7NN: En busca de conquistas

En busca de conquistas
Por Mauricio Caballero


Bien, te contaré mi historia. Todo comenzó por la frustración de permanecer pasivo en mi casa, aguantando, fastidiado de no hacer nada propio, enmohecido del hastío y soportando las quejas de mi esposa.

Así eran mis días; cansado de una vida sin sabor, ni emociones. Algo faltaba, lo sé, lo sentía, ¡algo faltaba!, pero no encontraba qué. Entre el trabajo que me llevaba a casa y los gritos de mi pareja, me quedaba con la mente en blanco, desganado, desgranado.

Hasta que un día, uno de tantos que me encerraba en mi estudio, algo pasó; prendí el televisor, como de costumbre a la hora correcta y el canal indicado para ver las noticias —el canal financiero—. Sin embargo, aquel día el control remoto resbaló del sillón y la pantalla cambió de canal. Lo que vi en aquel programa me abrió los ojos, sentí un cosquilleo interno, el llamado, un toque del destino o como lo quieras describir. Sin duda supe que eso era lo que estaba buscando. Cansado de hacer todo con mi mente, me apasionó la idea de hacer algo con mis manos. El solo hecho de pensarlo regresó el calor a mi cuerpo, la piel se me hizo chinita, mis dedos comenzaron a hormiguear, mi corazón aceleró. “¿Esto es excitación?” Me pregunté, tenía mucho de no sentirlo.

Recuerdo muy bien que mi mujer entró al cuarto y yo por instinto cambié rápidamente de canal, no quería que nadie supiera lo que acababa de ver, eso se quedaría conmigo. Ella me vio fijamente. “¿Qué tienes Alberto?” me habló con su clásica voz mandona. Yo no supe que decir, solo me le quedé viendo. Ella tomó la mochila de Carlitos y me dijo que desde hace rato me estaba hablando mi hijo porque necesitaba su cuaderno de matemáticas. “Pendejo”, fue lo último que pronunció y salió del cuarto azotando la puerta. Yo agradecí que se fuera, le puse seguro a la puerta y comencé a buscar en internet todo lo que necesitaba, aunque me sentía vigilado por el perfume dulce floral que dejó mi esposa en la habitación. Es sorprendente lo que puedes encontrar en la red y mientras más te adentras, más encuentras; consejos, técnicas, herramientas, métodos más seguros, todo lo necesario y miles de ideas de cómo llevarlo a cabo.

En cuestión de una semana ya tenía lo necesario para comenzar mi travesía, claro que tuve que imponer mi decisión y marcar muy bien la línea; le dije a mi esposa que esto es un proyecto personal que quiero realizar y que por ningún motivo ella, ni Carlitos, deben entrar a ese lugar, “Ese cuarto es mío y nadie tiene permitido entrar ahí, me entendiste”. Ella se quedó muda ante el tono de mi voz que jamás había escuchado, —ni yo mismo—, no sé de donde salieron las fuerzas, pero sentía una gran satisfacción por imponerme, aunque sea en una cosa.

Bien, como te decía, conseguí lo necesario. Lo más costoso e indispensable, fue armar el cuarto de madera que coloqué hasta el fondo del patio trasero, alejado de la casa y de los vecinos, el lugar ideal para estar tranquilo, sin ruidos ni curiosos. Acondicioné el interior; que todo estuviera bien sellado, mesa de trabajo, repisas con herramientas a la mano, iluminación suficiente y un reproductor de música, sin duda quiero trabajar escuchando música de fondo.

Al inicio fui muy sucio, ¡vamos!, por otro lado, fui muy cauteloso para que no me vieran llevando mis “conquistas” —así les digo— al “laboratorio”, me gusta llamarlo así. Principalmente por miedo, y por pena. Algo dentro de mí decía que Clara se molestaría enormemente. Así que por ese lado tuve mucho cuidado, pero ya dentro del laboratorio, fui un desastre; no planeaba lo que quería hacer, me dejaba llevar, en vez de realizar un buen corte, terminaba rompiendo la extremidad, los brazos se movían, ensuciaba todo el piso, yo mismo me corté varias veces. No sabía usar los alambres, ni las pinzas, frecuentemente terminaba con las manos arañadas, raspones, dedos artríticos, uñas cubiertas de suciedad y la mesa salpicada de sangre, ¡que escandalosa es la sangre!

Pero con el tiempo mejoré bastante y aprendí a mantener mi área limpia. Ahora pongo una gran hoja plástica debajo de mi conquista, al terminar recojo todo el sobrante, hago molotitos con eso y ¡listo!, fácil de limpiar, de transportar y de tirar. Me hice experto en el uso de las tenazas; cóncavas, vaciadoras, desalambradoras, tijeras de poda. Me compré unos guantes a mi justa medida, lo que además de cuidarme de arañazos y cortadas, me permitió apretar con más fuerza los alambres, y sí, tengo que admitirlo, también a mantener mis dedos suaves. Aprendí a realizar varios tipos de cortes; rectos, cóncavos, dejando el muñón, transversales, incrustaciones, inclusive perforaciones de lado a lado, ¡por que no!

Disfruté tanto del proceso que mi semblante cambió, ahora llegaba animado a casa para seguir con mis proyectos, saludaba a mi esposa, la abrazaba feliz, platicaba con mi hijo, convivíamos un rato y luego me iba al laboratorio para seguir experimentando. Mi familia varias veces me preguntó qué era lo que hacía allá atrás, a lo que yo respondía que solo eran cosas, ¡mis cosas!

Fue en una de esas pláticas cuando pensé: “¿Y porque no les enseño lo que hago?” pero decidí esperar más tiempo, no sabía si Clara estaba lista para saber lo que hacía allá atrás, y mi hijo, bueno… igual ni le iba a interesar o si es que le llamara la atención, aún era algo pequeño para usar las herramientas. “Así estábamos bien” me dije al final, aunque se quedó en mí esa semilla creciente de mostrarles lo que hacía.

Ese día no tardó en llegar, tres semanas después cuando regresaba de mi trabajo, pasé por el lugar habitual por donde buscaba mis conquistas, era un camino hermoso de zona boscosa, con árboles altos y frondosos. Ahí lo encontré… al verlo desde lejos supe que era el indicado, bajé del carro y me acerqué lentamente, con cada paso descubría la belleza de ese ser, era más grande que todos los anteriores, pero me enamoré al verlo, lo necesitaba, lo deseaba en mis manos. Tuve mucho cuidado para llevármelo, no quería dañarlo demasiado, quería que llegara lo más puro posible a mi laboratorio.

Llegué a casa muy feliz, más de lo ya habitual, Clara y Carlos se me quedaron viendo, yo solo les dije: “!¿Qué?!, hoy tuve un muy buen día, eso es todo.” Comimos, platicamos, reímos, agradecí a mi esposa por tan deliciosa comida, felicité a mi hijo por sacar muy buena calificación en matemáticas —los números ante todo—, los tres vimos una película acostados en el piso de la sala. Vaya tarde tan hermosa. Al anochecer nos fuimos a dormir y espero por Dios que mi hijo no nos haya escuchado, hicimos el amor como ya tenía tiempo que no lo hacíamos, tenía mezclada la excitación propia de la piel junto con la emoción de mi conquista, terminamos exhaustos.

Desperté a las tres de la mañana, intenté dormir, pero la excitación me lo impedía, así que decidí levantarme e ir por él, al fin de cuentas era el mejor momento para trabajar; silencio total, tranquilidad para llevarlo al laboratorio, paz, quietud. Solos él y yo.

Salí de casa sin hacer ruido, abrí la cajuela del carro y me dio gusto verlo ahí, recostado, sin ningún raspón, en el mismo sitio donde lo había dejado. Todo en orden, como a mí me gusta.

Lo saqué con cuidado tomándolo con los dos brazos, recordé cuando cargaba a mi hijo siendo un bebé, me fui al laboratorio y lo puse en la mesa, pronto comencé a preparar todo, me sentía verdaderamente feliz, entusiasmado por comenzar.

Lo acomodé delicadamente sobre la hoja plástica y le quité todo lo que le cubría. Me di a la tarea de contemplarlo, daba vueltas a su alrededor viendo cada detalle, cada curvatura, intentando conectarme con él. Buscando la inspiración, lo acariciaba con mucho amor, con emoción rocé mi dedo índice en cada uno de sus rincones, en sus brazos. Me gusta apreciar a mi conquista al tiempo que decido qué hacer con ella, cada una es un lienzo en blanco del cual debo sacar el mayor provecho.

Todo está en el primer corte, es el primer punto de contacto real y es donde comienzas a sentir la esencia de tu conquista. Comencé con las tijeras, siempre inicio con ellas, me sirve para hacer pequeños cortes, muy finos en las partes precisas. Un corte aquí, otro allá. Al cabo de unos minutos me detuve para admirar el progreso, “Bien, vamos bien” me dije. Luego viene el trazo fuerte    —como dirían los pintores—, tomé las tenazas y decidí cortar un brazo, se resistió por un momento, pero finalmente cedió, siempre ceden. Con el otro decidí dejar el muñón, para darle un toque natural. Me sentía inspirado, excitado, y al fondo, la música, sublime música incitando un baile entre dos, solos él y yo en comunión, almas que se encuentran. Me convertí en una especie de doctor danzante, con movimientos fluidos dentro de la sala de quirófano: “pinzas de poda por favor, pinzas cóncavas, tenazas, alambre, sube el volumen de la música”. Cambiaba de herramientas de vez en vez, todo según el plan. Quitar una extremidad aquí, otra allá, alambre para unir, una sacudía de manos y a seguirle, pinzas para alambre, apretar giro tras giro, pero no demasiado. Me alejaba un poco para apreciar mi obra, más alambre, pero ahora del grueso para dar forma, se escuchaba un poco el crujir del cuerpo, pero no importa, es fuerte, lo sé, él lo sabe. Regreso a las tijeras pequeñas, para retocar, para los detalles finos que son muy importantes. La música seguía, era un vals, yo oscilaba de un lado a otro de la mesa, tijeras en mano, pinzas en la otra, cortes, formas, amarres.

“¡Papáááá…!”, me paralizó escuchar el grito de mi hijo, no lo vi llegar, pero ¡¿cómo entró a mi laboratorio?!

No tardé mucho en recordar que de la emoción no cerré la puerta, al ver fuera de ella distinguí la luz del sol. “¿Qué hora es?”, le pregunté a Carlitos, “Es de día” me dijo manteniendo su rostro paralizado. “Mamááá, mamá” Comenzó a gritar sin descanso. Yo me puse nervioso, me quedé inmóvil. Ocultaba a mi conquista, aunque era demasiado tarde, mi hijo ya lo había visto, ¿pero había visto todo?, no sé ni por cuanto tiempo estuvo detrás de esa puerta, pero ya qué podía decir. En un acto desesperado comencé a limpiar todo el desorden, mi hijo no dejaba de verme, ni a mí ni a mi conquista, comencé a sudar frío. Clara llegó. Me paré frente a la mesa para cubrir lo que había hecho.

“Pero ¡¿qué estás haciendo Carlos?!”, me preguntó con su tonó característico. Yo respondí lo clásico: “Nada corazón”, obviamente no dio resultado. Su mirada escudriñaba cada rincón. “¿Pero, qué es todo esto?”, yo no tuve más remedio que explicarle, me hice a un lado para que pudieran verlo todo. “Oh ¡por Dios!”, fue lo primero que escuché de ella cuando por fin lo vio con claridad. Su rostro estaba lleno de preguntas. Yo me adelanté a ella y le expliqué que llevo un tiempo haciendo esto, que me gusta, que me tranquiliza, que no le había querido mostrar nada porque tenía miedo de su reacción, pensaba en decirle, pero tenía miedo, vergüenza, no sabía cómo lo iba a tomar.

“Es… es hermoso Carlos, ¿por qué no me lo dijiste antes?” Mi rostro y mi alma se relajaron inmediatamente con su comentario. “No sabía cómo reaccionarías” le dije. Ella se acercó rápidamente y me dio un gran abrazo, mi hijo le siguió.

“¿Qué es papá?”, “Es un bonsái hijo” Clara se adelantó a responder, “tu padre ha estado haciendo bonsáis y no nos había dicho. Están hermosos Carlos”.

Así fue como comenzó todo, cuando Clara descubrió los bonsáis que había creado, me motivó para ponerlos a la venta. Y aquí estamos, lo que comenzó como un pasa tiempo ahora es nuestra principal fuente de ingresos. Mi esposa y mi hijo aprendieron a cultivar los bonsáis y ahora todos vamos juntos en busca de conquistas. ¿Tienes alguna otra pregunta?






 Siete Nuevos Narradores
Editorial

Nos gusta tomar letras para formar palabras, aunque no despreciamos el agua, la leche, cerveza, güisqui o bebernos alguna que otra idea para ir alimentando nuestras historias.

Nos gusta escribir lo que vemos, pensamos, sentimos. Intentamos ser fieles a nosotros mismos, aunque de pronto nos traicionamos y somos más fieles a nuestras inquietudes, nuestros vicios, nuestros miedos, nuestras certidumbres y nuestras dudas, de ahí nacen nuestras historias.

Hijos de nuestro tiempo, apostamos al ciberespacio y nos subimos a la revista Sputnik 2 (junto con Laika) para poner en órbita nuestras letras. Pase, léanos, quizá se reconozca en alguno de nuestros textos. Recomiéndenos si pasa un buen rato leyendo, sino escriba para decirnos lo malos que somos. Apostamos a divertirnos, generar nuestra propuesta literaria para que sepan que aquí estamos y derramaremos letras e historias desde Aguascalientes.

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7NN: Letras de Dennise Rodríguez


Denisse Rodríguez



Libro

Un viejo amigo, que yo estimo. Ya no tiene ritmo.
Con sus letras tiesas, al creerse rompecabezas.
Que me enderezan de la cubierta de la jalea de la existencia.


Columpio

Así navego en la vida
Así me sostengo al fuego
Así creo al cero
Así me divierto y pierdo al muerto


Silencio

El silencio me molesto, me secuestro, me convirtió en la espiga de la nariz del árbol escondido de su raíz.


De tras

Las palabras me patean con sus mayúsculas, lloran acompañadas de sus comas, ríen con sus paréntesis ajenos y te perforan con sus puntos sin raíces.


Segunda llamada

La noche me llama, segunda llamada. Tengo que aclarar con la luna mi cara de angustia, perseguida por las avenidas descompuestas de luces que la miran por los coches.

  
Bon Appétit

En cada bocado te sostengo y no es halago. Tienes sabores extraños, eres lo que más hago en mi horario, te muevo con labios, y cuando trago, callo. Y ahí es cuando hablo, en cuentos extraños.


Luz

He intentado escribir de la luz, pero hablar de lo bueno, es poner arreglos. Cuando algo es bueno, no hay más, solo callar. Cuando algo es malo, hay todo por lo que hablar.


Mierda

No sé qué escribir, y piensan que escribir esta fácil como la mierda. Y,  es extraño, pero hay algo de razón en ella.  Siempre lo debes hacer, siempre está presente y siempre está al final de lo que pasa, pienses o sientas. Pero lamentablemente ahora estoy estreñida en mi mente.


Jaque mare

Ahogue al rey, así ya no hubo rastro de él.


Paredes

Sabanas que arropan mi cama, que cuando la noche no es larga, viajan a los costados y  se hacen llamar paredes que se rompen  con mi voz y se cogen al colchón.


Hermanos

Si el viento es el inquieto y el aire el quieto, ¿Quién es la madre  de los hermanos en velo?






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‘The Jazz Singer’: la película que rompió estigmas en los años 20



Call me old fashioned… please! | Por Mónica Castro Lara |


Remontémonos 89 años atrás, cuando en Estados Unidos faltaban tan sólo dos años para el Crack del 29 y con él, la euforia y auge de la Era del Jazz llegarían a su fin, así como las flappers, escritores como F. Scott Fitzgerald y celebridades como Clara Bow. Fin, fin, fin. A pesar de ello, nunca hay que olvidar que la década de los roaring twenties le dio al mundo gigantescos avances en todos los ámbitos posibles, en especial en los sociales, culturales y tecnológicos y, como muestra de dicha combinación, está el que es considerado como el séptimo arte: el cine. Es precisamente en este año, en 1927, cuando da un giro tan dramático –con una película en particular-, que tomó a Hollywood por sorpresa y por lo tanto, cambió la forma de hacer y ver cine: las películas sonoras.

Haciendo un recuento muy rápido y escueto, recordemos que el cine en la década de los años 20 era un cine mudo, respaldado por música en vivo y en ocasiones, por un ‘maestro de ceremonias’ apto para analfabetas que gustaban de ir al cine y que obviamente no sabían leer los diálogos que aparecían en pantalla. Como espectadora (y crítica sin título oficial), puedo decirles con toda honestidad que es muy peculiar ver una película antigua y analizar todos los aspectos que la conforman: la estructura del guion, la edición, las actuaciones, los sets, los vestuarios y maquillaje, etc. etc. etc. No hace falta tener un don especial para identificar la clara evolución del cine –técnica, artística y narrativamente- a lo largo de tantos años, pero lo que sí es fundamental y necesario para sentarse dos horas y apreciar todo lo mencionado anteriormente, es tener mucha, mucha paciencia. Y no me lo van a negar, a veces es muy tedioso ver una película de hace setenta o sesenta años precisamente porque estamos ya acostumbrados a un cine comercial que requiere y nos exige el 100% de nuestra atención, porque de lo contrario, nos podemos perder un nanosegundo trascendental para el hilo conductor de la historia. Esto no es bueno ni malo, ni nos hace más o menos ignorantes, es simplemente una cuestión de temporalidad (o por lo menos, esa es mi opinión personal). Una de mis películas favoritas -y no nada más porque es un musical- que precisamente habla sobre esa interesante y dramática transición del cine mudo al sonoro, es ‘Singin’ in the Rain’ de 1952, con la actuación del fabuloso Gene Kelly del cual escribí precisamente hace un año en estas fechas.

Bueno, una vez recordado y mencionado todo lo anterior, les cuento que llevaba meses tratando de ver la película que es famosa por un montón de razones: por ser considerada como la primer película sonora en la historia del cine (aunque según yo, antes hubo varios proyectos con audio), por tener de protagonista al que, posteriormente, sería considerado como ‘la mayor celebridad del mundo’, por hablar de temas medio tabús, por romper con los esquemas sociales convencionales de la época y sobre todo, por la música. Sí, estoy hablando de la película ‘The Jazz Singer’ de 1927, protagonizada por Al Jolson y que hasta la fecha, sigue dando de qué hablar. Con orgullo y felicidad puedo decirles que al fin se me hizo verla hace un par de semanas y tengo varias opiniones al respecto.

Les cuento rápidamente cuál es la historia de la película (y si empiezan con sus ‘spoilers, spoilers’ ¡me vale!): un niño de trece años llamado Jakie Rabinowitz tiene una voz privilegiada y su padre, el rabino y cantor Rabinowitz, lo sabe. Cinco generaciones de su familia respaldan la tradición de ser los cantores oficiales de la sinagoga del gueto judío de Nueva York en donde viven, pero obviamente a Jakie eso no le interesa en lo absoluto. Su papá lo cacha en un bar cantando, lo corre de la casa, pasan los años y Jakie –ahora Jack Robin- se vuelve famoso, viaja por todo Estados Unidos y le llega por fin su tan anhelado trabajo en Broadway, pero el día de la ‘opening night’, pasa algo que lo coloca indiscutiblemente entre la espada y la pared. Punto final. Tal vez sea una historia que hemos visto y leído en interminables ocasiones, pero recordemos que ésta fue la pionera; las actuaciones son exageradamente dramáticas y la historia en sí es terriblemente exagerada, pero ¡ojo! no estoy diciendo que sea una mala película o algo por el estilo. Obviamente tenemos que ubicarnos en 1927 y precisamente por eso se los pedí desde que inicié este artículo; por más ridícula o absurda que nos llegue a parecer la trama de la película, no lo es.

En términos cinematográficos, la película es legendaria por su mezcla tan característica entre el cine mudo y el sonoro; lo único que podemos escuchar–además de la música de fondo- son las canciones que interpreta Al Jolson, tales como “Dirty hands, dirty face”, “Toot, toot, tootsie (goo’ bye)”, “My mammy”, “Kol Nidre” (que es un cántico judío previo al Yom Kipur), entre otras. Este avance tecnológico pudo ser posible con un proceso llamado ‘Vitaphone’ que la verdad, sigo sin comprender totalmente, pero bueno… pueden buscarlo tranquilamente en internet. Ha quedado registrado en la historia del cine que, el diálogo transitorio entre las canciones “Dirty hands, dirty face” y “Toot, toot, tootsie (goo’ bye)” en la escena del bar, fue el momento cumbre y de más frenesí que tuvo la película en sus primeras proyecciones, ya que Al dice: “Wait a minute, wait a minute… you ain't heard nothin' yet”. Tanto ha sido el impacto de dicha frase, que hay miles de artículos sobre cómo cambió la industria del cine para siempre. Y bueno, a la mayoría se le olvida que también podemos escuchar un breve diálogo entre Jack y su madre cuando él regresa a casa y le toca varias cancioncitas en el piano; yo me emocioné más en esa parte que en la anterior, pero es porque en la escena del bar, olvidé momentáneamente ubicarme en el ’27. ¡Ah! Y se me está pasando decirles que Al Jolson nos demuestra lo buen actor y cantante que era. Créanme cuando les digo que Elvis se inspiró en Al para su tan famoso movimiento de caderas.



  
Ahora, cambiando un poquito de tema, muchos historiadores y amantes del jazz, rebaten el hecho de que la película se llame así, ‘The Jazz Singer’, cuando lo que menos escuchamos en los 90 minutos de proyección, es auténtico jazz. Aquí es donde entra mi poca experiencia y necedad, y me hacen reflexionar que, más allá de una cuestión literal sobre la palabra jazz, la película nos habla y redirige hacia lo que significaba y representaba culturalmente dicha palabra en aquella época: la constante pelea entre lo viejo y lo moderno, el romper con lo socialmente establecido en términos de racismo y feminismo, el causar polémica, el generar y difundir el ‘american way of life’, el derroche insaciable de dinero, la prohibición de alcohol, entre muchas otras cuestiones. El personaje de Jack lo recalca cada que puede: “mi carrera es mucho más importante que tus viejas tradiciones” y eso es precisamente lo crucial de la película. Eso y que se pintó la cara de negro en la última escena, lo cual nos habla de una apertura y leve aceptación de los blancos norteamericanos hacia la cultura de los negros, no tanto para apropiarse de ella, sino más bien para integrarse en ella aunque ese ‘gesto’ sería considerado una aberración hoy en día y sería Trending Topic en Twitter. Recordemos que el jazz es auténticamente negro y que, cuando se volvió famoso en los bares y centros nocturnos de Harlem en Nueva York, una de sus principales audiencias, eran los blancos.

Disfruté la película mucho más cuando terminé de verla y me permití hacer toda esta reflexión que les comparto. Soy muy sincera y admito que había momentos en que sí me desesperaba bastante, pero ‘es parte de’. ‘The Jazz Singer’ fue, en definitiva, un parte aguas en mi querida Era del Jazz en donde claramente hay un antes y un después de la película y es algo que continúa asombrándome y apasionándome. En ‘París era una fiesta’, Ernest Hemingway nos cuenta que, estando en Antibes con los Fitzgeralds y con otras amistades, Zelda tuvo el atrevimiento de preguntarle descaradamente: “¿No crees que Al Jolson es más grande que Jesús?”, a lo que obviamente Hem le contestó con un tajante “NO”. Lo que hace que una vez más me emocione y se me enchine la piel al pensar en toda esta década fascinante de acontecimientos y cómo están tan relacionados unos con otros. ¿Y Al Jolson? Bueno, tal vez no fue más grande que Jesús, pero gracias a él, las celebridades son lo que son hoy en día.




La Autora: Publirrelacionista de risa escandalosa. Descubrió el mundo del Social Media Management por cuenta propia. Gusta de pintar mandalas y leer. Ácida y medio lépera. Obsesionada con la era del jazz. Llámenme anticuada… ¡por favor!


Para contar una historia de violencia


Por Afonso Brevedades
@A_Brevedades
Independiente

¿Cómo sobrevivir a un oficio que indaga en territorios peligrosos la vida de un muerto, de un fugitivo y dos pistoleros? ¿Cuál es el papel a desempeñar en la historia de dos familias que se odiaron a muerte donde el cronista hizo parte de uno de los bandos? ¿Cómo reclamar a unos adultos de barrio de provincia la juventud vivida a golpe de drogas, ladrones y policías a plena luz del día? ¿Cómo hará el cronista –cómo haré yo– para investigar la joven vida de sus amigos sin perder el control en el momento que encuentre las razones de sus asesinatos?

En las historias de violencia los personajes no quieren recordar las causas, la experiencia, las consecuencias; prefieren olvidar porque afortunadamente ellos salieron vivos aunque no siempre ilesos. Pero a veces hablan, rompen el silencio creyendo que el odio y el deseo de venganza han expirado en el enemigo; a veces también hablan porque consideran que ellos pertenecieron al bando de los buenos, porque los buenos no temen porque nada deben. Entonces les acerco la grabadora, les hago preguntas, tomo notas en mi libreta, quedo de verme con ellos, voy hasta donde me digan.

Quiero contar una de esas historias y la que persigo me ha llevado a sitios en los que jamás me hubiera imaginado estar. Recojo datos, confirmo información a través de la triangulación de fuentes, establezco redes con otros implicados, reviso mis notas, vuelvo al principio…

He vuelto de hacer una entrevista y ahora estoy con el rostro casi pegado en la pantalla, pero hace cinco horas, antes de llegar al sitio acordado con mi entrevistada, me ofrecieron mariguana, piedra, me tomaron con fuerza del antebrazo y forcejé para que me soltaran. Cuando estaba por alcanzar el número veinticinco de la calle que me indicaron, alguien me dijo –casi a punto de tocar con su boca mi oreja– que él vendía la mejor cocaína del barrio –¿quién soy yo para dudar de sus palabras?–. Para entonces tenía más miedo que ganas de seguir avanzando.

Estoy investigando algunos acontecimientos que se presentaron en los años noventa en Juchitán, Oaxaca –sí, el pueblo azotado por el terremoto de 8.2 en septiembre del año pasado–, la ciudad con alma de pueblo en la que crecí y de la que como muchos de mi generación me tocó partir –quizá algunos en realidad salimos huyendo–. Mi interés por aquellas fechas no es reciente, he pasado largas madrugadas en los últimos años dándole sentido a mis datos, a cada entrevista, a las conversaciones informales, a los recortes de periódicos y también a cualquier elemento mnémico que me ayude a reconstruir algunos días de mi juventud. Y es que acontecieron en mi barrio –la populosa–, en el callejón donde jugaba a la pelota con mi hermano mayor, en la banqueta de mi casa que fue donde asesinaron a un albañil que hasta ahora recuerdo su cuerpo inerte sobre la tierra de lo que hoy es el Jardín de la soledad, el jardín de la casa de mis padres.

“La idea es que conversemos un poco sobre el asesinato y todo lo que pasó en los siguientes días“, le dije a ella que amablemente aceptó. 

Acordamos el día, la hora y sin más me dio las coordenadas de su ubicación. “Escribiré una crónica”, agregué y quiso saber qué era una crónica. “¿Quieres que te cuente sobre el día que asesinaron al albañil en la baqueta de tu casa?”, me preguntó con la tranquilidad puesta en la voz al otro lado de la línea, en cambio yo volví a sentir aquel temor del fatídico domingo por la noche cuando comenzaron a sonar los balazos y mi madre nos pedía a gritos a mi hermano y a mí que nos alejáramos de las ventanas. Recuerdo al menos cuatro detonaciones…  

Fui hasta donde me dijo y llegar no fue fácil –o más bien demasiado sencillo y eso me dejó frente al espejo como un verdadero cabronazo–. Estuve a punto de ser sometido por unos vendedores de droga que, como ella me explicó más tarde, al no comprarles nada o darles al menos un billete de cincuenta o cien pesos, eran capaces de asaltarme o incluso apuñalarme o darme un balazo en la cabeza. En mi mochila llevaba mi grabadora, mi agenda, mi libreta de notas y mi celular, además de mi cartera vacía con mi tarjeta de débito casi a ceros. En el bolsillo del pantalón cargaba cien pesos en dos billetes de cincuenta.

Tras el primer jaloneo me dieron ganas de recular y volver a meterme al metro, pero ya no sabía qué sería más seguro, si continuar o regresar. Decidí seguir y caminé resistiendo el estrepitoso ruido que lanzaban las bocinas desde donde los vendedores anunciaban productos piratas. Avancé hasta cruzar un estrecho callejón y el olor del aceite reutilizado de las fritangas me provocó nauseas; pensé que lo primero que haría en cuanto llegara a su departamento sería pedir el baño y vomitar.

Afortunadamente las referencias que me dio antes de colgar fueron muy claras, llegué al número veinticinco de la calle peligrosa y traté de dar con su apartamento. “Afonso, aquí arriba”, dijo casi gritando desde una pequeña ventana. Alcé la mirada y ahí estaba. “Sube por aquí”, señaló las escaleras, “es el trecientos cinco en el cuarto piso”. Hasta ahí llegué y creo que notó el miedo en mi mirada –o tal vez fuera de alivio–. Le conté lo que había sucedido y ella se disculpó por no haberme advertido al respecto. “No hay problema”, le dije, “sin embargo al regreso me gustaría que me acompañaras al metro”, le rogué y ella sonriendo dijo que sí. Sospeché que aquel escenario le resultaba cotidiano.

Estuve en su departamento un poco más de una hora y registré cincuenta minutos de una entrevista en la que lancé un par de preguntas, las siguientes las formuló ella misma: hablaba y hacía memoria. En al menos tres ocasiones corrigió sus yerros en fechas y lugares y continuó contándome lo que pasó esa noche de domingo. “¿Quieres que te hable de cómo comenzó el problema entre mi familia y la familia que buscaba a mi hermano para matarlo?”, me preguntó y yo asentí con la cabeza.

Después de escucharla pude atar muchos cabos sueltos que a pesar de los meses reporteando no terminaba de entender. Mi padre, quien hasta hoy me sigue ayudando con el acopio de los datos allá en la provincia, encontró algo interesante: le contaron que en realidad los pistoleros enviados por la familia enemiga pasaban muy cerca de donde estaba el bañil jugando al dominó, y éste comenzó a insultarlos sin ninguna razón aparente, los hombres armados que se sintieron ofendidos por los improperios dispararon contra él, en su afán de salir huyendo se le acabaron las fuerzas y su horizontalidad quedó donde aún hoy lo recuerdo tirado.

Por mi parte he encontrado otra versión de los hechos: el hoy occiso fue confundido con el hermano de mi entrevistada y por eso fue que le dispararon en al menos cuatro ocasiones. Aunque yo tengo mis dudas en la confusión, pues la diferencia física entre los dos personajes era descomunal. Uno de ellos siempre mantuvo una complexión de toro; al desgraciado albañil lo describen como un tipo enclenque.

Una tercera versión, la que mi entrevistada me ha ofrecido, asegura que sí estaban ahí por su hermano, los pistoleros sabían que ese era su paso nocturno a casa, sin embargo el fugitivo cambió de ruta en aquella ocasión; desilusionados y con sus armas dispuestas a su función letal, decidieron mandarle un mensaje a su escurridísima víctima matando a albañil, para que supiera que no estaban jugando, que aquello iba en serio, que habían estado ahí y que volverían por él.

En algún momento terminaría la entrevista y sabía que tenía que retirarme de aquel lugar. Cuando eso sucedió y bajamos las escaleras para alcanzar la calle, mi entrevistada venía de mi lado. “Mira nada más, ya están asaltando a ese pobre muchacho”, externó y yo tragué toda la saliva que pude producir en esos momentos. Dos tipos con cerveza y pistola en mano requisaban la mochila de otro chico que parecía no tener posibilidades de estar haciendo lo mismo. Intenté coger otra ruta y ella dijo que no, que siguiéramos por esa acera. Pasamos a un metro de distancia de donde todo estaba sucediendo y no pude dejar de escuchar lo que decía uno de ellos: “tranquilo, no te va a pasar nada, tú coopera, ya sabes cómo es la onda”. 

Le pedí a mi entrevistada que camináramos más rápido, pero que mejor no, eso iba a significar que teníamos miedo, que ellos olían el miedo. Yo, para entones, tenía el miedo en estado putrefacto.

Tuve la fantasía de trasladarme con mi mente a otro sitio, quería alejarme tan pronto como pudiera de aquel lugar, y en el intento llegué hasta mi primera juventud violenta del barrio. Después de las seis de la tarde cada quien se responsabilizaba de su vida en las calles de la populosa; se trataba de una especie de toque de queda implícito: mucho ruido de patrullas y el paso acelerado de las camionetas del ejército, y al siguiente día corría la noticia del muerto, del detenido, de la casa allanada, del asalto a tienda y farmacia, de la perra vida que no dejaba de lanzar malas noticias. Y mi hermano y yo resguardados, tratando de jugar a los buenos y a los malos sin tener claro quiénes eran los buenos y en qué consistía ser los malos de la historia.

A la mañana siguiente, después de cada balacera, el barrio se quedaba en silencio. Sí se hablaba de los acontecimientos, pero en voz baja –sólo podían hacerlo los adultos–, porque nadie quería ser señalado como chismoso, como delator de los fugitivos del barrio, como el chivato al que había que callarle la boca a balazos. Pasé esa primera juventud viendo cómo fumaba mariguana en la esquina de la cuadra al que había sido perseguido por la policía la noche anterior; crecí oyendo “corridos prohibidos” a todo volumen y botellas de cerveza vacías estrellándose en la pared de mi casa; fui testigo de una redada vespertina en la guarida de uno de mis vecinos y el decomiso de decenas de kilos de mariguana. Después el perifoneo del voceador en su carro destartalado: desde unos parlantes distorsionados se le escuchaba decir “en la populosa séptima sección fue hallado muerto…”.

Mi madre tenía una teoría sobre la popularidad de la populosa: “los rateros son de otro barrio, pero después de hacer sus fechorías huyen hacia aquí y se pierden en el monte o se esconden en la barraca del río. Ahí ya nadie los encuentra”. No estaba equivocada, cerca de mi casa, yendo hacia el sur, las calles se convertían en callejones oscuros; y el río estaba muy cerca, y debido a que nunca fue caudaloso, en sus bordos crecía la maleza que camuflaba a cualquier fugitivo. Hasta allá los perseguía la policía disparando y haciendo sonar sus sirenas. Recuerdo el efecto Doppler sobre la calle que desembocaba en el Jardín de la soledad. Me metía a la casa tan pronto como podía, mi hermano hacía lo mismo, mi madre sabía lo que seguía… mi juventud y la de mi generación de barrio estaba rodando ahí.

El hermano de mi entrevistada era uno de esos perseguidos –de él se decía muchas cosas y nadie comprobaba nada, nadie se pronunciaba con “esta boca es mía”–, sólo que a él lo perseguían la policía y los pistoleros de la familia enemiga. Era raro verlo andar por las calles, por los callejones, porque todos los vecinos sabían que “lo andaban cazando”. Siempre estaba escondido, cambiando de pueblo, de barrio, de casa. De él se decía que siempre se movía solo, que era bueno con las armas, que su puntería era de envidiar, que era una buena persona porque ayudaba a los menesterosos… tantas cosas decían de él.

Me crucé en su camino en muchas ocasiones, pero recuerdo dos en particular: la primera fue cuando yo volvía de la escuela –cursaba el cuarto año de primaria– y ahí estaba él, en la bocacalle del callejón, a unos treinta o cuarenta metros antes de llegar a la puerta de mi casa. “¿Vienes de la escuela?”, me preguntó. Era tan alto –yo lo veía tan alto–. “Sí”, le dije y seguí andando con la mirada tirada al suelo. La segunda vez recién acababa de cumplir mis quince años. Era domingo y mi papá y yo regresábamos de ir a ver un partido de beisbol en la barranca del río. Se acercó a nosotros con una caguama en la mano, saludó a mi papá y le ofreció un trago, mi viejo aceptó –me pareció un tipo respetuoso–. Se dirigió a mí con un movimiento de afirmación con la cabeza y yo respondí al gesto de igual manera. Ya no era tan alto.

Hace cinco años decidí contarme la historia de un albañil asesinado en la banqueta de mi casa allá en la populosa. Pero también quería que otras personas me contaran su versión, incluso el hermano de mi entrevistada. Le dije a ella que nos pusiera en contacto e inesperadamente él aceptó. Le marqué al celular, ya estaba esperando mi llamada. Su voz era grave, pausada, intercalada con una leve respiración: “es que ya no quiero recordar ese tiempo”, dijo y yo no volví a insistir.

A mis treinta y cinco años sigo recordando mi juventud violenta en el barrio, las cosas que a mi hermano y a mí nos tocó ver a plena luz del día, las noticias mortales que cruzaban la discreción de los adultos y se convertían en la charla secreta de nosotros. Tengo las entrevistas, los recortes de periódico, algunas fotografías, mis notas desordenadas, las conversaciones informales con el combo de mi generación. En fin, tengo ganas de entender, y de pronto así poder eximir, a los que por esas fechas convirtieron mi vida, la de mi hermano y la de mi generación de barrio en una bifurcación entre pertenecer al bando de los malos o aprender a ser los buenos de la película.

Mi entrevistada y yo por fin alcanzamos la entrada del metro y me despedí tan rápido como pude. Ella dijo que me fuera con cuidado, yo le agradecí el tiempo ofrecido para la entrevista. Ella me preguntó si pensaba volver a entrevistarla y yo, bajando los escalones con la prisa del cobarde, pensé en voz alta que ni por el putas volvería a su barrio.

La historia está en mi escritorio, paneo y reconozco decenas de fragmentos. Creo que he logrado congelar el acontecimiento. Voy uniendo las piezas y el rompecabezas comienza a tener forma. La mirada del que fuera fugitivo veinte años atrás ya no es la misma, su vitalidad también se fue, como mi juventud; el recuerdo del asesinado es breve, era joven el día de su desgracia, me han contado; las dos familias que se odiaron a muerte hablan poco de la pelea callejera que tuvieron dos de sus integrantes: dos adolescentes que provocaron a la vida y ésta se emperró con los que estábamos en la populosa por pura hijueputa coincidencia.
Ciudad de México, 2017 

Letrinas: El Bien Amado


El Bien Amado
Y&Z | Por Aníbal Salazar Méndez



La pista de baile, como siempre lo soñó Roberta Macías Ortiz, estaba decorada con listones blancos y azules plumbago que tanto le gustaban. Genaro el carnicero, mató un borrego para la cena. La señora Coco, la que vende comida llevó varios kilos de frijoles y espagueti.

Como centro de mesa, sus amigas del club de artesanías le hicieron ángeles de cerámica que pintaron de varios colores.  La tambora iba a empezar cuando terminara la pista de El Bien Amado de la Banda MS, que fue el vals de los recién casados.

La fiesta, como se acostumbra en la comunidad, era a puertas abiertas, así todos podían entrar a bailar y cenar si alcanzaban comida. De vino se sirvió un mezcal que Pedro, su primo, le trajo de Pinos, Zacatecas. Llevó 24 garrafas .

Sus cuatro hermanos no asistieron. Alfredo, Juan, Benjamín y Pedro, le retiraron el habla después de encontrarse con la noticia de que su padre, Alfredo Macías Salazar, le heredó todos sus bienes a su única hija, con el argumento de que “ella nunca se casaría y entonces no habría un hombre en su vida que la pudiera mantener”. Para ella, su novio, amigo y  protector durante la adolescencia siempre fue su papá, que enviudó cuando Betita estudiaba en el CBTA número 61 “Aquiles Elorduy García”.

Los hermanos intentaron por la vía legal quitarle su herencia y como no obtuvieron resultados, ofrecieron comprarle la casa y los dos terrenos. Ella siempre se negó –Primero llórenle a mi papá, luego andan queriendo sus cosas- les contestaba a cada llamada o visita de sus hermanos o nueras que le exigían al menos una fracción de las propiedades. No los invitó a la boda.


Roberta, de 1.60 metros de estatura y 120 kilogramos de peso, durante el vals abrazaba fuerte a su pareja, recargaba su rostro contra el pecho mientras lloraba. Todo el rímel se le escurría, y entre sollozos y murmullos, también lo besaba y agradecía.

Su vestido, blanco, sucio en la base de la falda por el lodo del piso; de su cuello colgaba una medalla de oro que perteneció a su mamá; usaba un ligero color rojo que alcanzaba a verse por la abertura de su falda que mostraba parte de su pierna.

Simón Ramírez de Loera, su marido de 85 años, de 1.80 de estatura y 70 kilogramos de peso, con una risa nerviosa apenas podía abrazar a la novia. Las burlas de sus nueve hijas que no perdían un detalle del vals de la dispareja pareja comenzaron a subir de tono -¡Báilale gordis!- -¡Cómete las sobras de lo que te dejó mi mamá- -¡Te echaste al lomo a nueve suegras marrana!- Los yernos bebían y fumaban sin prestar mucha atención al vals de los novios.

Muchos asistentes comenzaron a chiflar, otros solo se reían de la pareja -Ese Simón nos salió carnicero!- -Compra tu viagra, viejillo-. Se acercaron un grupo de adolescentes y uno de ellos comenzó a agitar un refresco, lo inclinó de tal forma que al girar la taparrosca el líquido saliera disparado hacia los novios, y al mojarlos, con una mirada triunfal por su hazaña dijo –Para que se les baje la calentura-.

Al sentir el refresco que caía sobre su espalda, Roberta dio un fuerte grito, pero no dejó de bailar su vals, sujetó a su pareja aún más fuerte del saco y cerró los ojos, no dejaba de llorar y agradecerle a su marido -Mírame a mí, no los mires a ellos-.

Juan, el único sobrino de la novia que vive en México, comenzó a transmitir el vals de la pareja por Facebook Live para que sus primos, los hijos de los hermanos, comenzaran a burlarse de ella, comentaron que “Se cazo la ratera, a ver si al biejo no le rova jajajajajajajaja!!!!” “OMG wet the fat, so will the shorts” “si ya tenemos quién mantenga a la gorda K ya nos devuelve lo que le robo a mi family”. No hubo un solo Me gusta ó Me encanta, Hubieron 50 Me divierte.

Terminando el streaming, Juan presionó la opción de publicar, de tal forma que su red social almacenó el video. Comenzó a ser compartido ya no sólo por sus primos y sus amigos del high school, los amigos de Juan de la Telesecundaria también.

El baile y los insultos resultaron muy divertidos para los jóvenes. Rebecca, hermana de Juan, que vive en Los Ángeles, descargó el video y pidió a un amigo que pusiera unas letras grandes color blanco sobre una pleca negra en el video de Juan que decía “Se quería casar WTF!!!”, de fondo, agregaron la canción de Me amo y no me importa de Killadamente. Así comenzó a ser difundido. El video hasta el día de hoy lleva 110,450 reproducciones.

Una semana después de la boda, Simón recibió una llamada de Jorge Armando, uno de sus nietos. Al colgar el teléfono fue a donde Roberta que estaba preparando la cena -Gorda, que salimos en internet, me acaba de decir Jorge Armando-.

Ay Simón ¿Y apenas te estás dando cuenta que se burlaron de ti?


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Especial: Todos hemos sido Mara



Por Viridiana Regino | Foto de Marlene Martínez 

@viriregino



Según datos del Observatorio Ciudadano de Derechos Humanos, tan solo en enero del 2017 se cometieron seis homicidios de mujeres en el estado de Puebla, llegando a la cantidad de 101 al finalizar el año. Ahora, a ocho días de terminar el mes de enero del 2018 van 8, dos más que el primer mes del 2017. Y esto no pinta nada bien.

El año se perfila como uno de los más violentos para las mujeres en el estado, el alza de los feminicidios es una constante en los últimos años. De acuerdo con el Observatorio Ciudadano de Derechos Sexuales y Reproductivos estos han mostrado un notable incremento: contabilizando 50 casos en el 2015, pasando a 81 en el 2016, hasta llegar a la alarmante cifra de 101 el año pasado, y esto sólo de los datos que conocemos. A la par, la Fiscalía General del Estado sólo registra 37, 56 y 58 casos hasta septiembre de 2017, respectivamente.

El último sucedió hace unos días, Violeta de 29 años murió en el Hospital General del Sur luego de haber sufrido un disparo en el ojo, Patricia Flores de 30 años fue asesinada a golpes por su pareja la noche del 17 de enero después haber sido acusada de serle infiel, Amely una niña de 11 años fue encontrada muerta en su habitación después de haber sido violada y estrangulada en su propia casa con domicilio en Tulcingo del Valle. 

Como en la mayoría de las ocasiones, el principal sospechoso se encuentra en el círculo cercano a la víctima, siendo la pareja, un familiar o una persona de confianza el responsable. Y es que de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la dinámica de las Relaciones en los Hogares (2016), cuatro de cada diez poblanas de 15 años o más han experimentado violencia por parte de sus parejas, cifra que es superior a la media nacional y que denota un claro modelo de masculinidad dominante sobre las poblanas.

Ante tales cifras, la CNDH pidió declarar alerta de género desde el pasado mes de octubre, sin embargo las autoridades se han negado a hacerlo. Dejando desprotegidas a más del 50% de la población que siguen siendo acosadas y asesinadas una cada cinco días. ¿Por qué sigue pasando esto? Porque se puede, porque el nivel de impunidad en el estado es altísimo, porque ante la sociedad y las autoridades nosotras somos las culpables, porque seguimos creciendo ante una sociedad que nos discrimina y naturaliza la violencia contra nosotras. Porque un obispo dice ante medios que las mujeres están siendo asesinadas por su imprudencia y provocación y porque al pasar el tiempo solo nos volvemos una cifra más en una carpeta que nunca se volverá a abrir.

Si bien la alerta de género no aminorará las cifras, el solo emitirla dará el mensaje de un estado dispuesto a atacar el problema aplicando las sanciones correspondientes y dando solución a los más de 400 casos sin resolver desde el 2010 a la fecha, tal vez así, al menos por miedo a pisar la cárcel nos quieran vivas.

Letrinas: En el vacío (un cuento ciencia-ficción)




EN EL VACÍO
Por
Carlos Gabriel


     El terror es el miedo a lo desconocido.
     Fuera, en el vacío, la cápsula que se movía ligera, en la nada, contenía varios sistemas de comunicación dentro de sí, y estaba a una distancia de varios kilómetros entre la estación de donde había salido, distancia que no tenía nada que envidiar a lo que la cápsula aún faltaba por recorrer hasta llegar a la superficie plateada de la luna, donde se apreciaba una enorme construcción metálica ennegrecida de la cual algunos trozos sueltos de metal se desprendían y acababan por flotar en la infinita nada que lo rodeaba todo.
     Había además, un hombre en la capsula, que a ojos de un turista casual en el vacío habría parecido una bala perdida, un hombre trajeado como todos los hombres del espacio eran trajeados en los cuentos del espacio de los años cincuenta. Un gran traje amarillo con ciertos compartimientos y cables, piezas metálicas y un casco con un visor cristalino-plateado que emitía miles de destellos y un buen cargamento de oxígeno para sobrevivir los tres días que estaría en órbita hasta llegar a la superficie del satélite natural de la tierra, que ahora parecía verdaderamente una urbanización futurista.
     Toda aquella situación era irreal, digna de las más alocadas fantasías de un cineasta que posteriormente presentase sus películas en las sesiones de medianoche bajo la etiqueta de “serie B”. El hombre del espacio en la capsula perdida en el vacío tenía el nombre de Richard Kelly y dormir tanto tiempo le parecía estúpido, una siesta larga no habría hecho más que aburrirlo, estaba a menos de media hora de llegar a una estación espacial intermediaria para recoger un cargamento, porque eso era él, un repartidor, y todas las mercancías que llevaba desde la estación eran directamente para la Luna, y tenía que confirmar su identidad en la estación que se encontraba justo en el punto de distancia medio.
     Y como si las más alocadas fantasías de Stanley Kubrick no fueran erróneas, a cualquier turista casual, ver la bala perdida y, a la distancia, la estación intermediaria, habría pensado instantáneamente en el movimiento lleno de quietud de ambas naves, llenas de años de investigación científica, inmersas en el más delicado baile cósmico, cuidando cada paso.
     En el interior de la cápsula había apenas espacio, una silla frente a todos los comandos y todo el cargamento en un compartimiento de la nave a modo de sótano eran la suite de lujo de Richard.
     Las luces se encendían y se apagaban, en colores azul, rojo, amarillo, naranja y verde, la nave tenía paredes blancas y estéticamente cuidadas, a diferencia de su aspecto exterior, simple y minimalista, sucio, metálico y grosero en todas las definiciones de las palabras y usando todos los antónimos de belleza. Había instrucciones y carteles por toda la nave, diseños amistosos con muñecos para determinar qué hacer y qué no hacer dentro de la nave, varias ventanas puestas alrededor de la silla plegable, giratoria y ajustable donde se sentaba Richard casi siempre, soportando los seis días de ida y vuelta que duraba el viaje, que podrían reducirse perfectamente a sólo unos relativos minutos si él decidiese dormir en una máquina al fondo de la nave, en una habitación amarillenta y tan pequeña que le causaba la más espantosa sensación de claustrofobia a todos los que alguna vez tripularon aquella nave.
     El casco de Richard era circular y se ajustaba perfectamente, el visor era oscuro, pero dejaba a Richard ver perfectamente todo el vacío desde su puesto, lo dejaba sentir en carne propia los rayos del sol y el brillo de las estrellas, podía ver más astros a lo lejos, podía ver más planetas, enormes e imponentes.
     La nave no tenía un sistema manual, y tampoco automático, sus movimientos eran controlados desde la estación lunar, lo único que Richard podía hacer era controlar la energía de la nave, así como las ventanas y otros sistemas menores dentro de ella.
     La cápsula pasaba en un punto donde la luz del sol le daba casi directamente.
     Richard levantó la vista hacia las ventanas que estaban sobre él, era una visión espectacular, algo con lo que millones soñarían y que otros tantos millones verían como lo más banal del universo entero. Las estrellas a la distancia, los enormes planetas, los anillos tan lejanos de Saturno, el gigante júpiter y la estación intermediaria a sólo unos minutos, con los sistemas de aterrizaje y de recibo listos para capturar la cápsula en cuanto se acercase.
     Richard tenía una mirada fría, pero mirar todo el vacío infinito le provocaba un vuelco en el estómago, formulándose siempre preguntas a las que prefería no especular, él sólo era un repartidos, un servicio de correos, y nada más.
     —Estoy listo para el anclaje—mencionó Richard, presionando un botón que permitía la comunicación con la estación intermediaria, pero no había respuesta.
     El protocolo sólo marcaba que Richard tenía que comunicar que estaba listo, el resto de responsabilidad recaía en la estación.
     Richard pudo ver que el puerto de anclaje estaba abierto y listo para recibir la cápsula, después de eso, lo único que debía hacer era esperar a que identificaran sus datos y tomar el cargamento de Oxígeno, que estaba, literalmente, fuera del pasillo de descompresión, sólo tenía que salir durante unos momentos, y volver a flotar.
     Sobre su pecho sentía una inmensa carga y una claustrofobia excesiva al mirar el espacio, ver que un planeta como la tierra, o un satélite como la luna eran algo fascinante, y luego descubrir que no eran absolutamente nada en un universo entero, ni siquiera hormigas, eran una serie de pensamientos desalentadores que le habían dado a Richard una actitud distante y seca con casi todos, dormía en la estación más cercana a la tierra y sentía pánico todas las noches, levantándose entre sudores y soñando con las revistas de ciencia ficción, con los cuentos del espacio de los años cincuenta.
     Un golpe, fuera de la cápsula.
     Richard llevó toda su atención a ese golpe, sólo pasarían 10 minutos antes de anclarse a la nave, y tenía que saber qué era eso, sólo era posible que fuera alguna basura perdida en el infinito, pero en aquella área, tan cercana a la estación intermediaria, era imposible. Sólo podía ser…
     Otro golpe, seguido de otro. Tres golpes. En secuencia.
     Tantos pensamientos recorrieron la cabeza de Richard en unos segundos que le parecieron eternos, casi tanto como el tiempo, y como el universo.   
     De nuevo, una secuencia de tres golpes, un TOC TOC TOC fuera de la cápsula que sonaba aterrador, sonaba como si examinasen la nave, como si alguien tocase a la puerta de una casa.
     Richard se sintió mareado, el sudor corría a raudales por su rostro y los golpes seguían una y otra vez.
     Cerró inmediatamente las ventanas de la cápsula desde los comandos de la nave. Las planchas metálicas pasaron por las ventanas y dejaron la cápsula entera ennegrecida, después y casi de manera instantánea, se encendió una luz artificial color rojo que tranquilizaba a Richard, le recordaba al vivo color del cabello de su esposa, quien era trabajadora también en la estación espacial y esperaba un hijo suyo. Si aquel bebé naciese en el espacio, ¿Tendría algún tipo de nacionalidad?
     No terminó de divagar, porque la sucesión de tres golpes se repitió fuera de la nave y desencadenó otra serie de pensamientos, los golpes no podían ser basuras, tampoco podían ser trozos de metal o tornillos sueltos de la estación intermediaria, parecían tener un patrón, y si algo había allá afuera que fuese lo suficientemente inteligente para examinar algo en medio de la nada…
     Tres golpes más.
     Que dios le ayudase.
     Una gota cayó e hizo a Richard levantar la cabeza de nuevo, cerca de la plancha metálica que se había cerrado para no dejar pasar nada en la ventana, era negra y aún con el casco puesto, Richard supo que olía espantoso, algo podrido se filtraba por el cristal del casco, un área de la cápsula estaba totalmente ennegrecida y estaba humeando, lo mismo ocurría en el suelo blanco de aquella cápsula, en donde había caído aquella gota, que en realidad parecía un diminuto gusano sin una sola extremidad o punto reconocible, Richard se levantó de la silla, se quitó el cinturón y comenzó a flotar por la cápsula, aquel gusano comenzó a moverse y de sí mismo, otro gusano más salió, y después otro, una verdadera metamorfosis espacial se producía ante los ojos de Richard, una silueta deformada, que parecía de todo, menos un hombre, había sido concebida ahí mismo, cientos de gusanos erráticos posibilitaban el movimiento de un todo vivo, un todo espantoso y que tenía una forma humanoide, pero Richard dedujo, que si aquello tenía las extremidades y parecía un hombre, era porque él era lo único vivo en aquella cápsula y los gusanos lo habían tomado como ejemplo.
     Richard flotó hasta uno de los extremos de la cápsula, allá, en donde había guardado por más de cinco años un arma letal, un lanzallamas de tal potencia que asesinaría a cualquier ser vivo con una dosis justa.
     Tomó el lanzallamas sin vacilar ni un poco, y lo apuntó a la cosa que había estado antes funcionando como una maquinaria movida por millones de empleados, pero –aquella cosa- ya no estaba realmente ahí, ahora sólo estaba él, sólo un hombre extra en la cápsula, los gusanos habían hecho otra figura humana frente a él y no parecían dar señales de hostilidad, ¿Qué era?, ¿Qué buscaba?, fueron las preguntas que cruzaron su mente como un rayo, tan rápido que casi no se da cuenta de que la criatura se empezó a mover erráticamente hacia él, alargando sus extremidades, y desprendiendo el mismo olor a podrido que antes.
      Richard inmediatamente presionó el gatillo del arma, soltando una infernal ráfaga que iluminó con unas sombras alargadas y ridículas todo el interior de la nave, empezó a asesinar a la criatura que estaba frente a él, decidió que moriría con sencillez, se encogió muy rápidamente hasta que quedó disminuido a un gusano solamente, y después, el único sonido de la habitación era el de su propia mente, hostigándolo, interrogándole quién era el para decidir que una criatura con esas capacidades moriría, pero Richard hizo callar aquella voz, hasta que lo único que escuchó fue como las fibras en aquel gusano se desintegraban, pudo escucharlo gritar.
     La nave estaba anclándose a la estación intermediaria, Richard se puso el lanzallamas en la espalda con la correa que tenía y flotó de nuevo hasta su silla, la silla en donde le gustaba imaginar que era un rey en el espacio, quien decidiese si algo moría o algo vivía.
     Y sin dejar de pensar en la criatura, recordó sus propios pensamientos, la recordó gritando, oliendo a podrido.
     La nave se ancló completamente a la estación intermediaria, Richard fue directamente hasta la compuerta que lo llevaba al pasillo de descompresión, después salió al pasillo principal, pero todos los remordimientos que pudo tener se desvanecieron cuando entró al pasillo principal, donde los cargamentos de oxígeno lo esperaban como cajas apiladas y con un diseño casi excéntrico, pudo ver que todo el lobby de la estación estaba humeando, había muchas personas cuyos cuerpos estaban ennegrecidos, y había manchas negras por todo el pasillo y lobby.
     Pensó en la criatura, pensó cómo había entrado en su nave. Pensó en sí mismo y en el fuego.
     Pudo recordar en el sonido que hacía el gusano mientras las llamas lo tragaban.
     Pudo escucharlo gritar.

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