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"Dallas" de Lázaro Cristóbal Comala: todo lo que extrañas ya no existe



Por Alejandro Carrillo 


Hay canciones que no se escuchan, se sobreviven. Dallas, de Lázaro Cristóbal Comala, no ofrece alivio ni luz al final de la carretera. Es una canción que se sienta contigo cuando ya no puedes hablar, cuando solo queda mirar el suelo y aceptar que algo dentro se rompió para siempre.

No hay épica en su voz, solo un temblor cansado, una derrota que no pide perdón. Dallas suena como si alguien hubiera grabado el eco de un adiós demasiado largo. Huele a habitación cerrada, a ceniza, a una noche que no termina. Y en medio de esa penumbra, Lázaro pronuncia una verdad que duele como si la dijeran dentro de uno mismo:

Esta vez lo mejor es hasta aquí, no sé de ti y menos de mí, todo lo que extraño, todo lo que extraño, todo lo que extraño, ya no existe.

No existe. Qué frase tan simple y tan cruel. No hay poesía en eso, solo la precisión con que se nombra el vacío. Escucharla es aceptar que lo perdido ya no tiene cuerpo, ni rostro, ni regreso. Que uno también se disuelve un poco con lo que ama.

Musicalmente, Dallas suena a Nick Cave perdido en el desierto, a Johnny Cash mirando su propio ocaso, a Nacho Vegas buscando redención entre tragos, pero también a José Alfredo Jiménez: ese mismo impulso de beberse la tristeza y convertirla en canto. Lázaro hereda la escuela de los que entienden que el dolor no se supera, se afina. Su voz tiene la aspereza de la derrota y la dignidad del que canta para no desaparecer.

Dallas no busca consuelo, busca silencio. Es un lugar al que se llega sin equipaje, solo con el cansancio de haber querido demasiado. En su sonido hay un tipo de fe retorcida: la fe de seguir respirando aunque ya nada importe.

Yo escucho Dallas cuando necesito recordarme que no pasa nada si uno se queda tirado un rato. Que a veces hay que dejar que el dolor se acomode, que hable, que respire. Porque solo cuando todo se apaga, cuando no queda nada, empieza a existir una paz mínima, una soledad que ya no hiere.

Lázaro no canta para el público. Canta para los que no pueden dormir. Para los que alguna vez entendimos que el amor también tiene fecha de vencimiento. Y que a veces, sobrevivir consiste solo en quedarse quieto, mientras la canción nos hace compañía en lo que vuelve a amanecer, si es que eso pasa algún día.

Un pájaro que ya no está


Por Jorge Sosa |


Este texto recoge y amplía lo que escribí para la cuarta de forros del libro “Los poemas humildes son verde menta” de Iván Mata, editado por Ediciones Come Fuego.


Iván Mata es el poeta más vulnerable que conozco. El que está en más contacto con sus propios afectos y odios. Escribir, para mí, es un acto de observación. Iván es más preciso, en él parece un acto de escucha. ¿Qué escucha Iván? Sus tiernas y violentas emociones. Los chismes en redes sociales. La música de los aparatos de gimnasio y las tijeras que cortan cabello en las estéticas. El canto de un pájaro que ya no está, del que solo queda la jaula. 


El nombre del libro tiene su origen en una tendencia clasista de TikTok que señala que el color “verde menta” es predominante en las fachadas e interiores de las casas de las personas pobres. El ejercicio de apropiación de Iván para su libro no evade la naturaleza odiosa de los videitos de internet. Hace belleza de la tirria. En especial, de la propia:


“Sería una persona grosera con todos

porque tendría amor

el tuyo

a cada momento, donde sea, cuando fuera.”


Cada vez que leo de nuevo el libro, me río. Supongo que las personas que crean y comparten videos en redes sociales burlándose de alguien más, también se ríen. El humor de Iván está de un lado de la balanza que aprecio mucho. Me hace recordar que no me importa mucho la caricatura de mi persona. 


Es tan cándida la forma de escribir de Iván, que a veces me distraigo con lo mucho que me gusta lo que dice y dejo de prestar atención a lo mucho que me gusta cómo lo dice. Es el truco que comparten una gran balada pop y una naturaleza muerta. El bailecito lento y las frutas son tan bonitas, que parece que estuvieron ahí siempre y no son el producto de miles de notas y colores mezclados hasta el hartazgo.


Los textos de “Los poemas humildes son verde menta” parecen escritos con la energía encontrada para seguir bailando en una fiesta a las cuatro de la mañana. Un momento de lucidez en medio de un cansancio abrumador. Después de llorar, quedarse dormido y despertar de nuevo todavía intoxicado. Es un mal momento para tomar decisiones, pero Iván demuestra que es un buen momento para hacer poemas.


"Camina o muere", crudo retrato sobre la explotación a los jóvenes y la gente de a pie



#Cinetiketas | Jaime López


La competencia encarnizada y el control de las juventudes por parte del Estado son dos de las ideas que forman parte de "Camina o muere", la adaptación fílmica del texto escrito por Stephen King, "The long walk" o "La larga marcha", por su traducción al español.

Se trata de una propuesta discreta y efectiva, que con poca publicidad, ha sido bien recibida entre la crítica mundial y la audiencia debido a su cruda representación del capitalismo y la desigualdad social.

Ello debido a que cuenta la historia de 50 adolescentes que deben caminar a una velocidad constante a lo largo de varios días y sin ninguna meta específica de kilómetros.

Quien baje su promedio de recorrido es amonestado y quien sume tres advertencias es ejecutado por los elementos del ejército que vigilan a los concursantes.

Muy al estilo de "El juego del calamar" y la saga de "Los juegos del hambre", el premio para quien se mantenga como la última persona viva es un apoyo económico.

Esa es la línea argumental que utilizan los creadores del filme para erigir una crítica contra el abuso de los poderosos hacia la población de a pie, pues se aprovechan de su necesidad financiera para controlarla a su antojo.

Junto con ello, el director de la película, Francis Lawrence, se encarga de representar a la clase dominante como un ente insensible y deshumanizado, que supervisa el concurso desde la comodidad de sus tanques.

Y además se las ingenia para transmitir oportunamente el cansancio, agonía y ansiedad de los participantes, que en su momento Stephen King plasmó de manera grandiosa en su novela.

En la obra audiovisual estrenada en septiembre pasado, Lawrence demuestra su oficio para los dramas distópicos, un estilo que consolidó en "Los juegos del hambre".

Asimismo, respetó la petición del aclamado escritor de obras de terror, quien puso como condición que solo daría luz verde a la adaptación cinematográfica de su historia sino matizaban la violencia de la misma.

Y así sucedió, porque en "Camina o muere" Lawrence exhibe las ejecuciones de los participantes de manera explícita, con la sangre salpicando la cámara.

Asimismo, no tiene temor de mostrar el excremento que sale de los traseros de los jóvenes, quienes no pueden detenerse a hacer del baño, porque eso podría costarles la vida.

Por otra parte, el también responsable de "Constantine" y "Soy Leyenda" logra construir un retrato acerca de la amistad masculina y la pérdida de la inocencia, apoyado por un elenco de rostros frescos, en donde destacan los protagonistas, Cooper Hoffman y David Jonsson.

Ambos transmiten una hermandad a flor de piel, que se ve acentuada por las condiciones extremas en las que se encuentran inmersos y, además, logran dar a los espectadores un aire de esperanza.



Letrinas: Minificciones V de Franco García



Minificciones IV de Franco García

 

Vacíos existenciales

Vivo a las afueras de Acapulco y en un departamento que se encuentra en el quinceavo piso de un edificio casi en ruinas. En el también habitan ladrones, prostitutas, burros, sapos, violadores, asesinos, secuestradores, madres solteras, obreros. He de confesar que mi departamento está repleto de vacíos existenciales y cada vez ocupan más y más espacios. Un día saldré volando por la ventana.

 

Anarcosugerencias

En el Medical Reality Show, el psiquiatra y psicoanalista Otto Gross recomendó lo más sano para la depresión: anarcobenzodiacepinas y anarcoextremafornicación.

 

Aleluya, aleluya

Cuando esnifo soy un demonio; al despertar, un santo. Y Dios, qué maravilloso es entonces el milagro de la resurrección.

 

Padecimientos

No hay mayor tristeza que ir a la farmacia a comprar antidepresivos y no anticonceptivos.

 

Estirar la mano

No hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, murió una mujer afuera del Walmart. De un momento a otro se desvaneció. La temperatura oscilaba entre los 40 o 50 grados Celsius. Era una época infernal en el puerto. Le gente ni se inmutó con su presencia y quedó ahí la mujer, envuelta en el rebozo, de rodillas, con la mano bien estirada, sin saber si solicitaba un apoyo para levantarse o una moneda para hidratarse. 

 

Cuellos negros

No hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, vivía un viejo norteamericano en una enorme hacienda, donde cultivaba papaya, mango y algunas hortalizas. Todas las tardes, debajo de una enorme ceiba y después de una ardua jornada, siempre les contaba las mismas historias de los negros gringos a sus trabajadores negros acapulqueños.

—Era todo un deleite ver colgar a los negros rebeldes. Podíamos escucharles tronar el cuello: crac, crac…

Y siempre intervenía el pequeño Julio, hijo del matrimonio de la cocinera y el chofer:

—Igual como les tronó a don Pedro, a don Raúl, a don Esteban, a don Mario y a todos los que no aceptaron sus malos pagos, ¿verdad?

 

Primero muerto

Llegaron con lujo de violencia y a gritos desesperados. Debía más de cincuenta mil millones de pesos al fisco y traían una orden judicial. Desde hacía meses que mi empresa se encontraba en banca rota pero no lo aceptaba. Insistieron una y otra vez con sus amenazas. Me negué a salir. Jamás me separarían de mis deudas. “¡Primero muerto!”, les grité a las autoridades y ordené al sepulturero que no dejara de echar tierra a mi féretro.

 

Fiesta brava

Desde la tribuna, y con micrófono en mano, el político repetía lo mismo cada campaña electoral: “Estimados compañeros: les prometo que no cumpliré nada de lo acordado. Nada. Y a ustedes les consta. ¡Pero vaya fiesta que habrá cuando ganemos, señores! ¡Qué fiesta, verdad de Dios!”. Y aquel pueblo enardecido de justicia no paraba de aplaudir, gritar y silbar por el enorme banquete que se avecinaba.

 

Hartazgo

¡Estoy hasta la madre de que a esta mujer no la amen como es debido!, dijo el corazón y, por fin, detuvo sus latidos.

 

Inundación

Vamos, nena, arráncame los ojos de una vez ahora que me dejas para siempre, porque casi me ahogo todas las noches cuando reposo mi cabeza sobre la almohada.


 

Franco García (Vacacional, Acapulco). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, Revista Pirocromo, Revista Alcantarilla, Revista Hipérbole Frontera, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.

Las Muertas: de la sátira feroz al drama televisivo impecable


Cinema Coyote | Alejandro Carrillo 


En 1977, Jorge Ibargüengoitia publicó Las Muertas, una novela que diseccionaba con ironía, humor negro y un filo narrativo irrepetible el escándalo real de “Las Poquianchis”: una red criminal ocultada bajo los mantos del moralismo provinciano. Casi cincuenta años después, Netflix adapta la obra al formato de serie, una apuesta que en principio parecía arriesgada: ¿cómo trasladar a la pantalla el tono corrosivo, la crítica social disfrazada de carcajada, la voz inimitable del autor guanajuatense? Contra todo pronóstico, Las Muertas (2025) consigue honrar el espíritu literario y, al mismo tiempo, trazar un lenguaje propio, potente, visualmente magnético y dramáticamente contundente.


Ibargüengoitia, un narrador imposible de copiar… pero sí de reinterpretar

Hablar de Las Muertas implica reconocer el genio de Ibargüengoitia para desnudar el absurdo mexicano. Su novela es, ante todo, un espejo deformante: muestra un país donde la corrupción tiene sotana, el poder huele a establo y las víctimas terminan convertidas en notas al pie. La mirada del autor no es piadosa, pero tampoco cruel; es, más bien, quirúrgica. Con un estilo seco, preciso y dolosamente divertido, Ibargüengoitia reconstruye el expediente judicial de las Poquianchis para evidenciar la hipocresía que normaliza lo monstruoso.

La serie parece consciente de que competir con ese tono sería suicida. En lugar de intentar imitar la prosa del escritor, apuesta por rescatar su esencia: el retrato de un México rural donde la miseria económica se mezcla con la miseria moral; la denuncia disfrazada de anecdótico; la violencia presentada sin morbo, pero tampoco sin anestesia.

De esa decisión nace la mayor virtud de la adaptación: comprender que Las Muertas no es solo una historia criminal, sino un comentario sociopolítico que sigue vigente.

El director Luis Estrada y el equipo creativo optaron por una estética cuidada al detalle: vestuarios opacos, atmósferas áridas y una paleta de colores que captura la sensación de encierro físico y emocional. No es la típica “serie de época” reluciente; aquí predomina la textura terrosa, las paredes descascaradas y la iluminación que evoca la precariedad de la vida marginal.

El diseño de producción logra algo crucial: hace visible el sistema que permitió a las hermanas González (las Poquianchis ficcionalizadas) operar durante décadas. Los burdeles disfrazados de “casas de huéspedes” están recreados con una sobriedad que incomoda; los despachos de funcionarios corruptos —desde policías municipales hasta políticos locales— transmiten la complicidad invisible que Ibargüengoitia denuncia con sorna. La fotografía, además, alterna planos cerrados que acentúan la claustrofobia de las víctimas con composiciones amplias que exponen la indiferencia del entorno. Ese contraste es quizá la forma más visualmente efectiva de trasladar la ironía del autor al lenguaje audiovisual.

Si la serie funciona con la fuerza que funciona, es porque el elenco la sostiene como un coro trágico. Joaquín Cosío, Alfonso Herrera y Mauricio Isaac que encarna magistralmente el personaje de "La Calavera", complementan el magnífico trabajo de Arcelia Ramírez y Paulina Gaitán, que le dan vida a las hermanas Baladro, ofreciendo protagónicos a la altura de la producción con lecturas y actuaciones matizadas y profundamente humanas, evitando caer en la caricatura que —por el carácter satírico de la novela— habría sido un riesgo tentador. En pantalla, Serafina y Arcángela no son monstruos estrafalarios, sino mujeres moldeadas por la ambición, el resentimiento y la impunidad que heredaron y reforzaron. Esa complejidad dota a la historia de un peso dramático que enriquece, sin contradecir, la visión literaria.

El reparto joven que encarna a las víctimas aporta la otra mitad del corazón narrativo: sus actuaciones transmiten vulnerabilidad sin caer en el sentimentalismo. La serie acierta en mostrar su humanidad sin romantizarlas ni convertirlas en símbolos abstractos; son personas atrapadas entre la pobreza y un sistema que nunca pretendió protegerlas. Ese equilibrio actoral permite que la historia sea dolorosa sin ser sensacionalista, respetuosa sin ser tibia.

Completan el cuadro varios secundarios memorables: policías que parecen burócratas de oficina, funcionarios que hablan en eufemismos, testigos que desfilan entre el miedo y la ignorancia. Aquí las actuaciones funcionan como engranes narrativos, articulando esa sociedad absurda que Ibargüengoitia tantas veces retrató.


Una de las adaptaciones mexicanas más sólidas de los últimos años

Lo más valioso de Las Muertas es cómo transforma la sátira literaria en una crítica televisiva contemporánea. Si la novela desmontaba los ridículos del México posrevolucionario, la serie señala continuidades incómodas: feminicidios normalizados, autoridades omisas, la facilidad con la que la violencia estructural se oculta bajo discursos vacíos.

La serie evita el panfleto. Todo está narrado desde la intimidad y la cotidianidad; no es un ensayo político sino un relato humano que expone las costuras del país a través de la vida (y la muerte) de mujeres invisibles. Esa mezcla de fidelidad histórica, sensibilidad contemporánea y rigor narrativo hace que Las Muertas no solo funcione como adaptación, sino como una obra con identidad propia, capaz de dialogar tanto con lectores de Ibargüengoitia como con audiencias jóvenes que quizá descubran aquí la fuerza del autor.

Las Muertas de Netflix es una serie que respira respeto por su origen literario, pero también valentía para reinventarse. Sus valores de producción, su dirección contenida pero incisiva, su guion bien articulado y, sobre todo, sus actuaciones, conforman una obra que honra la mordacidad de Ibargüengoitia sin sacrificar profundidad emocional.

El resultado es un híbrido afortunado: una pieza televisiva estética y narrativamente poderosa que recuerda por qué Las Muertas es una novela fundamental, y por qué sus ecos —dolorosos, irónicos, necesarios— siguen resonando en el México contemporáneo.


Letrinas: El Diablo y la Muerte

 


El Diablo y la Muerte

Samanta Galán Villa


Afuera la noche. Tengo las ventanas cerradas porque me da miedo que algo entre. Mi teléfono no ha dejado de sonar. Son del banco. Me recuerdan que tengo que pagar mis préstamos mañana porque ya he duplicado mi deuda con los intereses. Estoy cansado de inventar historias para zafarme de sus interrogatorios. No tengo dinero, no tengo trabajo porque me despidieron hace ocho semanas.

El latido de mi corazón es agónico. Tengo hambre y sueño. Quiero salir un rato y pasear por el parque. Lo hago. No veo la calle en días, pero sé que fue una tarde calurosa porque el pavimento está caliente. Es media noche. Mi mente es un nido de arañas. Pequeñas, diminutas y amontonadas. Son mis pensamientos.

Hasta mí viene el recuerdo de Julia. Sus manos delgadas y suaves y también su voz áspera cuando me dijo que estaba cansada de la monotonía, de mi falta de compromiso, de mi insoportable actitud, de dejar las cosas a medias. Mis pensamientos arañas trepando las paredes del departamento y llenándolo de un humo asfixiante.

Camino sin pensar, sin fijarme a dónde. Miro las estrellas y recuerdo que son mapas, que si las sigues te guían a un destino. Escucho risas. Dos figuras se mueven delante de mí, corriendo y saltando, tomándose de las manos y volviendo a dejarse. Ahora se persiguen, juegan a los encantados. Son ellos, El Diablo y La Muerte.

Los dos locos brillan con luz propia, es tanta su felicidad. Nada les importa, no tienen a los bancos detrás de ellos, no hay recuerdos que les nublen la vista. Sólo corren y ríen. Siempre sostenidos por la benevolencia universal, por ese flujo de la vida que le da a cada uno lo que se merece. Eso dicen, eso dicen.

El Diablo y La Muerte sólo tienen una especie de camisón que les tapa sus miserias. Tan libres ellos, tan suyos. Los dos con el pelo al ras, sonrientes. Hay quienes dicen que se conocieron por azares del destino, andando sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, cómo no. Se conocieron, sí, y a partir de entonces decidieron quedarse juntos. Ser cómplices en esa selva virgen que es la calle y compartirse sin limitaciones, ni miedos, ni angustias. Sin pensar en un mañana que puede o no llegar y que tampoco importa mucho si llega.  

Otros aseguran que estuvieron juntos desde su infancia y que son hermanos. Que sus padres los dejaron huérfanos y aprendieron a sobrevivir apoyándose el uno al otro. Abriéndose a la vida, al amor, al sexo, uno frente al otro como un espejo, como una sombra que no desaparece en la oscuridad.

Yo no descarto esta teoría porque si se les presta atención, si de verdad se decide no voltear la cara hacia otra parte para evitar darles existencia a los pordioseros, a los miserables, se puede notar que sus rasgos algo de parecido tienen. Ojos separados, nariz afilada, boca bien formada pero sucia, siempre abierta enseñando los dientes amarillos y una lengua casi negra.

El Diablo y La Muerte corretean por el parque, sin que les importe nada más que ellos mismos. El Diablo abre los pies y deja caer una enorme caca en el piso del parque. Abre los pies, hace la necesidad de todo ser humano, de todo ser viviente y se va, dando saltos y gritos de alegría.

Siento asco, pero no por su acción repugnante. Me enferma esa complicidad, su alegría casi grosera, como si se estuvieran burlando de mí: un hombre que fue a la universidad y estudió contaduría. Que trabajó once años en el mismo despacho, haciendo tareas fuera del horario de trabajo para caer bien, para que me tomaran en cuenta, para congraciarme con los auditores. Que un día conoce a una mujer y se enamora perdidamente y sabe que jamás verá el mundo con los mismos ojos, porque el cuerpo de dicha mujer es polimorfo y estará presente en una silla, en un puente, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Pero el correr del tiempo que todo devela, que todo desgasta, terminó por quitarle el brío tan intenso a los primeros encuentros y la monotonía echó a perder el vínculo. Y un día la mujer se para frente a ti y dice que se va, que está harta, que no hay nada qué hacer, que fue suficiente.

Entonces dejas de trabajar, tomas y fumas a las ocho de la mañana. No quieres salir, no hay nada que valga la pena. Te olvidas que tienes necesidades, que tienes deudas en los bancos que debes liquidar porque ellos muy amablemente te extendieron un crédito para un auto de cuatro cilindros que chocaste al poco tiempo de adquirir en una noche de juerga. Que también ocupaste tu tarjeta de crédito porque querías amueblar el departamento que compartías con el amor de tu vida, pensando que sería el lugar donde criarían a sus hijos y donde, algún día, luego de muchos años, pasarían juntos la vejez. El teléfono suena y te vuelves loco, de dolor, de ansiedad, de miedo.

El Diablo y la Muerte bailan tomados de la mano, sin percatarse de que yo los veo o de que cualquier otro puede atestiguarlos. Poco o nada les importa. Nada saben de las desgracias del mundo, de lo insoportable que es la vida promedio, la vida de cualquier ser humano encerrado en su casa a las doce de la noche.

Los veo de lejos y siento que me hierve algo por dentro. La necesidad de que, si yo no tengo, nadie más debería tener. Que, si soy miserable, el mundo entero debe sentirse como yo: un perdedor, un fracasado, un ser incompleto. Puedo sentir clara y lúcidamente cómo se planta en mi cerebro la semilla del odio y sé que no hay nada que crezca con mayor facilidad. Pienso que voy a regar esa semilla con cariño, con cuidado, esperando que pueda darme el triunfo de arrebatarle a alguien lo que más quiere. Ver esa desdicha y que por arte de magia regresen a mí las ganas de ser alguien. Ser, en última instancia, un hijo de puta.

Doy la media vuelta y regreso a mi casa. No apresuro el paso. Miro las casas, los edificios, el alumbrado público. Entro de nuevo en mi departamento y pienso en Julia. Pienso que la noche es larga, que estoy cansado, que estoy triste. Prendo un cigarro y hago figuras en el aire. Encuentro rostros y nombres que se desvanecen en segundos. Fumo hasta quedarme dormido.

El teléfono suena. Todo el día suena. Son los del despacho de cobranza, pero no tengo ganas de inventar excusas. Tengo hambre y sed. El piso está sembrado de colillas y hay junto a mí un par de botellas vacías de ron. Intento levantarme, pero estoy mareado. Huelo mal, no me he lavado los dientes ni me he bañado en tres días. El teléfono suena. Tengo miedo de no contestar, de que me embarguen y perder lo poco que me queda.

Apoyo mi espalda en la pared. Supongo que es medio día porque desde la ventana logro ver que el sol está en lo alto con toda su inclemencia. Tocan la puerta, con el puño tocan la puerta. En un movimiento rápido me encojo, me engarruño como las babosas cuando se les ha echado encima un poco de sal. El corazón me late más rápido y más rápido tuntuntuntuntuntuntuntuntun. Sigo vivo. Del otro lado de la puerta alguien dice mi nombre, pero no logro reconocerlo.

Deseo con todas mis fuerzas estar en otra parte. Cierro los ojos e imagino que puedo entrar a un rincón impenetrable de mi mente. Uno al que nadie, excepto yo, tiene acceso. Ahí no existe el sonido. Tampoco tengo hambre ni dolor porque desaparece el cuerpo. No existe el tiempo, sólo una pared blanca y brillante. Inhalo y exhalo, lento.

Me quedé dormido o eso supongo. ¿Un desmayo? Qué importa, no logro notar la diferencia entre un hecho y otro. Afuera ya es de noche, de nuevo ha oscurecido. El teléfono ya no suena. El departamento está en silencio. La sed es insoportable. Voy al baño y tomo del lavabo. El agua me sabe mal y me agrava las náuseas. Necesito alcohol.

Reviso las botellas que están junto a mí, esperando que alguna tenga un poco, el mínimo para calmar mi ansiedad. Nada. Voy hasta mi cuarto y reviso los bolsillos de mis pantalones usados e igualmente sucios al que llevo puesto. Encuentro un billete arrugado. ¡Milagro! Lo suficiente para comprar otra botella y más cigarros. Camino hacia la puerta y encuentro un papel. Lo metieron por debajo. Es un recado de mi casero. Debo entregar el departamento en tres días por incumplimiento de la renta. Arrugo el papel y lo tiro. Abrocho las agujetas de mis tenis y voy a la licorería que está a tres cuadras.

Cuando regreso, bebo directo de la botella. No tengo a dónde ir. Mis padres fallecieron cuando era niño y la tía que me crio ahora descansa en una estancia de retiro pagada por mis primos. No tengo a dónde ir. Sonrío. Saco humo de la nariz y sonrío. Pienso en El Diablo y La Muerte y vuelvo a sentir en mi cerebro atrofiado la semilla del odio.

Intento imaginar una forma de separarlos. Creo que podría regalarle a uno de ellos cualquier cosa que en su situación pudiera considerarse un lujo. Hacer que peleen, que la fuerza de la ambición los corrompa, pero de inmediato llego a la conclusión de que es imposible. Hay algo en su locura que los regresa al estado infantil más puro. Donde no hay codicia, donde todo puede ser compartido. Tengo la impresión de que, de alguna forma, la locura y la infancia tienen la misma raíz.

Me duele la cabeza, pero no del modo común. Parece como si mi cráneo estuviera en medio de dos piedras enormes a punto de chocar entre sí. Bebo de la botella y sonrío. Me siento bien, por un momento olvido dónde estoy y lo que he perdido. El Diablo y La Muerte deben estar despiertos, buscando comida entre la basura. Viviendo una vida nocturna y pueril.

Tengo más de la mitad del ron en la botella. Me levanto y camino hacia la calle. Hay muy poca gente a estas horas entre semana. El ciudadano promedio está descansando, reponiendo fuerzas para cumplir con sus horarios laborales por la mañana. Atendiendo a sus hijos o los quehaceres del hogar. Pienso que Julia es una de esas personas, que está durmiendo sola. No, acompañada.

Llego al parque y ahí está El Diablo. Está solo, sentado en la banqueta y dibujando algo con el dedo índice de la mano derecha en el pavimento, igual que Cristo cuando salvó a la Magdalena. Suerte, tal vez otro milagro.

Me paro frente a él, pero no voltea, no se inmuta. Sigue pintando figuras imposibles. Apesta, pero no para alejarme. Me siento junto a él y le pregunto ¿quieres? Sólo entonces voltea a verme, con los ojos grandes y limpios. Sonríe y recibe la botella. ¿Y tu amiga?, pregunto. Le dio pallá, responde y señala con el mismo dedo que tenía sobre el pavimento hacia un punto del parque. Se fue a dormir porque anda cansada.

Le da un sorbo a la botella y carraspea. Estira la mano para regresármela pero le digo que está bien y que puede beber más. ¿Es tu hermana?, pregunto. Sí, también es mi mamá y mi esposa y mi hija. Le dio pallá y vuelve a señalar. Me río y ahora sí le recibo la botella para darle un trago.

Seguimos tomando y le pregunto si tiene hambre, me responde que no, que comió cualquier cosa que no pude comprender. Lo miro con detenimiento y sin juicio. Tiene la nariz pronunciada, pero fina. Los ojos grandes igual que las pestañas. Sé que no he escuchado una voz más inocente, ni siquiera en los labios de un niño. Le digo que tome más, que puede quedarse la botella entera. También le ofrezco un cigarro y dice que no fuma. La botella sí la recibe y bebemos como dos grandes amigos que acaban de reencontrarse.

No logro entender del todo sus frases, pero sé que La Muerte ha estado mal porque tuvo un aborto. El Diablo explica que el vientre  de su mujer, hermana, madre e hija estuvo hinchado un tiempo y que un buen día salió sangre y un pequeño bulto que tiraron en un bote de basura. Que, desde entonces, La Muerte tiene cambios repentinos de humor, está triste y cansada y que él no sabe qué hacer.

Lo escucho con atención y no puedo evitar sonreír y embriagarme con su miseria, pensando que todos tenemos una maldita loza encima. Bebo y fumo con agradecimiento. Pienso que no tengo nada más que hacer ahí, que es momento de volver a descansar los días que me quedan en el departamento. Me levanto. Quiero decirle que ya me voy, que fue un gusto, que un día de estos volveré a visitarlo, pero él se levanta de un brinco y mira hacia el punto que señaló con el dedo.

Una figura se abre paso. Es La Muerte que se soba las manos y sonríe. Se acerca y me ve con desconfianza, como el intruso que soy. No sé si es la luz del alumbrado, mi tristeza, mi añoranza por tocar a una mujer, pero la veo como una virgen recién consagrada. Luminosa, frágil. Detrás de los harapos, lo sé ahora, se esconde una hermosa figura. Senos grandes, quizá por el reciente embarazo fallido.

Dame, dice y estira la mano. El Diablo se acaba de terminar lo último que quedaba del ron. Se carcajea, la abraza y luego a mí. Frente a los dos improvisa una suerte de baile, que más bien parece un performance de danza contemporánea. El alcohol se me ha subido y me tiene tranquilo, complaciente, sereno. Pero La Muerte nos mira con desprecio y sin pensarlo le da una patada en el culo al Diablo.

No oculto la gracia que me produce la escena y me hago para atrás, por precaución. El Diablo no toma bien el gesto, ¿quién lo tomaría? Ni los locos soportan un buen golpe. Se detiene. Veo por un segundo, en los ojos de ese santo rapaz, la sombra del verdadero diablo. Sin contenerse empuja a La Muerte y la tira al suelo. Le levanta el camisón y la penetra sin piedad, como un animal embrutecido. Las piernas de la mujer todavía tienen sangre seca. Grita y patalea, como seguramente lo ha hecho por años.

Prendo un cigarro y me doy media vuelta. Los dejo ahí, en el rincón del parque. Viviendo la vida que tanto había deseado.  


Samanta Galán Villa (Moroleón, Guanajuato 1991) Llevó cursos de narrativa en Literaria, centro mexicano de escritores. Algunos de sus textos se encuentran en medios digitales como Tierra Adentro, Monolito, Neotraba y la revista estadounidense Asymptote. Sus poemas aparecen en plataformas como Low Fi Ardentía, Revista 3 pies y en Crocevia, revista italiana dedicada a la difusión de poesía contemporánea. Fue compilada en tres antologías de cuento, La ciudad de los ahorcados, Letrinas del cosmódromo y Extrañamientos. Amorfismos (2022), su primer libro de cuentos, fue publicado en la editorial La Tinta del Silencio. Actualmente promueve su segunda publicación, Ventanas cerradas, ventanas abiertas, bajo el sello editorial Nitro Press.

Letrinas: Ofrenda



Ofrenda

Alejandro Carrillo


resulta curioso el día de muertos, el altar de muertos en específico que cada año pone mi madre religiosamente en un rincón de la casa con la mayoría de elementos necesarios para llamar a los difuntos, agua flores sal pan y calaveritas, y ahí en el centro de la ofrenda la foto del abuelo flanqueado todos los años por el tequila siete leguas reposado que casi lo mata en múltiples ocasiones y por muy diversos motivos, y al otro lado la cajetilla de cigarros delicados que eventualmente lo matarían por fin y de una vez por todas, y que mi madre guarda desde hace años con el único y firme objetivo de ofrendarla en el altar, ya que ahora esos cigarros se llaman chesterfield y primero muerto el abuelo que fumarse el inexorable paso del multinacionalismo salvaje, y yo le digo a mi madre, madre tira ya esos cigarros que acabaron con el aire y la vida del abuelo, pues aunque no tengo experiencia alguna cruzando el inframundo no me gustaría emprender ese largo y sinuoso viaje tan bien descrito por los estudios disney pixar para encontrarme con la causa de mi muerte, pero parece que a mi madre no le importa revictimizar al abuelo chovinista y fumador y yo le digo que el tema es serio madre que debe ser tratado a la brevedad por la secretaría de cultura ya que puede lastimar las relaciones familiares interdimensionales del país pues bajo esa lógica habría que poner en el altar también el agua del río bravo que se tragó el tío felipe cuando quiso y no pudo cruzar la frontera o bien en un futuro algo lejano, espero yo, en la ofrenda de la abuela en vez de poner las gardenias que nunca le dio su marido, sería menester acomodar bien las botas de casquillo y el cinturón de cuero de su finado esposo que tras una vida de chingadazos muy probablemente desencadenó en la demencia prematura que tiene postrada a la abuela en una casa de retiro ¿de retiro de qué? de retiro de la vida, o bien en el altar de mi padre habría que poner un tren a toda máquina o una bayoneta o un sismo o un machetazo o una jauría de perros o un nido de ratas, o cualquier cosa que haya matado a ese viejo, porque yo no puedo, ojalá pudiera, ojalá esté muerto ese puto viejo, y la cosa se torna aún peor porque habría que situar, madre, un casquillo en los altares de kurt cobain de hemingway de jaime torres bodet de luis donaldo colosio y cuarenta capsulitas de barbitúricos para marilyn monroe ¿quién mató a marilyn? y otras tantas para elvira mi noviecita de la secundaria, y un montoncito de piedras para virginia woolf y otras tantas piedras más para mis amigos artistas contemporáneos muertos y el hashtag #metoo para mis amigos artistas contemporáneos vivos, y la negligencia del imss para doña amparo la de los jugos y la lista de espera de órganos para efraín, qué joven que era efraín, y mariposas monarcas para el señor activista defensor de las mariposas monarcas y así por todos los altares del país haciendo ofrendas inverosímiles con objetos inconcebibles, tan solo en esta ciudad se venderían kilómetros de soga para las festividades madre, imagínate a las familias viendo tutoriales en youtube para hacer con esa cuerda el nudo del ahorcado que debe llevar como mínimo seis vueltas y el número de vueltas siempre debe ser impar, madre, urge legislar porque por último pero no menos importante, tendría, con todo el dolor que me embarga, en verdad me vería obligado a colocar en el altar ese manjar emponzoñado que la vecina le dio a la gata el mes pasado, y en ese mismo orden de ideas en la casa de la vecina se verían en la penosa necesidad de ofrendar los dulces con vidriecito molido que les di a sus hijos ayer por la noche que vinieron a pedir dulce o truco y elegí truco, madre, elegí truco y siguiendo el curso natural de las cosas y el duro brazo de la ley, para el próximo año habrías de poner junto a mi foto un picahielo o un desarmador o cualquier filerillo en el mejor de los casos y en el peor de ellos la manga de un pantalón ¿sí se le llama así, madre? o un par de calcetines o una sábana hecha trizas o cualquier prenda que sirva para morirse en una cárcel, de momento se me ocurren esas ideas, y es que eso no puede ser madre, porque yo en mi ofrenda quiero molito con pollo y chicharrón en salsa verde. ac

"Una batalla tras otra", contestaria e imperdible


Cinetiketas | Jaime López



Una contundente e ingeniosa declaración de guerra contra la élite conservadora estadounidense. Así es cómo puede definirse "Una batalla tras otra", la más reciente película de Paul Thomas Anderson, considerado como uno de los realizadores más iconicos del séptimo arte contemporáneo.

Centrada en los supuestos pecados que persiguen al exintegrante de un grupo radical revolucionario, interpretado por Leonardo DiCaprio, "Una batalla tras otra" es una obra que destaca tanto en su forma como en su contenido.

Es decir, alcanza un nivel de virtuosismo tanto en su ejecución técnica como en su discurso, el cual está inspirado por la novela "Vineland", de Thomas Pynchon.

Sin embargo, el propio director y guionista del filme (Anderson) ha declarado que su propuesta no es una adaptación como tal del texto aludido, sino que toma prestado varios de sus elementos clave para hacer una versión actualizada.

Dicha versión resuena fuertemente en el presente por la coyuntura política que se vive en Estados Unidos bajo el mandato de Donald Trump y sus políticas anti-migratorias.

En ese sentido, "Una batalla tras otra" tiene una clara postura a favor de la diversidad racial y se va a la yugular contra los fascistas, defensores de la mal llamada "supremacía blanca".

Eso último se puede constarar en la mofa que el cineasta hace de los antagonistas, exhibiéndolos como seres de doble moral, que recurren a argumentos ridículos para justificar sus yerros o atropellos contra la sociedad.

Ojo a esa secuencia en la que el personaje de Sean Penn asegura que fue "violado a la inversa", porque su presunta agresora, una mujer negra, quería despojarlo de su "poder".

Es justamente ese tipo de detalles, llenos de ironía o sarcasmo, los que convierten el guión de "Una batalla tras otra" en una elegante radiografía de los blancos privilegiados.

Además, Paul Thomas Anderson demuestra su oficio para llenar los espacios en los que filma, es decir, para darle significado a todos los escenarios en los que transcurren sus acciones: guettos de migrantes, azoteas, carreteras y hasta las instalaciones de sectas racistas.

En cuanto a su elenco, todos tienen fuertes posibilidades de nominaciones por su labor, tanto los intérpretes ya consagrados como DiCaprio, Sean Penn y Benicio del Toro como las caras más frescas o novedosas, es decir, Teyana Taylor y Chase Infiniti.

La primera de ellas da vida a una mujer que desea fervientemente cambiar el mundo, pero que debe tomar una decisión que afecta su personalidad, convicciones y su relación de pareja.

Además, está lleno de matices y simbolismos, que permiten reflexionar sobre temas actuales como la maternidad elegida y la autonomía personal.

En cuanto a Chase Infiniti, se trata probablemente de la mayor revelación actoral en lo que va del 2025, pues a pesar de que "Una batalla tras otra" es su primer filme, su interpretación tiene una solvencia espectacular, que desborda inteligencia, valentía y hasta sentimientos encontrados.

Obviamente, hay un grupo de hombres rancios que no ven con buenos ojos la reciente película de Paul Thomas Anderson, quien nuevamente graba escenas únicas, memorables y con un gran estilo fotográfico.

Dichos rancios han calificado su obra como "un panfleto izquierdista", lo que evidencia que su supuesta crítica o reseña se basa más en una postura política, que en un análisis de los méritos técnicos, artísticos y discursivos del filme.

Lo mejor es que el respetable tome su propia decisión y la vea en pantalla grande para disfrutar la nueva hazaña visual del creador de "Magnolia" y "Petróleo Sangriento".



"El gran viaje de tu vida", decepcionante, forzada y nada grandiosa



Cinetiketas | Jaime López



Decir que lo mejor de una película es el cover de una canción que comienza a escucharse de fondo en la última secuencia es muestra de que la producción por la que se pagó un boleto resultó fallida casi en su totalidad, en especial, en el desarrollo de su historia.

Es el caso de "El gran viaje de tu vida", el nuevo largometraje estelarizado por Margot Robbie y Colin Farrell, que no tiene nada de grandioso y que ni siquiera se siente como una propuesta entretenida o palomera.

Y es que aunque los intérpretes referidos son carismáticos y se esfuerzan en cada una de sus interacciones, la historia se va desinflando poco a poco hasta convertirse en una odisea plana y aburrida.

Dirigida por Kogonada, artista de origen surcoreano con un buen prestigio en el circuito independiente, "El gran viaje de tu vida" sigue a dos extraños que se conocen en la boda de unas amistades que tienen en común.

Tras un par de conversaciones, aceptan realizar un viaje que les propone el GPS del vehículo que les rentó una extraña agencia de automóviles.

En ese sentido, la premisa sonaba sumamente interesante y tentativa en los avances promocionales, sobre todo, para quienes disfrutan de propuestas aparentemente atípicas y que invitan a la audiencia a autoevaluarse.

Si a eso se le agrega la combinación de dos estrellas de Hollywood, con una innegable fuerza mediática e interpretativa, las expectativas eran demasiado elevadas.

Sin embargo, algo no cuaja en la ejecución del guion, pues la película termina generando bostezos en distintos niveles y una escasa conexión con la historia de amor proyectada en la pantalla grande.

De hecho, algunos analistas califican a la obra con los adjetivos de "fría y distante", algo en lo que no se equivocan debido a que varias escenas se sienten metidas a la fuerza para tratar de conmover a la gente.

Ese quizá es el mayor defecto de "El gran viaje de tu vida", que su premisa aparentemente mágica se ve diluida con motivo de las distintas escenas impostadas a lo largo del metraje.

Una de ellas ocurre cuando en el guion escrito por Seth Reiss se ponen a los protagonistas a pelearse bajo la justificación de sus inseguridades y traumas personales.

Pero dicho momento es predecible y acortonado, además de que tiene una resolución insípida. Así también se siente la reflexión sobre el duelo que se pretende hacer a través del rol de Margot Robbie.

Al final, es el cover del éxito musical escrito hace 45 años por Pete Townshend, "Let my love open the door", el que produce una ligera sonrisa en las personas que esperaban una cinta inolvidable y epidérmica, pero que resultó todo lo contrario. Tan decepcionante es que ni siquiera se agradece el cameo de Kevin Kline, que en 1989 ganó una estatuilla dorada como mejor actor secundario.

Andrea Pizarro y su 'Manual del nuevo hidrocálido': instrucciones para sobrevivir al progreso inmobiliario

 

Reyes Rojas


Aguascalientes es la tierra de la gente buena, o al menos eso se dice desde que los alientos de la Guerra Fría, en 1949, llevaron a la administración en turno a que incluso un estado que no aportaba más del 1 por ciento del PIB nacional, tomara partido frente a la “amenaza comunista”. “Gente Buena” en ese entonces significaba ser católico y admirador del libre mercado.

¿Qué tan vigente será, hoy en día, dicha expresión? Esta pregunta es la que se hace la artista visual y escritora Andrea Pizarro. A partir de esta pregunta surge su Manual para el nuevo hidrocálido.

Pizarro no redacta un folleto turístico. Levanta un manual de supervivencia urbana con tipografías retro y consignas que invitan a “dirigirse a las torres”, expresión que hace alusión al crecimiento o boom vertical que tanto se vende como parte del supuesto y exitoso desarrollo del llamado Gigante de México.

Su Manual observa el centro de Aguascalientes, retrata la vivienda abandonada y parodia el lenguaje que promete plusvalía garantizada. El resultado no sermonea. Instruye con ironía.

Me pregunté qué tanta vivienda abandonada existía”, dice Pizarro durante la entrevista.

La pregunta guía el proyecto y sostiene el humor negro de los afiches, que exhortan a identificar al enemigo en los jóvenes con pensamiento crítico y sin posibilidad real de adquirir una vivienda digna. El enemigo no llega del exterior. Habita las políticas que celebran nuevas torres mientras calles rotas y multifamiliares cumplen cuarenta años en deterioro.

¿De dónde sale este manual?

Andrea Pizarro camina su ciudad, la estudia, recorre el primer cuadro y reconoce dos detonantes. Primero, la memoria ferroviaria y un pasado que imaginó progreso a toda máquina. Segundo, el dato duro: el INEGI reporta que, en 2020, había 70 mil viviendas deshabitadas en Aguascalientes. Ella añade un cálculo que circula en la conversación pública tras el caso La Pona:

Creo que al menos hay 100 mil viviendas abandonadas”.

Pizarro no presume certezas. Confirma en fuentes oficiales y levanta alertas visuales. El INEGI aparece como brújula.

La artista planea una siguiente entrega centrada en datos y cartografías. Por ahora articula señales: anuncios que prohíben estacionarse “ni por un minuto”, puertas selladas, fachadas que exigen atención. Los fantasmas urbanos no nacen del mito. Nacen de una red de servicios que se deteriora.

El manual no demoniza la altura.

Andrea lo aclara: Apoyo la vivienda vertical bien pensada”.

Su crítica apunta a torres que funcionan como oasis privados y separan barrios con muros y amenidades encapsuladas. Ese modelo densifica sin tejido y multiplica inseguridad, plagas y focos de infección en el entorno inmediato.

El lenguaje gráfico desarma esa promesa. En una lámina aparece un caballero con sombrero que apunta al lector:  “¡Hidrocálido! Es hora de salir a construir”.

En otra, dos jóvenes reciben la etiqueta de “promotores del reuso” por querer habitar lo existente. Con humor muestra la lógica del mercado: construir, vender, mantener vacía la propiedad para que la demanda nunca muera.

 

Esa lógica gana eco en discursos empresariales y académicos que hoy dominan la conversación regional. Hablan de eficiencia del suelo, densificación inteligente y ciudades de 15 minutos. Prometen plusvalía, liquidez y preventa como vehículo. Señalan que la gente ya no quiere vivir lejos y enfatizan que la verticalidad acerca servicios, oficinas y parques. Plantean tasas y seguridad como variables decisivas. El manual no discute los conceptos. Los interroga desde los vacíos que deja el entusiasmo.


Lo que dicen los números y lo que muestran las calles

El auge inmobiliario local no se entiende sin migración y empleo industrial. Distintas fuentes del sector insisten en una demanda creciente de vivienda; algunas incluso calculan más de 200 mil llegadas anuales a la entidad y proyectan una proporción 70/30 entre vivienda horizontal y vertical dentro del Tercer Anillo. El relato inmobiliario añade cinco argumentos recurrentes:

      Crecimiento del PIB de la construcción

      Protección contra la inflación

      Tasas en descenso

      Inversión extranjera al alza

      Estabilidad frente a la incertidumbre.

El Manual del nuevo hidrocálido coloca estos mensajes junto a escenas del centro histórico. En una página, la leyenda “Atención, ciudadano obediente” se sobrepone a la imagen de un inmueble sostenido con puntales, donde “hogares huecos” y “vagabundos en modo decorativo” conforman el panorama.

En otra página, un cuestionario pregunta: “¿Permanece encadenado al glorioso pasado que lo hunde?”. Andrea rehúye el choque frontal. Yuxtapone la promesa con la otra ciudad con preguntas que podría hacerse cualquier aguascalentense el día que el cura lo manda a rezar un padre nuestro:

El manual adopta el lenguaje comercial típico del curso express que ofrecen supervivencia y plusvalía garantizada mientras invitan a mantenerse alerta y evitar el mal gusto. La artista escribe con afiches, sellos falsos y logos de constructoras fantasma. La ironía funciona como antídoto contra la normalización.


Verticalidad sin burbuja: la propuesta detrás de la sátira

La propuesta de Pizarro no cancela la vivienda en altura. Redirige la conversación. Andrea es una aficionada, una experta autodidacta en cuestiones de urbanismo y arquitectura, y como tal propone usar primero lo construido, rehabilitar multifamiliares y casas del primer anillo, y después densificar con criterios claros: conectividad, movilidad activa, agua suficiente y mezcla de usos.

Ella pide espacios que integren colonias, no moles cerradas que bloqueen el barrio contiguo. El manual exhibe costos de no actuar. El abandono trae inseguridad, adicciones y trámites olvidados.

El manual recurre al detalle mínimo para mostrar esos costos: un letrero que amenaza con “se ponchan llantas”, una puerta con la marca “ni por 1 minuto”, un asiento público con el escudo local frente a un edificio descascarado. La composición sugiere una ciudad que mira hacia arriba y no mira sus cimientos.

Además, Pizarro recuerda la dimensión comunitaria.

Perdimos rituales”, explica. “Ya no organizamos posadas, rosarios ni redes vecinales”.

Ella admite que vive en un complejo y no conoce a todos sus vecinos. Esa confesión no moraliza. Dibuja un déficit relacional que la verticalidad podría agravar o reparar, según el diseño y la gestión.


Datos, archivo y ciudad vivida: el manual que viene

La autora no deja el manual como pieza única.

Quiero dividirlo en varias partes”, anticipa.

La próxima entrega exploraría bases de datos, mapas y series históricas. También quisiera construir un archivo urbano que hable de ex haciendas demolidas, cines cerrados o edificios públicos con arquitectura prehispánica reinterpretada. Ella valora ese patrimonio moderno y propone una lectura sin nostalgia.

El proyecto crece como diario de campo. Cada casa descubierta suma una página. Cada historia barrial abre un pie de foto.

“Me parece agradable hacer de mi vida aquí un proyecto”, dice.

La frase resume la metodología: caminar, escuchar, fotografiar y cruzar esas observaciones con estadística pública.


Entre el eslogan y la política del suelo

La conversación local impulsa la verticalización como solución a la escasez de tierra. Los manuales corporativos promueven preventa, amenidades y rentas institucionales. Las escuelas privadas actualizan programas para formar a la nueva mano de obra que construye en altura. La narrativa enfatiza eficiencia y sostenibilidad.

El Manual para el nuevo hidrocálido no invalida esa agenda. La complementa con una condición previa: habitar lo existente. Rehabilitar lo vacío reduce demoliciones, rescate de arbolado y huella hídrica. Y, sobre todo, teje comunidad donde hoy predomina la puerta cerrada.

Quiero entender mejor la ciudad”, insiste Andrea.

En el Manual el lector no recibe órdenes. Encuentra instrucciones que dudan. La ciudad ofrece promesas de velocidad y torres con vista. El centro reclama mantenimiento, política de vivienda y cuidado básico. Entre ambos extremos, la ironía de Pizarro abre espacio para una agenda mínima: contar las viviendas vacías, priorizar su rescate y diseñar verticalidad con barrio.

Andrea Pizarro elige la risa incómoda para reencuadrar la conversación. El manual, entonces, funciona como espejo portátil. Quien lo abre lee consignas y, al mismo tiempo, mira las calles que esas consignas ordenan olvidar.

El Manual para el nuevo hidrocálido puede consultarse en las redes de Andrea Pìzarro y de Neo Nada Estudio, un taller de producción arquitectónica arte y diseño con sede en Guanajuato.

 


 

Andrea Arellano Pizarro (Durango, 1998) es escritora y artista visual. Reside en Aguascalientes desde 2022, año en que publicó su primer poemario es posible amueblar una infancia, presentado en espacios como el CIELA y el Museo de Arte Contemporáneo de Durango. Su escritura dialoga constantemente con la arquitectura y las artes visuales, campos en los que también se ha formado.

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