Letrinas: No es lo mismo



No es lo mismo

Aldo Rosales Velázquez


Un golpecito en la ventana me hace saltar. Subo el volumen, me acomodo los audífonos y cambio de canción, pero la ventana se cimbra y me doy cuenta de que Mauricio va a seguir aventando piedras hasta que me vea salir. Antes de asomarme a la ventana, miro hacia la sala para ver si mi mamá escuchó: está dormida frente a la tele, trae puesta su bata de baño y se ve pálida, como los muertos en las morgues de las películas. Mauricio nunca le ha caído bien, dice que es una mala influencia y que un día me traerá problemas. Yo no sé, a mí se me hace que exagera, pero eso es lo que hacen las mamás. Mientras me pongo los tenis, pienso que a lo mejor Mauricio quiere dinero. Saco de mi cartera dos billetes de a doscientos y los escondo debajo de mi almohada. Me pongo la mochila y salgo quedito, para no despertar a mamá. Además, tampoco es que pueda correr.  

Cuando bajo, Mauricio ya está parado junto a la puerta del edificio. Tiene las manos en las bolsas de la sudadera y mastica nervioso. Desde que lo noquearon en un sparring, empezó a masticar chicle a todas horas porque, según él, en una entrevista, Mayweather Jr. dijo que así vas fortaleciendo la quijada, pero no sé, yo no he escuchado nada así. Mi tío dice que eso se trae o no se trae. Eso sí, puedes trabajar más el cuello, y eso ayuda, pero no es que te cambie el aguante que ya traes. A los que nacieron con quijada, bien por ellos; los demás, a trabajar la guardia y que mejor no te toquen tanto. Siempre he pensado que se castiga de más: el que lo noqueó le llevaba, mínimo, diez kilos, además de que ya había hecho un par de peleas amateur. Le digo, pero no le importa: ya se le metió a la cabeza que tiene quijada floja y quiere remediarlo.   

―¿Qué vas a hacer al rato? ―me pregunta, pero se pone a caminar antes de que le conteste. Rengueando, trato de emparejármele: no me he curado bien del tobillo, que me torcí igual en un sparring. Le grito que me espere, pero sigue caminando.

Les da risa cuando lo cuento, pero todo fue por el charquito de sudor que dejó el señor con el que me tocó ese día. Me emocioné sembrándole los guantes en la careta, se me hizo como de película ver el sudor volando cuando le dejaba ir los golpes. Ya nada más traía las manos abajo y trataba de quitarse todo con cintura, pero no podía. Luego, casi para acabar el round, me empujó y fue cuando me resbalé. Lo que son las cosas: en una pelea profesional, me hubiera ganado por nocaut técnico. O sea que ese día es la única vez que no he ganado, si contamos aquella que empaté con Mauricio.  

―No sé, ¿acompañarte? ―trato de seguirle el paso, pero no puedo.

Avanzamos más de cinco calles sin decir nada. Voltea a cada rato para ver si sigo atrás de él, pero no dice nada y tampoco se saca las manos de la sudadera. Me empieza a dar desconfianza, no sé qué se traiga. 

―Ah, bueno, me vas a hacer esquina ―es lo primero que dice luego de muchas cuadras sin hablar.

Subimos un puente peatonal. Los carros allá abajo pasan a velocidad constante, con un ruido casi apacible, sin claxonazos. En media hora, cuando todos salgan del trabajo, la cosa va a ser distinta: una peregrinación de luces rojas, a vuelta de rueda, plagada de ruidos y calor. Como para volverse locos, si no es que ya lo están. Una ciudad así vuelve un desgraciado al más tranquilo, y a los que ya son unos desgraciados los hace unos hijos de perra. Cualquiera quisiera irse, la verdad. Yo también lo haría, si pudiera.  

Con cada calle que dejamos atrás, el dolor en el tobillo crece. Casi casi puedo imaginar la bolsa de gel frío reposando en el congelador. Mamá la usa para reducir las bolsas bajo los ojos, pero esos últimos días me la ha prestado. Se siente raro al principio, quema, pero después se adormece el músculo y viene el alivio. En unos años, cuando las arrugas y las bolsas en los ojos se le noten más, va a decir que fue por mi culpa, por esas dos semanas que me prestó su bolsa. La conozco, va a rematar diciendo que su juventud se la acabó Alfredo Almazán, padre, para luego pasarle la estafeta a Alfredo Almazán, hijo.

―¿Cuánto traes? ―me pregunta cuando nos detenemos frente a un semáforo.  

Ya se había tardado en mencionarlo, pero ahí está: quiere dinero, aunque no sé para qué. No es que me caiga de raro ni que me moleste: ya me acostumbré. Mi mamá dice que no sabe por qué le aguanto tantas cosas a ese “muchacho”. Lo dice como insulto y le sale bien. Sólo las mamás saben usar las palabras de tal forma que acaban pareciendo otra cosa. Yo no sé si son tantas, además no me pesa: aparte de lo que me da ella, mi papá a veces me manda dinero con mi tío, su hermano, el que nos entrena. Les ha de caer de raro a los del gimnasio, los que no me conocen, ver que mi tío me da dinero cuando acabamos de entrenar: parece que él me paga a mí. Bueno, ni a mí ni a Mauricio nos cobra: mi tío sí lo aprecia, o por lo menos no lo trata mal. Ya también él lo llama “muchacho”, pero con otro tono. Así nos dice. Órale, muchachos, no estén descansando entre series. No estén de pinches flojos. Trabajen con alguien más, nadie les va a robar a su amiguito.

Mauricio y yo tenemos exactamente la misma edad. A veces juntábamos las fiestas de cumpleaños, bueno, más bien mi mamá lo dejaba celebrar en mi casa, porque su mamá, sola desde quién sabe cuando, nunca pudo pagarle algo así. Mi pastel, mis familiares y mis amigos, pero la fiesta de los dos. Pero eso era cuando todavía me festejaban así, con una fiesta. Ahora sólo me dan dinero o a veces un regalo: el año pasado, mis guantes nuevos.

―Traigo como trescientos ―le digo, pero no es cierto. Trato de recordar cuánto hay en mi cartera, descontando los billetes que dejé―. ¿Por qué?

―Con eso ―contesta, pero no dice más.

Seguimos avanzando cuando el semáforo se pone en verde. Pueden ser dos cosas, me digo mientras caminamos y las calles se me hacen más y más desconocidas, pero no quiero imaginarme a fondo ninguna de las dos y mejor sigo tratando de emparejármele. Tampoco quiero saber qué trae en la bolsa de la sudadera. Estoy a punto de decirle que ya no puedo seguir caminando a ese ritmo, que me aguante, pero se echa a correr hasta la entrada de una casa de materiales de construcción. Voltea a todos lados y me hace señas con la mano para que me acerque rápido. Con todo y dolor, troto hasta donde está. Cuando lo veo sacar las manos de la sudadera, noto que las trae vendadas. Revisa su reloj y truena la boca decepcionado. Ese reloj era mío, me lo dieron en mi cumpleaños doce y se lo regalé cuando se le descompuso la luz. Hasta donde mamá sabe, lo perdí.

―Toma, detenme ―se quita la sudadera y el reloj―. Guárdalos en tu mochila.

Voltea constantemente al zaguán de la casa de materiales y se jala el cuello de la playera para secarse la boca y la nariz. Inhala profundamente y comienza a hacer círculos con las manos y los brazos. Se da tres golpecitos en la cara, con los dos puños, antes de persignarse. 

―No mames, ¿qué vas a hacer?

―No dejes que se meta nadie, pero si me está dando la vuelta, me lo quitas.

Ya no le pregunto nada. Ambos miramos hacia el zaguán, que apenas si se alcanza a ver, medio iluminado por un foco escondido en quién sabe qué parte del techo. El tobillo ya se me enfrió y siento la punzada. Mauricio escupe el chicle y comienza a abrir y cerrar la boca exageradamente, como si masticara el aire de la noche. Está nervioso, pero no tiene miedo. Una vez me dijo que con vendas y guantes no le da miedo intercambiar golpes. Cosa chistosa, pero a lo mejor es puro reflejo: cuando peleas en el ring es distinto, puede que te tires con todo contra el rival, ya sea entrenando o en una pelea, pero al final del día es legal. No hay coraje que aguante una buena pelea, y ya si lo aguanta es porque no es coraje, es odio. Hasta ahorita, creo que no he visto a nadie odiar. De verdad odiar. 

―Acuérdate, que no se meta nadie ―me repite y camina hacia el zaguán. 

Tres hombres vienen saliendo. Voltean sorprendidos cuando Mauricio grita algo que no pude entender. Uno de ellos, el más alto y corpulento, se gira a mirar a los otros y después se queda quieto, incrédulo, cuando se da cuenta de que es a él a quien llaman.

―Te dije ayer que iba a venir, ¿a poco creíste que era broma? ―le grita Mauricio antes de empujarlo― Levanta las manos, cabrón, porque te doy a dar en tu madre, pero legal, para que luego no estés diciendo. 

―Cálmense ―grita el hombre cuando me ve acercarme, entonces le reconozco la voz: la misma que escucho en la casa de Mauricio cuando paso por él para irnos a entrenar―. No se metan en problemas.

De los dos hombres que lo acompañaban, uno se va caminando discretamente en dirección opuesta y el tercero se acerca a Mauricio, pero se queda quieto al ver que me quito la mochila. Levanta las palmas y da unos pasos atrás, pero sin relajarse. El otro, por el que vinimos hasta acá, voltea a verme una vez más, yo encojo los hombros.

―Mejor déjalos solos ―le pido al otro hombre. Parece que por él está bien, retrocede.  

El primer golpe que tira Mauricio, un recto de derecha, hace un sonido hueco al impactarse contra la cara del hombre. Ni se dio cuenta cuando se lo tiraron. A veces es eso lo que te hace enojar: ese sonido. Luego pasa que no duele que te peguen, pero te enciende. Para eso sirve el primer golpe: para darte cuenta de que no te rompes si te tocan y de que puedes hacerle lo mismo. Que no es nada del otro mundo. Mauricio se espera a que el hombre se dé cuenta de lo que está pasando: la sangre que le baja de la nariz lo ayuda. Le contesta con la derecha, a lo pendejo. Mauricio se lo quita con un pasito al lado y le deja la izquierda en la cara. Suena a puro hueso. 

Los golpes que te meten en los brazos no cuentan en las tarjetas, no ganas una pelea pegándole a los puros guantes y a los antebrazos, pero también duelen, van durmiendo el músculo y te cansan, te acalambran, luego ya no puedes subir las manos por más que quieras y entonces sí, a tragar guante. Y si el que te está pegando es alguien que te lleva mínimo treinta kilos y veinte centímetros, más todavía. Por eso existen las categorías, porque el peso sí importa. A pesar de que no sabe meter las manos para nada, los golpes que le tira a Mauricio, cuando le llegan a dar, lastiman; se nota que le pueden. Es lo que tienen los que trabajan en construcciones o cargando: están correosos, aguantan mucho. Una vez, hace ya tiempo, casi cuando empezamos a entrenar, me tocó guantear con un albañil. Lo conecté hasta cansarme, literalmente, pero ni siquiera se dobló. Al otro día fue a entrenar como si nada, y eso que venía de trabajar. A mí las manos me quedaron doliendo.  

―Ya hay que separarlos, chavo ―me grita el otro hombre. No le contesto.

Mauricio tiene la ceja derecha abierta y la mitad de la cara llena de sangre, pero sigue conectando al hombre, que cada vez se mueve más lento y ahora respira por la boca. “Ya estuvo, en serio, cálmate”, grita de vez en cuando con la voz temblorosa, entre bocanadas espesas, pero Mauricio sigue brincando sobre puntas alrededor de él, escogiendo cada vez con mayor precisión sus golpes. Las luces de los carros iluminan la escena, que por lo demás apenas se deja raspar por la luz del foco de la entrada.  

Cuando es así, en la calle, casi nunca es un golpe lo que define, sino la falta de aire. Mauricio ya trae las manos abajo, está jugando y quiere humillarlo. Se quita con cintura una derecha malísima y luego luego veo cómo viene un ganchito de izquierda a la zona blanda. Y así es. Después de conectar, Mauricio desplaza hacia atrás la pierna derecha y queda a dos cuerpos de distancia: limpiecito el movimiento, como nos lo enseñó mi tío. El hombre cae de cara, tratando de jalar aire, pero el cuerpo en esos momentos no puede sacar ni meter nada: el puro infierno, una probadita de lo que se ha de sentir morirse ahogado. Mauricio se acerca a patearle la cara, le escupe un gargajo con sangre en la cabeza.

―¿Qué te dije? No es lo mismo con un hombre, ¿verdad, cabrón?

Logro quitarlo en el momento en que tiraba una segunda patada que sólo encontró el aire.

―Ni te aparezcas por allá otra vez ―le grita mientras yo lo sigo deteniendo―. Pinche puto.

 Alguien se asoma del zaguán y escuchamos una voz de mujer pedir a gritos que llamen a la policía. Nos echamos a correr; de los nervios, ni siquiera siento el dolor en el tobillo.  

―¿Cuánto traes? ―me pregunta Mauricio sin dejar de correr, pero no lo escucho; su voz se corta de nervios.

―No sé, cómo doscientos, igual más ―volteo para ver si nos siguen―. ¿Por qué?

Por fin nos frenamos, parece que nadie nos está siguiendo. Ahora sí siento el tobillo como piedra, caliente y abierto, pero ya no hay nada que hacer. Otras dos semanas de reposo, mínimo.

―Para ir a la Cruz Roja a que me cosan ―se quita las vendas mientras empieza a caminar de nuevo―, préstame.

―Sí ―le quiero decir algo más, pero no sé qué―, ya sabes que sí. No está tan grande el tajo, pero vamos.

Termina de quitarse las vendas y me las da para que las guarde en la mochila. Me pide que le regrese su reloj y se lo doy junto con la sudadera. La ceja le sigue sangrando. Nos quedamos callados el resto del camino. Quiero preguntarle algo, hacer que hable, pero no se me ocurre nada y mejor me quedo callado. Lo único que le pido es que se acerque para apoyarme en él. Así avanzamos, poco a poco, cada uno con su dolor.

Cuando llegamos a la Cruz Roja, hay dos personas antes que nosotros. Pago y me entregan el turno 9. Mauricio pasa al baño a lavarse la cara y las manos, luego regresa a sentarse junto a mí. La sala de espera huele a sangre seca, a orina cargada de pastillas, a sudor echado a perder. La recepcionista, una mujer gorda con cara de cansancio, mira una televisión pequeñita colocada sobre el escritorio, a un lado de la máquina de escribir. Está viendo la misma telenovela que mi mamá: me doy cuenta de que ya son más de las ocho y a lo mejor ya se dio cuenta de que no estoy. O a lo mejor no. Reviso mi teléfono: ni llamadas ni mensajes de ella, sólo dos de un número que no conozco. 

―¿Cómo se me ve? ―pregunta Mauricio y se gira para que lo vea bien.

―Normal, pero te está saliendo tantita sangre.

―No está tan profunda ―se vuelve a sentar derecho y se cruza de brazos―. ¿Y si nos vamos?

―Ya pagué. Mejor espérate.

―Aprovecha tú la ficha y que te revisen el tobillo. Yo así ya quedé.

―¿Es en serio? ¿Para qué me hiciste pagar entonces? 

Una mujer y un hombre nos miran desde las sillas de enfrente. Él carga a un niño y le hace caballito con las piernas, pero no logra que deje de llorar. Me acuerdo de mis papás: esa edad debían tener cuando yo nací. La mamá de Mauricio es más joven que la mía, mucho más, pero siempre se veía cansada, ya muy maltrecha, y eso la hace parecer mayor. A su papá, hasta donde recuerdo, no lo conocí. Creo que él tampoco.   

Después de unos minutos, llaman a Mauricio al consultorio y sale antes de que termine de acomodarme. El tobillo me está molestando cada vez más, como si cada dolor que ha pasado por aquí me estuviera revoloteando sobre la lesión, entonces noto cuántos enfermos hay siempre en las salas de espera, como siempre hay alguien herido o agonizante en el mundo. Cuando te rompes un brazo, empiezas a notar cada vez más gente enyesada en las calles. Será que el dolor llama al dolor y te abre los ojos.  

―Ya estuvo, vámonos ―se para frente a mí y me pide que guarde en la mochila las pastillas que le dieron. Trae una gasa sobre la sutura.

A pesar de que estamos a unas calles de mi edificio, le pido que tomemos un taxi, no le parece. Le digo que yo pago y entonces se relaja. Sale peor: hay mucho tráfico, pero por lo menos no tuve que caminar. El taxista nos mira por el retrovisor, pero no se anima a preguntar nada. Sólo nos insiste en que si traemos dinero.

Nos bajamos frente a mi casa y Mauricio camina detrás de mí. Ni siquiera le pregunto, sé que se va a quedar a dormir. No tengo ganas de pelear con mi mamá, pero tampoco quiero que Mauricio duerma en la calle, y eso es lo que va a hacer si no lo dejo entrar, lo conozco. Al menos hoy no va a regresar a su casa. No sé si ese hombre va a hacerlo. Yo no creo. Subimos despacio las escaleras y entramos sin hacer ruido. La tele está prendida, pero no veo a mi mamá por ningún lado. Le digo a Mauricio, con señas, que se adelante y me espere en el cuarto en lo que voy a la cocina por hielos.

―¿Dónde estabas?

Salto al oír la voz de mi mamá detrás de mí.

―Bajé al parque a hacer ejercicio ―me mira molesta―, pero nada más de brazos y pecho. En los tubos.

―Así no te vas a curar ―toma una taza humeante y sale rumbo a su cuarto―. Ahí está en el congelador la bolsa de gel. Habló tu papá, que te estuvo marcando al celular.

Lleno dos vasos con agua y me voy rengueando al cuarto. Mauricio mira por la ventana, como si se observara a sí mismo parado ahí hace dos horas. Abre y cierra la mano derecha mientras se mira los nudillos. Recibe el vaso de agua, sin voltear a verme. 

―Hijo de su puta madre ―dice entre dientes. Se bebe el agua y deja el vaso en la ventana―. Creo que me rompí estos nudillos. Mira, toca. 

―¿Cómo crees? Ibas vendado. 

Nos sentamos en la cama. Se masajea los nudillos con la izquierda al tiempo que mira con atención la mano, como tratando de ver sus huesos a través de la piel. Quiero preguntarle algo, pero creo que no es lo mejor. Saco sus vendas de mi mochila y me pongo a alisarlas contra mi pierna derecha, luego las enrollo y las pongo en el buró. El tobillo me duele mucho más que en la tarde. Creo que lo lastimé más, ahora sí en serio.  

―Ahora que regreses ―le digo―, más bien, cuando yo regrese…

― ¿Qué? ―se para de nuevo.

―Te voy a enseñar a regresar la pinche derecha después de tirarla.

No le da risa, se levanta para ir a la ventana nuevamente. Aprovecho para poner en mi cajón los billetes que había guardado bajo la almohada. Mauricio sigue con la mirada hacia la noche, masajeándose la mano. Voy por la bolsa de gel y vuelvo en silencio.

―Te va a regañar mi tío ―me quito despacito los tenis y me pongo la bolsa de gel en el tobillo―, ya sabes que dijo que no nos iba a recibir si andábamos peleando en la calle. Ya ves cómo se pone.

―No voy a ir estos días. Si te pregunta, le dices que me disculpe, que tengo mucho trabajo ―voltea a verme, nota la bolsa de gel―. ¿Eso qué es?

―Es la bolsa que te había dicho, sirve para reducir la inflamación. Mamá se la pone en la cara antes de dormir.

―Ah, ya ―me contesta, pero sólo por decir algo. A lo mejor piensa en la cara de su mamá, también hinchada. A lo mejor yo hubiera hecho lo mismo. No sé, no hay forma de saberlo. 

―¿Te quedas en la litera de arriba?

―Sí, como me digas ―contesta, pero estoy seguro de que ni siquiera puso atención.

Me acuesto y le marco a mi papá desde el celular. Hablamos poquito, me pregunta cómo voy y si me hace falta algo. Pregunta por mi mamá, pero sólo por no dejar. Le digo que estamos bien. Luego nos vemos, se despide, pero sabemos que no es cierto. Mauricio parece escuchar lo que estoy diciendo, pero de pronto me doy cuenta de que está llorando. Después de que mi papá cuelga, hago como que sigo hablando, para darle tiempo a Mauricio de desahogarse. Sé que no le gusta que lo vean. ¿A quién sí?  La última vez que lo vi hacerlo fue en la primaria. Sólo él y yo nos quedamos en el salón, para que nadie se diera cuenta. Ya no recuerdo qué pasó esa vez, a lo mejor también algo de su mamá. Quién sabe. Hago como que le cuento a mi papá todo lo que ha pasado, en la escuela y en los entrenamientos. Le hablo de los exámenes, de las tardes en la casa, de mi mamá. Escucha mejor cuando no escucha, cuando no está. Sigo hablando como si fuera cierto que me oye. Le reclamo también por irse, por tener otros hijos y hacer de cuenta como que no existo. También le echo en cara que me hable como si fuéramos amigos, y le digo, por fin, que no me gusta. Hasta que Mauricio se calma, hago como que cuelgo.    

― ¿No tienes sueño? ―le pregunto después de un rato de silencio.

―Estoy cansado, pero no puedo dormir. 

―Te mandó saludar mi papá.

―Ya no me acuerdo cómo es él ―contesta―, ¿cuánto tiene que se fue?

―Ah, no sé bien ―me doy cuenta de que yo tampoco lo recuerdo con precisión. No lo había notado.

―Dile que gracias. Ahora que vuelvas a hablar con él.

Nos quedamos callados. Del otro lado de la pared, mi mamá habla con alguien, no sé quién. Quiero preguntarle a Mauricio si él se acuerda de su papá, si lo extraña a veces, aunque no lo diga, pero sólo me atrevo a preguntarle si le duele la ceja. 

―No ―mete aire y carraspea―. Me arde pero el estómago.

―Te quedaste con el coraje.

―No, no es coraje ―lo escucho descargar un golpe sobre el colchón―. Ojalá fuera nada más coraje.

Quiero decirle algo más, pero no sé qué. Creo que no hay nada. Quién sabe, puede que sea lo mejor. Es más difícil cuando de verdad alguien te escucha: corres el riesgo de que te contesten.



Aldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Coordinador del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes. Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir andando (Río arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (FETA, 2014), La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad nostalgia (Abismos, 2016), Sombra-Reflejo (BUAP, 2017), Los panes y los pescados (Ediciones Periféricas, 2018), Tiempo arrasado (Revarena ediciones, 2019), Mismatch (Cuadrivio, 2020) y Foley (Fondo Editorial del Estado de México, 2020), con el que obtuvo mención honorífica en el Certamen Literario Laura Méndez de cuenca 2018. También es autor de los libros de crónica Tren suburbano (Malpaís, 2019) y Linde faz (FETA, 2018) con el que obtuvo el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay. Obtuvo mención honorifica en el Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2018 por la crónica Big Tony Bang y más recientemente el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia por 'Nanda', que se publicará en 2023.

Becario del FONCA (2016 y 2021) y del PECDA Estado de México (2018) en el área de cuento. Ha publicado cuento, poesía, crónica, ensayo, reseña y dramaturgia en medios como La Jornada, El Universal, Casa del Tiempo, Tierra adentro, entre otras, así como en las antologías Menos bella, más brutal (Ediciones Periféricas, 2020) y De narcos a luchadores (Contrabando, 2019), por mencionar algunas. Fue seleccionado para el número especial Nueve ensayistas (1985-1995) de Punto de partida y el número especial sobre crónica: La crónica, el arte de narrar, de La Jornada. Es egresado de la Licenciatura en enseñanza de inglés, de la UNAM.

Letrinas: Dr. Cigüeña



Dr. Cigüeña

Ariagor Manuel Almanza Avendaño

 

Cada mañana Karen miraba el espectacular de la clínica del Dr. Cigüeña, le dio vueltas a la idea por meses. No sabía qué detestaba más. Escuchar el parloteo de sus amigas: “mira qué hermosa está mi hija”, “es bien chistoso mi chaparro”. O que no hablaran de los niños en su presencia. Junto con su esposo Pablo, habían gastado millones de pesos en tratamientos de fertilidad. Pablo sentía que lo miraban como a un animal lastimado. De vez en cuando, creía escuchar un “pobrecito” a lo lejos. No le agradaba ser obligado a masturbarse en salas esterilizadas. Tampoco le gustaban las citas programadas para reproducirse. Mete-saca-repite-descarga-cruza los dedos.

Pablo parecía haberse resignado. Múltiples estudios le habían confirmado que su conteo de esperma era normal, con suficiente movilidad. En cambio, Karen estaba dispuesta a un último intento. Se había sometido a tratamientos hormonales para estimular su ovulación. Cirugías para remediar obstrucciones en sus trompas de Falopio. Múltiples fertilizaciones in vitro. Nada. Imaginaba a cada una de esas niñas sin nombre, que no acababan de arribar, emulando aquella sonrisa de las fotografías de su propia infancia, recostada de meses sobre su cuna, rodeada de peluches y muñecas. Las soñaba con la piel de Pablo, sus ojos verdes, sus maneras lentas y dóciles de estar en el mundo. Sin el entusiasmo de antaño, pero con la terquedad de siempre, convenció a su esposo de asistir a la clínica del Dr. Cigüeña.

Llegaron como treinta minutos antes de su cita. En la sala de espera, se reconocieron a sí mismos durante sus primeras visitas, en los rostros esperanzados de otras parejas. El lugar estaba adornado con orquídeas, bonsáis y palos de Brasil. Sonaba a bajo volumen una canción de jazz contemporáneo. Los pisos lucían recién pulidos, con aroma a lavanda. La recepcionista los invitó a pasar al consultorio, justo a la hora de la cita.

Detrás del escritorio se encontraba el doctor, dictando a su asistente unas notas para el expediente. Tal como se anunciaba en los espectaculares, era una cigüeña. Más blanca que su bata impecablemente planchada. Su pico era tan largo, que lo movía con delicadeza para no rayar su escritorio de caoba. Al levantarse se notaba que su cabeza estaba a unos cuantos centímetros del foco. Usaba unas sandalias suficientemente anchas para sus patas. Su oficina estaba adornada con acuarios, cada uno con una especie distinta de pez tropical. Había cuadros de pinturas japonesas con escenas de la naturaleza. Tenía la mirada penetrante de las aves, aunque las gafas que utilizaba le hacían lucir menos inquietante. En la pared no se mostraban sus títulos. Solo aparecía su nombre con letra manuscrita bordado en la bata: Dr. Antonio Garcés. No graznaba como las demás cigüeñas. Su voz era delicada, sin prisa, con un candor singular, como de esos viejos locutores de la radio.

Karen relató, tratando de contener el llanto, el peregrinaje entre tratamientos fallidos. Le entregó una carpeta, escrupulosamente organizada, con todos los detalles de estudios e informes médicos. El doctor Garcés prometió revisarla, aunque la dificultad para cambiar de hoja con sus alas, le obligaba a destinar este tipo de tareas simples a su asistente. Karen enfatizó que sería su último intento. Al notar su desesperación, el doctor les contó que muchas parejas habían elegido una segunda opción, cuando desafortunadamente el tratamiento no era exitoso. No implicaba más procedimientos invasivos ni costos demasiado elevados. Consistía en adoptar un bebé recién nacido, proveniente de una pareja lo más parecida posible. Solo había que obtener su perfil, y posteriormente buscar a la pareja con la que tuvieran el máximo ajuste. El doctor Garcés sugirió que solo contemplarían dicha posibilidad al renunciar definitivamente a los tratamientos.

Tal como siempre temían, el embrión no logró implantarse. Karen pasó varias semanas sola, encerrada en casa. Pablo supuso que un día volvería a ser la misma.  Así que se dedicó a traerle comida, mandarle mensajes desde el trabajo, abrazarla por las tardes. Trató de cerrar la boca para que no se le escapara ninguna idiotez que la hiciera sentir peor. Una tarde, a unos cuantos días de perder la paciencia, Pablo la encontró sentada en la mesa del comedor. Se había arreglado un poco, preparó la comida. Mientras tomaban un postre en la sobremesa, le pidió que intentaran la segunda opción. Pablo aceptó, no sin antes preguntarle en repetidas ocasiones, si estaba completamente segura.

Esa misma tarde llamaron al doctor Garcés. Les explicó detalladamente el proceso y agendaron una cita para el estudio del perfil. Advirtió que no podría proporcionarles ninguna información acerca de la pareja. Una vez iniciada, no podrían renunciar a la adopción. El registro del recién nacido tendría que llevarse a cabo en una oficina exclusiva para los pacientes de la clínica. El pago se tenía que realizar por adelantado, con tiempo de espera máximo de diez meses. La elección del sexo del bebé era posible, por una tarifa adicional.

Casi siete meses después, mientras volvía de sus ejercicios matutinos, Karen recibió una llamada del doctor Garcés para avisarle que su niña llegaría pronto. A las ocho de la noche en punto, arribó la camioneta de la clínica. El mismo doctor Garcés llevó hasta su puerta un moisés, cubierto con una sábana de seda. Les informó que había nacido sana. Midió cincuenta centímetros y pesó tres trescientos. Les recordó que podían llamarle para que acudiera una nodriza, sin ningún costo adicional. Karen y Pablo lloraron al descubrir a la niña. Tenía ojos verdes como Pablo, y dormida, lucía tan apacible como él. Karen sintió que también se parecía mucho a ella cuando era bebé. La llamaron Julieta. Julietita de cariño. Antes de irse, abrazaron al doctor Garcés. Estaban tan felices, que no se dieron cuenta de cómo le incomodaban los abrazos. 

Esa primera noche, los recientes padres bañaron a Julietita con el ligero temor a que se les resbalara. Luego le pusieron un mameluco que le habían comprado hacía tres años. Se quedó dormida con los cachetes sobre el pecho de Karen. Pablo le acarició la espalda, su cabecita, como tratando de convencerse de que era real. Permanecieron contemplándola en silencio para no despertarla, aspirando el aroma a bebé que inundaba la habitación. Se quedaron así hasta la medianoche, cuando la pasaron a su cuna, la arroparon con una cobijita de borrego y dejaron una luciérnaga de tela a su lado para que la acompañara mientras soñaba. Jamás imaginaron, que unos días antes, Julietita tenía otro nombre y dormía en otra cuna. Cuando sus padres biológicos estaban demasiado agotados para despertar, entró sigilosamente un equipo de cigüeñas para tomar a la bebé, envolverla en una manta y huir volando hasta encontrar la camioneta donde les esperaba el doctor Garcés. Por meses los habían estado vigilando, aguardando pacientemente por su nacimiento. Y siempre pasaba lo mismo. Los padres biológicos duraban años buscando, hasta que se cansaban, o se marchitaban. A pesar de su mirada, nadie sospecha de las aves.




Ariagor Manuel Almanza Avendaño | Psicólogo. Profesor-investigador por parte de la Facultad de Ciencias Humanas, en la Universidad Autónoma de Baja California, Campus Mexicali. Ha escrito artículos de investigación sobre diversas temáticas sociales, así como libros y capítulos de libros. Hasta el momento no ha publicado textos literarios.

«Tristera» de Fernando Trejo: selección de poemas


'Tristera' es el nombre de la obra ganadora del Premio Nacional de Poesía Tijuana 2022, otorgada al poeta, artista y guionista chiapaneco Fernando Trejo, quien bajo el seudónimo 'Pequeño' resultó ganador del certamen literario convocado por el Instituto Municipal de Arte y Cultura (IMAC) de Tijuana.

De acuerdo con la apreciación del jurado, 'Tristera' es una obra a contracorriente de las tendencias formales de la actualidad poética y desarrolla, redondea y sostiene un discurso de carácter íntimo. Expresa la indignación por la pérdida y la ausencia, en este caso, la del padre. 

La obra fue elegida de entre 70 trabajos participantes y se hizo acreedora a la publicación e impresión de 500 ejemplares, una placa conmemorativa y 70 mil pesos. La entrega del premio se realizará oficialmente el 16 de diciembre del año en curso.

Compartimos esta selección de poemas de 'Tristera' hecha por el mismo autor, al que agradecemos todas sus atenciones con esta casa editorial.


Tristera (selección de poemas)

Premio Nacional de Poesía Tijuana 2022

Fernando Trejo


Las manos de mi padre

 

Mi padre tenía las manos duras y grandes.

Difícil caricia era una caricia suya.

No es que le costara

sino que su amor

halagaba tosco, mimaba áspero.

 

Siempre me bendijo después de cierta edad.

Como si crecer le trajera la fe de alguna parte.

 

A sus últimas veces le agradecía con un abrazo largo.

 

Pero una noche lo llevé al hospital

y nadie dijo nada.

 

Lo internamos 3 semanas en la cara fría

de la muerte.

 

Recordé que William James propuso una teoría:

se requiere de un proceso de 21 días para crear un hábito.

Si repetimos la constante se vuelve una conducta.

 

Entonces mi padre

es también aprendizaje.

 

Aprendimos sin él a comportarnos.

 


 

Álbumes incompletos

 

Nunca fui un buen coleccionista.

No completé ninguno de mis álbumes.

Si acaso llené

una caja con viejos timbres postales

cuando mi madre me heredó la filatelia.

 

Nunca les di el uso que deseaban

las tarjetas de Marvel,

ni acaricié el lomo de las tabas

que Coca cola

lanzó como Hielocos

una tarde de 1997.

 

No, nunca fui un gran coleccionista.

 

Pero me conformo

con la vieja caja de zapatos

donde desde hace más de treinta años

confluye incompleta,

mi colección de fracasos.

 


 

Mi padre fue un caballo que bailaba en el fuego

 

No recuerdo la hazaña en que tu padre

rescató a un hombre de quemarse.

Esto me dijo Tucsón, —su amigo de brigada

de salvamento—, en un mensaje

el día de su muerte.

 

Imagino a mi padre entrando a la garganta de un dragón ardiendo

sin importarle las fauces abiertas y los colmillos de fuego.

Imagino a mi padre como un tigre de bengala

cruzando ambos mundos

por el centro de un aro incendiado.

 

Mi padre fue un caballo que bailaba en el fuego.

Un hombre ronco que ardía.



FERNANDO TREJO | Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1985. Ha publicado, entre otros libros de poesía, Cuaderno invertebrado (Premio Juegos Florales San Marcos 2006), Solana (mención honorífica del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2014), Ciervos (Premio de Poesía Inédita Enoch Cancino Casahonda 2014) y Base Atenas (Premio Centroamericano de Poesía Rodulfo Figueroa 2015). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2018, con el libro La abuela está en la casa porque he visto su voz (IMCA-Cuadrivio, en prensa). Coordina el Colectivo de Arte y Cultura Carruaje de Pájaros.

Escafandra Literaria: entrevista con el escritor Alejandro Badillo


Alejandro Badillo es uno de los autores más prolíficos y fascinantes de la literatura contemporánea mexicana. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela y el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo por las obras 'El clan de los estetas' y 'Por una cabeza' respectivamente.


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Kevin Smith: ascenso y descenso de un eterno adolescente




Por Jorge Tadeo Vargas |

“A la gente le gusta poner el listón alto. A mí me gusta poner el listón en el suelo y apenas pasarlo. Me gusta mantener las expectativas muy bajas”

Kevin Smith

 

Tratar de definir a Kevin Smith solo como director de cine, es quedarse corto con lo que significa para la cultura pop en los últimos veinte años. Incluso cuando se habla con él, la dirección de cine es lo último que considera a la hora de hablar de su trabajo.

Es mucho más que eso, a la par de que gracias a su trabajo en la dirección es que se convirtió en lo que es, al mismo tiempo que para muchos representa el sentir de aquellos mediados de los noventa y toda una movida alternativa que estaba entre la contracultura y la resaca de la década de los ochenta. Su cine y sus historias representaban la ironía, el sarcasmo, pero sobre todo el hartazgo disfrazado de apatía ante una sociedad que no ofrecía nada, ni siquiera las drogas, eso ya se habías superado unos años atrás.

Si revisamos todo lo que ha hecho desde 1993, año que comenzó a trabajar en “Clerks”, la cual para mucho es un retrato calcado de la clase media más allá de los Estados Unidos, así como toda la influencia de la cultura pop en lo que hacemos (¿Quién no hace referencias en el día a día de Star Wars, Los Simpson, Malcolm, entre otras?) desde hace casi treinta años.

Pero antes de escribir sobre su cine hagamos un repaso por todo lo que Kevin Smith aporta, desde esa hiperactividad que lo tiene siempre haciendo algo. Desde escribir donde su blog “My Boring Ass Life” fue hasta el 2015 el espacio en el cual nos contaba su día a día, haciéndolo de una forma bastante divertida, entretenida, sin censura y dejándonos ver esa parte creativa, desde donde sale todo su trabajo.

Su paso por el mundo de los comics no solo fue por el par de programas de televisión que tuvo, ni el podcast que armo con varios de sus amigos, tampoco la tienda que compro con su hermano de otra madre como el define a Jason Mewe. su paso se define como escritor, desde donde elaboró algunos arcos para Spider Man, Green Arrow, Green Hornet, y las exitosas Batman: Cacophony (2008) y Daredevil: Guardian Devil (1999) con la que le dio nueva vida al antihéroe de Hell's Kitchen y le hicieron ganar el respeto en la industria. O su fracaso como productor de la serie de Netflix “He-Man: Master of Universe” donde un intento muy mal logrado de corrección política echó por tierra todo el proyecto.

Por último, sus conferencias o Stand Up Comedy que viene haciendo de forma regular desde hace algunos años con un formato que le permite dialogar con la audiencia sin tapujos, contando anécdotas, historias y respondiendo preguntas. Este formato de sus conferencias/stand-up le permite hacer lo que mejor hace, un tributo a sí mismo, desde la burla y la ironía.

Sin embargo, nada de esto hubiera sido posible sin su llegada al cine, haciéndolo desde la influencia que tuvo para muchos de sus contemporáneos Richard Linklater con “Slacker” (1991), donde se conjugaba una forma de expresar sentires de un cierto sector de la juventud de esos años, con una estética poco atractiva, menos artística pero que encajaba bien en esta idea alternativa de que menos, es más.



Así con su opera prima Smith, donde le da voz a cierto sector residual de la Generación X con un excelente guion y poco presupuesto da un repaso a los sinsabores de ser un joven en esos años, de todo el desencanto, de pasar los días sin un propósito mayor que juntarnos a discutir sobre la cultura pop, sobre aquello con lo que crecimos viendo, leyendo, una parte residual que seguía siendo outsider, la antítesis de Patrick Bateman, a los que apenas nos alcanzaba para discutir sobre pornografía, donde las novias iban siendo esa semilla del feminismo actual, curiosamente desde una perspectiva mucho más amplia y conciliadora.

A muchos que estábamos en la transición de la preparatoria a la universidad, “Clerks” nos pateó directo en la cara. La historia representaba mucho de nuestro día a día, de nuestras relaciones de amistad entre hombres, muy cercano al “bromance”, o la presencia femenina que a fuerzas de estar cobra sentido y empoderamiento en cada una de las películas de Kevin Smith y que define parte de sus historias.

Con “Clerks” se ganó toda una legión de jóvenes desadaptados, sin futuro que fueron los que a pesar de las críticas lo han mantenido haciendo cine y los que le permitieron hacer su segunda película con la que se ganó un lugar como cineasta de culto.

Con “Mallrats” (1995) Smith se posiciona como icono de la cultura pop al concentrar en la película referencias de mucho de lo que forma esta cultura que tiene ciertos rasgos contestatarios o al menos confrontativos con el adultocentrismo. Aquí se habla de cómics, de películas, de “talk shows”, de pornografía, de mariguana, todo esto desde el humor característico de Kevin Smith donde presenta un día a día de la rutina de una generación que no encuentra su lugar, que está -de cierta manera- esperando que los tiempos cambien y los hippies tengan razón, que la frivolidad de los ochenta no los permeé con su cinismo, donde esos centros comerciales que George Romero mostraba como parte de la alienación, forman parte del desencanto aderezado con mucha ironía. Entre chiste y broma nos va mostrando que la adultocracia es parte de la lucha de los jóvenes en un momento de desencanto. Los Beastie Boys son ejemplo de esto cuando dicen: “You Gotta Figth, for you Rigths to Party”. Mallrats es eso y más.

Para 1997, Kevin Smith ya comenzaba a mostrar que sus prioridades iban madurando, que ya no todo era pasar el día sin hacer nada, su legión estaba creciendo y si bien, nos manteníamos siendo unos outsiders estábamos madurando. Fue así como con “Chasing Amy” (1997) hace su primer intento de hablar de temas más serios, pero sin perder su estilo de contar historias.

Una comedia muy adelantada a su época, con unos de los guiones más inteligentes de Kevin Smith, además de una narrativa muy detallada. Desde una defensa explícita a la comunidad LGBTQ+ hasta el clásico bromance, que es parte del sello de Smith, tal vez porque es algo muy cercano en su vida, si pensamos en su relación con Jason Newes y Scott Mosier, que lo han acompañado desde el inicio, sin embargo, en esta sí hace un coqueteo al prejuicio alrededor de este concepto.



Chasing Amy dejaba atrás todo el desencanto disfrazado de humor de sus películas anteriores y nos daba una tesis sobre el amor (no) romántico, la amistad, las formas de relacionarnos, claro sin que por esto faltaran las referencias a la cultura pop y las bromas con cierto toque políticamente incorrecto.

Para finales de la década toma una de las decisiones más arriesgadas en su filmografía por muchas razones y filma “Dogma” (1999) que sería su primer película con un presupuesto mayor a los diez millones de dólares; los estudios ya comenzaban a verlo como garantía de ventas y apostaron por él.

Con esta película Smith mostró dos cosas. La primera es que es un excelente escritor, capaz de desarrollar varios arcos narrativos, sus guiones suelen ser inteligentes y críticos, sin embargo, tiene muchas carencias como director, que no se sienten a la hora de hacer una película de poco presupuesto, por lo tanto, no necesita mucho, su estilo de filmar largos planos secuencia le ayuda mucho para esconder sus carencias, cosa que en “Dogma” no logra hacer. Esta fue la principal razón de su fracaso en la taquilla. La segunda razón tiene que ver con la confusión que hay desde el dogma católico de no entender que no era una crítica per se al catolicismo (Kevin Smith fue criado como católico), sino una reflexión sobre algunos mitos -y dogmas- que se presentan como verdades más allá del sentido común. Las fuertes críticas a la película por grupos religiosos fueron también factor para su fracaso en la taquilla.

Aquí se muestra un Smith mucho más maduro a la hora de escribir sus chistes que, aunque siguen en el mismo sello políticamente incorrecto, lleno de referencias escatológicas, pornográficas y a la cultura pop, estos ya no llevan todo el peso de la historia, con esto comienza a darse un quiebre entre su legión y lo que quería mostrar. “Dogma” es posiblemente la película que pudo haber llevado a Kevin más allá de ser un director de culto. Lamentablemente no es lo que él quería y para 2001 filma “Jay and Silent Bob Strike Again”, que si bien critica a Hollywood y toda la industria del cine, los chistes reciclados, las mismas situaciones que ya venía presentando desde 1993, son parte medular de esta película que deja claro que está buscando un diálogo con adolescentes, dejando fuera todo aquel sentimiento de fracaso e ironía de sus primeros filmes. Incluso ese “bromance” se sentía forzado, sin fuerza, obligado como parte de los chistes de Smith.

En 2004 intenta -de nuevo- hacer un cine más adulto con “Jersey Girl” la cual es un rotundo fracaso, desde un guion muy forzado al dejar fuera lo que mejor sabe hacer Smith, una dirección con muchas limitaciones y actuaciones bastante malas, la película fue el comienzo del descenso del realizador más allá del cine independiente, rompiendo con gran parte de su legión, la cual ni siquiera con la segunda parte de “Clerks” (2006) y la recuperación de lo que algunos críticos llaman el “trash talk” característico de Smith, logran salvarlo. De no ser por la participación de Rosario Dawson, esta secuela pasaría sin pena ni gloria.



En  2008 regresa a un intento de comedia romántica con “Zack and Miri Make a Porno” que a pesar del “trash talk” y de un guion que intenta cumplir con los estándares del género sin perder el sello de Smith, además de contar con Seth Rogen como protagonista no cuajó, siendo uno de los últimos intentos por buscar hacer un cine menos adolescente, más cercano al momento generacional. De nuevo fue condenado por la crítica, un fracaso en taquilla, y se alejaba del cine de culto que lo había mantenido.

El 2011 sería su momento de mayor rebeldía, primero decide dar un giro en su estilo de cine con “Red State”, donde la distribución la llevará él mismo antes de caer en la censura a la que lo estaban obligando, y hace una crítica sin miramientos a la sociedad norteamericana, los cultos religiosos, los líderes y la violencia desde un thriller en donde las cosas vuelven a salir mal al encontrarse con las limitaciones de Smith, quien no pudo con el paquete de dirigir una película seria, de denuncia más explícita, la cual recibió miles de críticas por los grupos religiosos, esto es posiblemente lo que le ayudó al menos a recuperar algo de lo invertido.

Una buena idea, con un buen guion se vio disminuido por un mal director. Este fracaso es lo que lo llevó a regresar a su vieja fórmula que si bien no le daría un papel en la historia del cine (el cual ya se ganó en 1993 con “Clerks” y “Mallrats”) al menos le permitía contar lo que él quiere contar y de la forma que lo quiere hacer, donde se mantiene hasta la fecha, incluso con “Tusk” (2016) que es una arriesgada película de terror/humor en su estilo, no esté hecha para ser un éxito, sino para mantener el universo Smith funcionando desde “Yoga Hoser” (2016,) “Jay and Silent Bob Reboot (2019) y por supuesto “Clerks III” (2022), que no es sino un homenaje a todos aquellos que participaron hace treinta años en construir ese sueño llamado “View Askew” (nombre de la productora de Smith y Mosier).

Kevin Smith pertenece a una generación de directores que vieron en la independencia de la industria la mejor manera de contar sus historias, en una época que se daba toda una revolución contracultural como no la ha habido desde entonces. Una forma distinta, más cercana a los espectadores, a las realidades con toda la diversidad que existe y no podemos negar.

Tal vez su propia naturaleza irreverente, simplona, adolescente de los noventas, es la que lo aleja de todos los demás directores de esa generación, pero es claro que él no quiere premios dados por adultos que usan saco y corbata, tampoco quiere el reconocimiento de gente que vive en mansiones en Los Ángeles, para él eso no es importante.

Sin embargo, para mí, lo triste es sentirme con el Síndrome de Winnie Pooh, como un Christopher Robin que al crecer se va alejando más del Bosque de los Cien Acres y ese oso divertido ya no me lo parece más. Es triste que ya no dialogue más conmigo, no porque él no quiere sino porque al final, sin darme cuenta, me tragué la píldora azul y de a poco me convertí en adulto.



Jorge Tadeo Vargas, escritor, ensayista, anarquista, a veces activista, pero sobre todo panadero casero y padre de Ximena. Está construyendo su caja de herramientas para la supervivencia

"Bardo", el alucine de Iñárritu que escupe unas cuantas verdades sobre México



Cinetiketas | Por Jaime López |


Muchos comentarios se han hecho con motivo de la más reciente película de Alejandro González Iñárritu, "Bardo...", los cuales, en su mayoría, están enfocados en juicios anticipados acerca de lo plasmado por el ganador del premio Oscar.

Que si la película es un homenaje a su ego; que si el personaje central, interpretado por el extraordinario Daniel Giménez Cacho, es una representación disimulada del director; o que si "El negro" (como le apodan al realizador nacido en la capital del país) recurre a escenas "mafufas" para suplir su presunta falta de solidez argumental.

Para quien suscribe este texto, la obra en cuestión es una hermosa reflexión sobre la vida, la trascendencia y el ilusorio concepto del éxito sembrado por la sociedad.

En una edición cuasi circular, que abre y cierra con la misma escena, donde una silueta negra intenta emprender el vuelo, el filme de González Iñárritu honra su kilométrico título: "Bardo, falsas crónicas de unas cuantas verdades".

Lo anterior en virtud de que el también guionista de la película revela parte de la filosofía que ha adquirido a lo largo de su carrera y de sus experiencias personales, pero las reviste de elementos oníricos que sacarán del confort a los espectadores acostumbrados a que les expliquen las cosas de manera digerida.

En el camino, la obra también incluye apuntes sobre el sistema y la historia nacional; además, lanza algunas críticas a Estados Unidos, algo que se agradece en un mundo que, generalmente, es mojigato e hipócrita.

A pesar de sus secuencias aparentemente ilógicas, por ejemplo, cuando el rol de Giménez Cacho busca un pez en un transporte que se inunda de la nada o cuando el protagonista adquiere una forma niñezca al reencontrarse con su padre, la historia tiene un aire melancólico y honesto.

Las "falsas verdades" escupidas a lo largo de la trama por el realizador propician una revisión de nuestras propias existencias y del legado que probablemente vamos a dejar a nuestro alrededor, ya sea mediante los amigos que se emocionan con nuestros triunfos o con las historias que contamos y transmitimos a través de nuestro trabajo.

La trascendencia que plantea González Iñárritu también se extiende a las personas que, por diversas razones, se convirtieron en enemistades longevas e incómodas.

Es cierto. "Bardo..." no es para todos los gustos y puede parecer algo larga y pretenciosa. No lo es, según el humilde cinéfilo que escribe esta reseña. Sin embargo, requiere una lectura más epidérmica, no superficial, no típica, mucho más compleja, como la vida misma.

A final de cuentas, el proceso existencial de cada individuo no es circular, ni lineal y está conformado por altas y bajas.

Cabe agregar que la obra también incluye una mofa a los programas ridículos producidos por el mainstream televisivo nacional y, además, plantea un bello homenaje a los sonidistas y los actores que trabajan en doblaje o hacen voz en off, como el propio Giménez Cacho.

A eso hay que sumar la lente de Darius Khondji, que acentúa el surrealismo de la nueva cinta de González Iñárritu, pero que también ensalza a la Ciudad de México, demarcación que puede considerarse como una latitud llena de magia, historia y verdades incómodas.



X: un viaje oscuro, salvaje y espirituoso para celebrar una década de Los Yonkis

  • El material discográfico estará disponible en todas las plataformas musicales a partir del 18 de noviembre de 2022.

Ya más de una década haciendo música, rock and roll, giras y un disco tras otro desde la independencia. Más de diez años de citas, tragos y cuentos de terror que conservan un discurso estético, lírico y musical pero que a la par se reinventa, se electrifica y evoluciona. Más de dos lustros de cuervos, vampiros, locas y gatos con siete vidas que tiran el zarpazo por igual en las calles del centro y en todo tipo de foros, plazas y escenarios del país. Más de X años de Iván García y Los Yonkis y un álbum que nos debían pero que también les debíamos para celebrar la trayectoria de una de las bandas más representativas del rock poblano.

X es el nombre del disco conformado por piezas clásicas del repertorio de Los Yonkis, pero interpretadas por grandes músicos y amigos de la escena local y nacional. Un trabajo discográfico único que es un crisol de voces y estilos musicales en donde podremos escuchar clásicos como “Grito” en ska, “Brindis” con voz femenina e incluso “Panteón” en dos versiones contrastantes.

“Hace tres años debimos celebrar nuestro aniversario número diez el cual no pudimos festejar debido a la pandemia. Así que hasta ahora pudo ver la luz este proyecto el cual se puede nombrar como más les acomode definir la «X»”.

X se suma a la discografía de la banda como el séptimo álbum tras la publicación de Espantapájaros (2001), En vivo acústico (2013), Frik (2014), Sal Paraíso (2017), Tormenta (2018) y Ciudad Soledad (2020). Iván García recuerda la génesis de Los Yonkis, los primeros acordes y los días ahora lejanos en donde los güisquis no hacían nada:

“Los Yonkis fue el nombre que adoptamos después de un riguroso concilio por ahí de 2009. Aunque lo más duro que consumíamos seguramente eran unas Sol Bravas decidimos nombrarnos así en homenaje a William Burroughs y su afamada novela. También optamos por hacer la adaptación gráfica a la voz inglesa de “junkie” para reiterar nuestro compromiso con la lengua española”.

Y así comenzó esta historia, una banda de universitarios que amaban la música y la literatura. Tocamos donde nos ofrecieran cervezas y hubiera fiesta. Hacíamos sonar nuestros instrumentos de gama baja con precisión y firmeza. Hasta inspiramos una novela. Grabamos un demo con temas que ahora son clásicos de nuestro repertorio”.

El letrista y compositor también rememora el lanzamiento del primer álbum en una época que apenas entraba al mundo digital como lo conocemos hoy en día, y en donde la forma de producir y distribuir música se ha transformado radicalmente:

“En 2011 se graba el primer LP titulado Espantapájaros, que se grabó en el estudio de Carlos Iván Carrillo mejor conocido como Carri (hoy Casa Yonki), y quien al final se sumaría a la alineación oficial de la banda. Naciendo así la dupla que ha dado el sonido característico a Los Yonkis y a los otros álbumes publicados bajo esta estructura”.

El álbum X se lanzará oficialmente en todas las plataformas musicales este 18 de noviembre con la participación de dieciséis músicos y agrupaciones que se han hermanado con el proyecto que encabeza Iván García a lo largo de los años y representa también un agradecimiento a la comunidad musical que ha arropado el sonido de Los Yonkis durante más de una década:

“Así hemos ido de gira sumando el talento de grandes músicos y hermanos que nos han acompañado en este viaje. También hemos compartido escenario con muchos proyectos musicales con los que nos hemos hermanado y quienes han querido celebrar con nosotros en una magna fiesta. Acompáñenos en este viaje oscuro, salvaje y espirituoso reunido en este LP”.

X fue masterizado en Casa Yonki y el maravilloso arte del disco, el cual representa mucho del espíritu “Yonkiano” estuvo a cargo del artista y tatuador Checo Mora y su estilo tradicional.



Escafandra Literaria: entrevista con Jorge Correa



Jorge Correa es un talentoso escritor nacido en Quintana Roo que forma parte de la antología 'Letrinas del Cosmódromo', publicada por Editorial Agujero de Gusano. En esta charla nos habla de su forma de entender la narrativa y la poesía, de sus referentes literarios y de su libro 'Ya no hay fechas importantes' (Pinos Alados, 2020).



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Café Tacvba invita a poblanos a "seguir el taconazo" en Auditorio GNP



Por Jaime López

La icónica banda de rock mexicano, Café Tacvba, regresará a tierras poblanas el próximo 19 de noviembre, a las 21 horas, con la finalidad de hacer un recorrido por varios de los éxitos musicales que forman parte de su trayectoria.

Cabe recordar que la banda ganadora del Grammy estuvo en abril pasado en el marco de las presentaciones de la Feria de Puebla, conjuntando a miles de fanáticos en la zona de Los Fuertes.

Ahora, Café Tacvba se presentará en el Auditorio GNP, ubicado en la zona del Parque Industrial, bajo el lema de #QueSigaElTaconazo

Lo anterior en virtud de que la agrupación fundada en Ciudad Satélite continúa con sus presentaciones tras 32 años de existencia. Se espera un lleno total en el recinto dado que la banda conjuntó a casi 10 mil espectadores en su última visita a la capital poblana.

En un video difundido a través de redes sociales, Emmanuel del Real, mejor conocido como "Meme", saludó a sus seguidores de Puebla con la finalidad de invitarlos al concierto.

"Ojalá nos podamos saludar y pasarla bien", expresó.

Café Tacvba ha logrado trascender la barreras del tiempo, manteniendo su legado entre diversas generaciones, quienes cantan varias de sus melodías con mucho ahínco.

Con más de tres décadas en el universo sonoro, la agrupación también se caracteriza por sus pronunciamientos a favor de la diversidad, la inclusión y la defensa de la naturaleza.




Letrinas: El valle inquietante



El valle inquietante

Eva Campos
 

Le puse la correa a Bargo, mi perro pitbull de manchas cafés y blancas, y después tomé las llaves y mi celular. El paseo de este día sería más que interesante, pues hoy visitaríamos el panteón que se encontraba a tres cuadras de mi casa. El día soleado y la compañía de Bargo, me daba la valentía que necesitaba para entrar al cementerio, pues desde que era un niño jamás me gustaron, debido a que en una ocasión un señor, cuando yo tenía siete años, asomado por la barda, intentó convencerme de entrar; el aspecto de aquel hombre fue lo que más me asustó, su rostro estaba muy delgado, era muy viejo y tenía poco cabello, en pocas palabras, era horrible. Cuando le conté a mi madre lo que había sucedido, ella no dudó ni un segundo en ir a enfrentarlo, pero ya no pudo alcanzarlo, pues cuando llegó, el anciano ya se había ido. Desde entonces me fue muy difícil volver a acercarme a ese sitio.

Después de varios minutos de andar, llegamos al lugar; era miércoles por la mañana, por lo que había muy poca gente. Bargo y yo entramos sin pensarlo mucho, mentiría si dijera que no sentí un poco de miedo, pero aun con temor seguí. Una vez ahí, antes de entrar de lleno entre las lápidas, observé hacia los lados, sabía que era imposible que aquel hombre estuviera aquí, pero de alguna forma mi cerebro quería estar seguro. Convencido de que ningún anciano se hallaba cerca, continué con el paseo.

Recorrimos gran parte del cementerio, en cierto punto del paseo me pareció muy aburrido haber ido, pues no había nada interesante que ver. No comprendí cómo fue que de niño le tuve tanto miedo, si solo se trataba de un campo lleno de lápidas y árboles. Una vez que llegamos a la zona más profunda, me di cuenta de que esa parte era un lugar diferente al resto. El terreno era un poco extenso, tenía una mini montaña de tierra, y sobre la cima de esta se hallaban muchas cruces verdes. Miré el sitio cuidadosamente, entonces supe que se trataba de la fosa común; el sitio donde se enterraban los cuerpos de las personas fallecidas que no eran reconocidas en la SEMEFO.

Entré despacio, no sabía si era por el cambio de terreno, o porque el sitio estaba rodeado de muchos árboles, pero sentí que mi piel se estremeció por un súbito cambio de temperatura. Ignoré el hecho de tener frío en un día con sol, y seguí con mi propósito; sin embargo, a Bargo pareció no agradarle la idea, ya que se sentó sobre sus patas, y puso resistencia cuando intenté obligarlo a entrar.

—Está bien, Bargo, vámonos —dije—. De hecho, a mí también me asusta un poco este lugar.

En el momento en que estaba a punto de salir, un rayo de sol iluminó la montaña y al tiempo un reflejo fue perceptible. Fruncí las cejas y me acerqué al objeto que brillaba. Era un pedazo de lata, y a su lado se encontraba un cráneo humano. Me sorprendí ante el hallazgo; aunque estaba en un cementerio, las probabilidades de encontrar algo parecido eran mínimas, pues los cuidadores se encargaban de que estas cosas no estuvieran a la vista del público.

Pensar en tocarlo me provocó asco, así que mejor lo moví con la punta del pie; el cráneo era de color beige, estaba tierroso y le faltaban algunos dientes. Me agaché para observar mejor, y saqué mi celular para tomarle una foto, pero el gruñido de mi perro me interrumpió; cuando giré mi cabeza para ver a Bargo, alguien estaba detrás de mí. Un anciano vestido de negro me estaba observado fijamente.

—¡Ay, pendejo! —grité antes de caer sobre el cráneo y romperlo, sentí ardor en la palma de la mano, el hueso me había cortado la piel.

El viejo se parecía mucho al hombre que vi de niño, aquello hizo palpitar muy fuerte mi corazón. Me levanté y tomé con fuerza la correa de Bargo, él se posicionó frente a mí, listo para protegerme en caso de que aquel individuo tratara de tocarme. Lo miré fijamente, mientras él hacía lo mismo, después de varios minutos así, quitó su vista de mí y miró el cráneo roto.  —¿Acaso no te enseñó tu abuela que nunca debes tocar los huesos de un difunto? —susurró, estaba chimuelo—. Los muertos tienen memoria y suelen ser muy vengativos.

No respondí, era evidente que él estaba loco. Bargo continuó gruñendo cada vez más fuerte. El anciano dio un paso hacia mí, pero no esperé a que se acercara más, lo rodeé y antes de alejarme, sentí que rozó mi brazo con sus dedos, estaba frío como un muerto. No me detuve hasta que llegué a casa. Una vez dentro, me lavé la herida de la mano y limpié el lugar donde había sentido su tacto. Aún lejos de aquel sitio, mi corazón seguía latiendo con fuerza, por lo que me fui a recostar en la recámara, para tratar de tranquilizarme.

No sé cuánto tiempo me dormí, pero era evidente que había sido por mucho, pues cuando desperté estaba cubierto con una manta, prueba de que mi madre ya había llegado del trabajo. Busqué mi celular bajo la almohada y lo encendí. Eran las tres de la mañana. Me sorprendí de lo tarde que era, me costó trabajo creer que había dormido todo el día y parte de la noche. Mi estómago gruñó, tenía mucha hambre. Me senté sobre la cama, sentí que un frío helado recorrió todo mi cuerpo. Me acerqué a la orilla y antes de pisar el suelo, de reojo, logré divisar una sombra en la entrada de mi puerta. Contuve la respiración. Giré mi rostro y observé lo que sea que estuviera allí. Bargo estaba sentado sobre sus patas traseras, inmóvil, mirándome fijamente. Sus ojos brillaban rojizos, como si fueran un par de llamaradas.

—¿Bargo? —susurré—. ¿Estás bien?

Bargo no se inmutó, siguió en esa misma posición. No sabía qué, pero algo, no estaba bien. Sentí que en mi estómago se había asentado una presión muy fuerte. Era irónico pensar que yo estaba teniendo miedo de mi propio perro; sin embargo, muy en el fondo, lo tenía. Pisé el suelo y me levanté despacio.

—Bargo, amigo, ¿qué tienes? —pregunté al mismo tiempo que intenté acercarme a él.

Antes de que pudiera tocarlo, Bargo me mostró sus dientes y me gruñó con amenaza. Retrocedí. Respiré lentamente, lo que sea que le estuviera pasando a Bargo, estaba provocando que me desconociera. A lo mejor era porque las luces estaban apagadas y no podía distinguir bien mi figura, sería la primera vez que algo así le pasaba. Caminé hacia atrás con lentitud, busqué de reojo el apagador que se encontraba a un lado de mi ropero; cada vez que me movía, los bramidos de Bardo se volvían más fuertes. Una vez cerca del interruptor, Bardo se levantó sobre sus dos patas traseras y comenzó a salivar como perro rabioso. Tragué lento. No era posible que él pudiera mantener el equilibrio parado de esa manera; en mi vida había visto que un perro se levantara como un humano.

—Tranquilo, amigo, soy yo, Julián —le dije atemorizado.

Apreté el apagador. Pero la luz no prendió, y en ese mismo instante, Bargo ladró con fiereza y corrió hacia mí, todavía levantado sobre dos patas. Yo grité aterrado, brinqué sobre mi cama antes de que el perro pudiera acorralarme contra la pared. Corrí hacia la puerta, al tiempo que encendía la linterna de mi celular. Salí corriendo hacia el pasillo y choqué contra la pared. Sus ladridos ensordecedores y sus fauces calientes, podía sentirlos cerca de mis pantorrillas; me di vuelta lo más rápido que pude y lo alumbré con la linterna de mi celular, pero Bargo desapareció.

Me puse de pie, iluminé hacia los lados del pasillo, buscando a Bargo, pero no logré divisarlo. Respiré hondo, mis manos temblaban, y mi corazón latía como loco. No tuve tiempo de pensar en por qué Bargo se estaba comportando así, porque la linterna de mi celular se apagó de manera súbita.

—¡No, no me hagas esto! —gemí.

Cuando la luz se extinguió, él apareció de nuevo; al final del pasillo, Bargo estaba de pie, gruñendo de nuevo. Esta vez no esperé a que él se moviera primero, corrí despavorido hacia el cuarto de mi madre. Entré precipitado y cerré de un golpe. El fuerte ruido la despertó y asustada se levantó de un salto.

—¿Julián? —preguntó—. ¿Qué pasa?

Ignoré sus preguntas y cerré la puerta con seguro. Me agaché hacia el suelo y observé por la rejilla de la puerta, vi las dos patas de Bargo caminar afuera de la habitación. Me levanté y caminé nervioso hacia mi madre.

—¡Tenemos que irnos de aquí! —grité—. ¡Dame tu celular! ¡Llamaré a la policía!

—¡¿De qué estás hablando?! ¡Dime qué pasa! ¡Me estás asustando!

—¡Bargo se ha vuelto loco! ¡Quiso atacarme y estaba caminando en dos patas como si fuera una persona!

—¿Qué? —mi madre frunció las cejas—. ¿Estás drogado? No hay manera de que Barguito esté haciendo esas cosas, ¡es un perro!

—¡Lo que está allá afuera no es un puto perro!

—Ay, por dios Julián, seguramente tuviste una pesadilla —caminó hacia la puerta—. Te demostraré que solo ha sido un mal sueño.

—¡No! ¡No abras!

Sin escucharme, abrió la puerta y, en el mismo instante que lo hizo, Bargo entró y de un salto la pescó del cuello. Comenzó a morderla violentamente. Mi madre vociferó mi nombre con fuerza. Salí disparado contra el perro, lo tomé por la espalda y traté de quitárselo, pero estaba bien agarrado contra su carne; las mordidas eran tan intensas que la sangre de mi madre comenzó a brotar con rapidez. No lo pensé más, corrí hacia la cocina y tomé un cuchillo. Regresé apresurado y me arrojé contra Bargo, logré quitárselo de encima; comencé a apuñalarlo sin piedad una y otra vez, hasta que los chillidos de mi perro se apagaron. Las lágrimas aparecieron y mojaron mi rostro, el shock me hizo temblar de pies a cabeza, arrojé lejos el cuchillo y comencé a llorar frenéticamente.

—¡Ay, dios mío! —gritó enloquecida—. ¡¿Qué hiciste Julián?! ¡Bargo! ¡No puede ser!

Sentí un espasmo del susto que me provocaron sus gritos. Parpadeé muy rápido. Mi madre ya no estaba tirada, sino que estaba al final del pasillo, observándome con horror. Sentí que el pánico me embargaba desde lo más profundo de mis entrañas. Ya no era de noche, sino de día. Perdí la respiración. Un miedo atroz me invadió por dentro; me obligué a mirar hacia abajo, donde yacía mi pobre perro. Grité horrorizado. Bargo estaba sobre mis piernas, con las tripas de fuera. Aún tenía la correa puesta. Nunca me quedé dormido.




Eva Sulim Campos Martínez, ha publicado un total de cinco cuentos en diferentes medios, como El Velador en Licor de Cuervo, La mosca en Estrépito, Petunia y su hambre en Nudo Gregoriano. Así como también, ha sido parte de dos antologías, una de la Editorial Tinta de Escritores TDE, con su cuento Un labial y un vestido de 1922. Y la segunda en la Editorial Lebri, con su cuento La casa de mi abuela.
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