Realmente la nueva versión de “West Side Story”, ¿fue un rotundo fracaso?


Call me old fashioned... please! | Por Mónica Castro Lara |


A mi querido tío Raúl que, sospecho,
le hubiera encantado esta nueva versión de “West Side Story”.
“¡Qué bárbaros!”, hubiera dicho.

Tengo que hacerles una confesión bastante ñoña: me emociona (y mucho) que mi segunda colaboración del año en Sputnik sea de otra película musical del 2021 porque como sabrán, hace un mes escribí acerca de “Tick,Tick… Boom!” y, como a inicios de mes estrenaron “West Side Story” en Disney+, ¿de qué otra cosa podría hablar esta fanática de los musicales? Además, estamos a tan solo días de los famosos premios de la estatuilla dorada y, por si no lo sabían, esta nueva versión de “West Side Story” recibió unas muy merecidas 7 nominaciones y acá la ñoña que teclea estas líneas, quisiera que ganara la mayoría (obvio no será así). Aunque hablando de manera un poco más objetiva, mucha gente -incluyéndome- nos preguntamos si realmente era necesaria otra versión de este clásico de Broadway en esta oleada cinematográfica actual de remakes y marketing de nostalgia y encima, me genera mucho ruido el por qué tantos medios y en general la audiencia, opinan que fue todo un fracaso. En lo que cada uno se responde a estas preguntas, iré contándoles un poquitín acerca de varios aspectos de la película que creo, valen la pena retomar y tomar una decisión mucho más informada.



Un clásico de clásicos.

Hablar de “West Side Story” no es cualquier cosa. La idea de este musical fue concebida en 1947, aunque sus raíces datan del Siglo XVI, cuando un tal William Shakespeare escribió una pequeña obra llamada “Romeo y Julieta”. Cuando el coreógrafo Jerome Robbins nota ciertos paralelismos entre dicho clásico shakespiriano y la época actual, se reúne con el compositor Leonard Bernstein y con el dramaturgo Arthur Laurents para generar ideas para un nuevo musical. En un principio, la historia giraría entorno a irlandeses católicos vs judíos en tiempos de Pascua, pero a ninguno le latía demasiado la idea y la desecharon. Hasta que un día, leyendo noticias en el periódico acerca de peleas chicanas callejeras, les surgió la idea de musicalizar/escribir/coreografear un encontronazo entre dos bandas juveniles en los años cincuenta: los Jets (provenientes de Europa) y los Sharks (de origen puertorriqueño) atravesados por una trágica historia de amor. Luego de diez años y con el trabajo de un muy joven y talentosísimo letrista llamado Steven Sondheim, “West Side Story” hace su debut en Broadway generando un éxito instantáneo no solo por la temática social que evidenciaba un racismo sistemático estadounidense, sino también por sus increíbles coreografías y sus inolvidables canciones (porque sí, seguramente TODOS hemos escuchado alguna y si no, que mal por ustedes eh…). Luego del éxito en Broadway, el mismo Robbins la lleva a la gran pantalla en 1961, codirigiéndola con Robert Wise, convirtiéndola en una de las películas más taquilleras de la época, recibiendo diez Premios Oscar y sentando unas bases sólidas para la futura adaptación de musicales al cine. Lo que automáticamente, me lleva al siguiente punto.



La dirección.  

Por allá del 2017/2018, fue un shock para la comunidad hollywoodense que el legendario director Steven Spielberg (sí, “Jaws”, “Jurassic Park”, “Saving Private Ryan”, etc.) quisiera filmar una nueva versión de “West Side Story”: “[…] he dirigido películas bélicas, de acción, ciencia ficción, drama… solo me falta hacer un musical”. Tras un sinfín de negociaciones, le dan luz verde al proyecto gracias a la nueva visión que tiene Steven para contar la historia y a que, además, el director tiene sumamente presente su amor por el musical, al remontarlo a su infancia en Arizona. A inicios de los años sesenta, el soundtrack de “West Side Story” era un álbum obligado en los hogares estadounidenses y en muchas otras partes del mundo (mi mamá me cuenta que al parecer lo tenían también cuando ella era niña; tal vez ande por ahí escondido en casa de mis abuelos). Y es que la música de Bernstein es simplemente bella y legendaria.

Desde los inicios de preproducción, comenzábamos a escuchar grandes y pesados nombres que formarían parte de esta nueva adaptación, como el del escritor Tony Krushner, el director de fotografía Zygmund Janusz, el coreógrafo Justin Peck, el diseñador de producción Adam Stockhausen, y nada más y nada menos que el director venezolano Gustavo Dudamel, quien junto a la orquesta filarmónica de Nueva York y de Los Ángeles, estarían a cargo de revivir la épica banda sonora. Es decir, un ejército de gente talentosísima que, bajo la tutela de Spielberg, trabajarían arduamente durante dos o tres años, basándose siempre en el espectáculo de Broadway y NO en la película. Esto es importante resaltar porque, si bien notamos ciertas similitudes e inspiraciones entre una película y otra (sobre todo en el lenguaje cinematográfico), me parece que la intención actoral (por órdenes de Steven quiero suponer) es sumamente teatral, por lo que creo que hay mucha gente que no conecta con ello. Intentan contar la historia bajo un contexto sumamente real y hay detalles y decisiones actorales que no coinciden y hasta dan un poquitín de cringe. Lo que sí creo es que hay un esfuerzo bastante claro en hacer que la danza sea quien cuente la historia, tal y como lo concibió Robbins en Broadway hace sesenta y cinco años. Además, déjenme decirles que la fotografía y los movimientos de cámara son BESTIALES, realmente IM-PRE-SIO-NAN-TES y se notan todos y cada uno de los años de experiencia de un director de la talla de Spielberg, que además a sus 75 años, quiso innovar en todo momento para que nosotros tuviéramos una experiencia y una conexión mucho más cercana con la historia; no exagero cuando digo que todo ese amor y esa pasión que siente Spielberg por “West Side Story” conmueve, sorprende y contagia; se le nota una emoción tremenda en todos los videos y fotografías de detrás de cámaras, como un chamaquito haciendo su sueño hecho realidad. Y, desde un inicio, todo el equipo de producción sintió y manifestó la enorme responsabilidad que tenían para hacer de esta nueva versión, una más inclusiva y fiel a la historia.



El elenco.

Desde un inicio, el equipo de “West Side Story” encabezado por Steven Spielberg, decidió que quienes protagonizarían esta nueva versión por el lado de los puertorriqueños Sharks, serían actrices, actores, bailarinas y bailarines latinxs y así dejar a un lado las peripecias tan desafortunadas de la versión del 61: recordemos que el papel de Bernardo lo interpretó George Chakiris de origen griego a quien tenían que pintarle la cara para que luciera puertorriqueño (a él y a todo el elenco, incluida mi adorada y reina boricua Rita Moreno); a María la interpretó la muy californiana Natalie Wood quien hablaba terriblemente español; estigmas latinos absurdos por doquier y así on and on… así que me parece que fue un buen esfuerzo el hacer un casting más acorde esta vez y dar lugar a quien lugar merece. Aunque, si consultamos con nuestros hermanos puertorriqueños, seguramente la deuda histórica no está del todo saldada ya que esta vez el papel de María lo interpretó la estadounidense con ascendencia colombiana Rachel Zegler, y Bernardo es interpretado por el canadiense-cubano, David Álvarez (mi nuevo crush, por cierto). Así que supongo que, por más ‘esfuerzos’, las cosas nunca se harán 100% bien y pone sobre la mesa muchos debates acerca de hacer lo verdaderamente correcto vs lo políticamente correcto.

En sí el ensamble actoral y artístico es excelente (tú no Ansel Elgort). Cada uno aporta cosas interesantes e innovadoras a sus personajes, en lugar de hacer un copy paste de las versiones anteriores. Ariana DeBose, en el papel de Anita, es la revelación de la película y ha estado arrasando con todos los premios a los que ha estado nominada (seguro es el único Oscar que se llevará “West Side Story”), y aunque mi querida Ari ya tenga años de arduo trabajo en Broadway (estuvo en “Hamilton”, con eso les digo todo), es muy reconfortante ser testigos del constante reconocimiento a su talento triple threat actualmente. La desconocida Rachel Zegler, quien obtuvo el papel de María con tan solo 17 años y sin haber salido si quiera de la preparatoria, también hace un excelente performance (excepto la escena final que me parece súper mal lograda y bastante desafortunada); tiene una voz asombrosa y un carisma natural y fresco que se agradece. David Álvarez, que ganó un Tony a sus tiernos 13 años por el musical “Billy Elliot”, hace un extraordinario papel como Bernardo, con toda esa fuerza y coraje, y no me explico por qué no estuvo ni está nominado a nada porque actúa re bien, canta re bien y baila re bien. Tenemos también al veterano de Broadway Mike Faist, quien interpreta a Riff y no sé cómo hace para que lo ames y odies al mismo tiempo y, por último, mi adorada Rita Moreno que a sus 90 años está más espectacular que nunca. Recordemos que ella interpretó a Anita en 1961 y es increíble que haya formado parte también de esta nueva versión, no solo como actriz, sino como productora ejecutiva. Su rendition de “Somewhere” es tierna y fabulosa. Del Ansel Elgort ese, lo único que voy a decir (porque no se merece siquiera ser mencionado en mi artículo) es que es un tronco y que, el tarado sí canta bien.



He leído por ahí que, para que realmente esta nueva versión de “West Side Story” fuera considerada un éxito, tendría que recaudar unos 300 millones de dólares al tener una inversión de 100 millones. La recaudación fue de solo 75, lo que instantáneamente la hace un fracaso de taquilla. Originalmente estaba previsto que se estrenara en diciembre de 2020 pero, algo llamado COVID-19 se interpuso en el camino y decidieron recorrer el estreno hasta diciembre de 2021, cuando en nuestro imaginario ignorante e inocente, las cosas supuestamente ya deberían estar más tranquilas entorno a la pandemia. Pero, nadie contaba con esas latosas y múltiples variantes del virus y el pasado diciembre, no me van a negar que OMICRON estaba al tope. Ese fue un factor que sin duda impactó la taquilla, aunado a que muchas de las personas que son muy fans del musical (tanto de Broadway como de la película), son en su mayoría gente mayor que definitiva, no iba a arriesgarse a asistir a una sala de cine. Pero, creo que además de todo esto, hay otro factor que influyó en esos números rojos de la película y en las críticas muy, MUY variadas de la audiencia: la historia. Si bien los temas de desigualdad, territorialidad y racismo siguen muy vigentes (y más en una nación como la de los gringos), la historia entre Tony y María es brutalmente incómoda e inverosímil. No sé qué tanto ya es viable y creíble esta narrativa del amor a primera vista, ya sea en un baile en un gimnasio o en un auto a punto de iniciar un viaje (WHAAAAT!), no sé ustedes, pero ya no va. Muchos pensamos que tal vez harían cambios sustanciales en la historia o al menos, profundizar más la historia de este par, pero ¡NO FUE ASÍ! Y entonces conflictúa muchísimo la última parte de película y le quieres dar unas cachetadas guajoloteras a María y gritarle que es una reverenda imbécil. Por último, tal vez también sea el hecho muy tajante de querer ver nuevas historias en pantalla y por eso, inconscientemente, la audiencia hace un boicot a los remakes.

“West Side Story” es más que una simple historia de amor entre una mujer y un hombre opuestos; es también una historia de amor entre hermanos, amor a la patria, amor entre amigos, amor por el pasado… el amor en todas sus variantes, pues. Yo tengo que confesar que disfruté mucho la película y me da como penita ajena que, tras el inmenso esfuerzo de todos y cada uno de los que trabajaron en ella, sea considerada como un fracaso y sea muy poco reconocida en esta temporada de premiaciones en Hollywood. Así que díganme ustedes si pudieron contestarse alguna de las dos preguntas que lancé al inicio de este artículo. Creo que ni yo pude jajaja. Pero bueno, como siempre, no hay como que cada uno vea esta nueva versión y genere sus propias opiniones y discusiones así que, en cuanto puedan/quieran, ¡véanla!


¡Ay! Pero no solo vean el trailer, vean “America” que seguro les anima más y estarán tarareándola todo el día.

 

Letrinas: Los pepenadores

Los pepenadores

Por Carla Lamoyi

 

“No soy lo que soy, soy lo que hago con mis manos...”

― Louise Bourgeois


Alejandro entró corriendo al taller y le agarró la mano a Claudia para que lo acompañara para sacar algunas maderas del volquete del estacionamiento. El camión contenía todas las maquetas de posibles edificios y ejercicios constructivos que habían producido los estudiantes de arquitectura durante un cuatrimestre. Era el principio del invierno y yo los observaba desde el calor de los muros y la seguridad de la ventana. Vistos desde ahí, parecían dos perros hambrientos a los que su dueño les ofrece un enorme pedazo de bife. Si hubieran tenido cola, la hubieran movido de la emoción; no podían creer la cantidad de material que había en ese lugar, gratis, a su disposición. Después de adentrarse en la basura y revolverla, Clau, quien traía una sudadera enorme que no era suya, agarró tres tablas medianas, Ale un montón de maderas grandes, y entre los dos llevaron todo al taller.

Me llamo Carmen. Hace dos meses cumplí un año de haberme mudado a la ciudad para estudiar un posgrado en arte. Juana dice que la primera vez que me vio sentada dibujando en el taller, pensó que era una creída. Pero yo le digo que me veía así porque estaba nerviosa. Me considero más bien tímida, pero de convicciones claras. En mi opinión, no es buena idea revelar la personalidad ni las manías cuando recién se conoce a un grupo de personas; primero hay que tener confianza. Por eso soy discreta con el tema de mi obsesión por juntar papeles nuevos, arrugados, viejos, pedazos de servilletas, finos de algodón, restos de envoltorios de distintos colores para dibujar sobre ellos situaciones ficticias de la vida cotidiana. Montículos y montículos de aplanados trocitos de árboles muertos que he recolectado a través de los años, que he cargado conmigo de una mudanza a otra. Tengo closets, escritorios, cajones llenos, e incluso los pongo abajo de la cama, entre la ropa, entre mis tenis y mis botas de lluvia. Son tantos que no caben. Es que cada papel tiene la memoria de lo que fue antes, las huellas de todas las manos por las que ha pasado y yo he decidido dibujar esas manos sobre esas superficies, como un homenaje: manos que tocan papel, papeles que tocan manos, manos que se dibujan a sí mismas dibujando manos sobre un papel.

Cuando entré por primera vez al taller de la universidad que queda al fondo del patio, en el lugar más recóndito del predio, todo el espacio lucía limpio, los de mantenimiento habían eliminado los rastros de vida de los artistas anteriores. Las paredes habían sido repintadas, los estantes y los lockers vaciados, y las mesas y sillas estaban todas apiladas en una esquina. Tenía todo el espacio disponible para escoger, decidí ocupar una mesa de trabajo de uno cincuenta por un metro, y coloqué los papeles grises y los plumones, luego los papeles marrones y las plumas negras, y después los trozos amarillentos y los lápices. Comencé a dibujar.

De una semana a otra llegaron los demás, primero Ale y Claudia, después Hugo, Roberto, y por último, Juana. El espacio del taller, que era un galerón, se dividió por secciones y cada quien tomó su área de trabajo. Nos podían encontrar ahí de lunes a viernes y a veces también los sábados. Sentada desde mi mesa de dibujo, dedicaba unos segundos de mi día a la tarea de la contemplación y al análisis de los movimientos de mis compañeros.

Clau, metódica, de horarios y listas, aunque también desordenada, olvidadiza y torpe, operaba contra su naturaleza caótica, y como si se impusiera a sí misma un castigo, dibujaba con escuadra y lápiz 2h sobre papel calca, tratando de no mancharlo, cosa que casi nunca lograba. En su cara se veía la frustración. Sus dibujos eran un esfuerzo por ordenar el desastre, lo roto, y lo descompuesto, quería registrar de la forma más exacta los escombros.

En cambio, Alejandro era un obsesivo del internet y como su compu se había dañado llegaba temprano para usar la que había disponible en el taller, buscaba cualquier convocatoria abierta para mandar una propuesta de proyecto. Decía que el vaporwave, un género de música electrónica, un estilo artístico y un meme a la vez, era algo así, como la esencia de sus obras. Después de ver varios videos riendo solo, se levantaba con un impulso y daba vueltas hasta que decidía tomar su aerógrafo, espuma comprimida, cera, tablas, malla de gallinero, o su material predilecto de turno y creaba con violencia y fuerza una imagen o una escultura. Luego, insatisfecho, volvía a sentarse frente a la computadora a poner alguna musiquita de bit.

Roberto era el artista emergente del momento. Exudaba calma a pesar de que era común que tuviera alguna exposición en puerta o algún deadline; la mitad de su tiempo lo ocupaba diseñando estructuras de hierro y artefactos que mandaba a producir y la otra mitad trabajando con yeso, moldes de alginato y piedras. Ensamblaba las partes para formar dioramas, naturalezas muertas que eran activadas por algún performer.

Juana, la artista más jóven del grupo, que también era pequeñita y de carácter fuerte, pintaba imágenes lúgubres con gran velocidad sobre lienzos que eran de mayores dimensiones que ella. Se subía en un banco para alcanzar con largos brochazos la parte superior de las telas y después de unas horas, agotada, se armaba una cama con almohadas debajo de una mesa para tomar una siesta.

Hugo era un vago que idolatraba a Guy Debord y los Situacionistas, esos europeos que solo caminaban y teorizaban. Ansioso y un tanto impredecible, cambiaba de lugar de trabajo como si tuviera pulgas en las nalgas y se sentaba a platicar con quien lo dejara. Esas conversaciones sobre derivas, a menudo quedaban plasmadas en los mapas que dibujaba con carbones en un cuaderno rayado.

Era fascinante, el tiempo pasaba distinto para cada uno de ellos. Se podían ver la inmediatez y la persistencia, la tranquilidad y la ansiedad, la planeación y la espontaneidad, confrontadas en el mismo lugar. Lo que tenían en común es que eran transparentes, su sentir era visible. Las emociones salían de sus cuerpos como un gas pesado que impregnaba todo el taller dejando una extraña sensación atmosférica con la que cualquiera que entrara en ese espacio tendría que convivir. O por lo menos eso sentía yo. Al igual que los objetos, las emociones se quedaban ahí y se acumulaban en el aire.

Hugo, a quien por cierto conocía desde hace tiempo, instintivamente comenzó a recolectar en sus paseos por la ciudad, puertas, marcos, ventanas, pedazos de casas y restos de muebles como patas de camas y trozos de cabeceras. Los llevaba al taller para quemarlos y convertirlos en carboncillos gigantes que usaba para trazar mapas y escribir sobre las paredes a manera de acción.

Para hacer los calcos de partes del cuerpo con los que trabajaba regularmente, Roberto metió setenta y cinco sacos de cemento que ocuparon la cuarta parte del taller formando una especie de barricada. Cuando le pregunté sobre la procedencia de ese material, me dijo que había invertido la mitad de la beca que tenía. Ale encontró un tutorial de YouTube para fabricar con las maderas que había sacado del volquete una termoformadora casera; una máquina que se usa para modelar láminas de plástico –su nuevo material favorito–, por medio de presión al vacío y temperatura. La elasticidad del material le obsesionaba.

Juana decidió pintar el interior de la casona de su infancia en dimensiones reales. Una tétrica escenografía con la que tapizó del piso al techo del taller. Por su parte, Claudia transportaba ladrillos y baldosas rotas que cargaba en su mochila, los clasificaba, los medía y los pasaba a dibujo técnico con ayuda de un escalímetro. Entre el grafito y el polvo de ladrillo, el papel invariablemente se le ensuciaba; lo intentaba borrar desesperada para dejarlo impoluto, y ante su fracaso lo hacía bolita y volvía a empezar. Yo aprovechaba y tomaba esos papeles despreciados, los alisaba y amontonaba en mi mesa. Cuando la mesa me era insuficiente me trasladaba a otra y cuando ésta se llenaba de nuevo, tomaba otra más, y así hasta que ocupé todas las mesas que había disponibles e incluso tuve que buscar otras por la universidad. Los montones de papel eran tan altos que quedé oculta tras mi propio bosque. Todo eso pasaba mientras que las emociones se continuaban apilando en el aire.

Durante el proceso en el que Roberto preparaba la mezcla de yeso y cemento con agua en una tina, el polvo flotaba acumulándose en las paredes y salpicaba el suelo, formando una gruesa capa de materiales que daban la impresión de ser cráteres lunares. Los pedazos de muebles recolectados de Hugo ya no satisfacían su deseos, no tenían las formas adecuadas que él buscaba para crear sus carboncillos gigantes. Empezó a destruir el mobiliario del taller, lo golpeaba contra la pared o se valía de una sierra de mano o un mazo o alguna otra herramienta para desmembrarlo. Las autoridades universitarias notaron los destrozos y lo llamaron para darle una circular membretada donde le pedían atentamente que parara de dañar las instalaciones o de lo contrario, sería expulsado.

Cuando yo llegaba para seguir dibujando manos en mi bosque de papel, me encontraba con la mesa ladeada y coja, y todos los papeles volcados sobre el suelo, incluyendo el documento oficial que Hugo me había dejado para que dibujará sobre él. Entonces tomaba los ladrillos clasificados de Claudia para hacer una pata postiza y volvía a apilar todo. Clau se ponía histérica y le echaba la culpa a Ale para hacerle un drama, aunque sabía que era yo la que le había arruinado el orden; luego regresaba a su obsesiva tarea, a seguir midiendo y dibujando un único ladrillo, sin que, por culpa de las manchas, pudiera avanzar de los primeros trazos. Sus bolitas de papel calco y la boronita de goma, iban formando montañas sobre el piso irregular, hasta llegar al techo del que colgaban las telas que Juana pintaba para aparentar cortinas. Éstas ocultaban las aberturas de las puertas y las ventanas haciendo que el tiempo fuera cada vez menos perceptible. Nos había introducido dentro del recuerdo de la casa de su abuela. La música que Alejandro ponía a alto volumen desde la computadora mientras modelaba en 3D, enfatizaba esa sensación de desfase temporal. Era como estar dentro de un videojuego.

Adoptamos nuevas formas de caminar. El polvo flotaba mezclándose con las emociones, los muebles eran convertidos en carbón, los ladrillos se volvían muebles, el papel y la basurita de la goma cubrían el piso llegando arriba de la rodilla. La tela colgante se abría y se cerraba como un telón y el olor del plástico calentado comenzaba a pasar desapercibido para nosotros. Las cosas caían y les asignábamos un nuevo lugar. Las almohadas llenas de baba cambiaban de sitio dependiendo de quien fuera el turno de dormir la siesta. Las tazas de café y té y los platos sucios del almuerzo también se amontonaban en los rincones del taller. Había hongos naranjas sobre algunos sándwiches viejos. Ya nadie prestaba atención ni se preocupaba por eso, ni siquiera Claudia, quien solía regañar a todos para que dejaran limpio. Ella solamente nos decía que parecíamos pepenadores, como los del fierro viejo, dedicados a buscar chacharas por la ciudad y materiales reciclados para vender. Tenía todo el sentido, queríamos transformar lo recolectado en arte y aspiramos a venderlo en una galería.

Decididos a recuperar hasta el mínimo desecho, comenzamos a levantar cáscaras de plátano, corazones de manzana, ardillas y ratas muertas y cualquier material orgánico que hubiera en la calle para preservarlo con resina. Tensábamos alfombras viejas llenas de polilla, para hacer lienzos. Con una espátula desprendimos pedacitos de pintura de las paredes para reacomodarlos como un rompecabezas sobre un gran pliego de papel. Entramos a escondidas a la bodega universitaria y sacamos todas las sillas y mesas rotas que habían sido guardadas para su mantenimiento, las quemamos para hacer una colección de carboncillos. Juntamos tuppers, tapitas de pluma y botellas de agua, olvidados por otros estudiantes; cualquier cosa de plástico que se pudiera derretir. Colillas de cigarros, pañuelos humedecidos, uñas, restos de muñecos, cabezas de porcelana, macetas, zapatos, pintura acrílica seca; cuando los agrupamos de la manera correcta se convirtieron en una bellísima escultura. Y como si fuera poco, nos pusimos a buscar en la vieja computadora tutoriales alquímicos sobre cómo multiplicar la materia.

El taller nos empezó a parecer chico, y en nuestro intento por difuminar las paredes hicimos hoyos con cinceles, fosas con los martillos, túneles con taladros, como si quisiéramos escapar de ese lugar, aunque lo que deseábamos era lo contrario: apropiárnoslo. Los clavos se volvían líneas y el escombro, sombras para dibujar en el espacio. Coordinados en una coreografía de acumulación; nuestras distintas formas de trabajo se habían sincronizado produciendo un caos colectivo. Nos subíamos en las mesas, a las sillas que no habían sido destrozadas y nos arrastrábamos por el suelo en las posiciones más incómodas para poner un objeto en un lugar preciso. Tomábamos turnos, reciclando la obra mil veces, pepenando las ideas y referencias que cada uno desechaba. Casi no comíamos, solo tomábamos café y fumábamos.

Hicimos tantos acomodos y combinaciones posibles de los objetos, que es imposible contarlas. No es por narcisista, ni por sobrestimar el talento de mis compañeros, pero estoy segura que si algún crítico de arte hubiera llegado a ver lo que estábamos haciendo, nos hubiera dado un premio, o por lo menos postulado para uno. Tal vez las emociones nos nublaron la vista y solo habíamos transformado el taller en un chiquero, porque en cambio, después de unos días de estar inmersos en ese proceso maniático, las autoridades universitarias nos expulsaron de las instalaciones y nos levantaron una demanda por hurto y daños a la propiedad privada.


Carla Lamoyi (CDMX, 1990), es artista visual y editora/escritora. Egresada de la Escuela Nacional de Pintura Escultura y Grabado “la Esmeralda”, CDMX y del Programa de Artistas en la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires. A partir de la investigación, la acumulación de imágenes y el uso de la ficción, su trabajo se centra en la idea de “editar” la historia para construir el presente y en pensar desde el cuerpo. De esta manera, sus proyectos combinan una serie de prácticas como el dibujo, la escritura, la publicación, el audio y la acción. Entre sus última exposiciones se encuentran “Olvida la rosas, dame las espinas”, una instalación sonora presentada en No Soy Basurero, CDMX (2021) y “Radio Archivo PVA: Sin andarse por las ramas”, obra digital comisionada para Archivo Digital Poesía en Voz Alta, Casa del Lago, (2021). Desde 2016, lleva la microeditorial FIEBRE Ediciones, dedicada a difundir prácticas creativas realizadas en Latinoamérica a partir de la década de los ochenta, con la cual ha realizado diversas publicaciones, además de proyectos expositivos, programas educativos y residencias. Ha sido becaria del FONCA (2014-2015), de la Cuarta Edición de la Beca adidas/Border (2014-2015), y beneficiaria de apoyo del PAC (2017-2018 y 2018-2019).

Letrinas: Minificciones de Franco García

Minificciones

Por Franco García 


Encuentros

Afuera hay una prostituta. Es joven y fea. Lleva puesto un vestido corto y ajustado. Su maquillaje es exagerado. A veces llora a escondidas. Nadie tiene interés en ella. Nadie.

— ¿Gustas algo de beber?

— No puedo, estoy en horas de trabajo. Qué bonito hotel.

Tiene quince años, vive a las orillas de la ciudad, su madre la echó de casa porque salió embarazada; sueña con ser enfermera.

— Tengo leucemia. No más de un mes de vida.

— ¡Y tan joven! Mira qué semblante. Conozco a un yerbero que lo cura todo. A mí me ha curado de algunas enfermedades. Te puedo llevar con él.

Tirita de frío y se mete a la cama; enciende un cigarrillo.

— Mi hijo pesó casi cinco kilos, ¿sabes? Es lo más hermoso que haya visto.

Le quito el cigarrillo y lo arrojo al suelo. Luego apago la luz, la beso en la mejilla y me meto a la cama con ella.

— ¿No te desnudarás?

Niego con la cabeza. Acaricio su rostro, su cabello, su espalda. Suspira y se echa a llorar.

— ¿Y cobra caro el yerbero?



Corredores

Después de seis cuadras pude alcanzar al chico. Resultó más veloz de lo que pensé pero me bastó con meterle el pie para que cayera al suelo. Hacía tiempo que no corría tanto y pese a mi cansancio, lo golpeé tan duro que le quebré los dientes y le molí los ojos. El chico tenía quince años y nos había robado las carteras y los celulares. Alondra se desangró a causa de la puñalada en el vientre. Actualmente el chico cumple su condena, usa lentes oscuros y mastica con una prótesis barata. Todas las mañanas salgo a correr para estar en condición.



Estrella tropical

Cada día la violencia en Acapulco va en aumento y arrasando indistintamente: infantes, jóvenes, ancianos, mujeres. La población está desesperada, temerosa y sobrevive de limosnas turísticas. La pobreza en que se encuentra es el testimonio de un paraíso desencantado. Con guitarra en mano, Tico sube a los urbanos para ganarse la vida; los pasillos estrechos son su escenario favorito. Al ritmo de cumbias, chilenas, rancheras o boleros, da lo mejor de sí en cada rasgueo, vibra su alma. Entre aplausos y gritos, los pasajeros lo admiran y respetan. Recibe las monedas y se baja agradecido, persignándose. Tico sueña con ser un gran músico algún día y huir de la miseria. Después de una larga jornada laboral se marcha abatido mas no derrotado. Durante el trayecto a su casa no deja de tocar su guitarra bajo la luz de la luna y el frescor de la noche. Pese a lo que enfrenta Acapulco, no le teme a nada, sólo el amor a la música importa. A lo lejos se escuchan disparos, patrullas y ambulancias, pero el escándalo ocurrido no supera al de su pecho.



Caníbal

Llevaba varios días perdido en el desierto, sin probar bocado e ingiriendo sus orines. El american dream parecía fuera de su alcance. Dicen que el ser humano puede sobrevivir más sin comer que sin beber agua, excepto que él tenía hambre y ni una serpiente ni un ave asomaban por el lugar. Las energías se le agotaban. Maldijo al pollero que lo abandonó a su suerte. Se colocó debajo de unos arbustos para ocultarse del sol y pensar cuál sería el siguiente paso. Luego sacó la navaja que le había regalado su hijo antes de partir. “Para cualquier emergencia”. Si se suicidaba, sería un cobarde y su familia quedaría desamparada económicamente. El estómago hacía de las suyas, necesitaba proteínas y no dejaba de mirarse las manos mientras blandía el arma. Cada que va a un bar en Sedona siempre inventa una historia de cómo perdió algunos dedos de las manos en sus diversos trabajos.



La marcha de los marxistas

“Perdimos la guerra, camaradas”, dijeron entre suspiros. Luego, siendo un poco más optimistas: “Mejor vayamos por cervezas”. Alguien llevaba todavía cigarros de marihuana y unos viejos panfletos escondidos en su portafolio. Una vez dentro del bar, recordaron en voz alta algunos fragmentos del Manifiesto del Partido Comunista y disimularon su derrota a carcajadas. Cansados de una larga jornada laboral, tomaron sus sacos, pagaron la cuenta y se fueron orgullosos de generar el plusvalor.



El ecobromista

Ser payaso es un trabajo divertido, dijo el economista al concluir su cátedra de Teoría de Juegos.



Influencer

El dictador impartía tutoriales de golpes de Estado en su canal de YouTube. Recibió el Premio Nobel de la Paz por sus nobles contenidos.



Undertaker

Enterró profundamente su corazón en el olvido para no encontrarse a sí mismo.



El samurái

Decapitar es pan comido, dijo el samurái. Todo depende del filo de mi lengua.



De viaje

— ¿Y qué piensas hacer cuando te descubra tu esposo? — dijo el amante mientras se abotonaba la camisa.

— Irme de viaje — dijo la esposa, cepillándose el cabello frente al espejo.

— ¡Pero a dónde! — insistió el amante, preocupado.

— A la chingada.


Franco García (Guerrero, 1987). Economista por la UNAM. Ha publicado en Punto de partida, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Zompantle, Palabrerías, Capote, Enpoli, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.

Letrinas: Superficie inexistente


Superficie inexistente

Por Priscila Rosas Martínez

Creo que el primer nombre que pensamos fue Pensilvánica. Sí, Pensilvánica. ¿A poco no suena genial? Pues fue idea mía. Se me ocurrió porque la familia de Beto es de allá. Recuerdo que nuestra primera conversación se trató de eso, cuando íbamos en segundo de preparatoria. Cierta clase, el profesor quiso saber quién hablaba inglés y Beto y otras dos muchachas levantaron la mano. Disque querían hacerse las bilingües, pero el único era él y el profe le preguntó dónde había aprendido. Beto dijo que su mamá era american citizen.

A mí nunca me ha dado pena preguntar las cosas, así que cuando acabó la clase, me le acerqué para saber qué significaba eso tan chistoso que había dicho. Es cuando naces en el otro lado, me dijo, y le pregunté si él también era emerican sitisen, pero me dijo que no, que él era de aquí, de Ensenada. Me contó que su mamá venía de Pensilvania y también me tuvo que explicar dónde quedaba eso. Resultó que su papá estudió allá, conoció a su mamá, se casaron y toda la cosa, y luego se vinieron para acá a manejar un negocio de vino.

No sé cómo salió en la plática la música en inglés y la música en español. Yo le dije que casi no me gustaba la música en inglés porque lo más bonito de una canción es la letra y si no le entiendes, no tiene sentido. Él me dijo que su banda favorita en español era Soda Stereo y entonces le dije que la mía también. Y listo, nos hicimos amigos.

La verdad, creo que eso sucedió en el momento más oportuno para los dos. Como él era nuevo y no conocía a nadie, y como yo me la pasaba trabajando después de clases, ninguno tenía más amistades. Ese mismo día me invitó a su casa, me dijo que tenía una colección grandísima de revistas donde aparecía Gustavo Cerati y, como aquel era mi día libre, le dije que estaba bien. Agarramos el camión afuera de la prepa y nos bajamos por Valle Dorado. 

Tremenda casota. En cuanto entré, lo primero que me pregunté fue por qué Beto estaba en una prepa pública. Tenían alfombras y candelabros y espejos por todas partes, hasta de esas tazas que ahorran agua en los baños. Subimos y me enseñó las revistas, que sí eran geniales y todo, pero quedaron en segundo plano cuando vi qué más tenía en su cuarto: una batería, su propia batería, enorme y completita.

Me confesó con mucha pena, haciéndole como si estuviera bromeando, que algún día le gustaría formar parte de una banda. Y yo le confesé, sin nada de pena, que algún día me gustaría formar mi propia banda. Fue muy gracioso, porque en ese momento nos quedamos callados, viéndonos el uno al otro. Nuestro grupo musical había nacido.

         ***

La segunda propuesta que consideramos fue Love to go. Obvio fue idea de Beto, él era el del inglich. Creo que se le ocurrió una vez que estábamos hablando de mi empleo como repartidor de pizzas. Le conté que me gustaba porque en ninguna otra clase de trabajo te ordenan manejar una moto lo más rápido que puedas. Esa misma razón fue por la que renuncié tiempo después, cuando ya tenía demasiadas cosas rotas adentro como para arriesgar a romperme las de afuera. Pero esa tarde yo le dije que era una gran idea y Beto lo anotó en su cuaderno especial para notas, ese que luego agarramos como una especie de diario de la banda.

Era la noche de nuestro primer ensayo. Beto le había pedido permiso a su mamá para tocar en la casa, incluso me presentó con ella y todo. Traté de ser amable, pero hasta hoy sigo pensando que esa primera vez que me vio, hizo cara de fuchi. Había llevado mi guitarra, la vieja y confiable acústica que me heredó mi jefe, aunque no niego que me dio un poco de pena sacarla de la funda ahí enfrente de Beto y la batería brillando nuevecita.  Pero ya estoy ahorrando para una eléctrica, le dije, y además la vieja confiable aún truena como si estuviera recién estrenada.

Ese fue el día que conocí a Evelyn. Llegó más noche, cuando ya llevábamos rato dándole a Persiana Americana. Mira Mani, ella es mi novia Evelyn, me dijo. Evelyn, él es mi amigo Manuel, del que te conté, le dijo a ella. Nos saludamos de mano, era poquito más alta que yo, de ojos y pelo canela. Todavía recuerdo que por un segundo me quedé viéndola atontado, pensando que era obvio que una chava tan guapa como ella saliera con alguien como Beto, todo güerito y, además, de dinero. Muchachas así no se fijan en hombres como yo, pensé, que soy prieto, flaco y vivo en la Chapultepec.

Fue divertido que Evelyn se sumara, porque era chistosísima e hizo que lo que restaba del ensayo se pasara volando. Nos hicimos amigos rápido y cuando ya me iba hasta me pasó su contacto, Beto no dijo nada. La bronca fue cuando llegó su papá. Venía del trabajo y como que Beto ya se las sabía, porque en cuanto escuchó que estacionaba el carro, se puso muy nervioso y nos pidió que le bajáramos dos rayitas a nuestras carcajadas.  

No sirvió de nada, porque de todos modos su jefe terminó entrando al cuarto, rojo como tomate. Ya me había dicho Beto que a su papá no le gustaba que tocara la batería, que era muy poco tolerante al escándalo y que, en todo el mundo, él era al que menos le interesaba el rollo del indie-rock. Esa misma noche pude comprobarlo con mis propios ojos, porque entró gritándole como si ni Evelyn ni yo estuviéramos ahí.

En la vida, ningún sermón me ha dolido tanto como la regañada que le metió su papá esa vez, y eso que ni siquiera me hablaba a mí. Ya fue suficiente, le gritaba, ya deja de perder el tiempo en pendejadas, y yo nomás miraba a Beto hecho bolita sobre el banco, como queriendo esconder las baquetas con el cuerpo. En su lugar, yo sí me hubiera agüitado después de semejante regañón, pero para Beto, que ya estaba acostumbrado, representó otro motivo para echarle más ganas a la música. Desde esa ocasión, procuramos empezar los ensayos más temprano para terminar antes de que llegara su papá.

***

Equis equis asterisco se nos ocurrió estando borrachos. La verdad ya estábamos medio frustrados de no encontrarle un nombre apropiado al grupo, por lo que nos comprometimos a que todas las ideas que pensáramos, así fueran las más tontas, tendríamos que considerarlas.

Fue una vez que invité a Beto a una reunión de mis primos. Como que tenía poca experiencia en fiestas, porque desde que llegamos estaba todo perdido y la verdad sí se veía medio fuera de lugar. Tampoco tenía experiencia con el alcohol, pero eso lo supe demasiado tarde, cuando ya le había puesto en la mano vasos de todo. Me sentí responsable de que se empedara tan rápido, por eso lo anduve cuidando el resto la noche, digo, por si se vomitaba o algo así.

Alberto era de esos borrachos que sueltan todas sus verdades, aunque no se las pregunten. Empezó a abrazarme y a decirme que yo era la persona más genial que había conocido, que era su mejor amigo, que no iba a dejar de hablarme, sin importar que sus papás se lo pidieran. Eso me llamó la atención y empecé a sacarle la sopa; terminó confesándome que yo no le caía ni tantito a sus jefes y que pensaban que terminaría abandonando la escuela influenciado por mis ideales de música.

Después se la pasó hablando sobre cuán insoportables eran su papá y su mamá. Querían hacerlo estudiar una ingeniería y despuesito mandarlo a Pensilvania con la familia de su mamá, para que luego regresara y dirigiera los viñedos de su papá. Pero yo no quiero eso, decía, llorando sobre mi hombro y limpiándose los mocos con mi camiseta.

También me habló sobre cómo las cosas con Evelyn habían cambiado, que ya no era lo mismo que antes y que presentía que iban a terminar. Al escuchar eso, me sentí un poco culpable, porque las últimas semanas Evelyn y yo nos habíamos mensajeado mucho. En realidad no tenía culpa de nada en específico, pero de todos modos me tomé otras cuantas botellas para deshacerme de la sensación. Al final terminamos llorando los dos, luego riendo, luego volviendo a llorar, haciéndonos la promesa de llegar a ser famosos en el futuro.

Ya bien de madrugada, cuando quisimos llamar un taxi para que Beto regresara a su casa, ni él ni yo podíamos marcar bien la digitación. Yo seleccionaba puros gatos, él puros asteriscos y en la pantalla solo aparecía una equis con cada número equivocado.

***

Creo que fue el último año de la prepa cuando yo sugerí Pecado Siniestro. Lo sé, es bastante malo, pero también lo era la banda en aquel momento. Seguíamos practicando en la casa de Beto, no tan seguido como antes. Desde que me dijo lo de sus papás fui más consciente de ello, prestando atención a cómo me miraban, a la forma en que se referían a mí. Su desagrado era evidente, sé que Beto también lo notaba. Supongo que de verdad me consideraban una mala influencia para su hijo.

Lo único bueno de ensayar en su casa era que podía ver a Evelyn. Se pasaba casi todas las tardes con nosotros, escuchándonos tocar, desafinar y volver a intentar. Ahora que lo pienso, creo que fue por esos días que Beto empezó a ponerse más serio. Como que ya no quería echarle las mismas ganas a la batería, porque azotaba los tambores sin emoción.

Nuestras canciones empezaron a sonar más sosas, pero no me atreví a decirle nada. En su lugar, lo platicaba con Evelyn, que opinaba lo mismo que yo. Ella también estaba preocupada por él, pero sabíamos que, si su cambio de actitud se debía a los problemas con sus papás, no nos podíamos meter.

Un fin de semana, Beto me avisó que se cancelaba el ensayo porque iba de viaje a Estados Unidos. Fue ese sábado en la tarde que Evelyn me escribió, diciendo que le daba lástima lo de la reunión porque tenía ganas de verme. Yo le dije que nos podíamos ver de todos modos, si esperaba a que saliera de trabajar. Así que esperó y salimos.

Primero fuimos al cine, luego le invité una nieve y ya en la noche la acompañé hasta su casa. No quiero que se malinterprete, yo hacía todas esas cosas porque era mi amiga y los amigos se tratan bien entre ellos, ¿no? Pero admito que después sí nos pasamos. No había nadie en su depa, me invitó a pasar y no me negué. Estuvo increíble, pero solo por un rato, porque después nos cayó el veinte de lo que habíamos hecho. Entonces me dijo que si yo no decía nada, ella tampoco lo haría. Así quedamos.

Y ninguno le dijo. Bueno, yo no le dije y ella dice que tampoco. Después tuve la sensación de que Beto se había dado cuenta de todas formas.

***

Del último nombre para la banda me enteré por casualidad, revisando el cuaderno. Esos últimos meses de preparatoria fueron raros, como que ya no sabíamos muy bien a dónde pertenecíamos. Venía el examen para la universidad, todo mundo andaba bien nervioso. Yo iba a aplicar para música, Beto para ingeniería en la universidad privada. Después de esa noche de la fiesta, no volvió a comentarme nada sobre lo que quería y lo que no quería hacer con su vida y yo tampoco volví a preguntar.

No sé qué sucedió, no sé explicar por qué las cosas se pusieron tan extrañas. Ya un par de meses antes de la graduación habíamos suspendido los ensayos; sinceramente, se había vuelto muy incómodo si quiera pararme por su casa. Beto sabía que no me sentía bien estando ahí y dejó de invitarme. Se volvió muy distante por esos días, como muy desganado. Yo sabía que le estaba pesando lo de sus papás y tener que irse a estudiar lejos, así que mejor le di su espacio, para que meditara y toda la cosa.

Bueno, admito que también me alejé porque me sentía culpable de lo sucedido con Evelyn. A ella ya no la veía y tampoco nos mensajeábamos. Hasta después me enteré de que rompieron justo unos días antes de las vacaciones de verano. Me parece que él la terminó a ella, no sé los detalles.

Al principio fue muy solitario, tanto para él como para mí, porque estábamos acostumbrados a ser la única compañía del otro. Con las semanas nos fuimos rodeando de otra gente, buscándonos menos y alejándonos más, hasta que llegó el día en que ya ni nos hablábamos. Yo siempre procuré mínimo saludarlo, aunque después de un tiempo le perdí la pista. De lo que fue de él las semanas siguientes a la ceremonia de graduación, no supe gran cosa.

Creo que había pasado un mes exacto cuando Evelyn me llamó por teléfono. No hacía mucho calor, pero la humedad era horrible. Lo recuerdo porque estaba sentado en el patio de mi casa ensayando una canción y la guitarra se me resbalaba de las manos sudadas. Sonó el celular, contesté y hablamos casual un rato, cómo estás, cómo te va, qué has hecho. Pero sonaba rara en la línea y le pregunté qué tenía, que si había pasado algo. Me preguntó si era una broma. Le pregunté por qué tendría que ser una broma.

Y me lo dijo. Y luego yo le pregunté si era una broma.

Pensó que sabía, pero le dije que no, que no sabía, porque nadie se había tomado la molestia de avisarme. De avisarme que hacía una semana, dieron a Beto por muerto. De avisarme que hacía una semana, Beto se había matado.

Resultaba que la noche de un jueves se había despedido de su mamá y de su papá como si nada, avisando que se llevaría el carro porque iría a visitar a Evelyn. Sus papás le dieron permiso y así salió de su casa, no hacia el depa de Evelyn, sino en dirección a la playa.

Habían encontrado el coche estacionado a la mañana siguiente, con las puertas abiertas y la llave puesta. Al parecer, donde comienza la arena había tres o cuatro huecos bien profundos, símbolo de que alguien se había llevado las piedras semi enterradas. Todos piensan que Beto las tomó y las cargó en su mochila, que no pudieron encontrar en la casa. Sus papás quisieron creer que había sido una especie de accidente, pero los converse a la orilla del mar sugirieron otra cosa. Buscaron algunos días, pero no encontraron el cuerpo. Finalmente, sus padres hicieron un pequeño funeral en su casa, al cual no fui invitado. Ahora que lo pienso me indigna, pero en ese momento que Evelyn me lo dijo por teléfono, no pudo importarme menos.

Aquella tarde fue irreal. Colgué y no sentí tristeza, no sentí enojo, no sentí nada. Estaba como ido, como si me hubiera golpeado la cabeza, incluso quería reír por lo increíble de la situación. Suicidio, qué loco, pensé. Y luego me dije que no podía ser posible porque Beto no era tan valiente, así que lo llamé por teléfono. No contestó. Había tono de llamada, por lo que marqué una y otra vez, seguro de que a la siguiente alguien iba a contestar, de que él iba a contestar, diciendo que se había quedado dormido o algo, pero nada.

Sin pensarlo, dejé la guitarra a un lado y salí a la callé. Caminé y caminé hasta su casa, que quedaba demasiado lejos de mí en todos los sentidos. Caminé hasta que se hizo de noche y me reventaban los pies. Caminé hasta estar parado una vez más frente al porche de esa mansión grande y bonita, sin miedo a tocar el timbre aunque todas las luces estuvieran apagadas. De verdad esperaba que Alberto abriera, me preguntara qué estaba haciendo ahí a esas horas de la noche y tal vez me invitara un vaso de agua o me cerrara la puerta en la cara, cualquier cosa hubiera estado bien.

Pero nada sucedía. Todos los autos estaban ahí, así que toqué el timbre como loco hasta que su mamá apareció. Y en cuanto vi su cara, dejé de pensar que Alberto estaba ahí adentro con ella, en algún lugar de la casa o en algún lugar del mundo. Me miró y no dijo nada. Siento que ella también se dio cuenta de muchas cosas al verme. Nos quedamos mirando un buen rato, antes de que preguntara qué se me ofrecía.

Se me ofrece ver a su hijo, quise decirle, pero a esas alturas sentí que debía dejar de hacerme el tonto. En su lugar, con la voz que me quedaba, le pregunté por el cuaderno. El cuaderno de Beto, ese en el que apuntaba los ritmos que ensayábamos, las canciones que componíamos y todas las ideas geniales suyas y mías. El cuaderno que sabía que no le dejaría a nadie más que a mí, aunque la banda se hubiera disuelto.

Por un momento pensé que no me lo daría, porque cerró la puerta y me dejó solo afuera, sin saber bien qué hacer. Debía regresar a mi casa, mi jefa me estaría esperando porque no le avisé que me iba y además había dejado el celular. Pero la mamá de Beto regresó con el cuaderno en la mano. Toma, me dijo y luego no dijo nada más. Se regresó adentro y desde entonces no la he vuelto a ver.

Después de ese día vino lo feo. Vino todo lo que sucede cuando pierdes a alguien, cuando te das cuenta de que está bien muerto, que jamás podrás verlo de nuevo y encima, que jamás recordarás cuándo fue la última vez que lo viste, qué fue lo último que le dijiste. Muy difícil es vivir en lo feo y mucho más difícil es escapar de ahí. Después de un año, yo sigo esperando que alguien venga y me diga dónde está la salida.

Pero esa noche me senté en la banqueta, bajo un poste de luz, a checar el cuaderno de Beto. Hoja por hoja, revisé el historial de nuestro grupo sin nombre y todos nuestros intentos fallidos por bautizarlo, nuestros versos chuecos y los recortes de Cerati pegados con saliva. Llegué a las últimas anotaciones, parecían de unas semanas antes del incidente. Había muchos borrones, pero se alcanzaba a distinguir algo que Beto escribió en un último esfuerzo por encontrarle nombre a la banda. Con solo dos palabras, era el peor de todos y al mismo tiempo, el perfecto. Más aun, me dio la sensación de que aquel había sido nuestro nombre desde el principio.



Priscila Rosas Martínez, de 22 años, es originaria de Mexicali, Baja California, y estudiante de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación. En 2018, fue becaria del Instituto de Cultura de Baja California y colaboró en una de sus antologías de cuento. Ese mismo año, ganó el Primer Concurso Estatal de Ensayo Joven de la revista El Septentrión. En 2020, su cuento "Cenizas" fue publicado por la Revista Plástico y obtuvo el primer lugar en el concurso de ensayo de la Facultad de Ciencias Humanas, UABC. Ha participado en talleres de escritura creativa con artistas de la región, además de ser invitada a varios encuentros de escritores como Tinta Fresca o Tiempo de Literatura. Recientemente, fue seleccionada nacional para la primera estancia literaria “Muros de Agua José Revueltas”, que se llevó a cabo en Islas Marías. Es correctora de la Revista Cultural Escafandra y guionista audiovisual para “Aliadxs Cimarronxs”, grupo creado para la atención y prevención de la violencia de género. Actualmente se encuentra de intercambio en Grenoble, Francia.

Beirut: un combo de tradiciones, cultura y viajes sonoros por el mundo

Por Diego Vázquez |


Zach Condon es el nombre de pila del artista oriundo de Santa Fe, Nuevo México: Beirut; quien desde el 2006 ha gestado nueve materiales, entre discos cortos y LP's.

La conexión que existe en su música es multicultural, abarca desde el folk hasta el barroco. No en vano el músico de 35 años adoptó Beirut en honor a la capital de Líbano, por su encuentro.

En cada uno de sus álbumes, Beirut incursiona con algún género, este multi-instrumentista no escatima en ritmos e incluso se ha nutrido de sonidos de México, como fue el caso de su álbum March of the Zapotec and Real People Holland, un disco doble influenciado por música de Oaxaca, donde el mismo Condon visitó nuestro país para apropiárselo en este álbum.

Una muestra de que para Beirut no existen fronteras, mientras se trate de proceso creativo sonoro. Su música es un combo de tradiciones, culturas y viajes, de los cuales el músico se queda con algo.

El talentoso Zach Condon, dejó pasar dos años desde la salida de su material Gallipoli (2019), ese disco donde prolifera el folk con aires balcánicos en el que, a lo largo de doce temas, hace un recorrido geográfico sonoro.  Gallipoli pone un pie en el pop y en el neofolk contemporáneo.


Después de ese celebrado material, Beirut, ha vuelto con un interesante álbum recopilatorio: Artifacts (Pompeii Records, 2022), una extraordinaria obra, a manera de compendio, de homenaje por estos 16 años de trayectoria. Si pudiéramos hacer un largometraje de su vida este sería el soundtrack perfecto.

El material está divido en cuatro partes, este se resume a trabajos iniciales y lados B. Conformado por 26 canciones, Beirut desempolvó canciones para guardarlas en este disco. Es un viaje al pasado, a las emociones y al tiempo. Artifacts es un trazo de evolución, casi dos décadas de contar historias.

Un álbum que da muestra de que las influencias y viajes por el mundo, sean la musa para este compositor. También da detalle de que los instrumentos no son enemigos, son aliados. Sintetizadores, cajas de ritmo, instrumentos de cuerda y demás elementos se combinan para crear su estilo.

Artifacts es un álbum memorable que todo apasionado de la nostalgia melódica debe tener. Sin duda, el tema más notable y quizá más añorado y recordado será Elephant Gun, canción que da nombre al EP editado en 2007 y que es un estandarte para el folk rock indie de mitad de milenio.

En The Long Island Sound, las trompetas se hacen sonar en este mítico tema del álbum Gulag Orkestar (2006), o que decir de Trasatlantique, que remonta a una noche de viaje en barco recorriendo el mundo.

Estas y otras canciones más alberga este disco que añora, sin duda, lo mejor de la discografía del cantante Zach Condon y los excelentes músicos que conforman Beirut.

Ese pequeño punto azul: una mirada artística del planeta, a través de la obra de Berta Kolteniuk


  • La exposición se inaugura el 12 de marzo a las 13:00 hrs, como parte del mes de conmemoraciones a la mujer y estará abierta hasta el 29 de mayo en la sala Salvador Novo del Museo de la Ciudad de México (Pino Suárez # 30, Centro Histórico).


Acerca de Ese pequeño punto azul

Se trata de una reflexión sobre el mundo en el que vivimos, una visión del planeta desde el espacio, como ese pequeño punto azul que orbita en el universo. Somos todos pequeñas criaturas que habitan un planeta generoso en naturaleza, que nos da vida y es nuestro único hogar posible, el planeta que debemos cuidar. La pandemia, nos ha puesto a todos en el mismo nivel de incertidumbre y afectación, sin importar el lugar, la geografía, la condición social o racial, es una conciencia que nos ha unido en medio de una realidad compleja. Pero también hay muestras de lo contrario, actos infames como por ejemplo la muerte de George Floyd en Estados Unidos, motivó a la artista a realizar la obra “I can’t breathe”, que consiste en una instalación de 54 paneles pequeños de diferentes tonos de azul, pintados al óleo, con un horizonte blanco colocado a distintas alturas, para generar un ritmo con la idea de un respiro, era como pintar el aire, el cielo en todos los tonos posibles. Estarán colocados sobre unas pequeñas repisas, en hileras de tres, formando una longitud de 7 metros, para que el espectador lo camine.

Pangea, título de otra pieza, realizada con pintura acrílica derramada sobre un bastidor con tela de casi dos metros, está hecha con una paleta cromática de colores sutiles, los tonos más bajos posibles que dan una vibración fría en relación al blanco. Es una referencia a la fragilidad de la vida, “ así era como muchos nos estábamos sintiendo, no podía usar otros colores en ese momento y realicé muchas piezas que curiosamente, lo que produjeron en el espectador fue una sensación de ternura. Pangea es el mundo en origen, cuando todo era un solo continente”, dice Kolteniuk.



Según Rodrigo Ramírez, el trabajo de Berta Kolteniuk se genera como una afectación tectónica-(exterior) corporal- (interior), como respuesta sensible y afectiva a su apertura absoluta del mundo. Concebidas así como Cuerpomundo, sus obras son constelaciones de órganos o universos colapsados al interior de espacios micro-afectivos que develan una existencia que no tiene límites fijos y surge como la intrusión de una dimensión maquínica inconsciente en la subjetividad ordinaria. Como práctica, su obra busca dar corporalidad y posibilidad a la materia como sensación, volcando el interior del cuerpo al exterior, pintura de los bordes, receptáculo del afecto y de la pasión-afección del mundo. La pieza central, y que da nombre a la exposición, es una escultura interactiva que consiste en una esfera cubierta con tiras de pintura acrílica de color azul y estará colocada al centro de la sala, sobre una tarima de madera donde el espectador tendrá la oportunidad de hacerla rodar de un lado al otro. Una pequeña acción puede tener mayores repercusiones.

“Mi trabajo se encuentra dentro del contexto de la pintura expandida. Investigo la pintura misma y su campo de acción dentro y fuera del bastidor explorando el espacio hacia lo tridimensional. Mi interés y asombro por la naturaleza me han llevado a investigar sobre el origen de la vida, las formas biológicas como las células, animales, plantas o planetas, de lo micro a lo macro cósmico."

Berta Kolteniuk estudió Artes Visuales en la ENAP, UNAM, 1976-80. Ha realizado 25 exposiciones individuales y participado en más de 100 colectivas tanto en México como en el extranjero. Radicó siete años en Estados Unidos, de 1997 a 2004, donde se inició como curadora.



Fernando Medina "Ictus": en vivo y resistiendo desde Casa Yonki



El trabajo musical de Fernando Medina "Ictus" tiene su origen en la observación y el ejercicio vigoroso de la vida. Siempre impresas imágenes del artista nacido en tiempos convulsos, desarrollado en la gran ciudad, y con el compromiso de la necesidad por ver y vivir un mundo mejor que el actual.

Dale play para disfrutar de este En Vivo y Resistiendo desde Casa Yonki.

Letrinas: Una camiseta de los Coquette para Gabi


Una camiseta de los Coquette para Gabi
Por Liliana López León

Se nos escapó un gritito. Habíamos acertado las tres preguntas del locutor, y nos sentimos como reyes: ganadores de un boleto doble en Zona Platino 1 para el concierto de los Coquette Seeds. Fue fácil, había que saber el nombre completo del vocalista, la súper modelo que fue su esposa y el origen de la banda. Lo difícil fue marcar y atinar cuando no sonara ocupado. Mi abuelita nos prestó el teléfono y aunque odiaba nuestra música, soltó una sonrisa cómplice al vernos saltar eufóricos.

Gabi y yo no teníamos muchas oportunidades, ni sabíamos de finanzas. De haberlo sabido, hubiéramos revendido los boletos, o no sé. Gracias a nuestra profesora de Biología sí sabíamos un poco de música. Se llamaba Andrea; dejaba que le dijéramos Andie y nos pedía que le habláramos de . Gabi y yo lo intentábamos, pero no nos salía tutearla. Sabe qué vio en nosotros, pero tenía su manera de cuidarnos. Algunos de sus regalos fueron discos que ella misma quemaba de sus álbumes originales. Así conocimos a los Coquettes, a Sweet Violence, Cursed Hotel, P.h. Dildos; en español a Iñaki Fontan, a Doktor Karaño y a la Maja Castell, entre muchos otros. Antes de ella, nadie nos había puesto atención de ese modo. Creo que cada persona debe tener algún mentor como nosotros tuvimos a la profesora Andie.

Recuerdo que Dog Harper, el vocalista de los Coquettes era de Londres e intentaba latinoamericanizarse, así que presentaba sus canciones en un español ingenuo. Su éxito: The Goodbyes lo presentó así: “¡Este cansió es iama Les Buenosadiosos!”. Parecía incomodar a muchos, aunque en el comportamiento colectivo se percibió más bien como ternura. Tampoco es que acá fuéramos políglotas. La canción que tanto amábamos sonaba bien en inglés, pero no así: Verdadero Amor de Extraterrestres. Aunque solo me gustaban algunas bandas chilenas y argentinas, esa noche reflexioné lo difícil que era hacer buen rock en mi idioma. Para esta lengua, o hay que ser muy cursi o ser el más guarro. Es decir, mujer u hombre según los estándares de estos lugares. Por ejemplo, la profe Andie les daba un uso interesante a las palabras, como pausadito, su dicción era muy serena. Desde aquel día estuve explorando bandas mexicanas que no intentaran ser The Police o vocalistas que no copiaran tanto a Jim Morrison. Para triunfar en español hay que inventarse un propio modo de hablar, aunque los demás se burlen al principio.

Con los años, supimos que Dog Harper también habló francés de diccionario en su gira por Canadá. Además, nos enteramos que a pesar de la fama de chico malo que tardó en construir, había sido educado en una familia conservadora, de la cual trató de liberarse en la academia de música. Era vegano y como hobby pintaba cuadros impresionistas. Gracias a su fama, los vendía en millones. No eran cuadros relevantes, ni horribles; ahora veo que eso tampoco era ya un pasatiempo. Le perdimos un poco de amor a Harper cuando hizo declaraciones anti-vacunas. Pero en aquel entonces, era una de mis tantas figuras paternas. El William Harper que recuerdo sigue siendo importante para mí.

Unos años antes de ese concierto, en la prepa; Gabi y yo expusimos cómo funcionaban las vacunas, y recordábamos la foto de un niño al que la viruela lo había dejado como a la Mole, comparado con otro niño vacunado que apenas tenía unas cicatrices. Esa fue la primera vez que la profesora Andie se acercó a nosotros. Nos dijo que al presentar no había que leer, que hay que ver a las personas a los ojos. En nuestra hoja ya nos había apuntado una buena calificación, y en clase se enfocó más en el contenido de la exposición que en nuestra torpeza no verbal. Así sentimos cómo esa recomendación fue genuina, más porque nos lo dijo en privado: “Háganlo real, como cuando quieren explicar algo interesante a un amigo”. Nunca se me olvidó y siempre retomo este consejo con cariño.

Gabi estuvo toda esa semana buscando quién nos prestara ropa para el concierto. Queríamos encajar en la capital, aunque solo fuera un día. No teníamos dinero, y nadie iba a darnos nada. Por eso aprendió en un día a cocinar pays de queso para venderlos, que recuerdo, ese año se pusieron de moda. Le salían bien, les ponía una cereza en el centro. Yo por mi parte, estuve ayudando a mi tío en la tortillería, en ese horrible sitio donde me decían maricón por cualquier cosa. Lo más difícil de soportar fue el calor que echaba la carburadora y las ocho horas de olor del nixtamal. Lo más tonto, era que uno de los que me llamaban maricón, se me insinuaba. Recuerdo mis brazos y también los de Gabi. Recuerdo que esos días se nos pusieron fuertes, como si esos brazos flacos nunca hubieran pasado hambre.

Juntamos setecientos sesenta pesos en cinco días. Mi abuela me preguntó cuánto habíamos juntado y ante mi respuesta me puso en la mano tres billetes de cien muy sudados. La abracé, no dijo nada, pero yo sabía lo que le costaba habernos dado ese dinero. Nos alcanzaba. Aunque hizo falta un poco más para movernos en la ciudad y para comer. Gabi me dijo que echáramos unas latas de atún, pero no dejaban entrar con mochilas al espectáculo. Además, nos hacía falta llegar antes de mediodía a recoger los boletos a la estación. El plan fue desayunar bien con abuelita, almorzar allá y aceptar lo que vendieran en la zona nice del concierto que nos ganamos. Al final no pudimos y tuvimos que movernos a pie. Algún McDonald’s abriría toda la noche, y ahí desayunaríamos al día siguiente. El regreso en el autobús era a las siete de la mañana.

Yo quería comprarle a Gabi una camiseta de los coquets. Me habían dicho que costaban entre quinientos y ochocientos, eran originales y tenían el corte para chica, no esas camisetas para niños que no horman bien, o esas camisetas súper grandes que ella tenía que enrollar o doblar de las mangas. Sabía que le ilusionaba mucho, tanto o más que a mí. Había camisetas negras, blancas y un gris percudido que nunca he entendido. La que me gustó para Gabi era una que tenía las siluetas de los integrantes de la banda y en medio decía Coquette en grande y Seeds en itálicas.

Recuerdo que nos asustamos un poco, pues el espectáculo lo abrieron unos grupos que no conocíamos. No sabíamos lo que era un telonero: quiero suponer que no éramos los únicos. Era nuestro primer concierto, también la primera vez que salíamos solos y tan lejos. En el pueblo se hicieron algunos chismes sobre un aborto, pero mi abuela amenazó con hacerles brujería si seguían con “sus lenguas viperinas”. Cuando me contaron que mi abuelita nos defendió así, me dio mucho gusto, porque les dijo que no tenía nada de malo que cumpliéramos nuestros sueños y más si eran bonitos, como la música. No es cierto, no dijo eso, pero sé que entre sus leperadas eso les quiso decir. Yo antes casi nunca lloraba, pero entonces me sentí muy afortunado y lagrimeé antes de dormir. Me gustaba la idea de que mi abuela fuera una bruja y yo pudiera escribir mil canciones con su ayuda.

En el pueblo no eran mala gente, pero había poco qué hacer. Una vez nos quejamos de eso y la profe Andie nos explicó que teníamos un monolito de millones de años y que eso ya era extraordinario. En el salón, no sabíamos que la peña era el monolito que decía la profe. Para nosotros era una cosa que siempre estuvo ahí. Es bonito y, es verdad, es muy impresionante si se piensa bien. Sin embargo, decíamos “monolito-mongolito” y nos daba risa. Lo que pasa es que era algo de lo que no conversábamos entonces. Es de lo que escribes cuando has romantizado lo suficiente tu tierra.  

Antes de entrar al concierto nos entrevistaron. Íbamos abrazados y queríamos aparentar que teníamos muchos años siendo mayores de edad, y que ir a un concierto era algo frecuente en nuestra relación. Traté de seguir los consejos de la profe Andie sobre mirar a los ojos y ser genuino, creo que lo hice bien, pero el corazón me quería explotar. Gabi se tapaba la boca al reírse. Aunque las bromas del entrevistador eran muy malas, había que seguirle el rollo.

Tengo bien grabado lo que sentí cuando las luces se encendieron y todo el palacio gritó al mismo tiempo. Me pareció fascinante que hubiera una coreografía de luces y material audiovisual producido especialmente para la gira. Caí en cuenta que todos los que estábamos ahí veníamos a lo mismo, y eso me sigue pareciendo maravilloso en cada espectáculo. Había un video de una chica pintada toda de azul eléctrico, hasta el pelo y las pestañas. Al fondo un sampleo que reconocimos y que nos hizo creer a Gabi y a mí que la canción ya iba a empezar; estaba acompañado de un misterioso: is our life a love movie?, que se repetía haciendo eco. Yo pensaba que, aunque el concierto acabara ahí, todos nuestros esfuerzos ya habían valido la pena. No habíamos comido.

Cuando llegamos a nuestros asientos, notamos que además de nuestra zona, había otra más exclusiva llamada oro central. Eso nos alivió: no queríamos estar enfrente y llamar la atención. O que pensaran que teníamos dinero y nos asaltaran al salir. Por otra parte, vimos como en esa zona y en la nuestra, había personas que se veían aburridas, como si no quisieran estar. Para entonces, Dog Harper ya se había quitado todo, menos el pantalón de vinil, y movía la pelvis como perro en celo. Una pareja ya mayor conversaba, y en otra mesa un hombre mayor observaba el escenario como si fuera una película de Bergman. No estoy loco si digo que nuestra emoción iluminaba ese espacio, y que la señora de ceja estirada que antes nos vio para abajo, nos miraba con envidia. Empapado de sudor, Harper preguntó al público cómo estaban y si querían un poco más: ¡No podo escucharlus Métsico! ¡Mes forteee!

Al terminar, no sabíamos si había sucedido o no. Temblábamos un poquito. Salimos sin prisa, con un poco de miedo a la multitud, como retrasando el final de la experiencia. Llamamos a abuelita desde una cabina: estamos bien, sí estuvo muy padre, duérmase por favor, Mamá Rita. Afuera remataban camisetas piratas de los Coquettes y de otros grupos. Gabi me dijo que no estaban tan bonitas, que luego juntáramos para una de las originales. No sé por qué, aunque ella sabía que no teníamos dinero, sentí alivio de que no me pidiera una en ese momento. Vendían muchas camisetas de Dog Harper, y como para recuperarme de la idea de no poder comprarle su camiseta a Gabi, me reí de que él anda siempre sin nada arriba.

Para hacer tiempo, caminamos un poco, pero solo un poco. Un violinista tocaba en la calle, y sentimos la obligación de darle una moneda, aunque eso ponía en riesgo nuestra comida. El hombre no habló, con los ojos hizo una mueca suave de agradecimiento. Qué chido aprender a tocar así ¿verdad, Gabi? Si me dieran la oportunidad, ¡me lanzo! Recuerdo que esa fue la primera vez que sugerí en voz alta estudiar música. En voz baja, me lo repetía en el espejo todos los días.

Entonces, la noche se puso seria y la ciudad parecía que nos iba a comer. Así que nos quedamos varias horas en el McDonald´s de la Avenida del Taller. Compartimos un combo, y rellenamos varias veces el vasito que dan. Antes de irnos, sentí que era educado preguntar si podía ponerle café al vaso de refresco o si había que pagar. El empleado no dijo nada, pero ágilmente estiró su brazo y me regaló un vaso de cartón especial para el café y tres botecitos de leche. Cuidado: el contenido puede estar caliente. Qué suerte sentí. El concierto todavía seguía vivo en nuestra cara, como un video experimental. Quería recordar cada detallito. Abracé a Gabi y le besé la frente, como para firmar una memoria. Mi corazón seguía brincando al ritmo de los Coquettes. Eso, según mi abuelita, es como una guía para nuestro espíritu.

Al salir del local, vimos a dos muchachas sentadas en una banca. Yo me fijé en sus tatuajes y perforaciones, porque siempre quise unas así; Gabi por su parte captó que eran pareja. Era la profe Andie, que recargaba su cara risueña y desvelada en el cuello largo de una chica de cabello rojo fantasía, con una camiseta a rayas de los Coquettes. Nos dio vergüenza saludarla, aunque de haber sabido que iba a ser la última vez que la veíamos, la hubiera interrumpido para contarle del premio. Se sentiría orgullosa y nos hubiera presentado a su novia. O quizá no era su novia, no importa. Ahora que lo pienso, la profe no era mucho mayor que nosotros. Tendría unos veintitrés o veinticinco.

Ya casi amanecía. En el camino nos topamos un cartel de los Coquette Seeds, lo desprendimos con cuidado para que no se rompiera. Lo enrollamos como si fuera el mapa de un tesoro. Con los pies molidos, nos acercamos a la estación; nos subimos al autobús antes de la hora, para poder sentarnos. En cuanto pudo, Gabi se recargó en mí, y roncó bajito. En un anuncio de la pantalla, decían que nuestro pueblo ya era mágico. Entonces no sabía lo que significaba eso, solo me pareció lindo.

***

Hoy, recorremos la misma carretera, pero soy yo el del concierto. Aunque nunca me he quitado la camiseta como William Harper, sí he hablado en otros idiomas que no conozco, por cortesía. Estoy muy nervioso, pongo los dedos sobre mis rodillas como si tocara el piano. Mientras, Gabi ronca. El conductor me pregunta qué se siente regresar a casa después de tantos años y poder cantarle al monolito. Seguro que abuelita me presumió un montón y ya nos hizo brujería para que nos quedemos a vivir en Bernal. Lo que sea, me parece bien. Solo son tres horas de camino.


*Liliana López León nació en Mexicali, en 1984. Es doctora en Medios, Comunicación y Cultura por la Universitat Autònoma de Barcelona. Es maestra en Estudios Socioculturales por el Instituto de Investigaciones Culturales-Museo, UABC y Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UABC. Ha sido profesora en distintos niveles educativos. Le interesa estudiar la relación humano-tecnología, y las ciudades. Ha publicado varios libros y artículos académicos, aunque busca leer y escribir relatos en su tiempo libre. Le gusta el cine de ciencia ficción y también las bicicletas clásicas.


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