Con su característico estilo visual gótico, el "Frankenstein" del creador mexicano plantea una historia acerca del perdón y de tomar la decisión de continuar existiendo a pesar de nuestras heridas personales o familiares.
Con "Frankenstein", Guillermo de Toro echa mano del monstruo para reflexionar sobre la condición humana
"Dallas" de Lázaro Cristóbal Comala: todo lo que extrañas ya no existe
Por Alejandro Carrillo
Hay canciones que no se escuchan, se sobreviven. Dallas, de Lázaro Cristóbal Comala, no ofrece alivio ni luz al final de la carretera. Es una canción que se sienta contigo cuando ya no puedes hablar, cuando solo queda mirar el suelo y aceptar que algo dentro se rompió para siempre.
No hay épica en su voz, solo un temblor cansado, una derrota que no pide perdón. Dallas suena como si alguien hubiera grabado el eco de un adiós demasiado largo. Huele a habitación cerrada, a ceniza, a una noche que no termina. Y en medio de esa penumbra, Lázaro pronuncia una verdad que duele como si la dijeran dentro de uno mismo:
“Esta vez lo mejor es hasta aquí, no sé de ti y menos de mí, todo lo que extraño, todo lo que extraño, todo lo que extraño, ya no existe.”
No existe. Qué frase tan simple y tan cruel. No hay poesía en eso, solo la precisión con que se nombra el vacío. Escucharla es aceptar que lo perdido ya no tiene cuerpo, ni rostro, ni regreso. Que uno también se disuelve un poco con lo que ama.
Musicalmente, Dallas suena a Nick Cave perdido en el desierto, a Johnny Cash mirando su propio ocaso, a Nacho Vegas buscando redención entre tragos, pero también a José Alfredo Jiménez: ese mismo impulso de beberse la tristeza y convertirla en canto. Lázaro hereda la escuela de los que entienden que el dolor no se supera, se afina. Su voz tiene la aspereza de la derrota y la dignidad del que canta para no desaparecer.
Dallas no busca consuelo, busca silencio. Es un lugar al que se llega sin equipaje, solo con el cansancio de haber querido demasiado. En su sonido hay un tipo de fe retorcida: la fe de seguir respirando aunque ya nada importe.
Yo escucho Dallas cuando necesito recordarme que no pasa nada si uno se queda tirado un rato. Que a veces hay que dejar que el dolor se acomode, que hable, que respire. Porque solo cuando todo se apaga, cuando no queda nada, empieza a existir una paz mínima, una soledad que ya no hiere.
Lázaro no canta para el público. Canta para los que no pueden dormir. Para los que alguna vez entendimos que el amor también tiene fecha de vencimiento. Y que a veces, sobrevivir consiste solo en quedarse quieto, mientras la canción nos hace compañía en lo que vuelve a amanecer, si es que eso pasa algún día.
Un pájaro que ya no está
Por Jorge Sosa |
Este texto recoge y amplía lo que escribí para la cuarta de forros del libro “Los poemas humildes son verde menta” de Iván Mata, editado por Ediciones Come Fuego.
Iván Mata es el poeta más vulnerable que conozco. El que está en más contacto con sus propios afectos y odios. Escribir, para mí, es un acto de observación. Iván es más preciso, en él parece un acto de escucha. ¿Qué escucha Iván? Sus tiernas y violentas emociones. Los chismes en redes sociales. La música de los aparatos de gimnasio y las tijeras que cortan cabello en las estéticas. El canto de un pájaro que ya no está, del que solo queda la jaula.
El nombre del libro tiene su origen en una tendencia clasista de TikTok que señala que el color “verde menta” es predominante en las fachadas e interiores de las casas de las personas pobres. El ejercicio de apropiación de Iván para su libro no evade la naturaleza odiosa de los videitos de internet. Hace belleza de la tirria. En especial, de la propia:
“Sería una persona grosera con todos
porque tendría amor
el tuyo
a cada momento, donde sea, cuando fuera.”
Cada vez que leo de nuevo el libro, me río. Supongo que las personas que crean y comparten videos en redes sociales burlándose de alguien más, también se ríen. El humor de Iván está de un lado de la balanza que aprecio mucho. Me hace recordar que no me importa mucho la caricatura de mi persona.
Es tan cándida la forma de escribir de Iván, que a veces me distraigo con lo mucho que me gusta lo que dice y dejo de prestar atención a lo mucho que me gusta cómo lo dice. Es el truco que comparten una gran balada pop y una naturaleza muerta. El bailecito lento y las frutas son tan bonitas, que parece que estuvieron ahí siempre y no son el producto de miles de notas y colores mezclados hasta el hartazgo.
Los textos de “Los poemas humildes son verde menta” parecen escritos con la energía encontrada para seguir bailando en una fiesta a las cuatro de la mañana. Un momento de lucidez en medio de un cansancio abrumador. Después de llorar, quedarse dormido y despertar de nuevo todavía intoxicado. Es un mal momento para tomar decisiones, pero Iván demuestra que es un buen momento para hacer poemas.
"Camina o muere", crudo retrato sobre la explotación a los jóvenes y la gente de a pie
Muy al estilo de "El juego del calamar" y la saga de "Los juegos del hambre", el premio para quien se mantenga como la última persona viva es un apoyo económico.
Letrinas: Minificciones V de Franco García
Vacíos existenciales
Vivo
a las afueras de Acapulco y en un departamento que se encuentra en el quinceavo
piso de un edificio casi en ruinas. En el también habitan ladrones,
prostitutas, burros, sapos, violadores, asesinos, secuestradores, madres
solteras, obreros. He de confesar que mi departamento está repleto de vacíos
existenciales y cada vez ocupan más y más espacios. Un día saldré volando por
la ventana.
Anarcosugerencias
En
el Medical Reality Show, el psiquiatra y psicoanalista Otto Gross recomendó lo
más sano para la depresión: anarcobenzodiacepinas y anarcoextremafornicación.
Aleluya, aleluya
Cuando
esnifo soy un demonio; al despertar, un santo. Y Dios, qué maravilloso es
entonces el milagro de la resurrección.
Padecimientos
No
hay mayor tristeza que ir a la farmacia a comprar antidepresivos y no
anticonceptivos.
Estirar la mano
No
hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, murió una mujer afuera del Walmart. De
un momento a otro se desvaneció. La temperatura oscilaba entre los 40 o 50
grados Celsius. Era una época infernal en el puerto. Le gente ni se inmutó con
su presencia y quedó ahí la mujer, envuelta en el rebozo, de rodillas, con la
mano bien estirada, sin saber si solicitaba un apoyo para levantarse o una
moneda para hidratarse.
Cuellos negros
No
hace mucho, en La Vacacional, Acapulco, vivía un viejo norteamericano en una
enorme hacienda, donde cultivaba papaya, mango y algunas hortalizas. Todas las
tardes, debajo de una enorme ceiba y después de una ardua jornada, siempre les
contaba las mismas historias de los negros gringos a sus trabajadores negros
acapulqueños.
—Era todo un deleite ver colgar a los negros rebeldes. Podíamos escucharles
tronar el cuello: crac, crac…
Y
siempre intervenía el pequeño Julio, hijo del matrimonio de la cocinera y el
chofer:
—Igual como les tronó a don Pedro, a don Raúl, a don Esteban, a don Mario y a
todos los que no aceptaron sus malos pagos, ¿verdad?
Primero muerto
Llegaron
con lujo de violencia y a gritos desesperados. Debía más de cincuenta mil
millones de pesos al fisco y traían una orden judicial. Desde hacía meses que
mi empresa se encontraba en banca rota pero no lo aceptaba. Insistieron una y
otra vez con sus amenazas. Me negué a salir. Jamás me separarían de mis deudas.
“¡Primero muerto!”, les grité a las autoridades y ordené al sepulturero que no
dejara de echar tierra a mi féretro.
Fiesta brava
Desde
la tribuna, y con micrófono en mano, el político repetía lo mismo cada campaña
electoral: “Estimados compañeros: les prometo que no cumpliré nada de lo
acordado. Nada. Y a ustedes les consta. ¡Pero vaya fiesta que habrá cuando
ganemos, señores! ¡Qué fiesta, verdad de Dios!”. Y aquel pueblo enardecido de
justicia no paraba de aplaudir, gritar y silbar por el enorme banquete que se
avecinaba.
Hartazgo
¡Estoy
hasta la madre de que a esta mujer no la amen como es debido!, dijo el corazón
y, por fin, detuvo sus latidos.
Inundación
Vamos,
nena, arráncame los ojos de una vez ahora que me dejas para siempre, porque
casi me ahogo todas las noches cuando reposo mi cabeza sobre la almohada.
Franco
García (Vacacional, Acapulco). Ha publicado en Punto de partida, Punto en
línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura,
Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik,
Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos
de Plumas, Revista Pirocromo, Revista Alcantarilla, Revista Hipérbole Frontera,
entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y
cuentos.
Las Muertas: de la sátira feroz al drama televisivo impecable
Cinema Coyote | Alejandro Carrillo
En 1977, Jorge Ibargüengoitia publicó Las Muertas, una novela que diseccionaba con ironía, humor negro y un filo narrativo irrepetible el escándalo real de “Las Poquianchis”: una red criminal ocultada bajo los mantos del moralismo provinciano. Casi cincuenta años después, Netflix adapta la obra al formato de serie, una apuesta que en principio parecía arriesgada: ¿cómo trasladar a la pantalla el tono corrosivo, la crítica social disfrazada de carcajada, la voz inimitable del autor guanajuatense? Contra todo pronóstico, Las Muertas (2025) consigue honrar el espíritu literario y, al mismo tiempo, trazar un lenguaje propio, potente, visualmente magnético y dramáticamente contundente.
Ibargüengoitia, un narrador imposible de copiar… pero sí de reinterpretar
Hablar de Las Muertas implica reconocer el genio de Ibargüengoitia para desnudar el absurdo mexicano. Su novela es, ante todo, un espejo deformante: muestra un país donde la corrupción tiene sotana, el poder huele a establo y las víctimas terminan convertidas en notas al pie. La mirada del autor no es piadosa, pero tampoco cruel; es, más bien, quirúrgica. Con un estilo seco, preciso y dolosamente divertido, Ibargüengoitia reconstruye el expediente judicial de las Poquianchis para evidenciar la hipocresía que normaliza lo monstruoso.
La serie parece consciente de que competir con ese tono sería suicida. En lugar de intentar imitar la prosa del escritor, apuesta por rescatar su esencia: el retrato de un México rural donde la miseria económica se mezcla con la miseria moral; la denuncia disfrazada de anecdótico; la violencia presentada sin morbo, pero tampoco sin anestesia.
De esa decisión nace la mayor virtud de la adaptación: comprender que Las Muertas no es solo una historia criminal, sino un comentario sociopolítico que sigue vigente.
El director Luis Estrada y el equipo creativo optaron por una estética cuidada al detalle: vestuarios opacos, atmósferas áridas y una paleta de colores que captura la sensación de encierro físico y emocional. No es la típica “serie de época” reluciente; aquí predomina la textura terrosa, las paredes descascaradas y la iluminación que evoca la precariedad de la vida marginal.
El diseño de producción logra algo crucial: hace visible el sistema que permitió a las hermanas González (las Poquianchis ficcionalizadas) operar durante décadas. Los burdeles disfrazados de “casas de huéspedes” están recreados con una sobriedad que incomoda; los despachos de funcionarios corruptos —desde policías municipales hasta políticos locales— transmiten la complicidad invisible que Ibargüengoitia denuncia con sorna. La fotografía, además, alterna planos cerrados que acentúan la claustrofobia de las víctimas con composiciones amplias que exponen la indiferencia del entorno. Ese contraste es quizá la forma más visualmente efectiva de trasladar la ironía del autor al lenguaje audiovisual.
Si la serie funciona con la fuerza que funciona, es porque el elenco la sostiene como un coro trágico. Joaquín Cosío, Alfonso Herrera y Mauricio Isaac que encarna magistralmente el personaje de "La Calavera", complementan el magnífico trabajo de Arcelia Ramírez y Paulina Gaitán, que le dan vida a las hermanas Baladro, ofreciendo protagónicos a la altura de la producción con lecturas y actuaciones matizadas y profundamente humanas, evitando caer en la caricatura que —por el carácter satírico de la novela— habría sido un riesgo tentador. En pantalla, Serafina y Arcángela no son monstruos estrafalarios, sino mujeres moldeadas por la ambición, el resentimiento y la impunidad que heredaron y reforzaron. Esa complejidad dota a la historia de un peso dramático que enriquece, sin contradecir, la visión literaria.
El reparto joven que encarna a las víctimas aporta la otra mitad del corazón narrativo: sus actuaciones transmiten vulnerabilidad sin caer en el sentimentalismo. La serie acierta en mostrar su humanidad sin romantizarlas ni convertirlas en símbolos abstractos; son personas atrapadas entre la pobreza y un sistema que nunca pretendió protegerlas. Ese equilibrio actoral permite que la historia sea dolorosa sin ser sensacionalista, respetuosa sin ser tibia.
Completan el cuadro varios secundarios memorables: policías que parecen burócratas de oficina, funcionarios que hablan en eufemismos, testigos que desfilan entre el miedo y la ignorancia. Aquí las actuaciones funcionan como engranes narrativos, articulando esa sociedad absurda que Ibargüengoitia tantas veces retrató.
Una de las adaptaciones mexicanas más sólidas de los últimos años
Lo más valioso de Las Muertas es cómo transforma la sátira literaria en una crítica televisiva contemporánea. Si la novela desmontaba los ridículos del México posrevolucionario, la serie señala continuidades incómodas: feminicidios normalizados, autoridades omisas, la facilidad con la que la violencia estructural se oculta bajo discursos vacíos.
La serie evita el panfleto. Todo está narrado desde la intimidad y la cotidianidad; no es un ensayo político sino un relato humano que expone las costuras del país a través de la vida (y la muerte) de mujeres invisibles. Esa mezcla de fidelidad histórica, sensibilidad contemporánea y rigor narrativo hace que Las Muertas no solo funcione como adaptación, sino como una obra con identidad propia, capaz de dialogar tanto con lectores de Ibargüengoitia como con audiencias jóvenes que quizá descubran aquí la fuerza del autor.
Las Muertas de Netflix es una serie que respira respeto por su origen literario, pero también valentía para reinventarse. Sus valores de producción, su dirección contenida pero incisiva, su guion bien articulado y, sobre todo, sus actuaciones, conforman una obra que honra la mordacidad de Ibargüengoitia sin sacrificar profundidad emocional.
El resultado es un híbrido afortunado: una pieza televisiva estética y narrativamente poderosa que recuerda por qué Las Muertas es una novela fundamental, y por qué sus ecos —dolorosos, irónicos, necesarios— siguen resonando en el México contemporáneo.
La Mosca Humana: cuando el instinto se vuelve ruido, cuerpo y resistencia
Fermín Zárate |
En el panorama del rock emergente mexicano, pocas bandas resultan tan viscerales, tan francas en su construcción, como La Mosca Humana. Desde León, Guanajuato, el trío formado por Davo Calavera, Ángel Rendón y Pepe Estopellán surge de un impulso primario: la urgencia de poner música a unas letras que nacieron en la soledad de un cuarto adolescente, guitarras en mano y la revelación escénica de Lux Interior rondando la imaginación. Ese germen impulsivo, casi hormonal, se convirtió en una búsqueda colectiva cuando Davo decidió salir y encontrar músicos dispuestos a sumarse a un proyecto que nunca pretendió encajar en moldes.
Esa pulsión inicial se escucha en la identidad sonora del grupo: un ruido instintivo, áspero, de bordes afilados. La Mosca Humana bebe tanto de Violeta Parra como de Jessy Bulbo, del Muertho de Tijuana, Silverio o Teri Gender Bender, pero también de la crudeza primitiva de The Cramps, la energía de Iggy Pop, la oscuridad de Joy Division, el caos de Teenage Jesus and The Jerks, el dramatismo de Christian Death y la sencillez distorsionada de The White Stripes. El resultado no es una mezcla: es una erupción. Un rock que se permite fallar, saturar, deformarse, mientras deja que el instinto dicte el ritmo.
Su primer álbum, Radio Polilla, da forma a un universo conceptual atravesado por la nota roja, la indignación cotidiana y las heridas abiertas de un país que desborda violencia y frustración. Cada canción funciona como un canal de descarga, un exorcismo sonoro donde la banda transforma la rabia social en catarsis musical. En lugar de dejarse consumir por el enojo, lo vuelven ritmo, distorsión y palabra directa. No buscan sermonear: buscan liberar.
Pero el camino para una banda emergente siempre es áspero. La Mosca Humana lo sabe: no es raro que productores, sellos o colaboradores elogien el concepto para luego desaparecer en el silencio. No es raro que se les subestime por ser ruidosos, incómodos, demasiado honestos. Su respuesta es tan simple como radical: seguir. Seguir con recursos propios, seguir desde la trinchera creativa, seguir porque hacer esta música —instintiva, política, emocional— es un acto de resistencia.
Si hay una carta de presentación que sintetiza todo ese espíritu, es su sencillo Kafka’s Daydreaming / Post Hvmano, un tema acompañado de un videoclip que es casi un manifiesto. Musicalmente condensa las interferencias lo-fi, la distorsión, las atmósferas densas y la voz penetrante que caracteriza al proyecto. Visualmente, retrata a un hombre gris, trabajador, atrapado en la rutina y la precariedad de la vida moderna: un godín convertido en insecto y de regreso, en un loop kafkiano que dialoga con la alienación laboral de millones. Hay guiños a Ian Curtis, a la idea del colapso, al instante en que uno despierta del sueño y se da cuenta de que debe incorporarse —a la fuerza— a la máquina social. Pero también deja abierta la posibilidad de fuga, de ruptura, de vuelo.
Esa misma ambivalencia —entre el hartazgo y la posibilidad de libertad— está en el corazón de la banda. Porque La Mosca Humana se reconoce en ese personaje: trabajadores, explotados, ansiosos, deprimidos… pero con una guitarra como salvavidas.
Quienes aún no se han cruzado con ellos deberían saber que sus shows en vivo no buscan la comodidad. Son performances caóticos, intensos, casi rituales, donde el cuerpo y el ruido se vuelven una sola entidad. Cada presentación provoca algo distinto porque cada mente es un universo: la interpretación queda abierta, pero la reacción está garantizada.
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Letrinas: El Diablo y la Muerte
El Diablo y la Muerte
Samanta Galán Villa
Afuera
la noche. Tengo las ventanas cerradas porque me da miedo que algo entre. Mi
teléfono no ha dejado de sonar. Son del banco. Me recuerdan que tengo que pagar
mis préstamos mañana porque ya he duplicado mi deuda con los intereses. Estoy
cansado de inventar historias para zafarme de sus interrogatorios. No tengo
dinero, no tengo trabajo porque me despidieron hace ocho semanas.
El
latido de mi corazón es agónico. Tengo hambre y sueño. Quiero salir un rato y
pasear por el parque. Lo hago. No veo la calle en días, pero sé que fue una
tarde calurosa porque el pavimento está caliente. Es media noche. Mi mente es
un nido de arañas. Pequeñas, diminutas y amontonadas. Son mis pensamientos.
Hasta
mí viene el recuerdo de Julia. Sus manos delgadas y suaves y también su voz
áspera cuando me dijo que estaba cansada de la monotonía, de mi falta de
compromiso, de mi insoportable actitud, de dejar las cosas a medias. Mis
pensamientos arañas trepando las paredes del departamento y llenándolo de un
humo asfixiante.
Camino
sin pensar, sin fijarme a dónde. Miro las estrellas y recuerdo que son mapas,
que si las sigues te guían a un destino. Escucho risas. Dos figuras se mueven
delante de mí, corriendo y saltando, tomándose de las manos y volviendo a
dejarse. Ahora se persiguen, juegan a los encantados. Son ellos, El Diablo y La
Muerte.
Los
dos locos brillan con luz propia, es tanta su felicidad. Nada les importa, no
tienen a los bancos detrás de ellos, no hay recuerdos que les nublen la vista.
Sólo corren y ríen. Siempre sostenidos por la benevolencia universal, por ese
flujo de la vida que le da a cada uno lo que se merece. Eso dicen, eso dicen.
El
Diablo y La Muerte sólo tienen una especie de camisón que les tapa sus
miserias. Tan libres ellos, tan suyos. Los dos con el pelo al ras, sonrientes.
Hay quienes dicen que se conocieron por azares del destino, andando sin
buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, cómo no. Se conocieron,
sí, y a partir de entonces decidieron quedarse juntos. Ser cómplices en esa
selva virgen que es la calle y compartirse sin limitaciones, ni miedos, ni
angustias. Sin pensar en un mañana que puede o no llegar y que tampoco importa
mucho si llega.
Otros
aseguran que estuvieron juntos desde su infancia y que son hermanos. Que sus
padres los dejaron huérfanos y aprendieron a sobrevivir apoyándose el uno al
otro. Abriéndose a la vida, al amor, al sexo, uno frente al otro como un
espejo, como una sombra que no desaparece en la oscuridad.
Yo
no descarto esta teoría porque si se les presta atención, si de verdad se
decide no voltear la cara hacia otra parte para evitar darles existencia a los
pordioseros, a los miserables, se puede notar que sus rasgos algo de parecido
tienen. Ojos separados, nariz afilada, boca bien formada pero sucia, siempre
abierta enseñando los dientes amarillos y una lengua casi negra.
El
Diablo y La Muerte corretean por el parque, sin que les importe nada más que
ellos mismos. El Diablo abre los pies y deja caer una enorme caca en el piso
del parque. Abre los pies, hace la necesidad de todo ser humano, de todo ser
viviente y se va, dando saltos y gritos de alegría.
Siento
asco, pero no por su acción repugnante. Me enferma esa complicidad, su alegría
casi grosera, como si se estuvieran burlando de mí: un hombre que fue a la
universidad y estudió contaduría. Que trabajó once años en el mismo despacho,
haciendo tareas fuera del horario de trabajo para caer bien, para que me
tomaran en cuenta, para congraciarme con los auditores. Que un día conoce a una
mujer y se enamora perdidamente y sabe que jamás verá el mundo con los mismos
ojos, porque el cuerpo de dicha mujer es polimorfo y estará presente en una
silla, en un puente, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Pero el correr
del tiempo que todo devela, que todo desgasta, terminó por quitarle el brío tan
intenso a los primeros encuentros y la monotonía echó a perder el vínculo. Y un
día la mujer se para frente a ti y dice que se va, que está harta, que no hay
nada qué hacer, que fue suficiente.
Entonces
dejas de trabajar, tomas y fumas a las ocho de la mañana. No quieres salir, no
hay nada que valga la pena. Te olvidas que tienes necesidades, que tienes
deudas en los bancos que debes liquidar porque ellos muy amablemente te
extendieron un crédito para un auto de cuatro cilindros que chocaste al poco
tiempo de adquirir en una noche de juerga. Que también ocupaste tu tarjeta de
crédito porque querías amueblar el departamento que compartías con el amor de
tu vida, pensando que sería el lugar donde criarían a sus hijos y donde, algún
día, luego de muchos años, pasarían juntos la vejez. El teléfono suena y te
vuelves loco, de dolor, de ansiedad, de miedo.
El
Diablo y la Muerte bailan tomados de la mano, sin percatarse de que yo los veo
o de que cualquier otro puede atestiguarlos. Poco o nada les importa. Nada
saben de las desgracias del mundo, de lo insoportable que es la vida promedio,
la vida de cualquier ser humano encerrado en su casa a las doce de la noche.
Los
veo de lejos y siento que me hierve algo por dentro. La necesidad de que, si yo
no tengo, nadie más debería tener. Que, si soy miserable, el mundo entero debe
sentirse como yo: un perdedor, un fracasado, un ser incompleto. Puedo sentir
clara y lúcidamente cómo se planta en mi cerebro la semilla del odio y sé que
no hay nada que crezca con mayor facilidad. Pienso que voy a regar esa semilla
con cariño, con cuidado, esperando que pueda darme el triunfo de arrebatarle a
alguien lo que más quiere. Ver esa desdicha y que por arte de magia regresen a
mí las ganas de ser alguien. Ser, en última instancia, un hijo de puta.
Doy
la media vuelta y regreso a mi casa. No apresuro el paso. Miro las casas, los
edificios, el alumbrado público. Entro de nuevo en mi departamento y pienso en
Julia. Pienso que la noche es larga, que estoy cansado, que estoy triste.
Prendo un cigarro y hago figuras en el aire. Encuentro rostros y nombres que se
desvanecen en segundos. Fumo hasta quedarme dormido.
El
teléfono suena. Todo el día suena. Son los del despacho de cobranza, pero no
tengo ganas de inventar excusas. Tengo hambre y sed. El piso está sembrado de
colillas y hay junto a mí un par de botellas vacías de ron. Intento levantarme,
pero estoy mareado. Huelo mal, no me he lavado los dientes ni me he bañado en
tres días. El teléfono suena. Tengo miedo de no contestar, de que me embarguen
y perder lo poco que me queda.
Apoyo
mi espalda en la pared. Supongo que es medio día porque desde la ventana logro
ver que el sol está en lo alto con toda su inclemencia. Tocan la puerta, con el
puño tocan la puerta. En un movimiento rápido me encojo, me engarruño como las
babosas cuando se les ha echado encima un poco de sal. El corazón me late más
rápido y más rápido tuntuntuntuntuntuntuntuntun. Sigo vivo. Del otro lado de la
puerta alguien dice mi nombre, pero no logro reconocerlo.
Deseo
con todas mis fuerzas estar en otra parte. Cierro los ojos e imagino que puedo
entrar a un rincón impenetrable de mi mente. Uno al que nadie, excepto yo,
tiene acceso. Ahí no existe el sonido. Tampoco tengo hambre ni dolor porque
desaparece el cuerpo. No existe el tiempo, sólo una pared blanca y brillante.
Inhalo y exhalo, lento.
Me
quedé dormido o eso supongo. ¿Un desmayo? Qué importa, no logro notar la
diferencia entre un hecho y otro. Afuera ya es de noche, de nuevo ha
oscurecido. El teléfono ya no suena. El departamento está en silencio. La sed
es insoportable. Voy al baño y tomo del lavabo. El agua me sabe mal y me agrava
las náuseas. Necesito alcohol.
Reviso
las botellas que están junto a mí, esperando que alguna tenga un poco, el mínimo
para calmar mi ansiedad. Nada. Voy hasta mi cuarto y reviso los bolsillos de
mis pantalones usados e igualmente sucios al que llevo puesto. Encuentro un
billete arrugado. ¡Milagro! Lo suficiente para comprar otra botella y más
cigarros. Camino hacia la puerta y encuentro un papel. Lo metieron por debajo.
Es un recado de mi casero. Debo entregar el departamento en tres días por
incumplimiento de la renta. Arrugo el papel y lo tiro. Abrocho las agujetas de
mis tenis y voy a la licorería que está a tres cuadras.
Cuando
regreso, bebo directo de la botella. No tengo a dónde ir. Mis padres
fallecieron cuando era niño y la tía que me crio ahora descansa en una estancia
de retiro pagada por mis primos. No tengo a dónde ir. Sonrío. Saco humo de la
nariz y sonrío. Pienso en El Diablo y La Muerte y vuelvo a sentir en mi cerebro
atrofiado la semilla del odio.
Intento
imaginar una forma de separarlos. Creo que podría regalarle a uno de ellos
cualquier cosa que en su situación pudiera considerarse un lujo. Hacer que
peleen, que la fuerza de la ambición los corrompa, pero de inmediato llego a la
conclusión de que es imposible. Hay algo en su locura que los regresa al estado
infantil más puro. Donde no hay codicia, donde todo puede ser compartido. Tengo
la impresión de que, de alguna forma, la locura y la infancia tienen la misma
raíz.
Me
duele la cabeza, pero no del modo común. Parece como si mi cráneo estuviera en
medio de dos piedras enormes a punto de chocar entre sí. Bebo de la botella y
sonrío. Me siento bien, por un momento olvido dónde estoy y lo que he perdido.
El Diablo y La Muerte deben estar despiertos, buscando comida entre la basura.
Viviendo una vida nocturna y pueril.
Tengo
más de la mitad del ron en la botella. Me levanto y camino hacia la calle. Hay
muy poca gente a estas horas entre semana. El ciudadano promedio está
descansando, reponiendo fuerzas para cumplir con sus horarios laborales por la
mañana. Atendiendo a sus hijos o los quehaceres del hogar. Pienso que Julia es
una de esas personas, que está durmiendo sola. No, acompañada.
Llego
al parque y ahí está El Diablo. Está solo, sentado en la banqueta y dibujando
algo con el dedo índice de la mano derecha en el pavimento, igual que Cristo
cuando salvó a la Magdalena. Suerte, tal vez otro milagro.
Me
paro frente a él, pero no voltea, no se inmuta. Sigue pintando figuras
imposibles. Apesta, pero no para alejarme. Me siento junto a él y le pregunto
¿quieres? Sólo entonces voltea a verme, con los ojos grandes y limpios. Sonríe
y recibe la botella. ¿Y tu amiga?, pregunto. Le dio pallá, responde y señala
con el mismo dedo que tenía sobre el pavimento hacia un punto del parque. Se
fue a dormir porque anda cansada.
Le
da un sorbo a la botella y carraspea. Estira la mano para regresármela pero le
digo que está bien y que puede beber más. ¿Es tu hermana?, pregunto. Sí, también
es mi mamá y mi esposa y mi hija. Le dio pallá y vuelve a señalar. Me río y
ahora sí le recibo la botella para darle un trago.
Seguimos
tomando y le pregunto si tiene hambre, me responde que no, que comió cualquier
cosa que no pude comprender. Lo miro con detenimiento y sin juicio. Tiene la
nariz pronunciada, pero fina. Los ojos grandes igual que las pestañas. Sé que
no he escuchado una voz más inocente, ni siquiera en los labios de un niño. Le
digo que tome más, que puede quedarse la botella entera. También le ofrezco un
cigarro y dice que no fuma. La botella sí la recibe y bebemos como dos grandes
amigos que acaban de reencontrarse.
No
logro entender del todo sus frases, pero sé que La Muerte ha estado mal porque
tuvo un aborto. El Diablo explica que el vientre de su mujer, hermana, madre e hija estuvo
hinchado un tiempo y que un buen día salió sangre y un pequeño bulto que
tiraron en un bote de basura. Que, desde entonces, La Muerte tiene cambios
repentinos de humor, está triste y cansada y que él no sabe qué hacer.
Lo
escucho con atención y no puedo evitar sonreír y embriagarme con su miseria,
pensando que todos tenemos una maldita loza encima. Bebo y fumo con
agradecimiento. Pienso que no tengo nada más que hacer ahí, que es momento de
volver a descansar los días que me quedan en el departamento. Me levanto.
Quiero decirle que ya me voy, que fue un gusto, que un día de estos volveré a
visitarlo, pero él se levanta de un brinco y mira hacia el punto que señaló con
el dedo.
Una
figura se abre paso. Es La Muerte que se soba las manos y sonríe. Se acerca y
me ve con desconfianza, como el intruso que soy. No sé si es la luz del
alumbrado, mi tristeza, mi añoranza por tocar a una mujer, pero la veo como una
virgen recién consagrada. Luminosa, frágil. Detrás de los harapos, lo sé ahora,
se esconde una hermosa figura. Senos grandes, quizá por el reciente embarazo
fallido.
Dame,
dice y estira la mano. El Diablo se acaba de terminar lo último que quedaba del
ron. Se carcajea, la abraza y luego a mí. Frente a los dos improvisa una suerte
de baile, que más bien parece un performance de danza contemporánea. El alcohol
se me ha subido y me tiene tranquilo, complaciente, sereno. Pero La Muerte nos
mira con desprecio y sin pensarlo le da una patada en el culo al Diablo.
No
oculto la gracia que me produce la escena y me hago para atrás, por precaución.
El Diablo no toma bien el gesto, ¿quién lo tomaría? Ni los locos soportan un
buen golpe. Se detiene. Veo por un segundo, en los ojos de ese santo rapaz, la
sombra del verdadero diablo. Sin contenerse empuja a La Muerte y la tira al
suelo. Le levanta el camisón y la penetra sin piedad, como un animal
embrutecido. Las piernas de la mujer todavía tienen sangre seca. Grita y patalea,
como seguramente lo ha hecho por años.
Prendo
un cigarro y me doy media vuelta. Los dejo ahí, en el rincón del parque.
Viviendo la vida que tanto había deseado.
Letrinas: Ofrenda
"Una batalla tras otra", contestaria e imperdible
Sin embargo, el propio director y guionista del filme (Anderson) ha declarado que su propuesta no es una adaptación como tal del texto aludido, sino que toma prestado varios de sus elementos clave para hacer una versión actualizada.









