Por Alejandro Carrillo
Hay canciones que no se escuchan, se sobreviven. Dallas, de Lázaro Cristóbal Comala, no ofrece alivio ni luz al final de la carretera. Es una canción que se sienta contigo cuando ya no puedes hablar, cuando solo queda mirar el suelo y aceptar que algo dentro se rompió para siempre.
No hay épica en su voz, solo un temblor cansado, una derrota que no pide perdón. Dallas suena como si alguien hubiera grabado el eco de un adiós demasiado largo. Huele a habitación cerrada, a ceniza, a una noche que no termina. Y en medio de esa penumbra, Lázaro pronuncia una verdad que duele como si la dijeran dentro de uno mismo:
“Esta vez lo mejor es hasta aquí, no sé de ti y menos de mí, todo lo que extraño, todo lo que extraño, todo lo que extraño, ya no existe.”
No existe. Qué frase tan simple y tan cruel. No hay poesía en eso, solo la precisión con que se nombra el vacío. Escucharla es aceptar que lo perdido ya no tiene cuerpo, ni rostro, ni regreso. Que uno también se disuelve un poco con lo que ama.
Musicalmente, Dallas suena a Nick Cave perdido en el desierto, a Johnny Cash mirando su propio ocaso, a Nacho Vegas buscando redención entre tragos, pero también a José Alfredo Jiménez: ese mismo impulso de beberse la tristeza y convertirla en canto. Lázaro hereda la escuela de los que entienden que el dolor no se supera, se afina. Su voz tiene la aspereza de la derrota y la dignidad del que canta para no desaparecer.
Dallas no busca consuelo, busca silencio. Es un lugar al que se llega sin equipaje, solo con el cansancio de haber querido demasiado. En su sonido hay un tipo de fe retorcida: la fe de seguir respirando aunque ya nada importe.
Yo escucho Dallas cuando necesito recordarme que no pasa nada si uno se queda tirado un rato. Que a veces hay que dejar que el dolor se acomode, que hable, que respire. Porque solo cuando todo se apaga, cuando no queda nada, empieza a existir una paz mínima, una soledad que ya no hiere.
Lázaro no canta para el público. Canta para los que no pueden dormir. Para los que alguna vez entendimos que el amor también tiene fecha de vencimiento. Y que a veces, sobrevivir consiste solo en quedarse quieto, mientras la canción nos hace compañía en lo que vuelve a amanecer, si es que eso pasa algún día.









