Letrinas: «Piel»


 Piel

Nicolasa Ruiz Mendoza


Fue el primer día de clases de la preparatoria que la conocí, a Sara. Había llegado ya empezada la clase y se paró bajo el marco de la puerta con su rostro redondo e inocente pidiendo disculpas al maestro para que la dejara entrar. Y mientras estaba ahí de pie con su presencia enigmática, todos la veíamos como si se tratara de una diosa a punto de hacer un milagro esperando que se decidiera por un lugar para sentarse. Se decidió por el pupitre junto al mío. Mi corazón retumbaba con tanta fuerza dentro de mi caja torácica que por un momento pensé que podría delatarme. Cuando al fin se sentó no tuve las agallas de voltear a verla para darle la bienvenida a nuestra ahora exclusiva esquina. Unos días después de convivencia, a la hora de salida me preguntó si fumaba. Fumar siempre me pareció un vicio estúpido. Le dije que no. Entonces nos paramos fuera de una tienda de autoservicio y le pidió a un chico con cara de bobo que le comprara una cajetilla de cigarros y unas cervezas. El chico compró los cigarros y las cervezas pero le pidió su teléfono y luego le entregó su celular para que lo guardara. Yo veía cómo Sara ponía su teléfono real, pero el chico resultó no ser nada bobo y marcó al teléfono para asegurarse de que no le estaba dando uno falso. Yo veía la situación como mera espectadora, sin nada qué aportar. Al final se sonrieron y el chico con cara de bobo se fue sin haber volteado a verme una sola vez. Supongo que lo tenía bien superado, eso de ser invisible.


Aseguró que nadie estaba en su casa antes de las seis de la tarde, así que nos repartimos el seis entre las mochilas de ambas y tomamos el camión. Me cedió el único asiento disponible, ¿qué mensaje ocultaría aquel gesto? Pensé. Ella se fue de pie agarrándose del tubo metálico sobre su cabeza, y yo la veía, seguro con la cara de tonta que se me ponía cuando me disociaba, su piel sudada y brillosa con los cabellos del flequillo pegados a su frente y sus ojos grandes atentos a la calle.


En un punto cruzamos miradas, y la esquivé volteando a ver al chofer que mandaba un mensaje con una mano mientras manejaba con la otra. Sentí pánico. Regresé la mirada, y ahora ella me veía con una sonrisita que hasta la fecha no logro descifrar del todo. Acostadas en su cama en medio de moronas de papitas que me picaban la piel y sándwiches mordisqueados, veíamos “Tetsuo; The Iron Man” la escena en la que el chico persigue a su novia con su pene en forma de taladro y me imaginé yo como el chico y a Sara como la chica corriendo y gritando. Dejé salir una risita perversa. Ella también se rio y voltee a verla. Sus labios rosas brillaban con residuos de saliva y cerveza, quise besarla. Pero todo esto parecía solo una fantasía lejana cuando empezó a rozar su dedo índice sobre mi brazo y al ver la piel erizada sonrió con esa sonrisa suya que me desarmaba. Se acercó y yo me dejé llevar por el ritmo suave y lento de su boca.


El aire caliente que salía por sus fosas nasales era un indicador de que esto que tanto había deseado estaba sucediendo en verdad y no en una de mis tantas disociaciones y fantasías. Con mucha delicadeza me fue quitando la camisa escolar y pasó su lengua por mis pezones endurecidos. Así fue bajando hasta mi entrepierna y yo sentía cómo ese líquido caliente y pegajoso iba mojando mi calzón de florecitas amarillas escurriendo por mi muslo. En otro movimiento no tan delicado solo hizo el calzón a un lado y me retorcí mientras sentía su lengua tibia sobre mi sexo hinchado. Una fuerza superior a mí me obligaba a poner mis ojos en blanco y gemir y gemir, pero no como en las pornos sino algo así como un llanto ahogado, algo que duele y gusta a la vez.


Nunca había sentido todas esas cosas y ella me lanzaba una mirada salvaje con sus ojos grandes desde mi entrepierna haciendo geometría con su lengua que escurría saliva y ese líquido pegajoso y transparente. Desnudas sobre sus sábanas aún llenas de papitas picándome el culo, su celular vibró junto a ella con un mensaje y cuando lo terminó de leer dejo salir esa sonrisita maquiavélica que me provocó un espasmo en el estómago tan abrupto que tuve que poner mi mano sobre mi pecho.


De pronto la desnudez se me volvía pesada, no quería seguir con mi sexo expuesto sobre sus sábanas con moronas de comida chatarra. Me disponía a quitarme una papita clavada en la nalga cuando su mamá, una mujer bajita y amargada abrió la puerta de golpe haciéndonos brincar de la cama tapándonos la desnudez con las manos. La mujer pegó un grito y cerró la puerta. Sara y yo nos vestimos en cuestión de segundos. Al salir de su habitación, su madre estaba sentada en el comedor fumando un cigarrillo que casi se acabó de dos caladas. Hice un gesto de querer despedirme pero Sara me paró en seco, me dijo que nos veíamos en la escuela. Tomé el autobús de regreso, el rostro pulsando de tanto sonreír. Al día siguiente Sara no fue a clases ni el resto de la semana, tampoco contestaba mis mensajes ni llamadas. Ese nivel de ansiedad solo lo había sentido la primera vez que mi padre pasó por mí a casa después del divorcio. El maestro informó a la clase que Sara ya no vendría más a la escuela. Una sensación de vértigo, como cuando te despiertas en medio de un sueño en el que caes.


Durante el trayecto en autobús a casa sonaban en la radio las estrofas de esa canción: Notice me, take my hand, why are we, strangers when, our love is strong?”. Una patada invisible al estómago, otra a la cabeza y cuando la canción terminó yo berreaba como un niño en medio de gente sofocada por ese calor seco que te hace pensar en las llamas del infierno y el aire acondicionado que no daba para más. Una señora sentada enfrente con demasiado rímel y delineador negro me dijo en su voz ronca: “Eso niña, sácalo todo para que se aclare esa cabecita hermosa”.  Y mientras me limpiaba las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano, el autobús se detuvo frente al semáforo en rojo. Miré a la calle y ahí estaba, Sara en su uniforme nuevo con el cara de bobo. Cruzamos miradas una vez más y su sonrisa se borró por completo, tomó a cara de bobo de la mano y se alejaron caminando. Como si yo fuera un fantasma que se negaba a aceptar haber visto. Como si fuera invisible.





Nicolasa Ruiz Mendoza (1991) es una cineasta, guionista y productora mexicana. Estudió Medios Audiovisuales en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Su tema principal como artista es su relación con Mexicali, una ciudad fronteriza desértica en el noroeste de México. En 2014 ganó una beca para realizar un programa de intercambio con la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) para estudiar en su escuela de cine durante un semestre en Bogotá. Sus primeros cortometrajes, JR (2019) y Obāchan (2020) ganaron fondos federales para producciones como PECDA e IMCINE. Su proyecto Lo Raro, fue seleccionado en la categoría Contenido Episódico del Gabriel Figueroa Film Fund dentro del Festival Internacional de Cine de Los Cabos 2019, ganando el premio al mejor proyecto en desarrollo por la agencia Art Kingdom, y en 2020 ganó el premio al mejor guion en el Festival de Cine ANIMASIVO. También participó en CATAPULTA, FICUNAM 2021, IFAL 2021, VENTANA SUR Punto Género 2022 y THE WRITE RETREAT 2023. Guion Guadalajara Talents (2022), ganador del premio Cine Qua Non Lab para revisión de líneas argumentales 2023. En 2022 produjo el largometraje de Omar Rodríguez López “Luna rosa” ahora en postproducción. Recibió el Fondo de Desarrollo IBERMEDIA a finales de 2023 para escribir el guion de su primer largometraje de ficción, Lo Raro.


"Días perfectos", una oda a la paz interna y el regreso de Wim Wenders




Cinetiketas | Jaime López |


Sencilla, pero entrañable narrativa sobre la cotidianidad, que contagia un enorme sentimiento de esperanza a las y los espectadores, así podría definirse en unas cuantas líneas a "Días perfectos", la nueva película de Wim Wenders, que representa su regreso a la dirección después de un lustro sin actividad.

Postulada en la categoría de Mejor Película Internacional de los recientes premios Oscar, el filme en cuestión sigue la rutina de un hombre de mediana edad, que es feliz aseando los baños públicos de Tokio.

Ello se percibe a través de la pasión y detalle que le imprime a su oficio, pues se ha hecho dueño de un enorme kit de limpieza para dejar radiante cada espacio de su itinerario de trabajo.

En su rutina, el protagonista tendrá una serie de encuentros fortuitos que le producirán una amalgama de sentimientos con los cuales la audiencia podrá identificarse fácilmente.

He ahí la clave de Wenders para causar una emotividad a flor de piel entre el público, pues su más reciente producción renuncia a cualquier artilugio o recurso barato para provocar empatía hacia la historia contada, una que puede protagonizar cualquier persona.

A eso hay que sumarle el tino del realizador y su coguionista, Takuma Takasaki, por crear un protagonista parsimonioso o silencioso, que funge como una especie de observador y filósofo del mundo a su alrededor.

Interpretado magistralmente por Koji Yakusho, el estelar de "Días perfectos" es reflejo de la filosofía Zen, aquella corriente budista que exalta la meditación.

De ese modo, el personaje central disfruta la danza de los árboles que tiene cerca de él cuando degusta su almuerzo o no tiene empacho en ocultar su sonrisa cuando ve a su "crush" cantar o ama cada sorbo que le da a su soda cada vez que sale a trabajar.

En resumen, la "perfección" que Wenders traza en su trama no tiene que ver con una falsa búsqueda de la felicidad eterna o con la toxicidad positiva que actualmente se promueve en la cultura occidental.

Es un concepto más profundo, que tiene que ver con disfrutar los momentos únicos de la vida, el día a día, el ahora, porque como dice el estelar en un diálogo de la película, nunca se sabe cuándo será la próxima vez.

Un atractivo más de "Días perfectos", producida por Japón, es su banda sonora, que se conforma por clásicos de Estados Unidos, entre los que destaca la melodía homónima de Lou Reed o la emblemática "Feeling good", de Nina Simone.

Finalmente, los personajes secundarios, como el ayudante del estelar o su sobrina, son un plus en la película de Wenders, que le aportan una frescura innegable. Su aparición representa a esos seres que se cruzan en nuestra existencia para hacerla más dichosa.




Letrinas: Gente tan posible



Gente tan posible

René Rojas González

 

¿En qué puto momento se me ocurrió andar de revoltoso, caray?, se flagelaba Christian, mientras lavaba los trastes. Quería echarle la culpa un poco a su papá y sus libros comunistas setenteros-ochenteros. Ay, pinche librero, se dijo de repente. No, no es por ahí, pensó, aunque la pregunta le desbloqueó el recuerdo de un quever con El Estado y la revolución de Lenin. Laberinteando, de vaso a plato, de plato a taza, de taza a jabonadura, se forzó un tanto a creer que un "en el socialismo no hay crisis" de un libro de la prepa le había gatillado todo, pero, ¡na!, se decía, no era para tanto.

Siguió zigzagueando. Lo tomó desprevenido recordar un momento que parecía ajeno a lo que venía rascando (y que hace algunos años todavía le incomodaba). Fue una vez con su mejor amigo de la uni a una conferencia de consagrados profesores marxistas. A la salida, Christian comenzó a balbucear alguna duda a un asistente que sus azules, mezclillas, lentes y coleta bien amarrada y lacia lo titulaban de antropólogo-militante-orador en círculo de reflexión. El Compañero, acompañado de otros Compañeros, respondía, claro, con natural desenvoltura. Terminando el cruce, en un instante, el amigo le dijo convencido: "no les hagas caso. No te conviene juntarte con ellos". Y ahí va San Pendejo, sin preguntarse siquiera "y bueno, ¿como por qué no hacerles caso?". ¿Qué otra historia habría comenzado ahí?, se preguntaba ahora Christian haciéndose los ojos chiquitos y medio viendo para arriba, mientras sus manos ya estaban en reproducción automática.

Le extrañó seriamente no encontrar razón para que apareciera este lo que no fue en medio de lo que buscaba, hasta que se dio cuenta que el episodio estaba incrustado en una temporada muy particular. Mucha gente en la calle..., indígenas luchando..., atinó a aterrizar, en el mismo momento en que salvaba de ahogarse a algunos cubiertos. Los utensilios emergían con escenas que tenían una agradable consistencia corporal: gente tan posible, tan real, tan fresca. Sí, tan fruta prohibida, se achacó, para luego soltarse una condena: la muerdes y pierdes el paraíso del conformismo, eres enviado al purgatorio de los zombies de las causas justas, extasiados por ya no vivir por ellos mismos.

Mientras pasaba enjuagada la recurrente y pesada olla exprés al escurridor, Christian notó que si no era con el Compañero de la coleta, la mordida iba a ser poco después. Este callejón le hizo creer que, si era uno quien se convertía en zombie, era la fruta prohibida la que lo mordía a uno. Se sonrió con una ligera exhalación por la nariz. Pero casi de inmediato, cuando lavaba con cuidado el filo de su cuchillo cebollero, le brincó un ¡no!, rotundo, con gesto reparado y cabeza yendo de izquierda a derecha y viceversa: esa gente tan posible nunca me pidió que viviera por ella, se dijo primero, sintiendo una incisión deslizante en la corteza cerebral. Ellas y ellos tan llenos de vida para defendérsela como les salga y uno tan muerto por quererles vivir su vida, sentenció después, disimulando una torsión en el abdomen, como de punción profunda y benevolente.

Nada digno de tumbarlo, Christian acabó de lavar con la formalidad acostumbrada: se enjuagó las manos, cerró la llave (la de la fría para dejar la caliente a otros), las escurrió simétricamente con los dedos pegados y firmes hacia abajo para aprovechar la gravedad, tomó el trapo de secar que previamente dejaba colgado en la manija de la estufa (rápidamente para evitar cualquier escurrimiento en el piso de la cocina y no hacer patas), se secó las manos pasando cuidadosamente el trapo entre los dedos y lo colgó extendido y simétrico de nuevo en la manija de la estufa. Volteó hacia el escurridor y admiró el casi descomunal montículo de trastes imposiblemente sostenidos secándose, como artista deslumbrado por su máxima creación abstracta, convencido de haber salvado la casa, esperando ser tan posible por haber lavado todos los trastes esta vez, expectante ahora por las hazañas y altares de los otros habitantes, esos que sí son tan posibles por vivir como les salga.

 


René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Sputnik Fanzine #05 para leer y descargar


Celebramos 13 años del Ummagumma Alt Rock Pub, la casa de la contracultura en Aguascalientes con una edición monstruosa de nuestro fanzine. 

Las letras de Antonio León plasmadas en el 'Cuaderno de Courtney Love', los trazos de Oliver Nevarez aka El Queso Prohibido, Barajas: el documental, La ciudad de los suicidas by Los Yonkis y muchas luces calientes por doquier.


Asegura Luis Kuri que "Todas menos tú" es una comedia fresca y sin comparación


Cinetiketas | Jaime López | 


El pasado 14 de febrero, los cines de México albergaron el estreno de "Todas menos tú", la ópera prima de Luis Kuri, que es protagonizada por Cassandra Sánchez Navarro y Ricardo Abarca.

En entrevista para Revista Sputnik, el realizador afirmó que su propuesta es novedosa y dueña de un gran elenco, que, aunque parece tener ecos de otras producciones del género, es única y sin comparación. Ello al ser cuestionado sobre las posibles semejanzas de "Todas menos tú" con "La boda de mi mejor amigo", tanto en su versión original como en su adaptación para México. "No he visto algo como esta en el cine, siento que esta es más fresca", manifestó.



Kuri, cuya trayectoria se centra en el mundo de la publicidad, explicó que su primer película se enfoca en un grupo entrañable de amigos, que quiere evitar a toda costa que uno de sus integrantes se case.

Agregó que el guion y los personajes creados por Ricardo Avilés lo atraparon desde la página uno, pues le recordaron a él. Sin embargo, mencionó que la grabación tuvo que aplazarse con motivo de la pandemia del nuevo coronavirus.

Ahora, en el marco de su estreno en pantallas grandes, se dijo afortunado por contar con la participación de Cassandra Sánchez Navarro y Ricardo Abarca, quienes anteriormente han sido protagonistas de dos de las películas más taquilleras de la historia reciente del cine mexicano: "Cindy la regia" y "¿Qué culpa tiene el niño?", respectivamente.



Por otra parte, el creativo alabó el talento de su elenco, pues aseguró que todos sus integrantes verdaderamente parecen un grupo de amigos que se conocen desde hace muchos años. También resaltó las locaciones, que tuvieron lugar en la Riviera Maya, aunque reconoció que a veces tuvo que lidiar con algunas inclemencias del tiempo para filmar ciertas secuencias.

Kuri estuvo de acuerdo en que la comedia es el género mejor recibido entre las y los cinéfilos mexicanos. No obstante, subrayó que cualquier película es exitosa si cuenta con una buena historia. A una semana de su estreno, "Todas menos tú" es la segunda película más vista en los cines de México, superando los 16 millones de recaudación y más de 220 mil espectadores.

De continuar con esa tendencia, se convertiría en el segundo mayor éxito nacional de lo que va de 2024, tan solo por detrás de "El roomie".



Cinetiketas: entrevista con Valentino Alonso de "La Sociedad de la Nieve"



En esta entrega de Cinetiketas charlamos con el talentoso actor argentino Valentino Alonso quien interpreta a Pancho Delgado en la multipremiada película española "La Sociedad de la Nieve".

En esta entrevista de largo aliento, el histrión bonaerense nos narra la dificultad y la preparación física y mental necesaria para lograr ciertas escenas del filme dirigido por J.A. Bayona, nominado al Oscar como Mejor Película Internacional.



Para más charlas cinéfilas suscríbete a nuestro canal de YouTube: Revista Sputnik.

Letrinas: El Desahucio




El Desahucio

Sergio Madrazo Langle

 


Cuando dejé el puesto que tenía en un bufete bastante prestigiado, fue para iniciar la aventura de ser mi propio jefe. No imaginé que el primer asunto que, por azares del destino, entraría al «despacho», como llamaba pomposamente a mi diminuta oficina, tendría que ver con un desahucio, esa palabra que siempre me había sonado a hospital, a dolor, a desesperanza. Desahucio: cuando te la dicen, sabes que te vas a morir, que ya, es todo, adiós, ojalá te hayas divertido. Yamamoto, amigo, no hay más.

Ese día me desperté muy temprano. Con mi mejor traje, camisa blanca, corbata y zapatos recién boleados, pasé con puntualidad a las 6:30 de la mañana por El Actuario, aquel funcionario que daría fe y legalidad de lo que estaba a punto de hacer: desalojar a la familia que habitaba el departamento propiedad de mi cliente porque le debían más de un año de rentas. Estaba nervioso: nunca había sacado a nadie de su hogar, prefería otro tipo de juicios, pero cuando empiezas lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Comenzaba mal la cosa. A las 7:21 de la mañana, me descubrí parado frente a uno de esos edificios de tabiques rojos y paredes grises, manufacturado a principio de los años setenta bajo la consigna de un supuesto empoderamiento de la clase trabajadora. Ni madres: ahora, cuando los ves, todo te queda claro: son los custodios de familias de clase media venidas a menos, desesperadas por mantener un vestigio de dignidad que las interminables crisis de este pinche país infernal les han arrebatado. El número resaltaba junto al portón de la entrada. Revisé la dirección por quinta vez: Cuauhtémoc 357, interior 602.

A mi derecha, El Actuario, con su traje café y camisa color crema, corbata y zapatos que habían visto sus mejores tiempos hacía años, quizá décadas, preparaba su acreditación como funcionario del juzgado y los documentos que debía notificar. Un actuario, para quien no lo sepa, es el achichincle del juez, te acompaña y da fe de los hechos. Me miró con ojos caídos, negros como dos diminutas entradas a la desesperanza; las arrugas alrededor de la boca adornaban unos labios resecos que apestaban a alquitrán y alcohol de la noche anterior; una nariz mediana, de la que asomaban pelos negros, dividía un rostro triste, asimétrico, de piel grisácea.

―Listos, abogado ―su voz, profunda y melodiosa, desentonaba con todo su aspecto y dejaba ver su origen y educación.

Pinche wey asqueroso, vil criado del juez. Además de nosotros, había siete cargadores que ya había contratado y con quienes me quedé de ver ahí, en la entrada del domicilio. Era un grupo curioso, liderado por El 17 uñas, sobrenombre que, más que apodo, describía el deplorable estado en que se encontraba: de su mano derecha, los dedos pulgar, índice y cordial habían desaparecido, en su lugar había quedado una capa de fina piel que unía su muñón al anular y meñique a modo de mano de extraterrestre protagonista de una película de El Santo. Los rumores decían que, de niño, le había explotado una paloma, pero él alardeaba haberlos perdido de un machetazo al participar en el desalojo de una vecindad en el centro de la ciudad. ¿Cuál habría sido la verdadera historia? ¿Dónde habrían quedado esos dedos? ¿Los habría recogido él mismo o tal vez alguien que lo acompañaba ese día? ¿Fueron el alimento de algún perro callejero? ¿El juguete podrido de algún niño de la calle? La verdad sólo se guarda en esa novela llamada recuerdo que nuestro lisiado conservaba con recelo.

Sin importar que al lado estuvieran los timbres de cada departamento, di dos golpes con los nudillos al portón.

―El portero es el único que abre el edificio.

Claro que no era cierto, pero mentir siempre se me había dado bien. Yo en ese momento pensaba que era un requisito indispensable para ser abogado, qué equivocado estaba: es un requisito para ser feliz y mantener una precaria armonía en esta vida.

El principal problema para entrar y chingarte a alguien es justamente eso, entrar. Siempre que hay un velador en el edificio, te pones de acuerdo, un par de días antes, para que te dé acceso. Yo dos días atrás me había presentado en el inmueble y me las arreglé para hablar con el portero. Tras intercambiar frases sin importancia, fui directo a la cuestión: le ofrecí lo que hoy equivaldría a 500 pesos para que el jueves me abriera a una hora determinada, sin hacer preguntas, y dejara pasar a las personas con las que acudiría. Tras un breve escarceo, accedió al equivalente a 850 pesos actuales.

Cuánta razón tenía Fouché: «todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es». Aquí en México esta frase, hasta el día de hoy, sigue labrada en el espíritu de sus ciudadanos, casi tanto como la creencia de que algún día pasaremos al quinto partido en un mundial.


La cara redonda y roja de nuestro sobornable personaje apareció tras un instante, me sonrió y, sin mediar palabra, con mirada cómplice y dándose aires de importancia, nos dejó entrar. Di un paso decidido y tras de mí siguieron El Actuario, los 7 cargadores y El 17 uñas. Uno de los puntos más complicados del proceso estaba superado. Al cruzar el zaguán, subimos por unas escaleras más amplias de lo que se podía esperar; estaban tan mal iluminadas que más bien parecían un túnel que conducía hacia ninguna parte; me dio la impresión de que auguraban el destino que le esperaba a los que, por una u otra circunstancia, se veían en la necesidad de utilizarla. Los escalones eran de mármol viejo, cuarteado y roto, de un color que en su momento debió de ser blanco; el barandal de herrería, pintado de negro igual que el portón, se descarapelaba aquí y allá como esta pinche ciudad, como este pinche país.

Llegamos al segundo piso y giré a la derecha: en cada planta había tres departamentos, sus puertas de madera lucían viejas pero limpias; en el centro, números dorados las identificaban. El pasillo olía a cloro, olía a tristeza. Me coloqué frente al 602 y respiré hondo antes de tocar el timbre dos veces. No estoy seguro, pero creo que escuché a un perro ladrar del otro lado de la puerta. Pensé que, de ser así, se nos iba a complicar más el asunto. ¿Y si nos atacaba? ¿Qué tal que sospechaba que estaba a punto de irse a la calle como muchos otros de su especie? Me obligué a no pensar. Apiñados en el rellano detrás de mí, el concurrido contingente aguardaba en silencio: había llegado el momento. Se escucharon unos pasos lentos que se dirigían a la puerta.

―¿Quién es? ―había duda en la voz del otro lado de la puerta.

―Soy el mensajero de la compañía de telégrafos.

«Y vengo a chingarte tu casa», quise agregar, pero me contuve. Clavé la mirada directamente sobre el rostro de El Actuario pero él ni se movió. El 17 uñas estaba más que listo, pude notarlo.

―Vengo a dejarle un documento ―proseguí.

Me dijo que lo metiera por debajo de la puerta. Yo estaba preparado para esa respuesta: le aclaré que debía firmar de recibido y entonces contestó que apenas eran las siete de la mañana. «Hoy empecé temprano, señor ―insistí―, es cumpleaños de mi hijo y quiero llegar a la hora del pastel».

Unos segundos después, se escuchó el sonido de la cadena deslizándose, seguido de dos giros del seguro. Volví a pensar en los ladridos que creí haber escuchado, ¿qué íbamos a hacer si tenían un perro? Seguramente los iba a proteger a ellos, claro: eran su familia. No pude seguir pensando porque en ese momento la puerta comenzó a abrirse y le pegué un empujón «¡Entren, cabrones!». El 17 uñas y su grupo me siguieron, y vaya que me siguieron: pasaron por encima de mí, me atropellaron y salí volando para caer justo encima de un hombre de 67 años. Ahí quedamos los dos, aplastados como cucarachas.

Me levanté lo más rápido que pude y vi que El Actuario, como vil funcionario, cobarde y miserable, era el último en entrar. Identificación en mano, dirigiéndose a nadie, comenzó a explicar el motivo de la diligencia.

―El juez decimoctavo de lo civil de la Ciudad de México ordena la entrega y por tanto desocupación del inmueble de forma inmediata…

Justo a la izquierda de la puerta de entrada, estaba la cocina: sus paredes tapizadas de losetas blancas y azules abrazaban una barra abierta de granito en la cual descubrí un plato con gelatina rojo sangre, de esa que le dan a los enfermos en los hospitales. En ese momento, la cara de mi maestra de tercero de primaria llenó por un segundo toda la escena, mirándome fijamente con sus ojos color miel, de los que sigo secretamente enamorado, explicándome que la gelatina está hecha de colágeno que extraen del cartílago de animales muertos. ¿Qué hubiera pensado de mí al verme ahí, en ese departamento, a punto de sacar a esas personas?

Regresé a la realidad: frente a la barra reposaban cuatro bancos de madera, pintados de lo que en algún momento, supuse, fue blanco, pero que ahora era un color cremoso y amarillento, muerto. El comedor estaba formado por una mesa de madera rodeada de ocho sillas revestidas de una tela verde obscura, tan desgastada que parecía a punto de romperse; a la derecha, la sala, amplia, con sillones blancos y bien cuidados, cubiertos de plástico transparente para evitar que se ensuciara. Las paredes estaban salpicadas de cuadros impersonales, paisajes de montañas verdes y lagos azules: ventanas imaginarias, una vía de escape para las mentes de aquellas personas atrapadas en cuerpos esclavizados por la angustia de no encontrar la forma de subsistir en ese pinche laberinto de asfalto que era la ciudad, poblado de indiferencia, de egoísmo, de perros y humanos por igual.

Al lado de la sala, un pasillo conducía a las habitaciones: de él emergió una mujer de edad atemporal, su cabello entrecano caía un poco por debajo de sus hombros. Alta y delgada, de rostro alargado y ojos obscuros, arrastraba los pasos mientras sostenía con la mano derecha un tubo de plástico transparente: uno de los extremos estaba insertado en su nariz y el otro iba a dar a un tanque verde: sus ojos, aunque apagados, estaban llenos de furia. Detrás de ella distinguí a una mujer de unos treinta y algo de años, cargaba a un niño que no tendría más de seis años; era blanca y de cabello rubio, sus ojos lucían idénticos a los del viejo que en esos momentos se incorporaba dolorosamente. Yo no supe qué hacer, no me habían dicho que allí vivían niños.

Cuando iba a darles más instrucciones al 17 uñas y sus trabajadores, la mujer del tanque de oxígeno me encaró; jadeante, me exigía una explicación. Yo no podía apartar la mirada del niño que, en los brazos de la que supuse su madre, volteaba de un lado a otro aterrorizado, sin saber qué estaba pasando y quiénes eran todas esas personas; sus labios se contrajeron en un puchero y un llanto agudo llenó el lugar. Cuando por fin me recuperé, me dirigí a la mujer para explicarle que, en virtud de la falta de pago de las rentas, nos veíamos en la penosa necesidad de desalojarlos del departamento. En ese instante, el pequeño arremetió elevando el nivel de su lamento y yo levanté la voz para hacerme escuchar por encima del caos: le ordené al 17 uñas que sacara todas las pertenencias de la familia y las dejaran en la banqueta frente al edificio. Cuando lo vi caminar rumbo a los cuartos, quise decirle que tuviera cuidado con el perro, pero, ¿cuál perro? No había visto ninguno a pesar de que podría jurar que había escuchado sus ladridos. La mujer del tanque de oxígeno se me paró enfrente y supuse que volvería a pedirme una explicación, pero lo único que hizo fue escupirme la cara. Sentí su saliva en los labios: sabía a tristeza, sabía a desamparo.

A pesar de que ya no quería estar ahí, me esperé a que sacaran todo a la calle. La familia, en un momento que ni siquiera noté, desapareció del departamento; supongo que salieron al lado de uno de los cargadores, cuidando que sus pertenencias no desaparecieran. No hubo perro, quizá me lo imaginé, es lo más seguro. Cuando terminó la diligencia, me aseguré de que cambiaran las cerraduras: es tu obligación quedarte a revisar que todo quede bien sellado, para que la familia no vuelva a meterse (sí, ya sé que suena como si hablaras de pinches ratas, pero así son las cosas), para que no haya mayores complicaciones. «Listo, nos vemos a la siguiente». La voz del 17 uñas me sacó del letargo, pero no le contesté nada: con sólo eso, asegurarme que habría una próxima, ya me estaba diciendo todo, no había necesidad de agregar cosa alguna. Ya lo dije: cuando empiezas, lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Cuando llegué a mi casa, dejé el saco en una silla y me serví un vaso de agua. Después de un momento, escuché bajar las escaleras unos pasos rápidos y decididos; un instante después, mi mamá estaba frente a mí. Con esa intuición que caracteriza a las madres, me preguntó qué me pasaba. Le dije la verdad: aquel no había sido un buen día. ¿Cuántas veces más iba a tener que sacar a una familia de su casa? Lo único que me preguntó mi mamá fue si me había dolido hacerlo. ¿Qué contestar? Pues la verdad, nada más: no esperaba sentir ni madres y sí movió algo en mí.

―¿Qué sentiste?

Quise hablarle de esa mezcla de tristeza, coraje y miedo. Quise hablarle de la vieja aquella, del hombre, de la gelatina color sangre ahí en la barra que, seguramente, ya nadie se comió (no me acuerdo). Sin embargo, me limité a nombrar esas tres emociones: tristeza, coraje y miedo. Me dijo que la tristeza y el coraje los podía entender, pero ¿y el miedo?, ¿por qué el miedo? Era una buena pregunta, ¿por qué miedo? No supe qué decirle y cenamos en silencio porque ya tenía mucha hambre y así se lo dije a mi mamá.

«Oye», me dijo a mitad de la comida, «¿ya te habías dado cuenta de que hombre y hambre se escriben casi igual?». Mi mamá y sus frases que se te clavaban en la memoria y ya no podías sacarlas ni aunque te ayudara el 17 uñas. Entonces me di cuenta de todo: por qué el tanque de oxígeno, por qué la gelatina roja como de hospital, por qué los muebles cubiertos de plástico y, sobre todo, por qué la imposibilidad de pagar las rentas, pero ya era tarde para hacer algo. Con razón esa palabra, desahucio, siempre me había sonado así, a dolor y desesperanza.

Allá afuera, en la calle, escuché ladrar un perro y quise preguntarle a mi mamá si ella también lo había oído, pero me dio miedo que me respondiera.

Un conejo que corre, salta y patalea: entrevista con Liliana López León


Por Antonio León | Foto: calvox&periche




Liliana López León es una escritora bajacaliforniana que combina su pasión por la narrativa, el urbanismo y las iniciativas de consumo sustentable. Después de una temporada larga como académica, leva anclas para probar otras experiencias. Una de ellas es la de la escritura de poesía, en la que deja ver su forma de establecer una lógica propia, un amor por los pequeños detalles y los corredores llenos de recuerdos. A la distancia de su nuevo domicilio ubicado en algún lugar de Barcelona, desde el que se transporta a todos lados en bicicleta, nos enfrascamos en la siguiente charla.

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AL: ¿Cómo es la Liliana López que deja de lado la escritura académica para adentrarse en la literatura?

LL: Una Liliana decidida que abraza la ternura, la sensibilidad, el poder de la ficción. En un mundo donde abunda el cinismo, la crueldad, la saturación, creo que es algo valiente. Ahora tengo mayor confianza en la palabra, tanto en la mía como la de mi gremio. Me siento conciliadora, quizá por eso no siento que haya dejado la escritura académica, aunque tenga ya un par de años sin escribir algún ensayo académico. El otro día me invitaron a escribir sobre moda sostenible en la revista de un museo, y dije que sí, vamos a ver si la oferta sigue en pie. Pienso que todo se entrelaza, y que el rigor y esas formas de escritura relacionadas con la ciencia y la producción, a veces se asoman para ayudarme a crear, y procuro domarlas para que no saboteen mi estilo.


Dorothea Lasky dice que la poesía no es un proyecto, hay quien aborda la escritura de poesía como una investigación rigurosa ¿en qué punto te ubicas tú?

Justo he citado a Dorothea Lasky a finales de año porque en eso estoy. Hasta ahora no he hecho ningún proyecto de poesía, todo ha surgido porque necesitaba escribirlo. Suena a lugar común, pero puedo decir que el poema llegaba a mí y era yo quien lo recogía sin buscarlo mucho. Sin embargo, como te decía antes, ahora me ubico en un momento en el que soy más conciliadora, veo posibilidades. Por lo que estoy intentando hacer una especie de proyecto, o prefiero llamarle hilo conductor, de unos poemas sobre los sueños de mis amigas, veremos si logro algo interesante o que resuene.


Anteriormente te conocimos como narradora, ahora inicias una andadura como poeta ¿en qué registro te sientes más plena?

Qué interesante pregunta. Creo que no hay respuesta, sobre todo porque me siento muy plena con ambas formas, solo que de diferente modo, igual que con el ensayo. Podría decir, jugando un poco, que estos géneros son como aspectos de mi persona: la Liliana del ensayo es como la profesora universitaria que he sido; la narradora es la Liliana amiga, que cuenta cosas en voz alta, la que especula situaciones, que se ríe e inventa personajes o escenarios; y Liliana poeta es la que escucha a una voz particular que habla bajito al oído, con voz firme y fluida. Si llegara a escribir una novela, ya te contaré que aspecto tiene esta Liliana.


Este vientre es un conejo de carbón, pero más que carbón, hay otras superficies y querencias entre la luz y la oscuridad. 

Cuando estaba creando el poema que le da título al libro, pensaba en el centro de mi cuerpo como un espacio lleno de movimiento, de energía. Un conejo que corre, salta y patalea, y al ser de carbón también se convierte en fuego. Si lo piensas bien, somos máquinas de vapor, comemos carbohidratos, carbono, y lo transformamos en palabras, sueños, calor.

Es un poemario que, sin planearlo, tiene dualidades, todas provenientes de lo que llamamos mundo natural, pero también de la ciudad y del cuerpo. Hay gratitud y también dolor. El conejo no es un animal que antes me dijera algo particularmente, por eso en el poemario aparecen más los lobos, los gatos, las cigarras, los perros, las aves y ciertas especies de plantas. Sin embargo, es el animal que persistía en mi cabeza cuando tenía estas emociones fluyendo. Luego me di cuenta que el año de su publicación, el 2023, ha sido el año del conejo de agua en el zodiaco chino, y curiosamente, este signo habla de cambios, que para mí, tal cual, ha sido el año de las transformaciones.

En tu libro hay una nostalgia de quien dice adiós continuamente ¿en qué sentido te refleja?

Creo que uno de los aprendizajes más valiosos en mis últimos diez años o más, ha sido aceptar el miedo y el dolor que conlleva decir adiós. Entre viajes, trabajos, ver estudiantes llegar e irse, alejarme o acercarme a personas, a confrontar la muerte de gente querida, he estado diciendo adiós continuamente, y he descubierto para mi sorpresa, que de tanto agitar la mano decir adiós se convierte en un saludo también. Me he desapegado de ideas, de cosas. Esto es en parte la libertad. Eso sí, me sigue costando decir adiós.


Ganaste el Premio Estatal de Literatura de Baja California, en poesía, con este libro. Vives fuera del país desde hace algún tiempo ¿Cómo tomaste esta noticia?, ¿a qué te compromete enlistarte en las fuerzas de la poesía?

Fue una grata sorpresa. La noticia la recibí caminando por la calle, rumbo a mi casa. Aquí era ya medianoche, y en Mexicali aún era de día. Por supuesto que grité, de felicidad. Me sentí un poquito poeta de boina y cigarrillo, porque cuando me dieron la noticia estaba yo recitando un poema de memoria, un poema ajeno. Sentí como que, entre el trabajo, el billete del metro, pensar en la cena, los pies cansados, se infiltraba algo fuerte y poderoso: que soy poeta. No me gusta la palabra poetisa, suena terrible, solo la usaré cuando quede para un chiste.

Después de la noticia, estuve varios días soñando despierta, pensando: un jurado conformado por poetas se tuvo que poner serio, leyeron un montón de libros, y decidieron que el mío era el ganador. Recibí felicitaciones muy cálidas y también mensajes de gente que no conocía. Quiero leer tu libro. Qué afortunada soy, ahora lo recuerdo y me vuelvo a poner contenta.

¡Me encanta lo de “enlistarme en las fuerzas de la poesía”! Me compromete bastante el premio, no como un corset ni nada que se sienta obligatorio. Más bien me da un impulso, el premio es una luz. Aunque tengo que decir, que desde que empecé a escribir poesía de nuevo (porque antes la escribía de niña y de adolescente), supe que había encontrado un refugio permanente como lo digo en la solapa del libro. Un cuento, un ensayo, o cualquier otro texto puede bloquearse o no culminar. Con el poema no me pasa eso, el poema ya nace completo y yo siento que solo voy moldeando su forma.


¿Cuáles son tus proyectos a mediano plazo?

Sigo escribiendo cuentos, cada mes escribo dos o tres. Así he terminado otro libro, que ojalá pueda ver la luz pronto. Estoy creando el poemario sobre los sueños que comenté antes. Hay un libro colectivo cocinándose para este año, pero no puedo decir mucho hasta que esté terminado. Fuera de la literatura estoy trabajando en equipo en un proyecto hermoso sobre cine y bicicletas: vamos a proyectar películas en escuelas, parques y otros espacios públicos de Barcelona, utilizando la energía eléctrica generada al pedalear en bicicletas adaptadas. He hecho la curaduría de películas y cortometrajes y me encanta. La idea es poder replicar el proyecto a cualquier ciudad del mundo.


¿Sueñan las poetas con conejos de carbón?

Soy yo, literal. Es la mejor pregunta que me han hecho. Te quiero, Antonio.

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NOTA: El libro "Este vientre es un conejo de carbón" Premio Estatal de Literatura de Baja California 2022 está disponible para su lectura en ESTE LINK. Gracias por difundir.

Aunque tú no lo sepas: una charla con Karina Galicia

 

Un episodio más de 'Aunque tú no lo sepas' con la talentosa cantante, compositora y arreglista poblana Karina Galicia

Charlamos sobre sus procesos de composición, influencias, estilo y nuevos lanzamientos para este 2024.



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"Al son de Beno" visibiliza investigación sobre la música folclórica mexicana


Cinetiketas | Jaime López |



"Al son de Beno" es el nombre de la película documental con la que el artista plástico, Ilán Lieberman, trata de recuperar y visibilizar el legado de su padre, Baruj Lieberman Gruner, mejor conocido como "Beno", quien dedicó gran parte de su vida a la investigación y grabación de la música folclórica mexicana.

Incluyéndose a sí mismo en el relato, el licenciado en Docencia de las Artes recorre las huellas de su progenitor para mostrar sus aportes a ese género musical.

En entrevista, Lieberman señaló que las grabaciones de sus padres estaban escondidas o "bajo los escombros" por el desinterés de algunos connacionales respecto a la música que se produce en distintas latitudes del país.

Añadió que "Al son de Beno" también tiene el propósito de darle oportuno resguardo al acervo de su antecesor, que fue reconocido en 2016 como parte del programa Memoria del mundo de la Unesco.

En ese sentido, se debe señalar que las grabaciones musicales hechas por Baruj Lieberman Gruner están disponibles en la Fonoteca Nacional.



En otro orden de ideas, el cineasta explicó que "Al son de Beno" también aborda la trágica muerte de su papá, que decidió quitarse la vida a la edad de 52 años.

A pregunta expresa de esta casa editorial, admitió que experimentó una catarsis, pero no durante el recorrido o la filmación de su obra, sino hasta la etapa de edición o postproducción.

Acerca de si recrear o seguir las huellas de su padre fue una manera de revivirlo, respondió que "fue una forma de reencontrarlo".

"Al son de Beno" cuenta con la distribución de Artegios, casa productora fundada por el prestigiado cineasta Everardo González. Se estrenó en 29 pantallas del país y actualmente se proyecta en Baja California, Ciudad de México, Chiapas, Estado de México, Jalisco, Morelos, Nuevo León, Tamaulipas y Yucatán.

La película tiene como una de sus principales virtudes el rescatar las figuras de algunos exponentes regionales de la música tradicional mexicana.

De ese modo, el cineasta logra intercalar videos y fotografías de archivo con imágenes inéditas de los intérpretes y sus familias, lo que indudablemente fortalece la historia y narrativa.

Respecto al suicidio de su padre, no ahonda en el asunto y decide incluir secuencias o momentos que distraen del tema, por ejemplo, la búsqueda y encuentro con su media hermana.

"Al son de Beno" resulta un documento relevante para la promoción de la música folclórica nacional.
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