantalla solo aparecía una equis con cada número equivocado.

***

Creo que fue el último año de la prepa cuando yo sugerí Pecado Siniestro. Lo sé, es bastante malo, pero también lo era la banda en aquel momento. Seguíamos practicando en la casa de Beto, no tan seguido como antes. Desde que me dijo lo de sus papás fui más consciente de ello, prestando atención a cómo me miraban, a la forma en que se referían a mí. Su desagrado era evidente, sé que Beto también lo notaba. Supongo que de verdad me consideraban una mala influencia para su hijo.

Lo único bueno de ensayar en su casa era que podía ver a Evelyn. Se pasaba casi todas las tardes con nosotros, escuchándonos tocar, desafinar y volver a intentar. Ahora que lo pienso, creo que fue por esos días que Beto empezó a ponerse más serio. Como que ya no quería echarle las mismas ganas a la batería, porque azotaba los tambores sin emoción.

Nuestras canciones empezaron a sonar más sosas, pero no me atreví a decirle nada. En su lugar, lo platicaba con Evelyn, que opinaba lo mismo que yo. Ella también estaba preocupada por él, pero sabíamos que, si su cambio de actitud se debía a los problemas con sus papás, no nos podíamos meter.

Un fin de semana, Beto me avisó que se cancelaba el ensayo porque iba de viaje a Estados Unidos. Fue ese sábado en la tarde que Evelyn me escribió, diciendo que le daba lástima lo de la reunión porque tenía ganas de verme. Yo le dije que nos podíamos ver de todos modos, si esperaba a que saliera de trabajar. Así que esperó y salimos.

Primero fuimos al cine, luego le invité una nieve y ya en la noche la acompañé hasta su casa. No quiero que se malinterprete, yo hacía todas esas cosas porque era mi amiga y los amigos se tratan bien entre ellos, ¿no? Pero admito que después sí nos pasamos. No había nadie en su depa, me invitó a pasar y no me negué. Estuvo increíble, pero solo por un rato, porque después nos cayó el veinte de lo que habíamos hecho. Entonces me dijo que si yo no decía nada, ella tampoco lo haría. Así quedamos.

Y ninguno le dijo. Bueno, yo no le dije y ella dice que tampoco. Después tuve la sensación de que Beto se había dado cuenta de todas formas.

***

Del último nombre para la banda me enteré por casualidad, revisando el cuaderno. Esos últimos meses de preparatoria fueron raros, como que ya no sabíamos muy bien a dónde pertenecíamos. Venía el examen para la universidad, todo mundo andaba bien nervioso. Yo iba a aplicar para música, Beto para ingeniería en la universidad privada. Después de esa noche de la fiesta, no volvió a comentarme nada sobre lo que quería y lo que no quería hacer con su vida y yo tampoco volví a preguntar.

No sé qué sucedió, no sé explicar por qué las cosas se pusieron tan extrañas. Ya un par de meses antes de la graduación habíamos suspendido los ensayos; sinceramente, se había vuelto muy incómodo si quiera pararme por su casa. Beto sabía que no me sentía bien estando ahí y dejó de invitarme. Se volvió muy distante por esos días, como muy desganado. Yo sabía que le estaba pesando lo de sus papás y tener que irse a estudiar lejos, así que mejor le di su espacio, para que meditara y toda la cosa.

Bueno, admito que también me alejé porque me sentía culpable de lo sucedido con Evelyn. A ella ya no la veía y tampoco nos mensajeábamos. Hasta después me enteré de que rompieron justo unos días antes de las vacaciones de verano. Me parece que él la terminó a ella, no sé los detalles.

Al principio fue muy solitario, tanto para él como para mí, porque estábamos acostumbrados a ser la única compañía del otro. Con las semanas nos fuimos rodeando de otra gente, buscándonos menos y alejándonos más, hasta que llegó el día en que ya ni nos hablábamos. Yo siempre procuré mínimo saludarlo, aunque después de un tiempo le perdí la pista. De lo que fue de él las semanas siguientes a la ceremonia de graduación, no supe gran cosa.

Creo que había pasado un mes exacto cuando Evelyn me llamó por teléfono. No hacía mucho calor, pero la humedad era horrible. Lo recuerdo porque estaba sentado en el patio de mi casa ensayando una canción y la guitarra se me resbalaba de las manos sudadas. Sonó el celular, contesté y hablamos casual un rato, cómo estás, cómo te va, qué has hecho. Pero sonaba rara en la línea y le pregunté qué tenía, que si había pasado algo. Me preguntó si era una broma. Le pregunté por qué tendría que ser una broma.

Y me lo dijo. Y luego yo le pregunté si era una broma.

Pensó que sabía, pero le dije que no, que no sabía, porque nadie se había tomado la molestia de avisarme. De avisarme que hacía una semana, dieron a Beto por muerto. De avisarme que hacía una semana, Beto se había matado.

Resultaba que la noche de un jueves se había despedido de su mamá y de su papá como si nada, avisando que se llevaría el carro porque iría a visitar a Evelyn. Sus papás le dieron permiso y así salió de su casa, no hacia el depa de Evelyn, sino en dirección a la playa.

Habían encontrado el coche estacionado a la mañana siguiente, con las puertas abiertas y la llave puesta. Al parecer, donde comienza la arena había tres o cuatro huecos bien profundos, símbolo de que alguien se había llevado las piedras semi enterradas. Todos piensan que Beto las tomó y las cargó en su mochila, que no pudieron encontrar en la casa. Sus papás quisieron creer que había sido una especie de accidente, pero los converse a la orilla del mar sugirieron otra cosa. Buscaron algunos días, pero no encontraron el cuerpo. Finalmente, sus padres hicieron un pequeño funeral en su casa, al cual no fui invitado. Ahora que lo pienso me indigna, pero en ese momento que Evelyn me lo dijo por teléfono, no pudo importarme menos.

Aquella tarde fue irreal. Colgué y no sentí tristeza, no sentí enojo, no sentí nada. Estaba como ido, como si me hubiera golpeado la cabeza, incluso quería reír por lo increíble de la situación. Suicidio, qué loco, pensé. Y luego me dije que no podía ser posible porque Beto no era tan valiente, así que lo llamé por teléfono. No contestó. Había tono de llamada, por lo que marqué una y otra vez, seguro de que a la siguiente alguien iba a contestar, de que él iba a contestar, diciendo que se había quedado dormido o algo, pero nada.

Sin pensarlo, dejé la guitarra a un lado y salí a la callé. Caminé y caminé hasta su casa, que quedaba demasiado lejos de mí en todos los sentidos. Caminé hasta que se hizo de noche y me reventaban los pies. Caminé hasta estar parado una vez más frente al porche de esa mansión grande y bonita, sin miedo a tocar el timbre aunque todas las luces estuvieran apagadas. De verdad esperaba que Alberto abriera, me preguntara qué estaba haciendo ahí a esas horas de la noche y tal vez me invitara un vaso de agua o me cerrara la puerta en la cara, cualquier cosa hubiera estado bien.

Pero nada sucedía. Todos los autos estaban ahí, así que toqué el timbre como loco hasta que su mamá apareció. Y en cuanto vi su cara, dejé de pensar que Alberto estaba ahí adentro con ella, en algún lugar de la casa o en algún lugar del mundo. Me miró y no dijo nada. Siento que ella también se dio cuenta de muchas cosas al verme. Nos quedamos mirando un buen rato, antes de que preguntara qué se me ofrecía.

Se me ofrece ver a su hijo, quise decirle, pero a esas alturas sentí que debía dejar de hacerme el tonto. En su lugar, con la voz que me quedaba, le pregunté por el cuaderno. El cuaderno de Beto, ese en el que apuntaba los ritmos que ensayábamos, las canciones que componíamos y todas las ideas geniales suyas y mías. El cuaderno que sabía que no le dejaría a nadie más que a mí, aunque la banda se hubiera disuelto.

Por un momento pensé que no me lo daría, porque cerró la puerta y me dejó solo afuera, sin saber bien qué hacer. Debía regresar a mi casa, mi jefa me estaría esperando porque no le avisé que me iba y además había dejado el celular. Pero la mamá de Beto regresó con el cuaderno en la mano. Toma, me dijo y luego no dijo nada más. Se regresó adentro y desde entonces no la he vuelto a ver.

Después de ese día vino lo feo. Vino todo lo que sucede cuando pierdes a alguien, cuando te das cuenta de que está bien muerto, que jamás podrás verlo de nuevo y encima, que jamás recordarás cuándo fue la última vez que lo viste, qué fue lo último que le dijiste. Muy difícil es vivir en lo feo y mucho más difícil es escapar de ahí. Después de un año, yo sigo esperando que alguien venga y me diga dónde está la salida.

Pero esa noche me senté en la banqueta, bajo un poste de luz, a checar el cuaderno de Beto. Hoja por hoja, revisé el historial de nuestro grupo sin nombre y todos nuestros intentos fallidos por bautizarlo, nuestros versos chuecos y los recortes de Cerati pegados con saliva. Llegué a las últimas anotaciones, parecían de unas semanas antes del incidente. Había muchos borrones, pero se alcanzaba a distinguir algo que Beto escribió en un último esfuerzo por encontrarle nombre a la banda. Con solo dos palabras, era el peor de todos y al mismo tiempo, el perfecto. Más aun, me dio la sensación de que aquel había sido nuestro nombre desde el principio.



Priscila Rosas Martínez, de 22 años, es originaria de Mexicali, Baja California, y estudiante de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación. En 2018, fue becaria del Instituto de Cultura de Baja California y colaboró en una de sus antologías de cuento. Ese mismo año, ganó el Primer Concurso Estatal de Ensayo Joven de la revista El Septentrión. En 2020, su cuento "Cenizas" fue publicado por la Revista Plástico y obtuvo el primer lugar en el concurso de ensayo de la Facultad de Ciencias Humanas, UABC. Ha participado en talleres de escritura creativa con artistas de la región, además de ser invitada a varios encuentros de escritores como Tinta Fresca o Tiempo de Literatura. Recientemente, fue seleccionada nacional para la primera estancia literaria “Muros de Agua José Revueltas”, que se llevó a cabo en Islas Marías. Es correctora de la Revista Cultural Escafandra y guionista audiovisual para “Aliadxs Cimarronxs”, grupo creado para la atención y prevención de la violencia de género. Actualmente se encuentra de intercambio en Grenoble, Francia.

Letrinas: Penélope nomás sentada



Penélope nomás sentada
Por Jessica Sevilla


Estoy esperando al siguiente tren. Por el calor parece que es agosto, no diciembre. Y en esta estación no hay salas de espera, ni pantallas. Llegan con mochilas sobre la espalda pero no vienen en vagones de pasajeros. Vienen montados en contenedores de mercancías. Para mí son muñecos. Así ha de venir y por eso tarda tanto. Aquí estoy en mi banca de pino verde. Al otro lado de las vías hay una de metal. Las dos en el solazo. De aquí ya vamos a agarrar camino. No debe demorar. Y tengo que estar presentable para cuando llegue, pero con este calor tengo pegado el cabello a la cara y el vestido a las nalgas. Estoy usando mi bolsa café como sombrilla, pero no me cubre nada. Así que saco mi abanico de madera roja, que coordina con mis zapatitos de tacón. Además tiene aroma de sándalo, patchouli y canela. Con esos aromas que me perfumen no se va a dar color del olor a pescado que desprende mi vestido y entrepierna. Me va mirar toda devota, aquí ya empezando a hablar su idioma y quemándome. Parece que ahí viene. Escucho un silbido, un poco aplastado por los carros del distribuidor vial de la López-Lázaro y este zumbido insoportable de mi oído izquierdo. Ahí viene. Lo escucho más cerca, en el crucero. Escucho su fricción en los rieles. Me voy a levantar ya, para que se me oree el vestido y me vea toda bonita, esperándole y recibiéndole. No es. Es un tren de carga vacío. Ya será el que sigue. Me vuelvo a sentar, pero en lo que espero me pondré boca abajo sobre mi banca y levantaré mi vestidito blanco para broncearme las piernas. Para que cuando llegue me vea toda doradita por este fuego de diciembre. Me quedé dormida, pero en lo que despierto noto que aún no viene el tren. Me doy la vuelta, de frente al sol, para quemarme este lado de las piernas y estar completamente rojita cuando llegue. Y que admire el grado de mi fervor, de mi resistencia. Me tapo la cara con mi gran bolsa de piel. Me vuelvo a quedar dormida un rato, pero pronto escucho otro silbido. Tengo que causar una buena impresión y verme mejor que en mi foto de perfil, pero con este aire caliente estoy toda sudada y mi vestidito también. Me levanto. Estiro la tela de la falda. Me vuelvo a sentar, pero ahora con las nalgas directamente sobre la banca para no sudar más el vestido. Voy a estar esperando así, de pierna cruzada. Me acomodo el cabello y lo peino con el sudor, usando las uñas como peine. Saco de nuevo mi abanico, para estar destellando grana cuando llegue. Y oler a planta con madera. Y voy a mover el piecito de la pierna de arriba en circulitos lentos, para que vea que estoy esperando ansiosa pero con paciencia. Y me voy a retocar los labios rojos para que enmarquen la sonrisa que le voy a dar ahorita que llegue. Saco mi espejito para embarrarme el lipstick, pero en el reflejo no estoy yo, está una vieja calva con patas de gallo en los ojos y la frente despellejada. Me doy cuenta que estoy aquí ya toda vieja. Esperando como pendeja. Ya me achicharré con este vestido sucio. Siento que se me va a salir la bomba de sangre por la garganta, que el vagón se soltó y se está yendo pabajo. Ay, de dónde me agarro, no se me vaya a desrielar. Me voy a acostar, a cerrar los ojos, a sentir el calor del sol para calmarme. El vagón agarró velocidad con la caída, así que se adelantó ocho mil novecientos kilómetros en un minuto y ya viene más cerca. Estoy escuchando su silbido sobresaliendo entre los carros. Ya va a llegar y tengo que incorporarme. Tengo que acomodarme este pelo para verme fabulosa cuando llegue la gran Maestre de la orden, que vamos a ir a la gran fiesta, en ese tren, con todas las del movimiento.




*Jessica Sevilla es gestora, profesora y artista visual. Nació en Tijuana en el 88 y vive en Mexicali desde el 98. Su trabajo es un proyecto de autoaprendizaje vinculado al lugar, con el que explora bordes entre prácticas y dominios. Actualmente trabaja, desde la galería Planta Libre en la región deltaica del Río Colorado, sobre la relación humano-agua. Tiene formación en arquitectura y es profesora universitaria. Se ha dedicado a la gestión de proyectos culturales de forma independiente y con instituciones públicas, también ha trabajado con grupos ciudadanos y asociaciones civiles. Actualmente incursiona en la narrativa de ficción usando medios visuales y textuales. Ha sido beneficiaria de los estímulos FONCA Jóvenes Creadores (2017-18), PECDA BC (2016) y David Rockefeller Center for Latin American Studies (2015), con los que desarrolló tres proyectos de sitio específico.

Letrinas: Enramado de hojas verdes


Enramado de hojas verdes
Por Julieta González Valle

En el carro al ir presurosos, sentimos un tremendo susto acompañado de una sequedad en la boca que en mi vida había experimentado. Mi tío manejaba mientras yo trataba en el asiento trasero que mi abuelo no se fuera de nuestro lado, un enramado de hojas otoñales en el pecho acompañaba sus manos ya frías y algo moradas empeoraban la tensión que nosotros de por sí ya cargábamos. Aquello comenzó como algo simple, un pequeño “traigo una molestia en el pecho” seguido de un “voy a estar bien” que se tradujo en un nosotros trasladándolo al hospital de la manera más rápida y eficaz posible. Mi abuelo ya contaba con 78 años y al ser sobreviviente de cáncer dos veces y de un ataque cardiaco, pensábamos de manera firme que esto era, algo inusual.

Al momento de ir junto a él en la parte trasera, sentí cómo al sostener sus brazos, sus manos se encontraban moradas, completamente heladas y duras. Eso me aterrorizó, le moví como pude y en ese sostener sus manos sentí cómo su frío se transmitía a mi piel, recorriéndome el brazo lentamente y haciéndome sudar, al igual que él, frío. En mi caso no sentía dolor, sino un enramado intenso en el pecho a causa de la angustia. De un momento a otro mi abuelo se fue, quedó inconsciente y extrañamente lo sentí perdido a pesar de todo el esfuerzo invertido. Fue como si yo sintiese que él no estuviese ahí mientras su cuerpo yacía a mi lado en el auto, me sentí llorar pero más que ello, sentí el enramado que se había formado en ardiéndome en el pecho y la mente fuera de mí. Pronto recobró el sentido de nuevo, quejándose otra vez, dándonos otra oportunidad que nos permitió llegar al hospital.

Mi abuelo no murió, cuando llegamos al hospital nos dijeron que se trataba de una falla renal y una descompensación de plaquetas. Su enramado había desaparecido y con ello empezaba el mío. Cuando volvimos a casa se encontraba cansado, pero de maravilla, aún su pecho dolía, pero su semblante era otro, rejuvenecido.

En mi caso el enramado apenas iniciaba sintiéndose pesado, pero no molesto, se veía como una coraza de hojas verdes y ramas que se aferraba con fuerza a mi piel y me protegía la caja torácica. Era pesada y ruidosa, al momento de llegar a mi casa vacía, todo el ruido de las hojas invadió el lugar, entrar al recinto fue algo desastroso, algunas hojas caían al piso mientras intentaba entrar e incluso cuando empecé con mi vuelta a la vida normal. Al día siguiente del incidente el ruido y tacto de las hojas me hizo despertar para darme cuenta de que no podía moverme, intente cambiar de posición en la cama, pero la coraza me lo impidió totalmente. Era un completo desastre, las hojas me impedían hacer los quehaceres.

Mi casa pronto comenzó a llenarse de hojas, mi patio de tierra y mi pecho de obstrucción, tareas como poder cambiar mi ropa o bañarme ya empezaron a ser todo un desafío para mí, en cuanto a la obstrucción, ésta ya era molesta. Pronto me sentí acorralada y empezaron los hábitos extraños como traer tierra en los bolsillos y siempre cargar agua conmigo. Había ocasiones en las cuales mi casa se percibía seca y mi único remedio era tomar el agua del grifo hasta el punto de mojarme toda en el proceso, otras veces mi cuarto me era demasiado incómodo para poder descansar y salía al patio a dormir, cerca de la tierra. El olor de la tierra mojada me llenaba los sentidos y me hacía sentir de nuevo alivio, un alivio quizá parecido al de estar en el vientre materno.

No fue sino hasta un buen día de diciembre que me percaté que en mi enramado flores hermosas habían crecido, las contemplaba con amor y respeto, como si fuesen lo más hermoso que había visto en mi vida. Aquello me conmovió de tal forma que lloré, lloré descontroladamente y me senté sobre la tierra de mi patio, con la esperanza de que el olor a esa tierra mojada me hiciese sentir un abrazo. De mí no quedó más nada, no más cuerpo, no más habla, solo quedó implantado en mi patio mi enramado precioso.

«El huésped», un cuento de Amparo Dávila

Recordamos a la escritora Amparo Dávila con uno de sus extraordinarios relatos. Tremenda cuentista y una de las grandes plumas de la literatura fantástica y de terror que ha dado México.

“Que no muera un día nublado ni frío de invierno” pidió durante la celebración de sus 90 años y, al parecer, su deseo se cumplió: murió en primavera.



El huésped

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues...” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habita­ción. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día dur­miendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él...

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.

Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...


Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Gua­dalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.

Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.

—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?

—Solas, es verdad, pero con un odio...

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había mar­chado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño dur­mieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia...

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió mu­chos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses­perado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento... Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.

Letrinas: El señor Rodolfo Romero

Por Eusebio Ruvalcaba


El señor Rodolfo Romero entró a su casa deshecho y furioso. La sola dicotomía le recordó aquella imagen del villano Doble Cara, a cuya lectura en los cómics había sido tan aficionado en su juventud. Era un hombre que podía actuar en sentidos opuestos a la menor provocación, y que en numerosas ocasiones dejaba que una moneda al aire tomara la decisión por él.

¿Qué pesaba más en un hombre: la fidelidad o la satisfacción del deseo?, o peor que eso: ¿traicionar a su hijo o complacer su apetito sexual? Se debatía entre un territorio y el otro. Ciertamente se consideraba un hombre fiel. Nunca se había acostado con ninguna otra mujer. Ni siquiera había intentado cortejar a nadie. A sus 51 años era un buen récord. Y a sus 28 de casado, más aún. Sobre todo si tomaba en cuenta que alrededor suyo todos sus amigos eran infieles y promiscuos. Pero ahora el desafío era diferente. Porque la mujer que traía metida entre ceja y ceja era Gerarda, su nuera.

El señor Rodolfo Romero se había casado joven, recién cumplidos sus 30 años. Primero tuvo una hija adorable —que era su perdición—, de nombre Eloísa, y luego un hombre, Mariano, que había hecho la licenciatura en sistemas y finalmente se había casado con una mujer a la que no se podría calificar de ser una belleza, pero que sin embargo encerraba una suerte de misterio. En su percepción de toro viejo, él advertía ciertos códigos. Como si la mujer se empeñara en enviarle mensajes sólo para sus ojos. Se acercaba más de la cuenta cuando le aproximaba algún ingrediente de la mesa; sus faldas eran cada vez más estrechas; los escotes más pronunciados. Ya tenía una niña, y eso parecía no haber menguado su atractivo sino exacerbarlo. Así como su coquetería. Él no se atrevía ni a mirarla. Cuando menos para que ninguno de los dos posibles perjudicados: su esposa y su hijo, se percataran. Así que cada vez más lo obsesionaba su nuera Gerarda. Y cada vez más se esforzaba por mantenerse alejado —incluso evitaba comer en casa los sábados, para no encontrárselos—, por poner tierra de por medio. Pero no siempre estaba en sus manos hacerlo.

El padre carmelita de la iglesia de san Pedro Mártir, Luciano —muy dado a hacerse el invitado a la fuerza— había decidido que el último sábado del mes en curso iría a comer a la casa del señor Rodolfo Romero para bendecir hasta el último rincón. Ni cuenten conmigo, le había dicho a su mujer, soy enemigo de esas triquiñuelas, a lo que ella había respondido: Vienes porque vienes. Mariano vendrá con Gerarda, y Eloísa con Juan, así que ni sueñes con escaparte. Aquí te quiero a las 2 de la tarde, media hora antes de lo que prometió venir el padre, para que te bañes y le prepares su copita. Y te quiero de buen humor. Nada de jetas.

El señor Rodolfo Romero prometió hacer un sobreesfuerzo. Ni siquiera se volvería a mirar a su nuera.

Pero el primer sobresalto se produjo cuando le dio la mano. Gerarda la retuvo un par de segundos más de la cuenta, y cuando la soltó lo hizo con una caricia sutil de por medio.

Después de ese acontecimiento que a más de uno le hubiera parecido insignificante, se la topó en la cocina cuando fue a preparar otra cuba para el padre Luciano. Estaban solos. Ella se agachó por unos platones, y su boca quedó a la altura del miembro de él. Hizo una exclamación como de que se lo estaba saboreando. Que se alargó, se alargó y se alargó, y que no sólo hizo sonrojar al señor Rodolfo Romero sino que le provocó una erección imposible de disimular. El pantalón pareció a punto de reventar.

Se dio media vuelta y salió volando de la cocina.

Pero ya no le fue posible disimular. Delante de ella.

Ahora su comportamiento era el de un adolescente. De ahí en adelante, en lo que duró aquella jornada, se detenía con deleite en su mal disimulado escote. Con sólo ver aquellos senos, quería devorarlos. Miraba descaradamente aquellos pechos blancos y su imaginación volaba. ¿Qué se sentiría tenerlos en la boca?, chuparlos hasta la saciedad. Y esas piernas que parecían esculpidas por el demonio, cómo habría querido acariciarlas. Besarlas.

No había pasado ni media hora de que su hijo Mariano había abandonado la casa, y decidió probar suerte. Le llamó desde su celular al fijo. La excusa era lo de menos —¿llegaron bien a casa? Pero se cuidó de hacer la llamada en la calle. Sacó al perro para tener un pretexto que resultara verosímil.

Le contestó ella.

Le bastó con escuchar aquella voz, para que el nerviosismo lo desbordara. Gerarda, le dijo, tenemos que parar esto. ¿De qué me habla, don Rodolfo? No finjas, niña, de esta calentura que nos empieza a rebasar. ¿Me lo diría viéndome a los ojos? Se limitó a decir ella. Claro que sí. Te espero mañana en el Rayuela, tú dime a qué hora. A las 10 de la mañana. Allí estaré, se escuchó decir él.

Y allí estuvo. Apenas la vio entrar, su respiración se agitó. Ella se sentó, y le espetó a boca de jarro al tiempo de que le acarició una mano: “¿Qué me quería decir, don Rodolfo?”. El hombre quería decirle tantas cosas. Quería llevar la mano de ella hasta que sintiera su pene, que a esas alturas ya se encontraba duro. Pero entonces el rostro de Mariano vino a su cabeza. Y por más que abría y entrecerraba los ojos no lograba quitárselo de encima. Sacó una moneda y la echó al aire. Enseguida pidió la cuenta y se dirigió hacia la salida. Sin abrir la boca más de la cuenta.
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