Letrinas: El Desahucio




El Desahucio

Sergio Madrazo Langle

 


Cuando dejé el puesto que tenía en un bufete bastante prestigiado, fue para iniciar la aventura de ser mi propio jefe. No imaginé que el primer asunto que, por azares del destino, entraría al «despacho», como llamaba pomposamente a mi diminuta oficina, tendría que ver con un desahucio, esa palabra que siempre me había sonado a hospital, a dolor, a desesperanza. Desahucio: cuando te la dicen, sabes que te vas a morir, que ya, es todo, adiós, ojalá te hayas divertido. Yamamoto, amigo, no hay más.

Ese día me desperté muy temprano. Con mi mejor traje, camisa blanca, corbata y zapatos recién boleados, pasé con puntualidad a las 6:30 de la mañana por El Actuario, aquel funcionario que daría fe y legalidad de lo que estaba a punto de hacer: desalojar a la familia que habitaba el departamento propiedad de mi cliente porque le debían más de un año de rentas. Estaba nervioso: nunca había sacado a nadie de su hogar, prefería otro tipo de juicios, pero cuando empiezas lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Comenzaba mal la cosa. A las 7:21 de la mañana, me descubrí parado frente a uno de esos edificios de tabiques rojos y paredes grises, manufacturado a principio de los años setenta bajo la consigna de un supuesto empoderamiento de la clase trabajadora. Ni madres: ahora, cuando los ves, todo te queda claro: son los custodios de familias de clase media venidas a menos, desesperadas por mantener un vestigio de dignidad que las interminables crisis de este pinche país infernal les han arrebatado. El número resaltaba junto al portón de la entrada. Revisé la dirección por quinta vez: Cuauhtémoc 357, interior 602.

A mi derecha, El Actuario, con su traje café y camisa color crema, corbata y zapatos que habían visto sus mejores tiempos hacía años, quizá décadas, preparaba su acreditación como funcionario del juzgado y los documentos que debía notificar. Un actuario, para quien no lo sepa, es el achichincle del juez, te acompaña y da fe de los hechos. Me miró con ojos caídos, negros como dos diminutas entradas a la desesperanza; las arrugas alrededor de la boca adornaban unos labios resecos que apestaban a alquitrán y alcohol de la noche anterior; una nariz mediana, de la que asomaban pelos negros, dividía un rostro triste, asimétrico, de piel grisácea.

―Listos, abogado ―su voz, profunda y melodiosa, desentonaba con todo su aspecto y dejaba ver su origen y educación.

Pinche wey asqueroso, vil criado del juez. Además de nosotros, había siete cargadores que ya había contratado y con quienes me quedé de ver ahí, en la entrada del domicilio. Era un grupo curioso, liderado por El 17 uñas, sobrenombre que, más que apodo, describía el deplorable estado en que se encontraba: de su mano derecha, los dedos pulgar, índice y cordial habían desaparecido, en su lugar había quedado una capa de fina piel que unía su muñón al anular y meñique a modo de mano de extraterrestre protagonista de una película de El Santo. Los rumores decían que, de niño, le había explotado una paloma, pero él alardeaba haberlos perdido de un machetazo al participar en el desalojo de una vecindad en el centro de la ciudad. ¿Cuál habría sido la verdadera historia? ¿Dónde habrían quedado esos dedos? ¿Los habría recogido él mismo o tal vez alguien que lo acompañaba ese día? ¿Fueron el alimento de algún perro callejero? ¿El juguete podrido de algún niño de la calle? La verdad sólo se guarda en esa novela llamada recuerdo que nuestro lisiado conservaba con recelo.

Sin importar que al lado estuvieran los timbres de cada departamento, di dos golpes con los nudillos al portón.

―El portero es el único que abre el edificio.

Claro que no era cierto, pero mentir siempre se me había dado bien. Yo en ese momento pensaba que era un requisito indispensable para ser abogado, qué equivocado estaba: es un requisito para ser feliz y mantener una precaria armonía en esta vida.

El principal problema para entrar y chingarte a alguien es justamente eso, entrar. Siempre que hay un velador en el edificio, te pones de acuerdo, un par de días antes, para que te dé acceso. Yo dos días atrás me había presentado en el inmueble y me las arreglé para hablar con el portero. Tras intercambiar frases sin importancia, fui directo a la cuestión: le ofrecí lo que hoy equivaldría a 500 pesos para que el jueves me abriera a una hora determinada, sin hacer preguntas, y dejara pasar a las personas con las que acudiría. Tras un breve escarceo, accedió al equivalente a 850 pesos actuales.

Cuánta razón tenía Fouché: «todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es». Aquí en México esta frase, hasta el día de hoy, sigue labrada en el espíritu de sus ciudadanos, casi tanto como la creencia de que algún día pasaremos al quinto partido en un mundial.


La cara redonda y roja de nuestro sobornable personaje apareció tras un instante, me sonrió y, sin mediar palabra, con mirada cómplice y dándose aires de importancia, nos dejó entrar. Di un paso decidido y tras de mí siguieron El Actuario, los 7 cargadores y El 17 uñas. Uno de los puntos más complicados del proceso estaba superado. Al cruzar el zaguán, subimos por unas escaleras más amplias de lo que se podía esperar; estaban tan mal iluminadas que más bien parecían un túnel que conducía hacia ninguna parte; me dio la impresión de que auguraban el destino que le esperaba a los que, por una u otra circunstancia, se veían en la necesidad de utilizarla. Los escalones eran de mármol viejo, cuarteado y roto, de un color que en su momento debió de ser blanco; el barandal de herrería, pintado de negro igual que el portón, se descarapelaba aquí y allá como esta pinche ciudad, como este pinche país.

Llegamos al segundo piso y giré a la derecha: en cada planta había tres departamentos, sus puertas de madera lucían viejas pero limpias; en el centro, números dorados las identificaban. El pasillo olía a cloro, olía a tristeza. Me coloqué frente al 602 y respiré hondo antes de tocar el timbre dos veces. No estoy seguro, pero creo que escuché a un perro ladrar del otro lado de la puerta. Pensé que, de ser así, se nos iba a complicar más el asunto. ¿Y si nos atacaba? ¿Qué tal que sospechaba que estaba a punto de irse a la calle como muchos otros de su especie? Me obligué a no pensar. Apiñados en el rellano detrás de mí, el concurrido contingente aguardaba en silencio: había llegado el momento. Se escucharon unos pasos lentos que se dirigían a la puerta.

―¿Quién es? ―había duda en la voz del otro lado de la puerta.

―Soy el mensajero de la compañía de telégrafos.

«Y vengo a chingarte tu casa», quise agregar, pero me contuve. Clavé la mirada directamente sobre el rostro de El Actuario pero él ni se movió. El 17 uñas estaba más que listo, pude notarlo.

―Vengo a dejarle un documento ―proseguí.

Me dijo que lo metiera por debajo de la puerta. Yo estaba preparado para esa respuesta: le aclaré que debía firmar de recibido y entonces contestó que apenas eran las siete de la mañana. «Hoy empecé temprano, señor ―insistí―, es cumpleaños de mi hijo y quiero llegar a la hora del pastel».

Unos segundos después, se escuchó el sonido de la cadena deslizándose, seguido de dos giros del seguro. Volví a pensar en los ladridos que creí haber escuchado, ¿qué íbamos a hacer si tenían un perro? Seguramente los iba a proteger a ellos, claro: eran su familia. No pude seguir pensando porque en ese momento la puerta comenzó a abrirse y le pegué un empujón «¡Entren, cabrones!». El 17 uñas y su grupo me siguieron, y vaya que me siguieron: pasaron por encima de mí, me atropellaron y salí volando para caer justo encima de un hombre de 67 años. Ahí quedamos los dos, aplastados como cucarachas.

Me levanté lo más rápido que pude y vi que El Actuario, como vil funcionario, cobarde y miserable, era el último en entrar. Identificación en mano, dirigiéndose a nadie, comenzó a explicar el motivo de la diligencia.

―El juez decimoctavo de lo civil de la Ciudad de México ordena la entrega y por tanto desocupación del inmueble de forma inmediata…

Justo a la izquierda de la puerta de entrada, estaba la cocina: sus paredes tapizadas de losetas blancas y azules abrazaban una barra abierta de granito en la cual descubrí un plato con gelatina rojo sangre, de esa que le dan a los enfermos en los hospitales. En ese momento, la cara de mi maestra de tercero de primaria llenó por un segundo toda la escena, mirándome fijamente con sus ojos color miel, de los que sigo secretamente enamorado, explicándome que la gelatina está hecha de colágeno que extraen del cartílago de animales muertos. ¿Qué hubiera pensado de mí al verme ahí, en ese departamento, a punto de sacar a esas personas?

Regresé a la realidad: frente a la barra reposaban cuatro bancos de madera, pintados de lo que en algún momento, supuse, fue blanco, pero que ahora era un color cremoso y amarillento, muerto. El comedor estaba formado por una mesa de madera rodeada de ocho sillas revestidas de una tela verde obscura, tan desgastada que parecía a punto de romperse; a la derecha, la sala, amplia, con sillones blancos y bien cuidados, cubiertos de plástico transparente para evitar que se ensuciara. Las paredes estaban salpicadas de cuadros impersonales, paisajes de montañas verdes y lagos azules: ventanas imaginarias, una vía de escape para las mentes de aquellas personas atrapadas en cuerpos esclavizados por la angustia de no encontrar la forma de subsistir en ese pinche laberinto de asfalto que era la ciudad, poblado de indiferencia, de egoísmo, de perros y humanos por igual.

Al lado de la sala, un pasillo conducía a las habitaciones: de él emergió una mujer de edad atemporal, su cabello entrecano caía un poco por debajo de sus hombros. Alta y delgada, de rostro alargado y ojos obscuros, arrastraba los pasos mientras sostenía con la mano derecha un tubo de plástico transparente: uno de los extremos estaba insertado en su nariz y el otro iba a dar a un tanque verde: sus ojos, aunque apagados, estaban llenos de furia. Detrás de ella distinguí a una mujer de unos treinta y algo de años, cargaba a un niño que no tendría más de seis años; era blanca y de cabello rubio, sus ojos lucían idénticos a los del viejo que en esos momentos se incorporaba dolorosamente. Yo no supe qué hacer, no me habían dicho que allí vivían niños.

Cuando iba a darles más instrucciones al 17 uñas y sus trabajadores, la mujer del tanque de oxígeno me encaró; jadeante, me exigía una explicación. Yo no podía apartar la mirada del niño que, en los brazos de la que supuse su madre, volteaba de un lado a otro aterrorizado, sin saber qué estaba pasando y quiénes eran todas esas personas; sus labios se contrajeron en un puchero y un llanto agudo llenó el lugar. Cuando por fin me recuperé, me dirigí a la mujer para explicarle que, en virtud de la falta de pago de las rentas, nos veíamos en la penosa necesidad de desalojarlos del departamento. En ese instante, el pequeño arremetió elevando el nivel de su lamento y yo levanté la voz para hacerme escuchar por encima del caos: le ordené al 17 uñas que sacara todas las pertenencias de la familia y las dejaran en la banqueta frente al edificio. Cuando lo vi caminar rumbo a los cuartos, quise decirle que tuviera cuidado con el perro, pero, ¿cuál perro? No había visto ninguno a pesar de que podría jurar que había escuchado sus ladridos. La mujer del tanque de oxígeno se me paró enfrente y supuse que volvería a pedirme una explicación, pero lo único que hizo fue escupirme la cara. Sentí su saliva en los labios: sabía a tristeza, sabía a desamparo.

A pesar de que ya no quería estar ahí, me esperé a que sacaran todo a la calle. La familia, en un momento que ni siquiera noté, desapareció del departamento; supongo que salieron al lado de uno de los cargadores, cuidando que sus pertenencias no desaparecieran. No hubo perro, quizá me lo imaginé, es lo más seguro. Cuando terminó la diligencia, me aseguré de que cambiaran las cerraduras: es tu obligación quedarte a revisar que todo quede bien sellado, para que la familia no vuelva a meterse (sí, ya sé que suena como si hablaras de pinches ratas, pero así son las cosas), para que no haya mayores complicaciones. «Listo, nos vemos a la siguiente». La voz del 17 uñas me sacó del letargo, pero no le contesté nada: con sólo eso, asegurarme que habría una próxima, ya me estaba diciendo todo, no había necesidad de agregar cosa alguna. Ya lo dije: cuando empiezas, lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Cuando llegué a mi casa, dejé el saco en una silla y me serví un vaso de agua. Después de un momento, escuché bajar las escaleras unos pasos rápidos y decididos; un instante después, mi mamá estaba frente a mí. Con esa intuición que caracteriza a las madres, me preguntó qué me pasaba. Le dije la verdad: aquel no había sido un buen día. ¿Cuántas veces más iba a tener que sacar a una familia de su casa? Lo único que me preguntó mi mamá fue si me había dolido hacerlo. ¿Qué contestar? Pues la verdad, nada más: no esperaba sentir ni madres y sí movió algo en mí.

―¿Qué sentiste?

Quise hablarle de esa mezcla de tristeza, coraje y miedo. Quise hablarle de la vieja aquella, del hombre, de la gelatina color sangre ahí en la barra que, seguramente, ya nadie se comió (no me acuerdo). Sin embargo, me limité a nombrar esas tres emociones: tristeza, coraje y miedo. Me dijo que la tristeza y el coraje los podía entender, pero ¿y el miedo?, ¿por qué el miedo? Era una buena pregunta, ¿por qué miedo? No supe qué decirle y cenamos en silencio porque ya tenía mucha hambre y así se lo dije a mi mamá.

«Oye», me dijo a mitad de la comida, «¿ya te habías dado cuenta de que hombre y hambre se escriben casi igual?». Mi mamá y sus frases que se te clavaban en la memoria y ya no podías sacarlas ni aunque te ayudara el 17 uñas. Entonces me di cuenta de todo: por qué el tanque de oxígeno, por qué la gelatina roja como de hospital, por qué los muebles cubiertos de plástico y, sobre todo, por qué la imposibilidad de pagar las rentas, pero ya era tarde para hacer algo. Con razón esa palabra, desahucio, siempre me había sonado así, a dolor y desesperanza.

Allá afuera, en la calle, escuché ladrar un perro y quise preguntarle a mi mamá si ella también lo había oído, pero me dio miedo que me respondiera.

Un conejo que corre, salta y patalea: entrevista con Liliana López León


Por Antonio León | Foto: calvox&periche




Liliana López León es una escritora bajacaliforniana que combina su pasión por la narrativa, el urbanismo y las iniciativas de consumo sustentable. Después de una temporada larga como académica, leva anclas para probar otras experiencias. Una de ellas es la de la escritura de poesía, en la que deja ver su forma de establecer una lógica propia, un amor por los pequeños detalles y los corredores llenos de recuerdos. A la distancia de su nuevo domicilio ubicado en algún lugar de Barcelona, desde el que se transporta a todos lados en bicicleta, nos enfrascamos en la siguiente charla.

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AL: ¿Cómo es la Liliana López que deja de lado la escritura académica para adentrarse en la literatura?

LL: Una Liliana decidida que abraza la ternura, la sensibilidad, el poder de la ficción. En un mundo donde abunda el cinismo, la crueldad, la saturación, creo que es algo valiente. Ahora tengo mayor confianza en la palabra, tanto en la mía como la de mi gremio. Me siento conciliadora, quizá por eso no siento que haya dejado la escritura académica, aunque tenga ya un par de años sin escribir algún ensayo académico. El otro día me invitaron a escribir sobre moda sostenible en la revista de un museo, y dije que sí, vamos a ver si la oferta sigue en pie. Pienso que todo se entrelaza, y que el rigor y esas formas de escritura relacionadas con la ciencia y la producción, a veces se asoman para ayudarme a crear, y procuro domarlas para que no saboteen mi estilo.


Dorothea Lasky dice que la poesía no es un proyecto, hay quien aborda la escritura de poesía como una investigación rigurosa ¿en qué punto te ubicas tú?

Justo he citado a Dorothea Lasky a finales de año porque en eso estoy. Hasta ahora no he hecho ningún proyecto de poesía, todo ha surgido porque necesitaba escribirlo. Suena a lugar común, pero puedo decir que el poema llegaba a mí y era yo quien lo recogía sin buscarlo mucho. Sin embargo, como te decía antes, ahora me ubico en un momento en el que soy más conciliadora, veo posibilidades. Por lo que estoy intentando hacer una especie de proyecto, o prefiero llamarle hilo conductor, de unos poemas sobre los sueños de mis amigas, veremos si logro algo interesante o que resuene.


Anteriormente te conocimos como narradora, ahora inicias una andadura como poeta ¿en qué registro te sientes más plena?

Qué interesante pregunta. Creo que no hay respuesta, sobre todo porque me siento muy plena con ambas formas, solo que de diferente modo, igual que con el ensayo. Podría decir, jugando un poco, que estos géneros son como aspectos de mi persona: la Liliana del ensayo es como la profesora universitaria que he sido; la narradora es la Liliana amiga, que cuenta cosas en voz alta, la que especula situaciones, que se ríe e inventa personajes o escenarios; y Liliana poeta es la que escucha a una voz particular que habla bajito al oído, con voz firme y fluida. Si llegara a escribir una novela, ya te contaré que aspecto tiene esta Liliana.


Este vientre es un conejo de carbón, pero más que carbón, hay otras superficies y querencias entre la luz y la oscuridad. 

Cuando estaba creando el poema que le da título al libro, pensaba en el centro de mi cuerpo como un espacio lleno de movimiento, de energía. Un conejo que corre, salta y patalea, y al ser de carbón también se convierte en fuego. Si lo piensas bien, somos máquinas de vapor, comemos carbohidratos, carbono, y lo transformamos en palabras, sueños, calor.

Es un poemario que, sin planearlo, tiene dualidades, todas provenientes de lo que llamamos mundo natural, pero también de la ciudad y del cuerpo. Hay gratitud y también dolor. El conejo no es un animal que antes me dijera algo particularmente, por eso en el poemario aparecen más los lobos, los gatos, las cigarras, los perros, las aves y ciertas especies de plantas. Sin embargo, es el animal que persistía en mi cabeza cuando tenía estas emociones fluyendo. Luego me di cuenta que el año de su publicación, el 2023, ha sido el año del conejo de agua en el zodiaco chino, y curiosamente, este signo habla de cambios, que para mí, tal cual, ha sido el año de las transformaciones.

En tu libro hay una nostalgia de quien dice adiós continuamente ¿en qué sentido te refleja?

Creo que uno de los aprendizajes más valiosos en mis últimos diez años o más, ha sido aceptar el miedo y el dolor que conlleva decir adiós. Entre viajes, trabajos, ver estudiantes llegar e irse, alejarme o acercarme a personas, a confrontar la muerte de gente querida, he estado diciendo adiós continuamente, y he descubierto para mi sorpresa, que de tanto agitar la mano decir adiós se convierte en un saludo también. Me he desapegado de ideas, de cosas. Esto es en parte la libertad. Eso sí, me sigue costando decir adiós.


Ganaste el Premio Estatal de Literatura de Baja California, en poesía, con este libro. Vives fuera del país desde hace algún tiempo ¿Cómo tomaste esta noticia?, ¿a qué te compromete enlistarte en las fuerzas de la poesía?

Fue una grata sorpresa. La noticia la recibí caminando por la calle, rumbo a mi casa. Aquí era ya medianoche, y en Mexicali aún era de día. Por supuesto que grité, de felicidad. Me sentí un poquito poeta de boina y cigarrillo, porque cuando me dieron la noticia estaba yo recitando un poema de memoria, un poema ajeno. Sentí como que, entre el trabajo, el billete del metro, pensar en la cena, los pies cansados, se infiltraba algo fuerte y poderoso: que soy poeta. No me gusta la palabra poetisa, suena terrible, solo la usaré cuando quede para un chiste.

Después de la noticia, estuve varios días soñando despierta, pensando: un jurado conformado por poetas se tuvo que poner serio, leyeron un montón de libros, y decidieron que el mío era el ganador. Recibí felicitaciones muy cálidas y también mensajes de gente que no conocía. Quiero leer tu libro. Qué afortunada soy, ahora lo recuerdo y me vuelvo a poner contenta.

¡Me encanta lo de “enlistarme en las fuerzas de la poesía”! Me compromete bastante el premio, no como un corset ni nada que se sienta obligatorio. Más bien me da un impulso, el premio es una luz. Aunque tengo que decir, que desde que empecé a escribir poesía de nuevo (porque antes la escribía de niña y de adolescente), supe que había encontrado un refugio permanente como lo digo en la solapa del libro. Un cuento, un ensayo, o cualquier otro texto puede bloquearse o no culminar. Con el poema no me pasa eso, el poema ya nace completo y yo siento que solo voy moldeando su forma.


¿Cuáles son tus proyectos a mediano plazo?

Sigo escribiendo cuentos, cada mes escribo dos o tres. Así he terminado otro libro, que ojalá pueda ver la luz pronto. Estoy creando el poemario sobre los sueños que comenté antes. Hay un libro colectivo cocinándose para este año, pero no puedo decir mucho hasta que esté terminado. Fuera de la literatura estoy trabajando en equipo en un proyecto hermoso sobre cine y bicicletas: vamos a proyectar películas en escuelas, parques y otros espacios públicos de Barcelona, utilizando la energía eléctrica generada al pedalear en bicicletas adaptadas. He hecho la curaduría de películas y cortometrajes y me encanta. La idea es poder replicar el proyecto a cualquier ciudad del mundo.


¿Sueñan las poetas con conejos de carbón?

Soy yo, literal. Es la mejor pregunta que me han hecho. Te quiero, Antonio.

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NOTA: El libro "Este vientre es un conejo de carbón" Premio Estatal de Literatura de Baja California 2022 está disponible para su lectura en ESTE LINK. Gracias por difundir.

Aunque tú no lo sepas: una charla con Karina Galicia

 

Un episodio más de 'Aunque tú no lo sepas' con la talentosa cantante, compositora y arreglista poblana Karina Galicia

Charlamos sobre sus procesos de composición, influencias, estilo y nuevos lanzamientos para este 2024.



Para más entrevistas suscríbete al canal de YouTube de Casa Yonki.

"Al son de Beno" visibiliza investigación sobre la música folclórica mexicana


Cinetiketas | Jaime López |



"Al son de Beno" es el nombre de la película documental con la que el artista plástico, Ilán Lieberman, trata de recuperar y visibilizar el legado de su padre, Baruj Lieberman Gruner, mejor conocido como "Beno", quien dedicó gran parte de su vida a la investigación y grabación de la música folclórica mexicana.

Incluyéndose a sí mismo en el relato, el licenciado en Docencia de las Artes recorre las huellas de su progenitor para mostrar sus aportes a ese género musical.

En entrevista, Lieberman señaló que las grabaciones de sus padres estaban escondidas o "bajo los escombros" por el desinterés de algunos connacionales respecto a la música que se produce en distintas latitudes del país.

Añadió que "Al son de Beno" también tiene el propósito de darle oportuno resguardo al acervo de su antecesor, que fue reconocido en 2016 como parte del programa Memoria del mundo de la Unesco.

En ese sentido, se debe señalar que las grabaciones musicales hechas por Baruj Lieberman Gruner están disponibles en la Fonoteca Nacional.



En otro orden de ideas, el cineasta explicó que "Al son de Beno" también aborda la trágica muerte de su papá, que decidió quitarse la vida a la edad de 52 años.

A pregunta expresa de esta casa editorial, admitió que experimentó una catarsis, pero no durante el recorrido o la filmación de su obra, sino hasta la etapa de edición o postproducción.

Acerca de si recrear o seguir las huellas de su padre fue una manera de revivirlo, respondió que "fue una forma de reencontrarlo".

"Al son de Beno" cuenta con la distribución de Artegios, casa productora fundada por el prestigiado cineasta Everardo González. Se estrenó en 29 pantallas del país y actualmente se proyecta en Baja California, Ciudad de México, Chiapas, Estado de México, Jalisco, Morelos, Nuevo León, Tamaulipas y Yucatán.

La película tiene como una de sus principales virtudes el rescatar las figuras de algunos exponentes regionales de la música tradicional mexicana.

De ese modo, el cineasta logra intercalar videos y fotografías de archivo con imágenes inéditas de los intérpretes y sus familias, lo que indudablemente fortalece la historia y narrativa.

Respecto al suicidio de su padre, no ahonda en el asunto y decide incluir secuencias o momentos que distraen del tema, por ejemplo, la búsqueda y encuentro con su media hermana.

"Al son de Beno" resulta un documento relevante para la promoción de la música folclórica nacional.

¡Concierto de lujo en Puebla! LP presentará nuevo álbum en el GNP Seguros


Jaime López


La cantante y compositora estadounidense, LP, visitará la capital poblana este 9 de febrero con la finalidad de compartir su nuevo álbum discográfico, el séptimo de su trayectoria.

Reconocida mundialmente por el éxito "Lost on you", así como por su particular timbre de voz y estilo, la creativa estará en el Auditorio GNP Seguros a partir de las 20 horas. 

Mediante un video de 12 segundos, LP invitó a sus seguidores a adquirir sus boletos lo más pronto posible, a través de la plataforma digital E-Ticket. 

De acuerdo con fuentes hemerográficas, las entradas más económicas son de 480 pesos, mientras que las más caras son de mil 880 pesos. 

LP cobró gran popularidad en México en el año 2018 gracias a su interpretación de "Lost on you", melodía inscrita en el género indie rock, que fue la número uno en 13 países. 

En su formación musical, la artista ha escrito canciones para estrellas del pop en inglés como Cristina Aguilera, Rihanna y hasta los Backstreet Boys. 

Es oportuno destacar que el concierto de LP en Puebla antecede su presentación en el Palacio de los Deportes, que tendrá lugar el 10 de febrero.


"Los que se quedan", nueva joya de Alexander Payne y las relaciones humanas




Cinetiketas | Jaime López |



Desde mediados de enero, varias salas comerciales del país proyectan "Los que se quedan", la nueva realización del cineasta estadounidense Alexander Payne, que tiene cinco postulaciones al premio Oscar 2024.

Con su habitual solvencia narrativa y humor, el creativo vuelve a erigir un retrato agridulce sobre la humanidad, que está ambientado en un internado de Nueva Inglaterra de los años setenta.

El protagonista es un docente de larga experiencia y amargado, interpretado por Paul Giamatti, el cual es sumamente estricto con la educación de sus alumnos.

En plena víspera de Navidad, se ve orillado a cuidar o ser el tutor de cinco jóvenes que no tienen a dónde ir en el marco de las vacaciones debido a que sus progenitores están ocupados o porque se encuentran a miles de kilómetros de sus países de origen.

Es ahí en donde conoce a "Angus", un estudiante sumamente impulsivo, con fuertes conflictos emocionales, que pone a límite la paciencia del personaje estelar.

Les acompaña "Mary", interpretada por Da'Vine Joy Randolph, la líder de la cocina o cafetería del internado, que decide quedarse con motivo de una reciente pérdida familiar en su vida.

El trío en cuestión va formando a lo largo de la trama una inesperada y bizarra relación de autoconocimiento, tolerancia y amistad, aderezada con el humor negro que caracteriza el cine de Payne.

La crítica ha elogiado las actuaciones de Giamatti y Joy Randolph, quienes sin lugar a dudas son el alma del filme y lo mejor de la historia escrita por David Hemingson.

Y es que ambos se roban las sonrisas y las lágrimas de la audiencia por sus orgánicas caracterizaciones. Los dos intérpretes logran tejer roles llenos de matices, con momentos de brillo, pero también de oscuridad.

En cuanto a la trama, "Los que se quedan" evita los diálogos simplones o repletos de cursilería, para dar paso a conversaciones punzantes, directas, sin adornos, en las que se abordan temas profundos como las huellas que deja la familia, así como el sexo y las frustraciones personales.

Payne tiene el tino de juntar de manera armónica a tres personas averiadas, que en su convivencia encuentran un poco de sanación y esperanza. Recomendable, sin lugar a dudas.



Todo listo para la presentación de Yuridia y "Pa'luego es tarde" en Puebla




Jaime López


Como parte de su gira "Pa' luego es tarde", la cantante mexicana Yuridia se presentará el sábado 10 de febrero en la capital poblana, en el Auditorio GNP Seguros.

La intérprete adelantó que su concierto en la Angelópolis incluirá sus principales éxitos, así como temas nuevos de su séptimo albúm de estudio.

"Pa' luego es tarde" se lanzó en octubre del 2022 bajo el sello de Sony Music y tiene como principal distintivo su estilo regional.

De hecho, uno de los productores del disco fue Edén Muñoz, cantante emblema de ese género musical. También contiene colaboraciones de la Banda MS y Ángela Aguilar.

Según versiones hemerográficas, cuatro de las siete secciones del recinto para ver a Yuridia ya están agotadas, lo que demuestra su gran aceptación entre las y los poblanos.

La presentación de Yuridia comenzará a las 21 horas y se espera que cante temas como " Que agonía", "Ya te olvidé" o "Amigos no por favor".

Las localidades para el concierto de la prestigiada artista se pueden conseguir en las taquillas del auditorio o en la plataforma E-ticket. El precio va de los 580 a los dos mil 545 pesos.

De acuerdo con lo mencionado en la página oficial del evento, Yuridia es una de las intérpretes con más renombre en Latinoamérica.

Comenzó su trayectoria en el reality show de La Academia, obteniendo el segundo lugar, pero quedando en el gusto del público debido a su potente voz.

Es así como en 2005 comenzó su carrera como solista, al sacar su primera producción discográfica con los temas que interpretó en el reality de TV Azteca.

Sin embargo, el disco “Habla el corazón”, que resultó ser un homenaje a los temas clásicos de las baladas en inglés, le valió el reconocimiento internacional.

En 2016 firmó un contrato con Televisa, después de haber lanzado su disco “6”, el cual registra a la fecha muy altas ventas.



Letrinas: Aquí los muertos no se levantaban


Aquí los muertos no se levantaban

Pablo García Ramos

 

Andaba por las calles de Aciago. A mi alrededor solo había silencio, aquí los muertos no se levantaban. Entré a la catedral, pero los santitos ya no estaban, supongo que se los llevaron cuando enterraron a los demás. Dicen que te protegen para que no regreses. La iglesia tenía bonitas pinturas en el techo, ya se veían deterioradas, rotas. Había pasado mucho tiempo desde que Aciago estuvo poblado. Era muy grande la catedral. Me imagino que las misas aquí eran muy entretenidas, si no, ¿para qué hacerla de este tamaño? Yo no soy mucho de rezar y encomendarme a Dios, pero no queda de otra estos días. Me hinqué al pie del altar y pedí por mis hijas, que no se levantaran. Enterrarlas una vez fue lo peor que me ha pasado, pero enterrarlas dos veces me volvería loco. Ningún padre debería ver morir a sus hijos. No quiero cremarlas, porque si un cuerpo se quema, su alma no puede descansar y se queda en el limbo para la eternidad. Cremé a María, y siento que ahora, en las noches, escucho que canta, o llora, a veces cambia. Es la tercera iglesia a la que voy a rezar desde que murieron mis hijas, y en esta es en la que me he sentido más nervioso y no sé por qué. Con todo y el silencio, siento que hay murmullos que resuenan en toda la catedral. La luz entra por el techo, y hace sombras con las columnas que apenas sostienen lo que queda de la iglesia. Podría jurar por Dios que escuchaba voces cuando soplaba el aire. Me pasaba que escuchaba mi nombre y tenía que voltear. Me sentía acompañado, como si cada sombra de la iglesia fuera una mirada, y como si cada vez que soplaba el aire alguien se lamentara. Dejé de pensar en eso y me levanté. Probablemente sea imaginación mía. Aquí los muertos no se levantan. O quizás sí.

 Me persigné y salí de ahí. Estaba nublado afuera, probablemente iba a llover, pero llevé mi paraguas. A pesar de que llovía mucho por acá, el cielo parecía seco desde hace años, y la tierra era infértil. El hermano de María me dijo que parecía que la tierra estuviera muerta, como si no pudiera siquiera absorber el agua de lluvia o los rayos del sol. No crecía nada desde hace mucho, pero antes caminaba por las calles y llegaba con mi mamá con una cubeta llena de fruta que se caía de los árboles. Fui a visitar mi vieja casa, ya nadie vivía ahí, y no estaba seguro si todavía estaba entera. Eran unas cuatro calles de la catedral a mi casa, decidí irme caminando, ver las calles en ruinas a pie.

 Aciago nunca fue un pueblo reconocido por algo bueno, puras desgracias pasaban aquí. Si uno contara la historia de Aciago, no dudaría del porqué de su nombre. Antes de la conquista era un pueblo de esoltesonis, se encargaban de recoger y limpiar la sangre de los sacrificados y de los enfermos. No había otra cosa que hacer más que limpiar en Aciago. Antes no se llamaba Aciago, eso sí. Nadie sabe cuál era su nombre, se quemaron todos los códices de nuestros antepasados, y lo que sabemos de Aciago antes de la conquista es porque se pasaba como leyendas. De hecho, el nombre de Aciago viene de una leyenda. Al llegar los españoles a nuestro pueblo, lo consideraron una aldea sin chiste, por lo que mataron a todos los hombres, y a las mujeres las preñaron. El primer niño nacido de Aciago murió junto con su madre en el parto, y el padre, que amaba a la madre más que a sí mismo, solamente decía “qué día tan aciago”, lo repitió y repitió por años, y todos empezaron a decirle Aciago al hombre, y cuando lo encontraron morado en su casa, colgado, decidieron ponerle Aciago al pueblo, para conmemorar al hombre que perdió todo antes de tenerlo. Eso decía mi abuela, pero ni cómo creerle, ya era muy vieja y a veces se inventaba cosas. Una vez me contó que Porfirio Díaz se enamoró de una mujer de aquí, una chica de cabello castaño que le llegaba hasta la espalda baja, y a veces se veían a escondidas cuando él todavía era joven, antes de ser presidente. Díaz la cortejaba en las noches, le escribía poemas y hablaban por horas detrás de la casa de la chica. Sin embargo, la mujer no era una que creyera en la monogamia, y olvidó decirle a Díaz. Una vez, entrando a su casa, dicen que Porfirio vio a la mujer con otro hombre en su cama, y Díaz solo se fue. Años después, cuando ya era presidente, Díaz ordenó la matanza de Aciago. La historia dice que fue ordenada para el asesinato de desertores y revolucionarios, pero mi abuela decía que fue por la joven. Cuando terminaron los disparos, y el humo se asentaba, todos los que estaban a una calle de la casa de la mujer fueron asesinados, incluyéndola.

 Caminé por la calle principal. Ahora nada más era empedrado. Al llegar a casa me di cuenta de cómo había pasado el tiempo. Ya tenía veinte años desde la última vez que vine. La puerta todavía estaba cerrada con seguro, pero ya era muy vieja, nada más la tuve que empujar con el hombro. Polvo empezó a esparcirse en el aire, y solo me pude tapar con mi brazo. Apenas y le entraba luz a la casa, habíamos cerrado todas las ventanas cuando se murió mamá. Volví a sentir una mirada sobre mí, pero esta vez la sentí mirándome directamente a los ojos. Retrocedí unos pasos, ni siquiera había pasado del umbral de la puerta. El pequeño destello de luz que entraba alumbró los ojos de una araña grande, muy grande. Era del tamaño de una silla o un sillón individual, era más grande que cualquier cosa que había visto. No sé mucho de animales, pero sé que no era común. La vi moverse desde la esquina en la que la luz entraba hasta el centro de la casa. Una vez teniéndola más de cerca noté que estaba cubierta de pequeños vellos por todo su cuerpo. Tenía un color muy peculiar, los bordes de su cuerpo eran amarillo y naranja, mientras que el resto era negro. Apenas alcancé a ver eso, tuve la intención de irme, pero mis piernas no me respondían, no podía moverme. Se acercó más. Esta vez iluminada por la tenue luz que entraba por la puerta. Noté algo aún más extraño. Era una araña, pero tenía tenazas y la cola de un escorpión. Había escuchado sobre los alebrijes, pero nunca había visto uno. Mi abuela decía que eran representaciones de sueños, pero este no había sido un sueño mío. Mientras yo lo veía, él se acercaba, lentamente. Cuando estuvo frente a mí, pude moverme para dejarlo pasar. Olió mis pies un poco y decidió irse. Sus ojos me miraron, y me calmaron, los sentí familiares. Bajó la cabeza y se fue entre los árboles. Cuando volví a mirar hacia adentro de la casa ya no había nada que me llamara la atención, las ganas que tenía de entrar se fueron. Caminé hacia mi auto pensando en lo que acababa de pasar, y no le encontré explicación, pero así era aquí. Subí a mi auto y decidí irme para el pueblo, con Gus, tenía mucha hambre y aquí no había nada para mí. Ni para nadie.

           “¡Gabriel! ¿Qué haces aquí? Tiene mucho que no nos vemos, hermano.” Me dijo Gus cuando llegué. Ya lo extrañaba, al canijo. Me invitaron a comer al rancho. Su familia estaba bien, su esposa y su hijo, cada quien trabajando en su parte de la tierra. Lo que se me hizo raro es que pusiera a trabajar a Carlitos, nosotros a esa edad estábamos jugando con trompos o al fútbol. Y sí le dije: “Oye, Gus, tu chavito apenas tiene 13, debería estar jugando con sus amigos y echando novia, no se me hace buena idea que esté trabajando en el campo todo el día.”, y él me dijo “Me estoy muriendo, Gabriel”. Que, según el cura, le había agarrado la maldición. Por eso lo estaba poniendo a trabajar, para que cuando él ya no estuviera, alguien se encargara de la familia. Yo estaba que no me lo creía. Le dije “Gus, si es en serio lo que te dijo el cura, deberías ver a un médico. Yo sé que no crees en la medicina ni en los doctores, pero tienes que entender, que a los que les agarra, se levantan. No te quiero ver muerto, y menos te quiero ver levantado”, pero nomás el Gus se hacía loco, me decía que no creyera en todo lo que dicen las noticias, que era para la borregada, que él era más inteligente que eso. Estuve a tres de darle un sape, si yo sé lo que le digo. Mis nenas tenían 15 y 8, y aun así se me murieron. Gus, con sus 49 años, apenas y se salva de un resfriado, la maldición lo va a matar. Me dijo que ya no habláramos más de eso, que ya lo había decidido, si se moría, se iba a morir y no podía hacer nada. Le dije que estaba bien y que me hablara a la ciudad de vez en cuando, para saludar, mínimo. Fuimos a la mesa y comimos unos tacos de buche, le quedaban muy sabrosos a Rosalba, la esposa de Gustavo. Le había llevado unos regalos a Carlitos, me los había traído de allá, de la Ciudad de México. Le llevé unas películas y unos libros, le gustaba leer mucha ciencia ficción. Si supiera que lo que estamos viviendo era eso, ciencia ficción. Me despedí, pero antes le di el número de mi hospital, por si se sentía mal. Me dijo que no me anduviera con burradas y se despidió. Quise mucho a mi carnal, de veras. Me hubiera gustado quererlo un poquito más.

             Normalmente los viajes a mi departamento eran largos cuando iba al pueblo, pero ese día había toque de queda para todos los menores a 40 años, así que estaba muy despejado. Ya era un poco tarde. No recuerdo haber visto atardecer más bonito como el de ese día. El cielo era de todos los colores, y decidí estacionar el carro para verlo pasar. Antes tomaba muchas fotos y se las enseñaba a María cuando llegaba a la casa, ahora solo las tomo por placer, me gusta guardar los recuerdos, aunque sea así. Cuando empezó a oscurecer, volví a la carretera. Pasé por el centro para comerme unos churros, y otros se los iba a poner en el altar a mis niñas, tenía antojo. Siempre me sorprende ver que esté tan vacío los días de toque de queda, me recordaba a cuando no sabían qué hacer con los levantamientos. El gobierno decidió que las actividades a partir de las seis de la tarde se suspendían. A esa hora se levantaban. Me acuerdo la primera vez que vi a uno. Ahí estaba, caminando, nada más. Los científicos dicen que tienen fuerza sobrehumana y que sus instintos son animales, que su cerebro algo tiene que sólo caminan y comen. Era muy extraño, antes de que crearan la Comisión Recolectora de Levantados, los cuerpos sólo amanecían tirados, algunos con sangre en la boca, porque les daba hambre y comían lo que encontraban. Si no encontraban humanos, se comían ratas o perros, no les gustaba la carne cocida o la comida que comemos. Al principio todos pensábamos que eran como los de las películas, que se levantaban y te infectaban si te mordían, pero solamente tenían hambre, y no había una explicación clara de cómo te contagiabas, simplemente pasaba. Tus uñas se volvían moradas, luego perdías mucho peso, y te salían llagas en el cuello, y luego te morías. Y te levantabas después. Y a veces no. En realidad, le podía tocar a todos, vivos o muertos, aunque era más raro que los muertos sin síntomas volvieran, pero pasaba, eso sí.

 Después de recoger mis churros me fui al departamento, no es tan grande, pero no necesito grande, solo soy yo. No se gana mucho como recolector, pero se gana lo suficiente para vivir bien. También hago un turno de limpieza en el hospital general, con eso y de recolector me podía comprar mis churros y vivir bien. Tenía una televisión y un celular, estaba bien. Ya en la noche veía las noticias, y justo ese día anunciaron que era el fin del mundo. Yo no sabía que se podía anunciar eso. Dijeron algo así como: “Dadas las circunstancias, el reloj del apocalipsis ha llegado a la media noche. La humanidad está viviendo en tiempo contado”. Apagué la tele y no supe qué hacer, me quedé un rato sentado en mi cama. Le llamé a Gus. Estuvimos hablando un rato, me dijo que él creía que ya iba llegar Dios, que eso decía la biblia. Yo le dije que no sabía si iba a llegar Dios o no, pero que no me quería morir todavía. Gus era muy religioso, llevando sus santitos en la cartera y yendo a misa todos los domingos. Yo nada más iba a la iglesia a pedirle a Dios, a contarle cómo iba mi vida. Nunca me contestaba, pero espero que me estuviera escuchando. Le pregunté qué iba a hacer, y me dijo que se iba a ir a rezar hasta que llegara Dios. Me mandó bendiciones y me colgó. Ahí estaba, sentado, viviendo el fin del mundo. Yo pensaba que iba a ser más ruidoso.

 Entonces, el mundo ya se estaba acabando, estábamos en tiempo contado. A mí la verdad sí me pareció raro, yo veía para afuera de mi edificio, y todo se veía normal, no se veía que todos estuvieran en la calle rezándole a lo que creyeran para que nos salvara. No sé para qué rezar si ya estuvo que nos morimos todos. Yo solo vivo para cuidar a mis muertas, porque si no las cuido yo, nadie más las va a cuidar. Pensé que, si yo también ya me voy a morir, por lo menos voy a descansar. Tenía un dinerito ahorrado. En lo que se acababa el mundo podía irme a Acapulco, no conozco el mar. Ya estaba guardando mi dinero con mi ropa y zapatos en una maleta, cuando escucho “Gabriel, vete para Aciago, ahí te vas a morir”, y yo que me volteo para ver de dónde me hablaban, pero nada. Entonces dije “¿Quién te dijo que me voy a morir ahí?” Y me dijo la voz “Yo te voy a matar allá”. Yo no sabía ni qué contestar. Sí quería ir para Aciago otra vez antes de ir a Acapulco, entrar a mi casa ahora sí. Pero ya no, si me voy a morir quiero que sea donde yo quiera. Morirse tampoco está tan mal, pero quiero seguir vivo un rato más. “Gabriel, vete, ya te toca.” Me di cuenta de que la voz me sonaba conocida, pero no podía saber si era de hombre o mujer. “Yo iba para Acapulco, ni tenía ganas de ir para allá.” Le dije a la voz, y ya no me contestó. Terminé de empacar y les escribí una carta a mis niñas y a María, por si se espantaban de que no durmiera ahí. Cerré la puerta y me sentí como en un sueño, como si yo no estuviera en mi cuerpo, viéndome de lejos. Ya no me sentía vivo.

 Salí de madrugada, todavía estaba oscuro. En el camino me puse a pensar en mi vida. María sabía quererme, era muy linda, a veces todavía la veo en el asiento del pasajero, quejándose de que no le gustaba ir al, ir a Aciago. Era una persona muy elegante y no le gustaba ir a esos lugares. Ella sí conoció el mar. Pero cómo es chistosa la vida, en sus últimos días me dijo que fuéramos al pueblo, que quería ver las flores amarillas, pero en el pueblo no había flores amarillas. No la pude llevar al final, se murió antes de que el doctor pudiera darme permiso. Ahora siempre que voy al pueblo busco sus flores amarillas, pero nunca hay nada. Me acuerdo que les pegó muy duro a mis niñas que su mamá se muriera. Yo nunca fui su amigo, esa era María, y se habían quedado sin su amiga. Pero tampoco pudieron llorarle mucho, se murieron unas semanas después, Ana un martes y Lucía el mismo viernes. Dicen que Dios les pone sus retos más grandes a sus soldados más fuertes, pero nunca me consideré fuerte, ni fui a la guerra. Era muy chillón de chiquito. Los viajes en carro siempre me mareaban y mi mamá me decía que me durmiera que no pasaba nada, pero yo siempre vomitaba. Creo que nunca le caí bien a mi mamá, aunque sí me quería, pero no le caía bien. Le recordaba mucho a mi papá.

 Andando por la carretera, vi que los carros estaban parados, y había una fila muy grande, no supe qué pasaba. Le pregunté al señor del carro de la izquierda, pero sólo subió su vidrio. Las casetas estaban tomadas, pero le di cien pesos al señor que la atendía y me dejó pasar. Creo que los que no querían dar dinero eran los que no pasaban, pero ya no tenía en qué gastarme el mío. Últimamente toman mucho las casetas, dicen que son La Nueva Ola, pero yo no he escuchado que hagan algo fuera de tomar casetas y saquear supermercados. Antes de seguir mi viaje les iba a preguntar que qué hacían tomando las casetas, porque nunca daban explicaciones, pero el otro día vi en las noticias que habían desaparecido a una familia en esa caseta, y nadie quería hablar; y ya no tendré familia, pero sí sé a qué se refieren con estar “desaparecidos”. Me empecé a sentir un poco mareado el resto del camino. A mi abuela se le bajaba la presión cuando iba a Acapulco, eso me contaba Gus, tal vez era eso. Nunca me llevaron, pero yo le creo a Gus.

  Cuando vi la señal de “ACAPULCO A 7 KM” me sentí mejor. La radio estaba sonando, y desde muy pequeño me gustaban Los Prisioneros, y cuando los escuché en la radio me perdí por unos minutos, cerré los ojos y me vi con María bailando, como cuando éramos jóvenes. Ella bailaba como si fuera una bailarina de ballet, y yo hacía lo que podía, pero parecía que tuviera dos pies izquierdos, hice lo mejor que pude. María siempre quiso que fuéramos a clases de salsa, pero yo no tenía dinero para pagarlas. Luego entraba a la casa y veía a María con las niñas bailando, copiando los pasos de un video de internet. Se me partía el corazón verla así, tan simple, cuando yo prometí darle todo lo que pudiera imaginar. Siempre me dijo que yo era suficiente, pero yo podía imaginar muchas cosas mejores que yo que nunca le pude dar. Pero ya estaba muerta en todos lados menos en mi cabeza, y yo la veía bailar como cuando éramos jóvenes. Veía sus ojos verdes y sus labios rojos, y solo me veían y besaban a mí. Mi María. Cuando se acabó la canción sentí como si despertara de un sueño. No sé cuánto tiempo estuve bailando con María, porque cuando desperté el reloj decía que eran las dos de la tarde, pero yo seguía viendo el camino oscuro.

 La madrugada en la playa parecía irreal, como de película, y sentía que era el protagonista de todas las historias de Luis Miguel. O bueno, así pensé que me iba a sentir. Pero no salió el sol. No sabía que el sol podía no salir. Le cambié a la estación de radio. En las noticias decían que todos nos resguardáramos en nuestras casas, y que no veamos al sol, pero yo seguía sin entender, porque yo no lo podía ver. Las calles estaban solitarias, y nadie salía. La única luz que podía ver era la de mi carro. Escuché la voz otra vez: "Vete para Aciago, el sol brilla para ti allá". Pero Aciago me quedaba muy lejos ya. Olía muy feo por aquí. "¿Por qué no salió el sol?" Le pregunté. No me contestó, y pensé que tenía esquizofrenia, como mi mamá. Sonó un trueno al lado de mí, y el árbol que estaba ahí estaba en llamas. "¡Vete para Aciago!", me gritó otra voz, y yo me quedé como atontado del ruido de su voz y la belleza del árbol quemándose, el contraste de la luz de las llamas con el frío camino adelante de mí. ¿Por qué escuchaba la voz? ¿Qué tengo de especial? Pensé que nada, pero no veía a más personas ni árboles quemándose. Y ya no tuve de otra más que irme para Aciago.

 Cuando estaba manejando me empezaron a doler mucho las manos, y empecé a sudar de mi frente también, y mientras más me acercaba, más me dolía el cuerpo, sentía que se me iba el aire. Todo el camino estuvo lloviendo, llegué a pensar que se iba a inundar toda la carretera, llegué nada más porque las estrellas estaban brillando como nunca las había visto, grandes y blancas. Cuando ya estaba en Aciago empezó a aclarar el cielo, y los rayos de luz pasaban por las nubes. Nadie te dice que cuando se va el sol, se te olvida cómo se ve la luz y cómo te duelen los ojos. Estacioné mi carro y me bajé, fui a mi casa. La puerta estaba cerrada con seguro otra vez, pero yo no la había cerrado. La intenté abrir como antes, pero no abría y no abría. Cuando me empezó a doler el hombro dejé de intentar. Me quité el sudor, y me di cuenta de que tenía un poco de sangre, pero no me había pegado. Me acordé de Gus y le quise marcar, pero no salían mis llamadas, a ningún lado. Entonces me acordé de que Gus iba a rezar, y no tenía otra cosa que hacer. Parecía que el empedrado estuviera intervenido por una corriente roja, que manchaba las piedras debajo de mis pies. Volví a tocar mi frente, y la sangre estaba seca. Llegué a la entrada de la catedral, y ya había luz. En la iglesia había unas personas muertas sentadas en las bancas, me acerqué. La primera fila de la iglesia estaba llena de muertos, todos hombres, menos dos mujeres. La mujer que me llamó la atención tenía los ojos abiertos, me recordó al alebrije, a mi abuela. Se murió hace muchos años, pero sus ojos me veían, muertos, otra vez. Me acuerdo cuando la maté. No quería hacerlo, ella me lo pidió. Me dijo que ya no quería vivir, y que si la ayudaba, que puras cosas buenas me iban a pasar. La empujé de las escaleras, yo no quería. Yo no quería. Yo no quería, ella me dijo. Los ojos de la señora me veían, aunque no se movían, me estaban viendo. Le di un abrazo y le pedí perdón, me recordaba a ella. Ya todos los demás estaban muy pálidos, no podía hacer nada por ellos. No me preocupé porque se levantaran porque aquí eso no pasaba. Caminé hasta el altar, y me hinqué para rezar. Entre mis lágrimas, la voz me habló otra vez, pero ya solo susurraba, ya no la entendía, el dolor de mis pies y manos era demasiado. Empezó a llover otra vez, pero el sol seguía ahí. Vi un arcoíris por el techo de la catedral. Ya no me podía mover, nada más sentí como el agua me mojaba las rodillas. Empezaron a llegar más personas a sentarse en las bancas, y se morían. El agua, poco a poco, iba subiendo. Alcancé a ver a Gus y su familia. No sé qué está pasando, pero sé que no me voy a levantar cuando me muera. Aquí no nos levantamos.

Letrinas: Poemas de Omar Méndez Sámano


Poemas de Omar Méndez Sámano


Zoo ¿lógico?


Sale el aire de un zarpazo

de la cueva del zoológico.

El león no sale.

Salen restos de pelaje,

olores a encierro

que la sabana limpiaría.

El león no sale.

Sale un rugido de la entraña oscura,

la gente aguarda ansiosa.

El león no sale.

Hoy, al igual que ayer,

el león ha decidido que los humanos

vengan a ver a los humanos.

 

  

Al escultor

 

Miguel Ángel,

quita los páramos de mi vientre,

deja zócalos en mi torso.

Moldea esta rodilla

que lo ordinario pone en su mesa

y muerde cada fin de semana.

Muele el polvo de las nueces,

exfolia mis inseguridades.

Confecciona la suavidad

de los buenos días,

mézclalos con mi carne.

Resana mis pies,

hazlos un lugar místico.

Haz de mi cabeza un castillo

que jamás conozca cañones

ni lanzas.

Baja mi mentón

de las cordilleras más remotas,

ponle un camino de jades

a mi frente

y te ruego destiñas

esa maldita mancha de timidez

que siempre vuelve a convertirme

en un inmenso mármol invisible.

 

 

 

Metamorfosis del agua

 

Agua triste engordada en las tinas.

No la ejercitan las jícaras,

ni la lluvia artificial

que los niños lanzaban

con sus botes de plástico.

 

No le veo el rostro

por ninguna parte.

Cuando mucho

una máscara lodosa

que degradó a medias un pocillo.

 

Ya nadie vela por ella,

por su intestino transparente,

por sus capillas de asepsia,

por el sacrificio

de purificar

suciedades ajenas.

 

Pobre agua,

le han quedado,

después de tantas manos lavadas,

los ecos del descuido.

 

Agua triste achacosa en las tinas,

aun con los colores del oprobio

yo te admiro,

pues en el más crítico estado,

en la piltrafa húmeda que queda,

en la inmundicia líquida

que un buey sediento desprecia,

nace la vida de los renacuajos.

 

 

Rolling

 

Detrás de mi pie izquierdo

hay muchos destinos

en el que mi talón no se apoyará.

Seguiré anexando sitios 

qué jamás volveré a frecuentar.

Habrá platillos que me encantarán

mas no tendré la oportunidad de probarlos.

No conoceré lugares lejanos 

que podrían impresionarme.

Uno nunca sabe

si la palmera es para dar sombra

o para desenterrar un tesoro.

Yo llevo mi piel tostada de soles

y una pala por si acaso.

 

 

Plaga


Hay una plaga de mentiras,

a lo lejos puede verse

un grupo de personas

masajeando los oídos de la gente,

drenan la esperanza,

sepultan las lágrimas.

A las mentiras las respiran los naipes

y los elogios.

Hay un porcentaje de mentira

en nuestros ojos,

en nuestros gestos,

en nuestra verdad.

Me pregunto

si mis acciones

no son los retazos de mentira

que otras personas

han ido tirando en estas calles.



Omar Méndez Sámano (1990, Moroléon, Guanajuato). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Ganador del concurso de poesía Reto, Cultura y Arte Moroleón 2013, seleccionado para el XV Congreso Nacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura 2017 en la categoría de poesía en Xalapa, Veracruz. Fue becario del ISSSTE-Cultura los signos en rotación (círculo de poesía) en San Luis Potosí 2017. Becario del Seminario de Letras Guanajuatenses 2017 y 2021 en la categoría de poesía. Algunos de sus poemas han sido publicados en revistas como Letralia, Vuela palabra, Enpoli, entre otras.

Letrinas: Trinidad



Trinidad

Mar Romo


En el éter de tus caprichos, vida, me envolviste, desde la caricia tenue hasta el éxtasis ardiente, me has roto cuantas veces explotó una estrella y me has dado todos los colores de la luz.

 

Ocultas secretos hoy y yo sin ánimo de desafío ni rostro para culparte.

¿Cuántas veces atestiguaste mi humanidad sin siquiera pronunciar palabra?

¿Cuántas veces mi figura se tornó felina mientras se desgarraba mi piel?

¿Cuántas veces fui un ave y me rompieron las alas?

 

Vida, sórdida adversaria y amiga sagrada, dualidad que da razón al ser,

trinidad absoluta que compone el universo; que la bestialidad del mundo no diluya el fuego,

que jamás olvide porque al dolor me hiciste más fuerte,

y que por cada gota de sangre que corrió por la espada de Teseo, brotaron rosas fragantes y saturadas de color.

 

Han viajado desde lejos miles de guijarros

que creen poder enseñar al océano cuántas formas puede tomar. Ahora entiendo porqué un espectro de luz más vasto vislumbro, todos los colores he visto con cada uno de sus gradientes.

 

Desafías mi paciencia en un mundo lejano a una tormenta azul, mientras me observas desde luces y sombras entrelazadas.

Ofreces a manos llenas y retiras con ventaja, caminas feral con tu sonrisa pícara,

arrastrándome contigo entre tus piernas que son las mías.

 

¿Será que se cansó la bestia de ser feroz?

 

Hasta que mis ojos se sequen por haberlo visto todo,

te amo porque eres la villana y heroína de esta comedia tóxica de mierda

¿Será vida, que eres demasiado arrogante para ofenderte cuando estalle el volcán y la lluvia se convierta en piedra ceniza?

 

Los sueños dejaron de ser placenteros hace tiempo, seguido prefiero permanecer ciega durante las noches.

Al mirar por el balcón, el tiempo es mío, a veces sostengo la esperanza del "será"

Tantas veces he recordado y he preferido quedarme allí por temor al amanecer.

 

Cada día me levanto viendo el fuego que se apaga a mediodía. He dejado de creer en cualquier cosa, casi a un punto nihilista.

Vida mía, en mi linaje el miedo no existe,

porque me he quemado viva y me he ahogado en la inmensidad del mar, sin embargo no quiero preguntarme cuál es el límite para el dolor

porque sé bien cuál es la respuesta y también sé que no la he conocido.


Duele demasiado el cauce de los ríos del magma eterno de un volcán,

cual lágrimas ardientes que queman y surcan la piel moldeando al minotauro de Borges. La bestialidad siempre ha permanecido afuera, te transmutas amorfa para poder sobrevivir.

 

Blandiste tu espada sobre mi séptima luz y me mostraste que la tormenta solo se calma cuando la dejas llover.

 

Miré a los ojos a esa criatura de piel blanca por primera vez, le tuve miedo, pero la enfrenté, me miró como yo habría querido mirarla, fue un honor estar ante su majestad. Su cuerpo destrozado se inclinó ante mí y casi rugiendo me dijo: "¡Eres tungsteno despierta!, no te culpes por no poder estar. Regresa y deja todas las constelaciones que cargas entre los brazos, es de cobardes querer vivir solo de sueños y no llevarlos a la realidad. Eres guerrera y tus armas están hechas para pelear". Ella ocultó de nuevo el plan y sinceramente yo no estaba lista para saberlo. Se enderezó y se fue a bailar entre pequeños girasoles que crecían de la tierra. Bajo la luz de la aurora boreal, la vi por primera vez tan hermosa. En un espejo sin marco, su mirada me encontró y me miró con desdén para invitarme a bailar con ella. Solo cuando bailamos logramos ser la misma.

 

—¿En cuántas piezas has roto la sombra? —Me preguntó burlona. —Aún en medio de la oscuridad, lo que hace ser a la luna y a las estrellas es la luz radiante que reflejan, en las tinieblas infinitas somos la victoria.

—Pero tú también estás rota —exclamé.

—Es el precio de la dualidad y tú como el universo mismo, son producto de ella. 



Mar Romo es una artista visual nacida en Aguascalientes, su técnica se basa en la composición fotográfica digital, en donde toma como herramientas la fotografía, el mate painting y la inteligencia artificial. En sus últimas obras Mar ha fusionado una más de sus pasiones retomando ahora a la literatura como complemento narrativo de sus obras visuales. En esta entrega nos presenta “TRINIDAD” que se compone de la analogía de la fusión de Coyolxauhqui, (Diosa azteca de la luna y la vía láctea), La Reina de las Bestias (de su mitología personal) y ella misma.
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